Ojos desconocidos vigilan

John W. Campbell, Jr.

Todo el espacio llameó con una incandescencia insoportable; a lo largo de tres mil millones de kilómetros, gallardetes titánicos de fuego brotaron, se trenzaron y entrelazaron, gallardetes que resplandecían en tono rojo mate y se enfriaban donde se alargaban hasta la rotura, convirtiéndose en grandes coágulos arremolinados en el calor blanquiazul de la nueva creación. Disminuyendo poco a poco, alejándose, desaparecía el Destructor, la estrella vagabunda que había azotado mundos del Sol a medida que pasaba.

Dos mundos, ambos resplandecientes con el calor blanquiazul de la tremenda tortura que sus masas ya incandescentes recibían, se habían aproximado, atraído, pasado. Dos soles, ambos de un millón y medio de kilómetros de diámetro —que no temblaban, puesto que no eran sólidos sino gas ardiente— habían avanzado a velocidades terroríficas y violentas, suscitando tensiones gravitatorias al pasar, no a millones pero sí a cientos de kilómetros entre sí, terribles tensiones capaces de rasgar la tela infinita del espacio, Cada esfera de un millón y medio de kilómetros de materia increíblemente caliente acercándose, acercándose, llamas lanzadas que harían mundos, sistemas solares completos, rugiéndose entre sí como truenos cuyas simples vibraciones sonoras habrían pulverizado este planeta... y pasaron.

Pero esto es lo que paraliza mis pensamientos: ¡no puedo concebir que ese fenómeno, ese fogonazo de llamas que creó mundos, las explosiones que esparcieron planetas gigantes por cuatro mil millones y medio de kilómetros del espacio —toda esa catástrofe llameante— tuvo lugar, fue y pasó en menos de tres horas! Un acto tan trivial como leer esta revista lleva más tiempo, Pero esa catástrofe casi instantánea y descomunal engendró mundos que comenzaron a girar, a ser... y la estrella que la provocó pasó para siempre.

El encendido impulso de llamas que la hizo chirriar a lo largo de tres mil millones de kilómetros de espacio se enfrió poco a poco. Flamígeros rayos de calor fueron agavillados por las poderosas gravedades de los planetas en formación, hasta que prácticamente toda la materia dispersa quedó reunida en nueve grupos principales.

Pero no podía quedar así, pues los terroríficos calores que están enterrados bajo capas más frías de las estrellas habían sido lanzados al espacio abierto, y ni siquiera podría irradiar antes de acumularse suficientemente (los átomos calientes sólo pueden radiar cuando chocan con otros).