A fines de 1936, y supongo que estimulado por la lectura de Los cachorros humanos de Marte, ya no pude aguantar más. Me había hartado de escribir páginas interminables de fantasía, que no me conducían a ninguna parte, y decidí abordar por primera vez la ciencia-ficción.
No recuerdo los detalles de la primera obra de ciencia-ficción que quise escribir. Desde luego, era una novela. Una vez más, como si los fracasos no me hubieran enseñado nada, emprendí un relato largo, incoherente e invertebrado, semejante a la fantasía que acababa de abandonar y (en este sentido) semejante a mi The Greenville Chums at College de hacía cinco años. Inventaba a medida que adelantaba, y nunca sabía cómo iba a continuar la página siguiente.
No es que esto sea malo de por sí. Hoy en día, cuando empiezo una novela, nunca la tengo muy detallada y tiendo a crear a medida que avanzo. Pero siempre conozco el final; sé a dónde me dirijo. Hasta los diecisiete años no comprendí que esto era fundamental, que era importante conocer al menos la meta perseguida.
Estaba condenado a aburrir aquellos esfuerzos interminables y tortuosos. Por consiguiente, cuando me veía atascado en la arena movediza literaria, cosa que ocurría tarde o temprano, abandonaba. La novela de ciencia-ficción murió lo mismo que mis ensayos anteriores.
Lo que recuerdo de mi novela de ciencia-ficción es que al principio hablaba mucho de la quinta dimensión y que luego se producía alguna catástrofe que destruía la fotosíntesis (creo que no era en la Tierra). Recuerdo una frase palabra por palabra: «Bosques enteros se alzaban agostados y pardos en pleno verano». No sé por qué lo recuerdo.
El manuscrito se conservó hasta poco después de que yo hubiera comenzado a publicar mis cuentos. Recuerdo que lo releí en cierta ocasión (quizá fue en 1940) y noté que, en conjunto, el vocabulario de aquel esbozo era más extenso que el de los cuentos posteriormente publicados. En mis comienzos aún era tan ingenuo como para creer que eso no desmerecía mis cuentos, como si hubiera declinado mi capacidad literaria al simplificar el estilo.
Ahora que lo recuerdo me siento bastante incómodo al comprender que aprendí muy poco por medio del estudio detenido y el análisis inteligente de lo que leía, pues progresaba por mera intuición. Era ya un escritor conocido y aún ignoraba que existen libros y cursos para aprender a escribir.
Naturalmente, a veces afirmo que para mí fue una suerte no asistir a cursos ni leer libros de preceptiva literaria. Doy a entender que ello habría estropeado la espontaneidad de mi estilo, que me habría inducido a adoptar una redacción artificiosa, que me habría aprisionado con reglas que no podría respetar sin esterilizarme.
Como es lógico, esto puede ser una mera justificación destinada a aceptarme tal como era.
Bien, así era, y no hay que darle más vueltas. Durante mi época de estudiante sólo dediqué mi atención a las ciencias (a la química y las matemáticas sobre todo), restando importancia a los cursos de literatura, que me aburrían. Cuando me puse a escribir, seguí el camino de mi intuición.
Lo mismo que la «Astounding» de Clayton, «Wonder Stories» conoció un inesperado renacimiento. La adquirió una cadena de publicaciones sensacionalistas, que publicaba varias revistas con la palabra «Thrilling» en el título. Después de un lapso de tres meses, «Thrilling Wonder Stories» regresó a los puntos de venta en agosto de 1936. Y sólo costaba quince centavos.
Fue un gran fracaso. En sus últimos tiempos, «Wonder Stories» había mantenido una dignidad, realzada por las cubiertas de Paul, artista íntimamente asociado a la historia de la ciencia-ficción de ese decenio. Pero ahora «Thrilling Wonder Stories» era realmente una revista sensacionalista: por su nombre, por sus cuentos, e incluso por su presentación. En efecto, las primeras cubiertas de la nueva época solían representar seres extraterrestres con ojos tan saltones, que los aficionados empezaron a hablar de «monstruos de ojos de cucaracha», expresión rápidamente abreviada con el término de «bems» («bug eyed monsters»), para satirizar la ciencia-ficción ramplona.
Pero a veces «Thrilling Wonder Stories» publicaba relatos interesantes. En su tercer número, el de diciembre de 1936, apareció Los ladrones de cerebros de Marte, de John W, Campbell, Jr.