Tercera parte
1936

A principios de 1936 descubrí en mi fuero interno un gran deseo que ya no podía reprimir: quería una máquina de escribir.

A menudo había visto máquinas de escribir, aunque siempre en oficinas comerciales, es decir fuera de mi mundo. Habría sido lo mismo que verlas en los escaparates de una joyería.

La vez que estuve más cerca de una máquina de escribir fue en 1928, cuando mi padre compró la segunda tienda de golosinas. Nos mudamos a la vivienda que había sobre la tienda y convivimos varios días con los propietarios anteriores, hasta que éstos se mudaron a su vez.

En el piso había una máquina de escribir. En aquel entonces yo tenía ocho años, aún no había descubierto la ciencia-ficción y, por tanto, no soñaba con escribir. Sin embargo, se estableció una extraña atracción entre ella y yo, una especie de inexpresado amor a primera vista. Recuerdo que la tocaba, la miraba con curiosidad, pulsaba a medias las teclas, me preguntaba cómo funcionaría y esperaba que, de algún modo, quedase allí olvidada cuando se mudaran los anteriores propietarios.

No fue así. Se la llevaron.

Naturalmente, no cabía ni pensar en que nosotros pudiéramos conseguir una. Por ello escribí The Greenville Chums at College a lápiz, y durante los cinco años siguientes no conseguí nada mejor que una estilográfica.

Pero en 1936 supe que necesitaba una máquina de escribir. Sencillamente, era demasiado molesto escribir a mano y yo quería hacer trabajos serios en el campo literario. Mi mejor argumento, naturalmente, sería que al haber ingresado en el Colegio universitario, tendría que escribir ejercicios y apuntes, para lo cual hacía falta una máquina de escribir. Armado con este argumento, me enfrenté a mi padre.