Coloso
Su (la de ciertos astrónomos) representación es el modelo de un universo en expansión. El super-sistema de las galaxias se dispersa como una bocanada de humo. A veces me pregunto si no podría existir una realidad a escala mayor, donde aquél no fuese efectivamente más que una bocanada de humo.
SIR ARTHUR EDDINGTON
The Expanding Universe
Como una llama en el cielo, el estratoplano dorado y rojo sobrevoló el monte Everest y se lanzó hacia la cumbre. Hasta hacía pocos años, aquel pico permanecía invencible y casi desconocido, un desafío para el hombre. Las tempestades invernales azotaban aquel techo del mundo, y el frío competía con los precipicios para dificultar la conquista. Esos terribles vientos soplaban todavía, pero una torre edificada por el hombre se alzaba más alta que la vieja cumbre y una pista de aterrizaje, que era un triunfo de la audacia y el genio de los ingenieros, se extendía sobre el espacio adyacente a la torre.
El estratoplano aterrizó y rodó por la pista hasta detenerse. El hombre que descendió, Duane Sharon, parecía distinguido a pesar del voluminoso «mono» de aviador.
Sus manos eran poderosas. Ninguno de sus rasgos era demasiado notable: la cabellera de un castaño vulgar, el rostro curtido, la nariz de un perfil nada clásico y los ojos grises que se encendían o suavizaban según exigiera la ocasión. Pero la impresión de conjunto era simpática; tenía una especie de soltura y personalidad agradable.
Anduvo hacia el gran observatorio de la LIDC, Liga Internacional para el Desarrollo de la Ciencia. Se necesitaron quince años para construir y equipar aquel observatorio proyectado ya en 1960.
Al entrar en la torre se identificó y dedicó una broma al guardia antes de encaminarse a la sala de observación.
El reflector de diez metros del Observatorio Monte Everest probablemente no sería superado jamás. En la Tierra, no se podía hacer más para superar las limitaciones de la atmósfera, los metales y la óptica. Gracias a aquel espejo gigantesco, montado en un telescopio cuya construcción había exigido años de esfuerzos y la colaboración de muchas grandes inteligencias, a fin de producir un instrumento de precisión, delicadeza y alcance sin precedentes, equipado con todos los medios deseados y conocidos por los astrónomos, el estudio del universo había adelantado un salto descomunal.
Un hombre de rasgos ascéticos estaba trabajando con el reflector. Debía tratarse de una especulación ociosa, pues aún no se había puesto el sol. Cálculos y símbolos, ecuaciones y simplificaciones cubrían una pizarra que estaba a su lado. Sobre una mesa, junto a un montón de fotografías, mapas y libros, aparecía un rimero de páginas escritas. El profesor Dowell tenía su propio gabinete, pero generalmente trabajaba en la sala de observación. Allí la temperatura se mantenía constantemente a 30 grados bajo cero, lo cual requería la protección de ropas especiales así como gafas contra la escarcha para ver con claridad.
Dowell no alzó la mirada hasta que Duane se detuvo a su lado. Aun así tardó algunos momentos en hacerse cargo de la presencia del otro.
—¡Hola!. ¿Te molesto? —preguntó Duane.
Dowell, pestañeó. Una expresión distante desapareció de sus ojos.
—No. Celebro que hayas venido. Toma una silla... Siéntate.
—Gracias, pero he venido sentado una hora en el avión. Prefiero estar un rato de pie. ¿Hay alguna novedad? ¿En qué piensas?
El astrónomo se acercó a la pizarra cubierta de cálculos.
—¿Recuerdas que anteayer te mostré nuestras fotos de una nebulosa de trigésimo primera magnitud en la constelación de Orión?
—¡Desde luego! Tú dijiste que representaban un hito en la astronomía.
—¿Eso dije? Sí, sí, sin duda. Pensar que sólo alcanzábamos a distinguir dieciocho magnitudes hasta que construimos este telescopio, y que ahora son treinta y una, mientras el universo conocido se dilata a casi mil millones de años luz.
—¡No! —protestó Duane—. ¡Eso es demasiado!
El profesor no lo oyó.
—Me desconcierta un fenómeno en la trigésimo segunda magnitud.
—¿De qué se trata?
—¡No existe trigésimo segunda magnitud!
Duane reflexionó y encendió un cigarrillo.
—Muy interesante —comentó—. Pero no lo entiendo.
Dowell se mostró irritado.
—Yo tampoco. Hace varias noches fotografiamos esa nebulosa de trigésimo primera magnitud. Según la teoría de Jeans y las ecuaciones de Valma para el universo en expansión, deberían existir nebulosas hasta la cuadragésima magnitud aproximadamente.
—¿Y no existen?
—Exacto.
—¿Cuál es la explicación?
—No lo sé, pero sólo hay dos respuestas. O Valma estaba equivocado, aunque esto es inconcebible, o toda nuestra teoría del universo es errónea.
Duane consideró esta posibilidad.
—¿Cómo?
Dowell paseaba nerviosamente de un lado a otro.
—Supongo que conocerás las tres teorías más importantes acerca del universo. Según la más antigua, el espacio es ilimitado y se extiende indefinidamente en todas direcciones. Luego tenemos la teoría formulada por Einstein a principios de este siglo, según la cual el espacio está afectado por una curvatura que lo hace regresar sobre sí mismo. Después de la hipótesis de Einstein, un grupo encabezado por Jeans sugirió la idea del universo en expansión, que crea espacio a medida que se expande, pudiéramos decir.
—Sí, conozco estas teorías y algunas otras —comentó Duane.
—Sin duda. Pero no existen nebulosas ni manchas oscuras desde la trigésimo primera hasta la cuadragésima magnitud. Y deberían existir. Tenemos varias explicaciones para este hecho. Tal vez el universo ha dejado de dilatarse, Quizá se ha estancado e incluso es posible que ahora esté contrayéndose. ¡Ah! Si Einstein tenía razón, tal vez los conglomerados más lejanos se han desviado a través de la curvatura del espacio, de modo que ahora se acercan a nosotros en vez de alejarse. Ello explicaría el sorprendente número de agregados entre las magnitudes vigésimo novena y trigésimo primera. Es posible que la teoría más antigua sea la acertada, y que algún factor desconocido nos impide ver las galaxias más allá del trigésimo primer orden. Y aún quedan otras posibilidades.
—¿Qué supones?
—No sé —respondió Dowell, quejumbroso—. Pero hay una cuarta alternativa que ha estado a punto de enloquecerme sólo con pensar en ella.
—¿Cómo es eso? ¿De qué se trata?
Dowell se limpió las gafas.
—No sé si acertaré a explicarlo, pues el concepto es demasiado amplio. Bien, presta atención. Conoces las teorías atómicas. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que los miles de millones de estrellas que forman los millones de nebulosas y galaxias de todo nuestro universo podrían ser únicamente los electrones de un superátomo, por encima del cual podrían existir seres inmensos, lo mismo que nosotros habitamos la superficie de la Tierra? Este concepto explicaría la ausencia de nebulosas más allá de la trigésimo primera magnitud. De allí en adelante existiría un límite externo, un plano invisible de energía y tensión que incluiría nuestro universo, pero que formaría el sustrato sólido para otros seres. La materia sólida no existe. El suelo aparentemente sólido que pisamos es, en última instancia, átomos, electrones, vibración, y entre cada partícula hay distancias comparativamente tan grandes como las que existen entre las estrellas y las galaxias —la voz del astrónomo tembló al desarrollar tan tremenda especulación—. ¡Piensa lo que podría ocurrir si alguien de la Tierra consiguiera abrirse paso a través de ese superátomo!
Duane lo pensó.
—Es una idea desconcertante. Llevándola al límite, nuestro átomo gigante podría ser uno entre miles de millones de otros mundos-átomos, a una escala que ni siquiera podemos imaginar, y todo ese superuniverso formaría... ¿qué?
—¡Una molécula! ¡Y en ese universo aún más vasto podrían existir seres aún más tremendos! Y esa molécula podría ser sólo una entre los miles de millones de moléculas esparcidas a través de billones de billones de billones de años-luz de espacio e incluso podrían formar...
—¡No! —gritó Duane—. ¡Es demasiado! ¡Esto excede a mi capacidad de comprensión!
Observó el reflector. Cuando llegara el ocaso, su ancho disco recogería la luz de las estrellas más alejadas, luz que ya viajaba cuando la tierra emergió de entre mares humeantes y formó los primeros continentes sobre la Tierra joven. Luminarias del infinito, las estrellas dejarían huella de su existencia en las placas, para ser analizadas por hombres como Dowell.
En la antigüedad, los profetas contemplaban el cielo nocturno y se inclinaban ante Dios, que hizo de la Tierra el centro del universo de estrellas fijas. Luego los sabios demostraron que el Sol no era sino el centro de un sistema planetario que se movía en un universo. Más tarde, los astrónomos descubrieron que la nebulosa espiral de Andrómeda era otro universo galáctico situado a ochocientos mil años-luz, y que Vía Láctea era sólo una galaxia entre miles.
De este modo, la nómina de campos estelares aumentó, los límites se dilataron y la imaginación de los hombres, abarcando cada vez más, conoció nuevas glorias a medida que los límites del universo se alejaban y su profundidad hacía vacilar la comprensión. Más allá de las estrellas estaban las nebulosas gaseosas, espirales y helicoidales, con grandes vacíos intermedios; hasta 1933 fueron identificadas alrededor de treinta millones de galaxias en una extensión de doscientos millones de años-luz; en la época de Duane, gracias al telescopio del monte Everest, la extensión abarcaba ochocientos millones de años-luz, que incluían ciento cincuenta millones de galaxias, cada una de las cuales estaba compuesta por millones de estrellas.
—Dime —rogó Dowell—, ¿cómo anda el «Pájaro Blanco»? ¿Ya está listo? He sido un estúpido al aburrirte con mis conjeturas.
—No digas eso —respondió Duane—. No me has aburrido. La sola idea de un espacio ilimitado es tan excitante como la misma vida. En cuanto al «Pájaro Blanco», estará terminado en octubre. Ahora estamos instalando los convertidores de energía. Creo que en septiembre podremos efectuar las primeras pruebas.
—Comprendo. ¡Quizá tengas el honor de informarnos a nosotros, los astrónomos, cómo es en la realidad el otro universo!
Duane respondió:
—Mucho antes habrás completado una teoría que confirmaré con mi viaje. Aún pienso si la teoría de que me hablaste hace un rato podría ser cierta. ¿Qué sucedería si el «Pájaro Blanco» pudiera llevarnos hasta el límite?
—Si en ese átomo gigante hubiera seres, jamás te verían, pues tu tamaño relativo sería infinitesimal. Nosotros no podemos ver un electrón, para no hablar de lo que podría existir en un electrón. Y no podrás llegar al límite, ni que vivieras un millón de vidas, ni siquiera viajando a la velocidad de la luz.
—Es verdad —respondió Duane pensativamente—, pero no te he contado toda la historia. El «Pájaro Blanco» recoge emanaciones y radiaciones intraespaciales. Su potencia es ilimitada. Puede alcanzar una velocidad máxima de miles de años luz... ¡por segundo!
—¿Cómo? —chilló Dowell, con el rostro encendido de excitación—. ¿Comprendes lo que eso significa? ¡Tú y el «Pájaro Blanco» os dilataríais en el sentido del vuelo hasta llegar a ser tan rarefactos como un gas! ¡Vuestro tamaño original aumentaría miles o millones de veces! ¡La nave se dilataría lateralmente y también transversalmente a causa de la energía absorbida del universo! ¡Podrías volverte más grande que la Tierra, el sistema solar o incluso nuestra galaxia! ¡Serías un Coloso! ¡Y no notarías cambio alguno, pues no tendrías nada para hacer la comparación! ¡Duane, si lo haces, tal vez consigas atravesar ese átomo gigante y tú también serías visible y podrías observar lo que existiera más allá!
Duane, anonadado, parecía estar soñando.
—¡Qué idea tan vertiginosa! —murmuró, sorprendido—. ¡Es demasiado para que yo pueda meter semejante razonamiento en mi cerebro!
—¡Un Coloso! —balbució Dowell como si aquella visión, aquella cumbre de la especulación cósmica, dominara su mente y ejerciera una fascinación hipnótica—. ¡Coloso del tiempo, el espacio y la materia!
—La mera mención de semejante viaje me aterra.
—Me gustaría acompañarte.
—Nada me agradaría más.
—Lo sé, pero si Anne te acompaña... lo había olvidado. ¿Supongo que quieres ver a Anne?
Duane, una vez rota la ilación de su delirio cósmico, hizo gestos de burlona indiferencia.
—¡Ah! ¡Por favor, no! ¡Qué me importa Anne! Sólo vengo de Estados Unidos para cerciorarme de que el monte Everest sigue en su sitio.
—¡De acuerdo! —terció una voz melodiosa, pero que ahora sonaba con acento sarcástico—. ¿Conque has venido a ver al monte Everest y no a mí? ¡Pues quédate con el monte Everest!
Con verdadera indignación femenina, la muchacha que había entrado volvió a salir dando un portazo.
Anne no era bella como la Mona Lisa ni como una estrella de cine. Poseía, en cambio, viveza de expresión, claridad de pensamiento y un atractivo poco habitual. Sus cualidades dinámicas eran una inteligencia viril, acompañada de energía y originalidad. Sus características estéticas eran la inconstancia femenina, un cuerpo de patricia, los rasgos nórdicos y la cabellera color castaño, paso rítmico y belleza de movimientos.
Sin duda resultaba más deslumbrante cuando aparecía enfadada como en aquel momento, pues el triunfo de las emociones sobre la razón daba a su rostro una especie de encanto nervioso debido al conflicto entre la fuerza y la debilidad.
Duane se volvió hacia Dowell.
—Si me disculpas, trataré de reparar el daño. Yo...
—Corre; no pierdas el tiempo.
No tardó mucho en encontrar a Anne, Necesitó paciencia para calmarla. No era necesario, pero le encantaba ponerla de buen humor. El juego del asedio y la comedia del amor no cambiarían por más siglos que tardase la Tierra en llegar a su ocaso.
Las vacaciones de agosto llegaron a su fin. Septiembre entró con una orgía de colores en los bosques y prados. La construcción del «Pájaro Blanco» tocaba a su fin. El profesor Dowell sabía que el lanzamiento era inminente. Anne también. El mundo lo ignoraba. Duane opinaba que sobraría tiempo para comunicárselo al mundo después... del éxito o el fracaso.
Una noche sin viento, cuyo frío anunciaba la helada, él y Anne se hallaban junto al «Pájaro Blanco», en Havenside, al norte de Nueva York.
—Puede suceder casi cualquier cosa —dijo Duane con seriedad—. Que la nave no funcione, que algo vaya mal; incluso corremos peligros inaccesibles al estado actual de nuestros conocimientos. ¿Todavía insistes?
Anne le miró con ojos en los que se leía un ligero fastidio.
—No soy una niña. Deja tu manía protectora y pongámonos en marcha.
Duane suspiró. El realismo de Anne le desconcertaba.
Los ojos de la muchacha brillaron al contemplar el «Pájaro Blanco».
—Sólo tú podías construir algo tan bello —comentó, y abrazó impulsivamente a Duane. Se apartó cuando él intentó retenerla y se burló del joven, incitándole—: ¡Esto no ha sido una invitación, Duane!
—¡Demonio si no lo ha sido! —gritó exasperado Duane, y echó a correr detrás de la rápida muchacha.
Llegaron agitados a la entrada del «Pájaro Blanco».
La nave larga y baja descansaba a la luz de la luna llena, Brillaba con resplandor fosfórico. El cilindro de treinta metros de longitud y menos de tres metros de diámetro tenía ambos extremos en ojiva. El casco era de cristalita, aquel extraño elemento al que corresponde el número noventa y nueve. Inventado por los químicos, poseía la transparencia del cristal, el color del platino y una resistencia a la tensión mayor que la de cualquier otro metal, así como un punto de fusión superior a los seis mil grados centígrados.
El interior del «Pájaro Blanco» sólo contenía lo imprescindible: la cabina del piloto, un camarote, un pañol y los compartimientos de energía delantero y trasero. Parecía un torpedo estrafalario, al ser transparente el casco, mientras los mamparos eran de vanacromo, ese acero delgado, elástico y prácticamente indestructible.
Contemplar el «Pájaro Blanco» era como observar una casa de cristal, aunque de forma cilíndrica, y ver su interior; una vez dentro, en cambio, ningún cuarto podía verse desde otro.
—Jamás me acostumbraré a esta distribución —comentó Anne mientras entraban—. Todo el mundo puede ver lo que hay dentro, mientras yo he de pasar de un lugar a otro para verlo.
—No es mala idea —respondió Duane jocosamente. Anne bajó los ojos, Duane se puso en actividad. De súbito, gritó—: ¡En marcha! —y apretó un botón.
El «Pájaro Blanco» despegó trazando una curva, como un pájaro de verdad al remontarse después de un picado.
—¡Oh! ¡Has debido advertirme! —exclamó Anne, pero en seguida se tranquilizó. La gran aventura había comenzado—. ¿No es extraño? —preguntó con una vocecita tímida y con los ojos muy abiertos.
—Es un milagro —replicó Duane; sus dedos acariciaban los mandos mientras hablaba—. Pensar que un sencillo condensador-transformador recoge las radiaciones cósmicas que nos rodean, las convierte en energía y nos hace avanzar. ¡Energía por radio, más energía de la que necesitamos, sacada del éter!
Anne salió de su asombro, pero parecía una muchacha distinta, más poética. Había una nueva luminosidad en su rostro mientras contemplaba el impresionante espectáculo de los cielos.
El «Pájaro Blanco», a una velocidad uniformemente acelerada, traspasó la estratosfera.
El cielo se ennegreció sobre ellos. Las estrellas resplandecieron con una claridad que encandilaba los ojos.
Luego el Sol del sistema solar apareció más allá de la Tierra; su luz y el resplandor reflejado desde la Tierra y la Luna bañaron al «Pájaro Blanco» con un brillo tan intenso que Duane y Anne hubieron de ponerse gafas y el interior de la nave se entibió notablemente a pesar del casco de cristalita.
Había gloria en los cielos, en la inmensidad del espacio, con la infinita majestuosidad de estrellas cuyos matices iban del blanco brillante al naranja débil y lejano, del azul claro al rojo llama y el verde esmeralda. La belleza cósmica impuso silencio a nuestros viajeros.
Los expedicionarios guardaron silencio largo rato y el «Pájaro Blanco» siguió volando, lejos de la Tierra, acercándose a la Luna cada vez más veloz.
Anne rompió el silencio. Apuntó con la mano hacia el universo.
—Si ahora nos afecta tanto —dijo sencillamente—, ¿qué sentiríamos allí? —señaló la estrella más lejana, hacia la nebulosa espiral de Andrómeda.
—Cuando vuelva de allí quizá pueda responderte —repuso Duane.
Una expresión soñadora veló un instante los ojos de Anne, que brillaban con un fervor casi místico.
—Tengo una idea extraña, Duane, Tal vez no sea tan diferente de la Tierra. Allí todas las cosas están relacionadas entre sí. Todas las primaveras crecen los mismos árboles, sale el mismo sol y los días son semejantes. No hagas esa mueca escéptica... ya entiendes lo que quiero decir. Claro que no son los mismos árboles, que los días difieren en el tiempo y que no hay dos personas iguales, pero de todos modos la naturaleza se repite a sí misma y parece existir como una pauta para todo, una norma que se extiende a todo y se repite una y otra vez —terminó la frase apresuradamente, balbuciendo las palabras.
—Supongo que tienes razón, Pero, ¿quién puede saberlo? —musitó Duane—. Yo no lo sé. Y creo que nadie lo sabrá, a menos que consiga ir hasta allá, donde terminan las estrellas.
—¿Por qué no hemos de ser nosotros? —una nota febril dio gravedad a la voz de Anne y sus mejillas se encendieron de excitación.
—¿Nosotros? —repitió Duane—. Pues... se lo dije al profesor Dowell y bromeamos acerca de ello pero, en realidad, no me proponía ir más allá de los planetas.
Misteriosos ensueños ardieron en los ojos de Anne.
—Me gustaría saber qué hay más allá de las estrellas.
Esta pregunta, a la que los filósofos más sabios nunca han sabido contestar, y que los astrónomos más capaces han intentado en vano resolver, sólo suscitó un largo silencio reflexivo en Duane.
—No sé —repuso finalmente—. El profesor Dowell cree que se podría llegar al límite y descubrir que todo nuestro universo no es nada más que un átomo, y ese gran átomo podría ser sólo uno entre miles de millones, formando una molécula aún más gigantesca. Mira, Anne, si él tuviera razón...
Anne se mostró espantada.
—¡Qué idea! Se podría enloquecer al pensar en ello. ¡Me da pavor!
—¡No me extraña!
—Una vez asistí a un curso de biología. Si esencialmente somos materia, las partículas constituyen átomos, que forman células, que a su vez componen órganos, y éstos son parte del cuerpo. Si fuese así, Duane, y alcanzases el gigantesco átomo-mundo y pudieras seguir adelante, quizá conocerías un enorme organismo viviente, donde la Tierra sería sólo parte de una célula.
—¡Ahora eres tú quien me da pavor! Ni lo pienses. Es una idea enloquecedora. ¡Como mucho, logro imaginar el átomo gigante!
Anne prosiguió, inquieta, con mórbida insistencia:
—Querido, tal vez alguien como tú situado en una partícula invisible dentro de ti está viajando ahora mismo hacia el exterior en una nave espacial, y está a punto de atravesar una célula...
—¡Anne!
—...Y tú notarás tan sólo un tironcito en el costado, y tal vez él seguirá avanzando y finalmente saldrá por tu cerebro y...
Duane interrumpió aquella descripción implacable y demasiado vivida mediante el sencillo procedimiento de besar los labios tentadores de Anne.
—¡Ay! —se apartó—. ¡Qué hombre! ¿Sólo piensas en eso?
—¡Sólo cuando estoy contigo! —repuso ingenuamente, y luego recobró la seriedad—: Anne, no olvides que hoy por hoy el mundo es una mina de pólvora. Si estalla la guerra, cesarán todos los viajes.
—¡La guerra! —se enfureció—. ¿Serías capaz de dedicarte a matar, y renunciar a la búsqueda de algo mucho más importante que todas las guerras de la historia? ¡Si hicieras eso dejaría de quererte!
Duane guardó un pensativo silencio.
De las visiones más allá del infinito y de la eternidad pasaron poco a poco a especulaciones sobre la Luna, que cada vez se veía más grande en lo alto. La ingravidez que Duane y Anne debían experimentar a medida que se alejaban de la atracción terrestre no se materializó, pues era contrarrestada por la aceleración del «Pájaro Blanco».
La Luna aumentó de tamaño e interceptó un quinto, un décimo, un quinto del cielo. Los viajeros creyeron cambiar de dirección. En vez de viajar hacia arriba, descubrieron que caían. Las nuevas perspectivas espaciales originaron nuevas experiencias y sensaciones desconocidas. Habían sido lanzados hacia arriba desde la Tierra; ahora descendían sobre la Luna.
Duane desconectó la transmisión de energía. El «Pájaro Blanco» cayó a una velocidad vertiginosa. Conectó los repulsores delanteros, descargando sobre la superficie de la Lima un bombardeo invisible de energía que casi neutralizó la velocidad.
El «Pájaro Blanco» cayó con menos rapidez, se detuvo y finalmente quedó suspendido a pocos cientos de metros de la superficie lunar.
—¡Sólo Doré pudo soñar una cosa así! —exclamó Anne.
Grandes cráteres se abrían en la superficie. Masas de escorias y lava cubrían las laderas de volcanes extinguidos, y grietas que semejaban tajos hechos por espadas de gigantes surcaban sus llanuras.
Lechos de mares muertos y continentes yermos daban a entender que mucho tiempo atrás había existido vida; esto y ciertas formaciones que podían interpretarse como ruinas de ciudades; masas de granito, bloques de mármol y basalto, cuarzo y sílice dispuestos en figuras geométricas. Aquellos pedregales, ¿eran restos de ciudades? ¿Acaso había florecido allí la civilización de una raza desaparecida, cuyas obras se desmoronaban bajo la constante erosión del tiempo? ¿Qué leyendas y archivos, conquistas e historias podían yacer bajo aquellas ruinas?
Duane lanzó un profundo suspiro. El hombre no llegaría a saberlo jamás. Aunque una gran curiosidad le incitaba a estudiar los enigmas de la Luna, eran mayores los peligros y aún más grande la meta de sus sueños, Todo el universo era un misterio. ¿Qué había más allá? ¿Dónde estaría el fin, si uno emprendía la marcha y viajaba al azar en cualquier dirección hasta los límites del espacio o de la vida humana?
—¡Aterricemos! —gritó Anne—. ¡Imagina... lo que sería pasear por la Luna! ¡Podemos hacerlo con tus trajes espaciales!
—Ahora no. Hemos de regresar a la Tierra, Es muy poco lo que podemos ganar si aterrizamos, y demasiado lo que podríamos perder.
Anne estaba contrariada.
—¿Todo este viaje, tantas dificultades, para no averiguar siquiera lo que hay en la Luna?
Duane, exasperado, maldijo para sus adentros esa calamidad del deseo femenino, esta ansia de agotar el momento. En voz alta, respondió:
—Podemos regresar cuando queramos. He demostrado lo que me proponía: el «Pájaro Blanco» funciona. Regresemos a casa. El próximo viaje nos llevará... bien, espera y verás.
—¿Adónde iremos?
—Lejos. Hasta el fin de las cosas, sea donde fuese. El «Pájaro Blanco» puede hacerlo y yo iré a donde el espacio termina. Lo que esté más allá del universo, el espacio vacío e infinito o el átomo gigante... eso es lo que voy a ver. Contigo.
Los ojos de Anne se iluminaron. Tenía el anhelante aspecto de una mística al recibir una visión de gloria. El arrobamiento transfiguró su rostro mientras miraba el infinito como si contemplase lugares ignotos. Safo debió tener un aspecto tan hermoso y extasiado cuando se detuvo sobre un acantilado de Lesbos y observó el horizonte azul y el mar oscuro como un vino. El rostro de Anne nunca había sido tan bello como en aquel momento, y no volvería a serlo. Mientras la observaba, Duane comprendió en parte lo que sentía, aquel supremo sentido de lo maravilloso del que sólo gozan los filósofos, los grandes poetas y los profetas.
Alejandro, deseando más mundos que conquistar; Marco Polo, abriéndose paso a través de tierras legendarias; Colón, surcando aguas desconocidas; Peary, alcanzando el techo del mundo; Lindbergh, volando por los cielos: los fantasmas de los grandes exploradores y viajeros del pasado le rodearon, y sintió que aquellas presencias invisibles le incitaban a su viaje, para el cual la historia y el pensamiento casi no tenían parangón. La exaltación espiritual se apoderó de ambos, y se abrazaron espontáneamente, en una unidad de propósito y visión.
—Volvemos a casa —murmuró Duane al fin.
—Y allá lejos —repitió Anne. Levantó los ojos hacia él y Duane, aun creyendo conocerla bien, quedó sorprendido ante la profundidad insondable que se veía en ellos.
Casi a su pesar, dirigió el rumbo del «Pájaro Blanco» hacia la Tierra. Las ruinas blancas, los peñascos y cráteres de la superficie lunar se alejaron rápidamente. Los contornos se suavizaron y, por último, el disco plateado de la Luna flotó en el espacio, resplandeciente, hermoso y bañado en un suave brillo. Luego contemplaron la majestuosidad de las estrellas, la procesión de la Vía Láctea y la Tierra cada vez más grande. Una sensación de euforia elevó a Duane hasta la cumbre de la intoxicación mental.
Allí, en el espacio abierto, experimentaba un sentimiento de libertad desconocido hasta entonces. ¿Sería por la proximidad de Anne, cuya simple presencia le influía extrañamente? ¿Un efecto secundario de la ingravidez? ¿La inevitable exaltación por el buen resultado de aquel viaje preliminar? Miró la Luna y la Tierra, el Sol y las estrellas, el gran vacío del más allá, y nuevamente a Anne. Los ojos de la muchacha le confortaban, sobre todo al mirarle tan grandes y confiados como ahora. Duane la colocó a su lado en el viaje de regreso. Existía una mutua necesidad de compañía en medio del espacio omnipresente.
Septiembre cedió el puesto a octubre y los arces compitieron con los robles en un delirio de tonos bermejos, leonados y pardos. La Tierra palpitaba de actividad. Se industrializaba África, se aprovechaba la energía de la corriente del Golfo, se capitalizaba la energía del Sol, Rusia socialista, poderosa y desafiante en el hemisferio oriental, ponía dique al peligro amarillo en el norte de Asia. Los que fueron Estados Unidos, sometidos a la dictadura de un socialismo industrial y capitalista, más ricos y poderosos que nunca, apartaban a los ineptos, eliminaban a los tarados mediante la eutanasia y esterilizaban a los criminales; al mismo tiempo, intentaban erigirse en dominadores del mundo occidental.
La rivalidad económica en el nuevo mercado de África provocó situaciones de tirantez entre Inglaterra y los Estados Unidos. El espantoso mecanismo oculto de la competencia y la insensatez diplomática parecían conducir a una nueva Guerra Mundial. Rusia y los Estados Unidos contra Japón e Inglaterra era el nuevo reparto de alianzas entre los titanes, mientras el resto del mundo iba a verse incluido en un holocausto que sin duda representaría el fin de la civilización.
Duane hojeó el periódico. Los titulares decían: «Japón crea una nueva milicia auxiliar femenina; Gran Bretaña afirma poseer un nuevo germen terriblemente letal».
—El mundo está loco —musitó—. Espero que esta matanza haya terminado antes de que regresemos.
Las reformas del «Pájaro Blanco» estaban muy adelantadas: ajustes en los delicados mandos de energía para que la nave tuviera más empuje, Correcciones en su casco sensible para aumentar al máximo la captación de rayos cósmicos, de la atracción gravitatoria y las repulsiones atómicas; corrección de los instrumentos a favor de la precisión. Tales cambios debían quedar ultimados para que el «Pájaro Blanco» emprendiera su tremendo viaje hacia el fin del universo.
Los trabajos progresaban y el mundo se hundía en el desastre. Las nubes de la guerra, que ya se divisaban, eran cada vez más negras, y Duane se impacientaba. ¿Qué importaban las querellas de la humanidad, cuando estaba a punto de realizarse un proyecto tan vasto?
Diecinueve de octubre. La niebla inauguró el día en Havenside. A mediodía lloviznaba y el cielo era de un gris plomizo. Duane paseaba de un lado a otro, inquieto. Aquella noche tendría lugar el lanzamiento. El «Pájaro Blanco» se lanzaría hacia los confines del universo, en un intento de resolver uno de los mayores enigmas con que se enfrenta el hombre: el misterio del espacio.
Las doce en punto trajeron una nota agorera. Duane, como siempre que estaba nervioso, se sentó ante el piano portátil y tocó algunos pasajes de sus piezas preferidas: una fuga de Bach, el frenético ostinatto del Bolero de Ravel, la briosa Malagueña de Lecuona, algunos compases de la suite Peer Gynt de Grieg. Y mientras tocaba, la magia de la supersónica transformaba, en una pantalla que tenía enfrente, el sonido en luz y color tejiendo una sinfonía visible.
Duane había llegado a un impresionante pasaje de The Hall of the Mountain King cuando el televisor anunció lo siguiente: «El conde Katsu Irohibi, ministro de guerra de Japón, anunció a las 11.55 de esta mañana que su país estaba dispuesto a lanzar bombas de un nuevo tipo en cualquier parte del mundo y por mando a distancia, salvo que cese inmediatamente la agresión rusa en Asia Central, y los Estados Unidos e Inglaterra toleren la concurrencia japonesa en el desarrollo de África».
Duane sintió una creciente impaciencia. Angustiado, quiso volar inmediatamente al Everest y recoger a Anne. Pero la muchacha no estaría libre hasta las dos, cuando ella y el profesor Dowell hubieran analizado las fotografías de la noche anterior en un esfuerzo más por comprender el Cosmos y descubrir el secreto del asombroso vacío más allá de las nebulosas de la trigésima primera magnitud.
Aporreó sonatas, fugas y fragmentos de sinfonías. La llovizna se convirtió en un verdadero chubasco que azotó los robles y los álamos, arrancándoles rumores quejumbrosos.
Cerca de las doce y media, el televisor ladró: «Rusia ha reaccionado al ultimátum japonés de las 12.25 de hoy, desmintiendo que su presencia signifique una agresión, y afirmando su propósito de defender a ultranza sus derechos territoriales en Asia Central. Los gobiernos británico y norteamericano han presentado simultáneamente una toma de posición en cuanto a su política africana, negando el derecho de intervención a cualquier tercero. Las fuerzas defensivas y ofensivas de Rusia han sido movilizadas, al igual que las del Japón, según informaciones no confirmadas. Se espera que Inglaterra vote en cualquier momento una ley de emergencia nacional. Según informaciones procedentes de Washington, John L. Caverhill, dictador de Estados Unidos, definirá en breve nuestra postura. La situación se ha vuelto más tensa. Los analistas temen una repetición de la Guerra Mundial a escala mucho más amplia. Se llevan a cabo grandes esfuerzos para evitar un conflicto armado pero...» Duane dejó de prestar atención.
¡Proféticas nubes de guerra! Los acontecimientos se sucedían con demasiada rapidez en un mundo de frágil equilibrio económico. Duane volvió la espalda a la imagen del locutor y se dirigió hacia la estratonave.
Recibió toda la furia del temporal; pronto el agua corrió en hilillos sobre el impermeable que se había puesto. Era una lluvia densa, copiosa e incesante la que caía de los cielos color pizarra. Las naciones iban derechas al desastre La amenaza de la guerra se cernía más oscura que cualquier nube. La matanza en masa estallaría quizás al anochecer... y su sueño quedaría destruido, Duane no se hacía ilusiones. Sabía que si se declaraba la guerra iba a verse movilizado, como tantos otros millones de otros peones en aquella partida de los reyes de la economía. Él combatiría por razones de lealtad, patriotismo y otras muchas, pero lo haría de mala gana, al ver comprometida una meta mucho más elevada.
Tomó su estratoplano y se dirigió hacia el Tíbet. Cuando él llegara, Anne ya habría terminado. El viaje a través del infinito comenzaría al anochecer... salvo declaración de guerra.
Cielos de un azul acerado se cernían sobre el Everest. Los conflictos entre naciones parecían incomprensibles y lejanos en el austero ambiente del Techo del mundo. El dedo que apuntaba al cielo desde el observatorio se elevaba como una torre eterna, un monumento de belleza perpetua, un desafío por encima de las embestidas del tiempo y la guerra, la edad y la decadencia.
Pero el televisor seguía vertiendo imágenes y palabras de espantoso significado: «El ministro de Guerra, Irohibi, ha lanzado a la 1.10 una proclama según la cual todos los barcos rusos fondeados en puertos japoneses quedarán bloqueados. El embargo se aplicará hasta que Rusia dé una explicación satisfactoria de la misteriosa explosión que ayer destruyó la embajada japonesa en Stalingrado. Se ha informado que está teniendo lugar una gran concentración de la fuerza aérea rusa en las afueras de dicha ciudad. Al mismo tiempo, se recibió en Washington una segunda nota mediante la cual los japoneses reclaman privilegios de colonización sin restricciones en el territorio anglo-americano de Tanesia, recientemente constituido en el sudeste de África. El Departamento de Estado aún no ha emitido una respuesta oficial, pero un boletín publicado hoy a mediodía anuncia el perfeccionamiento de un nuevo aparato bélico que envía ondas cortas a distancia, capaces de provocar por vibración, el derrumbamiento de edificios en cualquier punto dado. La situación es crítica. Es posible que la movilización sea ordenada esta noche».
Duane reprimió su angustia y fastidio ante la inminencia del peligro, aterrizó y se dirigió al observatorio.
El profesor Dowell paseaba con irritación de un lado a otro, retorciendo su bigote color arena.
—¡La guerra! ¡La guerra! —protestó—. ¡Quieren que elabore fórmulas para el lanzamiento de proyectiles! Quieren que les diga cómo disparar desde un punto situado a mil quinientos kilómetros para destruir todo lo que se halle en un radio de un kilómetro y medio. ¿Yo? ¡Prefiero trabajar en aquéllas! —apuntó con su delgado índice al cielo, aunque por ser de día no se divisaban las estrellas.
—Lo sé. También yo estoy preocupado. Esto parece el fin.
El astrónomo se indignó:
—¡Quieren almacenar municiones aquí! ¡Convertir esto en una santabárbara! ¡El mejor observatorio que existe en el mundo!
Duane intentó tranquilizarle.
—Aún no se ha declarado la guerra. Saben que, si eso ocurre, será el fin. Será la última guerra, y tal vez el fin de la civilización. ¿Adónde ha ido Anne? Esta mañana he sacado la licencia. Nos casaremos a las tres, y he adelantado nuestro despegue para las tres y diez.
El profesor se entregó a uno de aquellos rápidos cambios de humor que daban a su carácter un acento humano a la vez que extravagante.
—Conque ¿desertando, eh? ¿En este momento trascendental, como dirían los historiadores?
—No —respondió Duane con gran serenidad—. Yo tengo una meta. Una meta excepcional, que tal vez haga avanzar al hombre más de lo recorrido durante los últimos dos mil años. Tengo una misión. Si fracaso, ¿qué importa una vida? Si triunfo, los beneficios serán incalculables. Si me quedo aquí... ¿qué? Me maten o no, nada se gana. Por consiguiente, me voy. Si eso es cobardía, prefiero ser cobarde. Si se declara la guerra, tendría que ingresar en filas. Si he de ser sincero, me propongo emprender viaje antes de que la guerra estalle.
Dowell siguió paseando de arriba abajo.
—¡Una locura! Todo es una locura. ¡Que declaren la guerra! La ciencia debe seguir avanzando. Tal vez no se presente otra oportunidad de averiguar qué hay en los confines del universo. Electrones y átomos. Universos como átomos gigantes de una molécula aún más vasta —se detuvo y contempló largo rato a Duane, con la cara de búho que le daban sus gruesos lentes.
—¡Vete! —le ordenó—. Estoy alterado. No sé lo que me digo. Busca a Anne y llévatela. ¡Os deseo felicidad! —bufó mientras trazaba nerviosos círculos, calculando... ¿el qué?
Duane se alejó de aquel espectáculo de un gran cerebro desconcertado por el presentimiento del desastre.
Anne estaba ocupada con las fotografías. Alzó la mirada cuando él entró en su taller.
—¡Hola! —le saludó—. Estoy bien, gracias, aunque no me lo hayas preguntado.
—Oye, Anne...
—Ya sé lo demás. Pero estas fotografías son lo más importante. No hay nada más allá de la trigésimo primera.
—Oiga, señorita...
—Y además...
Anne no terminó la frase. Repentinamente, se vio levantada por el aire y transportada afuera. Esto no pareció molestarle.
—¡Hola! —exclamó con sorpresa el profesor Dowell—. ¡Y adiós!
—¡Nos veremos a la vuelta! —gritó Duane.
—¡Buena suerte!
Duane hizo que Anne se acomodase a su lado en la cabina. Ella se recostó y se desperezó de un modo nada femenino, aunque natural.
—Entonces, ¿nos casamos hoy? —preguntó afectando indiferencia.
—Así parece, pero no te preocupes. Podrás soportarlo y...
El televisor interrumpió el diálogo: «¡Llamada de emergencia! A las dos y cinco de la tarde, Japón ha declarado la guerra a Rusia. El Banco de Inglaterra acaba de anunciar una emisión de Deuda por mil millones de libras, que espera cubrir mediante suscripciones populares. El ministerio de guerra de los Estados Unidos ha puesto en vigor la ley de movilización de 1943. Todos los varones inscritos como electores deberán presentarse en la jefatura militar de su demarcación antes del anochecer».
Duane pilotaba el estratoplano a máxima velocidad.
—Eso, ¿qué significa? —inquirió Anne.
—El fin —respondió Duane, sombrío—, si no logramos salir antes.
El estratoplano volaba hacia el oeste sobre el Atlántico. Divisaron la ciudad de Nueva York, que parecía un juguete fantástico con sus torres y obeliscos, sus perspectivas de jardines colgantes y palacios celestes, todo ello difuminado por la cortina de lluvia que aún caía.
Duane se dirigió al norte de la ciudad y aterrizó en Havenside. Se detuvo junto al hangar que cobijaba el «Pájaro Blanco», mientras la lluvia caía por su rostro y su impermeable, y miró sonriendo a su futura esposa. Aunque procuraban aparentar indiferencia, Duane intuyó el remolino de fuerzas oscuras y siniestras que amenazaba sus vidas, y experimentó por contraste una oleada de emoción.
Un avioncito azul salió de entre los nubarrones plomizos y voló hacia ellos.
—Ahí llega el sacerdote con el representante de la Oficina Nacional de Matrimonios —bromeó Duane.
Anne, súbitamente agitada y ruborosa, dijo:
—Oye, querido, si no te molesta iré a arreglarme un poco —empezó a dirigirse hacia el bungalow de Duane—. ¡Qué día tan espantoso!
El chubasco había empapado la tierra y los árboles, y se formaban charcos en todos los agujeros.
¡Una ráfaga de sonido, una explosión semejante a un trueno estremeció el aire! El televisor de la estratonave anunció: «Una terrible explosión ha destruido el centro de Nueva York. La explosión fue precedida por un silbido agudo. La guerra ha comenzado sin previa declaración oficial. Como recuerdan nuestros espectadores, Japón anunció el descubrimiento de un nuevo explosivo que podía ser lanzado en forma de bomba, por mando a distancia, sobre cualquier punto del globo. ¡Atención! Se acerca un segundo silbido...»
Del televisor surgió un estampido ensordecedor. Luego, el silencio. Fuera, hacia el sur, se divisaba un resplandor. Duane levantó la mirada. El avión azul era violentamente sacudido por los torbellinos de aire. El vendaval arrollador lo envió hacia arriba y luego lo derribó en barrena hacia el suelo. Brotaron llamas y los restos del aparato se convirtieron en una pira funeraria.
Una ráfaga de lluvia azotó el rostro lívido de Duane.
—Ha estallado la guerra —dijo fría y rápidamente—. Recoge lo que necesites. ¡Nos vamos en seguida!
Anne le abrazó como una niña y apretó su húmedo rostro contra el suyo. Le dio un beso y se alejó corriendo hacia la casa, después de prometer que volvería inmediatamente.
Duane abrió el hangar y sacó la nave espacial. El «Pájaro Blanco» estaba colocado sobre plataformas autotransportadas. Su plateada transparencia brilló a la luz del día. Sus máquinas, visibles en los compartimientos delantero y trasero, eran de un diseño insólito, nunca visto. En mitad de la nave se hallaba la bodega que servía para almacenar las provisiones esenciales. Detrás se encontraban las cabinas. Los mandos e instrumentos se alojaban detrás de la cámara de energía delantera. Una puerta, ajustada con tal precisión que resultaba imperceptible, constituía la única entrada, a mitad de camino entre la proa y la popa.
Duane hizo una rápida revisión general. El largo casco aerodinámico, de extremos en ojiva, estaba en perfectas condiciones. Esperó con impaciencia, mirando a través de la niebla y la lluvia hacia su chalet. Se sintió aliviado al ver que Anne salía corriendo.
Se oyó un silbido lejano. Duane palideció.
—¡Date prisa! —gritó.
Una llamarada se alzó detrás de su hogar. Fragmentos colosales de tierra y roca salieron disparados hacia el cielo y un viento huracanado derribó la casa. La lluvia le golpeó como si fuese un millón de agujas. La explosión le hizo caer al suelo y arrancó al «Pájaro Blanco» de sus soportes.
—¡Duane!
La débil llamada lo sacó de su embotamiento. Tambaleándose fue hacia el lugar donde había visto a Anne por última vez. Apartó tablas y cascotes con una fuerza increíble. Seguía lloviendo, pero la lluvia negra de despojos había terminado.
De algún modo logró abrirse paso hasta Anne, sin dejar de maldecir al destino y a los dioses de la guerra, que se habían burlado de él. Reinaba un silencio mortal. Sólo la lluvia caía interminable mientras los robles derribados y los matorrales arrasados sonaban con el espantoso y fangoso chapoteo de la vegetación húmeda.
Anne agonizaba.
Para Duane, fue el momento más desgarrador de su vida. Miró sin comprender el rostro hermoso, blanco y sereno, cuya inmovilidad le anunciaba la pérdida del sentido de su vida. Ante la catástrofe, el proyectado viaje carecía de importancia.
Anne abrió los ojos con dificultad. Movió los labios.
—Vete —susurró—. Querido, yo estaré contigo. ¿Recuerdas lo que dije hace algunas semanas, cuando regresábamos del Everest? Nada tiene principio ni fin. Todo continúa para siempre, lo mismo que tú y yo.
Un velo de tristeza cayó sobre sus ojos dándoles una expresión sobrenatural que sólo un místico habría sabido interpretar. Si aquello era la muerte, entonces la muerte era el supremo éxtasis. El esfuerzo de hablar la había agotado. Duane acercó el oído a los labios de ella; su voz parecía llegar desde una distancia infinita, pronunciando una última intimación, débil y apenas audible:
—¡Vete!
En sus ojos había deseo y amor, paz y ensueño.
El abrazo que pidió, el beso que Duane le dio, fueron el sello de la muerte y la prenda de la separación.
Principio y fin. ¿Fin o principio? Aquellas palabras resonaban como una monótona cantinela en sus pensamientos cuando se incorporó mirando al vacío con una mueca de dolor, una expresión extraña y crispada que desfiguraba su rostro. Fue como si intentara comprender un hecho sencillo que todavía lo esquivaba.
¿Por qué irse? ¿Adónde? La guerra extendía su mancha roja alrededor del globo. Sería obligado a quedarse. Pero la guerra había separado a Anne de él. El odio contra el hombre y sus obras salvajes agitó su mente, surgió como un fondo carmesí en el negro tapiz de sus pensamientos. Vete... vete... vete... Tal había sido la voluntad de Anne.
A lo lejos volvió a oírse el pavoroso silbido de los proyectiles de radio. La Tierra se estremecía bajo los estampidos y detonaciones. Humos de olor ácido y repugnante invadieron sus pulmones.
El aire se hacía venenoso.
El resplandor de una gran explosión enrojeció el cielo sobre el centro de Nueva York y tiñó de un escarlata humeante la cortina de lluvia. Había tomado la decisión. Entró en el «Pájaro Blanco».
Cerró la puerta a su espalda. La energía liberada brotó de las tres toberas posteriores. El aparato despegó, se elevó en amplia trayectoria y desapareció como un espectro entre la lluvia y las tinieblas, mientras gigantescas llamas devoraban lo que momentos antes eran florecientes ciudades.
La extensión del infinito, tan impresionante, tan sugerente de misterios que la mente jamás ha resuelto, contribuyó a aliviar la tristeza de Duane. Jamás olvidaría totalmente, pero estando rodeado de esplendores y enigmas cósmicos... Y, superado el límite, ¿habría otro comienzo? ¿Qué hallaría más allá de las últimas estrellas? Si Dowell estaba en lo cierto, las estrellas no serían más que los electrones en vibración de un átomo gigantesco. Si la dilatación del «Pájaro Blanco» se producía tal como lo habían supuesto, ¿podría observar Dowell su viaje, vería alargarse y hacerse más tenue su nave mientras se alejaba en el espacio, hasta volverse invisible debido a la distancia y la atenuación?
La luz inundó el «Pájaro Blanco». El Sol aparecía radiante y la Luna brillaba; en cambio, el cielo era como un terciopelo negro adornado con enjambres de estrellas, no sólo arriba, sino abajo y en todas direcciones. El viajero se sintió de nuevo sobrecogido por el misterio de las cosas, por la inmensidad aplastante del universo, a medida que se alejaba de la Tierra.
Tenía que irse. Todos sus sueños quedaban enterrados, Como para simbolizar su huida —¿o era una búsqueda?—, aumentó gradualmente la energía de los rayos cósmicos, que lanzaron al «Pájaro Blanco» a velocidad acelerada hacia la constelación Cygnus. Lo mismo le daba, pero Cygnus, el Cisne, estaba en lo alto cuando salió del manto atmosférico que cubría la Tierra, y por eso continuó hacia ella.
No iba a faltarle energía. El cosmos tenía más de la que él podía consumir. Su mecanismo impulsor captaba rayos luminosos, rayos cósmicos, rayos infrarrojos y radiaciones de todo tipo, lo mismo que la radio capta ondas, y los transformaba en energía. Ésta bombardeaba la materia que había detrás de su trayectoria, con tal fuerza que lo hacía avanzar. Sólo existía un límite teórico a la velocidad que podría alcanzar: el que impusiera la naturaleza de las cosas.
Aunque durante los ensayos experimentales no había alcanzado ni con mucho la máxima potencia del «Pájaro Blanco», sabía que era capaz de superar la velocidad de la luz. También sabía que se produciría una metamorfosis cuando excediera la velocidad de los rayos luminosos. Según las leyes expuestas por Einstein decenios atrás, el «Pájaro Blanco», su contenido y él mismo sufrirían un cambio, un alargamiento en el sentido del vuelo. Tal dilatación dependería de la velocidad.
Podía calcularla, pero nunca comprobarla físicamente porque, con excepción de las estrellas, no tendría con qué compararla. Una dilatación transversal acompañaría a esa elongación; un crecimiento inconmensurable en los sentidos de popa a proa y de babor a estribor del «Pájaro Blanco».
Los planetas Saturno, Urano, Neptuno y Plutón quedaron detrás. Quedaba enfrente un gran vacío de cuatro años-luz, hasta llegar a la primera estrella de la galaxia donde se halla el sistema solar: Alfa Centauro. El sistema solar se redujo a un simple punto. La luz brillante que iluminaba el interior del «Pájaro Blanco» fue reemplazada por el resplandor de las estrellas, Duane no conectó el alumbrado; prefería aquella luminosidad tenue y suave.
No había nada que hacer, poco que calcular, nada sino esperar hasta acercarse a la meta, El peligro de una colisión siempre estaba presente, pero se podía confiar en las defensas automáticas del «Pájaro Blanco», que le permitirían evitar cualquier masa importante. Luego, cuando navegase a la enorme velocidad final que deseaba alcanzar, prácticamente ninguna masa inferior a un sol perturbaría su crucero. La dilatación le volvería tan tenue, su elongación y su separación atómica serían tan tremendas, que se aproximaría a las condiciones de un gas y literalmente atravesaría los cuerpos interpuestos.
Desfilaron las estrellas, y las constelaciones quedaron atrás. Cygnus desapareció, la Osa Mayor mudó de perspectiva, el lucero de la tarde desapareció, Betelgeuse y Antares fueron rebasadas, soles de segunda y tercera magnitud aparecieron tan brillantes como las viejas estrellas de primer orden. La velocidad aumentó. Duane alcanzó la velocidad de la luz y la rebasó. El «Pájaro Blanco» avanzó con furia ciclónica. Superó decenas, cientos, miles de veces, la velocidad de la luz.
Dejó atrás las estrellas de octava, novena y décima magnitudes. Su velocidad seguía aumentando. El hombre que observaba los mandos tenía una expresión fija y diabólica. Parecía gozar amargamente al aumentar la velocidad del «Pájaro Blanco» a cifras que la imaginación apenas podía concebir.
La nebulosa más distante se hallaba a unos ochocientos millones de años-luz. Aunque volara un millón de veces más rápido que la luz, tardaría ochocientos años en llegar al límite. Incluso a una velocidad de un año-luz por segundo, se invertirían más de veinte años en alcanzar la meta, De modo que siguió absorbiendo energía del universo a ritmo creciente, lanzando el «Pájaro Blanco» a través del espacio a una velocidad inaudita y pavorosa, que ahora alcanzaba valores de decenas y cientos de años-luz por segundo.
Duane, agotado, cayó en un profundo sueño. Los mandos automáticos quedaron conectados. No le importó demasiado si funcionaban bien o no. La aventura emprendida y la tragedia que había sufrido aquel día desafiaban a todo análisis racional.
La eterna procesión continuó. Despertó y vio las estrellas y soles en forma de rayos longitudinales de luz. Los cielos presentaban un aspecto extraño. No reconoció ningún objeto sino muy lejos, enfrente, puntos estelares; rayas paralelas a su nave; un empequeñecido laberinto de puntos de luz distantes a sus espaldas: eran realidades intangibles.
Enfrente la oscuridad se hizo absoluta. La Vía Láctea y su espectacular infinidad de soles se convirtió en algo así como un sueño. Cruzó esta galaxia como una niebla de extensión pavorosa. Abarcó los vacíos eternos. Ahora el espacio era una inmensidad brumosa donde las nebulosas, los universos como islas, esparcidos a lo lejos en pródiga escala, avanzaban hacia él saliendo de la profundidad cósmica con resplandor primigenio. Una procesión de campos de estrellas desfilaba con vigor juvenil, de creación recién nacida. Era el peregrino de las estrellas, el viajero que utilizaba las galaxias siderales como fugaces etapas hacia la oscuridad externa.
Transcurrieron días y noches, aunque no en el sentido corriente, sino como giros incesantes de las estrellas, paso de constelaciones, recorrido de nebulosas, cúmulos y grandes conglomerados de gases en cuyo seno tal vez tenían lugar el nacimiento o la muerte cósmicos.
La velocidad del «Pájaro Blanco» aumentó aún más, La vasta brecha entre el sistema solar y Alfa Centauro, una distancia tan enorme que la luz necesitaba cuatro años para recorrerla, habría representado una fracción de segundo a su velocidad actual. Las lentes más rápidas, el ojo más ligero, no habrían servido para captar su paso. El «Pájaro Blanco» voló más rápido que un sueño, avanzó a través del infinito casi con la rapidez que emplea el pensamiento para abarcar los espacios.
Un ciclón sería estático comparado con el «Pájaro Blanco». Una bala, un meteorito, la luz misma, eran tortugas en relación con él. Dejó atrás los confines del universo a cientos y miles de años-luz por segundo. Una llamarada en el infinito, un proyectil plateado a través de la oscuridad, un espectro más fugaz que los mensajeros de la muerte, el «Pájaro Blanco» venció al universo conocido y continuó.
Importantes constelaciones como la misma Cygnus, cuya grandeza se revelaba al acercarse, quedaban convertidas en rayas que relampagueaban a su alrededor y luego se desvanecían en un cúmulo, un punto, una mota, hasta no ser nada.
Mientras tanto, y de acuerdo con la teoría, el «Pájaro Blanco» sufrió una transformación, se alargó, se dilató cada vez más a medida que aumentaba la velocidad. Pero Duane nunca lo notaría, pues él formaba parte de ese cambio.
A la escala terrestre el «Pájaro Blanco» debía tener cientos, tal vez miles de kilómetros de longitud, tan disperso como para resultar casi evanescente, tan nebuloso y desfigurado como para semejar una niebla. Según los cálculos, también estaba consumiendo tiempo, pues su relación con el cosmos había sido profundamente alterada. Lo que él percibía como mil kilómetros eran en realidad mil años-luz, y lo que le parecía un segundo debían ser indudablemente algunos siglos de tiempo terrenal.
Si Dowell le observaba, debió ver cómo el «Pájaro Blanco» se convertía en algo así como un meteorito, una niebla vaporosa, un halo gigantesco, arrojado y dilatado al infinito, hasta desvanecerse al exceder la velocidad de la luz. Su imagen tardaría horas o años en llegar hasta el reflector de Dowell.
Ahora no importaba si atravesaba soles o planetas. Los mandos automáticos dirigían al «Pájaro Blanco»; en teoría, a tan terrible velocidad, y dada la dispersión de sus propios átomos, atravesaría los sólidos igual que el aire pasa a través de una esponja. ¿Energía? Todo el espacio contenía energía invisible. Ni siquiera había empezado a gastar aquella provisión inagotable, pero no se atrevía a aumentar la velocidad, temiendo que el «Pájaro Blanco» llegase a ser del todo incontrolable.
La nave de cristalita atravesó vacíos y eones en cuestión de instantes. Las nebulosas de vigésima magnitud quedaron atrás. Soles blancos y estrellas azules, anaranjadas o verdes resplandecían como joyas eternas sobre el tapiz colosal de la noche. La procesión se acercó y quedó a popa. Las hordas de sistemas estelares se redujeron. Las nebulosas espirales, las negras nubes de gas, los universos aislados y los caos de creación llameante disminuyeron. Se acercaba el instante definitivo.
Sólo mediante una comparación podía captar el cambio sufrido. Al principio, las galaxias habían parecido figuras gigantescas y llameantes, donde se acumulaban miles de millones de estrellas. Ahora parecían discos opacos y borrosos. Por esa disminución, Duane sospechó que su propia extensión y dilatación habían alcanzado una magnitud increíble. ¿Habría superado el «Pájaro Blanco» en tamaño la Tierra, el sistema solar o incluso su galaxia? Jamás lo averiguaría con exactitud, aunque se sabía Coloso inconmensurable.
¿Qué iba a encontrar? Algunos científicos han afirmado que el universo se dilata, y que se crea espacio a medida de tal expansión. ¿Qué ocurriría si esto era cierto y si el «Pájaro Blanco», dada su velocidad, rebasaba el límite? Otros astrónomos han dicho que el espacio es infinito en todas direcciones. ¿Debía seguir viajando hasta envejecer y morir, en vano intento de alcanzar un límite inexistente?
Otros profetas apuntan que todos los cuerpos del universo tal vez no sean sino partículas de un superátomo, integrante de un universo mayor. Si esto resultaba cierto, ¿sería ese superuniverso un mero escalón, un átomo mayor de un cosmos aún más gigantesco? ¿Dónde estaba el fin? En cambio, si fuesen ciertas aquellas teorías matemáticas, según las cuales el espacio está sometido a una curvatura, ¿no acabaría por regresar a su punto de partida...?
A Duane le dolía la cabeza. ¡Las posibilidades eran tan amplias, y la capacidad humana tan limitada! ¡La vida era tan corta y la verdad tan difícil de abarcar! Aquella era una exploración que versaba sobre los interrogantes más profundos de la mente, superando las más antiguas especulaciones de la filosofía.
«Hasta aquí llegará el hombre, y no más lejos.» Enseñanzas apenas recordadas volvieron a su cerebro. «Quien busca encuentra.» ¿El qué?, meditó. «Difícilmente llegamos a formar concepto de las cosas de la tierra; y a duras penas entendemos las que tenemos delante de los ojos», había dicho un místico.
¿Quién estaba más cerca de la verdad? ¿Dowell, con su teoría acerca de un gigantesco mundo-átomo compuesto por vibraciones electrónicas representadas por todas las estrellas de todas las galaxias de todo el universo conocido por el hombre? ¿Einstein? ¿Jeans? ¿O algún desconocido profeta? Duane sacudió la cabeza como para quitarse un peso abrumador. Eran pensamientos demasiado complicados e inconcebibles para una mente mortal, cuya razón podían hacer vacilar.
Ahora brillaban cerca las últimas estrellas. Pasaron, y un sol esmeralda delimitó los confines del espacio.
Más allá se abría la oscuridad, una oscuridad total y absoluta. Atrás quedaban la Tierra y el Sol, estrellas y constelaciones, galaxias y campos de estrellas, cientos de millones de soles, billones de estrellas, millones de millones de millones de millones de kilómetros. Cifras enormes, comprensibles tan sólo en los cálculos matemáticos de la astrofísica. El joven sol esmeralda, brillando con la radiante belleza de lo recién creado, pasó y fue uno más junto a los trillones de estrellas que quedaban atrás. Duane se volvió. El vasto conglomerado de puntos de luz se alejó hasta convertirse en un resplandor, una vaga luminosidad, y luego se borró misteriosamente. El fenómeno le desconcertó hasta que encontró una explicación: ¡Los rayos de luz ya no podían alcanzarle!
Ni la soledad, ni el temor a la oscuridad, ni el hondo sentimiento de impotencia al verse arrastrado por fuerzas pavorosas a lugares ignotos y lejanos, ni la nostalgia de la dulce compañía de Anne —que ahora le embargaba—, se habían combinado nunca para aterrar de modo tal a una criatura mortal. La oscuridad era completa, tan absoluta que le dolían los ojos, y no logró distinguir ningún punto de su nave, ningún objeto, ni siquiera la mano que colocó delante de los ojos.
El horror ante aquella oscuridad infinita, aquel vacío absoluto, se apoderó de él y le hizo temblar, con algo parecido al terror ciego, mientras procuraba localizar los mandos de la iluminación interior de la nave. La luz le alivió, hasta que echó una ojeada al indicador de velocidad. La del «Pájaro Blanco» disminuía rápidamente.
¿Estaba tan vacía aquella inmensidad, que ni siquiera había radiaciones cósmicas que alimentasen sus motores? ¿O acaso estaba siendo frenado por algún influjo desconocido pero terrible? ¿El «Pájaro Blanco» sería vencido por la inercia, que significaba la muerte en aquel negro vacío? ¿Qué fuerzas predominaban en él?
¿Cuál era la naturaleza del resplandor difuso y débil, semejante a una pálida niebla, que poco a poco iba ocupando el lugar de un vacío más negro que el carbón?
Las esperanzas del viajero renacieron. Sintió una excitación incontrolable y observó con dolorosa intensidad la lejana claridad. ¿Habría seguido una curvatura del espacio, y regresaría ahora a su universo? ¿Había saltado el «Pájaro Blanco» algún abismo titánico hacia un nuevo universo? ¿Se zambulló en el enorme átomo imaginado por Dowell? ¿Era de verdad un Coloso, y vería cumplido el ancestral deseo humano de ser un gigante?
¡Colosales especulaciones de un viaje colosal!
La niebla se acercó. La velocidad del «Pájaro Blanco» se redujo a miles, cientos y por último a tan sólo decenas de años luz por segundo. Duane experimentó una animación y un vértigo muy extraños. Le parecía estar lleno de energía y fuerzas desconocidas. Luego se sintió muy débil, sometido al juego de leyes extrañas. Sus sensaciones desafiaban todo análisis. Su mente, aún regida por principios terrestres, no podía comprender lo que ocurría. Ya se empezaba a distinguir entre la oscuridad y la luz. Notó un estremecimiento y un temblor del «Pájaro Blanco», como si la nave fuese una criatura de aguas profundas atrapada por las corrientes e impelida hacia la superficie.
Un choque seguido de un salto violento le aturdió.
Literalmente, había quebrado el espacio.
Cuando los embotados sentidos de Duane volvieron a funcionar, miró sobrecogido a su alrededor e intentó comprender lo sucedido. La lucidez volvió, poco a poco, pero aun así le resultó difícil comprender lo que le rodeaba.
La luz inundaba su compartimiento, una luz blanca y brillante que a sus ojos resultaba extrañamente tranquilizadora y benigna, a diferencia del resplandor solar. El «Pájaro Blanco» reposaba en una superficie plana y vítrea, de unos cien metros de largo por diez de ancho. Muy por debajo de él divisó una planicie de color caoba que se extendía a gran distancia, hasta caer a pico y a una profundidad desconocida. Más lejos se adivinaba el fondo, que supuso ser tierra firme. En el segundo nivel se alzaban dos torres como de bronce que sostenían el rectángulo de cristal sobre el cual se hallaba el «Pájaro Blanco».
¿Qué significaba aquello?
Alzó la mirada. ¿Qué era aquel círculo descomunal que aparecía en lo alto?
Miró a un lado. ¿Qué eran aquellos monumentos colosales y almenados, que semejaban un engranaje gigante y sugerían pavorosas ilusiones de una geometría tetradimensional? ¿Qué eran aquellos otros bultos macizos que se elevaban hasta alturas vertiginosas?
Un temor fulgurante le paralizó cuando, en una ráfaga de intuición, adivinó dónde estaba.
¡El «Pájaro Blanco» se hallaba sobre el portaobjetos de un microscopio! La segunda planicie era el tablero de una mesa, y la tercera el suelo. Las montañas metálicas y de formas geométricas, eran aparatos y máquinas. Otras formas que se extendían hacia lo alto eran seres vivientes. ¡Había atravesado el átomo representado por su propio universo y acababa de surgir en un planeta de un universo mayor, un superuniverso!
La inmensidad y la amplitud que le rodeaban, las hectáreas y kilómetros cuadrados de terreno, le hicieron vacilar. Todo era de una escala gigantesca a la que costaba acostumbrarse. Pero cuando miró con más atención hacia arriba, se le representó la verdadera magnitud de cuanto le rodeaba.
Hacia lo que parecía el horizonte, visto como a través de una ligera niebla, más allá de planicies y montañas que no eran sino mesas y máquinas, se elevaban paredes más descollantes que las cumbres del Himalaya o los riscos de la Luna, paredes descomunales abovedadas hacia el cenit, donde había una abertura por donde asomaba un tubo monstruoso cuya longitud debía ser de varios kilómetros.
Dos seres extraños estaban en pie cerca de dicho tubo, y un tercero se hallaba junto a una mesa situada a lo lejos, a un lado; un cuarto manipulaba una masa de aparatos metálicos de color azul y blanco cuya naturaleza no conseguía adivinar, mientras un quinto se inclinaba sobre el gran microscopio.
Por último, Duane comprendió dónde estaba. ¡Aquella extensa región de llanos y precipicios era sencillamente un gabinete, un observatorio, y los individuos eran astrónomos que estudiaban el espectáculo de los cielos en lo alto!
Desconcertado aún por el desenlace de su odisea, se vio de nuevo invadido por el asombro. ¡Dowell había acertado con su sorprendente teoría! Todo el universo recorrido era sólo un átomo, que tal vez danzaba por el aire en aquellos momentos, o tal vez era parte del portaobjetos, o el centro del planeta en donde se encontraba. Nunca lo sabría, pues para él estaba tan perdido como los tesoros de la Atlántida. Pero el nuevo universo, con sus dimensiones y su infinidad de componentes, sólo era una partícula en su propia esfera. ¡Debían existir otros mundos, nuevos cosmos llenos de estrellas, soles y cometas! Y más allá... ¿qué? Su mente, fatigada de especular a semejante escala, se volvió hacia los seres.
Eran Titanes. Comparados con Duane, el Coloso de Rodas era infinitamente más pequeño que la partícula material más pequeña. ¡Comparado con los Titanes, Duane era insignificante como un gusano!
De estructura antropomórfica, poseían a la vez características sorprendentemente humanas y rasgos extraños. A Duane le recordaron —¡pero en tamaño gigantesco!— las esculturas de la isla de Pascua, ya que estos Titanes tenían cabeza de nuca chata, frente alta e inclinada, ojos profundos, nariz regia y labios delgados y ascéticos sobre una mandíbula sobresaliente. Ninguna raza de conquistadores presentó jamás semejante aspecto de fuerza, austeridad, inteligencia y dominio.
Deiformes, encarnación de la supremacía, aquellos colosos eran aún más impresionantes por la textura radiante de su piel, que era tan blanca y tersa como el reflejo del hielo o el resplandor de un diamante blanquiazul. El oscuro conocimiento de aquellas entidades, ¿acaso había penetrado hasta las mentes de las razas de la tierra, contribuyendo a desarrollar la noción de deidad? ¿Eran aquellos los prototipos que posaron ante los desconocidos escultores de la isla de Pascua?
Duane, triste y cansado, añoró la compañía de Anne, la presencia de un ser humano que le hubiera acompañado en aquella odisea, donde había vencido el espacio, aunque sólo para verse arrojado a nuevos y mayores misterios.
Lejos, lejos en lo alto, se erguían los Titanes de una legua de altura, creaciones macizas que habrían dominado hasta a los habitantes de Brobdingnag. Las túnicas rojas que vestían daban una mancha de color a la blancura de sus cuerpos ciclópeos.
Por el movimiento de sus labios, el terráqueo notó que hablaban, y la curiosidad pudo más que el temor. Abrió cautelosamente la escotilla del «Pájaro Blanco», El Titán que manejaba el telescopio habló. En la extensa pero diáfana resonancia de su voz, Duane distinguió una sílaba inexistente en ningún idioma de la tierra. El Titán situado junto a los mecanismos accionó una palanca y de la máquina salieron cinco golpes de gong. El primer Titán observó por el telescopio y volvió a hablar, pronunciando otra sílaba distinta. El mecanismo sonó una vez.
Duane comprendió entonces. El primer Titán, que evidentemente era astrónomo, estudiaba un cuerpo celeste e indicaba la posición a su compañero, quien anotaba la cifra. Por tanto, la primera palabra significaba «cinco» y la segunda «uno». Anotó las sílabas con la mayor aproximación posible.
El astrónomo volvió a hablar, y el que anotaba apretó la palanca, pero no resonó ningún gong. «Nada o cero», escribió Duane. El último número fue «nueve».
Reinó el silencio y el intruso distinguió, sobre un gran espejo situado junto al que apuntaba, la imagen de un campo estelar. Supuso que los Titanes estudiaban un cuerpo de aquéllos. El astrónomo habló y el que apuntaba levantó la cabeza. Duane escribió las dos palabras que supuso ser el nombre del que manejaba los complicados mecanismos.
Luego los campos estelares iniciaron un desplazamiento aparente acercándose cada vez más, hasta que un solo planeta luminoso destacó claramente en el centro del espejo. El astrónomo dio una orden, la imagen fue detenida y Duane apuntó la transcripción fonética de la orden «alto».
Mientras tanto, el temor a ser descubierto había disminuido, pues la atención de los gigantes estaba concentrada en otro punto. Su curiosidad aumentó. ¿Por qué interesaba tanto a los grandotes aquel astro o planeta? ¿Quiénes eran, y cómo funcionaban sus aparatos? Deseó poder comprender todo lo que decían; con un poco de tiempo lo conseguiría, pues había formado ya una buena lista de palabras fundamentales: varios símbolos matemáticos, el concepto «cero», algunas órdenes como «alto», «adelante» o «en marcha» y el verbo «ser», los nombres de tres titanes y varios adjetivos de cuyo significado no estaba seguro aunque le parecía entenderlos más o menos.
El cúmulo estelar fue amplificado hasta que sólo un cuerpo llenó la superficie del espejo. El que anotaba movió ruedas y palancas y la esfera, ahora discernible como un planeta que se aproximaba rápidamente, rebasó de la pantalla del reflector.
Los Titanes se reunieron alrededor del espejo. La superficie del satélite avanzó hacia ellos. Mares y continentes pasaron a ser visibles. Masas oscuras de bosques y montañas contrastaban con formaciones que parecían pueblos o ciudades. Se vieron senderos, árboles, cabañas y lagos. Por último, el que anotaba accionó un mecanismo de aquella maravilla óptica y la imagen volvió a quedar inmóvil.
Allí, sobre el panel a lo Gargantúa, se veía con toda nitidez el claro de un bosque. Árboles extraños y exóticos, que recordaban los del período carbonífero en la Tierra, alzaban hacia el cielo grandes copas cónicas de hojas, capullos y flores totalmente abiertas. El terreno estaba cubierto de helechos y flores brillantes, corolas orquidáceas y capullos pardos de alhelíes dobles.
Amanecía, y se filtraba a través de la vegetación una claridad blanquiazul. Las sombras se acortaron. Las mariposas revolotearon y pájaros de plumaje brillante se remontaron con melodiosos gorjeos matinales. Un animal parecido al ciervo pasó mientras un conejo brincaba en busca de desayuno. Otra bestia parecida a una gran ardilla, pero con piel brillante y alas de murciélago, revoloteó hasta la orilla de un estanque, Después de beber ávidamente, se alejó retozando por el bosque.
Un sendero conducía al estanque. Mientras los Titanes y Duane miraban, apareció una muchacha.
Nada de lo vivido durante aquellas semanas turbulentas afectó tanto a Duane como el espectáculo de la muchacha. Era distinta de las mujeres terrestres y, a la vez, poseía cierta semejanza. Pensó que se parecía a Anne... ¿o sería tal impresión una mera expresión de sus deseos? La muchacha bailaba en la quietud del amanecer. Estaba desnuda. Su cuerpo ágil, moreno como el trigo maduro, trazó piruetas alrededor de los árboles, y sus pies ligeros se hundieron en el musgo. Su cabellera color esmeralda flotaba a su alrededor y sus ojos ambarinos eran acuosos y seductores. Animaba el rostro un resplandor dorado. Sus dedos eran tan delgados que parecían no tener huesos, y revelaron su flexibilidad cuando ella los unió y los entrelazó en súplica al amanecer.
La escena era de una belleza exquisita, desde los pétalos exuberantes de las flores y la alfombra de musgo hasta los árboles exóticos, desde la joven bailando bajo los rayos del amanecer hasta la luz que resplandecía entre ramas y hojas y formaba sobre el suelo dibujos de claroscuro caprichoso.
Luego la muchacha alzó sus brazos al cielo y levantó el rostro para saludar al sol. En aquel claro parecía más hermosa que una náyade mitológica. Entreabrió los labios y Duane casi creyó oír la extasiada canción que entonaba. Luego volvió a danzar con descuidado abandono, se volvió hacia la orilla del estanque, se zambulló y rió de su propio reflejo que se ahogaba en las aguas.
La atención de Duane regresó poco a poco de la poesía y el encanto de aquel idilio, solicitada por un ruido atronador que retumbó en el aire. Los Titanes conversaban excitados, y uno de ellos parecía burlarse de sus compañeros, A juzgar por sus gestos, restaba importancia al espectáculo que acababan de presenciar en la pantalla. Luego se alejó del círculo y en dos pasos a lo Gargantúa regresó al microscopio para continuar la investigación recién interrumpida.
Duane captó el peligro al tiempo que abría frenéticamente la puerta del «Pájaro Blanco». Pero era demasiado tarde. La puerta se hallaba parcialmente cerrada cuando un poderoso grito salió de la garganta del gigante. Los demás se volvieron y comenzaron a acercarse. ¡Dos dedos grandes como barriles tomaron los bordes del portaobjetos y lo levantaron con violento impulso ascensional!
Aquella trayectoria casi vertical que lo elevó un kilómetro en un segundo, fue más mareante que una larga caída. Duane tembló durante el sencillo aunque peligroso incidente que se produjo después. El gigante lo levantó hasta el nivel de sus ojos y lo contempló fríamente. Su ojo, enorme como un salón, de insondables profundidades negras y pupila penetrante e hipnótica, sobrecogió a Duane con su convicción de poder dinástico y su actitud de análisis inhumano, puramente científico. Ningún gusano en alcohol, ningún microbio bajo el microscopio pudo sentirse más bajo que él bajo el resplandor de aquel orbe tremendo.
Duane estaba atrapado y lo sabía. Un chasquido de los dedos colosales, y sería reducido a pulpa entre los fragmentos aplastados de su estratonave. Imposible asegurar si fue el pánico o el valor lo que le impulsó. Abrió la puerta del «Pájaro Blanco» y se detuvo sobre el portaobjetos.
El gran ojo se dilató y sus negras profundidades se agitaron. Los cuatro compañeros se acercaron como brillantes ángeles de perdición y sus rostros severos e imperiosos le observaron con más interés, aunque no con más sentimiento del que habrían puesto en estudiar una mosca. Hablaron rápidamente, y los labios crueles restallaban en explosiones atronadoras, que a tan poca distancia ensordecían. Duane gesticuló y guardaron silencio, mirándole y mirándose entre sí, asombrados. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, gritó el nombre del encargado del microscopio.
El efecto fue fulminante. El Titán estuvo a punto de soltar el portaobjetos, Lanzó un torrente de preguntas, pero el terráqueo meneó la cabeza y gritó la sílaba que significaba «Nada».
El Titán comprendió: Duane no entendía sus preguntas. El astrónomo se acercó un mecanismo de naturaleza desconocida. Después de colocar a su cautivo sobre una mesa, se cubrió la cabeza con un casco de metal, del que partía una maraña de cables hacia lo que semejaba ser una centralita telefónica provista de una pantalla. Colocó un casco parecido sobre la mesa e indicó a Duane que lo tocara con la cabeza. Aquel hemisferio de los dioses le pareció como la cúpula de un observatorio. Un flujo hormigueante recorrió su cuerpo al hacer contacto.
En el espejo apareció una imagen del astrónomo y debajo su nombre. Duane comprendió. Aquel aparato prodigioso transformaba las corrientes de pensamiento en imágenes, y permitía hacer visibles las ideas. Duane pensó ^n sí mismo y repitió mentalmente su nombre. En seguida apareció en la pantalla. De esta manera insólita, y con la ventaja de haber descubierto algo de las ocupaciones e idioma de sus interlocutores, no le resultó muy difícil sostener una conversación silenciosa.
—¿Vienes de Valadom, el planeta del reflector? ¿Eres una de sus criaturitas?
—No.
Evidentemente, la respuesta del terráqueo les sorprendió. Los científicos discutieron, como si dudasen de aquella respuesta.
—¿De dónde vienes?
Duane vaciló, ¿Le creerían si respondía la verdad? ¿No sería más conveniente anular su primera respuesta y asegurar que era una de las «criaturitas»? Pero aquéllos eran gigantes del intelecto, además de físicamente titanes. Sería mejor responder la verdad, aunque se burlaran.
—Vengo de un átomo situado bajo vuestro microscopio —repuso.
Su respuesta provocó agitación, pero no el escepticismo que había temido. El astrónomo habló con renovado énfasis, como si hubiera encontrado confirmación para una teoría, y el reflector mental dejó ver una enloquecedora confusión de símbolos matemáticos, conceptos que significaban energía y materia e hipótesis atómicas.
Por lo que se podía conjeturar, en algún momento el astrónomo había postulado que cada partícula de materia era tan compleja como el universo, que las fracciones submicroscópicas podían ser campos estelares tan detallados como los que se veían en lo alto y con una vida a una escala proporcionalmente infinitesimal, teoría a la que sus oyentes debieron oponerse. Aquel concepto exigió un esfuerzo por parte de Duane. Su universo, un átomo de los que formaban aquel planeta; éste, uno de tantos en el superuniverso. ¿Y si aquella unidad de miles de millones de cuerpos era, tal como Dowell había indicado, sólo una molécula de un cosmos aún más vasto, por encima, más allá y exterior? Inversamente, ¿contendrían universos los átomos de la Tierra que él había dejado? ¿Dónde estaba el principio o el fin del ciclo?
Su figura delgada, donde la tensión luchaba contra el cansancio, debió constituir un estudio de contrastes. La majestuosidad catedralicia de aquel gabinete, que formaba un ruedo tan grande como la superficie, los cielos y los horizontes de la Tierra, era maravillosa en sí misma, pero los altivos moradores sumaban emociones de respeto, temor e inferioridad, por ser tan voluminosos, tan radiantes, tan severos, tan implacables y deiformes. Al peso de estas cosas visibles se agregaban nociones que harían vacilar el cerebro de un genio, o la mente universal, si es que existía una inteligencia cósmica. Pero la estructura formal de la naturaleza tal como él la conocía parecía repetirse allí, ¿Dónde estaba el principio y dónde el fin? ¿Con qué propósito? Se alejó de aquellos abismos mentales, al darse cuenta de que los Titanes volvían a hacerle preguntas.
—¿Puedes regresar a tu universo, a tu átomo?
—No —respondió Duane.
—¿Por qué no?
—No sé dónde está. No sabría encontrarlo, y si lo encontrara no podría entrar. Algo sucedió cuando llegué al punto límite. Soy más grande que todo mi universo. No puedo encogerme. Además, han transcurrido millones de años desde que partí. Ni siquiera sé si la Tierra, mi planeta, existe todavía.
Los sabios asintieron con seriedad, aceptando su explicación. Por lo visto, comprendían mucho mejor que él mismo lo que había sucedido.
—¿Cuál es el principio de tu minúscula nave, pequeñín?
Duane se enfureció e irguió su cuerpo delgado. ¿El «Pájaro Blanco» una «minúscula nave»? ¿Él, Coloso, llamado «pequeñín»? Se echó a jurar, y una sucesión de «maldita sea» apareció en la pantalla mental. Los Titanes observaron con extrañeza estas palabras extrañas y le pidieron que las explicara. Dominó su indignación y trató de explicar la construcción del «Pájaro Blanco» y cómo almacenaba radiaciones del universo para convertirlas en energía. Los Titanes le escucharon tan atentos e impasibles como antes. Pero Duane notó un interés extraordinario hacia sus ideas. Mediante una cuidadosa observación, dedujo que aquel laboratorio había sido construido recientemente gracias a conocimientos científicos muy superiores a los de la raza humana.
También ellos habían descubierto cómo obtener energía perpetua. Ya habían iniciado la exploración de los grandes espacios, los abismos externos, los precipicios, los vacíos y las profundidades ilimitadas. Les asombraba que una criatura tan ínfima como él hubiera logrado llegar tan lejos. La explicación de Duane acerca de las partículas submicroscópicas —que para seres tan pequeños como él lo había sido en otro tiempo, todavía representaban un misterioso universo enorme y complejo de inconcebible magnitud— mereció un detenido interés.
Duane comprobó que su prestigio aumentaba. Pensó que le tocaba el turno de ver imágenes mentales y obtener alguna información acerca de los lugares a donde le había llevado su viaje.
—¿Quiénes sois? ¿Dónde estoy? —fue su primera pregunta.
El astrónomo reflexionó largo rato, como considerando si aquel ser ínfimo podría comprender las ideas que se le explicaran. Luego apareció en la pantalla un torrente de imágenes: Qthyalos, un mundo gigante en su madurez, habitado por titanes dotados de conocimientos y poderes divinos, cuyos intelectos guardaban proporción con las dimensiones de sus cuerpos, mentes dominadoras de la materia, y materia vital cuyo ciclo abarcaba miles de años.
A Duane le ardieron los ojos al ver sus ciudades gigantescas, sus obras alucinantes y extrañas, y sus artes no menos extrañas y fantásticas. Le asombraron con sus estructuras aparentemente fluidas y cambiantes, inestables y al mismo tiempo sólidas. ¿Poseían una arquitectura tetradimensional que trazaba líneas rectas en las espirales y cubos en pirámides pavorosamente fulgurantes?
¿Cuál era el material brillante que componía sus metrópolis megalíticas, que resplandecía cegador y cuya incandescencia, a la vez, englobaba sombras, ambigüedad y formas cambiantes de una geometría incomprensible? Sin reparar en el asombro de Duane, el resumen prosiguió. Entonces supo por qué estaban observando Valadom con tanto interés en el momento de su llegada. Tradujo la serie de imágenes a palabras:
—Una de nuestras naves exploradoras localizó supuestas señales de vida en un pequeño planeta de nuestro sistema.
La secuencia de imágenes se interrumpió cediendo el lugar a una vista del globo gigante de Qthyalos. Luego apareció la imagen de su sol, con los centenares de cuerpos grandes y pequeños que constituían un sistema solar a escala gigantesca. Luego la gran extensión de una galaxia y más allá cosmos aislados, nebulosa tras nebulosa, campo estelar tras campo estelar, gas llameante y negros vacíos, mientras la pantalla avanzaba y profundizaba hacia el infinito, el abismo eterno.
Duane, humilde en presencia de aquella inmensidad tan parecida a su propio universo, aunque de dimensiones inconmensurablemente majestuosas, observó con ojos turbados la reanudación del relato:
—Últimamente hemos logrado dominar las leyes ópticas e intra-espaciales a tal punto, que podemos observar con toda la aproximación necesaria cualquier planeta de nuestro sistema. Durante el año pasado estudiamos todas las noches un planeta, pero no descubrimos señales de vida hasta hoy, en que una sonda ha transmitido información sobre Valadom, que hace tiempo estudiábamos con el telescopio. Pensábamos enviar científicos allí para que obtuvieran ejemplares de esas extrañas criaturitas que se parecen tanto a nosotros, con el objeto de realizar estudios y análisis de laboratorio. Pero hallamos varias dificultades. Ante todo, su tamaño minúsculo. A juzgar por la que vimos, no pueden ser más grandes que tú. En consecuencia, si fuéramos allí, probablemente quedarían tan aterrorizados que huirían y se esconderían. Podríamos aplastar miles de ellos sin darnos cuenta. Serían necesarios grandes esfuerzos para atrapar aunque sólo fuese uno, y seguramente quedaría tan malherido o espantado que no nos serviría. No podríamos acampar allí. No creo que pudiéramos vivir en ese pequeño asteroide. La capa atmosférica tal vez no sea más alta que nuestras cabezas. Aunque utilizásemos nuestra técnica, las condiciones para la observación serían totalmente desfavorables. Nuestro propósito no quedaría satisfecho por la observación en ese lugar. Podemos observar sus acciones, pero no averiguar su historia, interpretar sus pensamientos, analizar su auténtica naturaleza o adquirir más que una idea aproximada sobre sus vidas.
Este largo discurso, en gran parte oscuro y adivinado por Duane sólo gracias al carácter abstracto de las imágenes que reflejaba la pantalla del Titán tratando de visualizar conceptos, parecía apuntar a un propósito definido.
Los cinco hablaron entre sí, con sus semblantes dignos y revestidos de una austeridad que los ascetas habrían envidiado. Como esculturas de dioses, como las enigmáticas cabezas talladas de la isla de Pascua, como gobernantes destronados que discuten el destino de los imperios, con sus expresiones tan impasibles que parecían de piedra, los seres ciclópeos conversaron con voces que retumbaban como el trueno, rugiendo a modo de cataclismo en los oídos de Duane. Vistos desde el tablero de la mesa, los blancos gigantes en pie alrededor de ella parecían tallados en bloques sobre la misma cantera.
Por un momento pensó meterse en el «Pájaro Blanco» y alejarse, pero supo que tal artimaña no daría resultado. Las cabezas que discutían kilómetros más arriba, la distancia a que se hallaba el horizonte del suelo, los aparatos y máquinas y el espacio aparentemente ilimitado hacia lo alto, no ofrecían la más mínima esperanza de huida. Luego la cabeza del astrónomo, dura como la piedra y brillante como el mercurio, se acercó a él y el movimiento envió violentas corrientes de aire a través de la mesa. La altiva entidad pronunció palabras que él no pudo comprender, pero cuyo sentido fue traducido por la pantalla mental.
—Puesto que es imprudente explorar Valadom y difícil conseguir una criaturita, hemos decidido analizarte, averiguar cómo funcionas, de qué estás hecho y cuáles son tus reacciones.
El Titán anunció la sentencia como si confiriera un honor. Su expresión permanecía imperturbable. Seguiría siendo un enigma el porqué había anunciado a la víctima su propósito, a menos que poseyera poderes desconocidos para Duane, o que el fervor de la investigación científica le obsesionara hasta el punto de considerar sólo los fines, sin reparar en los medios.
Cualquiera que fuese el motivo, poco le importaba a Duane. Su vida estaba en peligro, Para aquellos Titanes no era más que un germen, un insecto, una criatura minúscula, un gusano. Las palabras del gigante no evidenciaban crueldad, enemistad ni emoción alguna. Para ellos era un hecho sencillo. Allí había una criaturita que despertaba su curiosidad. Sería un magnífico ejemplar de laboratorio. No se trataba de que no les gustaba o que le odiasen. No experimentaban ningún sentimiento hacia él. La causa de la ciencia iba a progresar mediante la disección y análisis de aquel ejemplar de una nueva especie.
El exiliado de la Tierra, presa de helado terror ante su próximo fin, se puso a pensar. ¿Sería ésa la recompensa de su odisea estelar? ¿Una muerte absurda en lugares extraños sería la última meta? ¿Tendría que perecer, no con gloria sino en la ignominia, más lentamente y casi con tan poca distinción como el insecto más insignificante?
Mejor sería decidirse y hacer el intento que al menos le aseguraba un rápido fin, en un chasquido de aquellos dedos monstruosos. Mejor ser convertido en pulpa que agonizar bajo el escalpelo. Aquellos Titanes estaban dominados por la ciencia y sus fines. ¡Si fuese posible apelar a su naturaleza racional!
En la pantalla aparecieron las ideas formadas por su cadena de pensamientos, el recurso y la defensa que proyectó mentalmente.
—¡Titanes! ¡No soy una criaturita de Valadom! ¡Podéis estudiarme al microscopio y con el escalpelo, pero seguiréis sin saber nada acerca del funcionamiento de las criaturitas!
El encargado del microscopio bajó la estructura marmórea de su cabeza, cuadrada como la de un mamut. Se puso el casco metal, y respondió mediante imágenes de pensamientos, con expresión meditabunda:
—No importa. Sabremos cómo funcionas, y más tarde cómo funcionan las criaturitas.
Descorazonado, Duane volvió a intentarlo.
—¡Mi muerte no os servirá, Titanes! ¡Descubriréis de qué estoy hecho, pero nada más, y lo que sabéis sobre mi vida es poco!
Había cometido una gran equivocación, un error táctico, y lo comprendió en seguida. El sudor bañó su frente.
El Titán biólogo refutó sus argumentos con estas palabras:
—No pensamos terminar contigo por ahora. Estarás en observación para experimentos de laboratorio todo el tiempo que sea necesario, hasta que hayamos agotado tu ser animado. Luego te autopsiaremos.
Sólo el afán de una elevada misión encendía los ojos negros y enormes. Ningún sentimiento turbaba su serenidad e indiferencia mientras pronunciaba la condena a muerte.
Desalentado, pero con voluntad indomable mientras hubiera vida, y con la inteligencia agudizada por aquella batalla intelectual por su salvación, Duane dio un giro al asunto:
—¡Titanes! Soy como vosotros. ¡Pienso, siento y soy como vosotros! ¿Qué ganaréis autopsiándome? ¡Sólo me diferencio de vosotros por el tamaño! ¿Despedazaríais a uno de vuestra raza?
—Hemos despedazado a seres como nosotros cuando ha sido necesario para averiguar por qué somos como somos —fue la inesperada y desconcertante respuesta—. Te pareces a nosotros, pero un estudio exacto de todo tu organismo será necesario para averiguar las similitudes y diferencias que existen entre nosotros. La forma de tu cabeza es rara. De ahí que tu cerebro no puede funcionar exactamente igual que el nuestro.
La red se cerraba. Rebatían cada argumento tan pronto como él lo exponía. El único consuelo para Duane era que estaban dispuestos a escuchar, aunque desapasionadamente, distantes, imparciales, estimando la validez objetiva de sus razones. Sólo le quedaba una posibilidad, salvo la maniobra suicida, y puso en juego todos sus recursos mentales persuasivos.
—¡Titanes! ¡Haré un trato con vosotros! Permitidme subir a mi cosmonave y partir. ¡Iré a Valadom! Viviré entre los pequeñitos. Permaneceré allí un año. Aprenderé su idioma, estudiaré sus costumbres e historia, interpretaré su vida. Al concluir el año, regresaré y os comunicaré todos los datos que haya recogido. Además, traeré como mínimo un ejemplar muerto de los pequeñitos para que lo estudiéis. Titanes, todo eso prometo a cambio de dos cosas: prometeréis no hacerme daño cuando regrese, así como no hacérselo a los pequeñitos de Valadom.
Los cinco gigantes, como jueces que analizan un caso, consideraron su oferta. Comprendió que el biólogo estaba en contra de él y a favor de la experimentación inmediata, pues luego no habría de faltarles oportunidad de conseguir ejemplares de las criaturitas. El astrónomo apoyaba la propuesta, que le permitiría conseguir sin problema una historia completa de Valadom; en el año intermedio podrían adelantar las investigaciones sobre otras partes del universo. Los otros tres gigantes parecían no tener preferencia por ninguna de estas dos soluciones.
Duane, tenso y excitado, aguardó que tomaran la decisión. Había algo grotesco en aquella situación, algo sobrehumano y al mismo tiempo extrañamente familiar, una contradicción grotesca entre aquellos soberanos ciclópeos cuyas mentes sólo anhelaban conocimientos y él, algo ínfimo para ellos, luchando por su existencia... él, que buscando respuesta al misterio de las cosas había realizado la hazaña de atravesar un universo y dejarlo atrás convertido en un átomo. ¡Aunque había llegado a convertirse en un Coloso, para ellos era sólo un insecto! Aunque ellos parecían titánicos, ¿serían más que motas submicroscópicas, impalpables, en la insondable molécula de la que, a su vez, formaban parte?
El astrónomo se dispuso a responder y los ojos de Duane se volvieron hacia la pantalla. Una figura diminuta y solitaria esperaba el juicio del destino y de los dioses.
—Criaturita, consideramos que la causa del conocimiento avanzará mejor y más pronto si vas tú a Valadom y regresas luego, en lugar de analizarte ahora. Te autorizamos a ponerte en camino pero, según has dicho, debes regresar dentro de un año. ¡Vete!
Temblando por efecto del alivio que experimentó al ver temporalmente aplazada la condena, Duane dijo:
—Os lo agradezco, Titanes. ¿Qué garantía puedo daros?
—¿Garantía? Tus pensamientos eran sinceros. De lo contrario, no te habríamos permitido partir. ¿Conoces el camino a Valadom?
—No.
El astrónomo pasó por la pantalla imagen tras imagen de los cielos, las estrellas principales, Valadom, Qthyalos y su sistema, hasta que Duane supo cuanto necesitaba. Luego se inclinó ante aquellos grandes seres, cuyos designios eran impenetrables y cuyo pensamiento excedía a su comprensión. Ahora, guardando un silencio más majestuoso que el reposo de una catedral vacía, le vieron partir.
Ni expresiones de buenos deseos ni despedidas cordiales acompañaron su partida. Las cabezas de nuca chata, de frente inclinada, labios severos, mentones y narices con expresión de divino desdén, pómulos de orgullo deiforme, rostros de brillo asexuado, ojos negros y tremendos en cuyas profundidades brillaba el desvarío de los ángeles destructores, traicionaron una curiosidad inhumana y abstracta y nada más.
El «Pájaro Blanco» avanzó hacia el cielo trazando un hermoso arco. Las cabezas de los Titanes quedaron atrás. El inmenso recinto del observatorio disminuyó hasta parecer una habitación normal, con seres de características antropomórficas moviéndose entre aparatos y estructuras extrañas. Los rostros austeros de los gigantes se convirtieron en puntos a medida que el vagabundo del infinito se elevaba en la cúpula abierta, en una trayectoria que iba siguiendo el telescopio de una legua de longitud.
Duane sintió vértigo al comprender que él, si pudiera verse a sí mismo con los ojos del hombre, debía ser un Coloso aumentado muchas veces a consecuencia de la dilatación que había sufrido al atravesar el espacio y escapar de su universo, aunque no fuera sino un pigmeo en miniatura para ellos, que no eran nada comparados con la molécula de la que formaban parte.
Su última impresión de los altivos moradores de Qthyalos fue de profunda reverencia mezclada con especulaciones infructuosas. Quiénes eran y cuál fuese su naturaleza seguían siendo objeto de conjeturas casi tan insolubles para él como cuando los vio por primera vez. Luego le rodeó la oscuridad. Había salido de la cúpula donde estaba el telescopio.
Volvió a divisar los campos de estrellas, los incesantes tropeles que brillaban en lo alto. Las constelaciones se presentaban extrañas y desconocidas, como una infinidad de joyas brillantes. En el horizonte septentrional se ponía una pálida luna gris, y en los confines del mar sureño se hundía otra de color naranja.
Mientras el «Pájaro Blanco» ganaba altura, Duane miró hacia atrás. La superficie de Qthyalos se extendía vasta, confusa y misteriosa al amparo de la noche y bajo el manto de estrellas. Había extensiones montañosas que se erguían audaces hasta ocho mil kilómetros o más hacia las ciudadelas del espacio, mientras cordilleras de terrible desolación ocultaban los cielos tras sus cumbres heladas de grandeza desnuda y blanquiazul.
El observatorio se hallaba en un precipicio cuyas laderas caían a pico formando una lóbrega sima. Había ciudades en las llanuras y en los valles, megalópolis monstruosas con oscuras torres legendarias, edificios de dimensiones titánicas que torturaban la visión con ilusiones de una geometría desconocida, ciudades de pesadilla, irreales como las cúpulas de Xanadú, que desafiaban a los cielos con sus torres más altas y casi interminables.
Había lagos extensos como mares y mares que parecían abarcar toda la redondez del horizonte. Había islas del tamaño de continentes y continentes de extensión indescriptible.
¡Amos colosales de un planeta colosal! Qthyalos, un único planeta más inmenso que el universo, se desvaneció con todos sus misterios y sus maravillas alucinantes, quedando cada vez más abajo. Su masa era un enigma oscuro, hasta que se iluminó vivamente el contorno y apareció el filo de un sol deslumbrante.
El «Pájaro Blanco» aumentó su velocidad y el sol central emergió, radiante. Era un orbe calentado al blanco que, al lado de Qthyalos, semejaba un balón comparado con una bola de cojinete. Al lado opuesto del sistema se veían grandes planetas con múltiples limas, y le servía de fondo un gran grupo de estrellas. Enfrente, sobre el tapiz del espacio, brillaban otros planetas y lunas; entre ellos se distinguía Valadom, simple asteroide para los Titanes, que era en realidad tan grande como la Tierra, según la escala de magnitudes de Duane.
El «Pájaro Blanco» aceleró hacia su meta. Juzgando por su noción habitual del tiempo, apenas había transcurrido una hora cuando distinguió Valadom en forma de un minúsculo globo. Más allá, un enorme número de constelaciones tachonaba el infinito; y más allá de aquella orgía de luz brillaban lejanas nebulosas donde comenzaba el desfile celestial de galaxias remotísimas. Estrellas gemelas, soles purpúreos, blancos y dorados, enjambres de lunas y planetas de plateado esplendor: el espacio y la noche contenían una belleza, una majestuosidad y una gloria sin paralelos, una exhibición espectacular que desafiaba la imaginación, y donde el «Pájaro Blanco» no era más que un punto que trazaba su trayectoria entre las inmensidades y los infinitos.
Por un instante se propuso engañar a los Titanes, continuar viaje y descubrir el último avatar, o el megacosmos más lejano, para llevar la teoría de Dowell hasta sus últimas consecuencias. Pero la palabra empeñada a los Titanes prevaleció.
Duane se acercó a Valadom con una sensación de cansancio cósmico. La procesión interminable de estrellas y universos galácticos comenzó a perder interés. ¿Quién podía decir qué había más allá del límite final, más allá de aquel cosmos...? ¿Otro átomo a escala mayor? ¿Una célula o una molécula? ¿O la noche eterna? ¿O una frontera misteriosa donde el espacio terminase definitivamente? Su cerebro rechazó aquellas visiones excesivamente vastas, aquellas especulaciones donde acechaba la locura.
Experimentó una extraña satisfacción al aproximarse a Valadom; la satisfacción del viajero que regresa al hogar después de sufrir peripecias en lugares lejanos. El sol cegador brilló con su disco relativamente más grande que el del Sol de la Tierra; a un lado quedaba Qthyalos, la morada de los Titanes. Comparado con el planeta gigante, Valadom parecía apenas la punta de un alfiler.
Los pensamientos de Duane se volvieron hacia Anne, en melancólica evocación de su compañía. ¡Qué bien habría sabido ella poblar la soledad de sus viajes! ¡Habría sido un consuelo tan dulce! Pero le separaban de su sueño muerto de amor años irrecuperables de un universo más lejano que Carcosa y Hali.
Valadom estaba cerca. Triste, con expresión de anciano en sus ojos jóvenes, Duane observó su puerto de arribada. No podía dejar de notar que los Titanes vigilaban sus acciones por medio de los equipos telescópicos y ultra-ópticos; la sensación de su presencia invisible a miles de millones de kilómetros le producía una depresión aliviada sólo en parte por la intuición de otra presencia fantasmal, intangible, evasiva.
Sobre Valadom reinaba la quietud, la calma del amanecer por encima de los mares y continentes a los que se acercaba. Aquella paz influyó en su estado de ánimo. Recordó a la hermosa y olvidada criatura que había visto rindiendo homenaje a la mañana. ¿Seguiría prosternada junto al estanque? ¿O habría regresado bailando al lado del amante, la familia o el compañero? Duane se sorprendió al notar interés y un principio de celos, ¡Absurdo! Ni siquiera conocía la naturaleza de esta criatura de Valadom, y no podía estar seguro de encontrarla, pero eso no le impedía soñar a medida que se aproximaba a su destino.
Mares separados por masas de tierra. Reconoció la topografía vista en la pantalla de los Titanes. El «Pájaro Blanco» descendió demasiado rápidamente. Disparó los triples proyectiles delanteros para amortiguar la caída. El «Pájaro Blanco» sobrevoló un océano agitado y continuó hacia el oeste hasta que las costas de un continente rompieron la azulada niebla.
En el océano se distinguían unos puntos... ¿Atolones, sargazos, pequeñas naves? No pudo averiguarlo, mas no se detuvo. Sobre una bahía se alzaban las murallas de un pueblo o ciudad. ¿Civilización o barbarie? ¿Indicaban una cultura floreciente en progreso, o la decadencia desde una cumbre pretérita? El tiempo traería la respuesta; en ese momento sólo sentía un deseo, una extraña urgencia por llegar al claro que había visto. Abajo desplegaba sus esplendores una arquitectura semejante a la de los griegos: templo y morada, santuario y posada, aparecían como blancos monumentos paganos a la luz del alba.
El «Pájaro Blanco» descendió sobre el bosque que rodeaba el pueblo, pues allí debía estar el recinto que buscaba. A lo lejos, el hilo oscuro de un río se abría paso hacia el mar. El bosque lo tragó y el «Pájaro Blanco» flotó sobre el césped, entre dos lomas, que en seguida reconoció ser las que había visto desde Qthyalos. Allí estaba el estanque, un disco esmeralda.
El «Pájaro Blanco» se posó entre césped y flores exuberantes, rodeado de árboles de fantásticas formas. El terráqueo de figura desgarbada bajó de la nave.
Era ya pleno día; el sol estaba alto y Qthyalos brillaba a su lado como una esfera de sombría belleza. Soplaba un viento suave; Duane aspiró profundamente aquel elixir fresco y fragante. Del bosque llegaban sonidos, cantos insólitos de pájaros desconocidos y gritos de bestias furtivas. Las mariposas de brillantes colores parecían manchas de rojo, verde dorado, limón, añil y ébano. Pasó volando un pájaro de pico largo y plumaje púrpura imperial, con motas de rojo granate. Era hermoso, hasta que cacareó estridentemente.
En todas partes había una extraña vegetación: tallos coronados de flores, helechos de aérea gracia, líquenes y grandes algas, coníferas, troncos y tallos raros de los que pendían racimos de bayas, frutas, nueces y flores; vainas cargadas de semillas, musgo espeso. El suelo era una alfombra cubierta de hierba verde y, sobre ella, un sinfín de flores: orquídeas que alzaban sus corolas encendidas al sol, pétalos de plata entreverada de negro, turquesa, canela y púrpura; un desorden ubérrimo donde todos los colores de la fiebre y todas las tonalidades del verde salpicaban el paisaje.
El viajero, en medio de aquel paraíso soñoliento donde se adormecían los nervios y las inquietudes se desvanecían en presencia del festín de la naturaleza, avanzó hacia el estanque. Anduvo a través de la fronda por un sendero de hojas donde el sol dibujaba arabescos de luz y sombra, y siguió avanzando con precaución, inseguro, aunque con activa curiosidad.
Nunca hubo una paz tan exquisita, un refugio tan inefable; la música de los pájaros se convirtió en un coro que reforzaba la impresión de paz. Luego una voz entonó un himno al sol exuberante y alegre. La canción crecía y caía, haciéndose más grave en éxtasis de arrobamiento. Su estado de ánimo respondió a la canción y al intérprete invisible. Mientras se abría paso a través del bosque, el recuerdo de Anne surgió como un espectro que se ocultase entre las frases líricas y brillantes.
Por último llegó al lindero del claro y vio a la muchacha. Estaba junto al estanque. Sonreía al cielo y al sol, a la tierra y las aguas. Su bello rostro estaba sonrosado por la vitalidad de la juventud, y su cabellera esmeralda caía sedosa sobre la garganta y los hombros. Cantaba a la gloria de vivir, a la vida exuberante, y su voz murmuraba goce. Se volvió en ágil abandono y la cabellera ondeó por su espalda, en contraste con la claridad de su piel.
Duane gozó largo rato de la belleza de su cuerpo y su danza, de la gracia de su ritmo, y por último se adelantó.
El exiliado de la Tierra y la criatura de Valadom se miraron de hito en hito. La danza cesó bruscamente. Sus ojos ambarinos se abrieron con sorpresa, como formulando una muda pregunta al intruso. Duane dio un paso hacia adelante y saludó a la muchacha con las manos extendidas en señal de paz.
Los labios de la muchacha se entreabrieron y sus ojos, que no expresaban ni miedo ni desconfianza como él quizás había temido, brillaron con un fulgor secreto, como si saludara a algún amigo apenas recordado desde hacía mucho tiempo.
* * *
Lo que hace de Coloso un cuento de revolución de ideas es la inversión de un lugar común. Eran corrientes los argumentos que implicaban el encogimiento del protagonista hasta el nivel en que los átomos comunes se convierten en sistemas solares. En cambio, en este cuento el héroe crece hasta que todo el Universo viene a ser un átomo (idea inspirada por la cita de Eddington que encabeza el relato).
El cuento fue muy bien recibido