El Sol se hallaba lejos, y el poderoso influjo con que empujaba a los gases ayudándoles a escapar de los planetas interiores se debilitaba aquí. Los gases, cuya velocidad estaba agotada por el combate de retirada que duró treinta millones de kilómetros, cedieron y fueron capturados. Setecientos cincuenta mil kilómetros, y podían escapar de Marte. ¿Pero Júpiter? ¡Ni la menor oportunidad! Ya eran agregados llameantes que escapaban a medias, aunque sólo para quedar atrapados como satélites que giraban a decenas de millones de kilómetros, definitivamente cogidos.
Júpiter los arrastró. Había metales pesados y se condensaban, bajo la presión de inconcebibles toneladas de aquella materia capturada, hasta formar una corteza líquida terriblemente comprimida. Sobre ellos se apilaban aún más toneladas de esos átomos capturados que regresaban. Más, más y más se licuaban a medida que el frío del espacio disipaba poco a poco su calor. Pasaron eras y el calor disminuyó rápidamente. La corteza se enfrió, lo mismo que se había enfriado la corteza de los demás planetas.
Y entonces Júpiter, el último en condensarse, sintió el frío de su posición lejana. El Sol no irradiaba mucho calor a esta distancia. Aquella vasta atmósfera que primero había condensado los metales, luego los óxidos, las moléculas complejas y por último el agua, hasta que todo se mezcló en el horno que se enfriaba lentamente y alcanzó una nueva estabilidad, quedó en este estado: hasta el último átomo de oxígeno había encontrado algo que aferrar y retener. Precipitó en forma de bióxido de silicio, óxido de hierro u óxido de calcio, pero sobre todo como trillones de toneladas de agua. El flúor, el más activo de los metaloides, rivalizaba incluso con el oxígeno. Se desprendían el cloro, el bromo y el yodo; el azufre y el fósforo se combinaron con el oxígeno.
Todos se unían alegremente, excepto los gases inertes, que no deseaban hacerlo: el helio y el xenón, el radón y el argón. Y otros dos: el hidrógeno y el nitrógeno. El nitrógeno, porque normalmente no se muestra muy impaciente por unirse. No es un elemento del todo solitario, pero suele necesitar el estímulo de altas temperaturas para volverse activo. ¡En ese caso el nitrógeno se vuelve tan entusiásticamente activo, que incluso desplaza al oxígeno de sus combinaciones!
El hidrógeno no se unió, simplemente porque había demasiado. Era el más abundante de todos los elementos que la catástrofe de tres horas había lanzado en largas llamas para formar planetas, y se combinó con el oxígeno para formar agua en trillones de toneladas. Por millones fue satisfecho a emparejarse con el cloro. Se combinaba con cuanto podía combinarse... pero lisa y llanamente, le faltaban parejas. Por eso, en la atmósfera había hidrógeno y nitrógeno, pero ni un mezquino veinte por ciento de hidrógeno, sino que la mayor parte de dicha atmósfera estaba compuesta por hidrógeno.
Por desgracia, el hidrógeno y el nitrógeno, aunque se unen para formar amoníaco, no lo hacen de muy buena gana, como saben los químicos de la Tierra. Durante la guerra, Alemania gastó millones para inventar aparatos muy complicados y caros, a fin de casar a esos elementos renuentes a unirse. El inventor, Fritz Haber, se jugó la piel en las casi innumerables explosiones que provocaba al tratar de conseguir la combinación de estos dos elementos.
La dificultad principal del proceso estriba en la presión —presión fortísima—; intentaron usar enormes retortas fabricadas con el mejor acero de veintitrés centímetros de espesor, Pero el hidrógeno, bajo estas condiciones, tiene la desagradable costumbre de formar con el hierro un compuesto —hidruro de hierro— y este compuesto es dos veces más frágil que el vidrio y no posee ni la décima parte de su resistencia. Las retortas de quince metros de altura y noventa centímetros de diámetro estallaban, a pesar de sus paredes de veintitrés centímetros. El hidrógeno y el nitrógeno no se unen fácilmente, salvo cuando están sometidos a una gran presión...
¡Presión! La presión es una de las características sobresalientes de Júpiter. Comparados con ella, los fondos de nuestros mares se parecen más a las condiciones del vacío. Inevitablemente, hidrógeno y nitrógeno se combinaron, El amoníaco ocupa menos lugar que estos dos gases; literalmente, los elementos se apiñaron... no en forma de agua amoniacal, sino de amoníaco líquido, pues Júpiter es frío, terriblemente frío. En nuestro mundo, el agua fue la materia que creó esas grandes montañas de greda a lo largo del ecuador tórrido, donde los extensos mares azules las bañaron y se evaporaron poco a poco. En ese otro mundo de 125.775 kilómetros de diámetro, la gravedad aplastó unos mares de olas pequeñas, bajas y picadas: mares de amoníaco líquido.
Las frías nieves del norte —a 98.000 kilómetros del ecuador de ese globo titánico— eran de amoníaco sólido. Y la atmósfera era de hidrógeno y vapor de amoníaco... y metano, tetrahidruro de carbono. Aquí, en la Tierra, éste es el elemento principal del gas natural, un excelente combustible. No ocurre lo mismo con Júpiter. En Júpiter es el subproducto, el residuo incombustible. Allí la gasolina sería un líquido limpiador no peligroso, totalmente incombustible. Allí dirían que el hidrógeno no arde, pero que el oxígeno es un excelente combustible.
Pero no acaban aquí las rarezas de la química en el planeta gigantesco. ¡Júpiter posee un clima ideal para la vida! La temperatura es moderada, aproximadamente de 120 grados centígrados bajo cero o 185 grados Fahrenheit bajo cero. ¡Sí, una temperatura moderada! Es moderada para una vida basada en algo totalmente distinto, basada en el amoníaco. ¿Recuerdan que en la discusión sobre los medios posibles de vida dije que el amoníaco, aunque inestable, era un medio posible? ¿Que el hidrógeno podía funcionar como gas activo a baja temperatura y sometido a gran presión? Estas condiciones se cumplen pues el amoníaco es estable y la terrible presión activa el hidrógeno.
¡De modo que aquí la vida es posible, una vida que respira una atmósfera pura y vigorizante de hidrógeno, con suaves brisas de amoníaco! Quizá sus alimentos sean agentes oxidantes en lugar de agentes reductores. Conocemos muchos compuestos orgánicos capaces de realizar esa función, compuestos llamados peróxidos, que son violentamente explosivos a la temperatura de la Tierra, pero estables a temperaturas tan bajas como las que en Júpiter se considerarían normales.
La química de la vida sería extrañamente distinta. Si hubiese habitantes inteligentes, aunque no demasiado, tal vez los sábados por la noche tratarían de olvidar sus penas con ayuda de una botella de etilamina, C2H5NH, en vez de recurrir a ese antiguo brebaje terrestre, el alcohol etílico C2H5OH. Para ellos, el compuesto H2O quizá fuese una sal sólida y blanca; de cualquier modo, sería parte importantísima de su dieta.
Y ¿en qué clase de mundo viven? Debe ser un mundo salvaje de animales pequeños. Ningún monstruo de treinta metros ha vivido nunca en tierras de Júpiter, pues habría quedado aplastado bajo su propio peso. Los animales han de ser pequeños para ser activos. Los elefantes no saltan. Quizá los seres comparables al hombre no tendrían más de sesenta centímetros de altura, pero sus músculos serían tan poderosos, que una pelea cuerpo a cuerpo con semejante gente (imposible debido a las diferencias de atmósfera y presión) sería muy peligrosa. Sus movimientos serían inconcebiblemente rápidos, como único modo de desplazarse en un medio ambiente afligido por una gravedad dos veces y media superior a la nuestra.
Las cosas caen con mayor rapidez. El salto de un animal agresor se presentaría a nuestros ojos como una mancha en movimiento pues, de no ser así, no lograría saltar ninguna distancia antes de que esa tremenda gravedad lo hiciera caer de nuevo al suelo.
El terreno sería duro, bajo y casi llano, pues ni siquiera la fuerza de las montañas podría elevarse muy alto contra esa gravedad sobrecogedora y eterna. Aunque la masa de Júpiter equivale a 300 veces la de la Tierra, en la superficie afortunadamente la gravedad no es 300 veces mayor, pues aquélla está más lejos del centro del planeta. A 150.000 kilómetros del centro de la Tierra, la gravedad es trescientas veces menor que a una distancia igual del centro de Júpiter, pero este planeta es mayor y la corteza se halla más lejos del centro.
Pero las colinas son bajas, pues la gravedad no deja de ser intensa. Los árboles son bajos y achaparrados, tal vez con troncos múltiples sosteniendo un sistema de ramas muy entrelazadas. Hay un buen motivo para ello, mejor dicho, dos buenos motivos: la gravedad —siempre la gravedad— y los vientos. No es el soplo suave de un planeta menor como la Tierra, sino ciclones aullantes, rugientes y estruendosos, que parecen recuerdos de aquel día bárbaro en que los planetas fueron creados en tres cortas horas. Vientos que ululan a más de trescientos kilómetros por hora. Esos son los alisios incesantes y permanentes de Júpiter: suavidades que amenizan todos los días del largo, largo año. Sabemos que existen en la atmósfera superior y, seguramente buena parte de ellos azota la superficie.
Hablando de la superficie... ¡Júpiter tiene muchísima! No sabemos qué proporción de ella está inundada, pero el planeta tiene una circunferencia de aproximadamente 310.000 kilómetros, y gira a una velocidad delirante: una vez cada diez horas, a 32.500 kilómetros por hora. Si alguna vez un Magallanes jupiteriano quisiera circunnavegar ese mundo, emprendería una tarea que incluso para la luz requiere un tiempo muy apreciable. ¡Júpiter es un planeta grande de verdad, una pieza de cuidado!
Y esa atmósfera terriblemente pesada será un problema cuando se dispongan a fabricar aeroplanos. Son bastante fáciles de hacer, casi cualquier cosa con un plano de sustentación puede sostenerse en una atmósfera tan espesa como terriblemente comprimida. Pero la velocidad es otra cuestión. Se necesita algo más que aerodinámica para avanzar en medio de esa sopa ultracondensada.
En tales circunstancias, probablemente el automóvil llevaría la mejor parte. Si pudiéramos ver a un conductor jupiteriano, sin duda daríamos gracias a los dioses del universo por no poder viajar con él. Tendrían la costumbre de tomar curvas en ángulo recto a sesenta u ochenta kilómetros por hora, frenar en seco a más de cien kilómetros por hora para detenerse en unos cinco metros. La circulación produciría el efecto de una de esas películas aceleradas de un paseo delirante a través de Nueva York.
¿Por qué? Porque aquí los frenos tendrían una eficacia mucho mayor; la masa del coche y su inercia serían las mismas, mientras su peso y, por tanto, la adherencia de sus ruedas serían dos veces y media mayores. La deceleración súbita, casi con características de choque frontal, no dañaría a los jupiterianos, con la tremenda musculatura que deberían poseer. Girar en redondo a sesenta por hora no sería peligroso, pues el coche estaría pegado al camino por la terrible sujeción de Júpiter.
¿Y las velocidades máximas? Esos sesenta u ochenta serían como avanzar aproximadamente a la misma velocidad por el agua. Si los frenos detienen rápidamente un coche, también lo hace la resistencia del aire. No sé qué emplearían como gasolina —tal vez peróxido de hidrógeno puro— pero tendrían que quemarlo con una rapidez increíble para lograr velocidad.
Y ¿con qué fabricarían estos automóviles? No con hierro; recordemos lo que pasó con las retortas de acero de Haber. Bajo estas condiciones, el hierro es un metal muy frágil.