[5] y comenzó su rápida marcha entre las estrellas. Su resplandor daba a todo el panorama una pátina color plata bruñida y ébano: las dunas del desierto que se extendían en todas direcciones, los muros bajos, como de fortaleza, del taller de 774 y la gran cúpula de metal brillante que lo coronaba, tenían un aspecto fantástico, como un paisaje de cuento de hadas.

La aparición de Phobos sacó a 774 de su letargo. Tal vez comprendió que el tiempo pasaba y que no debía derrochar ni una hora de los cuarenta días de vida que le quedaban. Con hábil movimiento descorrió el cristal que protegía la ventana por donde miraba, y una ligera brisa nocturna, seca y helada, muy por debajo de los cero grados, penetró en el recinto.

Asomó su extraño cuerpo, escaló el repecho de la ventana y pareció decidido a descolgarse cabeza abajo por la rugosa pared de piedra. Unas extremidades largas y delgadas de su anatomía se aferraron al marco y quedó colgando como un murciélago. Aunque, aparte esta postura, no había el menor parecido entre 774 y un mamífero alado terrestre.

Si un terráqueo milagrosamente transportado se hubiera visto de improviso en aquel desierto y se hubiera fijado en la pared del taller, ni siquiera habría advertido que 774 era un ser vivo, bajo la luz cambiante e incierta del satélite. El fantástico juego de luces y sombras sólo le habría revelado un saco de color ferruginoso, que podría confundirse con una excrecencia o saledizo de la pared.

Mirando de más cerca, creería ver un atado de harapos viejos y podridos colgando de la ventana, con largos jirones agitados al azar por la ligera brisa, Pero el brillo metálico de los instrumentos que llevaba 774 lo habría desconcertado, y quizá se le pondría la piel de gallina ante el aspecto sugestivamente horrible de aquel objeto desconocido y mal iluminado.

Desde su posición, 774 llevó una gran bocanada de aire helado a sus complicados órganos respiratorios. El frío nocturno lo refrescó y pareció reanimarle. Dirigió una última mirada hacia el esplendor del cielo marciano. Al ver la Tierra y la traza del cometa, sus grandes ojos oscuros y transparentes, que eran la más humana de sus características, brillaron brevemente con la serena promesa de algo que aún estaba contenido por una barrera, sin que ésta fuese lo bastante fuerte como para refrenarlo mucho tiempo. Luego, 774 se alzó hasta la ventana.

Tres varillas metálicas articuladas se desplegaron del complicado equipaje que llevaba ajustado a su frágil organismo, y un instante después caminaba sobre ellas como un hombre, por un pasillo cilíndrico iluminado con luz verde cuya salida se perdía en una nebulosa oscuridad. El aparato emitía un tintineo débil y acompasado, pero 774 no lo oía. Para él, los sonidos eran sólo vibraciones percibidas por su desarrollado sentido del tacto, o captadas por sus instrumentos científicos, pues 774 no poseía órganos auditivos.

Su paso parecía apresurado y febril. Tal vez había formado a medias en su mente atormentada algún plan nada marciano.

El túnel daba a una rotonda gigantesca, donde gigantescos y altísimos capiteles soportaban una descomunal cúpula de metal blanco que techaba el recinto.

Extraños aparatos de enigmáticas formas se amontonaban en asombrosa complicación junto a las paredes. En el centro aparecía un cilindro oblicuo compuesto de tirantes entrecruzados, cuya base superior apuntaba a una abertura circular de la cúpula, por donde se veía parte del cielo poblado de estrellas. En la base inferior del cilindro, un gran cuenco giraba rápidamente, como un volante inmenso.

Era el observatorio de 774, con su telescopio y los mandos del aparato de señales. Subió apresuradamente por una pista en pendiente, desde cuyo rellano superior se podía ver el interior del gran cuenco giratorio. Sus ojos pasaron revista al aparato por si advertían algún defecto en su funcionamiento. Pero todo marchaba perfectamente.

Un terráqueo que supiera algo de Astronomía habría entendido al instante la función del cuenco giratorio, y le habría maravillado la inteligente sencillez de aquella obra de la inventiva marciana.

El gran recipiente contenía mercurio. Al girar sobre un eje perfectamente equilibrado, la fuerza centrífuga extendía el mercurio formando una superficie cóncava perfecta en el fondo del cuenco, equivalente a un paraboloide de revolución que servía magníficamente como espejo del gigantesco telescopio reflector. Su superficie, y en consecuencia su poder de resolución, eran muy superiores a los de cualquier espejo rígido que pudiera construirse sin imperfecciones.

Dándose por satisfecho, 774 se alzó ágilmente hasta una pequeña plataforma situada a mucha altura, entre las nervaduras de la cúpula. Sus movimientos eran rápidos y felinos, a la vez que eficaces, y parecía decidido a aprovechar hasta el último segundo de vida.

Con ojos casi centelleantes de impaciencia, miró una gran esfera de cristal que estaba en la plataforma. Mediante un sistema de prismas montado sobre el telescopio, concentraba la luz sobre la esfera haciendo aparecer en ella la imagen que 774 tenía tanto interés en ver.

En el seno del cristal se veía la imagen del tercer planeta. Por interponerse entre el observador y el Sol cerca de la conjunción inferior con Marte, la mayor parte de su superficie que miraba hacia el planeta rojo quedaba en sombras y no podía verse, salvo un filo iluminado al borde del disco aparente.

En esta parte iluminada se distinguían zonas de color gris, verde o pardo, que como 774 sabía eran océanos, continentes, desiertos y vegetación. Podía reconocer y comprender las manchas movedizas de las nubes, los ríos serpenteantes y las cordilleras coronadas de nieve. Pero la distancia y el efecto distorsionante de las dos atmósferas le ocultaban demasiadas cosas, cosas que tan apasionadamente había ansiado ver y conocer.

Un delgado manojo de zarcillos rosados, al extremo de uno de los miembros arborescentes de 774, descansaba sobre una pequeña palanca situada frente a él. Aquellos tentáculos filiformes, maravillosamente adaptados y habituados a las tareas más delicadas y precisas, desplazaron la palanca un poco a la derecha.

El pesado dispositivo del enorme telescopio reaccionó al instante, y la imagen de Planeta Tres en el globo de cristal comenzó a aumentar. Montañas, mares y continentes crecieron hasta que la imagen de la esfera terrestre rebasó las dimensiones del globo dejando ver sólo parte del huso iluminado.

A medida que se ganaba aumento, los detalles de Planeta Tres aparecieron con más nitidez, pero luego la imagen empezó a temblar y a fluctuar, como si se interpusieran un millón de ondas de calor atmosférico.

Al aumentar la potencia del telescopio, los contornos parpadeantes, saltarines y movedizos que aparecían en el globo visor llegaron a ser totalmente incoherentes. La enorme perfección óptica fracasaba ante el mismo obstáculo que los observadores terrestres han descubierto a medida que perfeccionaban sus telescopios.

Las envolturas gaseosas de Tierra y Marte, con sus numerosas corrientes irregulares de aire y distintos índices de refracción debido a las diferencias de temperatura y humedad, distorsionaban los rayos luminosos que llegaban desde Tierra después de recorrer ochenta millones de kilómetros. Superado cierto límite, no servía de nada el seguir aumentando el poder de resolución. El telescopio de 774 aún disponía de más unidades marcianas de aumento, pero éstas no servían para sondear los misterios de Planeta Tres.

A menudo, 774 ajustaba al máximo su instrumento con la vana esperanza de que algún día, por algún capricho del destino, las atmósferas de ambos mundos estuvieran bastante quietas y claras para poder echar una rápida ojeada a lo desconocido, Pero tal ocasión jamás se había presentado.

Frío y meticuloso, 774 ajustó su telescopio al límite de la amplificación eficaz. Por haber tocado algún instrumento, la imagen de Planeta Tres se desplazó perdiéndose de vista la parte iluminada. El globo de cristal aparecía oscuro, pero 774 no ignoraba que el tercer mundo seguía estando en el campo de observación.

Infaliblemente guiado por sus instrumentos, enfocó su telescopio sobre determinado punto del disco oscuro de Planeta Tres. Sabía que las sombras del hemisferio nocturno de aquel mundo lejano ocultaban un gran continente que separaba dos vastos océanos. Allí había grandes cordilleras nevadas, extensas llanuras donde verdeaba una vegetación desconocida, grandes lagos y caudalosos ríos. En la zona suroccidental de dicho continente había un desierto, y cerca del mismo se hallaba el Lugar de la Luz, de aquella luz que era la voz de un amigo a quien no había visto nunca y cuyo aspecto ni siquiera lograba imaginar, pese a lo mucho que sabía imaginar y deseaba saber.

En aquel momento la luz no estaba allí; sólo había manchas confusas y blancas de ciudades terrestres diseminadas por el continente en tinieblas, el misterio de cuya existencia venía a complicar los arcanos del Planeta Tres, Pero a 774 no le preocupaba la ausencia de la luz, pues tenía fe en ella. Cada vez que había emitido señales, le habían respondido y esta vez tampoco iba a fallar.

A un gesto, las enormes maquinarias de una sala emplazada muy por debajo de la cúpula del telescopio empezaron a funcionar silenciosa y eficazmente, acumulando energía. Aunque según los criterios terráqueos 774 habría parecido frágil y feo, una señal suya podía desencadenar fuerzas dignas de los dioses.

774 vigilaba lo que, en versión marciana, era un potenciómetro. No se parecía a ningún potenciómetro terráqueo. No tenía escala graduada, ni se movía en el mismo ninguna aguja indicadora. Era un globo de un material semejante al vidrio translúcido, y despedía una suave luminosidad.

Al principio, 774 vio en él un agradable resplandor, de un tono totalmente desconocido para los ojos humanos. Era lo que nosotros llamamos el infrarrojo. Este color invisible e indescriptible para los hombres, para 774 era tan corriente como el azul o el amarillo pues sus ojos, al igual que los de algunos organismos inferiores de Tierra, podían percibirlo.

Además, como cualquier otro marciano, distinguía la más leve diferencia de un matiz a otro.

Esta facultad sirve a los marcianos para la lectura exacta de instrumentos que, entre los hombres, deberían tener indicadores y escalas graduadas. En cualquier aparato marciano de medida, los diversos tonos de infrarrojo según su orden de aparición en el espectro equivalen a una lectura próxima al cero. El rojo y sus matices hasta el anaranjado serían las unidades; anaranjado, amarillo, verde, azul y violeta representarían los sucesivos órdenes de numeración y la banda del ultravioleta, que el ojo marciano también puede captar, representa los valores máximos admisibles.

En síntesis, prácticamente todos los instrumentos marcianos emplean las diversas longitudes de onda lumínica como sistema de referencia. Los valores bajos están representados por las ondas largas hasta el infrarrojo, mientras que los valores elevados se designan por medio de las ondas cortas de la banda ultravioleta del espectro.

Antes de efectuar un nuevo movimiento, 774 aguardó hasta que el ultravioleta alcanzó su máximo en el globo del potenciómetro. En ese momento se adelantó e hizo funcionar un complicado dispositivo.

El resultado no se hizo esperar. Por la abertura circular de la rotonda, a donde apuntaba el tubo del telescopio, se vio un instantáneo resplandor incandescente, un fogonazo súbito y tremendo. La detonación que lo siguió fue tan estrepitosa, que a un hombre le habría costado creer que la atmósfera enrarecida de Marte fuese capaz de transmitirla. Todo el edificio, pese a estar sólidamente construido, tembló por efecto de la detonación.

Durante un segundo y en un radio de unos treinta kilómetros desde el observatorio de 774, la noche marciana quedó iluminada por el resplandor de mil soles, cuando la enorme acumulación de energía liberada desde la superficie exterior de la cúpula metálica se propagó por la atmósfera, tendiendo sobre el lugar un ancho manto de luz fría mucho más intensa que cualquier aurora boreal de Tierra.

Pero el resplandor se apagó tan pronto como había surgido; los ecos de la detonación se extinguieron y la calma volvió a reinar en el desierto bajo las estrellas. Algún monstruo pavoroso, que inadvertidamente se había enterrado en la arena demasiado cerca de la guarida de 774, salió despavorido de su refugio levantando una nube de polvo, y desplegó sus diáfanas alas para huir del trueno que lo había aterrorizado. Mientras volaba, su sombra fantástica corría velozmente sobre la arena iluminada por la luna.

Pero 774 no pensaba en los temores que sus experimentos podían suscitar entre las criaturas de Marte. En lo que a él se refería, de momento los asuntos marcianos casi habían dejado de existir. Tierra, el Planeta Tres, acaparaba toda su atención, y no podía pensar en otra cosa. Había enviado su señal; esperaría la respuesta que sin duda iba a llegar.

Tierra tardaría unos nueve minutos en devolverle las señales. Pues ése era el tiempo que la luz, viajando a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo, necesitaba para ir y volver a través del vacío de ochenta millones de kilómetros entre los dos planetas.

El cuerpo frágil y grotesco de 774 se movió con impaciencia sobre la pequeña estera que ocupaba. En sus grandes ojos ardía el mismo fuego fascinado que un rato antes, cuando desde la ventana de su observatorio contemplaba Tierra y el cometa que se aproximaba. Su mirada estaba infaliblemente fija en el lugar del globo en tinieblas donde iba a aparecer la señal.

A veces la luz era demasiado débil para que ni siquiera sus ojos entrenados y sensibles la vieran; en un punto cuidadosamente blindado del globo visor había montado una célula fotoeléctrica marciana capaz de recoger las señales luminosas más débiles y convertirlas en impulsos eléctricos, que eran amplificados y retransmitidos a un instrumento situado cerca de 774.

Dicho instrumento reproducía las señales tal como se recibían de Tierra, aunque dándoles mayor brillantez, a fin de que pudieran ser contempladas fácilmente. Otro aparato grababa cada destello para su posterior estudio.

2

El cuerpo de 774 se tensó de repente. Allí estaba la primera señal, parpadeando débilmente a través de millones de kilómetros, aunque en el desierto de Tierra requería sin duda fogonazos casi comparables a los que producía el poderoso dispositivo de 774.

Éste apenas los veía en el globo visor, pero el piloto del aparato reproductor los repetía con exactitud: fogonazos largos y cortos, que representaban los puntos y rayas del código Morse de Tierra.

Fogonazo..., fogonazo..., fogonazo..., fogonazo...

—¡Hola, Marte! ¡Hola, Marte! ¡Hola, Marte! Tierra llamando. Tierra llamando. Tierra llamando —deletreaba el mensaje, mientras 774 se hallaba absorbido por la colosal tarea que él mismo se había fijado.

En el fondo de su memoria tenía presente que ya había sido decretada su muerte y que pronto, si no ocurría algo sin precedentes, su trabajo y el de su amigo terrestre quedarían inconclusos antes de que las inteligencias de los dos mundos hubieran podido encontrarse realmente e intercambiar ideas. Pero eso no le hizo desistir ni desvió la atención que ponía en su tarea; al contrario, parecía agudizar su inteligencia y reforzar su empeño.

Su mente parecía dividida en dos partes, una fría, lógica y científica, y la otra cogida entre contradicciones, luchando consigo misma y con su lealtad para con las tradiciones consagradas por el tiempo.

—¡Hola, Marte! ¡Hola, Marte! Tierra llamando. El hombre de Marte llega tarde... tarde... tarde... tarde... Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Cuatro más cinco igual a nueve. Dos por tres seis. Hombre de Marte llega tarde... tarde... tarde... tarde...

¿Podía 774 descifrar este galimatías de fogonazos de luz, que representaban palabras y números terrestres en código Morse? ¿Hasta qué punto podía comprender?

La comprensión de algo desconocido casi siempre se basa en la de algo semejante que exista previamente en la experiencia del individuo en cuestión. La mente de 774 era muy inteligente y metódica pero, ¿qué podían tener en común un terráqueo y un marciano? Cierto que existían muchos puntos de contacto, pero para dos entidades tan diferentes en su aspecto físico, sentidos, medio ambiente y modos de vida, desconocedores además de cómo era el lejano mundo del otro, tales experiencias semejantes eran muy difíciles de hallar.

Ante todo, los mensajes que 774 recibía eran símbolos codificados del alfabeto terrestre, equivalentes a distintos sonidos que, agrupados, configuran las palabras del discurso oral.

Recordemos que 774 no poseía el sentido auditivo y no conocía el sonido sino como fenómeno interesante registrado por sus instrumentos científicos y como vibración detectable al tacto, lo mismo que los seres humanos pueden notar las vibraciones sonoras tocando un sólido. No tenía oídos ni órganos vocales bien desarrollados.

Aunque nos parezca raro, antes de su experiencia con la luz no tenía ni idea de lo que era una palabra hablada, escrita ni representada por un grupo de señales. Como los métodos marcianos de comunicación y registro de los conocimientos difieren tanto de los nuestros, la palabra habría sido para él un misterio tan grande como para un gatito recién nacido.

Tratar de describirle el sonido según lo conocemos gracias a nuestro sentido del oído, habría sido tan inútil como hablarle de los colores a un ciego de nacimiento. Era sencillamente imposible. Aunque averiguase que el sonido y el discurso oral existían, jamás podría comprenderlos totalmente, y mucho menos intercambiar impresiones con un terráqueo. Tampoco nosotros podríamos entender cómo eran los colores ultravioleta o infrarrojo, por ser totalmente ajenos a nuestra experiencia.

Frente a tan enormes desventajas, y pese a su inteligencia y sus conocimientos científicos, era como un niño ignorante y ansioso por aprender, a la vez que chapucero y pronto a cometer errores que, desde el punto de vista de un terráqueo, habrían resultado más que infantiles.

En cierta ocasión ensayó un método propio para establecer comunicación. Si los pobladores de Tierra hubieran sido una raza física y psicológicamente semejante a la marciana, habría obtenido un rápido éxito: pero sus esfuerzos sólo provocaron una serie de fogonazos sin sentido por parte de sus interlocutores. Al comprender que su método no servía para los terráqueos, renunció a hacer de maestro y se redujo al papel de alumno aplicado.

«¡Hola, Marte!»: con estos dos grupos de símbolos siempre daban comienzo los mensajes de la lejana luz intermitente. Al principio, salvo una demostración inequívoca de inteligencia en la señal invariable y repetida con frecuencia, 774 no había podido sacar gran cosa de aquellas señales.

Para él, un saludo era aún más incomprensible que una palabra, si eso fuese posible. Aunque intentara comprenderlo, no podría. En Marte, donde la comunicación no es hablada, los saludos no existen.

Así las cosas, acudió en su ayuda el ingenio terrestre, sin duda al apoyo de una casualidad favorable. 774 no tuvo dificultad en distinguir los veintiocho símbolos alfabéticos del código Morse. Cuando las entidades de Tierra que manejaban la luz transmitieron dígitos codificados en la secuencia cero, uno, dos, tres, cuatro, cinco, etcétera, tampoco tuvo dificultad para reconocer y catalogar cada señal por separado, aunque el significado de las mismas fuese aún insondable para él.

Cuando el cómputo pasó del nueve y aparecieron números de más de un dígito, 774, después de devanarse largamente los sesos con el acertijo, tuvo el primer destello de comprensión. No era todavía una verdadera comprensión, sino la intuición de que el resultado concreto y comprensible no andaba muy lejos.

Observó que sólo existían diez símbolos distintos en aquel sistema, evidentemente muy distinto del otro sistema misterioso de veintiocho símbolos. Los primeros no se combinaban en grupos de señales o palabras. A medida que los destellos continuaban, cada símbolo parecía entrar en relación definida con los demás.

Siempre aparecían en sucesión fija. Al uno le seguía el dos, al dos el tres, y así sucesivamente, hasta diez. El primer símbolo de un grupo de dos dígitos siempre se repetía diez veces durante la cuenta, mientras el segundo símbolo cambiaba según la regla fija inicial.

Quizá 774 tuviera ya una vaga idea del sistema numérico terráqueo cuando su amigo de la luz pasó a transmitir problemas aritméticos sencillos. Evidentemente, uno más uno es dos en Marte lo mismo que en Tierra.

Aquello fue el verdadero comienzo. 774 había estudiado cuidadosamente aquellas sencillas igualdades y, por último, logró interpretarlas. Finalmente, en un mensaje como «tres más tres igual a seis», pudo captar la relación que existía entre las señales numéricas. La última del grupo era la suma de las dos anteriores.

Al fin comprendió. Se trataba de algún extraño método terrestre para expresar la cantidad de algo. El primer contacto entre Tierra y Marte quedaba establecido.

Estimulado por el éxito, 774 progresó rápidamente después de aprender el sistema decimal terrestre. Si tres más tres igual a seis, y dos más cinco igual a siete, entonces cuatro más cinco igual a nueve, aunque no se estuviera seguro de lo que significaban los símbolos intermedios que el terráqueo había inventado: «m-á-s» e «i-g-u-a-l». El marciano transmitió:

—Cuatro más cinco igual a nueve.

El parpadeo de respuesta pareció bailar de júbilo:

—Cuatro más cinco igual a nueve, Sí, sí, sí. Cinco más cinco igual a diez. Ocho más cuatro igual a doce. ¿Nueve más siete igual a...? ¿Igual a...?

Con gran sagacidad, 774 entendió inmediatamente lo que se le pedía. Querían respuestas. Aunque los números de dos dígitos aún le representaban una dificultad, quiso aventurarse y transmitió su interpretación de la suma:

—Nueve más siete igual a dieciséis.

Durante los meses siguientes, mientras la posición de ambos planetas fue favorable para la observación astronómica, el trabajo continuó empleando diversos métodos. A veces, 774 transmitía sus propios problemas de sumas, dando las soluciones. Si éstas eran correctas, la luz siempre relampagueaba «sí, sí, sí» jubilosamente y repetía la igualdad.

En las raras ocasiones en que los problemas eran más complicados y 774 cometía errores, el mensaje de respuesta era «no, no, no», y comunicaban la corrección.

De este modo, 774 supo por primera vez de las palabras, representadas por las veintiocho letras del alfabeto en código. «Sí, sí, sí», significaba que había acertado y «no, no, no», que se equivocaba. Comprendió que cada grupo de símbolos alfabéticos representaba, burdamente, una idea definida, «Más» e «igual a» en una sencilla suma indicaban ciertas relaciones entre los números, relaciones distintas a las expresadas por otras palabras.

Una vez cometió un error que se lo demostró claramente. Fue durante la transición de los problemas de suma a los de multiplicación. Diez más dos era distinto a diez por dos. Diez más dos sumaban doce, mientras que diez por dos eran igual a veinte. «Por» representaba una operación diferente de «más».

De modo parecido descubrió lo que significaban palabras como «dividido por» y «menos», fijándose en la relación de los números en ambos miembros de las respectivas igualdades.

Cuando supo cómo se hace una simple división en Tierra, 774 entendió con facilidad los decimales. En una operación como treinta y seis dividido por cinco igual a 7,2 podía relacionar los métodos de cálculo marcianos con los métodos terrestres. Sabía al estilo marciano cuánto era treinta y seis dividido por cinco y, naturalmente, la respuesta así obtenida podía representarse con el 7,2 terrestre, ya que era lo mismo.

774 descubrió en el número 3,1416, la relación entre la circunferencia y el diámetro. Por ello, el mensaje «diámetro multiplicado por 3,1416 igual a longitud de la circunferencia», a menudo repetido por la luz, podía intuirlo vagamente, aunque desde luego no fue descifrado en seguida.

«Tierra, planeta tres; Marte, planeta cuatro» fue un mensaje fácil, pues el sistema marciano empleaba los números para designar a los planetas según su órbita a partir del Sol. Ayudado por el mensaje: «Tierra, planeta tres tiene una luna. Marte, planeta cuatro tiene dos lunas», había logrado confirmar a medias su hipótesis.

Torpemente, pero reproduciendo las palabras terráqueas con la fidelidad de un buen imitador, transmitió:

—Planeta uno tiene cero lunas. Planeta dos tiene cero lunas. Tierra, planeta tres tiene una lima. Marte, planeta cuatro tiene dos...

La luz envió un «sí, sí, sí», entusiástico, y luego el débil resplandor parpadeante había dicho:

—Mercurio, planeta uno, no tiene luna. Venus, planeta dos, no tiene luna. Júpiter, planeta cinco, tiene nueve lunas. Saturno, planeta seis, tiene diez lunas... —y así sucesivamente hasta Plutón, Planeta nueve, más lejos que Neptuno.

De este modo, 774 supo el nombre de los planetas y el significado de las palabras «luna» y «planeta». Asimismo adquirió una vaga idea de verbos simples como «tener».

El proceso de su educación terrestre continuó poco a poco, dependiendo en gran medida de conjeturas racionales, aunque no muy seguras, y exigiendo enorme paciencia tanto en el educador como en el alumno. Recordemos lo difícil que es enseñar a hablar a una persona sordomuda y ciega de nacimiento, aunque ni siquiera esta comparación da una idea suficiente de la dificultad de aquella empresa.

774 llegó a conocer algunas palabras terrestres y conjeturaba con más o menos acierto el significado de otras. Podía deducir el sentido general de palabras como «nieve», «nubes» o «tormenta», pues cada vez que aparecía una gran perturbación atmosférica sobre el continente de la luz y perturbaba las observaciones, el comunicante repetía aquellas palabras.

Aprendió la estructura de los verbos más simples y tal vez supo de la formación del plural en los sustantivos mediante la adición del símbolo «s». El «hola» de la frase: «¡Hola, Marte!», todavía era para él un enigma. Respondía correctamente diciendo: «¡Hola, Tierra!», porque así lo hacían los terrestres, pero el sentimiento humano que implica el saludo seguía siendo desconocido para él, al ignorar que aquellos símbolos terráqueos correspondían a un valor sonoro.

Se había progresado, pero la forma que adoptaban las inteligencias de Planeta Tres, su modo de vida, sus máquinas y sus progresos seguían siendo, como siempre, un misterio. El gran sueño de la comunicación inteligente aún pertenecía al futuro, y ya no habría futuro, sino muerte y una gran promesa incumplida.

Esa promesa había sido, era todavía, el sentido de la vida de 774. Seguía trabajando sin dejarse abatir, como si aún tuviera por delante mil años de investigaciones. Quizá fuera sólo un hábito; mientras tanto, en su mente se agitaban pensamientos que nosotros, los de Tierra, no podemos sino suponer.

—Llegas tarde, hombre de Marte. Tarde, tarde, tarde —emitió el débil parpadeo del globo visor y la luz más brillante de la lamparilla reproductora; 774 se concentró en su trabajo.

Comprendía la mayor parte del mensaje, Sabía que la luz se refería a él como «Hombre de Marte», y «llegas» debía ir acompañado de un grupo de señales que les describieran. Pero «tarde», la esencia de la frase, la palabra que le daba sentido, era nueva. ¿Qué significaría «tarde»?

La intuición le decía que alguna circunstancia particular de aquel momento había intervenido para suscitar lo de «tarde», puesto que nunca lo habían dicho antes. ¿Cuál sería esa circunstancia? Aquel problema le desafiaba. Tal vez la luz deseaba señalar que se había retrasado en emitir la señal de llamada. Pero esto era sólo una conjetura que podía ser correcta o equivocada.

Quizá pudiera confirmarlo. Otro día se retrasaría de intención varios minutos en emitir la llamada; luego, como comienzo, afirmaría que era «tarde» y, si la suposición era correcta, la luz lo confirmaría.

De momento, la nueva combinación de signos podía esperar. 774 confiaba en que la luz emitiera otros mensajes más habituales.

—Cometa viniendo. Cometa viniendo. Cometa viniendo —comunicó el parpadeo de la lamparilla reproductora—. Cometa viniendo hacia Sol, Marte y Tierra. Cometa viniendo. Cometa viniendo. Cometa viniendo.

Si 774 fuera un hombre, tal vez se habría sorprendido. Pero no por el mensaje en sí, buena parte de cuyo contenido entendía perfectamente. «Cometa» no era una palabra nueva en su experiencia; en varias ocasiones, cuando aquellos vagabundos de larga cola regresaban al sistema solar después de realizar una larga excursión al espacio interestelar, la luz había relampagueado esa misma información: «Cometa viniendo».

El marciano conocía el significado de «cometa» e interpretaba la diferencia entre «cometa viniendo» y «cometa alejándose», pues la primera indicaba que el visitante celeste entraba en el sistema solar, y la segunda que estaba abandonándolo. Durante varias noches la luz le dijo que se acercaba un cometa y recibió la información como algo no demasiado sorprendente ni nuevo, aunque desconcertándole otras palabras del mensaje, por ejemplo «hacia». Aún no había logrado comprender lo que significaba «hacia».

No, no fue el mensaje propiamente dicho lo que sorprendió tanto a 774, De algún modo, aquella noche, el lejano destello de Tierra, al comunicar en clave la llegada de un visitante, relacionaba dos ideas de 774 y le sugería una idea: una inspiración colosal que sólo un genio —respaldado por unos conocimientos bastante superiores a los humanos y una familiaridad espléndida con los mayores avances científicos— habría sido capaz de concebir.

En un instante sublime, todos los sueños y esperanzas de 774 se unieron al cometa. ¿Sabría rebelarse contra los milenarios convencionalismos del viejo Marte?

3

Una inquietud casi eléctrica pareció apoderarse de 774. Sus ojos fríos, fijos en la lamparilla reproductora, resplandecieron con impaciencia. El mensaje que un instante antes merecía la atención de todas sus facultades deductivas, ahora le importaba muy poco. Tradujo rutinariamente las señales, comprendiendo lo fácil y sin molestarse en analizar lo nuevo. Aguardó con tensa impaciencia a que la luz callase y le tocase a él su turno de hablar. Tenía algo que debía decirle a su amigo de Planeta Tres y debía decirlo de modo tal, que pudiera estar seguro de ser comprendido. ¿Cómo? ¿Cómo organizar aquellas señales extrañas y poco prácticas de las que sabía tan poco, para que la información que necesitaba transmitir fuera recibida y correctamente comprendida?

Llegaba la frase con que terminaban todos los mensajes de Planeta Tres:

—Tierra esperando a Marte. Tierra esperando...

La manchita de luz apenas perceptible desapareció del globo visor del telescopio lo mismo que el palpitante resplandor púrpura de la lamparilla reproductora. La oscuridad parecía cargada de expectación y tensa espera. Era un desafío lanzado al intelecto y la inventiva de 774.

En sus posiciones relativas. Tierra y Marte estaban entonces separados por unos ochenta millones de kilómetros, o sea cuatro minutos-luz y medio. Por tanto, todo mensaje luminoso tardaba cuatro minutos en viajar de Tierra a Marte y viceversa.

Para evitar confusiones, 774 y su amigo de Planeta Tres habían adoptado un sistema con él cual cada uno transmitía sus señales durante dos minutos, haciendo luego una pausa de dos minutos, durante los cuales el otro podía responder. El marciano había aprendido a reconocer e interpretar, según su método para medir el tiempo, aquel intervalo de tiempo terrestre.

Ahora era su turno y, si bien lo que tenía que decir era lo más importante que había transmitido nunca, titubeó aparentemente derrotado por la enorme dificultad del problema, Pero la premura de tiempo aguijoneó su mente, poniéndola en tensión total y confiriéndole una agudeza inaudita. Al menos, debía intentarlo, aunque fuese una aventura y pudiera cometer errores, pero debía intentarlo.

El conmutador de señales se movió en respuesta a sus delicados impulsos y las explosiones atronaron y resplandecieron sobre la cúpula. El marciano transmitió durante tres minutos, violando las reglas y sin dejar de repetir la misma frase, aunque cambiando el orden de las palabras con la esperanza de hallar la combinación adecuada para hacerse entender.

No aguardó una respuesta. Tierra ya estaba baja en el horizonte oeste, y los fogonazos de la débil estación de Tierra serian demasiado tenues, temblorosos e inciertos debido a la densidad de la atmósfera marciana en tales condiciones. Además, tenía muy poco tiempo y demasiadas cosas que hacer.

A una maniobra de los mandos, el gran tubo del telescopio giró pesadamente hasta apuntar al cometa, que aún se hallaba alto en el oeste. La abertura circular de la cúpula giró automáticamente con el telescopio.

La cabeza muy aumentada del cometa ocupó el globo visor, brillante, plateada y tenue alrededor de la zona sólida del incandescente núcleo central.

Puso en marcha delicados instrumentos; midió y calculó velocidades, distancias y densidades. Pero aquella no era una mera investigación teórica. Sus ojos ardían con decisión inflexible. La sombra de la muerte rondaba muy cerca.

La actitud de 774 ante la muerte no se parecía en nada a la de los humanos. En el torbellino de sus pensamientos, sólo una cosa estaba clara: el cometa iba a pasar cerca de Marte y también cerca de Tierra, Este hecho ofrecía una oportunidad estupenda. Pero el tránsito duraría sólo diez días, después de los cuales se perdería la ocasión. A menos que pudiera culminar en ese tiempo la más vasta empresa que ningún humano o marciano hubiera abordado jamás.

Concluyó sus mediciones rápida y eficazmente. Sonaron algunos interruptores. Poderosos mecanismos e instrumentos increíblemente delicados y sensibles dejaron de funcionar. La abertura circular de la cúpula se cerró, ocultando las estrellas y el cometa. El observatorio descansaba, pues su dueño frágil y extraño ya no iba a necesitarlo.

El marciano recorrió un pasillo; los miembros articulados de la máquina que lo transportaba resonaban con ruido tintineante y regular.

Salió a una terraza que daba a un pozo lleno de extraña niebla verde. Saltó sin dudar y, aparentemente suspendido y retardada su caída por la materia esmeralda que llenaba el vacío entre los muros metálicos, descendió tan segura y delicadamente como una pluma en la densa atmósfera de Tierra.

Al fondo del pozo se abría otra gran cámara de techo bajo cuyas distintas paredes desaparecían en el resplandor esmeralda que lo inundaba todo, dejando ver las brillantes formas de unas máquinas gigantescas.

Aquél era el taller de 774, y allí se puso a trabajar en seguida, con la eficacia fría y pausada que caracteriza a los hijos del agonizante Marte.

No era la primera vez que luchaba con el problema que ahora retenía su atención, y había aprendido muchas cosas. Pero las dificultades técnicas con que había tropezado le convencieron de que la solución del problema debía remitirse a una época futura.

Pero ahora, algo había cambiado. Existía una posibilidad imprevista, que podía resultar bien o no. Era una apuesta.

No había tiempo para más experimentos. Tal vez no fueran necesarios, pues 774 ya dominaba los principios fundamentales. Debía proyectar y construir; por encima de todo, debía actuar con seguridad y rapidez.

Pensaba en cierto valle yermo del desierto. Quizás hacía mil años que nadie sino él lo visitaba. Las aeronaves casi nunca sobrevolaban aquella hondonada seca entre las áridas colinas de Marte. Sería el lugar ideal para la conclusión de su tarea, pues no se atrevía a quedarse en su taller.

Sutiles impulsos eléctricos transmitieron sus órdenes y, en respuesta, cinco formas gigantes, paradójicamente humanoides, forjadas en metal brillante, se levantaron de sus lugares de descanso para cumplir sus deseos. Bajo su guía, prepararon el éxodo apilando instrumentos, herramientas y otros objetos y embalándolos en cajas de metal; ataron largos brazos metálicos en grandes hatos fáciles de transportar. Mientras tanto, 774 trabajaba con una complicada calculadora marciana.

Así transcurrió la noche. Bajo el crepúsculo casi instantáneo que precede al amanecer, la extraña caravana se puso en marcha. El marciano había cambiado de identidad; ya no parecía un frágil bulto de protoplasma viviente, sino un gigante de metal como los cinco autómatas que le ayudaban, pues la poderosa máquina que conducía era tan versátil, tan rápida y precisa en responder a sus gestos, que en todo sentido constituía un verdadero cuerpo.

La complicada máquina desplegó unas alas metálicas que comenzaron a agitarse pesadamente, El marciano voló alrededor de sus servidores, que avanzaban poco a poco sobre el terreno, portando las pesadas cargas. Contempló unos momentos la cúpula de su observatorio y sus paredes de piedra, a juego con el color pardo de las arenas del desierto.

Pero el hecho de haber vivido la mayor parte de su vida, en aquella estructura que ahora abandonaba para siempre, no suscitó ningún sentimiento en él. No tenía tiempo para sentimientos. Además, se preparaba para las pruebas y peligros que indudablemente iban a sobrevenir.

Dio otra vuelta en el aire, explorando el terreno con atención, previendo la posibilidad de que se acercara una aeronave. No le convenía ser visto, y si aparecía una nave tendría que ocultarse. El peligro no era grave, sin embargo, en lo concerniente a su propio pueblo.

La anulación de una condena de muerte decidida por el mando, prácticamente carecía de precedentes. Durante miles de años, los marcianos habían obedecido tan fielmente las órdenes de sus gobernantes, que desconocían las cárceles. Cuando se recibía la orden, la gente de Marte iba a la muerte por su propia voluntad, sin precisar verdugos. Nadie sospecharía que 774 se proponía eludir la sentencia.

No parece que 774 se alegrase de rebelarse contra las antiguas leyes —probablemente se sentía incluso culpable— pero su impaciente afán de aprender y su entrega a la causa en la que había comprometido su vida constituían un móvil que le impelía a desafiar el código, y las tradiciones seculares.

Las estrellas y el ocioso Deimos, el satélite más alejado, brillaban entre una niebla cenicienta que oscurecía el horizonte en todas direcciones. Una brisa poderosa y cortante empezó a soplar desde el oeste. Cuando salió el sol, la niebla se levantó dejando ver un cielo cargado y tempestuoso cruzado por largas y agoreras rayas rojas y anaranjadas. El marciano conoció lo que se le venía encima y el peligro que implicaba.

El viento se hizo cada vez más violento, soplando a ráfagas hasta convertirse en un cierzo continuo de poderío comparable al de un huracán terrestre. De existir oídos humanos para escuchar, habrían captado el rumor creciente de millones de partículas voladoras de arena, que se alzaban produciendo un zumbido confuso e inquietante.

A medida que los torbellinos de arena rojiza se espesaban y ascendían en la atmósfera, el sol se convertía en un disco rojo colgado entre tinieblas, y sólo una fracción de su luz normal llegaba al suelo.

El marciano bajó para continuar la marcha por el terreno al lado de los robots. Había presenciado muchas de aquellas terribles tempestades de polvo en Marte y no le sorprendían, lo mismo que un viejo marino de Tierra sabe soportar las tormentas. Le protegía el domo hermético de cristal en la parte superior de la máquina que conducía, y respiraba aire puro filtrado.

Lo peligroso sería que se cegara la batería de filtros que suministraba oxígeno a sus autómatas, o verse accidentalmente sepultado por algún lecho de arena movediza recién formado, o enterrado bajo las nubes de polvo que se arremolinaban a su alrededor. Pero tales peligros eran inevitables y había que enfrentarse a ellos.

Urgido por la faceta de tiempo, 774 apremió a sus robots para que avanzaran al paso más rápido posible sobre aquel suelo movedizo. Los largos miembros articulados de los gigantes de metal avanzaban resueltamente hacia el este, contra el viento y la arena, y escalaron con facilidad varias colinas de roca pese a su gran volumen propio y al peso de las cargas que transportaban.

Por dos veces cruzaron unas cañadas artificiales profundas, de treinta kilómetros de ancho, que en Tierra reciben el nombre no del todo correcto de «canales». De vez en cuando dejaban atrás los tallos secos y desnudos de la pavorosa vegetación marciana, que se destacaban como grotescos pilares totémicos en medio de la tormenta. Los canales estaban tan desolados como el desierto, pues apenas había comenzado la primavera y el agua de los casquetes polares aún no bajaba por la red de acueductos ni por las tuberías enterradas bajo el lecho del canal.

Cuando apareciera el agua, la vegetación crecería con rapidez en las rectilíneas orillas de cientos de zanjas abiertas a través del terreno yermo desde tiempo inmemorial. Pero aún no se veían las grandes máquinas sembradoras marcianas, pues era demasiado pronto incluso para ellas.

Las precauciones tomadas por 774 parecían totalmente innecesarias, pues no vio rastro de los de su especie ni de otras criaturas vivientes. Estaba tan absolutamente solo en la región de los canales como en el mismo desierto.

Al caer la tarde llegó a su destino. Mientras tanto el viento había cesado y el aire estaba purificándose. Entonces dio comienzo el trabajo. Dos robots, equipados con palas mecánicas, habían abierto un gran agujero en la arena. Con febril actividad, los otros dos ayudaban en otras tareas a 774. Clavaron algunas vigas alrededor del pozo. Tomaba forma un material extraño y oscuro. De una máquina ancha y baja brotaba un chorro de metal derretido, y un hilillo de humo blanco subía por el aire encalmado.

Al anochecer, 774 se detuvo para contemplar a Planeta Tres, que flotaba en el cielo occidental brillando, espléndido, en medio de su séquito de estrellas, por encima de las lomas que bordeaban el valle. Aquella noche la luz parpadearía en vano llamando con impaciencia al Hombre de Marte. No habría respuesta. Más arriba, y difícilmente visible por su menor luminosidad, aparecía la saeta plateada del cometa.

Quizá 774 se preguntaba lo que pensaría su desconocido amigo terrestre al no recibir respuesta desde el disco marciano. Quizá trataba de imaginar, como tantas veces hiciera, el aspecto de su amigo terrestre. Tal vez se preguntaba si iba a conocerle pronto.

La distracción sólo fue momentánea. Había mucho que hacer, pues tenía que adelantar a la par con el cometa. Los marcianos duermen muy poco, y no cabía duda de que 774 se pasaría en vela aquella noche, la siguiente y la otra.

4

El joven Jack Cantrill echó una breve ojeada al gran motor diesel después de revisarlo, y luego, con aire decidido, se limpió las grasientas manos con un puñado de trapos de algodón. La instalación funcionaba perfectamente. En otras circunstancias, quizá se habría detenido a admirar la fuerza y la perfección de la máquina objeto de sus atenciones. Pero, aun siendo tan amante de las máquinas como era, ahora tenía prisa.

No se detuvo a ver cómo se reflejaban las lámparas de incandescencia sobre la periferia pulida del volante, ni a contemplar las chispas azules que saltaban entre las escobillas de la gigantesca dinamo del grupo electrógeno.

Algo más importante le ocupaba y, además, acababa de ocurrírsele una idea bastante curiosa. Primero el viejo Doc Waters e Yvonne se echarían a reír, pero luego la idea les sorprendería tanto como a él. Tenía que decírselo en seguida.

Arrojó el puñado de hilaza de algodón en una papelera metálica; luego comprobó rutinariamente los cuadrantes e instrumentos del apretado cuadro de distribución. Ajustó un pequeño reostato e hizo una señal con lápiz rojo en un gráfico de la pared. Luego, olvidando que llevaba ropas ligeras y estaba acalorado, salió al relente de la noche en el desierto.

La fría brisa disipaba el olor a combustible quemado. Tuvo un escalofrío, pero no se preocupó. El ruidoso escape del motor de alta compresión en su cobertizo metálico dejó de oírse a medida que se alejaba por el sendero que conducía a la cumbre de una colina cercana.

En la cresta de una loma vecina, una gran mancha de luz deslumbradora se encendía y apagaba con regularidad. Decenas de inmensos reflectores, con una intensidad de miles de millones de bujías; dirigían hacia las estrellas sus ráfagas cortas y largas. Jack Cantrill les dirigió una ojeada breve pero intensa, mientras movía los labios como si estuviera contando.

La puerta del observatorio emplazado en la cumbre de la colina se abrió al empujarla.

Cruzó una pequeña antesala y entró en la cámara circular que albergaba el telescopio. Una sola lámpara arrojaba su pálida luz sobre un gran escritorio repleto de cuadernos y papeles. Entre ellos, un cronómetro de precisión hacía oír su resonante tic-tac en aquella penumbra sobrecogedora y extraña.

Jack Cantrill se acercó tranquilamente a la plataforma situada bajo el ocular del telescopio, donde se hallaban los otros dos ocupantes de la sala.

La muchacha rubia era bonita, de una belleza picara. Sonrió brevemente al ver llegar a Jack.

—¿Alguna novedad, compañeros? —preguntó.

Pretendía hablar en tono ligero e indiferente, pero su voz sonó ronca y ahogada, destruyendo toda pretensión.

El profesor Waters miraba por el ocular del gran instrumento. La claridad de la lámpara cercana hacía destacar las arrugas de su rostro, dándole un aspecto de cansancio. Hizo una mueca, abatido.

—Todavía no, muchacho —respondió—. Parece que Viejo Amigo nos ha abandonado por completo. Es extraño, teniendo en cuenta que no ha fallado ni una sola vez en nueve años, siempre que las condiciones de observación fuesen favorables. Pero ésta es la segunda noche que no recibimos sus señales. La cara oscura de Marte no ha lanzado ningún destello, y la célula fotoeléctrica tampoco detecta nada.

El joven miró con vacilación a la muchacha, y luego al padre de ella; luego se pasó la mano por su ondulada cabellera pelirroja. Parecía un escolar a punto de pronunciar su primer discurso en público, mientras agitaba una hoja de papel que había sacado del bolsillo. Casi no se atrevía a exponer su idea.

—Yvonne... Doc... —comenzó con timidez, en un torpe intento de recabar la atención para lo que estaba a punto de decir—. No soy un gran sabio; tal vez sea un gran tonto, Pero... Bien, este mensaje..., el último, el que recibimos anteanoche... creímos que era absurdo, pero, si se mira bien, casi tiene significado. Escuchad.

Carraspeó y se dispuso a leer lo escrito en el papel.

—Cometa viniendo. Sí, Cometa viniendo. Sí. Cometa viniendo de Hombre de Marte. Cometa Hombre de Marte viniendo hacia Tierra. Cometa viniendo Hombre de Marte, Hombre de Marte. Cometa. Hombre de Marte. Cometa. Hombre de Marte. Cometa. Sí, sí, sí. Hombre de Tierra. Sí, sí, sí. Fin. Fin. —El delgado rostro de Jack Cantrill estaba ruborizado cuando acabó de leer—. ¿Comprendéis? —susurró con la voz embargada por la emoción—. ¿No está perfectamente claro?

El bonito rostro de Yvonne Waters había palidecido un poco.

—Jack, ¿quieres decir...? ¿Te refieres a que él quiso decirnos que venía aquí, cruzando ochenta millones de kilómetros de vacío? ¡No podrá hacerlo! ¡Es imposible! ¡Es demasiada distancia y son demasiadas dificultades!

Su preocupación dio ánimos al joven.

—Lo has comprendido exactamente —repuso.

El profesor Waters no compartía su entusiasmo. Su actitud era meditativa y se frotó pensativamente la mejilla.

—Yo también lo pensé —admitió al cabo de un rato—. Pero me pareció demasiado delirante como para tomarlo en serio. De todos modos, hay una probabilidad de que tengas razón. —Dicho esto, el anciano pareció recapacitar de súbito y estalló—: ¡Cielos, muchacho! ¿Y si fuese verdad? Viejo Amigo nos habla del cometa. Si todo esto tiene ilación, el cometa debe tener algo que ver con su venida. Por lo que sabemos, podría servirse de él. Pasará cerca de Marte y de la Tierra. Si de algún modo consiguiera entrar en su campo gravitatorio, éste lo arrastraría prácticamente todo el camino. ¡Eso es! Economizaría una cantidad enorme de energía. ¡Su viaje, de otro modo imposible, cabe en el reino de lo posible!

—¡Al fin lo ha comprendido, Doc! —dijo Jack rápidamente—. Piense lo que significan sus propias palabras: ¿Y si fuese verdad? ¡Tal vez el primer contacto interplanetario! Las inteligencias de un planeta intercambiando ideas con las de otro.

Sin darse cuenta, Jack Cantrill había tomado la mano de Yvonne Waters. Los ojos de la muchacha centelleaban.

—Si fuese verdad, seríamos famosos, Jack —aseguró—. Papá, tú y yo recibiríamos los honores.

—Lo seremos, Yvonne —afirmó Jack sonriendo.

También el profesor condescendió hasta el punto de sonreír.

—Lo teníais todo preparado, ¿no? —Y agregó poniéndose serio—: La diferencia entre un terráqueo y un marciano debe ser grande y, por tanto vuestras ideas pueden resultar descabelladas, aun cuando la conjetura sobre el mensaje fuese correcta. No sabemos si los marcianos son humanos. Hay una probabilidad en un millón de que lo sean. Parece difícil que la evolución, actuando en un planeta tan distinto, haya dado lugar a un ser que se parezca remotamente a un hombre. Viejo Amigo es muy inteligente sin duda, pero sus dificultades con nuestro código parecen indicar que incluso el lenguaje hablado es algo nuevo y extraño para él. Ésta sería una diferencia, pero podría existir un siniestro parecido entre terráqueos y marcianos. ¿Quién sabe si no hay segunda intención en lo que creemos interés amistoso hacia nosotros? A veces, la conquista es más provechosa que el comercio. No podemos saberlo.

—¿No le parece que exagera, Doc? —inquirió Jack.

—Quizá... De todos modos, me dedicaré a poner en cifra algún nuevo mensaje —dijo el profesor, encaminándose al escritorio.

—Humanos o no, espero que sean guapos los marcianos —le dijo Yvonne a Jack, coqueta.

—Y yo espero que no, querida —respondió, tomándola cariñosamente por la cintura. Estaba a punto de decir algo más cuando le llamó la atención lo que decía por teléfono el padre de la muchacha.

—¿Conferencias? Quiero hablar con Washington. Póngame con el señor Grayson, ministro de guerra. ¿Le parece raro? Es posible, pero hágalo.

Antes del amanecer, todos los observatorios de la Tierra se habían sumado a la vigilancia.

5

Muy lejos, en el Planeta Rojo, el trabajo de 774 progresaba con rapidez. Por último llegó la noche en que todo estuvo listo salvo una cosa. Un poderoso impulso, profundamente arraigado en todo ser viviente de la Tierra y de Marte, y quizá en todo el universo, lo llamaba a una ciudad sita en la encrucijada de cuatro canales, al este. Aquel impulso patético era perfectamente comprensible según el criterio humano.

Las estrellas iban quedando atrás a velocidad vertiginosa mientras 774 volaba sobre el desierto en alas del ornitóptero que lo conducía al este. Debía tener cuidado, pero, ante todo, debía darse prisa.

La travesía duró cerca de una hora. Los grandes ojos del marciano, sagaces y felinos, observaron en un ancho canal una construcción angulosa y gigantesca, aunque apenas visible debido a la oscuridad. Cauteloso, como una sombra movediza, 774 se dirigió hacia ella. Los palpadores de su autómata localizaron un panel de metal, que se abrió al contacto, revelando el resplandor verde de un inmenso pozo. Un instante después cruzaba flotando por los laberínticos túneles de la ciudad marciana sepultada.

Recorrió cerca de un kilómetro y medio por uno de los pasadizos, hasta llegar a una amplia cámara donde reinaba un calor húmedo. Estaba ocupada por miles de receptáculos de cristal puro y en cada uno había un bulto de materia blanda, de color púrpura, semejante a la jalea, pero con vida.

Ayudado tal vez por algún sistema numérico marciano, 774 localizó la caja que buscaba, La tapa se abrió al contacto. Saliendo de su vehículo autómata, introdujo una de sus delgadas extremidades en la caja de cristal.

Una veintena de filamentos nerviosos, delgados casi como cabellos humanos, salieron de la envoltura quitinosa que los protegía y palparon cariñosamente aquel protoplasma. Éste respondió en seguida al toque cuidadoso de la extraña criatura que lo había procreado. Su delicada túnica se estremeció, y su contorno parecido a la jalea emitió un delgado pseudópodo, que envolvió los filamentos nerviosos de 774. Los dos permanecieron así varios minutos, totalmente inmóviles.

Era una grotesca parodia de una situación conmovedora totalmente humana; pero vista con ojos terrestres, su extrañeza le quitaba parte de su solemnidad. No se pronunció ninguna palabra ni hubo señales de afecto que un ser terrestre pudiera interpretar. Pero el intercambio de sentimientos, pensamientos y emociones entre padre e hijo tal vez fue mucho más completo de lo que habría sido en cualquier escena análoga sobre la Tierra.

Aun así, el marciano no descuidó sus precauciones. Quizá la intuición le avisó de que se acercaba alguien. Rápido, pero actuando con seguridad, regresó a su autómata, puso la tapa en el recipiente de cristal y se alejó por el túnel en penumbra. Pocos minutos después llegaba sin problemas a la compuerta en el fondo del canal. Las alas funcionaron y desapareció en la noche constelada.

Mientras regresaba velozmente a su apartado valle, vio ponerse el disco plateado y verde de Tierra en el horizonte occidental. Tal espectáculo debió suscitar en su ánimo un torbellino de presagios, como si estuviera enfrentándose a horrores desconocidos en un combate mortal. Movió distraídamente una palanquita y, en respuesta, un haz de llamas brotó de un aparato que su autómata volador llevaba en un largo brazo. Donde el rayo tocaba, se fundía la arena del desierto.

En el cielo el cometa brillaba pálido, frío y cada vez más visible. En ese momento se hallaba muy cerca de Marte.

Al llegar a su valle, 774 descendió al pozo, donde se erguía un objeto plateado difícil de definir a la incierta luz de las estrellas. Una puerta se abrió y se cerró, y 774 se quedó trabajando a solas entre una asombrosa colección de máquinas.

Luego hubo un fogonazo cegador e incandescente y un rugido que sonó como el choque de dos mundos, seguido de un silbido agudo, torturado, desgarrado. El pozo se puso incandescente y el objeto plateado desapareció. Sobre el pozo, y elevándose muchos kilómetros en el cielo. Sólo quedaba una gran estela de vapor, sonrosada por efecto de su alta temperatura. Transcurrirían muchos minutos antes de que aquella inmensa nube se enfriara lo suficiente como para desaparecer.

El marciano tenía el cuerpo maltratado, roto y quebrado; la terrible aceleración le aplastaba y la conciencia estaba a punto de abandonarle, pese a su gigantesco esfuerzo de voluntad por retener la lucidez. Pocos minutos después no importaría si se desmayaba, pero ahora necesitaba vigilar y maniobrar los mandos. Si no eran manejados correctamente, todo su trabajo iba a ser inútil.

Pero la oscuridad del desvanecimiento empezaba a vencerle. Luchó valientemente contra las tinieblas cada vez más densas que empañaban su visión y obnubilaban su mente. Aunque todo su ser quería descansar, se mantenía ferozmente concentrado en la tarea. Era demasiado lo que estaba en juego. Aquella lámpara... brillaba en rojo cuando debía estar en violeta. Tenía que ocuparse de ello. La nave perdía estabilidad. Un pequeño reajuste de los delicados mandos solucionaría eso, si lograba hacerlo a tiempo.

De una herida en el costado de 774 salía un líquido pegajoso y húmedo. Con algunos miembros fracturados, procuraba ineficazmente dominar los complicados mandos. Mientras tanto, sus ojos vidriosos permanecían inflexiblemente fijos en la estela del cometa hacia donde se dirigía con su extraña nave. ¿Podría llegar? ¡Debía lograrlo!

6

En Tierra, el profesor Waters, su hija y el joven ingeniero observaban y esperaban. Era un trabajo tenso y agotador, cargado de monotonía, con mil fantasías pavorosas y preguntas a las que no se podía responder con certeza.

Ni siquiera estaban seguros de si sentían miedo o júbilo ante el ser desconocido cuyo acercamiento adivinaban, como tampoco sabían si la vigilia no sería más que una inmensa jugarreta de su fantasía.

El tiempo discurría con torturante lentitud. Los segundos se convertían en minutos, los minutos sumaban horas y las horas días que parecían siglos. En todo el mundo, la situación era semejante.

El noveno día desde que llegó de Marte el último mensaje luminoso, el profesor Waters había visto por el telescopio sobre la superficie del Planeta Rojo un trazo de luz blanca que al cabo de pocos segundos pasaba al rojo y al poco desaparecía por completo. Pocas horas después creyó detectar torbellinos leves y momentáneos en la envoltura gaseosa del cometa, que acababa de rebasar Marte en su viaje hacia el Sol.

Los periodistas, que habían viajado muchos kilómetros hasta aquel lugar solitario del desierto, no dejaban de acosarles pidiéndoles declaraciones. Los tres observadores les facilitaron toda la información que tenían; al fin, hartos de verse constantemente molestos por aquellos tozudos buscadores de noticias sensacionalistas, incluso les prohibieron la entrada en el campamento e hicieron tender una alambrada alrededor del mismo.

Por último, el cometa llegó a su máxima aproximación a Tierra. Pese a su luz débil y cenicienta en los cielos vespertinos iluminados por el sol, no dejaba de constituir un fenómeno pavoroso e impresionante, con su cabeza colosal en forma de abanico y la vasta extensión arqueada de su gigantesca cola de plata.

Al caer la noche en el desierto, el vagabundo visitante multiplicó por veinte su brillo y esplendor. Ya había rebasado el límite y se alejaba. Y aún no había ocurrido nada que satisficiera los deseos y las ansias de los observadores.

Los tres se hallaban en la galería de la casita de adobe que habitaban. Las fatigadas facciones del doctor Waters se relajaron, y suspiró ruidosamente.

—Ha quedado demostrado que somos unos tontos, supongo —comentó—. Nada ha ocurrido para justificar nuestros esfuerzos.

Dirigió a Jack Cantrill una mirada casi como de disculpa y agregó en tono brusco:

—Voy a acostarme.

El atractivo rostro de Jack se torció en una mueca.

—No es mala idea —admitió—. Creo que sería capaz de dormir una semana seguida. De cualquier modo, si somos tontos yo soy el más grande, porque di lugar a todo esto.

Se volvió hacia el anciano y luego a la muchacha.

—¿Me perdonas, Yvonne? —preguntó afablemente.

—No —respondió con burlona seriedad—. ¡Me habrán salido arrugas por estar tanto tiempo desvelada! Deberías estar avergonzado —terminó con una risa burlona, y le pellizcó la mejilla traviesamente.

Llevaban varias horas acostados cuando, de algún lugar aparentemente muy lejano, empezó a llegar un débil silbido. Parecía la brisa nocturna soplando a través de un pinar. Un objeto incandescente por el roce con la atmósfera cruzó el cielo. A dos o tres kilómetros del campamento, el objeto largó unos anchos planos metálicos, en un débil intento de equilibrarse y frenar su velocidad casi meteórica, Cambió de dirección y luego cayó a plomo. Al chocar contra el suelo levantó una nube de polvo y arena. Pero no había ojos humanos que lo vieran. Durante cerca de una hora no dio nuevas señales de vida o movimiento.

Yvonne Waters tenía el sueño ligero. Cualquier ruido desacostumbrado solía despertarla. El silbido lejano la agitó, sin despertarla. Más tarde, cerca de las cuatro de la madrugada, hubo nuevas alteraciones. Fue un ruido débil, crujiente, obstinado, que sugería la actividad furtiva de una fuerza poderosa.

Yvonne despertó al instante y se incorporó en la cama para escuchar. Lo que oyó suscitó asociaciones rápidas y exactas en su mente joven, ágil y fresca. Una cerca de alambre produciría un ruido parecido si algún ser grande y poderoso intentaba derribarla. ¡La empalizada!

Así era, en efecto. Oyó el golpe seco que indicaba la súbita rotura de un alambre tenso. Ese ruido se repitió cuatro veces.

Yvonne Waters saltó de su litera y corrió a una ventana. Aún estaba muy oscuro, pero a la luz de las estrellas vio una forma difusa que se bamboleaba y estaba acercándose. La muchacha se dirigió con prontitud al cajón de la mesita de noche y cogió una pesada pistola automática. Luego corrió a la puerta y salió al pasillo.

—¡Papá! ¡Jack! —llamó con voz apagada—. He visto un ser de gran tamaño. ¡Viene hacia la casa!

El joven reaccionó con rapidez y corrió descalzo, frunciendo el ceño al asomarse por la ventana. Allí estaba, como una estatua en marcha, a menos de cincuenta pasos. No se veía bien a causa de la oscuridad, pero Jack Cantrill supo de inmediato que jamás había estado en presencia de nada parecido, Al parecer tenía un tronco erguido y cilíndrico de unos cuatro metros y medio de altura. En la parte superior tenía grotescos miembros articulados, y en la inferior se adivinaban largas patas en movimiento, como de araña. Una pieza poliédrica coronaba el cilindro en tal posición, que semejaba una monstruosa cabeza humana inclinada a un lado, en actitud de escuchar.

Transcurrió un minuto. Yvonne Waters se puso las botas obedeciendo a un impulso instintivo. En el campamento siempre vestía de hombre, y durante las últimas noches a la espera de acontecimientos todos habían dormido vestidos.

Jack Cantrill, junto a la ventana, sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. El doctor Waters tenía la mano apoyada en el hombro del joven. Sus dedos temblaban ligeramente.

Fue Jack el primero en manifestar lo que todos pensaban:

—Supongo que es Viejo Amigo —susurró, procurando aparentar serenidad.

Nadie respondió, temiendo que cualquier ruido provocase consecuencias desastrosas.

El joven se devanaba los sesos. Tendrían que actuar en seguida, y era muy fácil hacer un movimiento erróneo.

—¡La linterna! —susurró una vez decidido.

La muchacha, acatando rápidamente su iniciativa, le entregó la gran linterna eléctrica.

—Ahora saldremos... todos —ordenó—. ¡Armados!

Cada uno portaba una pistola. Se escabulleron hasta una pared lateral de la casa, conducidos por Cantrill. El extraño gigante estaba como antes, rígido y totalmente inmóvil.

Jack alzó la linterna. Apretó el interruptor con el pulgar y deletreó en código morse el conocido mensaje:

—¡Hola, Hombre de Marte! ¡Hola, Hombre de Marte! ¡Hola, Hombre de Marte!

La respuesta fue inmediata, parpadeando desde un pequeño punto de luz verde en la «cabeza» angulosa del autómata.

—¡Hola, Hombre de Tierra! ¡Hola, Hombre de Tierra! Cometa. Cometa. Cometa. Cometa.

El mensaje era muy claro, pero lo había emitido con una vacilación extraña, claudicante. Viejo Amigo siempre había sido preciso y rápido cuando emitía sus mensajes desde Marte.

Mientras los tres observadores aguardaban, fascinados, la gran máquina casi humana echó a andar hacia la casa. Sus movimientos eran poderosos, aunque irregulares e inseguros. Parecía poco más que una máquina desmandada cargando a ciegas. La inteligencia que la guiaba perdía el control. Nada podría impedir un accidente.

El robot chocó contra la pared de la casa con un golpe retumbante, se tambaleó y cayó con mucho estruendo acompañado de tintineos metálicos, hundiendo parcialmente el techo bajo su peso. Aunque estaba caído, sus miembros inferiores seguían simulando los movimientos deambulatorios.

Tenía los brazos abiertos. En el extremo de uno, un botón metálico dejó caer sobre la tierra un torrente de chispas azules que derritió la arena que tocaba con una nube de vapor incandescente. Transcurrió un minuto hasta que cesaron las chispas y los apéndices de la máquina quedaron inmóviles.

Mientras tanto, los tres observadores habían contemplado el pavoroso e inquietante espectáculo sin saber qué hacer. Pero cuando todo quedó en calma, se acercaron cautelosamente a la máquina caída. Jack Cantrill la recorrió con la luz de la linterna y se detuvo en la «cabeza» achatada del robot. Era de forma piramidal y la sustentaba una columna metálica flexible y de forma cónica. A un lado había una abertura, por donde había salido algo. Estaba oculto en la sombra, por lo que los observadores no repararon al pronto en ello. Luego, Jack se desplazó y enfocó el haz de luz.

Era tan extraño que de momento no se fijaron bien, ajenos a su verdadera naturaleza. Al principio les pareció una masa pardusca e informe, del tamaño de un paraguas corriente abierto. Parecía una gran pella de tierra húmeda, achatada al caer.

Al cabo de un instante los tres notaron las extremidades dentadas que salían de los bordes de la forma achatada, como los brazos de una estrella de mar, Algunas eran delgadas —como zarcillos y terminaban en filamentos increíblemente finos color coral. Éstos se agitaban de un modo convulsivo.

Yvonne Waters fue la primera en hablar. Lo hizo con voz ahogada y temblorosa:

—¡Vive! —gritó—. ¡Papá! ¡Jack! ¡Es un ser vivo!

Oscuros instintos primitivos les dominaron, y se acercaron centímetro a centímetro, como perros callejeros, alargando el cuello para ver mejor aquella criatura que, para ellos, reunía la fascinación y el temor.

Entonces vieron que la parte central de aquel ser se contraía presa de espasmos dolorosos. Respiraba o, mejor dicho, jadeaba. Una especie de branquias rosadas se agitaban agónicamente alrededor de un orificio de forma cónica. Oyeron que el monstruo respiraba en suspiros prolongados y roncos a través de la abertura.

Pero los ojos de Viejo Amigo en los extremos de dos apéndices tentaculares que sobresalían bajo los pliegues externos de su cuerpo achatado, les miraban con un interés que nada podía disminuir. Eran muy grandes, de ocho centímetros de diámetro, y se leía en ellos una vida intensa, ahora ligeramente velada por la proximidad de la muerte. No hacía falta más para descubrir la inteligencia que se alojaba en aquel cuerpo monstruoso, inhumano, y más que humano sin embargo.

Yvonne Waters observó todo esto prácticamente en una ojeada. Vio el cuerpo del visitante cubierto de espantosas heridas, y también que varios de sus miembros estaban destrozados. Algunas lesiones parecían algo curadas pero otras, evidentemente, eran recientes. De éstas manaba una sangre muy roja, atestiguando un gran contenido de hemoglobina, como sería de esperar en un ser acostumbrado a respirar una atmósfera mucho más enrarecida que la de la Tierra.

Tal vez porque era mujer, Yvonne Waters salvó la diferencia entre terráqueo y marciano más pronto que sus compañeros.

—¡Está herido! —exclamó—. ¡Hemos de encontrar el modo de ayudarle! Hay que... hay que... buscar un médico —vaciló al pronunciar esta palabra, pues la idea parecía absurda, demasiado fantástica.

—¿Un médico para este monstruo? —preguntó Jack Cantrill, algo desconcertado.

—¡Sí! Es decir, quizá no —se corrigió la muchacha—. Pero hemos de hacer algo. Es humano, Jack... humano en todo menos en su forma. Tiene cerebro, puede sufrir como cualquier ser humano. Además, posee la misma valentía que nosotros tanto admiramos. ¡Piensa lo que representa el salto a través de ochenta millones de kilómetros de vacío helado y sin atmósfera! Es algo digno de respeto, ¿no? ¡Además, es nuestro Viejo Amigo!

—¡Por Dios, Yvonne, tienes razón! —exclamó el joven al hacerse cargo de repente—. ¡Aquí me tienes, perdiendo el tiempo como un tonto!

Se arrodilló junto al marciano herido, pero luego se detuvo, al ignorar cómo podría ayudar a aquella grotesca entidad de otro mundo.

En ese momento el doctor Waters, cuyas facultades eran más viejas y menos ágiles, acababa de salir de entre las nieblas del sueño y comprendió la situación.

—¡Voy a buscar el botiquín de primeros auxilios! —dijo rápidamente y regresó a la casa parcialmente destruida, sobre cuyo techo había caído el autómata de Viejo Amigo.

Yvonne dominó su repugnancia natural y tocó la piel seca y fría del marciano intentando aliviar sus sufrimientos. En seguida, los tres se ocuparon de su pavoroso paciente, desinfectando y vendando las heridas. Pero no esperaban que sus esfuerzos sirvieran de mucho.

Al primer contacto, Viejo Amigo se removió convulsivamente, como si le inspirasen temor y repugnancia aquellos, que le parecerían monstruos horrorosos; había emitido como un grito ronco. Sin duda, comprendió que sus intenciones eran amistosas, pues se relajó en seguida. No obstante, su respiración era cada vez más débil y convulsiva, y tenía los ojos vidriosos.

—¡Somos idiotas! —declaró Jack con repentina vehemencia—. Está gravemente herido, pero eso no es todo, Está acostumbrado a una atmósfera seis veces menos densa que ésta. ¡Aquí se está abrasando... ahogando! ¡Hay que conducirlo a un lugar donde no lo aplaste la presión!

—Montaremos un recipiente hermético en el cobertizo de los motores —dijo el doctor Waters—. No tardará más de un minuto.

Lo hicieron. No obstante, cuando colocaron a Viejo Amigo en una improvisada camilla, su cuerpo se estremeció y repentinamente quedó fláccido. Sabían que Viejo Amigo —Número 774— había muerto, Pero, ante la posibilidad remota de hacerle revivir, lo colocaron en el recipiente hermético e hicieron un vacío parcial hasta que la presión interior fue el doble de la enrarecida atmósfera marciana. Por la llave de purga entraba lentamente aire fresco. Pero al cabo de una hora Viejo Amigo manifestó síntomas de rigor mortis. Había muerto.

Muchas ideas debieron recorrer las circunvoluciones de su cerebro marciano durante las pocas horas que vivió en Planeta Tres. Debió servirle de consuelo que su afán de saber hubiera sido parcialmente recompensado, su ambición realizada en parte. Pudo saber lo que había detrás y quién guiaba los fogonazos de luz. Había conocido a los habitantes de Planeta Tres. Su último pensamiento habría sido quizá para Marte, su mundo de origen, y para la lamentable condición de su raza.

Tal vez recordó a su hijo, que se criaba en la cámara a ochenta millones de kilómetros de distancia. Si no lo pensó antes, tal vez se le representaron las posibilidades de la Tierra para ayudar al agonizante Marte, puede que sus ideas en este sentido no fueran totalmente altruistas.

Lógicamente, esperaría que su amigo terrestre buscara en el desierto su vehículo espacial, para estudiar e interpretar su contenido.

Amaneció, y hacia el este algunas nubes livianas y sonrosadas fueron pronto disipadas por el sol.

En uno de los muchos cobertizos de chapa ondulada del campamento, Yvonne, Jack y el doctor se inclinaban sobre el cuerpo de Viejo Amigo, que yacía rígido y exánime sobre una larga mesa.

—Es un poco cruel preparar a este ser inteligente para sumergirlo en alcohol de modo que los curiosos visitantes de museos tengan algo que contemplar, ¿no os parece? —se quejaba Jack con fingida rudeza—. ¿Qué os parecería si ocurriese lo contrario... si nosotros fuéramos los muertos y los curiosos de Marte vinieran a vernos?

—Si estuviera muerta, no me molestaría —rió la muchacha—. Sería un honor, ¡Oh, Jack! Mira esa extraña marca que hay en la piel de Viejo Amigo... está tatuada en color rojo. ¿Qué significará?

Jack ya la había visto. Era un círculo cruzado diametralmente por una barra y, como había observado la muchacha, se trataba de una marca o adorno artificial. Jack se encogió de hombros.

—¡A mí que me registren, querida! —se burló—. Doc, ¿cree que la nave espacial estará cerca?

El doctor asintió:

—Sin duda.

—Pues ¡en marcha! ¡Busquémosla! Esto puede esperar.

Después de un desayuno muy rápido e incompleto, salieron a caballo, siguiendo el rastro que había dejado el robot marciano.

En la cumbre de una loma rocosa hallaron lo que buscaban; un largo cilindro metálico medio hundido en la arena donde había abierto un verdadero cráter. Las aletas de la nave espacial estaban abolladas, rotas y cubiertas de óxido gris azulado. En algunos puntos éste había saltado dejando al descubierto el metal brillante.

Destornillaron la ojiva de proa, revelando una rosca torneada que brillaba al sol. Entraron en el lóbrego interior, registrando cuidadosamente el asombroso laberinto de instrumentos marcianos. El lugar apestaba con un acre olor a quemado.

En la parte de popa del compartimiento hallaron un gran cilindro de metal que se ajustaba exactamente al interior del casco. Muertos de sueño, se preguntaron qué sería e hicieron varios intentos cansinos de moverlo. A las nueve en punto llegó la guardia armada que el doctor Waters había solicitado.

—Diga a esos malditos periodistas que dejen de asediarnos y que se vayan al diablo —le dijo Jack Cantrill al teniente, mientras regresaba con sus dos compañeros hacia el campamento—. Vamos a dormir.

Transcurrieron varias semanas, En un hotel de Phoenix, Arizona, el doctor Waters hablaba con el señor y la señora Cantrill, que acababan de llegar.

—Dejaré el campamento y el aparato de señales en manos de Radeau y sus asociados —explicó—. Ya no hay más señales de Marte; además no tengo muchas ganas de continuar allí. Tenemos en perspectiva cosas mucho más interesantes. El cilindro que nos trajo Viejo Amigo contenía modelos, muchos planos y hojas de pergamino con dibujos. Estoy empezando a descifrarlos. Describen la construcción de una nave espacial. Pienso ocuparme de ese problema durante el resto de mi vida. Quizá tenga éxito, gracias a la ayuda de Viejo Amigo. También habrá que apelar a la inventiva humana. Creo que los marcianos no han resuelto del todo el problema. Ya sabéis que Viejo Amigo se sirvió del cometa. —El doctor sonrió más al agregar—: Chicos, ¿os gustaría acompañarme algún día a Marte?

—No hagas preguntas tontas, papá —respondió Yvonne—. ¡Iríamos en cualquier momento!

El joven asintió.

—¡Qué luna de miel, si pudiéramos salir ahora! —se entusiasmó.

—Sería mil veces mejor que ir a Seattle —asintió la muchacha.

El doctor sonrió débilmente.

—¿Aunque os tratasen como al pobre Viejo Amigo... puestos en conserva y llevados a un museo?

—¡Aun así, si no hubiera otro remedio!

Jack Cantrill entrecerró los ojos con aire absorto. Su rostro enjuto y bronceado estaba muy serio. Quizá miraba al futuro, hacia aventuras que podían o no verse realizadas.

El mismo espíritu pareció animar súbitamente la belleza fuerte y bronceada de la muchacha que estaba a su lado. Ambos amaban la aventura y conocían los aspectos duros de la vida.

En la puerta, Yvonne dio un beso de despedida a su padre.

—Sólo un paseo hasta Seattle, papá —explicó alegremente—, dos o quizá tres semanas. Luego volveremos aquí... a trabajar contigo.

* * *

Viejo Amigo causó gran impresión a los lectores, como demuestra el hecho de que Gallun se vio obligado a escribir una continuación, The Son of Old Faithful, que apareció en «Astounding Stories» de julio de 1935.

Lo más importante fue que los retratos benévolos de seres extraterrestres llegaron a ser corrientes después de la publicación de Viejo Amigo, sobre todo entre los escritores más experimentados. La antigua imagen del extraterrestre como villano insensato quedó relegada a los rincones más apartados y primitivos.

Como es natural, podríamos afirmar que Gallun no era del todo responsable de ello. Tanto él como todos los demás recibían, inevitablemente, el influjo de las tendencias y acontecimientos de la época. En enero de 1933, Adolf Hitler asumió el poder en Alemania. En los Estados Unidos, al menos, el racismo se había convertido en algo impopular. Cualesquiera que fuesen los sentimientos particulares de los norteamericanos como individuos, se hacía difícil expresar en letra de molde cosas que pudieran asimilarse a la doctrina nazi.

Ya no se podía dar por sentado, como hacían los primeros escritores de ciencia-ficción, que los blancos nórdicos eran los héroes naturales y que, cuanto más oscura la tez, más villano el personaje. Y como dar por sentado que los seres extraterrestres eran los malos venía a ser una especie de reflejo del racismo terrestre, eso también empezó a decaer.

Pero, si bien la tendencia era inevitable, Gallun fue el primero en expresarla de un modo realmente eficaz, Yo mismo he escrito narraciones que adolecen de una visión bastante primitiva de los extraterrestres como seres empeñados únicamente en la conquista, por ejemplo The Black Friar of the Flame, C-Chute y In a Good Cause..., aunque creo que siempre he procurado describir las razones de «ellos».

No obstante, en general me abstenía de meterme con extraterrestres, porque no deseaba verme más o menos obligado a tratarlos como simples villanos (véase The Early Asimov). Cuando los utilizaba, solía recordar el ejemplo de escritores como Gallun y los trataba con ecuanimidad, como en mis relatos Hostess y Blind Alley.

Por último, cuando decidí deliberadamente abordar el tema de los seres extraterrestres (en parte, porque me habían molestado ciertas insinuaciones de que los evitaba porque no sabía tratarlos), escribí la segunda parte de mi novela The Gods Themselves. En ella los describí según sus propios criterios y los contemplé a través de sus propios ojos, lo mismo que Gallun en Viejo Amigo, y es posible que Dua, mi heroína, sea una evocación de la «Madre» en La Era de la Luna,