Nacido del Sol
El ronquido de un motor funcionando a todo gas resonó en la enorme biblioteca de caoba. Era el primer aviso de un peligro inminente, Alzando los ojos de la gran mesa situada en un rincón de la estancia, Foster Ross contempló distraídamente la ventana cubierta de escarcha. Fuera, los delgados árboles se mecían, desnudos, con ramas esqueléticas contra la penumbra gris de aquel anochecer a comienzos de diciembre. El viento quejumbroso arrastraba algunos copos de nieve.
Foster Ross prestó atención y por un segundo se preguntó el porqué de semejante prisa suicida sobre las carreteras heladas. Luego dirigió de nuevo su atención al experimento que le tenía ocupado desde hacía dos duros años.
Estaba solo en la enorme y laberíntica mansión de piedra que le había legado su padre, aislada en la cumbre de una solitaria y boscosa colina de Pennsylvania. No esperaba visitas, pues durante el invierno la casa permanecía cerrada. Los pocos criados se habían ido aquella misma tarde. Foster pensaba salir a medianoche hacia la soleada Palm Beach, para reunirse con June Trevor.
Era un gigante delgado y musculoso que silbaba distraído mientras se inclinaba sobre la gran mesa de caoba cubierta de aparatos eléctricos. En el centro, iluminada por una luz cegadora, había una pequeña esfera de aluminio de la que salían dos hilos delgados de platino.
Foster hizo la última conexión. Retrocedió con un gesto de impaciencia, apartándose de los ojos un mechón de cabello cobrizo.
—¡Ahora! —susurró—. Debería subir. Del mismo modo que subirá hacia la Luna la primera nave espacial. Debiera...
Mientras miraba nerviosamente la esfera parecida a un juguete accionó un conmutador. Esperó lleno de ansiedad, mientras las bobinas zumbaban con fuerza y saltaban entre los polos súbitas descargas eléctricas.
El minúsculo globo no se movió. Lo contempló un instante, exhalando un suspiro. Luego dio un paso atrás y sonrió para sus adentros.
—Ahí van cincuenta mil —murmuró—. Cincuenta mil dólares por una ilusión, Con eso podría haber satisfecho muchos caprichos. ¡Qué idiota soy al ocuparme de ese trasto infernal como un viejo maniático, cuando podría estar descansando en la playa con June!
Pero en ese momento, algo brilló en sus serenos ojos azules, e irguió sus hombros anchos.
—¡Se puede lograr! —exclamó—. Podría probar con una rejilla cónica. O alear el elemento catódico con titanio. El tubo-motor...
Sonó la insistente llamada del timbre y unos golpes frenéticos en la puerta principal. Foster recorrió a paso rápido el oscuro pasillo.
Aún se oía el coche lanzado, a toda marcha, un rugido grave y agorero que se hizo aún más fuerte. Por un instante pareció reducir la marcha, pero, luego aceleró de nuevo.
Ha entrado en el camino, pensó. ¡Dos invitados inesperados, ambos con prisa!
Abrió la puerta a la tiniebla invernal; un vendaval helado, que llevaba nieve, le azotó la cara.
Había un taxi delante de la puerta y las luces amarillas formaban un halo débil entre los remolinos de nieve. El coche se alejó al aparecer él. Foster vio refugiado junto a la pared al visitante, un hombre pequeño envuelto en un enorme abrigo gris.
El hombrecillo dio un salto hacia la puerta abierta y balbució:
—¡Rápido! ¡Adentro! ¡El otro coche...!
Unos faros poderosos escudriñaron a través de la nieve; el segundo coche subía rugiendo por el camino; patinó temerariamente y enfiló hacia la puerta.
Varios estampidos terribles azotaron los oídos de Foster, y surgieron llamas amarillas de la automática negra que el hombrecillo tenía en la mano. Disparaba contra el sedán que había patinado.
Un rayo de cegadora luz anaranjada surgió de la máquina cuando ésta pasó atronadoramente. El rayo pareció alcanzar al hombrecillo. Éste se volvió mientras disparaba el arma por última vez y cayó en el umbral de la puerta.
El coche negro frenó y luego reanudó su carrera. Por un instante los faros iluminaron el taxi y luego lo adelantó, desapareciendo por el camino.
Aturdido, Foster cerró de un portazo y echó llave a la puerta. Luego se inclinó sobre el hombrecillo caído en el suelo. Escuchó un jadeo y luego una débil risita.
Una voz baja, extrañamente tranquila, dijo:
—¡Nos hemos apuntado un tanto, Foster!
—¿No está herido, señor? Cayó cuando la luz naranja...
—No. Me dejé caer a tiempo.
Foster le ayudó a ponerse en pie.
—Pero si es mortal. Lo llaman el fuego letal. Creo que se trata de una radiación actínica, que descompone las proteínas. Envenena la sangre.
El hombrecillo se inclinó para recoger su automática. Sacó tranquilamente el cartucho vacío, lo repuso y se guardó la pesada arma en el bolsillo de su abrigo gris.
—¿No prefiere pasar? —lo invitó Foster—. Si no le molestara explicar...
—Por supuesto, Foster.
El extraño invitado le siguió por el pasillo oscuro hasta la biblioteca profusamente iluminada. Cuando llegaron a la zona de luz, Foster se volvió para mirar al hombre.
—Al parecer, usted me conoce —empezó. Entonces parpadeó con sorpresa y exclamó—: ¡Tío Barron! ¡No te había reconocido! —alargó cordialmente la mano.
Barron Kane era un hombre menudo. Tenía el pecho estrecho, hombros caídos y delgados como los de un chiquillo, brazos delgados y musculosos, pero la serena paciencia del científico daba a su rostro cansado un brillo de energía. En sus fríos ojos grises había confianza y, paradójicamente, la sombra de un miedo devorador.
—Me has sorprendido —dijo Foster—. Creí que habías muerto. Hemos pasado años sin tener noticias tuyas. Mi padre intentó localizarte.
—He estado en Asia —explicó el hombrecillo mostrando su tez bronceada—, en un oasis del Gobi que no figura en los mapas. He vivido totalmente apartado de la civilización. Y, como has visto, hay gente que se empeña en apartarme para siempre.
Señaló hacia la dirección por donde había desaparecido el bólido.
—Me acuerdo de cuando preparabas tu última expedición —recordó Foster—. Fue hace doce años. Yo estaba en la escuela secundaria... Estuviste muy misterioso en cuanto al lugar a donde te dirigías. Me moría de ganas de acompañarte y correr aventuras contigo, y quise convencer a papá de que yo no había nacido para dirigir la fábrica de aceros. Pero siéntate. ¿Quieres un trago?
Barron Kane meneó su cabeza morena y calva. Nunca llevaba sombrero.
—Foster, he de hablar contigo.
—Estoy impaciente por saber de qué se trata —le aseguró Foster—. Todo esto es... bien, muy interesante.
—Quizá nos interrumpan —observó Barron Kane—. ¿Te molestaría cerrar puertas y ventanas y correr las cortinas?
—Claro que no. ¿Crees... que ellos regresarán?
—Existe un poder —respondió Barron Kane con voz extrañamente serena todavía— que no cejará hasta tener pruebas concluyentes de que estoy muerto.
Foster echó el cerrojo a la puerta y se dispuso a atrancar las ventanas. Regresó y halló a su tío estudiando con curiosidad la maqueta plateada que estaba sobre la mesa.
—Hace un mes leí tu monografía en la «Science Review» —comentó—. La que trataba acerca del efecto ómicron y el tubo-motor. Por eso he venido a verte, Foster. Has logrado algo tremendo...
—Todavía no —señaló Foster con una mueca de fatiga—. He dedicado dos años y no poco dinero al tubo-motor. Y todavía no levanta su propio peso.
—Pero ¿sigues intentándolo? —la voz grave tenía una extraña nota de angustia.
—Hoy estaba trabajando en ello —Foster tocó el pequeño tubo de aluminio—. Esto es un modelo de la máquina especial. El tubo-motor se halla dentro, conectado con estos hilos de platino. Naturalmente, en la verdadera nave todos estos aparatos serán interiores. Las cabinas y... —se interrumpió, meneando la cabeza con amargura—. ¡Pero es un sueño! Un sueño absurdo... no pienso malgastar mi vida con eso.
Sus ojos azules miraron con desafío a Barron Kane.
—Me voy esta noche a Palm Beach para reunirme con June Trevor —y agregó a guisa de explicación—: Estamos prometidos. Nos casaremos en Año Nuevo, Barron. June es sencillamente... ¡maravillosa!
—¡No puedes hacer eso! —protestó Barron Kane. Sujetó del brazo a Foster y habló con inesperado apremio—: Debes dedicarte a la máquina espacial, Foster. Debes terminarla para salvar a la raza humana.
—¡Cómo! —exclamó Foster, y se apartó de él—. ¿Qué dices?
—Exactamente lo que has oído —le respondió Barron Kane con la misma voz tranquila, que resultaba enfática por su misma falta de entonación—. He venido a confiarte algo espantoso, Foster. Algo que descubrí en Asia. Algo que un terrible poder ha procurado por todos los medios impedirme decir.
Foster le contempló y luego preguntó enérgicamente:
—¿De qué se trata?
—Nuestro planeta está condenado a la destrucción —respondió Barron Kane con expresión sombría—. Y la raza humana también... a menos que tú puedas salvar a varios individuos por lo menos. Eres el único hombre que tiene en sus manos una posibilidad, Foster, con tus acerías y el invento del tubo-motor.
Azorado, algo intimidado a su pesar, Foster observó a su tío sintiendo el frío contacto de un terror extraño.
¿Habría enloquecido aquel hombre durante los doce años transcurridos desde que desapareciera? Ya entonces era famoso por su personalidad excéntrica, lo mismo que por su saber como geólogo y astrofísico. No, concluyó Foster, su actitud era bastante cuerda. Y el coche de donde había surgido el rayo naranja no fue una alucinación, sino algo muy real.
Foster tomó del hombro a Barron Kane, le acompañó hasta un gran sillón de cuero y le indicó que se sentara. Quedándose en pie, inquirió:
—¿Puedes decirme de qué se trata exactamente?
Por un instante, una ráfaga de humor disipó el temor que aleteaba en aquellos ojos grises.
—No, Foster —respondió con voz serena—. Sospecho que estoy en mis cabales.
Barron Kane entrecruzó sus delgados dedos morenos y se los contempló, meditativo.
—Supongo que no habrás oído hablar del Culto del Gran Huevo —comenzó a explicar—. No es posible que lo conozcas, pues hasta el nombre es prácticamente desconocido aquí. Se trata de una fanática secta religiosa, cuyo templo está oculto en un oasis recóndito del Gobi. Oye, Foster: hace casi diez años me convertí en adepto de esa secta. No fue fácil. Y luego tuve que soportar pruebas... en fin, penosas, Al cabo de siete años fui plenamente iniciado, De labios del jefe de la orden, un demonio humano llamado L’ao Ku, escuché el terrible secreto que había ido a buscar en Asia. Esto sucedió hace tres años. L’ao Ku debió sospechar de mí. Fui cuidadosamente vigilado. Tuve que esperar durante dos años la ocasión de escapar. Desde entonces, los agentes de L’ao Ku me persiguen por todo el mundo. Ha transcurrido casi otro año. Creí que los había despistado en Panamá. Leí tu artículo sobre el tubo-motor y vine a verte, Foster. Como decía, tú eres el único hombre... Pero, de algún modo, volvieron a encontrar mi rastro. Sospecho que te he condenado a muerte.
—¿A mí? —preguntó Foster—. ¿Cómo?
—L’ao Ku no quiere que su secreto sea revelado. Tres hombres murieron misteriosamente poco después de hablar conmigo.
Foster aún estaba en pie frente a Barron Kane, mientras luchaban en su mente el asombro y la incredulidad. Alzó el mentón, decidido a buscar algún sentido en aquellos asombrosos acontecimientos.
—¿Qué secreto? —inquirió—. ¿De qué se trata? ¿Qué tiene esto que ver con el fin del mundo?
Barron Kane volvió a estudiar concienzudamente las puntas de sus dedos entrecruzados.
—Creo que empezaré —dijo— por hacerte una pregunta... Te preguntaré, Foster, sobre el enigma más grande del mundo. ¿Qué es la Tierra?
Sorprendido, Foster estudió el rostro cansado y paciente. Observó los ojos grises, tranquilos pero velados por un horror meditativo. Meneó la cabeza. Barron Kane era un enigma.
—De acuerdo, ¿qué es la Tierra?
—Debo decirte algo muy sorprendente —respondió Barron Kane—. Algo muy terrible. Te resultará difícil aceptarlo, ya que es contrario en gran parte a ideas arraigadas en nosotros y que son más antiguas que la ciencia. La idea es tan extraña, Foster, tan terrible, que una mente occidental nunca la habría concebido. Al fin y a la postre, estaremos en deuda con el Culto del Gran Huevo. La mentalidad oriental, aplicando la sabiduría secreta de aquella orden, vio algo que nosotros jamás habríamos visto pese a tener todas las pruebas ante nuestros ojos. Quizá te resultará más fácil aceptar mi revelación si te recuerdo algunas lagunas notorias del conocimiento científico. Debes aceptarlo, Foster. La supervivencia de la humanidad depende de ti.
Foster se dejó caer en una silla frente a Barron Kane. Aguardó en tenso silencio.
—Vivimos en una aterradora ignorancia por lo que se refiere al planeta que pisamos —prosiguió la misma voz tranquila, aunque cargada de una terrible intensidad—. ¿Cuánto hemos adelantado en los seis mil quinientos kilómetros hacia el centro de la Tierra? ¡Menos de seis kilómetros! ¿Qué hay más abajo? ¿Qué es, realmente, ese fenómeno al que llamamos terremoto? ¿Qué hay bajo el delgado caparazón de rocas sólidas sobre la cual vivimos? ¿De dónde proviene el calor que activa nuestros volcanes? Podría aducir mil teorías vagas y conflictivas, hipótesis sobre la naturaleza del interior de la Tierra... pero prácticamente ningún hecho comprobado. En realidad, Foster, sabemos tan poco de la Tierra como la mosca que se posa sobre un huevo pueda saber acerca del misterio de la vida embrionaria que contiene. ¡Y menos aún es lo que sabemos de los demás planetas! ¿Qué científico puede explicarte cómo se formaron? ¡Ah! Desde Laplace se han expuesto muchas teorías. La hipótesis planetesimal, la nebular, la gaseosa, la meteórica... estas y otras muchas hipótesis. Lo más notable de cada una es que rebate de plano todas las demás. ¡Recuerda el enigma del planeta perdido! Según la Ley de Bode, debería existir otro planeta entre Marte y Júpiter, donde están los asteroides. Por lo visto éstos, los cometas y los enjambres de meteoritos son fragmentos de este planeta... Pero, reunidos, no suman más que un décimo de la masa que debía tener. ¿Qué cataclismo inimaginable destrozó el planeta perdido, Foster? Dime, ¿qué sucedió con las nueve décimas partes de él que se han perdido? ¡Tomemos otro enigma cósmico! ¿Qué es el Sol, del cual dependen nuestras vidas? ¿Cuál es la historia de vida de un sol, de cualquier sol? ¿De dónde saca su masa, su movimiento y su calor? ¿Qué origina la existencia de un sol? Foster, cuando miras las estrellas una noche de invierno, ¿puedes imaginarlas eternas en su existencia? ¡Analicemos el enigma de la entropía! Es la ley mortal que domina el universo. Las estrellas se enfrían y mueren; el polvo estelar se dispersa; la radiación se propaga y se pierde. Nuestros especialistas en cosmogonía aseguran que el universo se está agotando. Pero, ¿no existirá también una fuerza de vida, de desarrollo, de creación? ¿Cómo podría haber muerte, Foster, si no hay vida antes? ¿Nunca te has preguntado porqué el Sol, como cualquier otra estrella variable, se dilata y contrae al ritmo del ciclo de las manchas solares, con un latido comparable al pulso de un ser vivo?
Barron Kane se adelantó en su silla. Sus ojos grises —ahora la sombra del horror que le atormentaba era más honda— se clavaron en el rostro de Foster con una sinceridad desesperada y ansiosa.
—¡Foster! —exclamó—. ¡Yo sé lo que es la Tierra! Hace años, mientras luchaba con los fracasos y las contradicciones de nuestra ciencia occidental, lo intuí vagamente. Hace doce años, gracias a un rumor débil y casual, supe que la sabiduría oriental había adivinado la verdad que permanece oculta a nuestras dogmáticas mentes occidentales. Como ya te he contado, me fui al Gobi, Descubrí aquella secta secreta. Al cabo de siete años de esfuerzo y paciencia, penetré en el círculo interior. L’ao Ku confirmó mi terrible sospecha. Por él supe cosas que ni siquiera me había atrevido a suponer. Supe que la Tierra, todo el sistema solar, está destinado a fragmentarse dentro de muy poco tiempo. Veremos el fin, Foster... a menos que los agentes secretos de L’ao Ku nos liquiden antes. No lo olvidemos ni frente a los mayores peligros. Ese hombre es un ser inhumano, fanático y diabólico, pero también un genio. Y todo su poder, toda la ciencia secreta capaz de crear el rayo venenoso, está empeñada en nuestra destrucción.
La voz tranquila calló. Un silencio tenso y eléctrico dominó la espaciosa biblioteca. Incrédulo, Foster exclamó:
—¡El fin del mundo!
—El fin —repitió Barron Kane con la misma calma forzada—. Esperaba que tal vez podríamos disponer de... años. Pero hoy sé, por una noticia que apareció en el periódico de la tarde, que la fase definitiva ya ha comenzado.
Foster Ross volvió a ponerse en pie y se inclinó sobre el hombrecillo moreno.
—Dime —imploró—, ¿qué pretendes decir?
Barron Kane, inclinándose a su vez, le contestó con la voz convertida casi en un susurro. Foster le oyó en silencio, en pie. Al principio, sus ojos azules expresaron un incrédulo asombro, que poco a poco se convirtió en un pánico terrible.
El grave y diminuto científico habló durante una hora, y luego se arrellanó en el enorme sillón de cuero volviendo a entrelazar sus delgados dedos morenos.
Foster se acercó en silencio a una ventana. Descorrió la cortina y contempló la noche de aquel invierno incipiente. Los desnudos árboles eran como una hilera fantasmal de esqueletos sobre los campos de nieve, que brillaban débilmente bajo el cielo en tinieblas. Algunos copos de nieve devolvieron un resplandor blanco bajo el torrente de luz que salía por la ventana. El terrible viento helado azotó las antiguas paredes de piedra.
—Corre la cortina, por favor —pidió Barron Kane con la misma serenidad imperturbable—. Los agentes de L’ao Ku podrían estar vigilando. El rayo venenoso...
Foster corrió la cortina bruscamente. Tenso y algo tembloroso, regresó al lado de su tío.
—Lo siento —murmuró—. Lo había olvidado.
—Es una idea especialmente difícil para la mentalidad occidental —explicó Barron Kane, compasivo—. Sospecho que si los occidentales se vieran obligados a aceptarla, muchos enloquecerían. Pero, si intentas mirarlo con algo de fatalismo oriental...
Foster parecía no darse cuenta de su presencia. Paseó de un lado a otro del espacioso gabinete enmaderado. En un momento dado se detuvo junto a la mesa para tocar el modelo experimental de aluminio de la nave espacial. Tomó de la repisa una fotografía de June Trevor, estudió durante un instante su belleza seria y clásica de ojos oscuros y luego la devolvió a su lugar con sumo cuidado. Regresó al lado de su tío.
—La Tierra... —jadeó—. ¡No puedo creerlo! ¡Es demasiado... monstruoso!
Barron Kane se puso en pie y se adelantó, ansioso.
—Debes creerme, Foster —rogó con voz grave—. Porque sólo tú dispones de medios para salvar la simiente de la humanidad. Debes ponerte a trabajar en seguida. ¡Esta misma noche!
—¿Esta misma noche? —repitió Foster, embotado y muy sorprendido.
—Debes comprender que es cuestión de meses, Foster. De medio año, como máximo. Y la empresa es... terrible. Hemos de montar un laboratorio para acelerar el desarrollo de tu tubo-motor. Tus acerías se pondrán a fabricar piezas del... del Arca del espacio. Tenemos mil problemas que resolver en todas las ramas de la ingeniería, Y el trabajo debe quedar terminado en menos tiempo del que se haya invertido jamás en una construcción similar. ¡En mucho menos tiempo!
—No existe construcción similar —señaló Foster—. Hasta un buque de guerra sería un juguete sencillo comparado con la máquina espacial. Se necesitaría toda una vida para ponerla a punto. Además —protestó vagamente, todavía embotado—, me voy a Palm Beach. Prometí a June que...
—Tendrás que romper tu promesa —le cortó imperiosamente Barron Kane—. Ambos dedicaremos hasta el último segundo a la tarea. Con todo, el tiempo que nos queda es espantosamente corto. Y debemos evitar a L’ao Ku y su rayo venenoso.
—En realidad, como verás, no puedo... no puedo hacerme a la idea. —Foster, atónito, seguía mirando a Barron Kane—. ¡Es endiabladamente fantástica!
—Considéralo desde un punto de vista oriental —insistió su tío—. El fatalismo oriental...
—¡No soy chino! —se impacientó Foster—. Pero quiero a June Trevor... por encima de todo. Si tienes razón, si los próximos seis meses han de ser los últimos, prefiero pasarlos con ella.
—¿No lo entiendes? —susurró Barron Kane. Cogió el brazo de Foster con sus huesudos dedos—. Si quieres a June Trevor, ¡construye la máquina espacial para salvarla! Foster, ¿te gustaría verla morir con el resto de la raza humana, como... como gusanos en una casa incendiada? ¿Borrada... aniquilada?
—¡No! —exclamó Foster—. ¡No! Pero no me creo capaz...
—¡Debes hacerlo! —insistió Barron Kane—. Te aseguro que hay pruebas. Hoy, en el periódico vespertino, ha aparecido un suelto que pregona la ruptura del sistema solar.
—¿Pruebas? —gritó Foster, incrédulo—. ¿Pruebas de... qué?
—¿Tienes el periódico de esta tarde?
—Por aquí anda, No he tenido tiempo de echarle un vistazo. Ya sabes, estaba ocupado en mi experimento.
Buscó el periódico y lo abrió con curiosidad. Sus ojos hallaron los grandes titulares, y vio que hablaban sólo de nuevos casos de corrupción política.
Las manos delgadas e impacientes de Barron Kane le arrebataron el periódico y señalaron una gacetilla situada sin mayor relieve en la parte inferior de la página.
LOS SABIOS, DESCONCERTADOS
«El doctor Lynn Poynter, del Observatorio de Monte Wilson, ha comunicado esta mañana que el planeta Plutón abandona su órbita y se aleja del Sol siguiendo una trayectoria anómala e inexplicable. El doctor Poynter asegura que el color del planeta ha virado además de un tono amarillento a verde vivido.
»El doctor Poynter ha declarado que no puede adelantar ninguna explicación sobre este fenómeno. Se niega a hacer más declaraciones, salvo que ha pedido a astrónomos de todo el mundo que verifiquen sus observaciones.»
El rostro de Foster permaneció torvo y pétreo mientras leía el lacónico texto. Sus temblorosos dedos arrugaron el periódico y, deliberadamente, lo partió por la mitad. Cuando se volvió hacia Barron Kane había en sus ojos un espanto nuevo, devorador. Habló con voz ronca:
—¿Entonces Plutón ya... se ha ido? ¡El sistema solar ya ha empezado a dispersarse! —contempló el periódico que tenía roto en las manos—. Barron, por la mañana iremos a la acería y nos pondremos a trabajar.
El hombrecillo moreno le apretó la mano, en silencio, agradecido.
—Ahora —agregó Foster— debo telefonear a June.
—¿Eres tú, Foster? —sonó la voz clara de la muchacha, cargada de esperanza—. ¿Llegarás mañana? Iré a recogerte con el coche...
Foster evocó su encanto, sus ojos oscuros y serios; la vio sentada al volante, alta y esbelta; con una impaciencia alegre e infantil bajo su serena reserva, De repente se sintió débil, enfermo de dolor por no poder ir a verla.
—No —respondió, tratando de no traicionar la pena que sentía—. Sintiéndolo mucho, no puedo ir.
Notó angustia en las palabras de la muchacha:
—¿Algo... anda mal?
—Han surgido algunos imprevistos —tartamudeó, procurando expresarse en términos no demasiado alarmantes—. Un trabajo que debo terminar. Es muy importante. He de quedarme...
—¡Ah! —en su voz había cierta agonía—. ¿Te impedirá venir... hasta después de Año Nuevo?
—Sí —contestó—. Tendremos que aplazar la boda.
—¡Oh! —fue una exclamación de dolor; Foster se sintió lleno de compasión hacia ella—. ¿No puedes decirme de qué se trata?
—Por teléfono no. Oye, June: quiero que vengas aquí tan pronto como te sea posible. Entonces te explicaré.
—Tengo muchos compromisos —protestó—. Y tu voz suena tan extraña...
—Es importante, de veras —insistió—. ¡Por favor, ven! Te necesito. June... Por favor...
Hubo un silencio; luego la muchacha habló con decisión:
—De acuerdo, Foster. Llegaré... el lunes.
—¡Gracias, querida! —respondió con gratitud—. Cuando lo sepas, comprenderás...
—¡Adiós, muchacho! —gritó casi alegremente—. ¡Pon un rayo de sol en tu voz! ¡Hablas como si estuviera a punto de llegar el fin del mundo! Llegaré el lunes.
La querida June, tan buena chica como siempre, pensó Foster mientras la muchacha colgaba. Alegre y generosa como de costumbre. Siempre se hacía cargo. Y él terminaría, debía terminar la nave espacial a tiempo para salvarla del terror increíble que auguraba Barron Kane.
Aquella noche Barron Kane y Foster Ross no se acostaron. Se quedaron en la espaciosa biblioteca, junto al modelo a escala reducida de la máquina espacial, pensando en cómo transformar aquel sueño en realidad. A medianoche, Foster fue a la cocina, tomó pan, jamón y una botella de leche y los colocó frente a la diminuta nave.
Al amanecer guardó en un portafolios el modelo y las páginas donde habían esbozado el proyecto, para llevárselo a la fábrica.
—No olvides que hay peligro —insistió Barron Kane—. Los hombres que me siguen no deben estar muy lejos. No regresarán sin la certeza de que estoy muerto.
—Telefonearé a la fábrica —dijo Foster— y pediré una escolta.
Entonces descubrió que la línea estaba cortada.
—Los cables se han roto —dijo—. La tormenta...
—Los hombres de L’ao Ku los han cortado —susurró Barron Kane—. Nos esperan.
—Entonces, será mejor que salgamos zumbando —propuso Foster—, mientras podamos.
Barron Kane asintió.
—Si logramos llegar a la acería, tendremos que defenderla —afirmó—. Pero lucharemos hasta el fin contra L’ao Ku, lo mismo que lucharemos contra el tiempo. La secta secreta profesa que toda vida debe perecer cuando la Tierra se fragmente. Todo intento por salvar siquiera una sola vida humana infringiría el primer principio de esa doctrina fantástica.
Dejaron encendidas las luces de la biblioteca, y ambos se escabulleron hacia la puerta trasera de la vieja mansión. Los jardines parecían fantasmagóricamente blancos debido a la nieve. Densos nubarrones ocultaban el cielo de un color gris hielo bajo el primer resplandor del amanecer. Sombras misteriosas velaban los árboles y edificios.
Foster llevaba su precioso modelo. Barron Kane esgrimía su pesada automática, con el seguro quitado. Avanzaron a la carrera sobre la espesa nieve hasta el garaje. Foster quitó el candado a las puertas y las abrió de par en par.
Un delgado rayo anaranjado, como una hoja de metal incandescente, brotó silenciosamente del tenebroso umbral y alcanzó en el brazo a Barron Kane, Su automática respondió una vez. Luego, jadeando de dolor, cayó sobre la nieve.
Foster contuvo la respiración. Su cuerpo delgado se abalanzó con rapidez hacia el rincón oscuro de donde había salido el rayo silencioso.
Tanteando a ciegas, tropezó con una mano parecida a una garra que sujetaba un tubo ligero de metal. Su hombro empujó un cuerpo menudo pero fuerte, y cayó pesadamente contra la pared. Una mano delgada aferró su garganta. Atrapó una muñeca vigorosa y le obligó a soltar presa.
Los dos enemigos se apartaron de la pared y cayeron pesadamente al suelo de cemento. Foster oyó un gruñido gutural de sorpresa. Fue el único sonido que se le escapó a su desconocido adversario. La batalla se desarrollaba en el silencio y la oscuridad.
Una rodilla flexionada se hundió en la ingle de Foster. Mientras se doblaba con angustia, unos dedos rígidos rebuscaron bajo su cuerpo. Un haz cegador de luz amarilla surgió del pequeño tubo, recorrió la pared del garaje, bajó poco a poco.
¡El rayo venenoso! Si le tocaba, su sangre se convertiría en un veneno mortal...
Un dolor intolerable surgió repentinamente de la retorcida muñeca de su brazo apresado. El daño y el esfuerzo le hicieron temblar. Un sudor ardiente bañó su rostro.
El rayo naranja tocó el suelo, avanzó hacia su hombro. Las garras que lo movían eran firmes como el acero.
Foster estaba vencido por el dolor insoportable de su brazo retorcido. La cabeza le daba vueltas y se sintió tragado por la oscuridad. Luego, a punto de verse vencido, le ocurrió algo extraño, una revelación cegadora. En un instante de visión diáfana, se vio a sí mismo, no como el hombre que luchaba por salvarse, sino como el campeón de la humanidad que batallaba para la supervivencia final.
Con aquella visión recibió una nueva y milagrosa fuerza; la causa común le infundió una extraña oleada de energía.
Enderezó el brazo retorcido, sufriendo una terrible agonía. Pero el dardo anaranjado se alejó. El cuerpo vigoroso que le oprimía se tensó con el esfuerzo; el rayo retrocedió. Débil y mareado, Foster aprovechó al máximo su oportunidad.
Oyó el chasquido seco de un hueso quebrado. Las garras de acero que le sujetaban se convirtieron en carne fláccida. El rayo anaranjado trazó un arco súbito que rozó la cabeza del otro hombre. Luego el tubito se estrelló contra la pared y el rayo se apagó.
El otro ya había muerto por obra de su propia arma cuando Foster se puso en pie, tambaleándose.
Barron Kane yacía inmóvil sobre la nieve como un fardo gris bajo la pálida luz del amanecer, Foster corrió hacia él y escuchó su débil susurro:
—El rayo venenoso... mi muñeca... un torniquete en el codo... hazlo sangrar.
Foster levantó la manga que cubría el delgado brazo moreno. Ató su pañuelo alrededor del codo derecho e hizo el torniquete con una llave inglesa que tomó de la estantería. Sobre la muñeca fina y musculosa advirtió una hinchazón púrpura que abultaba cada vez más. Sacó un afilado cortaplumas del bolsillo del chaleco, hizo una incisión en el bulto y sorbió con los labios la herida para extraer el veneno.
—Eso será suficiente —susurró por fin Barron Kane, con un poco más de fuerza en la voz—. De todos modos, sospecho que estoy acabado. Espero vivir para verte ganar, Foster. Pero no importa. He cumplido con mi deber. Ahora queda en tus manos la salvación de la humanidad.
—Lo haré... haré lo que pueda —prometió Foster con voz ahogada. Aún recordaba aquel extraño vigor inconsciente que lo había dominado durante la pelea.
—¡Vayamos a fábrica! —susurró Barron Kane.
Foster lo trasladó hasta el coche abierto. Cuando encendió los faros, se detuvo un instante para contemplar al muerto que había en el suelo. Su rostro era amarillo, mongoloide, con delgadez de halcón. En aquel momento exhibía la mueca aterradora y burlesca de la muerte.
—Ábrele la ropa, Foster —ordenó Barron Kane—. Mira su costado, bajo el brazo izquierdo.
Foster obedeció. Bajo el brazo del hombre, en la piel amarilla que se estiraba sobre las costillas como un pergamino, había una marca escarlata parecida a una O mayúscula.
—¡Está marcado! —gritó—. ¡Con un círculo rojo!
—Es el emblema de la secta secreta —susurró Barron Kane—. L’ao Ku nos lo ha enviado.
Foster se sentó al lado de Barron Kane, El motor helado se puso en marcha con dificultad. El descapotable avanzó, dejó atrás al muerto y enfiló el camino helado.
El día plomizo y frío ya había comenzado cuando entraron en la sucia factoría. Las pequeñas viviendas de los trabajadores, míseras y feas, se agazapaban sobre laderas grises de nieve y hollín mezclados. La acería se alzaba en un valle. Los gigantescos altos hornos se alzaban como un torvo ejército de monstruos de acero negro contra las tenebrosas nubes.
Foster condujo a su tío directamente hasta la puerta de la enfermería y trasladó a Barron Kane a una camilla.
—Los médicos llegarán pronto —aseguró.
—No te preocupes de mí —susurró el hombrecito—. Tienes una misión que cumplir. Procuraré vivir para ver cómo la terminas.
Tres meses después, una nueva cerca rodeaba la acería. Tenía seis metros de altura, y los tres primeros eran de hormigón y a prueba de balas y acero. La alambrada superior estaba conectada a potentes generadores. A intervalos de treinta metros se alzaban torrecillas giratorias de acero y cristal a prueba de balas, desde donde vigilaban sin cesar los centinelas armados de siniestras ametralladoras.
Dentro de la cerca, sobre un inmenso muelle de hormigón armado, se construía la máquina espacial.
El casco ya estaba terminado. Era una hazaña sin precedentes de la ingeniería, una esfera colosal de casi ciento cincuenta metros de diámetro, a cuyo lado parecían insignificantes los ejércitos de altos hornos que la flanqueaban. La cimera de su casco gris se veía a muchos kilómetros a la redonda desde las suaves colinas de Pennsylvania que ahora, en marzo, lucían el verdor de la última primavera de la tierra.
No obstante, quedaba mucho por hacer para el equipamiento del interior, mediante el cual se mantendría indefinidamente la vida humana en el vacío sin sol. El tubo-motor, que aplicaría el efecto ómicron de Foster Ross para propulsar la máquina, aún no estaba perfeccionado y constituía el mayor problema.
—Lo demás estará terminado dentro de un mes —le prometió Foster a Barron Kane un ventoso día de primavera—. Pero no servirá de nada si el tubo-motor no funciona. ¡Un millón de toneladas de acero y cristal! No tenemos medios para moverlo ni un centímetro, a menos...
Se hallaban en una habitación de la enfermería, desde cuyas ventanas el paciente podía contemplar la tremenda esfera de acero pintada de gris, que se destacaba sobre las colinas verde claro y bajo el cielo agitado por el viento.
Barron Kane yacía de espaldas. El veneno del rayo anaranjado había afectado centros nerviosos medulares; no podía caminar e incluso tenía las manos paralizadas. Pero su cerebro estaba tan lúcido como siempre, A pesar de su estado y sus sufrimientos, contribuyó a solucionar muchos problemas de la construcción de la máquina espacial.
—¿A menos qué? —susurró—. ¿Estás probando otra cosa?
—Esta mañana ensayaremos un nuevo modelo. Empezamos desde el principio, debido a una nueva solución de las ecuaciones del efecto ómicron. Desconocemos el resultado. Aunque fuese positivo, la instalación nos llevará seis semanas.
—¿Seis semanas? —exclamó Barron Kane, alarmado—. ¡Tal vez la Tierra se fragmente antes! Sus ojos grises miraban a Foster desde la almohada, fríos pero cargados de terror, y agregó: Ya sabes que la luna de Neptuno abandonó su órbita la semana pasada. Se volvió verde y siguió a Plutón hacia el espacio exterior. Y hay algo más...
Sus manos arrugadas y casi inválidas buscaron el periódico sobre la manta.
—¿De qué se trata? —preguntó Foster.
—Ha salido esta mañana. Nadie ha comprendido todavía lo que se avecina. Enterraron la noticia en una de las páginas interiores... y nadie comprendió su significado, aunque se trataba de lo más importante que se haya publicado nunca. Aquí lo tienes.
Foster leyó el artículo:
LOS TEMBLORES MANIFIESTAN CIERTA PERIODICIDAD
«Una nueva serie de temblores sacude la Tierra, declaró hoy el doctor Madison Kline, famoso seismólogo inglés, ante un congreso internacional de geólogos.
»Los temblores registrados recientemente se producen a intervalos regulares de unos treinta y un minutos, explicó el doctor Kline. Se supone que reflejan alguna perturbación rítmica que está teniendo lugar en las profundidades del planeta.
»El doctor Kline declaró que él y sus colaboradores han observado el fenómeno por espacio de varias semanas, durante las cuales aumentó de manera constante y notoria.
»Aún se desconoce una explicación concluyente, dijo el doctor Kline, si bien se cree que la periodicidad de los temblores corresponde a la frecuencia fundamental propia del planeta.»
Foster apretó las manos hasta que los nudillos se le quedaron blancos.
—Esto significa —murmuró roncamente— que estamos cerca... del fin.
—Como verás —susurró Barron Kane—, debes acelerar la instalación del nuevo tubo-motor.
—¡Lo haremos! —prometió Foster—. Aunque es posible que cuando terminemos, el aparato no funcione. Hemos metido toda una generación dé avances científicos en el trabajo de cuatro meses.
—Hay otros problemas —le recordó Barron Kane—. Debes prepararte para cortar todos los vínculos con la civilización.
—Casi todas nuestras provisiones están ya a bordo —informó Foster—. Y el personal ocupa la máquina a medida que se dispone de cabinas. Seiscientos hombres elegidos que representan todas las ramas, los oficios y credos, con sus esposas e hijos. En total, dos mil seres humanos... la flor y nata de la humanidad.
—¿Y los laboratorios? —preguntó Barron Kane.
—Estarán terminados a tiempo —aseguró Foster—. Dentro de un mes tendremos atmósfera artificial y comida sintética preparada a bordo mediante la recuperación de los desperdicios. Tan pronto como salgamos al espacio —prosiguió en tono entusiástico—, seremos independientes. Nuestros motores recibirán la energía ilimitada de los rayos cósmicos. Suministrarán calor, luz y energía, elementos para obtener oxígeno y comida, y fluido para el tubo-motor. Nuestra máquina puede navegar eternamente, Barron. Es un pequeño mundo autónomo, independiente del Sol...
Foster se interrumpió, se mordió los labios y murmuró tímidamente:
—¡Aquí me tienes hablando de la cuestión, cuando no sabría moverla un centímetro ni aunque me fuese el alma en ello! Hasta luego, Barron. Debo regresar a los talleres.
—¡Espera! —susurró el enfermo—. Una pregunta más. ¿Dónde está tu prometida?
—Bueno —le respondió Foster—. June ha regresado a Florida con algunos amigos para una breve visita. Deseo que olvide, en lo posible, lo que se avecina. Para una muchacha como ella es tan terrible...
—Haz que regrese —aconsejó Barron Kane—. Haz que se suba a bordo con nosotros.
—¿Hay peligro? —inquirió Foster—. ¿Tan pronto?
—La primera convulsión de la corteza terrestre bastará para despedazar lo que llamamos civilización —susurró el hombrecillo—. Debe estar aquí antes de que eso suceda. Además, hay otros peligros.
—¿De qué se trata?
—L’ao Ku no ha mostrado su poder, Foster. Pero no olvides que lo posee. Se limita a esperar su hora, preparándose. No te engañes ni bajes la guardia.
—¡Bah! —suspiró Foster, aliviado—. Creí que te referías a algún peligro para June.
—Así es —murmuró Barron Kane.
Foster se inclinó sobre él, súbitamente alarmado.
—En el templo del Gobi hay un altar erigido en honor del Gran Huevo. Sobre él hay una imagen tallada en piedra negra. Representa un globo y tiene tallados los contornos de los continentes; comprenderás, pues, que simboliza la Tierra. Está hendido, y emerge de él una cosa... ¡monstruosamente obscena! En el templo se celebran ceremonias periódicas. Sobre ese altar, bajo esa imagen de obscenidad indescriptible que brota de la tierra, L’ao Ku ofrece sus sacrificios. Las víctimas siempre son mujeres. Si es posible, se eligen herejes o familiares de éstos. Foster, es posible que June Trevor pudiera... sufrir, precisamente cuando creías protegerla.
El rostro de Foster estaba gris, contraído. Jadeó roncamente:
—Haré que embarque. ¡En seguida!
La comunidad científica quedó desconcertada desde el principio. La migración de Plutón dislocó toda la estructura, laboriosamente construida, de la ciencia occidental. Aquellos temblores o latidos de la Tierra, que pronto fueron lo bastante violentos como para ser notados por los viandantes, no recibieron una explicación satisfactoria.
Durante cierto tiempo, los científicos se refugiaron en innobles acusaciones mutuas, Pero ya no podían negar que el sistema solar estaba colapsándose. El planeta Neptuno se desvió inexplicablemente de su órbita. Una a una, las lunas mayores de Saturno y Urano mudaron al color verdoso y abandonaron sus emplazamientos. El cambio, que abarcaba de dentro afuera a todo el sistema solar, alcanzó a las cuatro grandes lunas de Júpiter.
El universo de la ciencia también se desplomaba.
Al principio, no obstante, el hombre corriente sólo se preocupó de modo pasajero. Los negocios continuaron como siempre; la opinión pública seguía pendiente del desempleo, la estabilización del dólar, el sensacional asesinato de una actriz de Hollywood. No hubo pánico verdadero ni siquiera cuando el «latido de la Tierra» —así llamaban los periódicos a los extraños temblores rítmicos del planeta— se convirtió en un tema central de conversación.
El verdadero pánico se desencadenó con las primeras pérdidas de vidas. A fines de marzo, una serie de tremendos terremotos acompañados de olas gigantescas sacudieron, una a una, Tokio, Bombay, Río de Janeiro y Los Ángeles. Los cataclismos fueron cada vez más violentos. A los periódicos no les faltaban noticias sobre nuevos cataclismos a medida que iban saliendo.
No por eso cayó el antiguo orden. «Que la vida siga igual», era la consigna, aunque los precios subían desenfrenadamente, los gobiernos y las corporaciones se arruinaban y la criminalidad alcanzaba cotas delirantes.
Nuevos líderes, movimientos radicales y modas fantásticas obtuvieron tremendo apoyo. Nuevas religiones eran abrazadas entusiásticamente. Los nuevos profetas surgían y eran aclamados a millares, pero los que más conquistaron fueron los adeptos de aquella extraña secta oriental llamada el Culto del Gran Huevo.
Sólo ellos aseguraban poseer la clave del cambio. Sólo ellos podían ofrecer a la espantada humanidad una interpretación racional, aunque fantástica, del sorprendente enigma de un sistema solar que se desmoronaba. Aunque sólo prometía la muerte inexorable —la muerte como deber sagrado—. L’ao Ku se convirtió en el mentor de millones de fanáticos.
Barron Kane y Foster Ross comprendieron en seguida y sin duda alguna que la ola delirante de su poder cada vez mayor terminaría por caer sobre ellos. Convirtieron la acería en una fortaleza. Aceleraron al máximo la construcción de la nave espacial. No podían hacer más.
La crisis estalló la noche del 23 de abril. Había luna llena. Los cielos, últimamente cubiertos por extrañas nubes, aparecieron despejados sobre la mayor parte de los Estados Unidos. Aquella noche, millones de personas observaron horrorizadas cómo el cambio alcanzaba a la Luna, Después de haberlo visto, muy pocos conservaron la cordura.
La locura producida por la increíble visión de horror paralizó las mentes, guiadas por el genio fanático de L’ao Ku que conducía los asaltos contra la máquina espacial.
El «Planeta» —así había bautizado June Trevor a la nave espacial, puesto que sería el único hogar futuro de la humanidad— permanecía inmóvil sobre el muelle de cemento, dentro de la cerca. Todavía no podía despegar; el tubo-motor seguía incompleto.
Sobre la colosal esfera gris de acero había un casquete en forma de cúpula acristalada, a donde se llegaba mediante una corta escalera desde una escotilla situada debajo. La cabina estaba atestada de mecanismos relucientes, los complicados instrumentos creados para el mando y la navegación de la máquina espacial.
Aquella noche fatal, Foster Ross y June Trevor subieron a la pequeña sala de control; Foster transportó en sus brazos a Barron Kane. Acomodaron lo mejor que pudieron el cuerpo inválido del pequeño científico en una silla de ruedas, entre los brillantes instrumentos.
—Anoche algunos observadores vieron unas grietas sobre la superficie de la Luna —dijo Foster—. Su corteza se está hendiendo. Debajo hay algo... verdoso, incandescente. ¡Hoy veremos el fin de la Luna! ¡Y al observar lo que le sucede a la Luna sabremos lo que dentro de un día, más o menos, sucederá con la Tierra!
June Trevor se acercó angustiada, con paso rápido. Era una muchacha alta, de ojos oscuros, de belleza grave y clásica. Le sonrió a Foster... pero fue una mueca débil y aprensiva, mientras buscaba su mano.
—Foster —susurró—. ¿Será muy... terrible?
—Lo peor no será lo que veremos —le respondió— sino lo que significa. En la suerte de la Luna veremos el destino de la Tierra, de la civilización humana. Pero, querida, procura tranquilizarte.
—No... no estoy asustada —susurró, estremeciéndose—. Pero es espantoso pensar en tantas... víctimas.
Foster le apretó la mano.
—June —agregó roncamente—, procura no pensar en ello. Recuerda que estaremos juntos. Sin ti, yo... enloquecería.
—Hay algo más importante —afirmó—. Tenemos un deber: ¡salvar la raza!
En ese momento, Foster apagó las luces de la pequeña cabina. Miraron a través de los paneles de grueso cuarzo fundido, Iluminado por la luz de la luna, el cielo era de un gris plateado; hacia el sur había blancos y luminosos bancos de nubes. La Luna estaba alta en el este, un disco dorado.
La miraron. June Trevor se estremeció y se apretó contra el cuerpo delgado de Foster.
—¡Hay grietas! —exclamó con espanto—. ¡Las veo! Son como una telaraña.
—Se están extendiendo —susurró Foster—. Y... veo algo verde que se abre paso.
Desde el sillón llegó la voz extraña y ronca del científico imposibilitado.
—El ser está saliendo.
Jadeantes, mudos de pánico, los tres contemplaron la Luna... al igual que millones de hombres enloquecidos la observaban en todo el continente.
Vieron cómo los conocidos mares y cráteres circulares de la topografía lunar se convertían en una red de grietas de color negro y verde brillante. Por primera vez, la humanidad veía la cara de la Luna cubierta de nubes propias.
Vieron que algo salía del planeta hendido... Apareció una cabeza indescriptible...
Surgió en la zona del gran cráter Tycho. Era monstruoso y espeluznante. Primero salió un pico colosal, triangular, verde y brillante, y detrás dos enormes manchas redondas como ojos, que resplandecían con brillo púrpura radiante. Entre ellos y sobre ellos se distinguía un órgano extraño, arqueado, en forma de penacho; era un penacho sobrenatural, una llamarada carmesí.
Alas increíbles... desplegándose... extendiéndose... se abrieron paso por entre la corteza hendida y desmoronada, que ya había perdido toda semejanza con la Luna conocida. Los seres humanos sólo podían llamarlas alas. Pero, pensó Foster, más que nada se parecían a las protuberancias, exuberantes gallardetes de la corona solar que sólo se ven en el momento del eclipse total, extendiéndose desde el disco negro como dos alas de luz celeste. Eran velas de llama verde. Resplandecían con lentas ondas de luz que se difuminaban en los bordes, como las misteriosas cortinas de la aurora boreal, recorridas por delgadas vetas de color plata brillante.
Un ente a la vez horrible y hermoso...
Quedó a la vista cuando las alas celestes que se abrían poco a poco apartaron la cáscara cósmica que había sido la corteza de la Luna. Se abrió con flexible hermosura, larga y esbelta, con delicada forma de huso. Era verde como la esmeralda, brillante como el fuego y tenía extrañas marcas plateadas y negras.
El color del cielo cambió aterradoramente del gris plata al verde, a causa de la espantosa radiación del ser desconocido. Las sombras que proyectaba, negras como la tinta y orladas de verde, eran misteriosas..., pavorosas.
Durante algún tiempo flotó en el lugar donde había estado la Luna casi inmóvil. Monstruosos apéndices azules serpenteaban alrededor de su cabeza, debajo de los ocelos púrpura, agitándose sobre su cuerpo esbelto y terrible y sus alas diáfanas.
Entonces se limpió.
En ese momento, de súbito, echó a volar por el cielo. Sus sombras fantásticas se desplazaban como seres vivientes. Con ondas luminosas o con alguna fuerza extraña que rebosaba de los pasmosos mantos de llamas que parecían alas, voló, La espantosa luz verde desapareció del cielo, las terribles sombras se extinguieron y el ser se convirtió en una minúscula mancha de luz esmeralda que se desvanecía junto al blanco fulgor de Vega.
—¡La Luna se ha ido! —exclamó Foster, azorado.
—Lo mismo se irá la Tierra —comentó el susurro apagado de Barron Kane—, dentro de pocos días.
—¡Qué hermoso! —jadeó June Trevor con voz extraña y conmovida—. Era maravilloso... y horrible...
Se estremeció y Foster se sorprendió al encontrar su cuerpo firme, cálido y nervioso entre sus brazos. Ella se apretaba inconscientemente contra él, buscando consuelo de modo instintivo. Él la abrazó antes de soltarla.
—Nuestro mundo debe perecer así, querida... —murmuró Foster.
—Pero nosotros... estamos juntos... —concluyó June con un hilo tembloroso de voz.
Barron Kane seguía mirando a través de la cúpula de cristal. Desde la desaparición de la Luna, el cielo era una bóveda de espléndidas estrellas. Las colinas bajas y onduladas de Pennsylvania destacaban en negro bajo él, tachonadas de minúsculas luces vacilantes de casas y coches. Las luces de la factoría, bajo el casco gigante del «Planeta», dibujaban brillantes rectángulos en la oscuridad.
—Hay demasiadas luces en los caminos —dijo Barron Kane en tono de alarma—. Coches, antorchas, linternas que oscilan. Todos vienen hacia el «Planeta».
Foster y June miraron por las altas ventanas. Sobre las colinas oscuras vieron los ríos de luces peregrinas y parpadeantes que fluían hacia ellos.
Foster profirió una palabra amarga:
—¡La plebe!
—¿La plebe? —repitió June, inquisitiva—. ¿Por qué?
—Los hombres han dejado de ser seres humanos —le respondió Foster torvamente—. Son animales..., animales espantados. Están locos de terror desde que han visto el cataclismo de la Luna. Sienten necesidad de luchar, como cualquier criatura enloquecida por el miedo. No podemos reprochárselo, pero hemos de defender el «Planeta». —Apartó cariñosamente a la muchacha, y agregó—: Debo bajar para advertir a los guardias. He de ayudar a los hombres de las salas de máquinas. Están instalando el tubo-motor.
—¿Cuándo podrás desplazar el «Planeta»? —preguntó en ansioso susurro Barron Kane.
—Esta mañana han traído de la fundición las últimas piezas —le informó Foster—. Tardaremos un día en colocarlas. Luego, si la multitud no nos destroza, sabremos si el «Planeta» despega. Si la raza humana vivirá... o morirá con la Tierra.
—¿Un día? —preguntó Barron Kane, desesperado—. La cerca no los detendrá tanto tiempo.
—Tendrá que detenerlos —replicó Foster con los labios apretados—. Veinte horas como mínimo absoluto. Claro que aprovecharemos hasta el último segundo, Y la compuerta de entrada está preparada para cerrarla. Convertiremos al «Planeta» en una fortaleza interior. ¡Ahora debo irme!
Se despidió de June y salió del pequeño cuarto. La muchacha y Barron Kane se quedaron allí, entre los brillantes instrumentos que servirían para pilotar la máquina espacial... si alguna vez despegaba. El enfermo daba órdenes por teléfono, ayudando así a organizar la defensa.
June esperó con impaciencia; por último, preguntó atemorizada:
—¿Hay mucho... peligro? Comprendo que la gente esté enloquecida de terror, pero, ¿por qué iban a atacarnos?
—Los sacerdotes de una religión fanática los han azuzado contra nosotros —murmuró roncamente Barron Kane—. Los sacerdotes de una secta secreta de Asia adivinaron el final. Basaron su fe en ello y predican que el hombre debe morir. A sus ojos, somos herejes. Intentan destruirnos. Destruirnos —continuó en un susurro cargado de terror— y tal vez sacrificar a algunos de nosotros como penitencia en el altar ceremonial del Gran Huevo, en el templo del desierto de Gobi.
June se estremeció como si presintiera una escena horrible.
—Voy a buscar a Foster —gritó, luchando por dominar la histeria que asomaba a su voz—. Quiero estar con él.
—Será mejor que le esperes aquí —le aconsejó Barron Kane—. O que descanses en tu camarote. Foster está muy ocupado. —Y agregó, siniestro—: Estarás más segura aquí. Eres la que más peligro corre.
—¡No tengo miedo! —exclamó con voz iracunda. Luego recobró la calma y continuó en tono normal—: Quiero decir que no tengo miedo por mí. Lo espantoso es la idea de que tantos hayan de morir. ¡Y aquel ser espantoso, horrible, que vimos salir de la Luna! Quiero estar con Foster, Pero, si le parece mejor, me quedaré aquí.
Se dejó caer en una silla, ocultó el rostro entre las manos y procuró dominar sus sollozos.
Durante aquella noche terrible June hizo guardia en la cabina. La multitud era cada vez más numerosa. Diez mil fogatas relampagueaban en las laderas de las colinas y por todos los lados se movían luces oscilantes. La voz de la multitud era un murmullo incesante y amenazador. June oyó varios disparos.
Al amanecer, Barron Kane se durmió en su sillón de inválido. June le abrigó y lo contempló un rato. Luego la soledad, la tensión, resultaron tan insoportables que bajó a su camarote e intentó dormir, Pero no pudo, y antes de mediodía regresó al puente, El enfermo estaba despierto.
Barron Kane la miró.
—¿Cómo anda... todo? —fue la angustiada pregunta con que le saludó June.
—Han atacado tres veces durante la noche —susurró el hombrecito. El muro los detuvo; muchos murieron en la verja eléctrica y por efecto de nuestros disparos. Pero por cada caído, se les ha sumado un millar más de pobres infelices.
Sus ojos, grises y serenos, miraban por las ventanas de cuarzo, hacia las laderas de las colinas, que se veían atestadas por la muchedumbre.
—Debe haber más de un millón —prosiguió con su ronco susurro—. Vinieron por todos los medios imaginables. A pie, en bicicleta, en carros, en coches y en aviones. Es imposible no sentir piedad de ellos, tan asustados, tan cerca de la muerte. Muchos parecen harapientos y ateridos; seguramente no han traído comida suficiente. Por lo general no traían armas, pero los discípulos de L’ao Ku se han encargado de eso. Puedes verlos formando círculos alrededor de los sacerdotes, que atizan el odio contra nosotros. Mira cómo los instruyen y preparan. Algunos están descargando explosivos y armas que ha traído el tren esta mañana. L’ao Ku está formando un ejército con la multitud.
Cansada y nerviosa, June miraba con ojos insomnes a través de los gruesos cristales.
—¡Veo un avión! —gritó de improviso—. Se acerca a poca altura sobre las colinas. ¡Está a punto de aterrizar! —volvió a mirar y agregó—: Es un enorme aeroplano negro, y tiene círculos escarlata en las alas y el fuselaje.
Barron Kane murmuró:
—Esa es la nave de L’ao Ku. Ha venido a dirigir personalmente el ataque. Y tal vez a llevarse a uno de nosotros...
June Trevor miró en silencio, mordiéndose los labios hasta sacarse sangre, apretando sus diminutos puños cuando el populacho avanzó hacia el «Planeta» en oleada de odio fanático y terror irracional.
Los delgados y brillantes haces del rayo venenoso, relampagueando como espadas doradas, silenciaron las ametralladoras de las torretas. Bombas de gran potencia explosiva, lanzadas mediante catapultas hábilmente improvisadas, demolieron la valla eléctrica. Un millón de hombres, impulsados por un fanatismo ciego y armados por una ciencia secreta, asaltaron la gran escotilla de acero del «Planeta».
Presa de una angustia mortal, June aguardó en el puente hasta que sus oídos captaron el estrépito sordo de una explosión y luego detonaciones de las armas de fuego... ¡dentro del «Planeta»!
—¡Han forzado la escotilla! —susurró y luego agregó, pronunciando con esfuerzo las palabras en medio de una oscura niebla de desesperación—: Subirán a bordo. Debo reunirme con Foster.
Barron Kane quiso protestar, pero ella le interrumpió con un gesto brusco.
—No estoy... asustada —jadeó—. Pero el... fin ha llegado. Debo estar con Foster.
Salió corriendo del cuarto y se apresuró hacia el lugar donde se oía el fragor de la desesperada batalla.
En el centro mismo del gran globo de acero que era el «Planeta» había una cámara esférica de dieciocho metros de diámetro. En ella descansaba un enorme tubo de cuarzo fundido y acero, de quince metros de largo, montado sobre poderosos soportes.
Foster Ross y una veintena de hombres cubiertos de grasa, legañosos y con los ojos enrojecidos, terminaban el montaje del tubo. En la parte superior de éste había una compuerta de aire abierta. Mediante un juego de poleas estaban elevando una pieza de una nueva aleación que pesaba cuatro toneladas, para introducirla luego a través de la compuerta.
El terrible rumor de la lucha estalló súbitamente en el interior de la cámara.
—¡Han forzado la escotilla! —estalló un grito cargado de terror, y los hombres fueron presa de la consternación.
—¡Quietos! —suplicó Foster, desesperado—. No abandonéis el trabajo; dentro de pocos minutos habremos terminado. Podremos salir al espacio. ¡Pronto...!
Pero alguno, asustado, había abandonado su puesto. El aparejo resbaló. La gran pieza fundida osciló, se desenganchó del crujiente aparejo y cayó estrepitosamente al suelo. Un hombre quedó con las piernas atrapadas, lanzó un grito ahogado, lleno de terror, y luego comenzó a gemir como un niño.
Algunos hombres quisieron huir de la cámara.
Temblando todavía por el imprevisto desastre, Foster procuró mantener el dominio de la situación.
—¡Eh, muchachos! —gritó, queriendo demostrar una confianza que no sentía—. ¡Intentémoslo de nuevo! Quizás estemos aún a tiempo de salvarnos...
Los hombres vacilaron. Foster tomó una palanca e intentó liberar al hombre atrapado. Los demás se acercaron para ayudarle. Por último sacaron al herido y volvieron a montar el aparejo.
La masa metálica de cuatro toneladas fue alzada e introducida, esta vez sin contratiempos, por la boca de carga. Quedaba ajustada en su lugar cuando la multitud, con aullidos de fanatismo diabólico y dirigida por demonios de rostro amarillo portadores de las armas de su ciencia secreta, asaltó la sala.
Después, Foster no recordaba más que un caos sangriento.
Dirigió la resistencia de los defensores condenados. Convirtió en fortalezas los rincones de los pasillos, las puertas y las entradas, las escaleras y el hueco del ascensor. Hasta el último momento defendió el acceso del puente, pues suponía que June Trevor esperaba allí con Barron Kane.
Sus seiscientos hombres lucharon con un valor comparable al de los héroes antiguos. Las seiscientas mujeres combatieron a su lado, y hasta los niños ayudaron en lo que pudieron. Y el pañol de armas del «Planeta» estaba bien dotado; cada posición nueva equivalía a un nuevo arsenal. Pero el desenlace era inevitable.
Foster dirigió la última defensa en la escalerilla situada debajo del puente, cediendo terreno hasta allí con otros cuatro: tres hombres y una mujer, todos heridos. Tenían una ametralladora, Con ella mantuvieron a raya a la multitud aullante “y frenética, hasta gastar el último cartucho.
Luego lucharon con bayonetas, con pistolas e incluso con las manos.
Uno de los hombres, antes de morir, se dejó caer hacia delante y arrastró en su caída a todos los que asaltaban la escalera. La mujer cayó. Otro hombre fue arrastrado por la multitud, descuartizado, desmembrado. El último camarada de Foster profirió un grito y cayó taladrado por el rayo venenoso.
Entonces Foster retrocedió hasta el final de la escalera para la última defensa. Miró hacia la cabina buscando a June y vio que había desaparecido. Ante tal descubrimiento, una desesperación total lo sepultó como un torrente negro. Las fuerzas lo abandonaron; por primera vez sintió las heridas y se desmayó.
Sólo quedaba Barron Kane, impotente en su sillón de inválido. Sus manos casi paralizadas cogieron torpemente la pesada automática para disparar contra el primer asiático de rostro inexpresivo que entró en el cuarto saltando sobre el cuerpo inmóvil de Foster.
Así acabó la defensa.
Una hora más tarde el avión negro con escarapelas rojas de L’ao Ku se elevó y voló hacia el crepúsculo, rumbo al templo del Gran Huevo, en el desierto de Gobi.
Foster Ross volvió en sí sobre el suelo ensangrentado de la destruida cabina de mando. Su cuerpo era una llaga viva, y notó el dolor pulsante de una herida amoratada que tenía en la sien. Tenía un mechón de pelo pegado a la frente con sangre seca.
Se puso en pie, y se tambaleó al sentirse mareado. Mordió sus labios, salobres con el sabor de la sangre, para reprimir un grito de dolor. El cuarto saqueado, lleno de instrumentos rotos, bailó ante su nublada visión. Por un instante no recordó nada.
—¡Foster! —el débil y acongojado susurro de Barron Kane le produjo una desmayada sorpresa—. L’ao Ku dijo que te dejaba con vida. Creí que mentía para atormentarme.
—¡L’ao Ku! —fue el áspero jadeo que salió de la garganta reseca de Foster—. ¿Ha estado aquí?
—Vino cuando ya no podíamos hacer nada —murmuró Barron Kane—. Me dijo que nos dejaba con vida porque nuestros pecados eran demasiado grandes para ser castigados por la mano del hombre, Dijo que nos quería vivos para recordarnos que habíamos fracasado, y luego ser sacrificados a la apertura del Gran Huevo.
—¿Y June? —exclamó Foster, angustiado—. ¿Dónde está?
—No lo sé —respondió el viejo cansado e inválido—. Salió a buscarte “cuando asaltaron la escotilla.
—¿L’ao Ku se la ha llevado? —el súbito presentimiento aguijoneó el corazón de Foster.
—Tal vez —respondió Barron Kane—. L’ao Ku se ha ido en su avión negro. Quizá se la llevó. De lo contrario, estará... entre los cadáveres...
Foster trastabilló hacia la escalera.
—Bajaré a mirar —murmuró—. Si no la encuentro, terminaré el tubo-motor, volaré con el «Planeta» hasta el Gobi y la arrancaré de las garras de L’ao Ku.
Un desvarío terrible relampagueaba en sus ojos.
—No es posible —susurró Barron Kane—. L’ao Ku me ha dicho que sólo faltan dos días para la ruptura de la Tierra. Puede que ni siquiera vivamos hasta ese momento.
—¿Cómo? —preguntó Foster, con súbita palidez en su rostro manchado de sangre.
—Viene una ola gigante del Atlántico —le informó Barron Kane—. Ya ha alcanzado las ciudades costeras. Nueva York ha sido barrida, lo mismo que Boston y Washington. Esta noche nos alcanzará... Es un muro de agua terrible y arrasador, de treinta metros de altura.
Foster no le hizo caso. Resbaló y tropezó con el soporte de un telescopio roto; tomó apoyo con las manos lastimadas, como si le costara un terrible esfuerzo mantenerse erguido, y sus labios resecos murmuraron:
—Terminaré el tubo-motor y buscaré a June.
—Descansa, Foster —aconsejó Barron Kane—. Estás muy malherido.
Foster no le prestó atención.
—Aunque terminaras el tubo-motor, el «Planeta» no podría volar —continuó el ronco murmullo—. Me lo ha dicho L’ao Ku. Volaron con explosivos la escotilla para abrirla. Está estropeada y ya no se puede cerrar. Si saliéramos al espacio, perderíamos el aire y moriríamos.
—Debo rescatar a June —murmuró Foster débilmente.
Sus manos resbalaron por el soporte. Su delgado rostro palideció bajo la mancha de mugre y sangre y cayó pesadamente al suelo cuan largo era.
Veinte horas después, Foster bajó a cerrar la válvula.
Había recuperado parte de sus fuerzas mientras yacía inconsciente en el suelo; el dolor que palpitaba en su sien le parecía ahora más soportable. Cuando despertó se lavó las heridas y vendó las más serias. Pudo encontrar un poco de comida para él y para Barron Kane.
Antes había salido en busca de June.
—He pasado revista a todos los muertos —dijo a Barron Kane cuando regresó al puente—, y no está entre ellos.
—Entonces, debió ser conducida en el avión negro hasta el altar de L’ao Ku —murmuró el enfermo.
—Iré a buscarla —afirmó Foster con determinación invencible, pese a su terrible cansancio. Luego agregó con voz cansada que no denotaba triunfo—: El tubo-motor está terminado. Las piezas quedaron montadas antes de que llegara la multitud. He terminado las conexiones, he reparado la compuerta estanca y puesto en marcha las bombas para que la vacíen. Dentro de diez horas podremos despegar.
—Pero no podremos cerrar la escotilla —protestó Barron Kane—. Es imposible salir al espacio exterior.
—Ahora bajaré a arreglarla —afirmó Foster—. Luego iremos a por June.
—Faltaban dos días —le recordó el enfermo—. Ya ha transcurrido uno. Foster, la derrota me está matando; sólo nos queda morir...
—El agua sube —indicó Foster—. Debo apresurarme.
Bajó a cerrar la escotilla.
La ola gigante había llegado mientras él estaba inconsciente; era el maremoto que todo lo anegaba, gris y espantoso, que había inundado las ciudades costeras. Había aniquilado a la multitud triunfante en el mismo instante de su victoria, antes de que pudieran saquear la nave, y los arrastró mientras huían.
Un golpe tremendo había alcanzado el casco de acero gris del «Planeta». El oleaje tormentoso aún rompía contra el muelle de cemento donde descansaba la máquina espacial. Las verdes colinas circundantes del día anterior ya no eran sino islotes desiertos y rocosos, empapados de espuma.
La enorme compuerta de acero de la entrada había sido abierta con una carga explosiva de alta potencia. Los goznes estaban retorcidos y la cerradura rota.
Foster estudió los daños. Llegó a la conclusión de que el macizo disco de acero que constituía la compuerta no estaba demasiado dañado. Si lograba rectificar los goznes para que ajustaran y luego encontraba algún modo de sujetarla...
Buscó los talleres de a bordo y regresó a tientas provisto de martillos, llaves de tuerca y aparejos de alzamiento. Regresó para buscar una soldadora portátil. Obstinadamente decidido, se puso a calentar los gruesos goznes para enderezarlos.
Los fundamentos de hormigón temblaban constantemente a sus pies, lo mismo que temblaba toda la Tierra a intervalos de treinta minutos. Todo el planeta respondía al latido cada vez más intenso de la criatura que despertaba en su interior.
Las salvajes olas del mar se abatían interminablemente contra el muelle. El rocío empapaba a Foster y a veces apagaba sus lámparas. Las aguas enloquecidas subieron mientras trabajaba, y se sintió enfermo de terror pensando que la compuerta quedaría inundada antes de que pudiera cerrarla.
El dolor lancinante de su organismo torturado y lesionado amenazaba su vida. Foster, un pigmeo cansado y desnudo, herido, engrasado y llagado, trabajó con tenacidad mientras agotaba sus míseros esfuerzos contra las convulsiones agónicas de un gigante.
Un manto de espantosa oscuridad había cubierto el cielo y eclipsó la claridad del amanecer, que parecía carmesí bajo la nube volcánica. Llovían cenizas grises y enormes gotas de barro volcánico hirviente. Vientos abrasadores resecaban su piel y lo ahogaban con vapores sulfurosos.
Los truenos retumbaban incesantemente sobre el caos de un mundo en la agonía de la muerte; relámpagos azules acuchillaban en interminable sucesión de destellos cegadores la parte superior de la esfera, como si los cielos mismos hubiesen jurado la extinción de la humanidad.
A veces, Foster abandonaba un momento sus herramientas para observar las olas negras y rompientes, cada vez más altas. Bajo la oscuridad roja y pavorosa que borraba la distinción entre la noche y el día, entre súbitos resplandores violáceos de relámpagos, contempló las ruinas de un mundo maldito. Restos humanos flotaban cerca de él, destrozados, retorcidos, A veces se estremecía de horror ante el rostro de algún ahogado, gris, abotargado y pulposo.
En aquellos momentos le dominaba la desesperación. Se dejaba caer sobre el muelle barrido por el agua salada y observaba, impotente, la oscuridad roja y delirante del mundo en desintegración.
Pero entonces una imagen, la de June Trevor, alta y hermosa, se le representaba a punto de ser sacrificada sobre un altar ante una imagen de la Tierra, de la que surgía un monstruo obsceno. Esa imagen siempre vencía su abatimiento y resucitaba aquella decisión extraña, impersonal, aquel olvido de sí mismo que había experimentado por primera vez durante la lucha en el garaje.
Movido por el instinto de la especie, superior a cualquier móvil personal, volvía a recoger las herramientas.
Agotado, embotado por la falta de sueño, finalmente Foster regresó a la pequeña cabina del puente.
—La escotilla está cerrada —anunció con voz gruesa y débil a causa de un cansancio inexpresable—. Ahora voy a poner en marcha los motores y sabremos si el tubo-motor funciona...
Calló al ver que Barron Kane dormía. Intentó despertarle y obligarle a comer algo: naranja, un pote de caldo y galletas. Pero el frágil hombrecito no se movió. Foster descubrió que tenía fiebre, y su pulso era irregular.
—Deseaba tanto vivir para vernos ganar... —suspiró Foster—. Pero supongo que ya no despertará. De todos modos, él todavía abrigaba la esperanza...
Luego, moviéndose como un autómata por efecto de su gran cansancio, se volvió hacia los instrumentos semi-destruidos. Una ojeada a un cronómetro le produjo horror y desesperación.
Habían transcurrido veintidós horas desde que empezó a reparar la compuerta. Prácticamente había pasado el segundo día. Dentro de pocas horas llegaría... el cataclismo final.
Resbaló, aturdido, como si hubiera recibido un golpe, y cayó contra la pared.
Permaneció apoyado allí un rato, desmayado por el golpe. Sus ojos enrojecidos, embotados y casi ciegos, miraron fijamente a través de los gruesos cristales de cuarzo. El cielo era un siniestro dosel de tiniebla carmesí, rasgado por continuos relámpagos en una espantosa cascada de fuego violeta. El barro hirviente y líquido azotaba el casco de acero del «Planeta» con un tamborileo continuo que apagaba los truenos. El tempestuoso mar negro empezaba a cubrir las colinas; ahora inundaba el muelle y sus rompientes gigantescas chocaban contra el «Planeta». Salpicado de minúsculos y lastimeros fragmentos de restos humanos, su agitada y lóbrega superficie alcanzaba hasta los horizontes de la tiniebla roja y caótica.
Mientras sus ojos vacuos miraban sin ver, un nuevo temblor sacudió la máquina especial con tanta violencia que hizo trastabillar a Foster. Una segunda ola gigantesca, un tremendo muro negro de cresta gris, atronando con la increíble potencia de un Atlántico en marcha, golpeó implacablemente al «Planeta». La máquina espacial de un millón de toneladas fue alzada de su soporte y arrastrada por el mar enloquecido, como si se tratase de un simple cascarón.
El impacto sacó a Foster de su torpor. Recordó a June Trevor, y ese motivo excelso que no era algo personal sino la llamada de la especie, le reanimó.
Venciendo denodadamente la fatiga, empezó a manipular los mandos, puso en marcha los motores y los transformadores y preparó el despegue. La navegación era automática, de modo que un solo hombre podía gobernar desde el puente. Pero los asaltantes habían roto muchos instrumentos.
Mientras Foster reparaba los daños, la máquina espacial fue batida por los elementos desencadenados. Olas terribles azotaban sus flancos de acero; restos a la deriva la golpeaban. Finalmente fue levantada por otra ola, una y otra vez, hasta que Foster creyó que el casco cedería.
Pero siguió trabajando.
Cuando acabó, la nave aún derivaba. Foster dio corriente al tubo-motor mientras sus manos magulladas temblaban de angustia. Conectó toda la potencia y retrocedió... expectante...
El «Planeta» flotaba sobre el mar negro y terrible, juguete del temporal amenazador. De la tiniebla carmesí del cielo surgían relámpagos lívidos y llovían pedazos de roca volcánica. Los vientos huracanados lo arrastraban con una fuerza que competía con la del mar embravecido.
La nave era arrastrada hacia los roquedales de la montaña. Foster comprendió que el casco no soportaría otro golpe. ¿Le elevaría el tubo-motor? ¿Lo haría...?
Contuvo la respiración y apretó los dientes. Se dejó caer en una silla y sus manos laceradas se aferraron a ella. Parecía un agonizante. Sus ojos febriles y ojerosos observaban alternativamente los instrumentos y la espantosa oscuridad roja del mundo agonizante.
El «Planeta» despegó, alejándose del mar oscuro y furioso hacia la oscuridad escarlata del cielo, venciendo vientos poderosos, a través de la lluvia de barro y ceniza volcánicos, a través de nubarrones cargados de relámpagos purpúreos. A gran altura, la lluvia se convertía en un granizo ensordecedor.
Por último, la máquina espacial atravesó las nubes y Foster vio las estrellas.
Experimentó un estado de gran serenidad. Con el vuelo de la máquina espacial había surgido una especie de júbilo extático. Era un sentimiento de poder triunfante, que le elevaba muy por encima de cualquier preocupación humana.
Su gran cansancio había desaparecido. Ya no sentía la embotadora necesidad de dormir ni el molesto latido en la herida de la sien. Por unos momentos conoció la tranquilidad suprema de un dios.
Era un Nirvana sublime y fatal. Incluso había olvidado a June.
Era de noche y las estrellas brillaban ante Foster. A medida que el «Planeta» se remontaba en la atmósfera turbulenta, adquirieron un esplendor nunca visto. Ardían inmóviles y fantasmales, más brillantes que joyas, en un vacío absolutamente negro. Eran infinitamente minúsculas, infinitamente brillantes, misteriosas y eternas en el negro vacío.
Foster las contempló, transfigurado por la extraña emoción que le causaba el saber que cada una de ellas era un ser viviente.
El «Planeta» siguió elevándose, describiendo un arco amplio y rápido hacia las estrellas vivientes. Foster se sintió unido a su nave; ya no era un hombre ínfimo, sino una entidad serena y eterna, de poderío y visión celestiales.
En aquel momento, el cuerpo frágil de Barron Kane se removió inquieto en su sueño febril.
De súbito, Foster volvió a ser hombre y experimentó compasión. Nuevamente intentó despertar a su tío... pero fue en vano. Ahuecó la almohada bajo su cabeza y lo abrigó con la manta.
Regresó a los mandos. De nuevo recordaba a June y el espantoso peligro que corría. Su misión le reclamaba con más fuerza, a causa del lapso transcurrido desde que despegó hacia las estrellas. Se movía como impulsado por una energía ajena, como si él fuese un títere en manos de una voluntad colectiva, tan sublime y eterna como las estrellas imperecederas que había contemplado.
Comprendió que la situación era más desfavorable que nunca. La tormenta universal y cataclísmica que había asolado toda la Tierra quizá le impediría localizar el oasis perdido en el Gobi... a tiempo. Si lo conseguía, sería un solo hombre contra cientos. Al pensar que tal vez encontraría ya consumado el sacrificio le heló un estremecimiento de terror. A juzgar por lo que había visto, incluso era probable que el templo y sus habitantes hubieran sido alcanzados por la tormenta, el terremoto, los volcanes o las inundaciones.
Se dijo con amargura que tenía muy pocas posibilidades. La empresa era absurda. Pero aquel impulso ciego y sublime que semejaba una fuerza exterior le indujo a seguir guiando el «Planeta» por entre las nubes oscuras y agitadas que oscurecían por completo la faz del globo en desintegración.
La máquina espacial descendió a través de la terrible tiniebla carmesí, a través del furioso caos de un mundo atormentado que se desmoronaba. Los huracanes golpeaban la bola de acero, que fue bombardeada por los restos volcánicos, alcanzada por relámpagos llameantes, regada de barro hirviente.
Mirando a través de los paneles de cristal manchados de barro, Foster acabó por distinguir la superficie de la Tierra donde había estado el desierto: era un mar negro y amenazador.
El templo del culto fanático había desaparecido, y con él June Trevor... Y con la pérdida de la muchacha, carecía de sentido su vida, su lucha titánica por sobrevivir. La energía sublime que hasta ese momento le sostenía se disipó totalmente. Quedó convertido en una ruina solitaria, cansada y ojerosa. Había sido más que humano y ahora era menos: un enfermo, viejo e inútil.
June había desaparecido. Aquella idea golpeó su cerebro cansado y embotado con estas desesperadas palabras: ¡June, desaparecida! Sólo quedaban él y Barron Kane, dos hombres inútiles y sin rumbo, sin ningún motivo por el que vivir y nada que esperar salvo la muerte.
Era evidente que Barron Kane estaba muriéndose. Muy pronto Foster quedaría solo, más solo que ningún ser humano. Estaría solo en el vacío del espacio. La Tierra iba a desaparecer y no quedaría refugio para un hombre o una mujer.
¡Estaría solo bajo las estrellas vivientes y burlonas!
Ante esta idea, un terror frenético agarrotó la garganta de Foster como unos dedos helados que le estrangulasen. Sintió el terror más espantoso que nadie hubiera conocido jamás.
Enfermo de temor y temblando convulsivamente, hizo esfuerzos desesperados por despertar a Barron Kane. Sacudió el hombro encogido del hombrecito y le roció la cara con agua. Deseaba desesperadamente poder hablar con un ser humano, volver a escuchar una voz humana que no fuera la propia... aunque fuese el ronco susurro de un hombre agonizante.
Barron Kane jadeó en sueños, y un repentino temblor espasmódico agitó sus delgados miembros. Pero no despertó. Movido por honda compasión, Foster volvió a cubrir el cuerpo delgado y encogido.
Contempló de nuevo la oscuridad escarlata hendida por los relámpagos del cielo y la planicie negra y palpitante del mar que había barrido el templo secreto y la razón de su vida.
Foster vio que el mar se abría. Estaba partido como por la espada de un, titán. Entre las dos lóbregas mitades había varios kilómetros de distancia. Un golfo abismal, vertiginoso e inimaginable se abría entre ellas, y el agua negra caía a ambos lados como un millón de Niágaras.
El mundo se había partido.
Foster, suspendido en aquel oscuro y tormentoso cielo de rojo espeluznante y terrorífico, vio con espanto el nuevo abismo. Las escabrosas paredes de la corteza terrestre rota formaban un precipicio de muchos kilómetros, desmoronadas, salpicadas por los mantos oscuros de las cataratas oceánicas.
Debajo —muchos kilómetros más abajo— asomaba un terrible resplandor verde, brillante como una llama, con extrañas chispas plateadas y negras. Se movía con tremendo ímpetu. Era el cuerpo de la Tierra que luchaba en las angustias del nacimiento.
Foster lo observó, horrorizado.
Las dos mitades del mar hendido se dilataron con espantosa rapidez hasta desaparecer bajo el cielo oscuro, que cambiaba de un rojo opaco a un espantoso y agorero verde reflejado. La máquina espacial flotaba entre el manto amenazador del cielo y la brillante superficie de aquel cuerpo espantoso que luchaba por salir del interior de la Tierra.
Foster captó el nuevo peligro. Pero aquella apatía sin vida, propósitos ni esperanzas que le embargaba le impidió sentir el miedo. Nada le importaba; nada le preocupaba ahora que había perdido a June.
El viento lo alcanzó. La atmósfera, agitada por los movimientos del ser recién nacido, azotó el «Planeta» con el impacto firme y arrollador de un ciclón. Con fuerza jamás igualada por huracán alguno, empujó el globo de acero como una pelota de juguete hacia el cuerpo verde.
Los ojos azules de Foster, llenos de una agonía insoportable, miraron fríamente, sin pánico ni esperanza, el fin que se avecinaba. La vida era para él una pesadilla tan fantástica como el sino de la humanidad.
Sólo el instinto ciego de vivir le obligaba a seguir sujetando los mandos. Su mente reposaba como un espectador cansado y desinteresado, mientras sus dedos cansados y doloridos se movían automáticamente y el «Planeta» luchaba contra los elementos.
La bola de acero cayó sin resistencia hacia las fantásticas manchas del costado de aquella bestia indescriptible. Foster miraba con ojos apáticos, ajeno a todo temor, mientras sus dedos actuaban inconscientemente, aumentando la potencia del tubo-motor para luchar contra el vendaval diabólico y caprichoso.
No experimentó ningún sentimiento de triunfo cuando la máquina se alejó, no mostró júbilo cuando se elevó a través de delirantes y retorcidas masas de nubes espantosamente iluminadas de verde. Miró a través de los gruesos cristales, indiferente al pánico y a la esperanza.
Subió más allá de las nubes verdes, remontándose en la atmósfera hacia la libertad del espacio. El cielo era un globo hueco de oscuridad, atravesado por un millón de puntos multicolores de luz... cada uno de los canales era una cosa viva.
La Tierra colgaba abajo, globo enorme e hinchado, oscuro y fantásticamente manchado de verde.
Un ala se abrió paso a través de las nubes: un magnífico manto de fuego celeste, un escudo de llamas verdes, maravilloso como la aurora de la corona solar y veteado de color plata brillante. En su primer despliegue inseguro pasó cerca del «Planeta» como una amenaza letal.
Las manos de Foster alejaron a la máquina espacial y el ala terrible pasó por debajo, inofensiva. El «Planeta» siguió navegando por el espacio en su viaje sin destino.
La Tierra quedaba atrás.
De la corteza resquebrajada surgió un ser que se parecía a la criatura que había salido de la Luna. La cabeza picuda tenía una corona carmesí, y dos manchas púrpura, simétricas y redondas, que parecían unos ojos terribles. Su cuerpo de color verde llama era esbelto, ahusado y con extrañas pintas negras y plateadas. Un brillante dibujo resplandecía en sus alas, semejantes a las cortinas verdes de la aurora boreal y veteadas de un blanco cegador.
Se movió con torpeza en el vacío, como para probar sus miembros, y se limpió mediante los delgados apéndices azules que surgían de su cabeza. Luego, con un poderoso movimiento de sus alas, se alejó del Sol, hacia el vacío del espacio.
Foster vio que Mercurio y Venus, los dos planetas interiores, también habían cambiado; eran motas aladas y verduzcas que se alejaban del Sol. Y sospechó que la luz del Sol había comenzado a disminuir, virando poco a poco hacia el carmesí, hacia la oscuridad final.
—El Sol agoniza —murmuraron sus labios resecos con anormal parsimonia—. ¡Es el fin! El delirante final del universo humano...
—¿Lo ves? —Foster se sorprendió al oír el débil murmullo de Barron Kane desde su sillón de inválido—. Estamos presenciando la solución del misterio definitivo, Foster... ¡El enigma de los soles! Asistimos a la muerte del nuestro, como hemos visto nacer otros.
Foster se acercó presurosamente y alzó la cabeza de su tío sobre la almohada para que pudiera mirar. Habló de comida al enfermo, pero Barron Kane no hizo caso. El débil susurro continuó:
—Los planetas eran la simiente del Sol. A través de los milenios, bajo la radiación solar, germinó en ellos una vida extraña. Ahora el Sol morirá: su misión está cumplida. Las nuevas criaturas han salido para alimentarse de polvo estelar, para absorber radiaciones y rayos cósmicos, o quizá para consumir fragmentos de viejos soles hasta que ellas mismas sean soles, astros desarrollados, y el ciclo de su vida esté completo. Aquí tienes la respuesta a muchos de los problemas que han desconcertado a la ciencia. ¡Hemos vencido, Foster! —Había un vago tono de triunfo en su voz—. ¡Aunque hoy muramos... somos dueños de nuestro destino!
—¡Qué importa eso! —murmuró Foster, demasiado cansado e impotente como para expresar amargura—. Estamos solos... —prosiguió lentamente—. Pronto estaremos... muertos. El «Planeta» seguirá navegando, quizás eternamente. Un pequeño mundo con todo lo necesario para la vida, pero cargado de muertos... ¡Escucha!
Foster se interrumpió de repente, y un espantoso silencio reinó en la cabina, roto tan sólo por el silbido de sus respiraciones.
—¡Escucha! —un acento de locura se ocultaba en su voz—. No hay nada... Ni el menor ruido... Estamos solos, Barron; somos los últimos hombres, ¡Nunca volveremos a oír una voz humana! ¡Piensa en lo que significa no poder escuchar a otra persona! Cuando muramos...
Calló de nuevo, pues sus oídos atentos habían notado un roce de pisadas humanas.
Corrió, temblando de esperanza e incredulidad, temiendo lo peor, y bajó la escalera hasta la escotilla del puente. La abrió de golpe y vaciló, alucinado, al ver a June Trevor.
La muchacha estaba sucia, con las ropas empapadas de una sustancia negra, espesa, viscosa y chorreante; tenía el pelo embadurnado por la misma sustancia, el rostro arañado y un morado en la frente. Pero aún había belleza en su cuerpo alto y erguido, y sus ojos expresaban un júbilo naciente y luminoso.
Permanecieron un momento frente a frente.
Foster se humedeció los labios.
—¿June? —musitó—. June...
Ella se tambaleó y él se precipitó a cogerla.
—No me toques —jadeó débilmente, alejándose de Foster—. Estoy cubierta de aceite... me escondí en un depósito. Si te acercas te llenarás de aceite.
—¡Pobrecilla! —murmuró, echándose a reír.
Rodeó con su brazo los hombros sucios y la alzó. June le abrazó olvidándose del aceite. Ella también rió, temblorosa y llena de alivio.
—¡Oh, Foster! —gritó—. Estoy tan... tan... contenta de que estés aquí. Creí que era la única persona con vida. Estoy espantosamente cubierta de aceite.
—¿Cómo estás aquí? —preguntó Foster mientras la conducía a la cabina y la obligaba a sentarse a su lado—. Cuando desapareciste creímos que L’ao Ku se te había llevado... a su templo.
—¿L’ao Ku? —preguntó con sorpresa—. No, no le vi. Salí a buscarte cuando entró la multitud. Pregunté a los hombres dónde podría encontrarte. Me enviaron de un lugar a otro, hasta que llegué a las salas de máquinas. Pero no te encontré en ninguna parte.
Se apoyó alegremente contra su fuerte hombro; le había tomado inconscientemente del brazo, como si temiera verse apartada de su lado.
—Y luego, ¿qué sucedió? —preguntó Foster—. ¿Cómo te ocultaste de la multitud?
—Estaba en la sala de máquinas —prosiguió con voz cansada— y no lograba encontrarte. Hubo disparos y gritos. Los enemigos estaban matando a los maquinistas. Uno de éstos corrió hasta mí y me dijo: «Señorita, los malditos chinos han entrado, pero la esconderé donde no puedan encontrarla». Hizo que me acercara a un depósito, abrió la tapa y me hizo bajar por una escalera interior. Estaba llena de aceite... Me llegaba hasta el mentón. Luego cerró la tapa sobre mí. Esperé a oscuras. Los vapores del aceite me marearon. Estuve a punto de caer de la escalera. Oí muchos disparos y gritos. Luego... silencio. Nadie se acercó a levantar la tapa, conque intenté salir. Me sentía débil, y la tapa era tan pesada que no podía levantarla. Empujé hasta que no pude más. Entonces descansé y volví a intentarlo. Por último lo conseguí, subiendo al peldaño superior de la escalera y empujando con la espalda.
—¡Muchachita valiente! —susurró Foster y le apretó el hombro.
June se estremeció; sus ojos parecían no verle. Estaban velados por horrorosos recuerdos.
—Salí —agregó con tristeza— y todos estaban..., estaban muertos. El suelo se hallaba cubierto de sangre y cadáveres. Y el silencio... Era terrible, Foster. No se oía ni una sola voz. ¡Nada! Creí que era la única superviviente.
—¿Por qué no viniste en seguida? —le preguntó Foster—. Aquí estaba Barron.
—Lo hice —susurró—. Estaba... absolutamente inmóvil. Hablé, pero él no se movió. Supuse que estaba muerto como todos los demás. Creí que yo era la única persona con vida...
—Debes olvidarlo —le aconsejó Foster—. ¿Dónde has estado?
—Estuve buscando... —se interrumpió con un estremecimiento—, entre los cadáveres... Buscándote a ti, Foster.
El joven abrazó su cuerpo tembloroso y durante un rato la muchacha guardó silencio.
—Creí que era la... última —continuó espasmódicamente—. Creí que estaba sola..., sola entre todos los muertos. Quise buscarte para morir a tu lado juntos. Y luego... —el horror enfermizo desapareció poco a poco de su mirada y sonrió débilmente—, luego noté que la máquina se movía. Me había quedado dormida. Estaba agotada por la búsqueda y cubierta de aceite. Desperté y sentí que nos movíamos. Entonces supe que había alguien más...
Sus ojos castaños brillaron valerosamente frente a los azules de Foster, llenos de esperanza, alegría y nueva confianza. Luego los cerró y su cuerpo se relajó entre los brazos de Foster. June se había quedado dormida. Entreabrió los labios y, en sueños, sonrió cansada y débilmente.
—Esta valiente está agotada —le dijo Foster a Barron Kane—. La bajaré a su cabina para que descanse. Regresaré en seguida y te ayudaré a bajar...
—No, Foster —susurró el hombrecito—. Quiero mirar... Ver las estrellas.
Foster lo alzó un poco y acomodó su cabeza en la almohada.
—Barron, ahora la humanidad podrá seguir —afirmó—. Podemos comenzar de nuevo.
Foster tomó en brazos a la muchacha, que dormía serenamente, y se dirigió a la puerta.
—Sí, Foster —dijo el enfermo—, realmente hemos ganado.
Los serenos ojos grises del científico siguieron a Foster hasta que éste desapareció por la escalera. Luego volvió a mirar las estrellas inmóviles y espléndidas.
—Hemos ganado —volvió a susurrar—. Esperaba vivir... para ver esto. Los hombres ya no serán sabandijas expuestas a verse aplastadas por cualquier temblor casual de la bestia que los alberga. En el «Planeta» los hombres serán libres, se defenderán por sus propios medios —la frase pareció gustarle, pues la repitió—: Se defenderán por sus propios medios.
Permaneció un rato inmóvil, meditando.
—Estamos en el «Planeta» y vamos hacia un nuevo comienzo, Pero es sólo un comienzo. —Sus ojos serenos contemplaron el brillo burlón de las estrellas y murmuró—: Vosotras estáis vivas. Os debemos nuestras vidas... hemos sido parásitos de vuestra especie. Pero ya no lo somos, Empezaremos de nuevo, por nuestros propios medios.
Su voz agonizante murmuró una última profecía:
—Habrá muchos «Planetas», más grandes. La raza nueva y libre será superior a la antigua. ¡Los hijos de Foster y June conquistarán el espacio, hasta la más lejana de vosotras!
La expresión de alegría quedó fija en sus ojos, abiertos a las estrellas.
* * *
En mi opinión, el relato es válido. Lo leí por primera vez hace casi cuarenta años, y al releerlo para preparar esta antología todavía me parece emocionante, a pesar de que recordaba el desenlace. Es posible que la trama amorosa sea algo vulgar, y la actitud a lo Fu Manchú hacia los chinos ya está pasada de moda. Pero, en general, el cuento es ágil y Williamson hace plausible una de sus más delirantes ficciones.
No obstante, mientras lo leía me incomodó un poco esa escena en que los fanáticos del culto atacan el centro científico destinado a salvar parte de la raza humana. La había olvidado. Pero me pregunto si la había olvidado cuando escribí Nightfall, sólo siete años después. Aunque así fuera, seguramente la influencia de Nacido del Sol actuó de manera inconsciente, pues en Nightfall hay una escena muy parecida.
Murray Leinster —seudónimo de Will F. Jenkins— estuvo en activo más tiempo que Williamson. «Amazing Stories», de junio de 1926, el tercer número de la revista, publicó su cuento The Runaway Skyscraper, y hacía varios años que publicaba.