Los hombres y el espejo

Ross Rocklynne

Los hombres patinaban sobre la suave curva de la superficie del espejo.

Por encima de ellos lucían las estrellas del universo, cuya luz era capturada y devuelta por la superficie cóncava, intacta, despedida de nuevo hacia el espacio como un resplandor infinito.

Los hombres eran dos. El uno, Edward Deverel, un gigante audaz y con muchas horas de vuelo, cuya profesión hasta hacía muy poco, era la de pirata en los canales de Marte. El otro, un hombre aguerrido y poderoso, era el teniente John Colbie, cuya misión consistía en apresar a aquel corsario de los canales.

Estaban en un verdadero apuro, pues de momento no podían escapar de la trampa que representaba aquel espejo cóncavo, brillante y de perfecto pulimento.

En cuanto a cómo ocurrió todo...

Cuando Colbie, después de su caminata de doce horas a lo largo del río de amoníaco por donde vertía la Fuente sus líquidos nocivos, llegó por fin a Ciudad Júpiter, se hallaba en tal estado de fatiga que sus músculos parecían protestar a gritos. Pulsó el zumbador para que los vigilantes de la compuerta estanca le abrieran, y se sintió muy aliviado al ver que empezaba a funcionar la enorme esclusa, proyectando un resplandor luminoso sobre los torbellinos de gases que azotaban la superficie del inmenso y venenoso Júpiter, Dos hombres se acercaron. Le encañonaron con armas ligeras y le indicaron que entrase. El oficial de guardia deseaba conocer la profesión de Colbie, y éste exigió ser conducido a presencia del comandante de la guarnición —que también era el alcalde de la ciudad—, pues el asunto que le traía debía ser tratado por la jurisdicción militar.

Mientras cruzaban las calles de la ciudad después de su torturante odisea por los yermos de Júpiter, sintió admiración y al mismo tiempo temor ante el genio de la raza humana, que frente a tantas dificultades y peligros había sido capaz de construir aquella ciudad bajo un domo y equiparla con todos los lujos de la vida terrestre. Pues en el exterior reinaba una presión de cuarenta y cinco toneladas por centímetro cuadrado. La gravedad era como dos veces y media la de la Tierra. En la atmósfera no había ni gota de oxígeno respirable, y ningún rayo de luz penetraba la gruesa capa de nubes que cubría la superficie del planeta. Pero el hombre supo construir su ciudad con tanta solidez, que perduraría para siempre.

Cuando Colbie estuvo en presencia del comandante de la cúpula, éste oyó su relato sin dejar de contemplarle con expresión astuta.

—Así que usted es el teniente John Colbie, del Cuerpo de Seguridad Interplanetaria —murmuró—. Hace menos de treinta y seis horas estuvo aquí otro hombre, quien certificó ser John Colbie. No creo equivocarme si digo que uno de los dos es un embustero.

—Ya se lo he explicado; el otro hombre es un delincuente llamado Edward Deverel, cuya pista estoy siguiendo. Lo alcancé en Vulcano, cerca del sol, y descubrimos que aquél era hueco mediante el sencillo procedimiento de caernos en un agujero. Allí pude capturar a Deverel, pero demostró ser demasiado listo. Quedamos atrapados en el centro de gravedad. Pero él calculó que los gases que llenaban el interior del planeta se dilatarían a medida que éste alcanzara el perihelio, formando así corrientes de convección que Deverel aprovechó para escapar de la trampa y al mismo tiempo de mí. Volví a encontrarle, pero naufragamos en Júpiter, cayendo en un pozo cuyo fondo era un lago de amoníaco líquido. Y Deverel, en quien admito haber hallado una excepcional astucia y capacidad de deducción, imaginó que el lago se vaciaba mediante un sifón de bastante altura. Así consiguió engañarme y yo me quedé en el pozo. Por último deduje dónde estaba, gracias a algunos indicios que él dejó deliberadamente, y le seguí a través del sifón. Pero me esperaba a la salida, me quitó mis credenciales y me arrancó la promesa de darle veinticuatro horas de tiempo —Colbie sonrió sin alegría—. Al continuar veinticuatro horas después, él había desaparecido.

—En efecto —admitió el otro—. No tenía razones para sospechar que fuese un impostor, por lo que le entregué una nave. Ahora que lo pienso, parecía tener mucha prisa. ¡Hum!... ¿Cómo podría identificarle a usted como el teniente John Colbie?

—Es fácil —repuso Colbie—. No soy desconocido. Habrá algunos hombres del Cuerpo en la ciudad. Que me identifiquen.

—Buena idea —sonrió el hombre—. Debí hacer lo mismo con su rival. En fin, es cosa pasada. No sirve de nada volver a calcular una órbita que uno ya ha recorrido. Llamaré a uno o dos hombres de seguridad.

Pocas horas después, el comandante ya no dudaba de que el segundo hombre fuese el teniente John Colbie, nativo de la Tierra, al servicio del Cuerpo de Seguridad Interplanetaria.

—Se le proveerá de lo necesario, teniente —le prometió a Colbie—. ¿Qué va a hacer ahora?

Colbie, que descansaba en un cómodo sillón, recién bañado, resplandeciente con su indumentaria prestada y su cabello bien peinado, y de cuyos labios colgaba un cigarrillo, dijo:

—Mi misión consiste en capturar a un delincuente; ésas son mis órdenes. Debo seguir intentándolo.

—No, si continúa como hasta ahora —agregó el otro, sonriendo para quitar hierro a la burla, pero en seguida comprendió que había dicho demasiado, pues Colbie frunció el ceño con rabia.

—Lo siento —se apresuró a añadir, y luego dijo a modo de disculpa—: No le hago responsable. Debe ser irritante. ¿Cómo es que no parece tener mucha prisa? —cambió hábilmente de conversación.

—¡Yo no diría eso! —replicó vivamente Colbie—. Hace varios meses que viajo por el espacio, y de vez en cuando he de amenizar mi vida con algunos beneficios de la civilización. En todo caso, no necesito darme prisa. La única manera de encontrar a Deverel es deduciendo su paradero para trasladarme luego donde sea.

—¿A dónde supone que fue? —inquirió el otro con interés.

—Al planeta nuevo. Los periódicos hablan mucho de él. Según creo, entró en el sistema solar hace unos cinco o seis meses. Es un verdadero astro errante... probablemente lleva muchos milenios zumbando como una bala a través del espacio interestelar. Es muy posible que sea ése el paradero de Deverel. Es un hombre curioso, anormalmente curioso hacia todo lo fantástico, y no podrá contenerse... espero —agregó.

—Parece una buena pista. Y también será una experiencia valiosa. Ninguna expedición ha puesto sus pies en ese planeta todavía. Ustedes dos, si Deverel está allí, serán los primeros en hacerlo. Espero que esta vez tenga suerte —agregó con toda sinceridad.

Colbie llenó de humo sus pulmones, que no habían conocido un cigarrillo desde hacía medio año.

—Si aún lo duda, comandante, permítame asegurarle que Deverel está listo para ser juzgado, como que esta vez voy a cogerle. Sí, me lo dicen mis huesos. Esta vez regresará conmigo.

Más tarde los dos hombres se dedicaron a analizar los datos sobre el nuevo planeta. Era una gran esfera, un pecio flotante de unos ocho mil kilómetros de diámetro, y de densidad extraordinariamente baja en comparación con su masa. Viajaba hacia el sol a la considerable velocidad de ciento treinta kilómetros por segundo, pero ésta se reduciría a la mitad al pasar cerca de Júpiter. Finalmente describiría una órbita intermedia entre las de Júpiter y Neptuno.

Lanzado a través del espacio a la tremenda velocidad de su nuevo crucero, Colbie tenía los labios apretados y los nervios de punta. Su cerebro ardía. A decir verdad, le tenían tan furioso las repetidas fugas de Deverel que, cuando más lo pensaba, más le costaba mantener la calma.

Vio el nuevo planeta como un puntito gris contra el ubicuo telón de estrellas. Aún no tenía nombre, pero estaba destinado a ser llamado Cíclope por la razón que luego se verá. Al correr de las horas su tamaño aumentaba hasta que, a los siete días del viaje de Colbie por el espacio, luchando contra la fuerte gravedad de Júpiter, se convirtió en una gran esfera situada a menos de quince mil kilómetros de distancia. Colbie se apresuró hacia ella. Aún avanzaba a una velocidad terrible, por lo que frenó con la máxima desaceleración soportable. Cuando estuvo cerca del planeta cambió el rumbo para situarse en órbita, y entonces fue cuando vio el «ojo» del Cíclope que le observaba.

Era un espejo..., mejor dicho, un reflector cóncavo. Pero parecía el ojo del planeta, un ojo que reflejaba la luz de las estrellas. La luz de las estrellas, sí, que recogía para devolverla luego al espacio. Por cierto que, cuando Colbie lo observó con espanto, no logró distinguir la menor diferencia entre el resplandor de las estrellas y el brillo de aquel espejo colosal.

«¡Señor!», susurró para sus adentros, sintiéndose algo intimidado. De súbito experimentó una sensación de pequeñez, y en ese instante comprendió hasta qué punto era él una fracción infinitesimal del universo. Su vida era una fracción de segundo y su tamaño poco más que el de un subelectrón. Pues aquel espejo era artificial, había sido fabricado por las poderosas herramientas y la inteligencia de una raza que sin duda debió existir hacía miles, o quizá millones de años. ¿Quién sabría decir cuánto había viajado Cíclope, atravesando a velocidad constante el vacío entre nuestro sistema solar y la estrella más próxima? ¿Cómo averiguar quiénes fueron sus constructores? Uno sólo podía decir que debieron ser ingenieros de una capacidad inconcebible para los seres humanos, al menos según el estado actual de su ciencia.

El espejo era perfecto. Colbie tomó varias mediciones cuando se hubo recobrado de la primera impresión. Calculó el diámetro que era de casi mil quinientos kilómetros; la profundidad, de unos cuatrocientos cincuenta, y la curvatura, perfecta. ¡Su albedo era tan próximo a la unidad, que los instrumentos humanos no lograban apreciar la infinitesimal diferencia!

Colbie se sentó y lanzó un largo silbido de admiración. El hombre no conocía ningún reflector perfecto; de hecho, se consideraba algo inalcanzable. Todos los materiales reflejan la luz más o menos, pero lo normal es que absorban buena parte de ella. En cambio, el material de aquel coloso entre los reflectores reflejaba toda la luz recibida, salvo una fracción insignificante. Pues Colbie sabía que necesariamente, algo era absorbido; no creía en imposibles. No podía ser que el espejo no absorbiera ninguna luz. Sus instrumentos no lograban detectarlo, pero, naturalmente, en la Tierra había otros más precisos que, cuando llegara el momento, medirían la absorción. Pero tendrían que ser muy precisos. En todo caso, el albedo de aquel espejo era algo casi increíble y, desde luego, incomprensible.

El espejo se ocultó al otro lado del planeta cuando la nave de Colbie inició la aproximación, reduciendo velocidad. Colbie recordó una vez más el principal problema que ocupaba su mente: localizar a Deverel. Pero el excitante descubrimiento del espejo le inquietaba todavía y decidió averiguar más cosas. Y lo hizo más a fondo de lo que pensaba en aquel momento.

Reguló su velocidad. Confiando en que Deverel no hubiera detectado su presencia cerca del nuevo planeta, se concentró ante la dificultad que se le planteaba: ¿dónde habría aterrizado Deverel? Cerca del espejo; de ello estaba seguro. En algún lugar próximo al borde del reflector gigante... pero eso representaba una circunferencia de cinco mil quinientos kilómetros.

Por último decidió explorar la zona donde Deverel pudo aterrizar. Enfocó su único telescopio hacia abajo de modo que cubriera toda la zona, aplicó los fotoamplificadores a la luz recibida y luego, manteniéndose a unos ochenta kilómetros de la superficie, para que Deverel no pudiera distinguirle a simple vista, registró ese círculo poco a poco, sin quitar la vista del ocular. Confiaba en descubrir así la nave del rebelde.

La vio. Estaba junto a una de las montarías de Cíclope, una cumbre escarpada de gran altitud. Las estribaciones de dicha montaña terminaban en una llanura situada a unos diez o doce kilómetros del borde del gran espejo.

Colbie suspiró con alivio, satisfecho de que su hipótesis en cuanto al paradero de Deverel hubiera resultado correcta.

Lanzó la nave hacia arriba y luego, sin perder de vista su punto de referencia —la montaña—, se colocó tras ella y, a fuerza de motores delanteros, de popa e inferiores, maniobró hábilmente para situar el crucero detrás de la elevación, con objeto de que el rebelde no advirtiese su llegada.

Sacó un frasco para tomar una muestra de la atmósfera del planeta pero, como suponía con buenos motivos, éste no tenía ninguna. El brillo no disminuido de las estrellas le había permitido adivinarlo. Se puso el traje espacial, preparó las armas, conectó el tanque de oxígeno, se caló el casco, abrió la escotilla y saltó al suelo del planeta. Era duro. Lo observó y descubrió que estaba compuesto de minerales metálicos en estado congelado y terroso. Se preguntó si todo el planeta sería igual.

Empezó a rodear la montaña. Al cabo de un kilómetro había descubierto que andar sobre la superficie de Cíclope era una tarea ímproba. El planeta estaba rajado y hendido en muchos lugares; las grandes grietas dificultaban el avance por el camino más corto. Tenía que andar con cuidado y desviarse a menudo para hallar grietas que se pudieran saltar sin peligro. Preocupado al ver que tardaba en adelantar, se dio cuenta de que quizá no tendría tanto tiempo como le había dicho al comandante del domo en Júpiter.

Tardó muchas horas en rodear la montaña y echar una mirada al negro casco de la nave ilegalmente conseguida por Deverel.

Pero no vio a Deverel.

Se sentó en el suelo. Tuvo una desagradable impresión, al notar que el corazón le latía con violencia, Pero no era el miedo al peligro lo que le producía aquel estado: sencillamente, temía que Deverel escapara una vez más poniendo en funcionamiento su astuto cerebro. La rivalidad entre ambos —el orden y el desorden personificados— se había convertido en una cuestión de amor propio. A decir verdad, el policía admiraba más la prodigiosa habilidad de Deverel que el hecho mismo de la fuga. Colbie tenía que cogerle, pero respetaba el genio extraordinario de Deverel para salir de las situaciones difíciles. Pero... tenía que cogerle, o admitir que el rebelde valía más que él.

Aguardó allí, intranquilo, con el proyector preparado. Éste disparaba proyectiles explosivos a una velocidad de miles de metros por segundo; era lo último en materia de armas ofensivas ligeras del siglo veintitrés.

Mientras esperaba allí, fijos los ojos en la nave y sus alrededores, dirigió sus pensamientos en una nueva dirección. ¿Por qué diablos habría ido allí Deverel? ¿Acaso no comprendió que sería el primer lugar donde Colbie le buscaría? Sin duda debía saberlo. Pero entonces, ¿por qué fue?

Colbie creyó adivinar la respuesta. Deverel pensaba abandonar el planeta mucho antes de que llegara el policía espacial. Disponía de una ventaja de treinta y seis horas sobre Colbie, y supuso que tenía tiempo de sobra para hacer lo que tanto deseaba: visitar el nuevo planeta y decidir, para su propia satisfacción, si en éste había algo que justificase su amor por lo extravagante.

Tuvo tiempo sobrado, incluso para curiosear la naturaleza del espejo, volver a despegar y perderse en el desierto sin caminos del espacio.

Pero no se había ido. ¿Por qué?

Entonces Colbie empezó a sentir una fuerte desazón mental. Cuanto más esperaba allí, más le acuciaba. La conciencia le remordía. Y ¿por qué? Pues porque pensó que quizá Deverel hubiese enfermado; pero Colbie no podía arriesgarse a descubrir su presencia sin conocer exactamente el paradero de su enemigo. La enfermedad del espacio es un mal conocido y frecuente. Se debe a diversas causas, entre las cuales destacan las deceleraciones positivas y negativas, la carencia de cierto elemento vital en el aire sintético y la falta de gravedad. Su único remedio consiste en un reposo absoluto bajo una gravedad decente. Y... este remedio no estaba al alcance de un hombre acosado.

Colbie se removió, inquieto.

—El muy idiota puede estar agonizando mientras yo espero aquí —murmuró enojado—. Pero no puedo descubrirme.

La tensión nerviosa se hizo cada vez mayor. No podía pensar en Deverel allí enfermo, estando él para socorrerlo. Por último se puso de pie de un salto, decidido a poner fin a la incertidumbre que le consumía.

De pronto, su receptor de radio volvió a la vida y oyó una voz serena, aunque algo temblorosa.

—Está ahí, Colbie. Sabía que iba a venir. Escuche...

La voz murió y luego volvió con más fuerza.

—Estoy enfermo, Colbie, muy enfermo. Creo que voy a morirme. Me duele el estómago, y también los oídos. Me duelen y envían al cerebro unos vahídos que me dejan ciego. Estoy sudando... Le importaría... acercarse y echarme una mano... ¿lo hará? Luego podrá llevarme consigo... —gimió la voz y a través del receptor llegó un ruido como de caída.

Pero Colbie ya estaba en pie, corriendo hacia la nave, inundado de compasión por el hombre indefenso.

La escotilla exterior estaba abierta. Colbie subió, la cerró, accionó los mandos de la compuerta estanca y entró.

Se halló en medio de la nave, frente al pañol. A proa estaba la cabina de mandos y la máquina principal; a popa el camarote.

Colbie se dirigió a popa, abrió y contempló un espectáculo realmente lamentable. El camarote estaba atestado de ropa sucia y platos con sobras de comida. En medio del cuarto había una mesa y, sobre ella, un ventilador eléctrico funcionaba a toda velocidad, lanzando aire sobre un hombre que yacía desnudo en una litera. Ésta parecía el colmo de la mugre humana.

Deverel yacía allí retorciéndose, jadeando, gimiendo, con los ojos desorbitados. Ríos de sudor recorrían su piel extrañamente amarilla y goteaban sobre un colchón aplastado y pringoso.

La primera acción de Colbie fue apagar aquel ventilador fatal. En realidad, lo tumbó de un revés con la mano, Luego tomó el pulso a Deverel. Lo tenía peligrosamente rápido, pero no anunciaba una muerte inminente. Tal vez se normalizase antes de veinticuatro horas, pero de momento el pronóstico era grave.

Los ojos de Deverel se volvieron hacia Colbie, y sus labios crispados dejaron ver sus hermosos dientes blancos.

—Celebro que haya venido —susurró; en seguida su cabeza cayó hacia atrás y cerró los ojos. No dormía; había resistido hasta tener la seguridad de hallarse en manos de una persona competente.

Colbie sabía cómo actuar en tales casos. Se dirigió a la cabina de mandos y abrió más las válvulas de los depósitos para aumentar la proporción de oxígeno en el aire. Cambió la ropa de cama con lo que pudo encontrar y bañó a Deverel de pies a cabeza en agua tibia. Luego lo acostó como si fuese un niño. Luego metió el termómetro en la boca de su enemigo.

Limpió el cuarto e invirtió una hora lavando los platos con una mínima cantidad de agua, tan valiosa. Luego sacó carne y verduras del refrigerador, donde podían conservarse durante meses perfectamente congelados, y empezó a preparar una sopa.

Era cuanto podía hacer de momento.

Se sentó y esperó, tomando varias veces la temperatura del enfermo.

La fiebre de Deverel bajó, Su respiración se hizo regular y se quedó dormido. Despertó trece horas más tarde.

—Hola, teniente —dijo.

—¡Hola!

Colbie dejó la revista, la primera que leía desde hacía meses, y agregó:

—¿Cómo va la fiebre?

—No tengo, gracias —agregó fingiendo indiferencia, pero hablaba en serio—. Se las doy de verdad.

—Seguro —le quitó importancia Colbie—. Ha sido un placer... ya se figurará que me alegro de haberlo hecho. ¿Cómo supo que yo estaba fuera? —continuó, hojeando distraídamente la revista.

—No lo sabía —Deverel se echó a reír—. Pero es evidente que si no hubiera estado, no me habría oído.

—Exacto —Colbie también se echó a reír y los ojos azules y grises se encontraron, risueños—. ¿Quiere un plato de sopa?

Deverel aceptó entusiasmado. Aquellos dos hombres, enemigos que se respetaban, tomaron asiento y comieron como amigos de toda la vida.

Durante muchos días, la vida fue fácil. Ni jornadas abrumadoras a través del inhóspito espacio, ni angustias, ni terrores mortales. No tenían que temer a los meteoritos. Era un placer vivir en Cíclope, el planeta del gran espejo.

Deverel mejoró; llegó el día en que pudo levantarse de la cama y caminar. Faltaba poco para que se le pudiera considerar sanado. La vida normal reclamaba sus derechos, después de la tregua tácita establecida entre los dos hombres. Durante algún tiempo, sus cuestiones personales no habían contado. Eso era justo.

Pero esa tregua tenía que terminar, y Deverel no postergó el momento. Tan pronto como se sintió fuerte, anunció:

—Bien, esto ha sido divertido, pero ya es hora de volver a nuestros antagonismos. Conque póngame los grilletes... ahora mismo. De lo contrario, tendré que darle un puñetazo en la mandíbula.

Colbie le miró con admiración.

—Es justo —reconoció—. ¿Le molestaría traerme un par para los tobillos y otro para las muñecas, de los más pesados que encuentre en el pañol? —preguntó burlonamente.

—Cómo no —murmuró Deverel con amabilidad.

—¡Espere! —dijo Colbie, inquieto, deteniéndole con un gesto—. Oiga, ¿se ha fijado en el espejo?

—Claro. Y me tiene muy intrigado.

—A mí también, ¿Qué le parecería prorrogar un poco este armisticio, el tiempo suficiente para explorarlo? Ya sabe que no tengo prisa...

—¡Bah! —Deverel hizo un gesto de desdén—. Yo tampoco. Tengamos paz un ratito más, ¿eh? —agregó con la expresión pueril de un niño excitado ante la promesa de un juguete nuevo—. Tiene mi palabra, Colbie. No intentaré fugarme.

Se saludaron con una sonrisa, y en seguida se prepararon para la aventura exploratoria.

El primer preparativo consistió en dormir. Después de muchas horas, emprendieron la marcha a través de la aborrecible y accidentada llanura. Las estrellas les contemplaban, inmutables, mientras cubrían la distancia que les separaba del espejo. A sus espaldas quedaba la destacada cumbre cerca de la cual había apostado Deverel su crucero robado.

Prepararon la expedición tan exhaustivamente como les pareció aconsejable. Tenían oxígeno, agua y alimento para un día por lo menos. Colbie decidió no llevar su proyector. Era un arma engorrosa y estaba seguro de que no iba a necesitarla. Unidos por una cuerda de sesenta metros —de composición especial, resistente al frío y al vacío del espacio—, emprendieron la marcha a través de Cíclope bajo la luz de las estrellas. Cuando no empleaban la cuerda para cruzar peligrosos abismos, se la enrollaban al cuerpo. Así se acercaron al borde del reflector, con toda probabilidad construido mucho antes de que —la humanidad diera su primer paso hacia la convivencia organizada.

En dos ocasiones, Colbie resbaló al dar un salto que exigía toda su agilidad. Se habría precipitado en las quebradas, que parecían sin fondo; pero las dos veces Deverel logró apoyarse en los salientes e izar a su compañero. Decidieron buscar caminos más practicables.

Poco a poco se alejaron de las estribaciones montañosas y llegaron a terreno llano. El último kilómetro y medio era una verdadera llanura, tan perfecta que sin duda habría sido explanada artificialmente en épocas remotas. Colbie se preguntó por qué no posó allí su nave Deverel. Al decírselo, éste explicó que el primer acceso de su enfermedad le había impedido fijarse dónde aterrizaba.

Llegaron al borde del espejo.

Observaron con admiración la pared negra. Parecía hecha de un metal mate. Se alzaba en extensa curva, que se perdía a muchos kilómetros a ambos lados de los hombres. Era perfecta, sin la menor irregularidad, y su altura venía a ser el doble de la de un hombre.

Deverel se puso en jarras y dijo con voz vibrante:

—¡El espejo! —pero se veía que estaba emocionado ante aquel reflector de ignoto origen.

Colbie comentó, maravillado:

—Hay cosas increíbles. ¡Me pregunto cuántos años tiene esto... me pregunto quién lo creó... cómo lo hicieron! ¡Qué ingenieros debieron ser! ¡Qué obra!

—¡Qué mina de oro para la empresa que ganó la licitación! —comentó Deverel sonriente—. ¿Quiere subir? Tengo ganas de ser el primero en verlo... y tocarlo.

Colbie asintió y Deverel se apoyó contra la pared, haciendo estribo con sus manos protegidas por gruesos guantes.

—¡Suba! Pero cuando esté arriba —aconsejó—, procure no caerse. Eso nos traería muchas dificultades.

—No se preocupe por eso —respondió Colbie con sarcasmo—. Si alguno se cae será usted, no yo.

Apoyó el pie y Deverel empujó. Colbie se estiró y aferró el borde con ambas manos. Después se alzó a pulso hasta quedar sentado sobre el borde, mirando a Deverel.

Con no poca dificultad, izó a Deverel hasta su lado. Luego, como de común acuerdo, volvieron la cabeza y fijaron los ojos en la superficie del gran espejo.

Al instante, perdieron toda noción de perspectiva y equilibrio. La luz que venía de todas direcciones los aturdió, los cegó, abrumó sus mentes. Abajo, en todos los costados y arriba había luz. De hecho no pudieron distinguir la luz de las estrellas y la del espejo en la fracción de segundo que duró aquella sensación desconcertante de vértigo. Colbie, aterrorizado, pensó fugazmente que se hallaba boca abajo en la posición más insegura del universo. Durante aquella fracción de segundo no supo dónde estaba el verdadero cielo.

Así que... se guió por el cielo equivocado y cayó de bruces hacia el interior del espejo.

Deverel, que experimentaba exactamente las mismas sensaciones, se habría recuperado a tiempo si la cuerda que le unía a Colbie no le hubiera dado un fuerte tirón, un segundo antes de averiguar claramente dónde estaba arriba y dónde abajo. Ambos cayeron dentro del espejo y, en un segundo, se vieron cruzando a toda velocidad una niebla interminable y atosigante de luz y nada más que luz.

Caían tan de prisa, y al mismo tiempo con tanta suavidad, que era como si les transportase un haz de energía inmaterial. No sentían nada. Ni la menor sensación de deslizamiento... sólo de aceleración hacia abajo.

Después del primer instante de pánico paralizador, cuando pasó el vértigo inenarrable, Colbie fue presa de un intenso temblor nervioso. Se calmó con un esfuerzo, cerrando los ojos y apretando los puños. Luego abrió lo uno y lo otro, y buscó a Deverel a su alrededor. Éste venía como a un metro y medio detrás de él.

Deverel le miró con expresión muy preocupada.

—¡Le dije que tuviera cuidado! —comentó, airado. Colbie abrió la boca para replicar violentamente, pero Deverel le contuvo con un gesto—. Lo sé, lo sé. También fue culpa mía.

Suspiró y procuró darse vuelta para no seguir resbalando de cabeza.

Colbie hizo lo mismo y luego, con mucho cuidado, intentó detener la caída frenando con las manos y los pies sobre la superficie del espejo. Ninguno de ambos logró cambiar de postura ni de velocidad. Descubrió que resultaba muy difícil girar el cuerpo sin apoyarse en algo, y que el espejo no le servía para esto. Sus manos no rozaban la superficie, o mejor dicho no experimentó ninguna sensación de estar tocando una superficie con las manos. ¡Era como si pasara un dedo por una cuba de barro viscoso que no emitiera calor ni frío, que no se pegase al dedo y no ofreciese ninguna resistencia al movimiento, como si lo guiase a lo largo de un camino determinado por su propia superficie!

Cerró los ojos, acongojado. Debía estar volviéndose loco. Intentó analizar sus sensaciones. Estaba cayendo. Cayendo directamente hacia abajo, con la aceleración que la gravedad de aquel planeta imprimía a su cuerpo. Pero sabía que en realidad resbalaba sobre una superficie inclinada. Lo hacía sobre una sustancia que no se oponía a la acción de la gravedad. Eso debía significar que...

¡No había rozamiento!

Las palabras estallaron en su cerebro... y brotaron alocadamente de su boca:

—¡No hay rozamiento!

Deverel le contempló y luego llevó a cabo algunas frenéticas pruebas. Intentó rozar la superficie. No sintió nada; nada retenía su mano... como si resbalase sobre una capa de hielo infinitamente suave.

—Tiene razón —dijo, mirando estúpidamente—. Debe ser eso. ¡Demonios..., carece de rozamiento!

En seguida gritó, mordiéndose los labios:

—¡Pero eso es imposible! No existe ninguna sustancia de rozamiento nulo. Usted lo sabe. ¡No es posible!

Colbie meneó la cabeza como quien habla con un niño.

—No, Deverel —le dijo con voz afectuosa, insistente y lastimera—, no tiene rozamiento. Apoye la mano con todas sus fuerzas. ¿Acaso retiene su mano? No; ellos inventaron ese material que carece de rozamiento.

Mientras seguían resbalando hacia abajo en medio de un mar de luz, se miraron con ojos de asombro.

El rebelde sacudió la cabeza con vigor.

—Estamos haciendo los tontos. Enfrentémonos a la situación. No hay rozamiento. Ahora..., ahora ya sabemos cuál es nuestro problema.

—En efecto.

Con gestos que parecían de borracho, Colbie consiguió sentarse con las piernas cruzadas, y fijó hipnóticamente la mirada en la distancia que se extendía hacia abajo. ¿Acaso había distancia? No se distinguía el horizonte. Las estrellas y su reflejo se fundían sin solución de continuidad.

—Hemos de serenarnos —afirmó, terco—. Solucionemos esto. Debemos acostumbrarnos.

—De acuerdo.

Deverel hizo la primera cosa razonable: volverse para mirar atrás. Habían caído por el borde del espejo hacía dos minutos y, aunque su movimiento era uniformemente acelerado, atrás se divisaba un horizonte. La única referencia que lo indicaba era la cumbre de la montaña, que asomaba sobre el borde del espejo. Le pareció que era un buen lugar... De algún modo, les marcaba a dónde debían regresar.

—Preste atención ahora —le dijo a Colbie; su voz llegaba un poco metálica a los auriculares de éste—. Antes de aterrizar en este planeta, lo mismo que usted, hice algunas observaciones de este espejo, y sospecho que llegamos a las mismas conclusiones. Hace mucho, quizás un millón de años, hubo una raza de hombres o de seres que vivieron en un planeta, el cual orbitaba alrededor de un sol, tal vez semejante al nuestro. Tenían un satélite: el planeta en el que nos hallamos. Eran ingenieros de capacidad monstruosa. No dudo de que habrían sabido modificar su planeta, e incluso el sistema solar entero, en cualquier sentido que les conviniera... Quizá lo hicieron. Pero lo seguro es que reformaron el satélite. No sé cómo, vaciaron un casquete del planeta, y dieron al fondo una curvatura cuyo radio viene a ser de unos dos mil cuatrocientos kilómetros. Luego, tampoco sé cómo, revistieron esa superficie cóncava con alguna sustancia que, al fraguar, formó un revestimiento absolutamente liso, Usted dedujo lo mismo que yo, ¿verdad? Que era un reflector tan perfecto, que no podía medir la luz absorbida por el mismo.

Colbie, que le escuchaba con interés, asintió.

—Y debimos comprender que un reflector perfectamente pulido carecería de rozamiento. Es lógico. ¡Fíjese bien! —exclamó—. Este material no puede carecer de rozamiento. Sabemos que no refleja toda la luz. ¡Es preciso que haya una diferencia, aunque sea insignificante, y también ha de tener un rozamiento, aunque inapreciable!

—¡Exacto! —Deverel se sintió auténticamente aliviado—. La falta de rozamiento me volvía loco. Claro que no..., no puede existir ninguna superficie de esas propiedades. La estructura molecular de la materia lo impide. No importa lo apretadas que se apiñen las moléculas, siempre constituyen una superficie con irregularidades. ¿Por qué se construyó este espejo? Sólo veo un motivo: la obtención de energía. Debían poseer una máquina térmica. Sin duda, generaba grandes cantidades de energía, y quizás utilizaban este sistema para transmitirla a su planeta. Tal vez era un arma... con otro espejo, plano y giratorio, se podría dirigir un haz abrasador sobre una nave enemiga. ¡Cómo se ampollaría esa nave! O quizá fueron capaces de maniobrar con este satélite a voluntad... Luego sucedió algo. Aquel pueblo perdió su satélite. Tal vez su planeta estalló, o quizá fue el sol, y este satélite salió disparado hasta que, por último, nuestro Sol lo atrapó. Ésta es una buena explicación... a mi entender, la única. A menos, naturalmente, que fuese parte de un proyecto que se hallaba en fase experimental y no llegó a ser terminado.

—Un espejo mágico —comentó Colbie en voz baja.

Todavía no sabían exactamente cuáles eran las características mágicas que poseía.

Guardaron silencio un momento.

—¡En fin! —dijo Deverel con despreocupación—, ahora no podemos hacer nada, ¿no? ¿Y si comemos?

—¿Por qué no?

Comieron al modo extraño impuesto por los trajes espaciales. Mediante unos pulsadores externos de sus trajes, activaron palancas que sacaban píldoras alimenticias pero insípidas, de un complicado mecanismo,, así como agua que bebían a través de un tubo. Después de relamerse como si hubiera saboreado un verdadero banquete, Deverel prosiguió:

—Ahora se nos presenta otro problema, que no es cosa de niños. ¿A dónde vamos?

—Hacia el fondo...

—¡Qué va! Ya estamos casi en el fondo... ¿No ha notado que nuestra trayectoria es casi horizontal? Veamos, ¡Caramba! —consultó su cronómetro—. Hemos bajado cuatrocientos cincuenta kilómetros en unos ocho, o nueve minutos.

Colbie quiso protestar, pero el rebelde le atajó:

—En efecto, hemos caído cuatrocientos cincuenta kilómetros: la profundidad del espejo. Recuerde que no hay rozamiento que nos retenga y la superficie inclinada por la que bajamos sólo nos guió. Esto significa que subiremos exactamente hasta el borde opuesto..., ¿comprende?

—¡Santo Dios, sí! —gritó Colbie, y luego frunció el ceño—. Pero no llegaremos. La proporción condenadamente pequeña de rozamiento nos atrasará quince metros, o los que sean. Si el rozamiento fuese igual a cero, sería bastante sencillo... llegaríamos exactamente al otro borde.

—Seguro, y lo atraparíamos al vuelo. La gravedad nos dio aceleración al bajar, pero se ocupará de frenarnos al subir.

Evidentemente habían cruzado por el fondo mientras conversaban. Subían, pues la inclinación aumentaba poco a poco pero con seguridad.

—No lo conseguiremos —se lamentó Colbie, desconsolado—. Hay que tener en cuenta el rozamiento.

Con voz melancólica de príncipe danés, Deverel murmuró:

—¡Ah, sí! Hay que tener en cuenta el roce; pues en el sueño de la muerte, los sueños que puedan llegar cuando nos hayamos librado de esta atadura mortal han de darnos un respiro.

—¡Muy oportuno! —se burló Colbie.

—Una vez interpreté a Hamlet. Hace mucho tiempo, por supuesto, pero era bastante bueno. ¿Recuerda aquella escena del segundo acto en la que él...?

—¡Pásela por alto! Olvídela..., no quiero oírla. Continuemos. Existe rozamiento... infinitesimal. No nos sirve para controlar o retardar nuestro movimiento pero, a la larga, la resistencia será suficiente para alejarnos del borde.

—Refrenar, refrenar y refrenar —admitió el rebelde, tocando los dedos de su mano izquierda con el índice derecho.

—Esa es nuestra situación. Parece desesperada.

—Tal vez —convino Deverel—. Permítame agregar algunos datos. Hemos caído con una aceleración de tres metros sesenta por segundo cada segundo. Al pasar por el fondo, cuatrocientos cincuenta kilómetros abajo, nuestra velocidad debía ser terrible. No sé cuál exactamente, pero hay una fórmula para calcularla. Al ascender, la gravedad nos frenará, disminuyendo la velocidad a razón de tres metros sesenta por segundo cada segundo. Repare en que digo hacia arriba y hacia abajo. Hablo en serio. Nuestra velocidad en relación con la superficie es otra cosa y, ciertamente, muy superior.

Se interrumpió, pero al ver la mirada impaciente de Colbie, agregó:

—No sé cómo saldremos de ésta. Normalmente, cuando uno entra en algún sitio, sale del mismo modo... pero nos han cerrado la puerta. Y, naturalmente, no veo qué podemos hacer para cambiar de dirección.

Para variar, el policía descruzó y volvió a cruzar las piernas. Bizqueó mirando arriba.

—Nos acercamos otra vez al borde. ¡Maldita sea la luz! Voy a quedarme ciego.

—Cierre los ojos —le aconsejó Deverel sin rodeos. Su mirada cínica chispeaba, humorística—. Colbie, me alegro de conocerle. Usted ha de perseguirme, y yo siempre me veo obligado a huir. Así hemos conocido las experiencias más interesantes. Lo pasaba muy bien saqueando los canales de Marte... ¿Alguna vez le he contado lo que me costó sacar los anillos de los dedos de la Emperatriz? Tuve que gastar muchísimo jabón y agua... Ella se horrorizó porque yo desperdiciaba el agua... En cierto modo, celebro que sea usted mi perseguidor. Y usted también —agregó como en defensa propia.

—Seguro —afirmó Colbie—. Pero según como se mire no me alegro. Usted me cae simpático, lo admito. Pero ignora lo que es formar parte útil de la sociedad... Naturalmente, hay otros como usted... pero es a usted a quien yo debo apresar. Y creo que lo conseguiré.

—¿Olvida el lío en que estamos metidos?

—No. Sólo intento ponerme a su altura, en cuanto a despreocupación ante dificultades como ésta.

—Touché —sonrió el rebelde—. ¿Alguna idea que justifique esa despreocupación?

—Ni la más mínima.

—Yo tampoco... todavía. A propósito... —Deverel contempló a Colbie con expresión pensativa—, me estoy guardando todo lo que descubro... Me refiero a cosas que podrían ayudarnos a salir.

—¿Qué quiere decir? —Colbie endureció la mirada.

—Mis conocimientos tienen un precio.

—¡Bah! ¡Supongo que será la libertad! —exclamó Colbie con sarcasmo.

—Bien..., no es exactamente eso. Se lo diré cuando haya trato.

Colbie lo pensó y se encogió descuidadamente de hombros. Se volvió para mirar, pero no vio el borde que se acercaba.

—Nuestra trayectoria es mucho más empinada —Deverel adivinaba el hilo de sus pensamientos—. El borde no está lejos. Falta un par de minutos.

—En todo caso, no llegaremos hasta él —agregó Colbie, quejumbroso—, a menos que ocurra algo insospechado.

Poco después vieron el borde recortado contra las laderas negras de una cordillera que debía estar a una distancia de quince a treinta kilómetros del borde. Observaron angustiados su acercamiento.

Se aproximaba tan poco a poco hacia ellos... y su velocidad se redujo tan pronto a cero... Nervios tensos, puños cerrados, miradas ceñudas. Pero la intuición, mejor que el cálculo mental, les dijo que no llegarían hasta el borde. Sencillamente, la velocidad no era suficiente.

Y no lo fue. Lentamente —en comparación con sus terribles velocidades anteriores— se acercaron al borde, que estaba tan dolorosamente cerca, pero tan infinitamente difícil de alcanzar. Un instante y subían; otro más y cayeron. No parecía existir solución de continuidad y, si la hubo, fue esa fracción infinitesimal de tiempo que el hombre nunca medirá. Empezaron a caer.

Con una terrible decepción en la voz —fiel a la naturaleza humana, no había renunciado a la esperanza—. Colbie dijo:

—Le fallamos... por unos tres metros de desnivel, en buena aproximación. La próxima vez que hayamos recorrido este maldito espejo nos faltarán seis metros.

—Algo así —admitió Deverel, distraído.

Cuando cayeron acababa de consultar la hora con exactitud de un segundo. Y lo recordó. De momento no sabía para qué iba a servirle, pero le pareció que sería bueno recordarlo. «Veamos —se dijo a sí mismo, y empleando una palabra de Colbie—, el tiempo de recorrido a través...»

No terminó la frase. Una idea, un concepto seductor y sublime se abrió paso en su mente y le hizo aspirar aire al tiempo que apretaba las mandíbulas.

—¡Señor! —susurró; como si estuviera aturdido, se tumbó cuan largo era, apoyando la nuca sobre las manos entrelazadas, y contempló las estrellas.

Los dos hombres avanzaban a velocidad uniformemente acelerada, guiados por el material sin rozamiento del espejo y sometidos por la fuerza de la gravedad.

Arriba estaban las estrellas. Tan frías, tan lejanas, tan melancólicamente hermosas. Deverel las miró con atención. Era fascinante. No cambiaban de posición. Estaban en la misma posición que cuando ellos, los hombres, cayeron en la concavidad del espejo.

Mientras Deverel le volvía la espalda, Colbie le observó frunciendo el ceño durante bastantes minutos, mientras caían hacia el fondo del cuenco brillante. Llegaron en un lapso increíblemente corto... y Colbie se hartó de intentar leer los pensamientos del rebelde. Quiso ponerse en pie. Después de una serie de contorsiones, se vio boca abajo, contemplando su propio reflejo.

Deverel había salido de su profunda meditación y le observaba, divertido.

—Compañero, si las plantas de sus pies fuesen lo bastante grandes, podría sostenerse de pie. Pero al sentarse, el centro de gravedad de su cuerpo baja bastante y no resulta fácil incorporarse. Conque no conseguirá ponerse en pie, a menos que sea capaz de realizar un milagro de equilibrio.

La sabiduría de esta frase resultaba evidente. Colbie se sentó, llevó el tubo del agua a su boca y chupó, armándose de paciencia. Luego le dirigió a Deverel una mirada penetrante.

—Ha estado pensando, ¿eh? ¿De qué se trata?

—Del espejo —respondió Deverel con solemnidad—. ¡Lo siento..., pero he de reservármelo para mí mismo!

—¡Lo imaginaba! —la voz de Colbie encerraba amenaza.

Los ojos fatigados de Deverel asumieron una expresión irónica.

—Así es..., he hecho cálculos y he descubierto muchas cosas. Interesantes, inusitadas, Pero falta algo, Colbie..., algo que no acabo de captar. Si lo consiguiera, que ya lo conseguiré, podría hacer que saliéramos de aquí. ¿Alguna sugerencia? —concluyó, mirando de soslayo a Colbie con mueca burlona.

—Si lo supiera —respondió categóricamente—, me lo reservaría. A propósito, ¿le parece que es correcto retener información? Me refiero a su promesa... de que no intentaría fugarse.

—Como usted dice..., no he intentado fugarme, ni lo haré si usted no me dice que es justo intentarlo. ¿Comprende? —apuntó a Colbie con un índice rígidamente extendido y silabeó con dureza—: ¡Volvamos a ser nosotros mismos de ahora en adelante, Colbie..., el guardia y el ladrón! Hasta ahora éramos compañeros de aventura. Pero usted, con una palabra, puede hacer que volvamos a ser lo que realmente somos... y yo sería su prisionero. ¿Comprende? ¡Renuncie, Colbie, y lograré que salgamos de aquí!

Colbie notó que se le encendía la cara. Se sintió profundamente humillado, como si hubiera sido insultada su inteligencia. La voz de Colbie estalló con ira abrasadora.

—¡No! Óigame bien —agregó en voz baja y amenazadora—. He dicho que no. De ahora en adelante, me importa un bledo. Me da lo mismo quedarme aquí resbalando toda la eternidad... Eso ocurrirá si cree que voy a ceder ante usted y su maldita exigencia insultante. Tiene la desfachatez...

Se interrumpió, ahogándose de indignación, gesticuló con los brazos y miró con rabia al otro hombre. Luego continuó con voz serena:

—Usted insinúa que me falta inteligencia o los recursos para encontrar mi... nuestra... salida de aquí. Tal vez sea así. Tal vez soy un endemoniado estúpido. Pero voy a decirle algo que le hará retorcerse: ¡verá cómo yo puedo más que usted! ¡Y usted se rendirá ante !Recuérdelo —furibundo, se tumbó de espaldas.

Deverel parecía a punto de estallar.

—¡Esta sí que es buena! —exclamó con asombro—. Celebro que se haya quitado ese peso de encima... ¡Qué arranque!

Muchos pensamientos pasaron bajo el casco de Deverel. En cierto sentido estaba divirtiéndose. Todas sus ideas se encaminaban a un fin: la fuga. ¡Aquél era un nuevo Colbie, un Colbie desconocido, y sería un hueso duro de roer! Por último, Deverel comentó:

—Ha dicho que me va a poder.

—Desde luego. Ahora y siempre. Y otra cosa, señor genio: será usted quien tendrá que devanarse los sesos —su voz era desdeñosa—. Bien, empiece a utilizar esa materia gris tan privilegiada que dice tener.

Deverel se mordió los labios y respondió, encogiéndose de hombros:

—Como quiera, pero está loco.

Colbie se negó a responder.

—Bien —el rebelde rió quedamente—. Ahora nuestra enemistad es declarada. No nos dirigiremos la palabra durante dos o tres horas. Como es natural, nos aburriremos mortalmente. Ni siquiera estaremos satisfechos de nosotros mismos. Es lo que pasa cuando la gente se enfada. Si yo fuese un niño, o si fuéramos parientes más o menos cercanos, no me parecería mal... pero somos dos adultos.

—Comprendo —Colbie sonrió.

—¡Bravo! —exclamó Deverel—. ¿Dónde estamos ahora, Colbie? De nuevo cerca del final. ¡Allí está el borde!

Era cierto. El borde estaba allí... pero no era el mismo punto por donde habían caído, como observó Deverel, La montaña, su punto de referencia, no apareció. Habían recorrido el espejo dos veces. De acuerdo con el sentido común, debían regresar al punto de partida. Pero Deverel se habría sorprendido mucho si hubiera ocurrido tal cosa.

Concluyó el ciclo de ida y vuelta y cayeron, perdiendo otros tres metros en sentido vertical; de nuevo regresaban a las profundidades del cuenco brillante.

Mientras resbalaban hacia abajo, Colbie guardó silencio. Como no podía ayudarse a sí mismo, empezó a dar vueltas a sus pensamientos. ¿Cómo salir? Pero sus cavilaciones fueron inútiles. No conseguía analizar con objetividad el problema. Si lo hubiera resuelto como acertijo con papel y lápiz, la respuesta habría surgido bien pronto. Conocía las leyes del movimiento lo suficiente para resolverlo. Pero, como que él mismo formaba parte del rompecabezas, no lograba adelantar.

Sin duda debió reparar en que no cambiaba la posición de las estrellas en el firmamento.

Pasaron por el fondo y volvieron a subir con una monotonía que, al menos para Colbie, resultaba enloquecedora.

Deverel no guardó silencio. Se distraía hablando volublemente, riendo, haciendo bromas. Parecía sentirse a sus anchas en cualquier lugar y en las más extrañas circunstancias. Era una de sus admirables cualidades.

Por último, dijo:

—¿Qué me dice, teniente? ¿Ha hecho algún progreso?

Colbie respondió:

—Sé menos que antes —reconoció con tristeza. La luz de las estrellas y la luz que el espejo devolvía tan fielmente empezaban a irritarle.

—Es una vergüenza —Deverel parecía pesaroso—. He averiguado muchas cosas sobre este extraño valle del paraíso, pero no consigo encontrar el eslabón perdido por medio del cual me servirían de algo aquéllas. A decir verdad, la ocasión para ello se presentará antes de una hora. Me refiero a un momento crucial —observó a Colbie con significativos ademanes.

—¡Maldito sea el momento crucial! —replicó fríamente Colbie.

—Pues habrá varios momentos cruciales —agregó Deverel riendo con suavidad—. Son los momentos oportunos para salir... aunque no sé cómo saldremos. ¿Dice que debo ser yo quien piense? No sería malo que discutiéramos un poco el asunto, ¿verdad?

Colbie se mostró de acuerdo. Al fin y al cabo, en adelante la cuestión dependía de Deverel, Ninguna solución iba a servir si Deverel no cedía.

Discutieron el color de la extraña sustancia, ¿Acaso tenía color? Desde luego que no. No absorbía luz, y por tanto su color era el de cualquier luz que reflejase. ¿Podían ellos, como sistema simple de dos cuerpos, modificar la dirección de su movimiento? No. Eran un sistema cerrado y, como tal, tenían un único centro de gravedad cuyo movimiento se conservaría para siempre, si no intervenía ninguna fuerza externa. Podían saltar y hacer aspavientos, pero cada acción sería neutralizada por una reacción contraria. ¿Era aquella sustancia caliente o fría de un modo apreciable por los sentidos humanos? No. Puesto que no podía absorber calor, tampoco podía transmitirlo. Lo primero habría dado sensación de frío, lo segundo de calor... Era un tema entretenido e inagotable. Pero Deverel no recogió ningún fruto de sus muchas ramas. Aún seguían atrapados en el cuenco del increíble espejo.

Alcanzaron la cúspide de la tercera oscilación a través del gran espejo... y volvieron a caer. Cruzaron el fondo, fueron lanzados hacia arriba a través del mar de luminosidad, cayeron y volvieron por quinta vez al punto de partida.

Deverel dijo:

—Ya se acerca. Está aquí. El primer Momento Crucial. Pero tendremos que dejarlo pasar.

El sexto semiperíodo empezó y Deverel miró con anhelo la prominente montaña a la que mentalmente consideraba como «el lugar adónde debían regresar».

—Sé cuándo tenemos que salir —le explicó a Colbie con ansiedad—, pero no veo claro el modo de hacerlo. Cada oscilación que hacemos nos deja tres metros más cerca del fondo. Ahora llegaremos a unos dieciocho metros por debajo del nivel del borde. ¿Cómo superaremos esos dieciocho metros?

—A mí qué me cuenta —respondió Colbie, impasible.

Deverel le contempló, muy serio. Colbie era un idiota suicida. Parecía importarle un bledo salir o no. Pero Deverel comenzaba a sentir un respeto hacia el hombre del CSI. Desde luego, valía más de lo que hasta el momento había sospechado. Sonrió.

—¿Aún se abstiene?

Colbie respondió que así era.

—Ya sabe que yo no cederé —puntualizó ásperamente Deverel—. No me creerá tan estúpido como para volver con usted a la Tierra, y que me metan en la cárcel. Colbie, he vencido a hombres mejores que usted y también saldré de ésta. ¿Nos comportaremos como tontos? Le digo que, si no fuese por este problema, me dedicaría a lo único que me importa.

Colbie respondió que lo sentía mucho y que no podía ayudarle a fugarse. Deverel rechinó los dientes. Colbie, espiando sus rasgos duros y burlones, se preguntó vagamente, tal vez con un ligero estremecimiento interior, cómo acabaría todo aquello.

Luego llegó el aburrimiento total. Durante un tiempo que parecía interminable, subieron y bajaron vertiginosamente a través del resplandor deslumbrante que torturaba sus ojos, encendía sus cerebros, agarrotaba sus músculos y alteraba sus nervios. Se volvieron irritables y susceptibles. La monotonía era mortal, sobre todo teniendo en cuenta que la salvación aparecía lejana... o quizás inalcanzable.

Deverel se veía entre la espada y la pared, pero sus palabras fueron burlonas:

—Debe haber algún modo de salir —insistió mientras resbalaban por décima vez a través del gran espejo. Y debo averiguarlo pronto. Ahora llegamos a treinta metros por debajo del borde. Podría ayudarme, Colbie..., usted tiene cabeza para hacerlo, sé que la tiene. Pero no le da la gana, maldita sea. Insiste en permanecer sentado dejando que yo piense. Diga algo, hombre.

Colbie respondió muy serio:

—Deverel, he estado pensando. Pero no adelanto nada. ¿Qué ha averiguado usted? ¿Qué características extrañas posee el espejo que ambos ignoramos todavía? —se interrumpió y meneó la cabeza—. Debo admitir... que los árboles no me dejan ver el bosque.

Lamentaba sinceramente no poder ayudar, y le intrigaba y conmovía la frenética actividad mental del rebelde, buscando el eslabón que faltaba en la cadena de deducciones.

—¿Por qué no me dice lo que sabe? —propuso—. Quizá pueda avanzar a partir de lo que usted haya averiguado.

—¡No hay trato! —repuso Deverel, enojado—. Lo que sé es mi última carta... Usted sabría tanto como yo y eso no me conviene.

—De todos modos, no adelantará nada..., a menos que ceda —Colbie sonrió, complacido.

—¡Pues puede apostarse las pestañas a que no lo haré! —respondió Deverel.

Luego espió a Colbie.

—¿Seguro que no cambiará de opinión? —inquirió, y se encogió de hombros, malhumorado—. Parece decidido, pero tengo absoluta confianza, en que cederá. No es usted el tipo de persona capaz de aguantar hasta el final.

Colbie se encogió de hombros con indiferencia y luego cambió de postura. Pensó que estaría más cómodo si se tumbaba de espaldas. Haciendo molinetes con los brazos a un lado y agitando las piernas al otro, empezó a volverse. En cualquier otro lugar, esta maniobra habría parecido ridícula, pero allí el número de distracciones era trágicamente limitado.

Aunque al principio aquel giro sin sentido, que una vez comenzado costaba mucho detener, pudo divertir a Colbie, poco después ejerció un efecto muy distinto. Incorporándose de pronto, mientras seguía girando lentamente sobre sí mismo, miró a Deverel y empezó a sonreír. Le volvió momentáneamente la espalda al girar y volvieron a quedar enfrentados cuando la cuerda que los unía, quedó enrollada a su cintura.

—¿Su dificultad reside en que no puede recuperar esos treinta metros que hemos perdido a causa del rozamiento?

Deverel le lanzó una aguda ojeada, y asintió.

Colbie sonreía ahora sin disimulo.

—Aún no lo tengo muy claro. Quise que lo pensara. Pero sé cómo recuperar esa diferencia. Exige que colaboremos y, si sabe cómo hacerlo, yo tengo el detalle que a usted le faltaba. Pero no colaboraré si no lo hace usted antes. Piense en lo que yo estaba haciendo y lo comprenderá.

Deverel puso cara de estúpido, y luego exclamó:

—¡Ya está! ¡Sabía que era posible... y es fácil! —siguió hablando de prisa, excitado—. Ahora tengo la solución completa. ¡Todo lo que necesito! Sólo se trata de esperar. Dos o tres oscilaciones más a través del espejo... ¡Ahora, escuche! Usted tendrá que decirme cuándo empezamos. Así conseguiremos salir ambos. Lo hará, ¿no? —preguntó con angustia.

Entonces vio el rostro de Colbie convertido en una máscara y gritó, furioso:

—¡No sea idiota, Colbie! Usted no quiere morir, ¿verdad? ¡Sabe que no podrá evitar la muerte cuando se agote el agua y la comida! Lo sabe. Ha llegado la hora decisiva —insistió febrilmente.

—He tomado mi decisión hace rato —puntualizó Colbie—. De lo contrario, no le habría ayudado a encontrar el eslabón que le faltaba.

Deverel rió con sarcasmo.

—Persistirá en ello —se burló—. ¡Se dejará morir por principio! Pues bien, yo también los tengo... y temo menos a la muerte que usted. De hecho, sería mejor que yo muriera; de cualquier modo, me espera el infierno. Así que no me importa en realidad. ¿Qué le parece eso? —le desafió.

—Me parece bien... Deverel, siempre supe que a usted nada le importaba mucho —sonrió.

Deverel estaba desconcertado; el asombro se convirtió pronto en una admiración incondicional. Hasta ese momento, Deverel no había creído que Colbie estuviera seguro de sus intenciones. Ahora lo sabía, y ello le hizo cambiar de opinión con respecto a Colbie.

Colbie bostezó; eso fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Deverel. Insultó a Colbie con todos los insultos conocidos bajo el Sol, le prodigó toda la escoria verbal irreproducible de los puertos espaciales... y se interrumpió en seco.

—¡Diablos! No he querido decir eso —murmuró, con un gesto de la mano. Logró esbozar una sonrisa y continuó—: Lo siento... de veras. Lo que ocurre es que ha pasado el segundo Momento Crucial. Mejor dicho, pasará cuando caigamos de la decimoprimera cúspide. Falta un minuto. Ahora llegaremos, en realidad, a treinta y tres metros debajo del borde.

—¿Cuáles son los momentos cruciales? —inquirió Colbie, sinceramente desconcertado.

Deverel rió con divertido desdén.

—Supongo... que hay varios, Y cuantos más perdemos, más crucial es el siguiente. ¿Comprende? ¡Por último llegaremos al Momento Crucial de verdad! Y si perdemos ése... —Deverel meneó la cabeza—, después ya no habrá esperanza. Ni más Momentos Cruciales.

Poco después agregó distraídamente:

—Le avisaré cuando se produzcan.

Bajaron y subieron, y ellos lo advirtieron porque la pendiente disminuía o aumentaba. El borde se destacaba sobre el horizonte oscuro del planeta y luego se alejaba. Aceleración constante, seguida de una desaceleración igualmente constante. Luz y más luz, y nada sino luz.

¡Dos hombres contra el espejo mágico!

Diecisiete veces se aproximaron al borde, pero cada vez se acercaban menos..., tres metros menos. Luego Deverel comentó en tono cansino:

—El tercer Momento Crucial... Cincuenta y un metros por debajo del borde —guiñó un ojo legañoso a Colbie. Éste, agotado y cegado por el incesante deslumbramiento del espejo, se mostraba apático—. ¿En qué piensa?

—Sencillamente, espero a que usted diga la palabra —respondió Colbie cansadamente.

Deverel rió con aspereza.

—Pues no la diré. Oiga: antes de una hora se producirá el...

—El cuarto Momento Crucial —concluyó Colbie con acritud.

—Se equivoca. El último. —Aguardó a que esto hiciera efecto, pero no ocurrió nada. Luego estalló—: ¡Santo Dios..., usted no quiere ayudar!

Guardó silencio un rato, mirando con furia al otro hombre. De pronto se echó a reír.

—Somos iguales..., dos tontos testarudos. No sabía que usted fuese así —comentó sinceramente—. Realmente creo que va a...

—¿Que voy a abstenerme hasta que pase el momento en que dejará de tener importancia? —preguntó Colbie, enigmático, y respondió a su propia pregunta asintiendo con la cabeza.

Deverel se echó atrás, disgustado.

Superaron la decimoctava, la decimonovena, la vigésima cúspide. Deverel estaba nervioso, irritado.

—Falta como media hora —dijo con impaciencia—. Es todo el tiempo de que disponemos. Hablo en serio. Cuando pase el momento, podremos despedirnos de la vida. Colbie, me gustaría que entrase en razón. O moriremos ambos... o yo quedo libre y usted también se salva, y será como si nunca hubiéramos venido a este planeta. Piénselo... Vivir otra vez...

Deverel le espió con atención pero el policía no se inmutó. El rebelde había esperado contra toda esperanza que Colbie cediera en los últimos momentos cruciales. Pero ahora ya no cabía duda de que Deverel tendría que descubrir su última carta. Podía ganar... o perder.

Por eso, durante un rato —apelando a su talento histriónico natural, pues era verdad que había interpretado a Hamlet en su juventud—, exageró el nerviosismo, la desesperación de su actitud, la mofa de su voz.

—Veinticinco minutos, Colbie. Aún está a tiempo. —Colbie se mantenía empecinado. Recorrían la vigesimosegunda oscilación. Luego la voz jadeante de Deverel agregó—: Veinte minutos. Ahí está el borde.

Se acercaron, cada vez más despacio, y luego el borde empezó a alejarse mientras ellos emprendían el vigesimotercer viaje.

—Quince minutos, Colbie —la voz de Deverel era tan áspera como un serrucho. Estaba realmente nervioso. El plazo era realmente breve. De súbito dijo en tono afónico—: ¡Colbie!

Colbie le miró fijamente, y el rebelde se sintió lleno de pánico.

—Usted gana, Colbie. Estoy acabado. He cedido. ¡Buen Dios! —exclamó—. ¡A usted le importa un bledo! Eso es lo que me enerva..., no puedo comprenderlo. Escuche, usted creerá que estoy terriblemente asustado, que no soy tan valiente como parecía, pero no es así. Mi vida no me importa. No temblaré cuando me llegue la hora. ¡Lo que no puedo soportar es que aún no ha llegado el momento! Hay salvación. Y sólo su terquedad bloquea el camino. Pero supongo que desde su punto de vista es mi...

—Soy yo... —le cor rigió Colbie suavemente.

—Soy yo quien bloquea el camino. Conque me rindo. Usted gana. Es el campeón de la resistencia, el príncipe de los suicidas. Colbie, me ha hundido. Tengo ganas de sollozar como un niño. No logro comprenderlo... sentado allí... —calló.

El policía contempló con atención a Deverel.

—Es gracioso —murmuró—. Por eso supe que cedería. Usted tiene arrojo..., fantasía..., ama la vida, Yo sólo soy un aburrido policía espacial.

Deverel apretó los dientes, enojado.

—Ya he cedido, ¿no? No crea que no pienso volverme atrás. Soy capaz de hacerlo —sus ojos desafiaron al otro.

Colbie dijo lentamente:

—No. No lo haga..., olvídelo. Hemos sido tontos... y usted decidió no serlo. Eso es todo.

Una vez más sostuvo la mirada del otro hombre, ahora pensativo y luego asintió con lenta decisión. Levantó la cabeza y una chispa brilló en sus ojos.

—¿Qué hacemos? —exigió—. Dígalo... Salgamos de este condenado lugar. ¡El paisaje no me gusta! ¡Vámonos!

Deverel se puso en acción.

—Arróllese esta cuerda —ladró ahora con la energía de la desesperación verdadera—. ¡Más cerca..., vamos! Así está bien.

Apoyó los pies en el cuerpo de Colbie y empujó, Colbie se alejó girando vertiginosamente, y la cuerda se desenrolló por completo. Deverel tiró luego de ella para aprovechar el movimiento rotativo de Colbie. Éste regresó girando sobre sí mismo, enrollando cuerda. Deverel le empujó con los pies, Colbie volvió a desenrollarse, esta vez en sentido contrario, Deverel repitió la maniobra una y otra vez, como si fuese un niño jugando con un yo-yo.

Empezaron a girar el uno alrededor del otro, describiendo una elipse de eje variable.

—¿Comprende? —jadeó Deverel—. Hemos originado un movimiento circular. Aunque no afecta en lo más mínimo nuestra caída. Somos un sistema cerrado, A cada acción, una reacción. Yo también giro a su alrededor. Ahora dejará de girar... no es necesario que lo haga.

Colbie abrió los brazos y, en el curso de dos revoluciones, describió un auténtico círculo alrededor de Deverel, Subían por la pendiente del espejo a la deceleración correspondiente al poder frenador de la gravedad.

Deverel jadeaba.

—Ahora... tire de la cuerda. Disminuyamos el diámetro del círculo que estamos trazando, e iremos más rápido... Nuestra velocidad angular aumenta. ¡Ahora!

Y así fue. A costa de esfuerzos prodigiosos, lograron aumentar su velocidad angular a tal punto que la fuerza centrífuga originaba una terrible tensión en sus abrasados pulmones.

Por último, el rebelde dijo con voz entrecortada:

—¡Basta! Vamos bastante rápido. Si fuéramos a más velocidad podría escapársenos la cuerda, y seguiríamos girando cada uno por su lado hasta ser frenados... El borde aparecerá dentro de... dos minutos, diecisiete segundos. ¡Ah, sí!, lo he calculado con exactitud.

De pronto gritó con todas sus fuerzas:

—¡Allí está... el borde! Fíjese bien, Con sinceridad, no sé cuál de los dos pasará antes.

Sus ojos observaban febrilmente la aproximación del borde, destacado sobre la línea oscura de las montañas. Los segundos palpitantes se hundieron en el pasado, A Colbie le martilleaban las sienes. Toda la vida recordaría la espantosa tensión. Aquel espejo era como un monstruo misterioso y brutal.

Volvió a oír la voz de Deverel:

—Creo que será usted.¡Tiene que ser usted! ¡Sí! Recuerde que somos un sistema cerrado. Digamos que ahora ocurriese una explosión. Usted vuela hacia allí, yo hacia el lado contrario. Pero ambos conservamos la energía cinética acumulada por la fuerza centrífuga.

Observó con ojos enrojecidos y desorbitados el borde que se acercaba, y cobró sesenta centímetros de la cuerda que le unía a Colbie. Giraron con más rapidez. Colbie protestó.

Deverel respondió:

—Lo siento. La cuerda debe quedar paralela al borde cuando alcancemos la cúspide.

Pestañeó para quitarse el sudor de los ojos y miró el cronómetro. Faltaban siete segundos.

Deverel se estremeció... Tenía muchas cosas que hacer a la vez. Debía regular su velocidad angular; su sentido del tiempo —el sentido que nos indica cuántos pasos hemos de dar hasta llegar exactamente a la esquina— le indicaba cuántas vueltas les faltaban para llegar, en una fracción de tiempo infinitesimal, paralelos al borde. Con una mano tenía que sacar un cuchillo afilado como una navaja que llevaba en un bolsillo exterior del traje espacial. Y debía vigilar el cronómetro, para saber exactamente cuándo llegarían a la cúspide de su vigesimotercer viaje a través del gran espejo.

Y quizás el mayor milagro de aquella delirante aventura fue que todo saliera exactamente como Deverel pensaba. La cuerda, de cuyos extremos colgaba vertiginosamente el lastre humano, quedó paralela al borde del espejo en el instante exacto y brevísimo en que alcanzaron la cúspide de la ascensión. Y en ese preciso momento, Deverel cortó la cuerda cerca del punto donde estaba atada a él.

Colbie no advirtió la operación... simplemente se sintió repentinamente libre. Las cosas le salieron a Deverel perfectas. En el momento preciso en que ellos, considerados como sistema aislado, no tenían movimiento ascendente ni descendente, Deverel cortó la cuerda. Colbie salió disparado transversalmente hacia el borde a la misma velocidad con que habían girado hasta ese instante.

Resbaló hacia arriba por la pendiente del espejo, mientras la gravedad tiraba de él. Perdía tres metros sesenta centímetros de velocidad ascendente por segundo. ¿Sería suficiente la energía cinética que su masa tenía en ese momento para vencer la desaceleración fatal? ¿Se anularía su velocidad antes de llegar al borde?

«¡Colbie, si nunca rezaste, inténtalo ahora!», se dijo.

Quizá fue efecto de las plegarias, o tal vez fueron los cálculos realizados por el agudo cerebro de Deverel. Conociendo los respectivos pesos aproximados en aquel planeta, la cuerda de sesenta metros de longitud y el tiempo de una revolución, supo calcular aproximadamente la energía cinética que cada uno desarrollaría, y que a Colbie le sobraría impulso para pasar por encima del borde.

Colbie salió disparado, por encima del borde... y hacia el espacio. Después de volar quince metros. Cayó, La velocidad de caída era aterradora. Su traje espacial era resistente pero... ¿soportaría el batacazo? No tuvo mucho tiempo para teorizar. Cayó, y le pareció que todos los huesos de su cuerpo se quebraban un segundo antes de desmayarse.

Al volver en sí notó un dolor agudo y lancinante en la pierna derecha. «Rota», pensó furioso, ahogando un grito cuando, involuntariamente, intentó mover el miembro lastimado. No logró moverlo.

Luego pensó en Deverel, ¡Santo Dios! ¡Aún estaba en el espejo!

—¡Deverel! —gritó a través del intercomunicador.

Una voz alegre le respondió:

—¡Estoy bien! —luego la voz se llenó de angustia—. ¿Qué ocurre? No contestaba a mis llamadas.

—Me parece que tengo una pierna rota.

—¿Duele?

—¡Mucho! —Colbie apretó los dientes.

—Supuse que ocurriría algo así —respondió el rebelde, compadecido—. Lamento que le sucediera a usted... yo habría recibido el golpe si hubiéramos girado en sentido contrario. Pero no fue así. Esa fue mi apuesta a favor de la fuga.

—¿Cómo despegará? —inquirió Colbie. Luego, presa de pánico—: ¿Y qué sucederá si usted se rompe una pierna?

—¡Bah! Yo saldré y no me romperé una pierna. He de viajar a través del espejo, ya sabe, y perderé tres metros en sentido vertical. ¿A qué distancia cayó? —preguntó, inquieto. Colbie se lo dijo—. ¡Excelente! No está mal para un cálculo aproximado.

—Ha hecho un buen trabajo —admitió Colbie—. En efecto, usted también pasará por encima del borde. La fuerza de gravedad y la centrífuga actúan a su favor.

—Escuche ahora, Colbie, ¿sabe que ha salido por un lado poco conveniente?

Colbie no lo sabía. Así, ¿las naves se hallaban al lado opuesto?

—No, no están al otro lado. Se hallan como a una sexta parte del círculo desde donde está usted.

—Y usted, ¿hacia dónde se dirige?

—Hacia las naves.

Colbie exclamó:

—¡Está loco! Se dirige al lado opuesto de donde yo estoy.

—¡Ah, no! ¡Se equivoca! —replicó Deverel, triunfante—. Me dirijo a un punto del espejo situado a una sexta parte de circunferencia del punto donde está usted, según el sentido de rotación del planeta. Ahora deje de boquear como un pez y oiga la parte más magnífica e increíble de esta aventura. ¿Cree que nos movíamos diametralmente a través del espejo?

—¡Sin duda!

—¡Error! Oiga el notición... —hizo una pausa y luego agregó—: ¡Éramos el disco de un péndulo!

—¿Qué? —gritó Colbie, acongojado—. ¡Por Dios, Deverel, está loco, terriblemente loco! ¡Un péndulo! ¡No colgábamos de nada, de ninguna cuerda, cable ni... Dios!

—¿Se da cuenta? —la voz era benévola—. ¿No lo comprende? Nosotros éramos un péndulo. Lo estupendo es que no hacía falta estar colgados de nada para poder oscilar. Una cuerda o algo por el estilo habría estropeado por completo el efecto, ¡Constituíamos un péndulo simple perfecto, que hasta la fecha sólo ha existido en teoría! Como sabe, no había rozamiento y además nos movíamos en un vacío perfecto. La acción de la gravedad nos hacía bajar y subir y bajar y subir y bajar y subir. ¡Y no podíamos desviarnos de ningún modo, sino que trazábamos una curva perfecta, la senda que describe el péndulo! ¿Qué es lo más característico del péndulo? ¡Que el período de oscilación es constante! ¿Cree que el saberlo no me fue útil cuando quise calcular con absoluta exactitud el momento en que llegaríamos a la cúspide? ¡Puede apostar a que sí! Hay algo más acerca de los péndulos... y me sorprende que usted no lo recordara. En el polo terrestre, el plano de oscilación de un péndulo gira una vez cada veinticuatro horas, en sentido contrario al de rotación de la Tierra, Mejor dicho, tal es su movimiento aparente. ¡En realidad es la Tierra quien gira bajo el péndulo! Eso fue lo que ocurrió con nosotros. ¿No se fijó en que las estrellas no cambiaron de posición mientras resbalábamos a través del espejo? Pues no lo hicieron. Nosotros éramos un péndulo. El plano de nuestra oscilación era constante en relación con el espacio. ¡Este planeta delirante giraba debajo de nosotros, porque no había rozamiento alguno que dijera «no»! ¡De modo que dibujé un diagrama... correctamente! ¡En mi cabeza! ¡Y si cree que no fue difícil! Cronometré las dos o tres primeras oscilaciones después de que se me ocurriera lo del péndulo. Averigüé que cada viaje duraba diecisiete minutos, cuarenta y cinco segundos y cuatro décimas. Y conocía el período de rotación de este planeta: cincuenta y dos minutos, veinticinco segundos y una fracción. ¿Observa alguna relación entre estos números?

—Comprendo —respondió Colbie. Estaba sudando. Tenía la pierna adormecida desde la cadera—. En cada oscilación tardábamos aproximadamente un tercio del tiempo que el planeta empleaba en una revolución.

—¡Exacto! Seguiré hablando, Colbie; eso le ayudará a olvidarse de su pierna. ¡Por si eso fuera poco, el fondo del espejo está en un polo del planeta! Así pues, éramos un péndulo simple que oscilaba en un polo del planeta. ¡Y la longitud de nuestra «cuerda», o sea el radio de curvatura del espejo es una parte, era de unos dos mil cuatrocientos kilómetros! Ahora bien, en nuestras oscilaciones siempre cruzábamos el centro del espejo, pero no diametralmente. Es decir, que cada oscilación siempre comenzaba y concluía en la misma mitad del espejo. En relación con el espacio, nuestro plano de oscilación era siempre el mismo; en relación con el espejo, era una curva que lo recorría, tocando seis veces el borde. ¡Me costó un trabajo endemoniado! —exclamó Deverel—. Hube de calcular la ley que me indicara exactamente en qué lugar del espejo concluiría cada oscilación, y saber así cuántas veces tendríamos que atravesarlo para regresar a nuestro punto de partida..., al lugar por donde caímos. Finalmente obtuve que una oscilación de un borde a otro termina en el punto opuesto al de partida al finalizar la oscilación. ¿Comprende? Si no entiende, dibuje un círculo dividido en seis arcos de sesenta grados... y descubrirá la ley —en efecto, más tarde Colbie trazó el diagrama—. En resumen, se necesitaban seis oscilaciones de un borde a otro para regresar a nuestro punto de partida. Ésos eran los Momentos Cruciales. Si hubiéramos salido en otro punto, nos habríamos muerto de hambre antes de llegar a las naves... Suponiendo que pudiéramos localizarlas. ¡También existía la posibilidad de que uno de nosotros quedara maltrecho! Y así ha ocurrido. Usted cayó mucho más lejos de lo que yo tendré que caer, Y esto es todo. Le solté a usted al finalizar el vigesimotercer viaje de un borde a otro, y yo saltaré al terminar el vigesimocuarto... que en efecto habría sido el Ultimo Momento Crucial. No habríamos podido desarrollar suficiente fuerza centrífuga para superar el borde si hubiéramos recorrido el espejo otras seis veces, quedando por consiguiente otros dieciocho metros debajo del borde. ¿Cómo está su pierna? —preguntó.

—¡Estropeada! —Colbie ahogó un gemido.

—¡No se desanime! —le alentó Deverel—. Dentro de siete minutos habré pasado por encima del borde e iré rápidamente a las naves. Quizá tarde varias horas en regresar —agregó con angustia.

—No se preocupe por mí —murmuró Colbie.

Durante las horas siguientes permanecieron en contacto. Deverel pasó por encima del borde y aterrizó ileso. Cruzó la llanura aprisa, pero tomando sus precauciones. Llegó ileso a las naves; menos de quince minutos después, Colbie experimentó la maravillosa sensación de ver llegar su elegante y negro crucero de policía que sobrevolaba Cíclope en línea recta hacia él.

Aterrizó y Deverel desembarcó. Tomando a Colbie entre sus fuertes brazos, lo llevó a la nave, le quitó el traje espacial y desnudó su pierna rota. Era una fractura sin complicaciones y se hallaba en buen estado. Deverel la entablilló después de dar a la pierna un tirón que logró un doble propósito: hacer que Colbie se desmayara, y reducir la fractura. Después de atarle las tablillas, Deverel arropó al policía.

Seis semanas después Colbie empezaba a pasearse con una rudimentaria muleta. Deverel no se había ido.

—Es un buen enfermero —le dijo un día Colbie, mientras comían—. Gracias, muchísimas gracias.

—¡Olvídelo! —el rebelde sonrió—. Usted tampoco fue mal enfermero. Yo estaría muerto si no me hubiera seguido.

Apuró la taza de café de un solo trago.

—Supongo que ya se encuentra bien —agregó inquieto—. ¿Le parece que despeguemos?

Pensativo, inquieto, Colbie respondió:

—¿Cómo?... Supongo que sí.

Al día siguiente, Deverel ocupó los mandos y puso en marcha la nave, que salió disparada entre la noche eterna de Cíclope. Ligera como una pluma, sobrevoló el espejo más extraño y mágico que haya existido. Al mirarlo, Colbie supo que siempre lo recordaría con más afecto que temor. No dejaría de parecerle un colosal juguete infantil. Tenía tantas características sorprendentes, que casi daban ganas de patinar otra vez sobre su superficie infinitamente lisa.

«Un mundo de sueños —pensó— si alguna vez lo hubo.»

Después de aterrizar al lado de la nave de Colbie, el rebelde dijo irónicamente:

—¿Y si nos pasamos de esta nave a la suya?

Colbie le miró muy serio; luego se puso en pie y cojeó de un lado a otro de la cabina. Tenía los dientes apretados, el ceño fruncido, y le temblaban las manos. Se sentó y en seguida volvió a ponerse en pie. La expresión de su rostro era casi salvaje.

De pronto se agitó con violencia, y una mueca deformó sus facciones. Volviéndose, clavó en el rebelde su mirada gris y ardiente.

—¡No puedo hacerlo! —gritó, irguiendo la cabeza—. ¡Después de todo lo que hemos pasado! ¡Maldita sea, Deverel! Mi trabajo ha dejado de gustarme. Siento demasiada amistad hacia usted. Me cae endiabladamente bien. Es un buen muchacho, de verdad. ¡Diablos! Ha tenido ocasión de fugarse en cualquier momento de las pasadas seis semanas. No, no puedo hacerlo. Sería como... aprovecharse injustamente. Conque está libre. Escribiré en el informe algo así: «Rebelde capturado, pero me engañó y huyó» —concluyó con forzada sonrisa.

—De acuerdo —accedió Deverel serenamente.

—Debo irme. Sólo estaré aquí, digamos, otras veinticuatro horas. ¿Piensa dirigirse a algún lugar en especial? —preguntó con amabilidad.

—No —respondió Deverel, pensativo—. Aún no he elegido ningún destino—. ¿Quiere que le envíe una postal? Lo haré, si cree que me necesita.

—No se moleste. Nunca me fue difícil localizarle —respondió Colbie burlonamente.

Llegada la hora, se puso un traje espacial. Deverel abrió la escotilla y Colbie se detuvo un momento antes de salir. Ambos hombres se quedaron allí, despidiéndose con la mirada. Luego se abrió la compuerta.

Siguió con la mirada a Colbie hasta que éste entró en su nave.

En seguida tomó los mandos y, mientras los motores de popa arrojaban gases incandescentes, el rápido crucero aceleró hasta desaparecer en yermos ilimitados y sin caminos del espacio.

* * *

Este cuento me encantó. Es un relato que plantea un problema y lo resuelve de manera realmente científica (aunque la solución es errónea, como observó por extenso un lector en la sección de cartas de la revista, pocos meses después).

También yo he intentado escribir cuentos que planteen un problema, pero no es fácil idear uno tan puro como Los hombres y el espejo. En mi caso, el más logrado quizás ha sido Paté de Foie Gras.

Pero, para mí, Los hombres y el espejo tiene una nota melancólica. Fue el último cuento del que disfruté ajeno a cuanto existe más allá del lector de ciencia-ficción. Fue la última vez que experimenté el placer puro de la lectura imparcial.

Resulta que me había convertido en algo más que un aficionado. Cuando concluí Cosmic Corkscrew lo llevé a las oficinas de «Astounding Science Fiction». Allí conocí a John Campbell, Naturalmente, Cosmic Corkscrew fue rechazado, pero ya estaba escribiendo otro relato (que luego fue vendido y publicado bajo el título de The Callistan Menace).

Esto implicaba verme expulsado del paraíso. Ya no tuve nunca la menor posibilidad de leer ciencia-ficción con placer completo. Ahora era un escritor frente a mis rivales. Si la narración publicada era mucho peor que las que yo fuese capaz de escribir, la leía lleno de desdén y fastidio. Si era mucho mejor, me llenaba de envidia y angustia. Ya no podía leer para evadirme.

Pero no importa...

Fui expulsado de un paraíso para entrar en otro.

En la «Astounding Science Fiction» de agosto de 1938 apareció Who Goes There?, de Campbell, bajo el seudónimo de Don A. Stuart. (Para entonces ya sabía quién era Stuart.) Este relato fue, sin duda, uno de los mejores cuentos de ciencia-ficción que se hayan escrito... quizás el mejor, para los de extensión inferior a la de una novela.

Era una adaptación de su cuento Los ladrones de cerebros de Marte, incluido en esta antología, pero Who Goes There? es de una calidad muy superior. Fue como si Campbell quisiera demostrarle a todo el mundo de la ciencia-ficción qué era exactamente lo que él buscaba. Los ladrones de cerebros de Marte podía ser un buen relato a la antigua usanza, pero Who Goes There? era lo nuevo, lo que él trataba de imponer.