Los cachorros humanos de Marte
Durante toda la mañana la niebla había cubierto Washington y a mediodía, cuando se disipó, la ciudad pudo ver la extraña máquina que flotaba a pocos cientos de metros en el aire, sobre el Monumento a Washington. Nunca se había visto nave más extraña. De color dorado, parecía una inmensa quesera redonda o un tambor, aunque de tamaño monstruoso, de varios kilómetros de diámetro.
El presidente la vio desde la galería de la Casa Blanca. La gente se arremolinó en las ventanas de las oficinas y en las calles. La vieron incluso en Chevy Chase, y las amas de casa salieron a la calle y la contemplaron asombradas y aterrorizadas. Luego, al comprender que el visitante se disponía a aterrizar, dirigiéndose hacia el campo municipal de golf en Haines Point, en el Parque del Bajo Potomac, se desató una excitación delirante. Algunos automovilistas quisieron huir de la ciudad y se dirigieron al norte o cruzaron el río hasta la frontera de Virginia, aunque la mayoría siguió a la nave-tambor, acercándose a Point y dando mucho quehacer a la fuerza policial apresuradamente reforzada.
La Casa Blanca lanzó órdenes. Se ordenó al jefe de policía que desplegara sus fuerzas en los campos de golf; todas las bases militares cercanas a la ciudad fueron puestas en estado de alarma; se ordenó que despegaran aviones desde Bolling Field y las bases navales. Nadie conocía la procedencia de la nave dorada. ¿Venía en misión de paz o de guerra? ¿Había llegado de otro continente?
Ahora descendía, se posaba lentamente sobre el campo. Una abertura circular en el costado dejó ver su brillante interior, dorado como el exterior. Pero los espectadores gritaron cuando los seres del interior salieron a la luz del sol. Los que se habían agolpado junto al cordón policial intentaron retroceder, contenidos por los que estaban detrás, que también gritaban y pugnaban por alejarse.
Al principio nadie daba crédito a sus ojos. Un intrépido locutor de radio describía, provisto de un micrófono portátil, los horrores que salían de la nave. Eran seis, de doce metros de altura. Al principio los llamó octópodos, pero a la segunda ojeada descubrió que tenían diez tentáculos y no ocho, sustentando un cuerpo amorfo semejante a un saco terminado en una cabeza blanda y redonda de la que salían los tentáculos. Dicha cabeza presentaba una boca redonda y gomosa desprovista de dientes y tres ojos fijos sin párpados. Cinco de los tentáculos tenían extremidades grandes y macizas, a modo de pies, mientras las cinco restantes, que recogían junto a los cuerpos lampiños, semejaban anémonas y terminaban en pequeñas manos de diez dedos, con dos pulgares.
El color de aquellos seres era un negro mate recubierto de una capa dorada que atraía y reflejaba la luz. A diferencia de los verdaderos octópodos, sus tentáculos no tenían ventosas sino que eran lisos. El nombre de decápodos los describía bien, y el locutor corrigió su primera descripción empleando en adelante dicha palabra.
Después de descender de la nave, los horribles visitantes se detuvieron para contemplar a la multitud asustada, moviendo sus ojos sin párpados en todas direcciones, sin hacer ningún movimiento hostil contra la muchedumbre. Emitían silbidos agudos, semejantes a gorjeos de pájaros. En aquel momento descubrieron el Canal Washington, que lanzaba destellos al sol entre Point y los muelles de la ciudad.
Las seis bestias avanzaron simultáneamente hacia el agua y la gente se apiñó a su paso. El general Tasse, jefe de policía, ordenó que sus hombres acordonaran el camino, pero no fue necesario, pues los monstruos se limitaron a pasar sobre la multitud teniendo buen cuidado de no pisar a nadie, y se abrieron paso hasta el agua.
Vieron que una de las bestias alargaba un «brazo» para sumergirlo en el agua y luego, con un ruidoso chapuzón, se metía en el Canal. Las demás la siguieron. Allí juguetearon como escolares, y sus juegos a lo Gargantúa levantaron grandes oleadas que rompieron contra los muelles, meciendo a los yates anclados y echando a pique algunos botes de pequeño tamaño. Luego salieron a los muelles para hacer un pacífico paseo por la ciudad, sin causar más daño sino birlar algunos carros de fruta en la Avenida y asustar terriblemente a los automovilistas.
Una Washington perpleja les dejó pasar mientras los científicos del Smithsoniano corrían al centro de la ciudad, esperando comunicarse con ellos, averiguar de dónde venían, estudiar su ciencia; pero los monstruos, que hablaban entre sí en agudos tonos aflautados, no dieron a los científicos tiempo de alcanzarles. De un brinco superaban todos los obstáculos que aparecían en su camino. De momento parecía imposible capturarlos, pero como por lo visto estaban desarmados y sus intenciones parecían pacíficas, no se hizo nada, aunque la policía se las veía y deseaba para arreglar los colapsos de la circulación que habían provocado en todas partes.
El general Tasse, de acuerdo con las órdenes recibidas, quiso asignarles Una escolta de motociclistas para despejar el camino, pero las bestias no tuvieron en cuenta este honor, como tampoco parecían reparar en las demás cosas que les ofrecían sus desconcertados anfitriones. Daban esquinazo a la escolta cuando les llamaba la atención algo en otra calle, y dejaban que los policías los alcanzaran como pudieran.
Esto continuó durante varias horas, durante las cuales los ingenieros de la Oficina de Normas trataron de estudiar la nave vacía, trasladándose a Point en autogiros. Pero, lo mismo que los decápodos habían desafiado el saber de los biólogos, los motores de su nave desafiaron el de los ingenieros. Jamás se había visto máquina semejante, que en nada se parecía a las de la Tierra.
Por ejemplo, descubrieron un aparato de seis lados, cada uno de los cuales no era sino un mosaico de pentágonos. Otra tenía ocho, una tercera era un mosaico de triángulos y todas sus piezas tenían esa forma. Eran de color dorado como la nave misma, y transparentes. Al entrar en la nave cilíndrica los ingenieros tuvieron la sorpresa de comprobar que, si bien desde afuera no se veía el interior, desde dentro en cambio divisaban perfectamente todo lo de fuera. En resumen, la nave era un enigma fascinante.
El paseo de los decápodos duró más de tres horas, aunque, en realidad, no se alejaron demasiado. Se limitaron a recorrer la zona comercial y algunos de los edificios monumentales, moviéndose en círculo. Ahora parecían inquietos, deseosos de regresar a su nave y, volviendo sobre sus pasos, se encaminaron al monumento a Washington. Al llegar al pie de éste, uno de ellos comenzó a escalar el obelisco... por fuera.
Pocos minutos después bajó y se reunió con sus compañeros. Había localizado el emplazamiento de la nave y, guiados por él, sus cinco compañeros regresaron al campo municipal de golf, cruzando el terraplén del ferrocarril.
Es posible que la captura de ejemplares con vida de este mundo se les ocurriera como algo secundario. De improviso, una niña corrió espantada delante de ellos para reunirse con su madre. La multitud de espectadores que se había agolpado en el campo de golf prorrumpió en un grito, pues la niña no consiguió llegar hasta su madre, ¡Fue alzada por el aire, envuelta en el tentáculo del decápodo jefe!
Con la intención de salvar a la niña, el oficial McCarthy espoleó a su caballo Prince. Al momento, también él fue elevado como la niña, con caballo y todo. Pudo escapar, pero su primera reacción fue agarrarse a las crines del caballo, que coceaba, y cuando pudo erguirse en la silla estaba demasiado alto y no se atrevió a saltar...
Los ingenieros de la Oficina de Normas aún estaban sondeando los secretos de la nave, cuando descubrieron que se acercaban los monstruos. Salieron corriendo en desbandada para regresar a los autogiros. Todos menos Brett Rand y su compinche George Worth. En sus veintisiete años de vida, Brett nunca había encontrado una máquina cuyo funcionamiento no lograse desentrañar en menos de una hora. Decían de él que había echado dientes con una llave Stilson, y era verdad que cuando los demás niños rompían juguetes él ya montaba pequeños motores y los hacía «andar». Su trabajo no hacía sino empezar cuando otros ya se daban por vencidos.
Si hubiera encontrado algún cable o conductor, lo habría seguido hasta la alimentación, pero en aquellas máquinas de múltiples facetas de metal dorado y transparente no veía ningún componente conocido. De algún modo logró quitar la tapadera de una extraña máquina plana y tanteaba con destornillador experto la extraña disposición de sus piezas aunque, a decir verdad, no había ningún tornillo que pudiera ser atacado por su herramienta.
George tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para apartarlo de la máquina y hacer entrar en su mente tozuda que los decápodos estaban regresando a la nave. A Brett no le gustaba ser molestado; por eso George recibió un buen codazo en el pecho y cayó redondo. Pero se puso en pie y logró arrastrar a Brett hacia la puerta. Era demasiado tarde.
Los decápodos estaban allí, y uno de ellos entraba en la nave. No volvían con los tentáculos vacíos. Uno llevaba un caballo que daba coces y a cuya silla torcida se aferraba un guardia; otro tenía una niña como de seis años, que a su vez abrazaba contra su pecho una gatita que maullaba. Un negro de rostro ceniciento había sido atrapado por otro tentáculo, mientras que del cuarto era prisionera una matrona beligerante y rubicunda, muy almidonada y ataviada con un feo sombrero marinero, que aporreaba al monstruo con su paraguas. Las demás bestias que seguían a la primera también traían cautivos: mujeres, hombres, jóvenes, blancos y negros, sin distinción. Incluso habían capturado un fox-terrier de pelo duro.
Acorralados, los dos jóvenes no supieron qué hacer. A su espalda se hallaba la sala de motores, una gran cámara circular emplazada en el centro de la nave, adónde se llegaba por un pasillo. La rodeaban media docena de salas en forma de cuña, que formaban el contorno de la nave. Batiéndose en retirada ante los monstruos, pasaron a la sala central y luego corrieron hacia una de las cámaras más pequeñas, que estaba vacía, a excepción de unas cintas metálicas que colgaban del techo y un ancho colchón circular puesto en el suelo.
Fuera retumbaban armas de fuego; la policía y los soldados trataban de rescatar a los prisioneros y disparaban a los pies de los decápodos. Pero las balas rebotaban en su carne sin hacerles el menor daño. Los aviones sobrevolaban la nave disparando también contra ella, pero sin resultado alguno. ¡Los proyectiles simplemente rebotaban!
A través de la pared de su escondite, Brett y George vieron que los monstruos encerraban a los prisioneros en otra cámara y se volvían hacia sus máquinas. Cambiaron algunos gorjeos cuando descubrieron la tapadera levantada de la máquina donde Brett había hurgado.
Una de las bestias se volvió y descubrió a los culpables. En seguida avanzó hacia ellos.
Brett aún tenía el destornillador. No podía considerarlo un arma eficaz pero, cuando lo lanzó contra los decápodos, fue la reacción natural de un hombre acorralado. Pero el proyectil no alcanzó el ojo adónde había apuntado Brett, pues un tentáculo lo atrapó en plena trayectoria, sin que la bestia interrumpiera su avance.
—¡Cuidado! —gritó George—. Va a atacarnos con gas. ¡Cúbrete la cara...!
Pero no tenían defensa contra el vapor anaranjado que súbitamente emitió la boca de aquel ser. La sala quedó saturada y los dos hombres cayeron desvanecidos...
Al volver en sí les pareció que vivían una pesadilla. Despertando del coma artificial producido por el gas, Brett oyó una terrible detonación, luego retorció su estómago una horrible náusea... y volvió a sumirse en la inconsciencia.
Despertó con una sensación de aturdimiento, acompañada de terrible dolor de cabeza y fuertes náuseas. A su alrededor reinaba la oscuridad, una oscuridad negra y aterciopelada en la que brillaban grandes estrellas a diferentes distancias. Creyó escuchar gruñidos y gemidos a su alrededor, pero no pudo orientarse y cayó de nuevo en un sopor intermitente. Luego pudo recordar que durante las horas siguientes fue alimentado, aunque sólo con pensar en la comida se le revolvía el estómago. Pero no tuvo fuerzas para rechazar los cuidados de alguien que se inclinaba sobre él con una gran cuchara que semejaba una pala, viéndose obligado a ingerir la comida; cosa extraña, el primer bocado alivió su malestar. Aquel alimento desconocido fue a la —vez comida y bebida que apagó su sed y alivió su estómago.
Luego, después de un tiempo que no pudo precisar, la vibración del motor que había percibido a través de su sueño cesó y, en compañía de sus compañeros cautivos, fue obligado a salir de la nave. Ya despejado, entró en un extraño edificio donde monstruos iguales a los que le habían capturado lo cachearon, inspeccionaron y pincharon. Le parecía seguir oyendo los gritos de los tres que murieron bajo el escalpelo, ya que fueron sometidos a vivisección por sus inhumanos raptores.
De allí fueron trasladados a un inmenso salón donde se celebraba una junta de miles de decápodos. Estaba presidida por un estrado ancho, de tres metros de altura, frente al cual fueron llevados los cautivos.
Brett descubrió que estaba sano y salvo y se apoyó sobre un codo para mirar a su alrededor, La cámara tenía unos mil metros de diámetro, era oblonga y en ambos extremos había dos grandes puertas por donde entraban los decápodos negros. Una vez más se estremeció al verlos y luego volvió la mirada hacia sus compañeros, que también empezaban a contemplar lo que los rodeaba.
Reconoció a la matrona severamente vestida que había visto el día que fueron capturados. Aún llevaba su sombrero y el paraguas. En seguida la apodó la Matrona Militante, pues este mote le cuadraba muy bien. Cerca de ella estaba tendido un hombre maduro, de tez purpúrea y porte muy pulcro y abotonado, que incluso en aquellas circunstancias lograba mantener su pomposidad. El «Senador» parecía título adecuado para él. Una mujer de color se hallaba a poca distancia, gimiendo y suspirando mientras alzaba los ojos al cielo y murmuraba algo acerca del «juicio de Dios». A su lado aparecía un negro en ropa azul de trabajo, al que le castañeteaban los dientes.
Había otras personas: un hombre pálido de edad indefinible, que parecía un dependiente de mercería; una joven bajita, con aspecto de ama de casa y el terror pintado en el rostro; una solterona alta, delgada y seca; un joven no demasiado bien vestido, de mirada huidiza que saltaba de un lado a otro y no perdía detalle. También estaba la niña de la gatita, a la que todavía sujetaba con fuerza entre sus brazos, que miraba con ojos desorbitados. Un niño poco mayor que ella, echado en el suelo, sollozaba desesperado. No lejos de allí estaba una muchacha de diecisiete años con tacones muy altos, un vestido de seda arrugado pero elegante, un minúsculo sombrero flexible y, abrazado contra el pecho, un bolso excesivamente grande.
Había más personas, pero la inspección de Brett terminó súbitamente pues, al volverse, se halló mirando el par de ojos más azules y fríos que hubiera visto en su vida. Ella nunca habría ganado un concurso de belleza, pues sus rasgos eran demasiado irregulares y su boca en exceso ancha, pero poseía ese algo que a menudo hace destacar de la mediocridad a la mujer de aspecto corriente. De piel clara, con una cabellera castaña enmarcando el óvalo del rostro, su rasgo más destacado eran los brillantes e inteligentes ojos azules con su penetrante mirada.
—Parece..., parece que hemos llegado —murmuró la muchacha—. Por favor, ¿le molestaría pellizcarme para saber si estoy soñando o no?
Brett lanzó una ojeada a su alrededor.
—No creo que estemos soñando, aunque estos seres bien podrían salir de una pesadilla —señaló con un gesto a los monstruos que iban llenando el amplio recinto y formando en grandes círculos a medida que cada uno hallaba su lugar entre los compañeros.
—¡A mí que me pareció una gran idea preparar una disertación sobre ellos para la clase de biología! Estudio en la Universidad George Washington; es decir..., estudiaba... —se puso a comentar la muchacha.
—Y yo... —Brett comprendió de súbito que, a no ser por su ciego interés hacia las malditas máquinas, George y él no estarían allí. Se sintió culpable y buscó a George con la mirada. Precisamente se acercaba llevando en brazos al niño de ocho años.
—¿A alguien le molestaría cuidar a este niño? Llora porque echa en falta a su madre...
La muchacha de ojos azules tomó al chiquillo de los brazos de George.
—Quiero irme a casa. Quiero que venga mi mamá —gimoteó.
Al oír esto, la niña de la gatita levantó la mirada y se acercó a ellos.
—Todo está bien —le dijo al niñito—. Sólo es otra de mis pesadillas. Tengo muchísimas, pero siempre me despierto en mi camita, en casa.
Y como si esto solucionara la cuestión, atendió de nuevo a su gata, que maullaba. El niño miró a su interlocutora, protestó y luego cerró los ojos sin decir palabra. Brett y la muchacha cambiaron una mirada.
Pero ya no se podía conversar; el salón estaba lleno. Cientos y cientos de decápodos se habían sentado en apretadas hileras. De pronto, como a una señal, todos se levantaron y se volvieron hacia una de las entradas, por donde entraba un monstruo inmenso, tres metros más alto que sus congéneres.
—Debe ser el mandamás —murmuró George—. Además, trae séquito. Mire.
La pesada criatura avanzaba por entre sus súbditos, que le cedían paso, rodeada por diez seres de menor tamaño, incluso más pequeños que la mayoría de los decápodos. Al llegar al estrado el mandamás, como George lo había llamado, se encaramó sobre la plataforma, reclinándose a medias, mientras sus diez seguidores trazaban un círculo a su alrededor en posición de firmes. Un gran clamor surgió de las gargantas de sus súbditos y todas las bestias desplegaron y elevaron sus cinco brazos, No los dejaron caer hasta el término de la salutación.
Los cautivos se apiñaron nerviosamente. La moza negra se puso a rezar con voz aguda e histérica, una mujer sollozó y Brett oyó que el «Senador» declaraba:
—Van a enterarse de que no pueden tratar así a un ciudadano de los Estados Unidos...
Seis decápodos avanzaron hasta detenerse al lado del círculo que rodeaba el estrado, Uno de ellos comenzó a hablar en tonos agudos y aflautados, dirigiéndose al ser gigante del estrado. Peroró durante cerca de veinte minutos y, cuando terminó, otro ocupó su lugar.
—Parece una prueba de resistencia —le susurró Brett a George una hora después, cuando el tercer decápodo dio comienzo a su discurso.
—Me parece que esos seis monstruos son los que nos trajeron aquí. Están dando cuenta de su expedición...
—Sí, pero nuestros raptores tenían un matiz dorado. Estos son del todo negros... ¡Pero claro, George! ¡Llevaban armadura! Por eso no hicieron mella en ellos nuestras balas.
—En efecto..., ese dorado transparente...
—¿Tienes idea de dónde estamos?
—Ninguna, pero estoy seguro de que esto no es la Tierra. ¿Has notado lo ligero que se siente uno? ¿No te parece como si te hubieras quitado algunos kilos de encima? Aquí hay algo distinto. ¿Has observado que todos respiramos mucho más rápido? Sea cual fuere este mundo, es más pequeño que la Tierra. ¡Cuando pienso que yo te metí en esto!
—¡Ah! No empieces con eso, muchacho. Quizá no sea tan grave como parece. Mira, el último animal está largando su discurso. Tal vez ahora averigüemos dónde nos hallamos...
Brett levantó la mirada y vio que el sexto decápodo pronunciaba su discurso, pero no estaba preparado para lo que ocurrió después: ¡un largo tentáculo se abatió sobre los cautivos y cogió a la niñita de seis años con la gatita! Unas manos le retuvieron por ambos lados cuando hizo ademán de adelantarse para defender a la niña. Eran George y la muchacha de ojos azules.
—Espera..., quizá no le hagan daño. La están exhibiendo ante su jefe.
Brett se tranquilizó al ver que no le hacían daño a la niña. La dejaron de pie sobre el estrado, ante el inmenso monstruo sentado. Le devolvió tranquilamente la mirada, pero lanzó un grito cuando el mismo tentáculo le quitó la gatita de los brazos. No obstante, fue sólo para presentársela al jefe, pues luego la devolvió a su propietaria. La niña fue colocada de nuevo en el suelo y a continuación les tocó al policía McCarthy y a su caballo el turno de ser trasladados a la plataforma.
McCarthy estaba tratando de serenar al animal con una mano sobre su hocico, pues la bestia estaba espantada y temblaba. Lanzó un agudo relincho cuando el largo brazo lo tocó, McCarthy fue izado sobre la silla de montar, sin reparar en que lo colocaron del revés; sólo agarrándose desesperadamente a la silla logró mantenerse allí mientras él y el caballo viajaban a través del aire.
Mientras el caballo coceaba, el guardia se sentó correctamente en la silla, exhibiendo así un considerable dominio de la equitación. Pero apenas había tranquilizado al caballo, el mismo tentáculo que lo había sentado en la silla lo sacó de allí. No había terminado de ponerse en pie, cuando lo colocaron de nuevo en la silla de montar. Esta maniobra se repitió varias veces para entretener al capitoste, que reía con su voz aguda y chillona ante tal fenómeno. Al parecer, el decápodo no lograba comprender por qué se separaban el caballo y el hombre. También se alzó murmullo entre las filas de la asamblea.
Cuando la pareja regresó a su lugar, le tocó el turno a la Militante. Ésta se puso roja como una remolacha, y cuando estuvo ante el jefe le manifestó sin rodeos lo que opinaba de aquellos modales, y le explicó que ella era Hija de la Revolución Americana y por consiguiente exigía ser devuelta inmediatamente a su hogar de Virginia.
Para el caso que los monstruos le prestaron, fue como hablar con la pared. Uno de los negros fue colocado a su lado y, por la actitud del orador, los humanos comprendieron que el decápodo le hacía observar a su rey la diferencia de color entre ambos.
Así fueron izados a la plataforma todos los cautivos, para ser contemplados y luego devueltos a su lugar. Brett pensó con asco, en el contacto del tentáculo, pero cuando le llegó el turno descubrió que venía a ser como cuero viejo y muy gastado, y que su temperatura era ligeramente inferior a la humana.
La inspección concluyó y el jefe se dirigió a la asamblea y a los seis intrépidos exploradores. Luego pareció dar una orden, Seis tentáculos se movieron entre los cautivos y seis de éstos fueron tomados al azar. Luego los diez individuos del séquito eligieron a quien prefirieron, levantándolos del suelo. Otros dos decápodos fueron llamados del círculo interior que rodeaba el estrado para hacerse cargo de los dos cautivos que quedaban, y la asamblea tocó a su fin.
El rey descendió de la plataforma y salió de la cámara seguido de un secuaz que llevaba en vilo a McCarthy y su caballo; luego le siguieron los demás con sus cargas.
Al salir Brett descubrió que se hallaban en una gran plaza cubierta de arena roja, en cuyo centro había un lago artificial alimentado por un canal procedente de un «soto» de torres que rodeaba la plaza por todos lados. En lo alto se veía un sol rojizo flotando en un cielo color cobre.
Casi todas las torres eran uniformes en tamaño y altura; algunas tenían quince metros de diámetro, se alzaban cerca de ciento veinte metros en el aire y eran del mismo metal dorado que los decápodos parecían usar para todo. En la plaza, frente al gran edificio donde se hallaba el edificio de la asamblea había una segunda torre tan grande como éste, rompiendo la monotonía de la ciudad de los decápodos.
De súbito, Brett comprendió que los cautivos de la Tierra no iban a permanecer juntos, pues sus raptores tomaban distintas direcciones: algunos cruzaban la plaza, otros iban hacia el sur y otros hacia el norte. Asombrado, vio que el capitoste trepaba a la torre de donde acababan de salir... por fuera.
Una observación más detenida mostró que el monstruo trepaba por unas gruesas barras empotradas en la pared a intervalos de tres metros. Le seguía el individuo que transportaba a McCarthy y su caballo, sujetando a ambos con un tentáculo enroscado mientras empleaba los otros cuatro para subir por la original escalera.
En la pared del edificio vio aberturas redondas a intervalos de unos quince metros. En uno de estos huecos fueron entrados los cautivos. Su propia montura ya se alejaba de la torre en compañía de los dos que transportaban a la Matrona Militante y al negro alto de ropas azules que, según averiguaría más tarde, se llamaba Jeff.
Buscó a George con la mirada y descubrió que estaban cruzando la plaza. La muchacha de ojos azules ya había desaparecido, como la mayoría de los demás.
El captor de Brett se detuvo al pie de una torre no muy alejada del palacio donde habían desaparecido McCarthy y el rey, y comprendió que estaban a punto de trepar. El decápodo le tomó con más firmeza de la cintura y, aferrándose al peldaño más cercano, comenzó a subir, Brett tembló más de una vez al verse así colgado entre los cielos y la tierra, pero el monstruo le sujetaba bien y poco después entraban en la cámara más alta de la torre.
Ésta correspondía a la forma del edificio: era circular, de unos quince metros de diámetro. Sus paredes eran transparentes lo mismo que los costados de la nave espacial. Excepto algunas tiras colgantes y un grueso colchón rojo en medio del piso, la sala estaba vacía. Le intrigaron aquellas tiras colgantes, pero pronto iba a saber su utilidad.
La bestia le dejó en el suelo liso y cruzó el recinto hasta una tira que colgaba a tres metros de altura, por la cual trepó. Para los decápodos, era como una silla. Cómodamente instalada, la extraña criatura le observó... como una araña observa a una mosca, pensó el hombre.
Se puso en pie despacio, sin apartar los ojos de la bestia. Una mirada de soslayo le indicó que él estaba más cerca de la puerta por donde habían entrado. ¿Podría llegar hasta ella antes que el monstruo? Dejó caer los hombros, abatido. No podría bajar por aquella escalera inhumana. Estaba realmente en una prisión situada a cien metros por encima del suelo. Resignado, esperó el siguiente movimiento de la bestia.
¡El monstruo extendió un largo tentáculo para cogerlo... y lo lanzó al otro lado del recinto!
Aturdido, se puso lentamente en pie preguntándose qué significaría aquel juego burlón, cuando descubrió que era arrastrado por el suelo hacia donde estaba la bestia, ¡No había terminado de ponerlo de pie, cuando lo lanzó de nuevo contra la pared más lejana! Agitó los puños ante el monstruo, encolerizado, preguntándose si pensaba romperle los huesos antes de comérselo, y furioso al encontrarse tan indefenso.
De nuevo lo atrajo hacia sí arrastrándolo por toda la habitación, para luego volver a arrojarlo lejos. Pero el cuarto lanzamiento le dejó caído, lastimado y débil, a punto de desmayarse. Entonces comprendió a medias, dándose cuenta de que cada vez que el monstruo lo arrastraba, emitía un agudo silbido. Eso era lo que hacía también esta vez.
Se puso en pie para verificar su suposición. Esta vez el tentáculo no salió para traerlo mientras cojeaba hacia su amo... respondiendo a su silbido.
Comprendió. Le estaba enseñando el «¡ven aquí!», por el mismo procedimiento que él empleaba para enseñar a sus perros, aunque más brutalmente.
Se detuvo debajo de donde colgaba la bestia. Una minúscula mano bajó para palmearle la mejilla y luego, como para asegurarse de que había aprendido realmente la lección, volvió a lanzarlo... aunque con más suavidad. El hombre obedeció al silbido con más prontitud. Había aprendido.
La bestia bajó al suelo y luego se acercó al colchón, donde se sentó, tomando a Brett. Éste se halló tumbado en el suelo con el obsequio de suaves palmaditas y de un cacareo como el que emplea una gallina para indicar a sus polluelos que se coloquen bajo el ala. Inmóvil, aguardó la próxima reacción del monstruo y volvió a oír el silbido agudo, Se levantó y, al acercarse a ella, recibió otra palmadita en la mejilla. Había aprendido el «échate».
Esto fue repetido varias veces y luego, cuando se hubo convencido de que había aprendido las dos primeras lecciones, el decápodo pareció cansarse de él y lo dejó en paz. Pero Brett no quería que lo dejaran en paz. Decidió que había llegado el momento de hacerse comprender al monstruo que él también era una criatura pensante.
Registró sus bolsillos, contrariado al descubrir que no llevaba ningún lápiz. En realidad, sólo tenía un pañuelo, algunas monedas y billetes y un mechero descargado, Recordó que aquel día memorable en que los decápodos invadieron Washington había despertado tarde y salió sin meterse en los bolsillos sus accesorios de costumbre. Ni siquiera tenía cigarrillos.
Pero no importaba. Lo intentaría por otro medio. Notó que el decápodo no le miraba, sino que contemplaba el sol rojo, que en aquel momento empezaba a ponerse detrás de las torres. Se acercó y tocó un tentáculo que estaba a su alcance para llamar la atención de la bestia.
Ésta volvió la cabeza lentamente para mirarle, e incluso la inclinó mientras Brett hablaba, moviendo lentamente los labios para formar palabras que, como le constaba, no serían comprendidas. Recibió otra palmadita, pero después de esto la bestia mostró poco interés por su exhibición. Brett señaló el sol poniente y, agachándose hacia el suelo, trazó con el dedo un sol imaginario. Podía haberse ahorrado aquel esfuerzo. Al levantar de nuevo la mirada, descubrió que el monstruo se levantaba para dirigirse al umbral abierto.
Miró con desesperación mientras el monstruo se asomaba hacia fuera, y comprendió que a los ojos del mismo él era un animal inferior y no había nada que hacer. Poseedores de una inteligencia, por completo diferente de la humana, los decápodos no concebían que un terráqueo pudiera ser una entidad pensante. Sin duda el Hombre sólo era para ellos una nueva especie animal; la industria y los edificios humanos no atrajeron su atención más de lo que la vida comunitaria de las hormigas suele impresionar al hombre corriente... salvo un ligero asombro por la analogía de esa forma de vida con la suya.
Para ellos, el Hombre venía a ser como los animales que éste domestica. Probablemente la ciudad de Washington les pareció una formación de la Naturaleza, pues los edificios de la misma eran muy diferentes de sus torres.
Al ocurrírsele esto, Brett comprendió su situación y la de sus compañeros cautivos. Eran animales domésticos y nada más. Y no serían tenidos en más que los animales nativos de aquel planeta, a los cuales, como más tarde averiguaría, las bestias domaban por pasatiempo.
Era difícil de aceptar y pensó con dolor en la situación de sus compañeros, preguntándose cómo asimilarían tal descubrimiento. ¿Se someterían o intentarían luchar? Pensó en la muchacha de ojos azules y en George. ¿Comprenderían su nueva posición y sabrían adaptarse? Luego sonrió al pensar en la Matrona Militante y el pomposo Senador. Le habría gustado verlos durante el «adiestramiento».
Mientras reflexionaba, el hombre observó que la luz disminuía y empezaba a caer el crepúsculo, pintando el cielo de magníficos rojos, azules y verdes. Antes de que la cámara quedase a oscuras del todo, apareció un nuevo personaje.
Desde su puesto junto al umbral, el primer decápodo se puso a chirriar con fuerza, como excitado. Brett echó una ojeada a través de la pared transparente de la torre, y descubrió que un segundo monstruo trepaba por ella, El cuarto se llenó en seguida de estridentes silbidos. Asombrado, vio que el recién llegado daba al otro una terrible tunda en el cuerpo y los miembros.
Retrocedió creyendo que se trataba de una pelea, pero la pareja se acomodó en la estera central, muy amigablemente. Vio que el recién llegado era más voluminoso que el primero, de tentáculos más macizos, de cuerpo más grueso y de color ébano, mientras la bestia más pequeña era casi de color chocolate. ¿Sería posible que fueran macho y hembra y aquello hubiera sido un prosaico regreso a casa?
En los días siguientes supo que así era. Todas las mañanas, el macho negro abandonaba la ciudad de las torres en una nave voladora, copia reducida de la que había trasladado a Brett y a sus compañeros hasta allí, y regresaba por las tardes al cuarto de la torre.
Después de los saludos, el decápodo más pequeño, a quien Brett llamaba Señora a falta de mejor nombre, lo arrastró para exhibirlo ante su amo. Por sus agudos silbidos, Brett adivinó que le narraba los sucesos del día y que el rey le había regalado aquel animal doméstico. El Señor no parecía muy contento con tal adición a su círculo familiar, y Brett supuso que Señora discutía con él su nueva adquisición. Poco después, ambos se echaron sobre la estera, dejando a Brett en el frío suelo.
El sueño no iba a venir pronto. En primer lugar, se sentía incómodamente helado y, con la puesta del sol, el cuarto se había enfriado mucho, Además, tenía hambre y no recordaba cuándo había comido por última vez; pero aquellas consideraciones no eran tan graves como la situación en la que se hallaba.
Comprendió que ya no estaba en la Tierra; esto era evidente al entender que en ningún punto de su planeta madre habrían logrado subsistir ni desarrollar tanto su ciencia aquellos monstruos. Podía descartar el satélite de la Tierra, la Luna, por carecer de atmósfera. Además, habría aparecido en el cielo la Tierra, Venus también quedaba descartado, pues allí los rayos solares serían más cálidos que en la Tierra. Quedaba Marte o alguna de las lunas de Júpiter... suponiendo que estuvieran dentro de los confines del sistema solar.
Al considerar la distancia entre el Sol y la estrella más cercana, aproximadamente treinta y ocho millones de kilómetros, le pareció que los decápodos no podían trasladarse tan lejos, a menos que sus máquinas recorrieron el espacio a mayor velocidad que la luz.
No; todo apuntaba directamente a Marte, el planeta rojo. El sol rojo y el cielo cobrizo, la gravedad ligeramente disminuida, la tenue atmósfera, enrarecida como el aire de alta montaña, parecían indicar que estaba en Marte.
Mientras, sentado en el suelo, miraba a través del techo transparente, de la torre, tuvo pruebas categóricas de que estaba realmente en Marte, Vio una luna saliendo por el este, un pequeño globo extraordinariamente brillante, que bañaba de luz todo el paisaje y eclipsaba con su resplandor algunas estrellas. Pero eso no era todo. Luego apareció una segunda luna; pero a diferencia de la primera salió por el oeste, por donde el sol acababa de ponerse; ¡y la primera luna había salido al otro lado!
El segundo satélite era aún más brillante que el primero, pero no acababan ahí sus singularidades. ¡No se comportaba como una luna que respetara a sí misma, sino que cruzaba el cielo a toda prisa, ocultando una estrella tras otra mientras corría rápidamente hacia su cenit, adónde según el reloj de pulsera de Brett llegaría antes de dos horas!
Aunque no era astrónomo, recordaba de sus estudios universitarios lo suficiente para comprender que los dos satélites eran ni más ni menos que las lunas gemelas de Marte: Phobos y Deimos, cuyo albedo se debía a su proximidad, puesto que Deimos sólo se hallaba a 18.000 kilómetros y Phobos a 3.255 kilómetros de la superficie marciana. Comprendió que la extraña carrera de Phobos se debía a que su período era de sólo unas 7 horas, mientras que el período de revolución de Deimos era de 30 horas; en consecuencia, Phobos completaba tres revoluciones por cada rotación de Marte, su movimiento aparente y el real eran el mismo, de modo que salía por el oeste y cruzaba el cielo hacia el este para ponerse, tardando sólo once horas en pasar de un meridiano a otro.
Nuestro hombre se alegró momentáneamente de su descubrimiento, pero el entusiasmo duró poco. Marte... situado a 73.500.000 kilómetros de la Tierra... setenta y tres millones quinientos mil kilómetros de Espacio vacío...
Se tumbó en una punta de la estera, temblando de frío con sus ropas de verano, y esperó la mañana a través de la prolongada vigilia de una noche que parecía interminable.
Hacia la mañana debió dormitar, pero al salir el sol oyó que los monstruos se removían en su jergón, Allí no había abluciones matinales ni instalaciones sanitarias, aunque luego descubrió que los decápodos se lavaban fuera de casa. La hembra lo levantó del suelo, salió y empezó a bajar con él por la escalera de la torre, seguida por el macho, Era un éxodo general de todas las bestias, que salían de sus domicilios al mismo tiempo.
Los ojos inquisitivos de Brett divisaron a algunos de sus compañeros cautivos; el negro Jeff moraba en una torre frente a la suya, y cuando llegaron al suelo vio a la Matrona Militante que les precedía sobre el brazo de su achocolatada dueña. Notó que otras bestias poseían otros animales domésticos además de los humanos. Una acarreaba un bicho de piel azul, pisciforme, con cabeza chata de lenguado y largas aletas. Otra transportaba un animal de ojos expresivos y cuerpo largo, semejante a un calamar.
Entonces pensó que la vida en aquel planeta debió salir del mar. El lugar donde vivían probablemente era el lecho de un mar seco hacía mucho. Descubrió que se encaminaban al lago central de la gran plaza. A medida que llegaban, los decápodos se zambullían, nadando y chapoteando veleidosamente. Al llegar a la orilla el «ama» de Brett se zambulló, arrastrándole con ella, sin tener en cuenta que iba vestido y que el agua estaba helada. Sus ropas se empaparon en seguida, y se hundió. Su dueña creyó que no sabía nadar y lo sostuvo con un tentáculo para que no se hundiera. Poco después, Brett estaba morado y temblaba.
Mientras salían del agua, la pareja de decápodos contempló su estado. Creyendo ayudarle, el decápodo lo echó sobre la arena. Brett se quitó rápidamente la ropa y la retorció para escurrir el agua. Al parecer, su acción desconcertó a los monstruos: les pareció que se arrancaba la piel, A medida que él dejaba las prendas ellos las recogían para estudiarlas, entre animados silbidos.
Se volvió hacia el sol, pero sus pálidos rayos le indicaron que su ropa tardaría horas en secarse. Melancólicamente, se puso la camisa y luego los pantalones, húmedos y pegajosos, haciendo un lío con la ropa interior mientras metía los calcetines en los zapatos, para impedir que la piel encogiera, y se los colgaba del cuello por los cordones.
Señor habló impacientemente con Señora y Brett fue levantado una vez más. Descubrió que se dirigían al gran edificio de la plaza que estaba enfrente del Palacio Real. Entraron en el primer nivel, ya lleno de decápodos que desayunaban de pie ante un largo mostrador de seis metros de altura que rodeaba el recinto, tras el cual un grupo de aquellos seres servía comida en grandes cuencos.
Colocado sobre el mostrador entre su ama y su amo, Brett contempló la comida, una papilla espesa que exhalaba un leve olor a pescado. Con grandes palas varias veces más grandes que una cuchara humana, la pareja de decápodos se dispuso a devorar los cinco kilos de alimento que contenía cada uno de sus platos, sin ofrecer nada al hombre. Los miró hambriento mientras comían. Aunque la pitanza no tenía un aspecto muy apetitoso, seguramente era mejor que nada, Su estómago reclamaba alimento.
Luego, cuando ya desesperaba y había llegado a la conclusión de que no sería alimentado, vio que Señora soltaba su pala. Tomando a Brett lo empujó hacia el plato, donde quedaba una buena cantidad de alimento. Comprendió. ¡Le tocaba comer las sobras!
Su amor propio humano quiso sublevarse, pero el hambre venció a la repugnancia. Cogió la pala y logró llevársela hasta la boca. Reconoció el alimento que le habían dado a bordo de la nave, y que calmó tanto su hambre como su sed.
Vio en el mostrador a otros de su especie aprovechando la comida, mientras un grupo de animales nativos de aquel mundo desconocido tomaban también su desayuno, Allí estaba la Matrona Militante. La rodeaba un gran charco de agua que goteaba de sus ropas; el sombrero caía fláccido sobre su rostro, pero de algún modo conservaba parte de su dignidad mientras comía del cuenco con una cuchara de tamaño normal. Brett pensó que era exactamente la clase de persona capaz de llevar consigo semejante utensilio.
Después del desayuno, el programa consistía en despedir a Señor. En un gran espacio al aire libre adyacente a la plaza había un campo de aterrizaje, donde esperaban muchas naves como la que los había trasladado desde la Tierra, aunque más pequeñas, con capacidad para contener cómodamente a dos decápodos. La Señora estuvo allí con Brett hasta que despegó la nave de su esposo. No tenía hélices ni alas, sino que se elevó verticalmente sin medios visibles de propulsión. Brett habría dado lo poco que poseía por averiguar cuál era el principio motor.
Todas las naves se alejaron de la ciudad en la misma dirección. Luego Señora regresó a la orilla del lago, donde docenas de decápodas se reunieron con ella, Brett se alegró de ver a algunos de sus compañeros.
Después de exhibirlo ante un grupo de sus «amigas», la criatura colocó a Brett en la arena y lo vigiló para que no escapara. Pero de momento sólo le interesaba reunirse con sus compañeros cautivos, para que le contaran cómo les había ido, Tuvo una gran alegría cuando George se acercó corriendo.
Todos habían vivido la misma experiencia.
—Nos tratan como si fuéramos perros —declaró George disgustado—, como si no tuviéramos la más mínima inteligencia. ¡Y ese baño! ¡Uf! Todavía estoy medio congelado.
Cerca de allí, la Matrona Militante hablaba con el hombrecito pomposo a quien Brett apodaba el Senador. La mujer se mostraba indignada por el trato que le infligían sus raptores. Con voz meticulosa, decía lo que pensaba de aquellos seres incapaces de comprender sus auténticos valores, y se quejaba de la indigestión producida por su comida artificial así como de su estado deplorable después de la mojadura forzada. El Senador carraspeó varias veces, tratando de meter baza.
Agazapados en la arena a poca distancia, se hallaban los tres negros: Jeff, la mujer Mattie y el tercero, mulato, cuyo elegante traje de moda ahora estaba arrugado por el agua. La mujer lamentaba el «castigo del Señor». Junto al lago, observando tímidamente a los demás, se hallaba la solterona, a cuyo brazo se aferraba la estudiante de tacones absurdamente altos. Había intentado mostrarse presentable a pesar del estado de sus ropas. En las mejillas y labios llevaba carmín recién aplicado que sólo contribuía a resaltar la palidez de su rostro.
Tres hombres, un anciano corpulento que tal vez era un hombre de negocios, el indescriptible tendero y el sujeto de los ojos inquisitivos, discutían en corro y en voz baja la situación, mirando de vez en cuando a las decápodas que estaban de pie o sentadas junto al lago y vigilaban a las personas a su cargo.
No lejos de allí, sentada en la arena, estaba una joven ama de casa de rostro sonrosado en la que Brett había reparado el día anterior. Se cubría el rostro con las manos mientras los sollozos sacudían su cuerpo.
Brett nunca había visto un grupo de personas tan desalentadas. Pero lo olvidó cuando vio a la joven a quien andaba buscando. Llevaba de la mano a la niña de seis años, que abrazaba contra su pecho a la gatita mojada. Al notar su mirada, la muchacha se acercó a Brett.
—Jill está preocupada por su gata —explicó—; la pobrecita parece enferma.
La niña levantó la gata para que él la viera, y Brett tuvo que confesar que no podía hacer nada. La niña se dejó caer sentada en el suelo abrazando el animal, sin hacer caso de nada más.
Los ojos de la muchacha volvieron a encontrar la mirada de Brett. Sonrió con simpatía.
—Le ruego que disculpe mi aspecto, pero salí con prisa y no pude mandar a por mi equipaje. A propósito, me llamo Dell Wayne... —agregó.
Al principio le asombró que se tomase tan a la ligera su situación. Luego sonrió; le gustaba que una muchacha supiera reír. Comprendió que quizás allí necesitarían risas. En efecto, estaba desaseada, con una larga rotura en la falda de seda empapada de agua y un estropeado jersey de lana sobre el cual una corbata, cuyo color no era muy sólido, había dejado una mancha roja. Además, no tenía medias ni zapatos. Comprendió que él mismo, acarreando los zapatos y la ropa interior y vestido sólo con los pantalones y la camisa, no debía ser una figura demasiado atractiva.
—Está preguntándome cuándo saldrá el próximo correo para reclamar mi guardarropa, sobre todo mi traje de baño —bromeó Brett y agregó—: A propósito, mi dirección telegráfica es Brett Rand...
Ella no respondió, porque escuchaba las palabras del «Senador» y la solterona huesuda, que pasaban por allí. Oyeron que la mujer decía:
—¿No es horroroso, congresista Howell? Hará usted algo para sacarnos de aquí, ¿no es cierto? Sé que lo hará. Le decía a Cleone, una de mis alumnas, que estando el congresista Howell aquí todo acabará bien.
Él respondió:
—¡Ah, señorita Snowden! Por supuesto, por supuesto... ¡ejem!... haré lo que pueda. Me ocuparé... ¡ejem!... de que éstos... ¡ejem!... monstruos sepan quién soy yo. Los Estados Unidos no permitirán que continúe... ¡ejem!... este trato despótico. Bien, señorita... ¡ejem!... Snowden, no se preocupe. Me ocuparé de que todos nosotros... ¡ejem!... regresemos a casa antes de... ¡ejem!... de que acabe el día, Estoy... ¡ejem!... dispuesto a conferenciar con cualquier... ¡ejem!... autoridad —y se alejó.
Dell Wayne suspiró.
—¡Pobre! Supongo que va a sufrir una terrible decepción.
Brett la observaba con disimulo.
—Parece tomarse este asunto con gran serenidad, señorita Wayne.
La muchacha irguíó la cabeza.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? ¡Ah!, comprendo que estamos en una situación terrible, lejos de casa, esclavos de estos seres que no comprenden nuestra capacidad. No podremos soportar la vida que nos obligan a llevar, el frío, las zambullidas en el lago, la comida... Pero el refrán que dice «mientras hay vida hay esperanza» es acertado. Quizá logremos encontrar el modo de salir de este lío. ¿Tiene alguna idea...?
—Hay una posibilidad: conseguir una nave para regresar a casa, aunque debo admitir que, si la tuviera, no sabría qué hacer con ella. Le relató su experiencia con las máquinas de los decápodos antes de la captura.
Siguieron hablando largo rato, haciendo proyectos imposibles, hasta que se acercó George con el niño de ocho años. Les seguía un muchacho flaco que se hacía el remolón, observando al grupo mientras esperaba con ansiedad que repararan en él y le aceptaran.
—¿No se podría hacer algo por este chico? —preguntó George—. Tiene fiebre...
Dell se hizo cargo del niño y sacó un pañuelo.
—Está ardiendo. Por favor, humedezca este pañuelo.
El adolescente, que se llamaba Forrest Adam, corrió a cumplir con lo pedido. Pero aparte de refrescar el rostro ardiente del niño, no pudieron hacer nada por él. La criatura lloraba y llamaba a su madre.
La mujer que antes estaba sentada en la arena sollozando, se acercó.
—Permítame —intervino—. Tiene la edad de mi pequeño Jacky, que quedó en casa. Nos consolaremos mutuamente.
Pero mientras tomaba al niño de manos de Dell, la bestia propietaria de aquél se acercó para arrancarlo de sus brazos y llevárselo.
Las otras decápodas se llevaron a las personas a su cargo, y Brett apenas tuvo tiempo para despedirse de Dell y George antes de ser levantado y llevado «a casa».
Una vez en el cuarto de la torre, la Señora revisó las ropas empapadas de Brett y, sin molestarse en pedirle permiso, lo desnudó por completo. El hombre intentó rechazarla, pero la monstruo no hizo caso de su forcejeo. Cuando sus manecitas de dos pulgares lucharon con los botones, él la ayudó, prefiriendo esto a que los arrancara.
Cuando las prendas estuvieron secas le vistió de nuevo. Algunas trataba de ponérselas del revés, pero él la corrigió. Apenas había acabado de vestirlo, lo desnudó otra vez, como un niño con un juguete nuevo.
Resignado, el hombre dejó que le vistiera y desvistiera hasta que la decápoda se cansó del juego; cuando se echó sobre el jergón para dormir la siesta, Brett pensó que haría lo mismo. Pero no podía dormir. Su mente estaba demasiado llena de preocupaciones. Lo mismo que Dell, comprendía que era preciso hacer algo en seguida; de lo contrario, todos los prisioneros de los decápodos morirían. Era culpa suya que George estuviera allí pero, aunque intentó disculparse por haber metido a su camarada en aquel lío, George le hizo callar en seguida. Aunque sólo fuera por George, tenía que hacer algo... y también estaban los demás. Su mente ya empezaba a forjar un plan, pero aún no lo tenía bastante claro.
Transcurrieron varios días, y siempre bajo la misma rutina del primero: desde la mojadura obligada en el lago, la comida, y la despedida del amo junto a su máquina voladora, pasando por la hora de reunión con los compañeros cautivos a orillas del lago, hasta regresar a las torres para aguardar el regreso nocturno del Señor.
El segundo día aparecieron McCarthy y su caballo, así como el fox-terrier de pelo duro, y Brett conoció al resto de los terráqueos: el hombre inquisitivo resultó ser periodista; el hombre de negocios se llamaba Thomas Moore; Hal Kent no era tendero sino empleado gubernamental; Cleone era la universitaria que se había hecho inseparable de la delgada señorita Snowden.
Lo único que preocupaba de McCarthy era su caballo. Evidentemente estaba agonizando, pues no podía digerir la comida de los decápodos. El adolescente era, tal vez, la única persona feliz de todo el grupo, Le confesó a Brett que, pese a ser lector asiduo de todos los relatos pseudo-científicos que caían en sus manos, jamás había soñado con participar realmente en una aventura semejante. ¡Estaba seguro de que vendrían a rescatarlos!
Jerry Ware, el periodista, se mostraba casi alegre y sólo pensaba en el gran reportaje que iba a escribir cuando regresaran «a casa».
Brett comprendía cada vez con más claridad que el regreso debía producirse. Las condiciones en que vivían se reflejaban en la mayoría de ellos. El niño Tad, estaba muy enfermo; Jill tenía fiebre y todos se quejaban de indigestión, dolor de cabeza, náuseas y resfriados. Ninguno de ellos estaba ni medianamente cómodo, mal vestidos como se hallaban y con las ropas mojadas todos los días, mientras de noche estaban expuestos a temperaturas próximas al punto de congelación. El que la gatita y el caballo, junto con los niños más pequeños, fueran los primeros en enfermar, indicaba que la comida era demasiado pesada para su constitución; pronto enfermarían también los adultos.
En vista de ello, el tercer día Brett expuso a quienes quisieron escucharle la necesidad de hacer ejercicios vigorosos, para contrarrestar el efecto nocivo de la alimentación. Los miembros más jóvenes del grupo estuvieron de acuerdo, pero los demás, dirigidos por la Matrona Militante, que en realidad era la señora de Joshua White-Smythe, tenían otros planes. Ella los explicó así:
—Seguiremos el canal hasta salir de aquí... y, si es necesario, volveremos andando a casa. El canal debe conducir a un río, y los ríos siempre conducen al mar.
Brett la escuchó y formuló sus objeciones:
—Por Dios, ¿no comprenden que no estamos sobre la Tierra? ¿Que no es posible «regresar caminando a casa»?
Hubo un momento de tensión y luego la señora White-Smythe le lanzó una mirada desdeñosa.
—Ahora querrá hacernos creer que estamos en la Luna. ¡Vaya necedad! ¡Como si alguien pudiera vivir en la Luna... o en las estrellas!
—Sospecho que nos hallamos en un lugar mucho más lejano que la Luna, Señora. La Tierra está lo bastante lejos para asemejarse a una estrella desde aquí.
Brett estaba seguro de haber distinguido la Tierra entre los cuerpos celestes, la noche anterior.
El congresista Howell se burló de sus palabras.
—¡Claro que estamos en la Tierra! Yo sé que estamos en la Tierra. ¡Nos hallamos en el desierto de Gobi!
—Por supuesto. ¿No es el lugar donde los sabios hallaron unos huesos grandes y los llamaron huesos de dinosaurios? —espetó la señorita Snowden.
—Pues esos bichos no tienen huesos... ¡hum!... al menos, al tacto no parece que los tengan —intervino Cleone.
—Ahora va a decirnos que estamos en Marte... —le reprendió Howell.
—¡Estamos en Marte!
—¡Marte! —cayó como una granada.
Dell, que llevaba a Jill en brazos, se acercó a Brett.
—¿Está seguro?
—¡Caramba! ¡Lo sabía! —exclamó el joven Forrest—. Esas lunas son Phobos y Deimos, ¿no es así, señor Rand?
Evidentemente, había asimilado bien sus lecturas.
Brett explicó los motivos de su afirmación, aduciendo la gravedad disminuida, el color rojo mate de la atmósfera, la escasa intensidad de los rayos solares, la presencia de las lunas gemelas incluso en el cielo diurno.
George asintió.
—Parece lógico, Brett. Yo mismo he considerado estas posibilidades, pero oye... los científicos afirman que en Marte no hay oxígeno suficiente para la vida humana, Este aire está enrarecido, pero se puede respirar...
Brett convino en ello.
—También lo he pensado, y creo que esta ciudad se halla en una hondonada de la superficie. Desde mi torre diviso en el horizonte una línea de acantilados, que podría ser, o una cadena montañosa, o el límite de esa hondonada. De ser cierto esto último, estamos en algún antiguo lecho marino. Esto explicaría por qué los astrónomos no detectaron oxígeno en la atmósfera. ¡Porque se halla debajo de la superficie!
—¡Caray! Parece lógico.
—Usted sabe que los astrónomos han observado algunas «áreas pantanosas» que muestran cambios estacionales —intervino Forrest—. Por lo general, las localizan al extremo de un canal. Supongo que estamos en una de esas áreas, ¿no?
—Es probable.
—Sí, Brett, pero ¿dónde están esos cambios estacionales? Los observadores han visto zonas verdes después del derretimiento de las cumbres nevadas.
—Supongo que estamos en la estación seca, Esta mañana he tropezado con unas raíces secas. No me sorprendería enterarme de que, en determinadas estaciones, crece aquí algún tipo de vegetación...
—¡Alabado sea el Señor! Ojalá ocurra pronto; Prince y yo necesitamos verduras —dijo McCarthy.
De súbito oyeron un sollozo. Era la señora Burton, la joven ama de casa que mecía a Tad entre sus brazos.
—Si lo que dicen es verdad —balbució entre sollozos—, entonces... nunca volveré a ver a mi John ni a mi pequeño Jacky...
Cleone exclamó con voz lacrimosa:
—¡Ay! No volveré a desobedecer a mamá. Ella dijo que no me acercara a esa nave horrorosa. ¡Ay! ¡Me gustaría estar muerta!
—¡El Señor nos ha castigado!
Nadie observó que Howell y la señora White-Smythe, seguidos por la señorita Snowden, Moore, Kent y el mulato Harris, se estaban alejando, Ni siquiera sus amas les echaron en falta mientras avanzaban lentamente por la orilla del lago hacia el lugar donde desembocaba en éste el canal.
—Tú nos salvarás, ¿no es cierto, Brett? —preguntó Dell—. ¿Conseguirás una nave y nos llevarás a casa antes de que sea demasiado tarde...?
Contempló a Jill, cobijada entre sus brazos y vio que corría una lágrima por su mejilla. Brett notó un ligero acento histérico en su voz.
Apartó a George para explicarle su plan.
—No he estado ocioso. He jugado con ese gran bruto mío; salto sobre él cuando regresa a casa por la noche, doy volteretas..., hago cuanto puedo para que repare en mí...
—Es una buena idea y, sin embargo...
—Ya sé que hay muchísimas objeciones. Pero es mejor que no tener ningún plan...
—Claro que sí, Brett, Yo haré lo mismo, y quizás uno de los dos lo consiga.
Cuando su dueño regresó a casa aquella noche, Brett, tal como había dicho, se precipitó hacia el monstruo para que éste reparara en él. Había descubierto que la tesitura de su voz se hallaba por debajo del umbral auditivo del decápodo; esto explicaba en parte el que los terráqueos no fuesen reconocidos por las bestias como seres inteligentes. Por mucho que gritase, ellas no le oían, como tampoco oían sus movimientos durante la noche, Al mismo tiempo las voces de los monstruos alcanzaban la banda de los ultrasonidos, pues su tono más bajo equivalía a un «re» o un «mi» sobreagudos. A veces veía moverse sus bocas sin oír sus voces; la del macho era más aguda que la de la hembra.
El único medio para llamar la atención era hacer piruetas o dar un gran «alto, aprovechando la menor gravedad, para aterrizar entre los tentáculos de su amo. La bestia parecía complacida con estas atenciones. El cuarto día se dignó dar a Brett una paletada de comida de su plato.
Aquella misma noche, Brett recibió un nuevo adorno. Se trataba de un grueso cinto de metal, donde se sujetaba un cable metálico de doce metros. Había visto a uno de los animales pisciformes llevando un cinto y una correa semejantes. Le desagradó el dudoso obsequio, sin saber que más adelante iba a constituir su salvación.
A medianoche se sintió espantosamente enfermo. Tenía calambres y un intenso dolor de cabeza. Como la mayoría de sus compañeros, sufría una fuerte gripe, empeorada por el baño de la mañana siguiente.
Y para empeorar las cosas, al salir del comedor la Señora utilizó la correa, atándole el cinto antes de dejarle en el suelo. Tuvo que correr a toda velocidad para seguir el paso de ella. Al llegar al «aeropuerto» inspeccionó la hebilla, pero era tan complicada que no pudo abrirla. Esto le contrarió pues había pensado seguir al amo y hacerle comprender que quería pasar el día con él. Pero la correa se lo impidió.
Por eso fue el más desalentado de los que se reunieron aquel día junto a la orilla del lago. Contempló a sus compañeros, sucios y enfermos, dándose cuenta de que iban por mal camino. Luego se sorprendió y casi se echó a reír. ¡La Matrona Militante exhibía un ojo amoratado!
Al fijarse mejor, observó que durante las pasadas veinticuatro horas debía haber recibido una soberana paliza. Su rostro mostraba otras heridas además del ojo amoratado, y tenía las ropas casi destrozadas. Además, cojeaba...
Pero no era la única que parecía haber soportado malos tratos. Aunque no tenía el ojo amoratado el congresista tenía tan mal aspecto como ella; había perdido todo su empaque y tenía el rostro magullado. La pernera de su pantalón estaba rasgada desde la rodilla hasta los bajos.
Brett miró a su alrededor y descubrió a otros en el mismo estado lamentable. La señorita Snowden, Moore, Kent y Harris también estaban harapientos y lastimados. Y todos parecían bastante avergonzados.
Le contaron lo sucedido el día anterior, cuando los seis se alejaron de sus compañeros, decididos a buscar el camino de regreso a la civilización. Por lo visto habían avanzado bastante a lo largo del canal. Llegados a una sección más ancha del mismo, después de dejar atrás las torres, se vieron cercados por unos decápodos desconocidos.
Al principio, los curiosos monstruos se contentaron con palparlos y pellizcarlos. Luego uno de ellos levantó a Kent, y se lo pasaron de uno a otro, Lo mismo les ocurrió a los demás humanos, pese a su resistencia. Después hubo una pelea entre los monstruos, cada vez más numerosos, pues los alejados protestaban por lo que tardaban sus compañeros en dejarles ver aquellas curiosidades. Se disputaron a los terráqueos y fue un milagro que ninguno de éstos resultase despedazado. Les salvó la oportuna intervención de una patrulla de decápodos que esgrimían barras de metal a modo de cachiporras. Fueron trasladados a una torre maciza y entregados a quienes, al parecer, eran autoridades que les examinaron de cabo a rabo. Por último fueron devueltos a sus amas, muy escarmentados por la experiencia.
Así terminó la primera tentativa de evasión.
Howell se mantuvo lejos de los demás durante el resto de la mañana pero, al captar la mirada de Brett, le hizo seña de que se acercara y dijo:
—Joven, no creo en... ¡ejem!... en esa historia suya de que estamos en Marte... pero... ¡ejem!... usted me parece un hombre digno de confianza. Oí que hacía planes con su joven amigo. Escúcheme ahora. Usted... ¡ejem!... si me saca de aquí, le pagaré muy bien... digamos diez mil dólares. No... quince... veinte, lo que usted pida. Sálveme. Estoy enfermo... me moriré si no me atiende un médico... ¡Por amor de Dios, lléveme a casa!...
Brett le escuchó con paciencia, aunque a cada palabra aumentaba su repugnancia, y logró dominar su voz cuando preguntó:
—¿Y los demás, congresista...?
El hombre fingió toser un instante y luego dijo:
—¿Los demás? Que se las arreglen como puedan. Al fin y al cabo, yo soy necesario en Washington, he de cumplir mi deber. Los dos solos tenemos más posibilidades... mientras que...
Si aquel hombre hubiera sido más joven, Brett le habría dado un puñetazo. Como sabía que no podía responder de sí mismo cuando se desataba, giró sobre sus talones después de lanzarle una severísima mirada. Fue la primera y la última vez que Howell se acercó a él, aunque más tarde llamó aparte a George, El joven, sin embargo, lo despidió sin contemplaciones, y luego le narró la conversación a Brett.
—¡El muy marrano! Menos mal que no hay más de su calaña entre nosotros. Hombres como él son los que...
Brett desoyó sus comentarios.
—Olvídalo. Oye: hemos de hacer algo, ¿comprendes? Estamos todos enfermos, decaídos. Es preciso hacer ejercicio para contrarrestar los efectos de la alimentación y de las condiciones que existen aquí. Mira a tu alrededor, a ver si puedes hacer algo.
—Entiendo. El niño Tad no ha aparecido esta mañana. Sospechamos que está muerto. Y la pequeña Jill ha empeorado. La muerte de su gatita, que ocurrió anoche, no ha servido de ayuda que digamos.
La propuesta de Brett fue recibida con división de opiniones. Howell se negó en redondo a unirse al grupo; los negros gruñeron y se negaron a realizar ningún esfuerzo. Estos tres formaron corro alrededor de Mattie, cuya voz aguda e histérica dominaba la reunión. Cosa curiosa, fue la Matrona Militante quien mejor acogió la idea, organizó el grupo, animó a los rezagados y dirigió los ejercicios gimnásticos. Era lo que necesitaba para sentirse a sus anchas. Brett se sonrió para sus adentros. Seguro que el alcalde y las demás «fuerzas vivas» de su ciudad natal andaban muy derechos cuando ella estaba por allí.
Al día siguiente, la suerte acompañó a Brett. Saltó tirando de la correa, para que el amo comprendiera que deseaba acompañarlo ese día a la oficina. La hebilla se abrió casualmente liberándolo. En seguida comprendió su oportunidad. Sin reparar en su dueña, corrió detrás del macho, que estaba a punto de subir a la nave. Con un salto volador, cayó sobre un tentáculo de la bestia y se sujetó con firmeza.
Señor se detuvo. Señora se acercó a toda prisa e intentó coger al hombre. Brett se aferró al macho, negándose a ser arrancado de allí. La pareja discutió con agudos silbidos. La hembra no parecía dispuesta a ceder su juguete, pero el cuidadoso plan de Brett parecía a punto de dar resultado. El macho titubeó.
Luego, disgustado por una palabra de Señora, se lo entregó. Brett chilló con todas sus fuerzas y clavó sus dedos en el tentáculo correoso, que era su modo de negarse a ser sacado de allí. La Señora lo miró largo rato; parecía un reproche, pero no le importó. Luego ella le dijo a Señor algo que por lo visto le hizo gracia, ¡y se alejó sin hacer más caso de Brett!
Latiéndole el corazón, se dejó llevar por el brazo de su amo. Entraron en la máquina que esperaba. Tenía dos compartimientos: en el primero estaban los mandos y dos extraños motores; en el segundo no había nada, excepto una estera y algunas tiras colgantes. En la parte superior de la sala de mandos había una enorme placa cubierta de cuadrantes, palancas y pulsadores. Cerca de ella colgaba una serie de tiras, donde se acomodó el amo.
Sentado en un tentáculo de la bestia, el hombre observó atentamente cómo manejaba ella los mandos. Con un tentáculo bajó una palanca octagonal, y con otro, en rápida sucesión, tres perillas de formas distintas. Cuando tocó la palanca, hubo un tremendo rugido; la aceleración fue tan intensa que Brett se desmayó.
Pero en seguida se recuperó, pues cuando volvió en sí aún no se habían llevado mucho sobre el suelo arenoso. Indiferente al empuje ascensional, la bestia movió una larga barra roja que, al dejarla en libertad, se puso a oscilar espasmódicamente y así continuó durante todo el viaje.
Como la nave era de metal transparente y dorado como todo lo que construían los decápodos, Brett pudo mirar en todas direcciones. Vio que se elevaban unos trescientos metros sobre la ciudad de las torres, alejándose de ella en línea recta. La ciudad era un conjunto de torres dividido por dos canales, con varias plazas y alguna torre descomunal que descollaba de sus compañeras. Brett descubrió que se hallaba en una profunda depresión de la superficie del planeta, confirmando su hipótesis. La rodeaban grandes laderas oscuras.
Seguían uno de los canales, y cuando dejaron atrás la zona urbana vio unas franjas cultivadas, de brillante color verde artificial. Algunos monstruos jardineros cuidaban de las plantas, manteniendo un caudal constante del agua en las acequias del canal.
Abandonaron el canal en un punto donde describía una gran curva, y sobrevolaron los límites del valle hacia una comarca que no era sino arena, dunas silenciosas, ya quietas, ya agitadas por remolinos. Poco después vio una segunda ciudad emplazada junto a otro canal. En ella las torres tenían el doble de perímetro que las que él conocía, pero eran mucho más bajas: ninguna medía más de veinticinco metros. También aparecían otras estructuras de forma extraña. Unas eran altas y delgadas, otras bajas y chatas, o bien poligonales. Había edificios en forma de cono invertido, apuntalados con vigas entrecruzadas. Un humo verde de peligroso aspecto salía de aquellos edificios, indicando que los decápodos preferían instalar sus fábricas lejos de sus ciudades residenciales.
Entre aquellas estructuras se abrían anchas plazas donde se estacionaban o aterrizaban muchas máquinas voladoras, llegadas de la ciudad de las torres así como de otras muchas direcciones. Después de aterrizar, los pilotos entraban en una u otra de las fábricas.
Comprendiendo que iban a aterrizar, Brett se aferró con fuerza al robusto tentáculo de Señor, a fin de observar la maniobra. Un gesto detuvo la barra oscilante, las tres perillas retornaron a su posición original y la nave bajó ligera como una pluma.
Entraron en un edificio redondo que hervía de actividad. Los monstruos se movían entre máquinas extrañas que lo atestaban todo. En una larga estancia había un mostrador alto, hacia donde se dirigió el amo. Después de escalar su «silla» colgante, dejó a Brett en un rincón vacío del mostrador, empujándolo para indicarle que debía quedarse allí.
En una ancha placa que tenía delante había una serie de barras, perillas de forma extraña y teclas planas o redondas; el amo se puso a trabajar sin perder tiempo, pulsando teclas y girando perillas. Unas veces trabajaba con las cinco manos, y otras sólo con una, Brett ignoraba para qué servía aquello, pero como el decápodo se volvía, de vez en cuando, hacia las máquinas rugientes, llegó a la conclusión de que aquel cuadro de mandos guardaba alguna relación con ellas. ¡Si hubiera podido hacer preguntas!
El monótono espectáculo adormeció al hombre. Horas después despertó al notar un contacto. Les rodeaban varios maquinistas y las máquinas estaban paradas. Brett fue colocado en el suelo y el amo le ordenó a silbidos que «saltara». Esto significaba dar volteretas sobre las manos, tumbos, grandes saltos en el aire, saltos mortales y otras destrezas, Brett siempre se había envanecido de su dominio muscular, y la gravedad de Marte le permitía realizar hazañas que no habría logrado en su planeta. Luego fue levantado y pasó de tentáculo en tentáculo, que palparon su piel, su cabello y sus ropas.
Lo dejaron de nuevo en la tarima, volvieron a ponerse en marcha las máquinas, y durante varias horas Señor trabajó silenciosa y eficientemente. Brett se preguntó en qué consistiría su actividad, pero no halló nada que le permitiera deducirlo. En la sala no había otra cosa sino máquinas. Por último, éstas se detuvieron y hubo un éxodo general. La jornada había concluido.
El hombre fue blanco de todas las miradas, y tuvo que exhibirse una vez más ante los compañeros de su amo. Esta vez, cuando subieron a la máquina voladora, estaba preparado para el despegue y logró no perder el sentido mientras se fijaba en todo cuanto hacía el piloto, grabando en su memoria las operaciones.
Se sintió satisfecho de lo que había logrado. Era el primer paso de la huida. Pero comprendió que no sería tan fácil como esperaba. Aún desconocía si la nave y su sistema de propulsión iban a servir en el espacio. Además, tenía una sola escotilla de solidez hermética. Desconocía también cómo podrían manejar aquellos mandos gigantes él y sus compañeros. Sin duda, se podría llegar a ellos desde las tiras colgantes pero, ¿serían suficientes los músculos terráqueos para moverlos?
La mañana siguiente, los compañeros se apiñaron a su alrededor. Habían deducido que su ausencia del día anterior guardaba relación con su plan de fuga, Narró todo lo que había visto, pero sólo confesó a George sus temores.
—No sabemos nada de la maquinaria, ni siquiera qué clase de combustible utiliza la nave. No aseguro que tenga autonomía espacial.
—¿No viste nada semejante a depósitos de combustible?
—No. Sospecho que funciona con energía acumulada, o tomada de los rayos solares o cósmicos.
—¡Uf! ¡Qué problema! Mira, salgamos esta noche y echemos un vistazo a las naves, un buen vistazo. Ya no podemos esperar mucho. Jill murió ayer en brazos de Dell, Ella está bastante mal. La señora White-Smythe se desmayó y nos costó hacer que se recobrase; hay otros enfermos...
Mientras hablaba, George se dobló víctima de un calambre que le arrancó una mueca de dolor y le obligó a apoyarse en Brett para no caer.
—Sí, veo que todos estamos bastante mal. ¿Tienes muchos espasmos, George?
—¡Bah! Estoy bien, más o menos. Sí; hay que salir de aquí...
—Me pregunto cómo saldremos de las torres. ¿Nos dejaremos caer de peldaño en peldaño? Tú y yo podríamos hacerlo pero, ¿y los demás... las mujeres...?
—Lo he resuelto, Brett. Como ves, la mayoría andamos con correa. Haremos esto... —George explicó su idea.
Se citaron para una hora después de anochecer, a la salida de Deimos.
A Brett le pareció que sus amos tardaban más que nunca en acostarse. Por último, sus respiraciones tranquilas le indicaron que todo estaba saliendo bien, Se dirigió hacia la ventana andando de puntillas, más por costumbre que por necesidad, puesto que ellos no podían oírle. Deimos se alzaba en el horizonte, pero la hondonada aún estaba en sombras.
Cogió el largo cable de su correa y contempló la escalera. Por fortuna, uno de los peldaños se hallaba a un metro y medio. Era ancho y redondo, sobresalía unos sesenta centímetros de la pared y terminaba en un grueso pomo.
Descolgándose de la abertura, buscó con los pies el escalón y luego se deslizó silenciosamente hasta quedar a horcajadas sobre la barra. Sacó el cable que sujetaba con una mano y lo enrolló de modo que los dos extremos colgaran varios palmos por debajo del escalón siguiente. Tomó con ambas manos el cable y se descolgó a lo largo del mismo.
Animado al comprobar que era empresa fácil, continuó hasta sentir el suelo bajo sus pies. Se detuvo a escuchar unos instantes, por si su descenso había despertado a algún vecino. Pero los decápodos dormían profundamente y nada turbaba la paz de la noche. Enrolló el cable y corrió al lugar de la cita.
George llegó al campo de aterrizaje antes que él, porque su torre se hallaba más cerca. Contemplaba una de las máquinas voladoras a la luz de la luna.
—Tenías razón —le dijo a Brett—; estas máquinas no llevan ninguna clase de depósitos. Pero mira, ¿qué opinas de esto?
Le indicó una red de alambre empotrada en el casco transparente de la nave dorada, A la luz del sol habría resultado invisible, pero los rayos de la luna resplandecían sobre ellos, plateándolos.
—¡Una antena! Debe servir para recibir energía del éter. No sabemos si se trata de rayos artificiales o cósmicos. Puede que no lo sepamos jamás, pero yo diría que serán rayos solares o cósmicos... pues no podrían transmitir un rayo desde aquí hasta la Tierra. Desde luego averiguaríamos más si hallásemos la gran nave que nos trajo aquí.
—¿Qué tal si probamos ésta? Así sabremos si somos capaces de manejarla.
Brett lo pensó un poco antes de responder. De súbito, advirtieron que no estaban solos. Al otro lado de la plaza se alzaba la silueta de un inmenso decápodo, que llevaba una larga barra metálica.
—Un vigilante nocturno... —murmuró George.
Por fortuna la bestia no los vio, pues miraba en dirección opuesta, Apresuradamente, se ocultaron detrás de las máquinas, conteniendo la respiración hasta que el guardia desapareció entre las torres.
—¡Caray! ¡Poco nos ha faltado! ¿A qué temen esos seres? ¡No tienen nada que se pueda robar!
—No lo sé, por lo mismo que no podemos explicarnos muchas cosas sobre ellos. Supongo que esto descarta la posibilidad de probar la nave. No es cuestión de permitir que nos descubran. Tendremos que hacer el intento en masse y correr con el riesgo...
Entraron en una de las naves para estudiar los mandos, pero no vieron conexiones entre éstos y los motores. Estaban tan desconcertados como al principio.
La palidez de las estrellas al este les indicó que estaba a punto de amanecer. Se separaron y corrieron a sus respectivas torres. Por el camino, Brett estuvo a punto de tropezarse con un segundo guardián que andaba por entre los edificios. La suerte volvió a favorecerle y no fue visto, Cuando llegó al pie de su torre, Brett se vio ante la tremenda tarea de trepar por la pared lisa.
Después de tomar carrerilla, logró encaramarse al primer peldaño. Desde allí, la ascensión consistió en un ejercicio agotador de ponerse en pie sobre cada barra y lanzar el cable para enlazar la siguiente. El sol despuntaba ya cuando puso pie en la cámara. Pocos minutos después, las bestias comenzaron a despertar.
Aquella misma mañana, Brett comunicó a sus compañeros los detalles del plan que él y George habían preparado cuidadosamente. Al mirar a su alrededor comprendió que no había tiempo que perder. Todos estaban pálidos, patéticamente delgados. Todos padecían tos, estornudaban y respiraban con dificultad. Algunos se apretaban el pecho cuando les asaltaban los ataques de tos. A todos les enfermaba el alimento artificial que les daban sus raptores. Hasta Dell, que nunca se quejaba, tenía el rostro enfermizo y pálido, de ojos azules demasiado grandes y brillantes. Sólo Jock, el perrito, parecía encontrarse muy bien; todos los días saludaba con júbilo a sus nuevos amigos.
—No voy a ocultarles nada —explicó Brett—. Tenemos una posibilidad entre mil de regresar a casa. En primer lugar puede que estas máquinas voladoras no cierren herméticamente y que nos asfixiemos al salir al espacio. Ni siquiera sabemos cuánto durará el aire no renovado pero, de todos modos, no será mucho. En segundo lugar, hemos de correr un riesgo en cuanto al combustible. Además, no sabemos si una vez en el Espacio lograremos encontrar la Madre Tierra. Desconocemos la navegación espacial, y ninguno de nosotros es astrónomo. Quizá nos alejemos de la Tierra y caigamos hacia el Sol. De hecho, sospecho que la de una probabilidad entre mil es una previsión optimista... Pero, de todos modos, sabemos que si nos quedamos aquí más tiempo, ninguno podrá contarlo. Que cada uno lo decida por sí mismo. Quien venga, debe hacerlo voluntariamente...
No supo si fue porque «la esperanza es lo último que se pierde», o por valor fatalista, pero todos dieron su consentimiento unánime. Entre los reunidos no hubo ni una sola negativa. Incluso Mattie, que todo el tiempo había insistido en que aquello era el «juicio de Dios», halló fuerzas para lanzar un salvaje aleluya.
Cada miembro del grupo recibió instrucciones. Brett les explicó que el primer paso hacia la libertad debía darlo cada cual por sí mismo, enseñándoles cómo realizar el descenso desde las torres. Al pasar revista observaron que tres o cuatro amos habían olvidado suministrar correas a sus «cachorros»; por consiguiente, los hombres más fuertes quedaron encargados de ayudar a estos infelices. El momento fijado para la fuga fue la salida de Deimos.
Cuando Brett se asomó a la ventana, vio en la torre vecina la oscura sombra del gran negro Jeff, Llegaron al suelo casi al mismo tiempo y, según lo previsto, corrieron al edificio que albergaba a la Matrona Militante, La vieron mirando afuera desde la cámara del tercer piso, esperándolos. Tenía correa, pero el peldaño más cercano estaba a tres metros de distancia.
Con gran sorpresa de Brett, el negro insistió en subir a buscarla, explicando que además de ser un «campeón» en su oficio de remachador familiarizado con los andamios, también había trabajado como vaquero en un rancho del oeste. Y, pasando a los hechos, enlazó el peldaño situado por encima de la señora White-Smythe y largó cuidadosamente el cable hasta que el otro extremo colgó al alcance de la mujer.
La fornida matrona se descolgó valientemente, haciendo subir al negro sujeto al otro extremo hasta que ella pisó el peldaño donde él estaba antes. El negro bajó a pulso hasta el soporte inferior y repitió la operación. Cuando por último llegaron al suelo, ella felicitó al hombre de color:
—Muchacho, si alguna vez está sin trabajo, venga a verme. ¡Jamás creí salir con vida de ese sitio!
Los tres recogieron a Jerry Ware el periodista, a la estudiante Cleone y a la señora Burton, impaciente por reunirse pronto con su «John» y su pequeño «Jacky». El resto de los terráqueos vivían en otros puntos de la plaza y se reunirían con ellos más tarde.
Brett les condujo al comedor colectivo, que estaba desierto, sin dejar de mantener los ojos atentos a la aparición de cualquier «policía», pero ningún decápodo vino a molestarlos. La luz de la luna brillaba sobre el alto y largo mostrador donde se hallaba preparado el rancho marciano para la horda matinal. Aunque era mala comida para terráqueos, el plan exigía que se llevaran algunos toneles para alimentarse durante el regreso, pues no sabían cuánto podían tardar.
Como el mostrador no tenía aberturas, tuvieron que encontrar el modo de pasar los toneles por encima del mismo. Los decápodos se limitaban a alargar un tentáculo, pero no sucedía lo mismo con los terráqueos. Ware trepó sobre los hombros de Jeff, el más alto y fornido de todos. Luego trepó Brett; de pie sobre los hombros de Jerry, que parecía a punto de flaquear, alcanzó el borde del mostrador y logró encaramarse.
Desenrolló la correa que llevaba alrededor de los hombros, dejó caer un extremo en manos de Jerry y lo izó rápidamente a su lado. Juntos hicieron subir a Jeff; fue éste quien sujetó el cable mientras Jerry y Brett se descolgaban hasta el suelo por el otro lado, donde estaban los depósitos.
Éstos eran grandes recipientes abiertos. A un lado había docenas de ollas de casi dos metros de altura y más de un metro de diámetro. Tumbaron seis de costado y las hicieron rodar para que sirvieran de peana a Jeff, El extremo del cable fue atado fuertemente a la primera y Brett lo lanzó para luego situarse junto a Jeff y ayudarlo a levantar el pesado recipiente hasta la tapa del mostrador. Hecho esto, lo volvieron hacia el otro lado y lo descolgaron hasta el suelo, donde las mujeres desataron el lazo corredizo. Una a una, las demás ollas pasaron así de uno al otro lado del mostrador.
Mientras trabajaban, los demás del grupo fueron apareciendo y luego ayudaron a hacer rodar las pesadas cubas hasta la máquina que los terrestres habían elegido para escapar. Cuando los recipientes estuvieron dentro, Brett pasó revista a la gente. Estaban todos... menos McCarthy.
El joven Forrest recordó que había visto a McCarthy aquella noche.
—Lo llamé, pero iba en dirección contraria —explicó—. Me saludó y respondió que estaría aquí en seguida.
—¡Hum!... Supongo que habrá ido a la tumba de su caballo a despedirse. La muerte de Prince fue un golpe terrible para él —comentó George.
—¡Ahí viene!
McCarthy se acercaba corriendo, llevando un bulto blanco bajo el brazo. Era Jock, el fox-terrier de pelo duro.
—¡Alabado sea el Señor! —dijo el hombre cuando recuperó la respiración—. No podía dejar a éste aquí, aunque no sea más que un perro...
Había trepado hasta la mitad de una torre para salvar al animal.
—Bien, en marcha. Pronto será de día. ¡Todos adentro!
Entraron en la nave de quince metros y cerraron la pesada puerta. Luego, Brett y George treparon por las tiras hasta quedar frente al cuadro de mandos.
Con el corazón en un puño, Brett tocó la palanca octogonal que había visto apretar a su amo, después de advertir a todos que estuvieran preparados para el despegue. Le sorprendió la facilidad con que se movió la palanca bajo su mano. Pero con las tres perillas fue más difícil. George y él tuvieron que unir sus fuerzas para hacerlas girar. Luego esperaron el rugido del despegue.
¡No pasó nada!
Brett y George se miraron. Notaron que una ligera vibración recorría la nave, pero eso fue todo.
—Tal vez no giramos bastante las perillas —susurró George.
Brett asintió. Descubrieron que giraban un poco más; ¡pero no sucedió nada!
Se miraron, pero nadie se atrevió a decir lo que pensaba. Los demás parecían impacientes, preocupados por el retraso. Forrest hizo una sugerencia.
—Tal vez... se debe a que el sol no ha salido... y que si esto funciona con energía solar...
Brett le miró, pensativo. Quizá tenía razón. Era una suposición plausible. Dirigió su mirada al este y vio que el sol saldría poco después.
Un resplandor rojo despuntaba ya en el cielo. Luego, poco a poco, tan despacio que parecía no romper jamás la niebla del horizonte, un filo rojo dispersó las sombras.
—¡El Sol!
Nunca los adoradores del Sol lo saludaron con más fervor, aunque la alegría duró poco.
Con un rugido semejante a una docena de truenos, la nave se puso en marcha, ascendiendo con tanta rapidez hacia el espacio que nadie vio su despegue. Aplastados contra el suelo por el tremendo empuje, todos se desvanecieron, y la máquina subió en línea recta hacia los cielos.
Brett fue el primero en volver de las tinieblas. Se halló caído en el suelo; a su lado estaba George, inmóvil. Oyó gemidos a su alrededor, y con un esfuerzo de toda su voluntad logró levantar una mano, luego la cabeza y por último el cuerpo. Era como si pesara mil kilos.
Observó que el cielo cobrizo estaba más pálido y que Marte empequeñecía y quedaba rápidamente atrás.
Exhausto, intentó subirse a las tiras para alcanzar los mandos. Era como pelear contra un monstruo de fuerzas cien veces superiores. Fue un espectáculo penoso verle moverse con tanta dificultad, como en una escena de pesadilla o una película pasada a cámara lenta.
Cuando al fin se vio frente a los mandos, no supo qué hacer. ¿Debía girar la palanca roja como había hecho su amo para rectificar el rumbo? ¿O colocar los diales en el punto de partida? Su mente entorpecida analizó la cuestión y luego decidió probar la barra oscilante.
Con los ojos empañados por el sudor del esfuerzo inhumano, buscó a tientas la barra. Un leve golpe la hacía oscilar y casi gritó de alegría cuando notó que el empuje disminuía. Poco después se sintió mejor.
Los otros empezaron a ponerse en pie; George subió al puesto de copiloto.
—¡Lo hemos logrado! ¡Lo hemos logrado! —gritaron todos, olvidando las penalidades que acababan de vivir y contemplando fascinados la bola cobriza que dejaban a la derecha, cada vez más lejos. ¡Marte quedaba detrás! ¡Estaban en el espacio!
George observó un rato la barra oscilante. Luego preguntó:
—¿Y ahora qué? ¿Cómo guiamos esto?
Brett señaló la barra.
—Mi dueño la movía a derecha o izquierda... pero lo que tú digas también vale. ¿Dónde está la Tierra?
Observaron el gran panorama del firmamento, que se extendía ante ellos como un gran manto de terciopelo negro tachonado de joyas multicolores. El sol brillaba ante ellos como un ojo cegador y encolerizado.
—El sol está allí, enfrente. ¡Uf, qué horno! La Tierra debe quedar por allí, con Mercurio y Venus. La distinguiremos porque debe presentar sus fases a Marte, como la Luna vista desde la Tierra...
—En efecto... allí... mira esa estrella de color verde claro... como a un grado del cuarto creciente plateado... en forma de media luna. ¡Es la Tierra, George! ¡Sé que es la —Tierra!
George miraba con atención, y pronto estuvo dispuesto a asegurar que la media luna verdosa era la Tierra y el astro plateado que aparecía cerca, Venus.
—Si pudiéramos ver la Luna, estaríamos seguros.
Desde el suelo, donde se había sentado, Forrest oyó la discusión y gritó de súbito:
—¡Ahí está! ¿Ven ese débil resplandor sobre el hemisferio oscuro? ¡Es la Luna...! ¡La Luna!
Ellos también vieron el resplandor luminoso que decía el muchacho. Fue suficiente para convencerlos de que el planeta verde claro era la Tierra. Pero la dificultad estaba en cómo orientar la nave en aquella dirección. Parecía viajar sin rumbo a través de los cielos.
Brett tocó la barra roja oscilante con inseguridad, temiendo detener la nave, pero no pasó nada mientras movía la barra en la muesca. Aguardaron, expectantes.
—¡Funciona! —gritó George—. Aunque nos desviamos más hacia el Sol...
Brett movió un poco la barra. Les pareció que el cielo daba vueltas a su alrededor a medida que cambiaban de rumbo para enfilar directamente la media luna verde. Los que habían oído la conversación de los dos ingenieros aplaudieron, convencidos de que los pilotos les llevarían de regreso a casa, sanos y salvos.
—Brett, sospecho que por ahora no hay nada más que hacer. Podríamos bajar y dejar que la nave haga lo demás...
Pero Brett no opinaba igual.
—No; uno de nosotros debe montar guardia en todo momento para vigilar el «timón». Sabremos si la nave se desvía de su curso centrando la Tierra en el tablero. ¿Ves esa piececita parecida a un dedo que sobresale? Nos guiaremos por ella. En este momento parece cortar a la Tierra en dos.
De cuantos estaban a bordo, sólo McCarthy tenía un reloj que funcionaba, pues era de caja hermética. Le dio cuerda. George montaría una guardia de cuatro horas para ser relevado por Brett, quien trataría de dormir hasta que le tocara el turno.
Cuando bajó de la tira, Brett se encontró con Dell, que le esperaba.
—Has estado maravilloso —declaró—. Me conformaría con salvar a los niños.
Brett declinó el halago.
—Todavía no hemos llegado —observó, arrepintiéndose en seguida de haberlo dicho; lo hizo por modestia.
Dell lo comprendió y sonrió con optimismo.
—Te aseguro... que cuando lleguemos a casa, organizaré un movimiento para liberar a todos los animales domésticos de la Tierra.
—Ahora sé lo que significa para un animal el verse sometido a otro ser cuyo idioma no es el suyo y que le impone sus caprichos.
—Supongo que la incomunicación es el principal problema. Dios sabe que ha sido una experiencia horrible para todos nosotros.
Brett quiso decir algo más, pero estaba rendido de sueño. La muchacha se dio cuenta de ello y le propuso que descansara. Apenas se tendió en el suelo quedó dormido. No había descansado durante los últimos tres o cuatro días. Pero casi en seguida le despertaron. Alguien le sacudía por los hombros y le gritaba al oído:
—¡Brett, Brett..., despierte! ¡Los decápodos nos han capturado!
El sueño se disipó de inmediato. Se puso en pie, miró a través de la pared transparente de la nave y vio un espectáculo espantoso. Allí, a menos de mil metros, estaba la gran nave de los decápodos.
—¡Nos arrastran hacia Marte!
Los hombres estaban serios y las mujeres llorosas. Mattie gemía y rezaba sin cesar.
Le bastó una ojeada para saber que era verdad. La nave enemiga los arrastraba a velocidad muy superior a la que ellos podían desplegar, lejos del Sol, lejos de la Tierra, conduciéndolos a Marte... Aunque invisible, existía un lazo entre las dos naves.
George le explicó en dos palabras lo ocurrido. De improviso se había acercado la inmensa nave, inadvertida hasta que estuvo muy cerca y vieron el reflejo del sol en su casco dorado. Al principio no comprendieron que los tenía en su poder.
Brett trepó hasta los mandos y vio que nadie los había tocado, si bien ahora la barra oscilante se movía sin rumbo. Estudió un instante los aparatos y una hilera de botones cuyo uso desconocía. Se los mostró a George.
—¿Los probamos? Quién sabe para qué sirven...
George estuvo de acuerdo.
—Lo pensé, pero no me atreví a probarlos.
—No nos hará daño intentarlo. En Marte nos espera la muerte. Primero probaré este botón verde. Sujétate...
Mientras hablaba, apretó el primero de seis botones verdes que se alineaban en la parte inferior del cuadro de mandos.
Aguardaron conteniendo la respiración. ¡No ocurrió nada!
—Equivocado —murmuró Brett y apretó el segundo.
—¡Están quedándose atrás! —gritaron los de la nave.
Brett se volvió para comprobarlo. Era como si ellos estuvieran inmóviles y la nave de mayor tamaño encogiese rápidamente.
—Gracias a lo que hiciste has contrarrestado su poder... —gritó George alegremente, y luego agregó—: ¡Buen Dios!... ¡Vuelven!
Mientras gritaba, el enemigo creció, lanzándose sobre ellos.
Brett dedicó toda su atención a los mandos, giró al máximo las tres grandes perillas y luego maniobró el «timón» hasta enfilar directamente la Tierra. Aunque era difícil calcular la velocidad, parecía como si la aproximación de la nave perseguidora fuese menos rápida que antes, Pero era evidente que la nave grande tenía más velocidad y casi en seguida anuló la escasa ventaja que le habían sacado.
—Bien —dijo, sombrío—, supongo que no nos queda sino probar los demás botones, ¡Prepárense...!
¡Dicho esto apretó el tercer botón! Un grito de asombro recorrió la nave. Fuera no se veía nada: estaban envueltos en una neblina que rodeaba toda la máquina. Un instante después la nave se balanceó, pareció capotar... y luego se estabilizó.
Esperaron, y volvieron a sentir un súbito balanceo. Al tercero, Brett gritó:
—Están disparando desde la gran nave...
Para corroborar sus palabras, la de ellos recibió otro impacto. Luego transcurrieron cinco o diez minutos sin que nada ocurriese.
—¿Crees que han renunciado a seguirnos?
—Es posible, pero esta niebla que nos rodea no me gusta. ¿Para qué servirá el próximo botón?
—Pruébalo —ordenó George.
La niebla desapareció; vieron nuevamente el vacío, donde la nave enemiga aparecía como un gran ojo perverso a mil metros de distancia.
—¡Cuidado! ¡Van a disparar otra vez!
Brett vio el rayo que salía de un costado de la nave, mientras George gritaba, Al mismo tiempo pulsó el tercer botón. Al instante quedaron envueltos en aquel humo que parecía una niebla blanca. El balanceo fue más notable que antes y la máquina fue zarandeada como un corcho en medio de la corriente.
—¡Ya veo! Esta niebla es una pantalla de energía, que nos protege de los rayos. ¿Llevará nuestra nave esas armas?
—¡El quinto botón! —declaró George.
Brett asintió.
—Sí, ¿pero cómo lo usamos?
—El rayo parece salir directamente de la proa. Tal vez, si damos media vuelta...
Brett no perdió tiempo y movió la barra oscilante. No sintieron aceleración alguna, pero cuando la barra quedó perpendicular a su posición anterior, accionó el botón que disipaba la pantalla de energía, listo para pulsar el botón de al lado si el enemigo se les adelantaba.
Estaba tan cerca como antes y el peligro era inminente, pero Brett descubrió que su nave no apuntaba bien. Volvió a mover la barra, enfilando derecho contra la gran nave.
Luego disparó el quinto botón del cuadro. La nave enemiga lo hizo al mismo tiempo.
Los espectadores lanzaron un grito. Algunos se cubrieron el rostro con las manos, otros observaron con el rostro contraído, inmóviles... Los dos rayos se habían encontrado casi en el punto medio entre las naves. Hubo una terrible explosión de luz rojiza y siniestra, aunque ningún sonido atravesaba el vacío insondable. Brett se apresuró a conectar la pantalla de energía.
Aguardó un tiempo razonable antes de volver a quitarla. George estaba preparado para apretar el botón del rayo, de modo que el haz de rayos atravesó la oscuridad casi simultáneamente con el levantamiento de la pantalla.
En la nave pequeña se oyó un grito cuando el rayo acertó en el casco de la nave decapodiana, pero Brett no esperó a ver el resultado, sino que conectó en seguida la nube de protección. Dejó transcurrir cinco minutos antes de mirar.
La gran nave seguía allí, algo más lejos pero intacta, envuelta en una densa nube que resplandecía como un puñado de diamantes expuestos a la luz del sol.
La decepción invadió los corazones de los terráqueos cuando Brett volvió a poner la pantalla.
—No podemos hacer otra cosa sino continuar —confesó—. Mientras tengamos la pantalla estamos a salvo y ellos también. Demos media vuelta e intentemos regresar a casa...
Devolvió la barra a su posición original, quitando la pantalla un instante para ajustar el rumbo en dirección a la media luna verde que era «casa». Al volverse vio que el enemigo seguía envuelto en su niebla.
Envió a George a dormir y sugirió a los demás que comieran. Jerry había robado media docena de palas, lo único que hallaron a mano en el comedor, y los terráqueos formaron fila para recibir su ración. Después de comer frugalmente, los que se vieron en condiciones de dormir lo hicieron, acomodándose lo mejor que podían en el suelo. Las mujeres se reunieron en el cuarto contiguo por la mínima intimidad que éste les ofrecía, aunque en medio sólo había una pared transparente.
Brett se deslizó al suelo. Forrest se le acercó.
—¡Caramba, señor Rand! Ha estado usted grandioso. Es lo mismo que en los” cuentos, aunque me habría gustado «cargarme» esa nave de ahí...
—A mí también, pero de momento, la situación queda estacionaria. No hemos de correr riesgos. Quizá se descuiden ellos primero.
Buscó a Dell con la mirada y la vio en el otro cuarto, inclinada sobre una de las mujeres, Se acercó a unos dispositivos del centro de la nave y los estudió, intrigado. De ellas provenía el suave zumbido que llenaba el aire, pero no vio piezas en movimiento. Luego reparó algo que no había visto antes.
En el suelo había un disco circular de más de un metro de diámetro. En su centro se veía un disco menor algo hundido en el suelo. Titubeando, alargó una mano para tocarlo. A esto el disco mayor se descorrió mostrando una cámara circular de unos treinta centímetros de profundidad. En su base había otro pulsador semejante al de la placa superior.
—Extraño —murmuró en voz alta, y buscó algo que arrojar dentro. Se arrancó un botón de la manga, lo dejó caer sobre el disco inferior, cerró el superior y aguardó, pero no ocurrió nada. A través del metal transparente veía el botón en el lugar donde lo había colocado. Añadió—: Debe existir algún tipo de mando... ¡Ah!... Aquí lo tengo...
En el pulsador había una minúscula palanca empotrada, de poco más de tres centímetros, y la alzó con la uña. A través del disco superior vio que el casco se abría, descubriendo el vacío del Espacio. El botón cayó por el orificio y el mecanismo se cerró automáticamente, con un chasquido.
—¡Una compuerta estanca! —musitó—. Si la hubiera encontrado antes, habría sabido con seguridad que la nave era hermética. ¡Buen dispositivo para eliminar sobras!...
Varias horas después regresó al cuadro de mandos. Verificó el rumbo quitando un instante la pantalla de niebla y luego volvió a ponerla. La nave de los decápodos seguía envuelta en su manto protector. Luego se fijó en el sexto y último de aquellos botones providenciales. ¿Para qué serviría?
Después de un segundo de duda, decidió arriesgarse, y lo accionó. Una pequeña porción circular del cuadro se desplazó mostrando una superficie plana y lustrosa, donde brillaban puntos de luz. Se sorprendió al ver una media luna verdosa en el centro del disco. ¡Casi gritó de alegría! Ya no necesitaban quitar la pantalla de energía para navegar, pues aquello era nada menos que una pantalla visora. ¡Ya no volaban a ciegas!
Transcurrieron varias horas. George y los demás despertaron, comieron de nuevo y George pasó a ocupar su puesto ante los mandos. Brett propuso mejorar el alojamiento de las mujeres. Había visto algunos ganchos en la pared, y decidió que podrían fabricar una cortina si todos los hombres cedían la chaqueta o la camisa. En la nave hacía calor y no las necesitarían. La señora White-Smythe sacrificó su chaqueta y la señora Burton un pañuelo de seda, lo que les permitió colgar una buena cortina utilizando una de las «correas de perro».
—Si tuviéramos agua, podríamos adecentarnos —comentó Dell mirando sus manos sucias.
—Tenemos agua —declaró Forrest—. Una de las cubas está llena de agua. Sacúdala y oirá el chapoteo...
Se lanzaron en tropel hacia donde él había indicado, Brett reflexionó. El alimento calmaba la necesidad de beber agua pero, al verla, se sintió sediento. Notó que varias personas se pasaban la lengua por los labios. Todos apetecían un trago refrescante. Pero meneó la cabeza. Temía que si probaban el agua querrían más y el barril no duraría mucho tiempo. Pero todos se sentirían mejor si se aseaban. Explicó todo esto, y sólo uno se opuso: el congresista Howell.
—¿Desde cuándo da usted las órdenes aquí, señor Rand? —inquirió—. No recuerdo que hayamos votado...
Brett levantó sorprendido la mirada, No lo habían hecho, y en realidad parecía innecesario. Hasta entonces había asumido el mando porque le parecía natural, teniendo en cuenta que nadie se había hecho cargo.
Un largo silencio siguió a las palabras de Howell. Brett comenzó:
—En efecto, tiene usted razón. Yo...
No pudo continuar. La Matrona Militante intervino:
—Congresista, creo que hasta ahora el señor Rand ha desempeñado bien su tarea, y si hay que votar yo seré la primera que vote a su favor. De no ser por él seguiríamos allí... en Marte —conque al fin admitía la verdad—. Ha sido el único hombre con agallas... sí, he dicho agallas... para rescatarnos y considero que debe ser nuestro capitán. Compañeros, ¿qué opinan? —miró a los otros y obtuvo como respuesta un aplauso unánime, Howell le volvió la espalda, furioso.
Todos recibieron su ración de agua, turnándose las cinco palas de comida (la sexta era utilizada como cazo). Sólo pudieron humedecerse el rostro y las manos, Pero una mujer tuvo la brillante idea de verter toda el agua en la compuerta estanca de la cabina de ellas (habían encontrado otra allí), para poder lavar alguna ropa.
Brett se pasó la mano por la barba crecida mientras esperaba su ración de agua, echando en falta una navaja de afeitar. Forrest se acercó tímidamente.
—¿Quiere una maquinilla, señor Rand?
Brett levantó la mirada y sonrió.
—Tengo una —confesó el muchacho en un susurro mientras se pasaba la mano por su mentón imberbe—. Unos chicos más grandes que yo se burlaban porque todavía no me afeito... en la Tierra, se entiende. El día que llegaron los decápodos... yo salí a comprarme una maquinilla... Pensé... afeitarme para que me creciera la barba. No lo he dicho porque pensé que se reirían de mí, pero si usted les dice que la compré para mi padre...
El hombre tuvo ganas de darle un abrazo. La maquinilla, de calidad vulgar, estaba oxidada, pero no le importó. Casi gritó de júbilo cuando Forrest sacó un tubo de crema de afeitar que llevaba en el bolsillo.
Los demás acudieron para solicitar el próximo turno. Forrest insistió en que su héroe se afeitara primero. Los demás, agregó con un gesto despectivo de la mano, podían arreglárselas con las sobras... o algo así.
El reverso de las pantallas de energía podía servir de espejo, y Brett utilizó una para afeitarse. Después de algunas dificultades por lo hirsuto de la barba, y cortándose más de una vez, logró un afeitado pasable. Luego entregó la maquinilla a quien correspondía según los turnos. Por suerte, el muchacho había comprado también toda una caja de hojas. Cada hombre guardó su hoja para usos posteriores.
Dell apareció con las demás mujeres.
—Me siento una mujer nueva —rió—. Cuesta creer los milagros que puede hacer un poco de agua...
Las abluciones infundieron en los terráqueos una nueva sensación de vida, un levantamiento de la moral. Sus ojos brillaron y sus voces alegres resonaron en la nave.
Cuando le llegó el turno de ocupar los mandos, Brett volvió a quitar la pantalla de energía para comprobar si los decápodos aún les seguían. No había terminado de volver a ponerla cuando un impacto sacudió la nave. Era indudable que les seguían.
Habló con George. ¿Debían tratar de rechazar al enemigo otra vez? Decidieron consultar con los demás aquella cuestión fundamental. ¡La mayoría votó a favor de la guerra!
La nave se desvió una vez más de su rumbo para enfrentarse al enemigo. Brett procuró centrarlo en la pantalla visora. Luego apretó el botón que quitaba la pantalla de energía, pero tuvo que conectarla casi en seguida. La nave fue sacudida por un rayo de los decápodos que relampagueó a través del Vacío.
Por dos veces ensayó la misma táctica, y la otra nave disparó dos veces; la tercera los decápodos le imitaron y quitaron su pantalla de protección. Brett disparó sin demora y acertó.
—¡Tocada! ¡Tocada! —gritó George. Vieron que la gran nave se tambaleaba, perdía el rumbo e intentaba enderezarse. No pudo hacerlo. Carenaba locamente de un lado a otro. Pero los decápodos aún no habían terminado, Un rayo blanco atravesó la oscuridad, pero ni siquiera rozó la nave.
Los decápodos intentaron conectar su pantalla de protección. Aunque relampagueó dos veces, se apagó casi en seguida. Brett volvió a lanzar el rayo, pero el enemigo se había alejado y ahora la distancia era excesiva.
Los persiguieron varios minutos pero, aun estando averiada, la gran nave podía acelerar más y se alejaba rápidamente por donde había venido... de regreso a Marte...
El piloto lanzó un suspiro de alivio, dio media vuelta y puso una vez más proa a Tierra. Aún estaba lejos, muy lejos, y nadie sabía cuánto tiempo iba a durar el viaje.
Sin nuevas interrupciones, la monotonía del espacio comenzó a pesar en los pasajeros. Las voces bajaron, los ojos se apagaron y los cuerpos se relajaron, por no haber nada en que ocupar la mente ni el cuerpo. Comenzaron a aborrecer la comida; muchos padecían indigestiones además de los resfriados contraídos en Marte.
Brett comenzó a preguntarse si llegarían vivos a casa. Comprendió que él también estaba mal; las emociones de la huida y la lucha con los decápodos le habían impedido recordarlo, pero ahora que tenía tiempo para darse cuenta de su estado, supo que se hallaba realmente enfermo.
Pasaron horas interminables y, con ellas, las enfermedades empezaron a bordo. Clarice y la señora Burton estaban muy graves; permanecían en el otro cuarto y ni siquiera salían para comer. Mattie había vuelto a los rezos, poniendo a Dios por testigo de los pecados de todos ellos. La señora Snowden pasaba la mayor parte del tiempo tumbada en un rincón y la Matrona Militante, aunque intentaba ayudar a Dell y animar a los demás, se hallaba visiblemente enferma. Varios hombres se hallaban en el mismo estado, rechazaban los alimentos; a Forrest le brillaban demasiado los ojos.
Sentado en un asiento tejido con las tiras colgantes frente al cuadro de mandos o echado en su rincón, Brett descubrió que durante largos períodos su mente parecía alejada de su cuerpo. Los momentos de lucidez eran cada vez más escasos, A veces creía hallarse en Marte, otras en su escritorio de la Oficina de Normas. En otras ocasiones se oía hablar en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular.
—Es la comida —oyó que Dell le decía a George—. Se está pudriendo...
Estas palabras lo despabilaron. Corrió a la cuba abierta que usaban, pues las otras tres ya estaban vacías. Probó la comida y sólo mediante un gran esfuerzo logró no vomitar. Estaba corrompida.
Llamó a George.
—Abramos el último tonel.
También se estaba pudriendo.
—No hay más comida —constató.
A la hora de la comida siguiente, sólo se repartió agua del barril semivacío. Nadie pareció reparar en el cambio ni preocuparse. Brett se arrastró hasta el cuadro de mandos para comprobar el rumbo. La Tierra de manto verde se hallaba en el punto muerto de la pantalla, pero aún parecía muy lejana. Experimentó un acceso de pánico. ¡Tal vez habían dejado de avanzar!
Contempló largo rato el globo lejano. Por un momento olvidó lo que era en realidad; se había convertido en un símbolo, un símbolo o meta, pero fuera de esto no recordaba nada más. Era como si el Vacío hubiera existido siempre y fuese lo único que él conocía. Pero no podía apartar de su mente el profundo deseo que sentía por aquel hemisferio verdoso con su diminuto satélite, pues la Luna ya destacaba un poco en la oscuridad, alumbrando con su resplandor al planeta madre.
Alguien le despertó para decirle que Clarice había muerto y que Mattie desfallecía rápidamente, pero las palabras apenas significaban nada. Sabía que Kent ya había muerto y que otros se hallaban en un coma profundo del que era imposible sacarlos.
Cuando volvió en sí advirtió un olor desagradable. Le desconcertó, hasta que se dio cuenta de que provenía de la provisión alimenticia podrida. Una señal de alarma resonó en su interior, comprendió que era necesario sacar los alimentos de la nave. Al principio le había preocupado la provisión de aire, temiendo que pudieran quedarse sin él, pero luego descubrió que uno de los dos motores de la nave estaba destinado a mantener el aire limpio y puro. Pero con aquella putrefacción que salía de las cubas, el aire pronto se haría irrespirable. Tenían que vaciarlas.
Buscó ayuda a su alrededor y vio que George dormía, agitándose débilmente en sueños, lo cual era síntoma de fiebre. Moore, el comerciante, yacía boca arriba, roncando espasmódicamente; los mofletes habían desaparecido de su rostro y su piel era de un amarillo enfermizo. Howell descansaba en una posición poco natural. Al inclinarse sobre él, Brett vio que estaba muerto. El mulato Harris estaba hecho un ovillo y le corría el sudor por el rostro. El gran negro Jeff y Jerry el periodista parecían los únicos de aspecto normal. Forrest respiraba con dificultad; McCarthy yacía abrazando al perro y deliraba. Brett despertó a Jeff y a Jerry y les dijo lo que había que hacer. Estaban sin fuerzas, pero juntos lograron empujar el par de toneles hasta la compuerta estanca y verterlos. Tuvieron que repetir varias veces la operación, y los tres sufrieron con aquella horrorosa tarea, pues el repugnante olor los mareaba. Se vieron obligados a rascar los fondos, pero al fin terminaron y cerraron herméticamente los toneles.
Los muertos constituían otro problema, pero no les agradaba la idea de lanzarlos al espacio. Apilaron los cadáveres a un lado y los cubrieron con lo que había sido cortina para el cuarto de las mujeres.
La nave de la muerte siguió avanzando, acercándose poco a poco a su objetivo. Desde el suelo, Brett levantaba la mirada de vez en cuando y veía a George colgando de las tiras, con los ojos cerrados. Pero la situación apenas era captada por su cerebro, pues volvía a hundirse en el reino irreal del delirio, Intentó varias veces salir de tal letargo, pero era demasiado esfuerzo. No sabía que se había levantado varias veces como un sonámbulo para andar entre los demás, apoyando la mano en algunas frentes. Cuando volvió a despertar, encontró sus brazos rodeando un cuerpo delgado aunque cálido.
Fijó la mirada con cierta dificultad y supo que era Dell Wayne la que estaba allí. Le sorprendió su aspecto, sus mejillas hundidas, la profundidad de sus ojeras. Se asustó, temiendo que estuviera muerta, y apoyó la cabeza sobre su corazón. Latía. El movimiento despertó a la muchacha. Ella logró sonreír.
—Brett..., amigo Brett —murmuró con voz apenas audible—. Supongo que esto es el fin..., ¿no? Me alegro de haberte conocido... Brett...
El sentido de estas palabras le hizo reaccionar, y supo que no quería morir.
—No..., no..., no moriremos..., no podemos morir. Hemos pasado juntos demasiadas vicisitudes para morir..., no puedo permitir que mueras..., ¿comprendes? Dell..., te quiero..., te quiero mucho. No podemos morir... todavía...
Ella no respondió, aunque le sonrió enigmáticamente. Luego ambos guardaron silencio y se hundieron en esa semi-muerte del sueño.
Ni el primero ni el segundo grito los despertaron. Fue necesario que Forrest los sacudiera enérgicamente para que despertaran.
—La Tierra... —chillaba—... la Tierra... en nuestro camino. ¿No comprenden? ¡Casi hemos llegado... a casa...! ¡A casa!
La última palabra lo consiguió, Brett despertó y miró, encendido, los ojos aún más encendidos del muchacho.
—¿A casa? —preguntó quejumbrosamente—. ¿A casa?
Luego intentó ponerse en pie y levantar a Dell. Miró por el costado de la nave (hacía mucho que habían quitado la pantalla de energía, después de comprobar que la nave decapodiana había desaparecido realmente). Era verdad. Ante ellos, ocupando casi todo el cielo, aparecía el ancho globo verde de la Tierra. A un lado brillaba un delgado cuarto del satélite. Ya se hallaban dentro de la órbita de la Luna.
Pese a su debilidad, Brett logró trepar hasta el cuadro de mandos, observando con ojos anhelantes el gran planeta que aparecía ante él, divisando los característicos contornos de los continentes, a medida que el globo giraba lentamente, una mitad a oscuras y la otra iluminada.
No supo cuánto tiempo permaneció allí. Abajo notaba los movimientos de sus compañeros, pues Forrest los despertaba casi a todos. Sabía que la aproximación aún iba a tardar horas, pero no importaba, nada importaba puesto que la fisonomía de la Tierra aparecía ante sus ojos, alternando entre la luz y la oscuridad. Poco a poco perdió su forma de globo, los horizontes se enderezaron y, con una rapidez que le sorprendió, descubrió que el cielo ya no era negro... que empezaba a tener color... celeste claro al principio y luego más oscuro. ¡Estaban dentro de la atmósfera!
Luego pareció que caían, que caían demasiado rápido a medida que el mar y la tierra corrían a su encuentro. «Frena, frena», ordenó su cerebro, «frena antes de que nos estrellemos».
Había que girar las tres perillas. Forcejeó con ambas manos, luego notó que alguien le ayudaba y vio que era George, La nave se enderezó, y con la misma velocidad que les parecía tan increíblemente lenta en el espacio, volaron por el aire a unos ocho kilómetros de la superficie. La aceleración disminuyó y Brett empuñó la barra. Habían llegado al polo sur de la Tierra, y dirigió la nave hacia el norte.
Los que estaban en mejor estado se incorporaron, apiñándose junto a las paredes para observar con avidez el hemisferio diurno. La noche cayó bruscamente sobre ellos y siguieron volando. Por las constelaciones, Brett supo que habían cruzado el ecuador y orientó el rumbo guiándose por la estrella polar. Amanecía cuando comprendió que se hallaban cerca de la costa de Virginia. Allí estaba el gran brazo de tierra que era la orilla oriental de Chesapeake Bay. Sobrevoló la bahía, siguió su contorno e intentó recordar los nombres de los ríos que desembocaban en ella.
Encontró el río que buscaba, el majestuoso Potomac y siguió su curso. Poco después vio el maravilloso emplazamiento de Washington, la minúscula aguja de piedra que era el Monumento. Poco después, la nave sobrevoló Haines Point, y Brett detuvo la barra oscilante.
La nave se lanzó hacia abajo, cayendo hacia el suelo, frenado su empuje delantero. A medida que la Tierra se acercaba a su encuentro, George y él atrasaron los tres diales hasta el cero. El viaje había terminado.
La nave se posó como una pluma sobre el césped del campo municipal de golf, no lejos del lugar donde, un fatal día de cinco semanas atrás, había aterrizado la gran nave de los decápodos.
Washington volvió a presenciar la llegada matinal, pero sólo había policías y soldados para recibir a los viajeros. Bolling Field y el Aeródromo Naval habían enviado aviones al lugar y las ametralladoras apuntaban amenazadoramente hacia allí. Un grito de asombro saludó al primero de los demacrados pasajeros que desembarcó. Manos solícitas les ayudaron mientras los que no podían caminar eran evacuados con precaución.
Una semana después Brett Rand, rodeando con un brazo a su esposa, recibió a los periodistas en casa de su hermano. Todavía delgados y pálidos, los recién casados manifestaron su alegría por estar en «casa».
—¡Dedicaré mi vida a liberar a todos los animales domésticos de la tierra! —declaró la señora Rand cuando le preguntaron si pensaba seguir una «carrera».
—Después de la luna de miel —manifestó Brett—. George y yo nos dedicaremos a estudiar la nave de los decápodos. Podremos aprender muchas cosas de ella, mecanismos totalmente nuevos para la ciencia...
—¡Ésa, muchachos, es una gran tarea! —exclamó George, hablando desde la oscuridad.
* * *
Este cuento, Los cachorros humanos de Marte, no soporta una segunda lectura como sucede con la mayoría de los relatos de este libro, además, me molesta el torpe trato que se hace de los negros. Pero recuerdo que cuando lo leí por primera vez, el cuento me pareció verdaderamente estupendo.