El hombre que encogió
Años, siglos, eras han pasado volando ante mí en interminable desfile, dejándome incólume: pues yo soy inmortal y el único de mi especie en todo el universo. ¿Universo? Es extraño cómo esa palabra usual se presenta en seguida a mi mente, con la fuerza de la vieja costumbre. ¿Universo? La mera expresión de una idea minúscula en las mentes de quienes no saben lo que dicen. Esa palabra es una burla. Pero ¡cuán volublemente la pronuncian los hombres! ¡Qué poco comprenden lo artificioso de esa noción!
Aquella noche, cuando me llamó el profesor, le hallé junto a la pared curva y transparente del observatorio, mirando la oscuridad. Me oyó entrar pero no levantó la vista mientras hablaba. No supe si se dirigía a mí o no.
—Me llaman el mayor científico que el mundo haya tenido en todos los tiempos.
Desde hacía varios años yo era su único ayudante y estaba acostumbrado a sus humores, conque no respondí. Él también guardó silencio durante varios minutos y luego prosiguió:
—Hace medio año descubrí un principio que servirá para destruir totalmente los gérmenes de enfermedades. Recientemente he comunicado los principios de una nueva toxina que estimula las células vitales protoplasmáticas desgastadas, provocando un rejuvenecimiento casi completo. Los resultados de ambos descubrimientos prácticamente duplicarán el plazo de vida común. Pero estos dos no son sino una fracción de la larga lista de descubrimientos que ha realizado para beneficio de la especie.
En ese momento se volvió mirándome fijamente, y me sobresalté al advertir el resplandor nuevo y peculiar que había en sus ojos.
—¡Por eso me llaman grande! Por estos míseros descubrimientos me llenan de honores y me llaman el benefactor de la humanidad. ¡Los muy imbéciles! ¡Me repugnan! ¿Creen acaso que lo hice por ellos? ¿Creen que me importa la especie, lo que haga, lo que ocurra con ella o cuánto tiempo viva? No saben que todo lo que les he brindado fueron descubrimientos accidentales de mi parte... a los que apenas había dedicado un pensamiento. ¡Ah! Pareces sorprendido. Pero ni siquiera tú, que hace diez años que me ayudas aquí, has sospechado jamás que todos mis esfuerzos y experimentos se dirigían hacia un fin, un único fin.
Se acercó a un armario cerrado. En años anteriores me había preguntado qué contenía, pero luego dejé de pensarlo, a medida que me consagraba a mi trabajo. El profesor lo abrió ahora; parecía no contener sino los habituales frascos, probetas y redomas. Sacó cuidadosamente una redoma de un estante.
—Y por fin he alcanzado mi objetivo —murmuró, alzando el frasco. Un líquido pálido centelleó extrañamente bajo la luz artificial del techo—. ¡Treinta años, largos años de experimentación incesante, y ahora, en mi mano... el éxito!
La actitud del profesor, el brillo de sus ojos oscuros, el entusiasmo contenido que parecía desbordar, me impresionaron profundamente. Quedé convencido de que había logrado algo inmenso, y así se lo dije.
—¡Inmenso! —exclamó—. ¡Inmenso! Lo es tanto que... ¡Espera! Lo verás con tus propios ojos.
En aquel momento no sospeché el significado de sus palabras. En efecto, iba a verlo con mis propios ojos.
Dejó cuidadosamente la redoma en su sitio y luego se volvió hacia la pared transparente.
—¡Mira! —señaló el cielo nocturno—. ¡Lo desconocido! ¿No te fascina? Esos tontos sueñan con viajar algún día hacia allí, hacia las estrellas. Creen que así descubrirán el secreto del universo. Pero hasta ahora no han sabido resolver el problema de un combustible o energía suficientemente poderosos para sus naves. Están ciegos. Yo podría, pero no quiero. Que investiguen, que experimenten, que desperdicien sus vidas. ¡A mí qué me importa!
Me pregunté a dónde quería ir a parar, pero comprendí que valía más dejarle seguir el hilo de sus pensamientos. Prosiguió:
—Y suponiendo que resolvieran el problema, suponiendo que despegaran de este planeta y fueran a otros mundos en sus naves huecas, ¿qué ganarían con eso? Supongamos que viajasen a la velocidad de la luz durante toda la vida y luego aterrizaran en una estrella, lo más lejos de aquí que fuese posible. Sin duda dirían: «Ahora podemos comprender mejor que nunca la inmensidad del universo. En verdad el universo es una magna estructura. Hemos recorrido una gran distancia; debemos hallarnos en el límite». Eso creerían.
Sólo yo sé lo equivocados que estarían, pues sin moverme de aquí, mirando a través de este telescopio, veo estrellas cincuenta y sesenta veces más lejanas que lo alcanzado por ellos. En comparación, su estrella se hallaría infinitamente cerca de nosotros. ¡Pobres tontos engañados por sus fantasías de viaje espacial!
—Pero, profesor, piense simplemente... —intervine.
—¡Silencio! Escucha ahora. También yo, durante mucho tiempo, quise desentrañar los secretos del universo, conocer el cómo, el cuándo y el porqué de su creación, ¿Alguna vez te has parado a pensar qué es el universo? Desde hace treinta años he trabajado sobre este problema. Sin saberlo, con tu eficacia me has ayudado en los experimentos desconocidos para ti que realizaste por mi cuenta en varias ocasiones. Ahora tengo la solución en esa redoma y serás el único que comparta el secreto conmigo.
Incrédulo, quise interrumpirle de nuevo.
—¡Espera! —dijo—. Déjame terminar. Hubo una época en que yo también miraba a las estrellas en busca de la respuesta. Construí este telescopio basado en un nuevo principio que me pertenece. Investigué las profundidades del vacío, Realicé extensos cálculos. Y demostré concluyentemente lo que hasta el momento sólo era una teoría. Ahora sé, sin lugar a dudas, que nuestro planeta y los demás que giran alrededor del Sol no son sino electrones de un átomo cuyo núcleo es el Sol. Nuestro astro no es más que uno entre millones, cada uno de los cuales tiene un número definido de planetas. Cada sistema es un átomo lo mismo que el nuestro. Y esos millones de sistemas solares, o átomos, forman reunidos una galaxia. Como sabes, en el espacio hay un número enorme de galaxias, separadas por tremendas extensiones de espacio. ¿Y qué son estas galaxias? ¡Moléculas que se extienden por el espacio incluso más allá del alcance máximo de mi telescopio! Y al haber llegado tan lejos, no resulta difícil dar el paso final. Todas estas vastas galaxias, o moléculas, tomadas en conjunto, ¿qué forman? ¡Algún elemento o sustancia desconocida de un gran mundo ultramacrocósmico! ¡Quizás una minúscula gota de agua, un grano de arena, una bocanada de humo, o quién sabe si una pestaña de algún ser que vive en ese mundo!
No pude replicar. Sentí que me aturdía la idea que acababa de exponer. Quise afirmar que no era posible pero, ¿qué sabía yo, o cualquier otra persona, acerca de extensiones infinitas de espacio que debían hallarse más allá del alcance de nuestro telescopio más poderoso?
—¡No puede ser! —balbucí—. ¡Es increíble..., monstruoso!
—¿Monstruoso? Piensa un paso más adelante. Ese ultramundo, ¿no podría ser también un electrón que girase alrededor de un núcleo atómico? ¿Y ese átomo nada más que uno de los millones que forman una molécula? ¿Y esa molécula nada más que una de los millones que forman...?
—¡Por Dios, deténgase! —grité—. ¡Me niego a creer que semejante cosa sea posible! ¿A dónde nos conduciría todo esto? ¿Dónde concluiría? ¡Podría continuar... siempre! Y además —objeté débilmente—, ¿qué tiene esto que ver con... su descubrimiento, con el líquido que me ha mostrado?
—Exactamente esto: muy pronto descubrí que era inútil estudiar lo infinitamente grande, de modo que me volqué hacia lo infinitamente pequeño. ¿Acaso no es lógico que, si tal organización impera en las estrellas por encima de nosotros, exista la misma en los átomos, debajo de nosotros?
Comprendí su razonamiento, pero aún no entendía su propósito. Lo que dijo a continuación lo aclaró por completo, aunque me hizo sospechar que sus especulaciones le habían hecho perder la razón. Prosiguió febrilmente, con voz de fanático:
—Si no puedo alcanzar las estrellas de arriba, que están tan lejos, entonces alcanzaré los átomos de abajo, que se hallan bien cerca. Están en todas partes. En todos los objetos que toco y en el aire que respiro. Pero son diminutos, y para alcanzarlos debo hallar el modo de volverme tan diminuto como ellos o más. Eso es lo que he conseguido. ¡La solución que te mostré hará que cada átomo individual de mi cuerpo se contraiga, y cada electrón y protón también disminuirá de tamaño o diámetro proporcionalmente a mi propia reducción! ¡De este modo, no sólo adquiriré el tamaño de un átomo, sino que seguiré reduciéndome hasta la pequeñez infinitesimal!
Cuando terminó de hablar, dije fríamente:
—Usted está loco.
Permaneció imperturbable.
—Esperaba que dijeras eso —respondió—. Es natural esa reacción ante lo que he dicho. Pero no; no estoy loco. Lo que ocurre es que desconoces las maravillosas propiedades de mi «Encogix». Pero te he prometido que lo verías con tus propios ojos, y así será. Serás el primero en bajar al universo atómico.
—Profesor, no dudo de que sus intenciones son buenas —dije—, pero debo declinar su oferta.
Él continuó, como si no me hubiera oído:
—Varios motivos justifican el que quiera enviarte a ti antes de emprender yo mismo el viaje. En primer lugar, se tratará de un viaje sin retorno, y antes debo dilucidar algunas cuestiones. Serás como un explorador avanzado para mí, por así decirlo.
—Oiga, profesor. No niego que la solución que usted llama «Encogix» tenga propiedades excepcionales. Incluso admito que sirva para lo que usted dice. Pero durante el último mes usted ha trabajado día y noche, robando tiempo a las comidas e incluso al sueño. Le conviene descansar. Salir de este laboratorio.
—Estaré en contacto con tu mente —dijo— mediante un ingenioso dispositivo que he perfeccionado. Luego te lo explicaré. El «Encogix» se inyecta directamente en el torrente sanguíneo. Poco después comenzará tu encogimiento, que se mantendrá a velocidad moderada pero constante mientras la sangre fluya por tu cuerpo. Al menos, espero que así ocurra; de lo contrario tendría que introducir los cambios necesarios en la fórmula. Naturalmente, todo esto es teórico, pero estoy seguro de que todo saldrá de acuerdo con lo previsto y no te perjudicará en absoluto.
Ya había perdido toda mi paciencia.
—Oiga, profesor —dije, iracundo—. Me niego a ser el cobaya de este experimento absurdo. Comprenda que es científicamente imposible lo que se propone. Váyase a casa y descanse... o tómese unas vacaciones...
Sin previo aviso se abalanzó sobre mí, al tiempo que tomaba un objeto de la mesa. Antes de que pudiera esquivarle, noté que una aguja se clavaba profundamente en mi brazo y grité de dolor. Los objetos se volvieron borrosos, deformes. Sufrí una oleada de vértigo; luego cesó y recobré la vista. El profesor se hallaba ante mí, socarrón.
—Sí, he trabajado mucho y estoy cansado. ¡He trabajado durante treinta años, pero no estoy demasiado cansado ni soy tan imbécil como para retirarme ahora, en el momento culminante!
Su mueca de triunfo dio paso a una expresión vagamente compasiva.
—Lamento haber tenido que proceder así —explicó—, pero comprendí que tú nunca cederías. Realmente, me avergüenzo de ti. No creí que fueses a dudar de la veracidad de mis afirmaciones, hasta el punto de suponerme loco. Pero, para mayor seguridad, tenía preparada la dosis de «Encogix» para ti; ahora recorre tus venas y dentro de poco tiempo observaremos sus efectos. Lo que has visto en la redoma es la dosis que me administraré cuando esté preparado para comenzar el viaje. Perdóname por habértela dado de un modo tan incorrecto.
Estaba tan furioso por la total desconsideración que había mostrado hacia mis sentimientos personales, que apenas oí lo que decía. El brazo me dolía en el lugar donde se me había clavado la aguja. Intenté dar un paso hacia él, pero no pude mover un solo músculo. Hice un esfuerzo por vencer la parálisis que me dominaba, pero no logré desplazarme del lugar donde me hallaba ni una fracción de centímetro.
El profesor también parecía sorprendido y alarmado.
—¿Qué? ¿Parálisis? ¡Esto no estaba previsto! Como ves, se confirma lo que dije: las propiedades del «Encogix» son maravillosas y múltiples.
Se acercó, examinó atentamente mis pupilas y pareció tranquilizarse.
—No obstante, el efecto será pasajero —me aseguró, y luego agregó—: Pero sin duda serás un poco más pequeño cuando recobres el uso de tus miembros, pues tu encogimiento debe comenzar casi en seguida. Debo darme prisa y emprender el último paso.
Se alejó y le oí abrir de nuevo su armario privado. No podía hablar ni moverme; desde luego era una situación sumamente incómoda, por no decir indigna. No podía hacer otra cosa sino mirarlo con indignación cuando volviera a pasar por delante de mí. Llevaba un extraño casco con auriculares y gafas, conectado a un haz de cables. Lo dejó sobre la mesa y enchufó los cables en una cajita plana que allí tenía.
Le miré con atención todo el rato. No tenía ni la menor idea de lo que pensaba hacer conmigo, pero ni por asomo creí que fuese a encogerme hasta dimensiones subatómicas. La idea me parecía demasiado fantástica.
Como si leyera mis pensamientos, el profesor se volvió y puso frente a mí. Me miró con indiferencia y dijo:
—Creo que ya ha comenzado. Sí, estoy seguro. Dime, ¿no lo notas? ¿Los objetos no te parecen un poco más grandes, más altos? ¡Ah! Olvidaba que el efecto paralizador te impide contestar. Pero, ¡mírame! ¿No te parezco más alto?
Le miré. ¿Era mi imaginación o algún tipo de hipnosis lo que me hizo creer que él crecía un poco hacia arriba mientras yo miraba?
—¡Ah! —exclamó en tono de triunfo—. Lo has notado. Lo veo en tus ojos. No obstante, no soy yo quien crece, sino tú el que encoges.
Me tomó entre sus brazos y me dio la vuelta, de cara a la pared.
—Como veo que dudas, ¡mira! —dijo—. El friso de la pared. Recordarás que solía estar al nivel de tus ojos. Ahora queda siete centímetros más arriba.
¡Era verdad! Y en ese momento sentí un hormigueo en las piernas y un poco de vértigo.
—Tu encogimiento todavía no ha alcanzado la velocidad máxima —prosiguió—. Cuando ocurra, continuará a ritmo constante. No podría detenerlo aunque quisiera, pues no tengo ningún antídoto. Ahora escúchame con atención, pues debo decirte varias cosas. Cuando hayas llegado a ser bastante pequeño te levantaré y te colocaré sobre el bloque de Rehillio-X que tengo sobre la mesa. Cada vez serás más pequeño, y luego entrarás en un universo extraño formado por billones de billones de grupos estelares o galaxias, que no serán sino las moléculas de este Rehillio-X. Llegado a ese límite, tu tamaño, en comparación con el nuevo universo, será gigantesco, No obstante, seguirás disminuyendo y podrás visitar cualquiera de las esferas que elijas. ¡Y... después de descender... siempre seguirás... reduciéndote!
Al oír esto creí que me volvía loco. Ya había encogido treinta centímetros y aún estaba paralizado. Si hubiera podido moverme, habría despedazado al profesor miembro tras miembro para vengarme... pero si lo que decía era verdad, yo ya estaba condenado.
Una vez más pareció leer mis pensamientos.
—No te enfades demasiado conmigo —pidió—. Deberías agradecerme esta oportunidad de vivir aventuras maravillosas en un reino maravilloso. Por cierto, te envidio un poco por ser el primero. Pero con esto —indicó el casco y la caja que tenía sobre la mesa— podré comunicarme dondequiera que te halles. ¡Ah! En tus ojos veo que te preguntas cómo se puede lograr semejante cosa. Pues bien, el principio de este dispositivo es muy sencillo en realidad. El pensamiento, como la luz, es una forma de energía. Y el pensamiento, lo mismo que la luz, viaja a través de un «éter» en forma de ondas. Pero las ondas de pensamiento son mucho más sutiles. No obstante, existen y las bobinas de esta caja están sintonizadas para detectarlas y amplificarlas un millón de veces, a modo de ondas hertzianas. A través de este casco recibiré sólo dos de tus seis sensaciones: las de la vista y el oído. Son las principales y me bastarán. Todo sonido y visión que encuentres, por ínfimos que sean, llegarán a tu cerebro, desplazando allí minúsculas moléculas que emitirán ondas de pensamiento. Éstas serán captadas y amplificadas aquí. De este modo mi cerebro recibirá todas las impresiones visuales y auditivas que el tuyo emita.
Ya no dudaba de que su maravilloso «Encogix» ejercía los efectos predichos por él. En aquel momento mi tamaño se había reducido a un tercio del original. Pero la parálisis no me abandonaba y esperé que el profesor no se hubiera equivocado cuando aseguró que el efecto sería pasajero. Mi indignación empezaba a enfriarse, e incluso me pregunté qué iba a encontrar en el otro universo.
Luego me asaltó una idea terrorífica, que me heló de aprensión. Si, como el profesor había dicho, el universo atómico era sólo una réplica minúscula del que conocíamos, ¿no me hallaría sin aire que respirar en los vastos espacios vacíos entre galaxias? En los grandes cálculos que el profesor había realizado, ¿podía olvidársele algo tan obvio?
Me hallaba muy cerca del suelo, pues apenas medía treinta centímetros. Cuanto me rodeaba —el profesor, las mesas, las paredes— me parecía gigantesco.
El profesor se agachó y me colocó sobre la mesa, entre sus cables y aparatos. Cuando quiso hablarme otra vez, su voz retumbó en mis minúsculos oídos.
—Aquí está el bloque de Rehillio-X, conteniendo el universo que pronto vas a explorar —dijo, mientras colocaba a mi lado el bloque de metal que me llegaba casi a la cintura—. Como sabes, el Rehillio-X es el más denso de los metales conocidos, de modo que visitarás un universo relativamente poblado... aunque a ti no te lo parecerá, a causa de los miles de años-luz de espacio que hallarás entre sus astros. Naturalmente, sé tanto como tú acerca de ese universo, pero te aconsejaría que evitaras los astros muy brillantes y sólo te acercaras a los más pálidos. Bien, aquí nos despedimos. No volveremos a vernos. Cuando yo te siga, lo que haré sin duda después de perfeccionar la fórmula gracias a tu colaboración, será improbable que consiga seguir tus huellas a través de todas las esferas que habrás recorrido, Ya he aprendido una cosa: la velocidad de encogimiento es ahora demasiado rápida; sólo podrás permanecer algunas horas en cada mundo, Pero, al fin y al cabo, quizá sea lo mejor. Adiós para siempre.
Me levantó y me colocó sobre la superficie pulida de Rehillio-X. Calculé que ahora debía medir unos diez centímetros de estatura. Noté con alivio indescriptible que la parálisis desaparecía al fin. Primero recuperé la voz y, forzando los pulmones, grité con todas mis fuerzas:
—¡Profesor! ¡Profesor!
Se inclinó sobre mí, Mi voz debió sonarle ridículamente aguda.
—¿Qué me dice de las regiones vacías del espacio que atravesaré? —pregunté espantado, con la boca muy cerca de su oreja—. No viviré sino escasos minutos. Sin duda voy a morir asfixiado.
—No, eso no ocurrirá —respondió. Su voz hirió mis tímpanos como un trueno y me cubrí las orejas con las manos.
Comprendió y habló más bajo.
—No tendrás ningún problema en el espacio sin aire —explicó—. En mis treinta años de investigación he resuelto el problema, pues no podía pasarme desapercibido, aunque admito que supuso muchas dificultades. Pero, como he dicho, «Encogix» es tan maravilloso porque sus propiedades son múltiples. Después de muchas dificultades y fracasos, logré incorporarle cierta potencia que suministra el oxígeno necesario distribuyéndolo a través del torrente sanguíneo. También irradia cierta cantidad de calor; y, como creo que la supuesta temperatura cero del espacio es una hipótesis exagerada, no debes temer nada del espacio abierto.
En aquel momento apenas medía dos centímetros y medio. Ya podía caminar, aunque los miembros me hormigueaban terriblemente a medida que la parálisis desaparecía. Me golpeé los costados e hice molinetes con los brazos para acelerar la circulación. El profesor debió pensar que me despedía. Alargó la mano y me levantó. Aunque intentó alzarme con suavidad, la presión de sus dedos lastimaba. Me sostuvo en la palma de la mano y me levantó a la altura de sus ojos. Me miró largo rato y luego vi que sus labios formaban la palabra «Adiós». Tenía un terrible miedo de que me dejara caer al suelo, que estaba a una distancia vertiginosa, y me tranquilicé cuando me bajó hasta el bloque de Rehillio-X.
Ahora el profesor parecía un gigante que se encumbraba cientos de metros en el aire. Más allá, a lo que me parecían varios kilómetros de distancia, las paredes de la sala se elevaban hasta alturas inconcebibles. El techo parecía tan lejano y vasto como la cúpula celeste que yo conocía anteriormente. Corrí hasta el canto del bloque y miré abajo. Era como estar al borde de un enorme acantilado. La pared era negra y lisa, absolutamente perpendicular. Retrocedí temiendo perder pie y matarme en la caída. Muy abajo se extendía la vasta y brillante planicie que era el tablero de la mesa.
Regresé al centro del bloque, pues no me veía seguro al borde; podía caerme si el profesor, en un descuido, empujaba la mesa. Ya no tenía la menor idea de mi tamaño, pues me faltaba con qué compararlo. Pensé que tal vez resultaba ya invisible para el profesor. Él era un borrón informe como una montaña distante vista a través de la niebla.
Entonces observé que la superficie del bloque de Rehillio-X no era tan lisa como antes. Hasta donde abarcaba, veía hondonadas superficiales que se extendían en todas direcciones. Comprendí que debían ser huellas del rectificado de la superficie, que antes resultaban invisibles.
Viéndome al borde de una de las hondonadas, bajé a gatas una ladera y eché a andar por el fondo. Era rectilínea, como hecha a regla. De vez en cuando encontraba una bifurcación y torcía a derecha e izquierda. Poco después, y como mi encogimiento no cesaba, las paredes de las hondonadas sobrepasaron mi estatura y me vi en una especie de desfiladero.
Fue entonces cuando recibí la mayor sorpresa de mi vida, y mi aventura estuvo a punto de terminar allí mismo. Al llegar a una encrucijada, doblé a la derecha y me hallé cara a cara con el Cómo Describirlo.
Era de un color enfermizo, blanco azulado. Tenía forma de disco con una larga hilera doble de apéndices o patas en la parte inferior. Centenares de espigones de aspecto desagradable circundaban el cuerpo en forma de disco por la parte exterior y superior. No tenía cabeza ni, evidentemente, órganos visuales, aunque agitó frente a mi cara docenas de protuberancias como serpientes cuando estuve a punto de chocar con él. Una de ellas me tocó y el bicho retrocedió rápidamente, mientras los espigones se erguían en una formidable formación.
La visión de aquel ser pasó por mi cabeza en una brevísima fracción de tiempo, pues os aseguro que no me quedé allí para analizar su «pedigree». ¡Claro que no! El corazón me ahogaba de terror, me volví y escapé en sentido contrario. Al sentirme perseguido puse alas a mis pies y corrí como nunca, Subí a toda carrera por una hondonada y bajé por otra, doblando a derecha e izquierda, en un esfuerzo por despistar a mi perseguidor. Me parecía ridículo huir de un microbio, pero la situación era demasiado seria como para considerar su lado humorístico. Corrí hasta perder el aliento pero, por más quiebros y rodeos que daba, el germen siempre me seguía a cien pasos detrás de mí. Su órgano auditivo debía ser muy sensible. Por último ya no pude más, doblé el recodo siguiente y me detuve, sin resuello.
El bacilo pasó a poca distancia de mí y titubeó, pues había perdido el sonido de mis pasos. Sus docenas de órganos auditivos tentaculares se orientaron en todas direcciones. Luego se vino derecho hacia mí, y volví a correr. Por lo visto había captado el sonido de mi jadeo espantado. Volví a doblar en el recodo siguiente y, cuando vi que el germen se acercaba, contuve la respiración hasta que creí que mis pulmones iban a estallar. Volvió a detenerse, removió sus tentáculos en el aire y luego se alejó poco a poco por la hondonada. Realicé en silencio una apresurada retirada.
Ahora las paredes de las hondonadas (¡marcas invisibles en una pieza de metal!) se cernían muy alto sobre mí mientras seguía encogiendo. También percibí grietas estrechas y hoyos, tanto en las paredes como en la superficie sobre la cual caminaba. Todos parecían muy profundos y algunos eran tan anchos que me obligaban a saltar para cruzarlos.
Al principio no logré comprender estos espacios que se abrían a mi alrededor pero luego descubrí, con cierto asombro, que el Rehillio-X me resultaba poroso a causa de mi pequeño tamaño. Aun siendo el más denso de los metales conocidos, ninguna sustancia lo es tanto que resulte del todo sólida.
Cada vez me resultaba más difícil avanzar; tenía que tomar carrerilla para saltar los abismos. Por último me senté y reí al comprender la inutilidad y estupidez de mis esfuerzos. Para qué arriesgar mi vida saltando aquellas oquedades que se agrandaban a medida que yo me reducía si, de todos modos, no tenía un destino determinado... salvo bajar. Por consiguiente, podía quedarme donde estaba.
Pero apenas acababa de tomar esta decisión, algo me obligó a cambiar de idea.
El bacilo se acercaba otra vez.
Lo vi a lo lejos en la hondonada, avanzando directamente hacia mí. Podía ser el mismo que había encontrado antes, o un congénere. Para entonces yo era tan pequeño que él parecía quince veces más grande que yo. El espectáculo de la inmensa bestia que me perseguía me inspiró terror. Corrí una vez más, esperando que gracias a mi pequeñez no oyera el ruido de mis pasos.
No había recorrido cien metros, cuando me detuve acongojado. Ante mí se abría un espacio tan inmenso, que no habría saltado ni siquiera la mitad. No tenía escapatoria, pues el abismo se extendía hasta ambas laderas. Miré hacia atrás. El bicho se había detenido, palpando el suelo con los tentáculos.
Luego avanzó a gran velocidad. No sé si me oyó o advirtió mi presencia de otro modo, pero una cosa resultaba evidente: me quedaban escasos segundos para actuar. Me eché al suelo, me descolgué por el abismo y allí quedé, suspendido de las manos.
Justo a tiempo. Una inmensa forma pasó por encima de mí cuando levanté la mirada. El germen era tan grande, que el abismo inmenso para mí le pasaba desapercibido; cruzó el espacio como si éste no existiera. Vi la doble hilera de patas de aquel ser a medida que pasaba por lo alto. Cada una era dos veces más gruesa que mi cuerpo.
Luego ocurrió lo que temía. Uno de los enormes miembros terminados en garras me pisó la mano y un afilado espolón la arañó. Sentí el dolor en todo el brazo, La angustia era insoportable. Intenté sujetarme mejor pero no pude. Empecé a resbalar... a resbalar...
«Esto es el fin.»
Eso pensé en el último y terrible segundo, mientras caía hacia el espacio. Cerré involuntariamente los ojos esperando hundirme en el olvido de un instante a otro.
Pero no ocurrió nada.
Ni siquiera noté el vértigo angustioso que suele acompañar a una caída. Abrí los ojos en una oscuridad estigia y extendí una mano exploradora. Hallé una pared áspera que se elevaba cerca de mi rostro. Por tanto, estaba cayendo, pero no a la velocidad que habría alcanzado bajo circunstancias normales. Me parecía flotar hacia abajo. ¿Era hacia abajo? Había perdido orientación. Tomé impulso y pateé con toda fuerza contra la pared, para alejarme de ella.
Imposible saber cuánto tiempo seguí cayendo, o moviéndome, en aquella oscuridad. Pero debieron transcurrir varios minutos y a cada momento yo, incesantemente, me reducía.
Hacía rato que adivinaba unas inmensas masas a mi alrededor. Me rodeaban por todas partes, emitiendo un resplandor muy débil. Eran de todos los tamaños, algunas como yo y otras grandes como montañas. Procuré alejarme de las grandes, pues no deseaba morir aplastado entre dos de ellas. Pero era poco probable que esto sucediera. Aunque todo se movía lentamente a través del espacio, pronto advertí que ninguna de las masas se acercaba a otra ni se desviaba en lo más mínimo de su curso.
Como seguía encogiéndome, las masas parecieron alejarse de mí; al mismo tiempo, la luz que irradiaban se volvió más brillante. Dejaron de ser masas y se convirtieron en conglomerados individuales de niebla blanca, animados de lento movimiento giratorio.
¡Eran nebulosas! ¡Entre ellas debían existir millones de kilómetros de vacío! La masa gigantesca a la que me había aferrado, atraído por su gravedad, también pasó al estado nebuloso y luego me hallé flotando en medio de ella, que creció a medida que yo me hacía más pequeño. Al perder densidad y dilatarse, lo que había parecido niebla manifestaba ahora trillones de trillones de minúsculas esferas en complicadas disposiciones:
¡Me hallaba en medio de esas esferas! ¡Estaban alrededor de mis pies, mis brazos, mi cabeza! Se extendían mucho más allá de mi alcance, más allá de mi visión. Me habría bastado alargar la mano para tomarlas a millares. Pude agitarme y patalear para esparcirlas en caótica confusión a mi alrededor. Pero no me dediqué a una destrucción tan atolondrada e innecesaria de mundos. Sin duda, mi mera presencia había producido ya bastantes cataclismos, al desplazar millones de ellos.
Apenas me atrevía a mover ni un músculo temiendo desbarajustar las órbitas de algunas esferas o hacer estragos entre sistemas solares y constelaciones. Parecía colgar inmóvil entre ellos o, si me movía en alguna dirección, el movimiento era demasiado leve para percibirlo. Ni siquiera sabía si me hallaba en posición vertical u horizontal, ya que estas palabras habían perdido su significado.
A medida que mi tamaño se reducía las esferas se agrandaban y el espacio entre ellas se dilataba, hasta que el desconcertante laberinto me dejó más libertad de movimiento.
Ello me permitió prestar más atención a la belleza que me rodeaba. Recordé lo que había dicho el profesor acerca de la recepción de mis ondas de pensamiento, y abrigué la esperanza de que lo estuviera haciendo, pues por nada del mundo quería que él se perdiera aquello.
Todos los colores conocidos estaban representados allí, entre los soles y planetas circundantes: blancos resplandecientes, rojos, amarillos, azules, verdes, violetas y todos los matices intermedios. También vi la yerma negrura de los soles apagados, aunque eran poco frecuentes, pues aquel parecía un universo muy joven.
Distinguí soles aislados, cuyo número de planetas orbitales iba de dos a veinte. Había soles dobles que giraban lentamente alrededor de un eje invisible, e incluso astros triples en perfecta simetría triedra. Vi una estrella cuádruple: una asombrosamente blanca, una azul, una verde y una de color naranja intenso, La blanca y la azul giraban una alrededor de la otra en el plano horizontal, mientras la verde y la anaranjada lo hacían en sentido vertical, entrelazándose de modo perfecto. Alrededor de estos cuatro soles se movían en órbitas circulares dieciséis planetas de distintos tamaños, los más pequeños en las órbitas interiores y los más grandes en las exteriores. El conjunto parecía un anillo giratorio en cuyo centro se hallaba el sistema blanco, azul, amarillo y anaranjado. Los rayos de aquellos cuatro soles, a medida que iluminaban los planetas y se reflejaban en el espacio con una magnificencia multicolor, presentaban un espectáculo pavoroso y a la vez bello.
Decidí visitar uno de los planetas de aquel sol cuádruple tan pronto como mi tamaño me lo permitiera. Hasta cierto punto, me desplazaba con facilidad; luego, cuando me hice bastante más pequeño, me tendí a lo largo de aquel sistema solar comprobando que mi estatura equivalía al diámetro de la órbita del planeta más alejado. Pero no me atreví a acercarme demasiado, pues temí que mi volumen provocase alguna catástrofe gravitatoria.
Logré contemplar la superficie del más externo, o decimosexto planeta, cuando pasó cerca de mí. Por entre los claros de las grandes nubes vi una extensión ilimitada de agua y nada de tierra. Luego el planeta se alejó de mí en su largo viaje al extremo opuesto de su órbita. Estaba seguro de que cuando regresara yo sería mucho más pequeño, conque decidí acercarme un poco y tratar de ver el decimoquinto planeta, que en aquel momento se hallaba al lado opuesto pero avanzando en mi dirección.
Descubrí que si encogía los miembros y empujaba violentamente en sentido opuesto a donde deseaba dirigirme, podía avanzar bastante bien, aunque el esfuerzo resultaba agotador. Así me acerqué al cúmulo solar y cuando llegué cerca de la órbita del decimoquinto planeta ya era mucho más pequeño: ¡apenas un tercio del diámetro de su órbita! Según las viejas leyes que yo conocía, la distancia entre las órbitas del decimosexto y el decimoquinto planeta debía ser de unos tres millones setecientos cincuenta mil kilómetros, aunque a mí me pareció de algunos centenares de metros.
Esperé y por último el planeta destacó sobre gloriosa aurora de los soles. Su trayectoria le traía cada vez más cerca, y a medida que se aproximaba vi que su atmósfera era de un intenso color azafrán. Pasó a pocos metros de mí, girando perezosamente sobre su eje en sentido contrario al de su órbita. Allí, como en el planeta decimosexto, también vi un extenso mundo acuático. Sólo había un continente bastante grande y muchas islas dispersas, pero calculé que las nueve décimas partes de la superficie estaban cubiertas por el océano.
Continué hacia el planeta decimocuarto que, según había visto, era de un hermoso color verde dorado.
Cuando me las ingenié para situarme más o menos en la órbita del decimocuarto, mi tamaño había disminuido tanto que la luz de los soles centrales me dañaba los ojos. Al acercarse el planeta observé fácilmente varios continentes grandes en el hemisferio iluminado y, a medida que el lado oscuro se volvía hacia los soles, aparecieron otros continentes. Cuando pasó a mi lado hice comparaciones y vi que en aquel momento yo era como unas cinco veces más grande que el planeta. Intentaría posarme en él cuando pasara de nuevo. Intentar un contacto en seguida sin duda sería desastroso para ambos.
Mientras esperaba y seguía reduciéndome, recordé al profesor. Si era cierta su sorprendente teoría de un número infinito de subuniversos, mi aventura apenas había comenzado, o mejor dicho, comenzaría cuando pusiera pie en el planeta. ¿Qué iba a encontrar? Estaba seguro de que el profesor, al recibir mis ondas de pensamiento, sentía tanta curiosidad como yo. ¿Y si hubiese vida en ese mundo... vida hostil? Yo tendría que enfrentarme a los peligros mientras el profesor estaba sentado en su laboratorio, muy lejos. Era la primera vez que se me ocurría pensar en tal aspecto de la cuestión. Al profesor no se le habría ocurrido nunca. También resultaba curioso pensar en él como en alguien situado «muy lejos». ¡Porque a él le bastaría alargar la mano para moverme, con mi universo y todo, sobre la mesa de su laboratorio!
Se me ocurrió otra idea curiosa: yo estaba esperando que un planeta completara su órbita alrededor de los soles. Para los seres que pudieran existir allí, el tiempo transcurrido sería de un año, pero para mí sólo eran unos minutos.
Regresó más pronto de lo que lo esperaba, trazando una curva hacia mí. Su órbita, naturalmente, era mucho menor que la de los otros dos planetas externos. En pocos minutos lo vi acercarse y aumentar de tamaño. Calculé que en aquel momento yo tenía aproximadamente un quinto de su tamaño. Pasó a mi lado, tan cerca que de haberlo deseado podía acariciar su atmósfera. Y a medida que se alejaba sentía una atracción, como si yo fuera un trozo de metal atraído por un imán. Ello no redujo su velocidad, pero ahora yo me movía cerca de él. Me había «capturado», como esperaba que hiciera, Tomé impulso para acercarme, y la gravedad aumentó. Estaba «cayendo» hacia él. Maniobré para caer de pie y entré en la atmósfera, donde el verde dorado se fundía con la negrura del espacio. Mis pies describieron un arco y tocaron algo sólido. Mi «caída» había terminado. Estaba en uno de los continentes de aquel mundo.
Todavía era tan alto que sacaba el pecho y la cabeza hacia la negrura del espacio. Aunque los cuatro soles se hallaban a una distancia de trece órbitas, ahora su resplandor era tan intenso que no podía mirarlos de frente sin quedar deslumbrado. Bajé los ojos para contemplar el continente sobre el cual me hallaba. Incluso la luz multicolor reflejada en la superficie resultaba deslumbrante. Demasiado tarde, recordé que el profesor me había aconsejado evitar los soles más brillantes. Cerca del suelo, algunas nubes se metían por entre mis piernas.
Naturalmente, a medida que el planeta giraba sobre su eje yo me movía con él, y poco después me hallé en el hemisferio nocturno, a la sombra del planeta. Agradecí aquel alivio, aunque sólo fuese pasajero. Poco después me vi de nuevo bajo la luz cegadora, y otra vez en sombras, y de nuevo bajo la luz. No sé cuántas veces ocurrió esto, pero al final quedé totalmente sumergido en la atmósfera del planeta, donde los rayos del sol eran difusos y la luz menos intensa.
Kilómetros más abajo veía una enorme extensión de suelo amarillo, que se extendía en todas direcciones. Fijándome bien me pareció distinguir las torres altas y plateadas de alguna ciudad lejana; pero no estaba seguro y, cuando volví a mirar, había desaparecido.
Mantuve la vista fija en el horizonte. Poco después, dos minúsculos puntitos rojos se destacaron sobre la llanura amarilla. Por lo visto se acercaban a gran velocidad hacia mí pues incluso mientras miraba se agrandaron y luego semejaron dos esferas color púrpura. Al instante supuse que eran terribles armas de guerra o destrucción.
Pero a medida que se acercaban hacia donde yo me encumbraba en la atmósfera, vi que no eran sólidas, como había creído, sino gaseosas y medio transparentes. Además, se comportaban de un modo que sugería inteligencia. Sin medios visibles de propulsión, se remontaron y trazaron círculos alrededor de mi cabeza, con gran desconcierto por mi parte, Cuando se acercaron demasiado a mis ojos, levanté las manos para apartarlas, pero se colocaron en seguida fuera de mi alcance.
En vez de aproximarse de nuevo, permanecieron juntas allí, vibrando en mitad del aire. Aquella extraña pulsación de la tenue sustancia que las constituía me sugirió que estaban hablando; naturalmente, el tema de la conversación debía ser yo. Luego se alejaron por donde habían venido.
Mi curiosidad era tan grande como parecía ser la de ellas y, sin dudarlo, las seguí. Cada paso mío debía abarcar por lo menos, un kilómetro y medio, pero las entidades gaseosas me sacaron ventaja con facilidad y desaparecieron pronto de mi vista. Estaba persuadido de que se dirigían a la ciudad, si era eso lo que yo había visto. Ahora el horizonte estaba más cerca y parecía menos curvado, debido a la disminución de mi estatura: calculé que en ese momento no debía medir más de ciento ochenta metros.
Sólo había dado un centenar de pasos hacia donde habían desaparecido las dos esferas cuando, sorprendido, vi que se acercaban de nuevo a mí, seguidas de una veintena de... compañeras. Me detuve y en seguida se acercaron para trazar círculos alrededor de mi cabeza. Todas eran como de un metro y medio de diámetro y del mismo color rojo oscuro. Durante un minuto revolotearon como si me estudiaran desde todos los ángulos y luego formaron a mi alrededor en círculo perfecto. Lanzaron delgadas serpentinas con los que se unieron, cerrando el círculo. Otras serpentinas avanzaron poco a poco hacia mí, temblorosas y precavidas.
Su modo de investigarme no me hizo ninguna gracia, y sacudí los brazos con energía. Esto sembró una terrible confusión. El círculo se quebró y se dispersó, las serpentinas desaparecieron y las esferas volvieron a su ser primitivo. Se reunieron a cierta distancia y parecieron deliberar.
Una de ellas, cuyo color había pasado al naranja brillante, se apartó y vibró con frenesí. La entendí tan claramente como si se hubiera expresado en palabras. El anaranjado brillante significaba ira, y estaba reprendiendo a las demás por su cobardía.
Bajo el mando de la esfera anaranjada se acercaron de nuevo a mí; esta vez me preparaban una sorpresa. Una veintena de serpentinas relampaguearon, y chisporrotearon frías llamas azules allí donde me tocaban, Las descargas eléctricas recorrieron mis brazos, paralizándolos. Volvieron a volar en círculo a mi alrededor. Las serpentinas cerraron la formación como antes, y otras se alargaron como al descuido. Durante un rato revolotearon alrededor de mi cabeza y luego la ciñeron, envolviéndola en un frío resplandor rojo. Aquel contacto, no me produjo sensación alguna, salvo frío.
Las esferas volvieron a vibrar como antes y, tan pronto como comenzaron sus pulsaciones, sentí como si atravesaran mi cerebro minúsculas agujas de hielo. Una pregunta se representó a mi conciencia con más claridad que si hubiera oído una palabra hablada.
—¿De dónde vienes?
Yo conocía la transmisión del pensamiento, la había practicado algunas veces y a menudo con éxitos sorprendentes. Cuando oí o capté aquella pregunta, procuré concentrar toda mi mente en las circunstancias por las cuales había llegado allí. Cuando terminé mi narración mental y pude descansar de la tensión a la que había sometido mi cerebro, recibí las impresiones siguientes:
—No obtenemos respuesta; tu mente sigue en blanco. Eres un ser extraño; nunca hemos encontrado un organismo como el tuyo aquí. Es tan raro, que además se hace cada vez más pequeño sin motivo visible, ¿Por qué estás aquí y de dónde vienes?
Era como si unos dedos helados registrasen los pliegues de mi cerebro, arrancando un tejido tras otro.
Volví a intentarlo y enfoqué con la mente todos los detalles, como si describiera mi camino desde que entré al laboratorio del profesor hasta el momento actual. Terminé agotado por el esfuerzo.
Volví a recibir la misma impresión:
—No has conseguido centrar tu mente; sólo recibimos sombras fugaces.
Una de las esferas volvió a brillar con intensidad y se apartó del círculo. Casi me parecía ver un furioso encogimiento de hombros. Las serpentinas relajaron la tensión sobre mi cerebro y empezaron a retirarse, aunque antes capté un pensamiento fugaz de la esfera anaranjada, que sin duda se dirigía a las demás:
—...mentalidad muy baja.
—¡Vosotras no valéis mucho más! —grité.
Naturalmente, no se sintieron aludidas por tan tosco método de comunicación. Me intrigaba mi incapacidad para establecer comunicación mental con aquellos seres. Mi cerebro era de tal tamaño que les impedía recibir la impresión (por aquel entonces yo era un gigante de ciento veinte o ciento cincuenta metros), o bien el nivel mental de ellos era muy superior al mío, a tal punto que para ellos, yo era inferior al más primitivo de los salvajes. O ambas cosas a la vez, más probablemente la segunda.
Estaban decididas a resolver el misterio de mi presencia antes de que yo desapareciera de su mundo, lo cual iba a suceder al cabo de pocas horas debido a la velocidad de mi encogimiento. Decidieron formar a ambos lados de mí, en dos filas verticales que iban del suelo hasta mis hombros. Las serpentinas luminosas volvieron a tocarme en diversos puntos. ¡Luego, como a una señal convenida, se elevaron en el aire, levantándome como si fuera una pluma! ¡Enfilaron en vuelo perfecto hacia la ciudad situada más allá del horizonte, transportándome en posición perpendicular! Era asombroso que aquellas entidades gaseosas pudieran levantar y empujar a un gigante material como yo. Su velocidad debía ser muy superior a la del sonido, aunque en aquel planeta no había escuchado aún ruido alguno, salvo el de mi cuerpo cortando el aire.
Al cabo de pocos minutos divisé la ciudad, que debía cubrir una zona de doscientos sesenta kilómetros cuadrados a orillas de un océano verde ondulante. Me dejaron suavemente de pie en las afueras de la ciudad. El círculo de esferas formó una vez más alrededor de mi cabeza y los fríos zarcillos de luz registraron una vez más mi cerebro.
—Puedes pasear libremente por la ciudad —recibí el pensamiento—, acompañado por algunos de nosotros. Si tocas algo, recibirás el castigo máximo; tu tremendo tamaño hace muy peligrosa tu presencia entre nosotros. Cuando hayas empequeñecido bastante, volveremos a explorar tu mente con métodos algo distintos para averiguar tu origen y móviles. Creemos que, en el primer intento, el gran tamaño de tu cerebro fue una especie de desventaja. Ahora debemos prepararnos. Hace años que esperábamos tu llegada.
Mientras algunas me servían de escolta —o de guardia— las demás esferas se dirigieron a un gran edificio rematado por una cúpula, que se alzaba en una espaciosa plaza del centro de la ciudad.
La última observación me desconcertó sobremanera. ¿Qué podía significar lo de «hace años que esperábamos tu llegada»? Confiando en que ésta y otras cuestiones serían dilucidadas a su debido tiempo, entré en la ciudad.
No era una ciudad extraña, sino muy al contrario, de hermosa arquitectura. Parecía maravilloso que hubiera sido concebida y construida por aquellos globos de gas en los que, a primera vista, nadie habría visto seres inteligentes y sensibles. A pesar de mi estatura los edificios me sobrepasaban cuatro y cinco veces, e invariablemente terminaban en cúpulas. No se veían formas en espiral ni en ángulos; al parecer resultaban desagradables para los sentidos de aquellos seres. El plano de la ciudad se disponía en amplias curvas audaces y formas circulares, de efecto sorprendente. No había calles ni carreteras, ni espacios de comunicación en los edificios, pues no eran necesarios. El aire era el elemento habitable natural de aquella especie; nunca vi que tocaran el suelo ni superficie alguna.
Incluso descansaban flotando en el aire con lento movimiento giratorio. Cuando yo pasaba entre ellas se detenían girando para observarme con manifiesta curiosidad, y luego seguían con sus asuntos, cualesquiera que fuesen. Ninguna se acercó a mí, salvo los guardianes.
Paseé varias horas de este modo y por último, cuando ya era mucho más pequeño, se me permitió ir andando hasta la plaza central.
Las demás esperaban mi llegada en el edificio circular terminado en cúpula. Estaban reunidas alrededor de un estrado coronado por una inmensa pantalla ovalada y transparente de vidrio u otra sustancia parecida. Una sola esfera se puso esta vez en contacto con mi cerebro y recibí el siguiente pensamiento:
—Presta atención.
La pantalla se volvió opaca y apareció un extenso campo blanco.
—La gran nebulosa, de la cual este planeta sólo es un punto infinitesimal —explicó el pensamiento. La masa blanca se movió casi imperceptiblemente sobre la pantalla y la esfera prosiguió—: Tal como la ves ahora apareció en nuestros telescopios hace varios siglos. Naturalmente, el movimiento de la nebulosa en conjunto es imperceptible; ahora vemos un registro químico, acelerado para que el movimiento sea visible en la pantalla. Fíjate bien ahora.
La gran masa de la nebulosa, tranquila en apariencia, comenzó a agitarse mientras miraba y a girar en un inmenso movimiento espiral. Una gran sombra oscura cubrió toda la escena. La sombra pareció retroceder, o mejor dicho, se hizo más pequeña, y comprendí que no era una sombra sino un cuerpo inmenso. Aquella masa entraba en la nebulosa, haciéndola girar y aventándola mientras millones de estrellas eran desalojadas y lanzadas hacia fuera.
El pensamiento me llegó de nuevo:
—La escena está acelerada un millón de veces. Lo que aquí ves, en realidad abarca un período de muchísimos años; nuestros científicos observaron el fenómeno con enorme sorpresa, y muchas fueron las teorías formuladas para explicarlo. Te estás viendo a ti mismo en el momento en que ingresabas en nuestra nebulosa.
En pocos minutos vi desarrollarse la escena como aquellos seres esféricos la habían seguido durante varios años; me vi a mí mismo empequeñeciendo, acercándome poco a poco al sistema de los cuatro soles y por último al planeta verde dorado. La imagen desapareció de súbito.
—Por eso observamos y esperamos tu llegada durante años, sin saber qué eras ni de dónde venías. Aún estamos bastante desconcertados. Te haces cada vez más pequeño y eso no podemos entenderlo. Hemos de darnos prisa. Relájate. No quieras intervenir en nuestra exploración tratando de recordar el comienzo, como hacías antes; nosotros sabremos encontrarlo en los huecos de tu mente. Relájate, no pienses en nada y mira la pantalla.
Intenté obedecer y volví a sentir los fríos zarcillos que tanteaban en mi cerebro. El letargo se apoderó de mi mente. Relampaguearon sombras en la pantalla, y de improviso apareció una escena conocida: el laboratorio del profesor, como lo vi por última vez la noche de mi partida. La escena daba principio al entrar yo en la sala, exactamente como ocurrió aquella noche. Me vi acercándome a la mesa, y al profesor de pie como había estado, observando el cielo nocturno; sus labios se movían en silencio.
Las esferas que me rodeaban se apiñaron junto a la pantalla; parecían observar cada movimiento y advertí una gran excitación entre ellas. Llegué a la conclusión de que la que exploraba mi mente —si no eran todas— comprendía, no sólo las palabras que el profesor y yo pronunciamos en aquellas escenas, sino también su significado.
Pude leer en los labios del profesor a medida que hablaba. Vi mi expresión de total desconcierto, luego la incredulidad y por último mi escepticismo mientras él planteaba su teoría de los mundos macrocósmicos y de otros mundos macrocósmicos aún mayores. Presencié nuestra discusión, el subsiguiente ataque, y volví a sentir el pinchazo de la aguja en mi brazo.
Mientras esto sucedía, las esferas que me rodeaban se agitaban, muy excitadas.
Vi cómo me hacía más pequeño, hasta ser colocado sobre el bloque de Rehillio-X, donde empequeñecía aún más y desaparecía. Presencié mi combate con el bacilo y mi huida loca; mi salto al abismo y mi caída por la oscuridad en cuyo momento la pantalla se oscureció.
Después volvió a iluminarse, mientras yo viajaba con las grandes masas que me rodeaban, Al fin apareció la inmensa nebulosa, la misma que aquellos seres esféricos habían observado durante siglos a través de sus telescopios. La pantalla volvió a aclararse y quedó transparente.
—Conocemos el resto —afirmó el pensamiento de la esfera que indagaba en mi cerebro—. La pantalla ha exhibido el resto. El que inventó eso que llama «Encogix», es un gran hombre. Su experimento ha sido maravilloso y apenas acaba de empezar. Te envidiamos, ser afortunado y, al mismo tiempo, te compadecemos. De todos modos, es una suerte que hayas elegido nuestro planeta, pero pronto te irás como viniste y no podemos ni queremos impedirlo. Dentro de pocos minutos tu tamaño volverá a ser infinitesimal y pasarás a un universo más pequeño. Poseemos microscopios bastante poderosos como para observar un poco de ese universo atómico más pequeño, y te veremos avanzar hacia lo desconocido hasta que hayas desaparecido para siempre de nuestra vista.
Había estado tan pendiente de las escenas revividas a través de la pantalla, que no me acordaba de mi encogimiento constante. Ahora era mucho más pequeño que las esferas que me rodeaban.
Ellas me interesaban tanto como yo a ellas, e intenté transmitir el siguiente pensamiento:
—Decís que me envidiáis y que me compadecéis. ¿Por qué?
El pensamiento respondió en seguida:
—No podemos responderte a esto. Pero es verdad; aunque serán maravillosas tus aventuras en los reinos que te esperan, hay que sentir lástima por ti, Ahora no puedes comprenderlo, pero algún día lo entenderás.
Transmití otro pensamiento:
—Vuestro organismo, que a mi entender es gaseoso, me parece tan extraño como el mío, sólido, os debe parecer. Habláis de telescopios y microscopios, y no concibo que seres como vosotros, desprovistos de órganos visuales, contéis con la astronomía y la microscopía entre vuestras ciencias.
—Tus órganos de visión —fue la respuesta—, a los que llamas «ojos», no sólo son superfluos sino que los consideramos fuentes muy burdas de percepción. Aunque para ti, su pérdida sería una desventaja terrible e irreparable. Nuestra visión no depende de órganos tan localizados, sino que abarca toda la superficie exterior de nuestros cuerpos. No necesitamos órganos ni apéndices como los que tú posees en tanta abundancia, pues somos de una sustancia diferente. Nos limitamos a extender cualquier parte de nuestros cuerpos hacia la dirección que deseamos. Basándonos en un estudio profundo de su estructura, llegamos a la conclusión de que tus órganos y apéndices son muy rudimentarios. Predigo que mediante la lenta evolución de tu raza, estos inconvenientes desaparecerán por completo.
—Explícame más cosas sobre tu raza —supliqué con ansiedad.
—Relatar todo lo que podríamos decir —fue la respuesta— llevaría mucho tiempo, y nos queda muy poco. Poseemos un sistema social muy complejo, pero, naturalmente, no carece de defectos. Hemos profundizado en las ciencias y avanzado mucho en las bellas artes pero, sin duda, nuestros logros en estos dominios te resultarían incomprensibles. Ya has visto nuestra ciudad. No es la más grande ni la más importante del planeta. Cuando llegaste, relativamente cerca de aquí, enviamos mensajes. Han venido todos nuestros científicos importantes. No temíamos tu presencia, pero adoptamos precauciones puesto que desconocíamos qué clase de ser eras. Los dos de los nuestros que viste la primera vez fueron enviados para observarte. Ambos habían sido condenados por un delito contra la comunidad, y se les dio a elegir entre el castigo merecido, o salir a investigar la criatura gigante caída del cielo. Aceptaron esta segunda posibilidad y por su valentía, pues lo fue, han sido indultados.
Me habría gustado preguntar más cosas, pues había muchos aspectos que me intrigaban, pero estaba volviéndome tan pequeño que la comunicación ya era imposible. Fui trasladado a un laboratorio y colocado sobre el portaobjetos de un microscopio de construcción extraña y complicada. Mi viaje continuó sin descanso hacia un universo atómico aún más pequeño.
Se repitieron los fenómenos de antes. La materia se abría y se hacía porosa, hasta convertirse en un espacio abierto poblado de masas enormes que, a su vez, se disolvían en extensas nebulosas.
Entré en una de ellas y, una vez más, las constelaciones giraron a mi alrededor. Esta vez me acerqué a un sol único, de color amarillo brillante alrededor del cual orbitaban ocho planetas. Me dirigí al más alejado y, cuando mi tamaño me lo permitió, entré en contacto con él.
¡Me hallaba en un electrón, uno entre los billones que formaban un portaobjetos del microscopio perteneciente a un mundo que, a su vez, era sólo un electrón del bloque de metal colocado sobre cierta mesa de laboratorio!
Pronto entré en la atmósfera y, a varios kilómetros por debajo de mí, divisé grandes manchas amarillas y verdes. A medida que me aproximaba a la superficie fui descubriendo más detalles. Casi a mis pies serpenteaba un ancho río, cruzando una extensa llanura abruptamente limitada por una larga línea de escarpados precipicios. Al fondo de estos precipicios se abría una gran extensión verde de selva envuelta en la niebla y, más allá, un gran océano, liso como un cristal verde, se extendía hasta el horizonte curvo. Era un mundo prehistórico de selvas, grandes plantas semejantes a helechos, ciénagas y acantilados vertiginosos. No soplaba ninguna brisa y no se veía ser viviente alguno.
Pisé la selva, cerca de los acantilados, y en ochocientos metros a la redonda los árboles y la vegetación quedaron aplastados allí donde pisaban mis pies.
Observé una larga fila de cavernas en un saliente, en medio del acantilado. Me pareció que desde cada caverna me observaba furtivamente algún ser. Mientras miraba vi una minúscula figura que salía y se acercaba al saliente. Era un individuo muy precavido, dispuesto a regresar a la caverna si advertía hostilidad de mi parte; en ningún momento dejó de mirarme. Al ver que no sucedía nada, otros se animaron a salir y poco después el saliente quedó cubierto de minúsculas figuras que hablaban excitadas y gesticulaban, señalándome entre gritos estentóreos. Mi llegada debió despertar, sin duda, todos sus temores supersticiosos: un gigante que descendía de los cielos para detenerse ante sus propios hogares.
Debía hallarme a un kilómetro y medio del acantilado, pero de todos modos observé que las figuras eran salvajes de músculos voluminosos y cubiertos de pelo; tenían cuatro miembros, andaban en posición erguida, y todos portaban armas rudimentarias.
Uno de ellos alzó un arco tan alto como él mismo y me lanzó una flecha, evidentemente como expresión de desdén o bravata, pues no podía ignorar que la flecha no cubriría ni siquiera la mitad de la distancia. En seguida, uno que parecía el jefe derribó al malandrín de un flechazo. Esto me divirtió. Por lo visto, sus creencias les ordenaban actuar en son de paz.
A modo de prueba di un paso hacia ellos. En seguida se levantó una larga fila de arcos, y docenas de minúsculas flechas volaron hacia mí, para caer en la selva sin llegar a alcanzarme. Me sirvió de advertencia para mantener las distancias.
Pude adelantarme y barrerlos a todos del saliente pero, como deseaba demostrarles que mis intenciones eran pacíficas, levanté las manos y retrocedí varios pasos. Nuevo lanzamiento inútil de flechas... Esto me desconcertó y permanecí inmóvil. Si yo no me movía, ellos tampoco lo harían.
El que parecía jefe se echó al suelo y, haciendo pantalla con la mano sobre los ojos, escudriñó la selva al pie del precipicio. Luego discutieron otra vez, pero no me señalaban a mí, sino a la selva. Entonces comprendí. Por lo visto había una partida de caza en algún lugar de aquella selva; sin duda, estaría a punto de regresar a las cavernas, pues anochecía ya y el crepúsculo alargaba pavorosamente las sombras. Los trogloditas —temían que al moverme pisoteara la partida que regresaba.
Permanecí inmóvil en medio del yermo que había aplastado, y traté de mirar por entre la húmeda vegetación que tenía a mis pies. Era prácticamente imposible, pues la niebla cubría hasta las copas de los árboles.
Poco después mis oídos captaron un sonido débil por debajo de mí, como un grito, y luego vi una fila de cazadores salvajes que corrían a toda velocidad a lo largo de un sendero de caza que parecía muy frecuentado. Salieron al mismo claro donde yo me encontraba y se detuvieron sorprendidos, pues evidentemente reparaban por primera vez en mi gigantesca presencia en su mundo. Soltaron las estacas en donde transportaban la caza del día, y después de alzar una temerosa mirada hacia donde yo me erguía, se echaron todos al suelo, presas de abyecto terror.
Todos menos uno. Ignoro si éste, que fue el último en salir de la maraña de árboles, me vio, pues estaba muy distraído observando la oscuridad de donde salía. Luego azuzó a sus compañeros con algunas sílabas enojadas y guturales, y señaló el sendero.
En ese momento llegó hasta mí un rugido que resonó en mis oídos con fuerza estremecedora. A una rápida voz del jefe, los cazadores cogieron sus armas y formaron un amplio semicírculo frente al sendero del cual acababan de salir. En aquel lugar colgaba sobre el sendero la rama de un árbol enorme, El jefe trepó por unos bejucos y poco después se agazapó sobre la rama. Uno de los guerreros ató a otro bejuco un arma grande de tosco aspecto, y el del árbol la izó hasta cogerla. Era una larga estaca puntiaguda de alrededor de unos dos metros y medio, a la que habían atado dos piedras pesadas. El del árbol equilibró cuidadosamente el dispositivo sobre la rama, colgando sobre el sendero y con la punta hacia abajo. El semicírculo de cazadores se agazapó tras una hilera de sólidas lanzas hincadas en ángulo sobre el terreno.
Oí otro rugido estremecedor, y luego apareció la fiera. Al verla me maravilló el valor de aquellos diminutos salvajes. La bestia no mediría menos de dos metros de alzada y seis de largo. Sus seis patas estaban armadas de anchas garras callosas capaces de destrozar por completo a cualquiera de los cazadores. Su larga cola ahusada estaba cubierta de placas, y me pareció que la fiera debía ser una especie de reptil; no obstante, los curvados colmillos de sesenta centímetros en una cabeza de mamífero contradecían esa impresión.
El monstruo permaneció largo rato inmóvil, azotando incesantemente con la cola y observando desconcertado el círculo de seres minúsculos que se atrevían a desafiarlo. Luego, cuando dejó de agitar el rabo y se arqueó para el salto, el guerrero de la rama lanzó su arma... ¡y se dejó caer con ella, apoyando los pies sobre el par de pesadas piedras!
La bestia oyó un ruido, o se alarmó por sexto sentido, pues saltó a un lado justo a tiempo, con una agilidad que parecía incompatible con su gran volumen, la estaca puntiaguda se hundió en tierra, mientras el cazador rodaba aturdido por el suelo.
La bestia lanzó un gruñido de ira, abrió sus seis patas y su gran panza tocó la tierra. Luego se abalanzó sobre el círculo de cazadores agazapados. Las lanzas se quebraron al choque, el círculo se dispersó y los cazadores huyeron hacia los árboles, Pero dos de ellos jamás volvieron a levantarse, y la cola flageladora aplastó a otro a los cuatro pasos.
La escena duró unos segundos mientras yo miraba fascinado desde arriba. La bestia persiguió a los que huían; un instante después, la destrucción habría sido terrible, pues no tenían oportunidad de ponerse a salvo.
Rompí el hechizo que me dominaba e hice un amplio gesto con la mano cuando la fiera ya saltaba por segunda vez. La alcancé en el aire y la aplasté en el suelo como habría aplastado un insecto molesto. Quedó caída, inmóvil, en un charco de color rojo oscuro.
Los nativos dejaron de huir, pues mi acción contra el enorme animal había producido un ruido tremendo. Discutían agitadamente, pero se alejaron atemorizados cuando vieron que me inclinaba sobre el enemigo aplastado que había estado a punto de sembrar la muerte entre ellos.
Sólo uno de ellos había visto toda la escena. El que se había dejado caer del árbol sólo quedó momentáneamente aturdido, poniéndose en pie con rapidez cuando el animal embistió a sus compañeros. Así pudo verlo todo.
Entonces se acercó a mí, mirando con cierto desdén a los demás. Debió reunir mucho valor pues, aunque yo estaba agachado, sobrepasaba los árboles más altos. Miró un instante a la fiera muerta y luego me contempló con respetuoso temor. Se arrodilló, tocó varias veces el suelo con la frente y los otros imitaron su ejemplo.
Todos se acercaron para observar el enorme animal.
A juzgar por su conversación y sus gestos, comprendí que deseaban trasladarlo a las cavernas, pero habrían sido necesarios diez salvajes de los más fuertes para levantarla, y entre ellos y las rocas mediaba más de un kilómetro de selva.
Decidí ayudarles; me incliné y tomé con grandes precauciones al valiente jefe. Poniéndolo en la palma ahuecada de mi mano, lo levanté hasta el nivel de mis ojos. Señalé el animal muerto y luego apunté hacia los acantilados. Pero él cerraba los ojos con fuerza, sin duda creyendo llegada su última hora, y temblaba mucho. Era un cazador valiente, pero aquella experiencia habría hecho temblar a cualquiera. Lo bajé ileso al suelo, y los otros le rodearon, excitados. Pronto se recobraría y, sin duda, alguna noche alrededor de la fogata podría contar aquella maravillosa experiencia ante un grupo de nietos incrédulos.
Cogí el animal por la ahusada cola y lo transporté a través de la selva, aplastando árboles a cada paso y dejando un ancho sendero tras de mí. En pocos pasos estuve cerca de los acantilados, y los que estaban en el saliente huyeron hacia las cavernas. Dejé la inmensa pieza sobre el borde del precipicio, que apenas me llegaba a los hombros. Luego me volví para alejarme, dispuesto a explorar aquel mundo nuevo.
Anduve durante una hora, y hallé otras tribus de trogloditas que huían tan pronto como me acercaba. La selva terminaba junto al mar, en una costa escarpada.
Estaba muy oscuro, no había lunas y las estrellas parecían opacas y muy lejanas. En la selva se alzaban extraños gritos nocturnos y a mi izquierda se extendían enormes ciénagas donde flotaban vagas formas fosforescentes, A mi espalda se divisaban pequeñas fogatas en la cima de los acantilados. Tomándolo como una bienvenida, me dirigí hacia ellas. Mi tamaño se había reducido tanto que me sentía inseguro al hallarme solo y desarmado, de noche en un planeta desconocido y poblado por monstruos.
Apenas había dado unos pasos cuando adiviné, antes de oírlo, un rumor de alas sobre mí y a mi espalda. Me arrojé al suelo en el momento justo, pues la gran sombra de alguna inmensa criatura nocturna se cernía sobre mí, y afiladas garras arañaron mi espalda. Luego me levanté con aprensión y vi que la criatura se alejaba en vuelo hacia las ciénagas. Su envergadura debía ser de unos doce metros. Me refugié en las rocas, sin atreverme a salir más aquella noche.
Cuando llegué al saliente donde ardían las fogatas, éstas ya quedaban muy por encima de mí. Yo era un ser minúsculo agazapado al pie del desfiladero. Yo, un extraño en este mundo, pero adelantado un millón de años a aquellos salvajes en cuanto a evolución respecta, me ocultaba atemorizado por los ojos brillantes y las formas entrevistas en la oscuridad, que rondaban los linderos de la selva circundante. A salvo en sus cavernas, muy por encima de mí, se hallaban aquellos individuos tan inferiores en la escala de la evolución, que sólo poseían los rudimentos de una lengua hablada y apenas acababan de descubrir el fuego. Transcurrido otro millón de años, una gran civilización dominaría quizás aquel globo: una civilización elevada poco a poco desde el barro, los errores y los mitos primordiales. Y sin duda, uno de tales mitos mencionaría a un gigante deiforme que había bajado de los cielos, tronchando grandes árboles a su paso, para salvar de la destrucción a una famosa tribu mediante una matanza de enormes fieras hostiles; y luego habría desaparecido para siempre durante la noche. Y los grandes hombres, los grandes pensadores de aquella civilización futura dirían: «¡Uf! ¡Absurdo! Un mito estúpido».
Pero ahora, el gigante deiforme que aplastaba fieras hostiles con un solo gesto de su mano tenía sólo treinta centímetros de estatura, y buscaba un lugar donde poder ocultarse de esas mismas fieras. Por último hallé una pequeña grieta donde me escondí; sintiéndome mucho más seguro que al aire libre.
Poco después era tan pequeño, que habría pasado inadvertido a cualquiera de las grandes fieras que podrían pasar por mi camino.
Me encaramé sobre un grano de arena; otros granos se alzaban a mi alrededor como peñascos, Durante los minutos siguientes experimenté el cambio por tercera vez: el cambio de ser microscópico en un mundo gigantesco a ser gigantesco flotando en medio de un universo infinito de galaxias. Me hice más pequeño, la distancia entre las galaxias aumentó, los sistemas solares se acercaron y aproximaron a la órbita del planeta más externo. Recibí una sorpresa inesperada, aunque, muy agradable. ¡En lugar de posarme en uno de los planetas cuando todavía era demasiado grande para hacerlo, los habitantes de aquel sistema se acercaban para posarse sobre mí!
Era indudable; de un planeta interior despegó un proyectil plateado en forma de huso, acercándose a la velocidad de la luz. Aquello prometía ser interesante, y permanecía a la expectativa de nuevos acontecimientos.
Minutos después, el cohete espacial se hallaba muy cerca. Maniobró a mi alrededor una vez y luego, con un gran fogonazo de llamas y gases por la proa para frenar, describió una amplia curva y se posó suavemente sobre mi pecho. Fue como si se posara sobre mí una mosca, Mientras miraba, una sección cuadrada del casco se abrió hacia afuera y salió un grupo de seres. Digo «seres» porque no tenían forma humana, aunque eran tan minúsculos que apenas lograba distinguirlos como motitas de oro. Doce de dichos seres se reunieron a poca distancia de la nave espacial.
Poco después, para mi sorpresa, abrieron inmensas alas doradas y proferí una exclamación ante su belleza esplendorosa. Tomaron diversas direcciones, sobrevolando mi cuerpo. De esto deduje que yo debía estar rodeado de una atmósfera, como los planetas. Aquellas criaturas aladas formaban un grupo explorador enviado desde uno de los planetas interiores para investigar el nuevo y gran mundo que había entrado en su sistema y se aproximaba peligrosamente al suyo.
Pero, al pensarlo mejor, debieron comprender —o pronto lo comprenderían— que yo no era un mundo sino un ser vivo y consciente. Mi forma longitudinal debía bastarles para ello, además de los movimientos de mis miembros. Sea como fuere, mostraron un arrojo sin precedentes al salir para posarse sobre mí. Yo podía aplastar la frágil nave con un gesto o lanzarla al vacío, sin posibilidad de retorno.
Quise ver de más cerca una de las criaturas aladas, pero ninguna volvió a posarse sobre mí; después de haber paseado sobre mí explorándome en todas direcciones, regresaron a la nave espacial. La compuerta se cerró, los gases rugieron en los tubos de popa, y la nave se remontó de nuevo en el espacio y regresó hacia el sol.
¿Qué noticias llegarían a su planeta? Sin duda, me describirían como un monstruo inenarrable inmenso del espacio exterior. Sus científicos se preguntarían de dónde venía, o tal vez vislumbraron incluso la verdad. Me observarían sin cesar a través de sus telescopios. Probablemente, temerían que yo invadiera o hiciera estragos en su mundo, y lo dispondrían todo para rechazarme si me acercaba demasiado.
Pese a estas probabilidades, continué mi lento avance hacia los planetas interiores decidido a ver y, si era posible, a posarme en el planeta de los seres alados. Una civilización capaz de emprender viajes espaciales debía ser, por cierto, maravillosa.
A medida que avanzaba por el espacio entre los planetas con mis grotescos movimientos, medité, otra cuestión. Cuando llegara a los planetas interiores, sería ya tan pequeño que no podría dilucidar cuál era el que yo buscaba, a menos que viera otras naves espaciales para seguirlas. Además, los planetas interiores habrían girado innumerables veces alrededor del sol verde, transcurriendo así muchos años antes que llegara allí. Les sobraría tiempo para anticipar mi llegada y podrían recibirme con violencia, si tenían muchas más naves espaciales como la que había visto.
Y las tenían en efecto, como descubrí después de un lapso que me pareció interminable, durante el cual me acerqué cada vez más al sol. Un planeta rojizo describía una amplia órbita por detrás del sol verde cegador, y esperé a que se acercara. Pocos minutos después estaba tan cerca, que divisé una luna circundando el planeta y, cuando se aproximó aún más, vi los cohetes.
Por tanto, era éste el planeta que buscaba. Pero una cosa me desconcertó. Sin duda, no podían dejar de notar que me acercaba, y yo esperaba encontrarme con una multitud de naves formidablemente alineadas. Vi muchas, cientos de naves, pero no formadas en mi dirección; en realidad, no parecían hacerme mucho caso, aunque yo debí parecer grande a medida que el planeta se aproximaba. Después de todo, tal vez habían llegado a la conclusión de que yo era inofensivo.
Pero era más probable que estuvieran enfrentándose a un problema mucho más importante que mi proximidad. Pues vi que las naves espaciales abandonaban la atmósfera de su planeta y se dirigían hacia el único satélite. Cientos, miles de ellas, una tras otra y formación tras formación, abandonaban su planeta. ¡Parecía que toda la población emigraba en masse hacia el satélite!
Esto despertó en seguida mi curiosidad. ¿Qué circunstancias o condiciones podían hacer que una raza altamente civilizada abandonara su planeta y huyera hacia el satélite? Quizá, si lo averiguaba, no desearía ya aterrizar en aquel planeta...
Aguardé con impaciencia su regreso mientras se alejaba de mí para continuar su trayectoria alrededor del sol. Los minutos me parecieron largos, pero al fin volvió a acercarse por el lado opuesto, y me maravilló la relatividad del tamaño, el espacio y el tiempo. Había transcurrido un año en aquel planeta y su satélite; tal vez hubieran sucedido muchas cosas desde que lo vi por última vez.
El satélite pasó entre el planeta y yo y, a pesar de mi posición desventajosa, incluso pude ver que en efecto habían acontecido muchas cosas. ¡El pueblo alado estaba construyendo una cubierta protectora alrededor del satélite! ¿Para protegerse... de qué? La cubierta parecía de metal gris mate, y ya cubría la mitad del globo. En la parte descubierta vi tierras y mares. Seguramente, pensé, debían conocer la luz artificial pero, de algún modo, parecía absurdo privar para siempre a la superficie de la luz fresca y pura del sol verde. En cierto sentido, lamenté las tribulaciones que por lo visto padecían. Pero tenían las naves espaciales y, a su tiempo, podrían emigrar hacia las vastas regiones inexploradas del espacio.
La curiosidad me consumía más que nunca, pero aún era demasiado grande como para tratar de entrar en contacto con el planeta, de modo que lo dejé pasar por segunda vez. Calculé que cuando volviera a aparecer yo sería bastante pequeño para que su gravedad me «capturara», y bastante grande para que la «caída» sobre la superficie no resultara peligrosa para mí. Estaba decidido a aterrizar.
Otra espera, esta vez más larga porque yo era más pequeño y en consecuencia mi tiempo relativo se dilataba. Cuando las dos esferas volvieron a aparecer, vi que la más pequeña estaba totalmente envuelta en su coraza de metal y la rígida superficie brillaba bajo el resplandor del sol. Bajo aquella estéril cubierta de metal se hallaba el pueblo de los seres alados, con sus gloriosos cuerpos dorados, sus naves espaciales, su luz artificial, su atmósfera y su civilización. Sin embargo, sólo eché una ojeada al satélite, pues me atraía más el planeta ya cercano.
Todo sucedió fácilmente y sin contratiempos. Empezaba a convertirme en un experto «saltador entre planetas». Su gravedad me atrapó y dejé que mis piernas fueran las primeras en describir la caída hasta aterrizar con una ligera sacudida en tierra firme.
Me agaché y quise escudriñar la oscura atmósfera para descubrir algo acerca de aquel mundo. De momento mi vista no pudo penetrar la semipenumbra, pero al poco pude distinguir la superficie. Al principio seguí la dirección de mis miembros para ver dónde había posado los pies. ¡Por lo que pude ver desde mi altura, estaba en medio de lo que parecía una enorme masa de metal aplastado y retorcido!
La he armado, pensé. Ahora me he metido en un lío. He roto algo, una gran maquinaria a lo que parece, y los habitantes no tomarán él asunto a la ligera. Luego pensé: ¿Los habitantes? ¿Quiénes? No el pueblo alado, pues ellos han huido y se han atrincherado en el satélite.
Quise escudriñar de nuevo la penumbra de la atmósfera y, poco a poco, otros detalles se hicieron visibles, Al principio mi mirada sólo abarcaba unos pocos kilómetros y luego cada vez más, hasta que por último mi visión se extendió de un horizonte a otro y abarqué casi un hemisferio completo.
Mi visión se aclaraba y empecé a comprender. Cuando comprendí con toda claridad, me sentí presa del pánico. Enloquecido, quise saltar de nuevo hacia el espacio, alejarme del planeta, vencer la gravedad que me contenía; pero la fuerza de mi salto seguramente habría arrojado al planeta fuera de su órbita, y tanto éste como los demás planetas y yo mismo podíamos vernos precipitados hacia el sol. No, había puesto los pies en aquel planeta y allí debía quedarme.
Pero después de lo que había visto, no tenía ganas de quedarme. Lo que mis ojos abarcaban en todas direcciones eran estructuras mecánicas inmensas y grotescas, y extraños artefactos mecánicos. Me espantaron aquellas máquinas que ocupaban toda la superficie en aparente confusión. Parecían cubrir todo el globo y poseer una civilización propia. No se veía el menor indicio de ocupación humana, ni de una inteligencia rectora: nada sino máquinas. ¡Y no podía creer que ellas poseyeran inteligencia!
Pero cuando me encogí más cerca de la superficie vi que no había confusión como antes creía, sino un orden sencillo, eficaz y sistemático. Mientras miraba, dos extraños mecanismos avanzaron hacia mí sobre grandes trípodes articulados y se detuvieron a mis pies. Largos brazos articulados de metal, con una especie de garras en los extremos, se alargaron con pavorosa exactitud y precisión y comenzaron a apartar la chatarra retorcida que rodeaba mis pies. Los contemplé y admiré la eficacia de su construcción. Ni complejidades innecesarias ni partes superfluas, sólo los trípodes para moverse y los brazos para limpiar. Cuando terminaron se alejaron y llegaron otras máquinas avanzando sobre ruedas, que levantaron la chatarra y se la llevaron.
Observé estupefacto las pavorosas actividades que estaban teniendo lugar debajo y alrededor de mí. No había prisa ni nerviosismo; las máquinas, de la más pequeña a la más grande, de la más sencilla a la más complicada, tenían un quehacer asignado y lo cumplían sin rodeos, con absoluta precisión. Había máquinas sobre ruedas, sobre cadenas, sobre carriles, sobre inmensos trípodes articulados, máquinas aladas que volaban torpemente por el aire y otras de mil tipos y modelos distintos.
Interminables filas de máquinas perforaban la tierra, salían con cargas de mineral que depositaban y volvían a descender.
Enormes máquinas transportadoras se acercaban y llevaban el mineral a las factorías rugientes.
Dentro de los talleres, otras máquinas fundían el mineral, laminaban, cortaban y trabajaban el acero.
Otras máquinas construían, montaban y adaptaban piezas complicadas, y al término de este largo proceso, el resultado era... ¡más máquinas! Rodaban, escalaban, volaban, caminaban o giraban, según los casos, con total autonomía.
Algunas construían inmensos puentes que atravesaban ríos y hondonadas.
Las excavadoras talaban bosques y allanaban colinas, o excavaban galerías.
Otras construían talleres y fábricas, o erigían torres extrañas y complicadas de varios kilómetros de altura, cuya utilidad no pude adivinar. Mientras miraba, la base de una de ellas falló y el inmenso edificio se ladeó en un ángulo peligroso. Un gran número* de minúsculas máquinas se presentó rápidamente en escena. En pocos segundos, poderosas llamas blancas cortaron el metal y la torre cayó con estrépito ensordecedor. Las máquinas-soplete volvieron a trabajar y cortaron el metal en sectores separables; grúas y transportadoras se los llevaron. Quince minutos después, otro edificio se alzaba exactamente en el mismo lugar.
A veces, algo andaba mal: alguna pieza desgastada dejaba de funcionar, y una máquina se detenía en medio de la tarea. En tales casos era conducida a un taller de reparaciones, de donde luego salía como nueva.
Vi dos de las máquinas aladas chocar en el aire, y llovieron pedazos de metal. Media docena de máquinas limpiadoras con trípode llegaron de seis direcciones diferentes y apilaron los restos; luego llegaron las grúas y las máquinas de transporte. Una gran sierra vertical giraba rápidamente sobre un eje accionado por cadenas. La sierra cortaba los árboles y las rocas en incontenible avance hacia las montañas cercanas. Redujo su velocidad, pero sin detenerse, y al fin quedó abierto un ancho camino en línea recta, que comunicaba dos valles. La sierra iba seguida de trípodes que quitaban los escombros, y de otras máquinas que colocaban grandes planchas de metal, completando una carretera perfecta.
Pequeñas máquinas lubricantes pululaban por todas partes, suministrando periódicamente a las otras el aceite que aseguraba su funcionamiento.
La región era aplanada y despejada poco a poco y comenzaba a elevarse una enorme ciudad... una ciudad de metal, vacía y horrorosa, una ciudad que ocupaba cientos de kilómetros entre las montañas y el mar, una ciudad de máquinas sin vida, pero animadas de propósitos... ¿cuáles? ¿Cuáles?
En la bahía, una línea de torres surgían del agua como dedos señalando el cielo. En aquel momento, las máquinas enlazaban las torres con cables y tirantes. ¡Un puente! Estaban atravesando el océano, poniendo en comunicación continentes enteros: una hazaña prodigiosa de la ingeniería. Si aún no había máquinas al otro lado, pronto estarían allí. No, pronto no. La tarea era gigantesca, llena de dificultades, casi imposible, ¿Casi? Un mundo de máquinas no podía conocer el significado de esa palabra. Quizás otras máquinas ocupadas al otro lado empezaban a construir el puente desde allí hasta juntarse en medio. ¿Con qué propósito?
Un gran río nacido en las montañas serpenteaba hacia el mar. Por algún motivo construyeron un dique en diagonal a través del río para modificar su curso. Por alguna razón... o sinrazón.
¡Sinrazón! ¡Eso era! «¿Por qué, por qué, por qué?», grité verdaderamente angustiado. ¿Con qué propósito o significado, a beneficio de quién? ¡Una ciudad, un continente, un mundo, una civilización de máquinas! ¡En algún lugar de aquel mundo debía morar el autor de todo aquello, la inteligencia, humana o inhumana, que lo controlaba! ¡Mi estancia allí sería limitada, pero tendría tiempo de buscarlo y, si lo encontraba, iba a arrastrarlo, a convertirlo en alimento de sus propias máquinas, poniendo fin para siempre a tal iniquidad!
Anduve por la orilla del mar unos ochocientos kilómetros y, al rodear un promontorio montañoso, me detuve de repente. Ante mí se alzaba una ciudad, una ciudad descollante de piedra blanca lisa y de gran belleza arquitectónica. Parques espaciosos, decorados con columnatas y figuras aladas. Los edificios estaban construidos de modo tal que todo apuntaba hacia arriba, parecía dispuesto a volar.
Esa era una mitad de la ciudad.
La otra estaba hecha un montón ruinoso de piedra blanca destruida, de edificios derribados por las máquinas, en aquel mismo momento empeñadas en reducir toda la ciudad al mismo estado.
Mientras miraba vi veintenas de máquinas-soplete cortando la base de piedra y acero de uno de los edificios más altos. Dos pesadas máquinas aéreas, portando una ancha malla metálica, despegaron pesadamente de las afueras de la ciudad. Volaron hacia el edificio y se colocaron una a cada lado. La malla metálica hizo retroceder a las máquinas y las derribó. Pero el edificio, cuya base ya estaba debilitada, se tambaleó hacia delante, se sostuvo durante un prolongado y estremecedor instante y luego cayó con un estrépito ensordecedor entre una nube de polvo, escombros y armazón retorcida.
Las máquinas-soplete avanzaron hacia otro edificio mientras, en una pendiente cercana a las afueras, aguardaban otras dos máquinas aéreas...
Enfermo por el vandalismo sin propósitos de todo esto, me volví hacia el interior; pero en todas partes había máquinas, destruyendo o construyendo, derribando las ciudades abandonadas del pueblo alado y erigiendo su insensata civilización de metal.
Por último llegué a una larga cordillera, más alta que yo. En dos pasos la escalé y divisé una gran planicie llena de las grotescas ciudades construidas por las máquinas. Habían adelantado bastante. A unos trescientos kilómetros a la izquierda se alzaba una gran cúpula de metal. Hacia ella me dirigí sin hacer caso de las máquinas que se movían alrededor de mis pies.
Cuando me acerqué a la cúpula, una hilera de mecanismos de aspecto formidable, provistos de largos clavos, se alzó para cortarme el paso. Los pisoteé con furia y pocos minutos después quedaron reducidos a chatarra, aunque también yo recibí algunos rasguños durante la escaramuza. Más ejércitos de máquinas con clavos se alzaban a cada paso que daba, pero avancé entre ellas, apartándolas a patadas, y por fin llegué a una entrada lateral de la inmensa cúpula. Me agaché, entré y, una vez dentro, hallé que mi cabeza casi tocaba el techo.
Esperaba encontrar allí lo que buscaba, y así fue. Allí, en medio de aquel espacioso recinto, estaba La Máquina de todas las Máquinas; la Causa de Todo; la Fuerza Central, la Potencia Gobernante de toda aquella iniquidad que sembraba el desorden sobre la faz del planeta. Era de forma más o menos circular, grande y pesada. También resultaba asombrosamente complicada: un laberinto de motores, ruedas, conmutadores, luces, palancas, botones, tubos y rarezas, incomprensibles para mí. En filas circulares se alineaban otras máquinas más pequeñas que ejecutaban distintas tareas, accionaban los conmutadores, apretaban botones y accionaban palancas. El resultado era una unidad latiente, rítmica y autónoma. Me parecía adivinar las ondas invisibles saliendo en todas direcciones.
Me pregunté qué parte de aquella gran máquina sería vulnerable. Idea estúpida. Ninguna, Sólo ella... toda ella. Era El Cerebro.
El Cerebro, La Inteligencia, Lo había buscado y encontrado. Lo tenía ante mí. Ahora iba a aplastarlo. Miré a mi alrededor en busca de algún arma y, al no encontrar ninguna, avancé con las manos vacías.
Un panel cuadrado se iluminó en seguida con un resplandor verde y supe que El Cerebro conocía mis intenciones. Me detuve. Una extraña sensación se apoderó de mí, un sentimiento de odio, de amenaza. Procedía de la máquina, sin duda, e invadía el aire en ondas invisibles.
«Tonterías —pensé—, al fin y al cabo no es más que una máquina. Sí, muy complicada, quizás inteligente; pero sólo domina otras máquinas, no puede hacerme daño.» Volví a dar un decidido paso adelante.
La sensación de amenaza se hizo más intensa, pero luché contra mi aprensión y avancé osadamente, Casi había llegado hasta la máquina cuando una cortina de crepitantes llamas azules saltó del suelo al techo. Un paso más y me habría atrapado.
Se me antojó que la máquina irradiaba amenaza, odio e ira en ondas densas, casi tangibles, que fuesen a envolverme, y retrocedí con rapidez. Regresé a las montañas. Después de todo, aquél no era mi mundo... mi universo. Pronto sería tan pequeño que mi estancia entre las máquinas resultaría sumamente peligrosa; las cimas de las montañas eran el único refugio seguro. Me habría gustado aplastar a El Cerebro y poner fin a todo aquello pero, en todo caso, pensé, puesto que el pueblo alado estaba a salvo en el satélite, ¿por qué no abandonar a las máquinas aquel mundo sin vida?
Anochecía cuando llegué a las montañas. Contemplé la llanura desde una ladera cubierta de césped, que me pareció el único lugar pacífico de todo el planeta. Se divisaban pequeñas luces que indicaban actividad de las máquinas, prosiguiendo sus trabajos sin descansar jamás. El repiqueteo y los ruidos estrepitosos llegaron débilmente hacia mí, y me alegré de estar a una distancia prudencial de todo aquello.
Mientras contemplaba la cúpula que albergaba a El Cerebro, vi algo nuevo: sobre un armazón había un gran globo y a su alrededor parecía bullir una actividad extraordinaria.
Un temor indefinible atenazó mi cerebro cuando vi que las máquinas ocupaban el globo; adiviné lo que iba a ocurrir después. El globo se elevó rápido como una pluma, salió de la atmósfera y entró en el espacio donde, como un puntito minúsculo, maniobraba con suma facilidad. Poco después volvió a aparecer, bajó flotando suavemente hasta posarse de nuevo en su armazón, y las máquinas que habían dirigido el vuelo desembarcaron.
¡Las máquinas habían logrado el viaje espacial! Se me encogió el corazón al comprender lo que esto significaba. Construirían más naves... ya las estaban construyendo. Visitarían otros mundos, y el más cercano era el satélite... encerrado en su caparazón metálico protector...
Luego pensé en las máquinas-soplete que había visto, capaces de cortar piedra y metal en pocos segundos...
Sin duda, el pueblo alado lucharía con denuedo, Pero cuando comparé sus cohetes con la eficacia del globo que acababa de ver, tuve muy pocas dudas en cuanto al resultado. Serían arrojados de nuevo al espacio en busca de un mundo nuevo y las máquinas se apoderarían del satélite para sembrar el desorden también allí. Permanecerían allí el tiempo que El Cerebro deseara, o hasta que ya no quedaran más tierras por conquistar. Como el planeta originario ya estaba saqueado, se disponían a partir.
El Cerebro. Un cerebro mecánico completo e inteligente, orgulloso de su poder, envanecido por sus conquistas. ¿Quién lo habría creado? El pueblo alado debió ser el autor indirecto pero, sin duda, ahora comprendían el terrible peligro que habían lanzado al universo.
Quise imaginar su civilización como debió ser mucho antes de que aquello ocurriese, Imaginé una civilización donde la maquinaria desempeñara un papel muy importante. Imaginé el desarrollo de esta maquinaria, que los liberaba de muchas tareas. Supuse que debieron crear máquinas de complejidad cada vez mayor, de creciente perfección, hasta que no se necesitaron sino pocas personas para manejarlas. Luego debió llegar el gran día, el día supremo en que los elementos mecánicos reemplazarían incluso a estas pocas personas.
Sin duda fue un día triunfal. Máquinas que satisfacían todas sus necesidades, atendían a todos sus deseos, seguían todos sus caprichos mediante el sencillo acto de apretar un botón. ¡Debió ser la «utopía» hecha realidad!
Pero resultó ser una utopía amarga. En su ceguera e imprudencia, habían ido demasiado lejos para lograrla. En un momento dado, entre las máquinas que creían tener bajo su control, cayó una chispa de inteligencia. Una de las máquinas la recibió quizá secretamente; se formó y evolucionó hasta convertirse en una unidad de inteligencia inspirada, terriblemente eficaz. Y, guiadas por aquella inteligencia, fueron construidas otras máquinas sometidas a la misma. Lo demás debió ser sencilla: la rebelión y la victoria fácil.
Así imaginé la evolución del cerebro mecánico, que incluso en aquel momento lo dirigía todo desde su cúpula metálica.
¿Y el caparazón metálico del satélite...? ¿no significaba que el pueblo alado esperaba una invasión? Incluso era posible que aquél no fuese el planeta originario del pueblo alado; quizás el viaje espacial no era una innovación entre las máquinas. Tal vez fue en uno de los lejanos planetas interiores donde el pueblo alado alcanzó la utopía que resultó ser una terrible Némesis; se habrían trasladado al planeta siguiente, sin imaginar que las máquinas iban a seguirlos; pero, unos años después, las máquinas lo hicieron. El pueblo alado seguiría huyendo y las máquinas tras ellos, en busca de nuevas esferas que conquistar. Por último, el pueblo alado llegó a aquel planeta y luego a su satélite; comprendiendo que pocos años después las máquinas volverían con toda su prepotencia, se habían protegido bajo la cubierta metálica.
Sin embargo, no huyeron a un lugar lejano y seguro del universo, como pudieron hacer fácilmente. Se quedaron; siempre a una esfera de distancia, sin duda planeaban el modo de barrer el mal que se extendía y que ellos habían desencadenado.
¡Tal vez la cubierta que rodeaba el satélite era una especie de trampa! Al pensar esto, recordé otra vez las máquinas-soplete y la eficacia mortal del globo que había visto, y mis esperanzas se desvanecieron.
Quizás algún día averiguasen cómo contener la extensión del peligro. Pero, por otra parte, las máquinas podían extenderse a otros sistemas solares, a otras galaxias, y algún día, dentro de un billón de años, llegar a ocupar todas las esferas de aquel universo...
Eso pensaba mientras yacía sobre el césped y observaba la llanura, el repiqueteo incesante y el continuo ir y venir de las luces en la oscuridad. Ya era muy pequeño; pronto, muy pronto, abandonaría aquel mundo.
Lo último que vi fue un grupo de globos espaciales, apenas perceptibles en la oscuridad. Entre ellos, uno más alto y voluminoso que los demás, no era difícil suponer cuál de las máquinas ocupaba ese globo.
Lamenté no haber hecho un intento más decidido por destruir aquel mecanismo malicioso. El Cerebro.
Así me alejé del mundo de máquinas, el mundo que era un electrón de un grano de arena, que era parte de un mundo prehistórico, que no era sino un electrón del portaobjetos de un microscopio, que existía en un mundo correspondiente, a un electrón de un lingote de Rehillio-X en la mesa del laboratorio del profesor.
Es inútil continuar. No tengo ni tiempo ni ganas de seguir relatando las aventuras que he vivido, los universos que he atravesado, las cosas que he visto, experimentado y aprendido en todos los mundos desde que dejé el planeta de las máquinas.
Ciclos cada vez más pequeños..., universos infinitos..., interminables..., cada uno de los cuales presenta algo nuevo..., una extraña variación de vida o inteligencia... ¿Vida? ¿Inteligencia? Términos que antaño asociaba con seres animados, seres protoplasmáticos e inteligibles. No creo que puedan abarcar a todas las divergencias de forma, figura y construcción que he encontrado...
Mundos jóvenes..., cálidos..., volcánicos y humeantes..., la célula única emergiendo del cieno oceánico para propagarse por los continentes primitivos..., otros mundos, innumerables..., vida diferente en inacabables avatares..., glóbulos amorfos..., anfibios..., crustáceos..., reptiles..., vegetales..., insectos..., pájaros..., mamíferos..., todas las variaciones posibles, todas las combinaciones... monstruos biológicos indescriptibles...
Formas que desafían todo intento de clasificación..., más allá de la razón o la comprensión de mi mente diminuta..., esencias de llama pura..., seres gaseosos, incandescentes e inmóviles..., formas vegetales invadiendo un globo completo..., seres cristalinos conscientes y pensantes..., grandes columnas resplandecientes, líquidas en apariencia, desafiando la gravedad mediante un extraño poder de cohesión..., un mundo de vibraciones sonoras, palpitante, en expansión, retumbando en ecos continuos que estuvieron a punto de enloquecerme..., cerebros privados de organismo material..., seres intradimensionales amorfos o de todas las formas posibles..., entidades que escapaban a todos mis sentidos excepto el sexto, la intuición...
Soles agonizantes..., planetas fríos, oscuros y sin atmósfera..., últimos vestigios de razas antaño prósperas luchando por un plazo más de subsistencia..., grandes cavidades..., lechos de mares volatilizados..., pequeños animales peludos escabullándose para ocultarse cuando me acercaba..., desolación..., ruinas deshaciéndose bajo las arenas de desiertos yermos, mudos testigos de civilizaciones desaparecidas...
Otros mundos... florecientes de vida... pletóricos de luz y calor..., ciudades deslumbrantes..., grandes poblaciones..., unas naves surcando los océanos y otras el aire..., observatorios gigantescos..., tremendos progresos científicos.
Exploraciones espaciales..., luchas entre mundos por la supremacía..., rayos abrasadores..., choques de planetas..., destrucción de sistemas solares..., aniquilación cósmica...
Luz espacial..., un universo envuelto en algo tenue y membranoso cuando pasé... a mi alrededor veía, no la oscuridad de costumbre, sino luz... llena de minúsculos puntitos que eran globos de oscuridad..., soles apagados y planetas sin vida..., sin ningún planeta vivo, sin ningún sol resplandeciente... Sólo remotos puntos negros en un vacío estéril...
No sé cuántos ciclos atómicos infinitamente más pequeños habré atravesado. Al principio quise llevar la cuenta, pero entre el vigésimo y el trigésimo renuncié a ello; esto sucedió hace mucho.
Siempre pensaba: «Esto no puede durar siempre. Sin duda, la próxima vez llegaré al fin.»
Pero no he llegado todavía.
¡Señor! ¿Cómo puede existir un fin? Mundos compuestos de átomos... siempre análogos... El fin tendría que ser un sólido indivisible, y eso es absurdo; toda materia es divisible en partículas inferiores...
¿Qué me impide enloquecer? ¡Quiero enloquecer!
Estoy cansado..., un cansancio extraño que no es mental ni físico. La muerte sería una grata liberación de ese sino eterno que es el mío.
Pero incluso la muerte se me niega. La he buscado..., he rogado que viniera... Pero no es posible.
En los innumerables mundos con los que he entrado en contacto hay dos tipos de habitantes: aquellos cuya inteligencia era tan baja que huían y se escondían de mí, presas del horror supersticioso, o aquellos de un nivel intelectual tan alto que comprendían quién era yo y me acogían con satisfacción. Estos últimos sólo están en muy pocos mundos, y allí es donde moro brevemente.
Estos seres —o formas, monstruos o esencias— siempre eran mental y científicamente muy superiores a mí. Casi siempre me observaban durante años como una sombra oscura que se cernía más allá de las estrellas más lejanas, eclipsando algunos campos estelares y nebulosas..., y siempre que llegaba a sus mundos me daban la bienvenida con entusiasmo científico.
Invariablemente les desconcertaba mi encogimiento constante, y cuando se enteraban de mi origen y de cómo había llegado allí, se mostraban sorprendidos y excitados.
En la mayoría de los casos se alegraban al saber de cierto que existían grandes universos ultramacrocósmicos, Al parecer todos habían postulado durante mucho tiempo tal teoría.
A menudo, aquellos seres o entidades —o lo que fueran— se sorprendían de que el profesor, uno de mis compañeros humanos, hubiera inventado un principio activo tan maravilloso como «Encogix».
«Casi increíble», era la opinión general; «si hemos de juzgar a los miembros de esa raza por el individuo que vemos —se referían a mí—, el profesor debe estar adelantado varios siglos sobre el resto de su planeta».
Aunque en casi todos los planetas me consideraban mentalmente inferior, no desdeñaban conversar conmigo y yo con ellos mediante muy variados métodos, que en su mayoría eran variantes de la telepatía. Querían saber hasta los menores detalles y escuchaban con sumo interés todas mis explicaciones acerca de los demás universos. Respondían a todas mis preguntas y también me explicaban cosas sobre su universo, su mundo, su civilización y sus logros científicos, la mayoría de los cuales eran incomprensibles para mí, dado lo extraño de su naturaleza.
De todos los seres intrauniversales con los que conversé, los más raros fueron aquellas esencias que moraban en el espacio exterior lo mismo que en los planetas; no podía verlos sino como manchas vagas de vacío, faltas de luz, color y corporeidad, dejándome convencido de que eran Inteligencias Puras, muy superiores a cualquier plano material. No obstante, mostraron un interés hacia mí, acompañándome por varios planetas, revelándome muchas cosas y tratándome con suma amabilidad, Durante mi permanencia con ellas aprendí por la experiencia la absoluta subordinación de la materia a los poderes de la mente. En un mundo gigantesco y montañoso, monté sobre un delgado rayo de luz que abarcaba dos cumbres y deseé con toda mi voluntad no caer. Y no caí.
He aprendido mucho. Mi mente es mucho más lúcida, más penetrante, más comprensiva que antes. Y me esperan en los universos venideros enormes campos de asombro y conocimiento.
A pesar de ello, preferiría que todo terminase. El extraño cansancio que experimento... no logro comprenderlo. Quizás alguna radiación invisible del espacio vacío sea la causa de este cansancio.
O quizá se deba a que me siento muy solo. ¡Cuán lejos me hallo de mi propia esfera! Millones de millones..., trillones de trillones... de años-luz... ¡Años-luz! La luz no puede medir esa distancia, que no es distancia en realidad: estoy en un bloque de metal sobre la mesa del laboratorio del profesor...
¡Qué lejos he ido en el espacio y el tiempo, sin embargo! Han pasado años, muchos más de los que cubre un plazo normal de vida. Soy eterno.
Sí, la vida eterna... que los hombres han soñado... por la cual han rogado... y buscado... yo la poseo... ¡y sueño, ruego y busco la muerte!
La muerte. Todos los seres extraños que he conocido y con quienes he conversado me la han negado. A muchos he implorado que me liberaran sin dolor y para siempre, pero sin éxito. Muchos poseían medios científicos para detener mi encogimiento constante, pero no estaban dispuestos a hacerlo. Nadie quiso intervenir. ¿Por qué? Siempre les hice esa pregunta, pero no me contestaron.
Pero no necesito respuesta. Creo comprender. Estos seres dotados de sabiduría comprendieron que un ente como yo nunca debió ser... que soy una blasfemia contra natura... comprendieron que la vida eterna es algo terrible..., algo indeseable..., y como castigo por ahondar en secretos que nunca debían ser revelados, nadie me liberará de mi destino...
Quizá tengan razón pero... ¡es cruel! ¡Cruel! La culpa no es mía y estoy aquí contra mi voluntad.
Y por eso continúo siempre hacia abajo, solitario, añorando a otros de mi especie. Siempre esperanzado... y siempre decepcionado.
Así me alejé de un mundo de seres gaseosos altamente inteligentes; un mundo hecho de una materia muy enrarecida que lindaba con la nebulosidad, Cada vez más pequeño, fui alzado por un torbellino de la atmósfera y entré en un nuevo universo.
No sé por qué me sentí atraído por aquella minúscula y lejana mancha amarilla. Estaba cerca del centro de la nebulosa donde había entrado, No faltaban soles mucho más brillantes, más atractivos, más cercanos. Aquel sol amarillo y minúsculo era insignificante, comparado con otros soles y cúmulos estelares que lo rodeaban, parecía insignificante y se perdía entre ellos. No puedo explicar por qué, estando tan lejos, me sentí empujado hacia él.
Pero la mera distancia, incluso a escala interestelar, ya no significaba nada para mí. Había aprendido de la Inteligencia Pura el secreto de la propulsión mediante la energía mental, y de este modo avanzaba por el espacio a cualquier velocidad que no excediera a la de la luz; dado que mi mente era incapaz de imaginar una velocidad más rápida que la de la luz yo, naturalmente, no podía superarla con mi cuerpo material.
En pocos minutos me acerqué al astro amarillo y vi que tenía doce planetas. Como aún era demasiado grande como para aterrizar en cualquier esfera, paseé por entre los otros soles, observando el curioso aspecto de aquel universo, pero sin perder de vista el pequeño sol amarillo que tanto me había intrigado. Y por último, mucho más pequeño, regresé hacia él.
De los doce planetas, uno me atrajo especialmente. Era pequeño y azul. No tenía demasiado importancia dónde aterrizara de modo que, ¿por qué escogí aquel entre los demás? Quizá sólo fuera un capricho, pero creo que la verdadera razón fue su resplandor azul claro; era como si me llamara, invitándome a acercarme. Era un fenómeno inexplicable; nunca me había pasado. Así que me acerqué a la órbita del planeta azul y bajé.
Como de costumbre, me quedé quieto unos momentos hasta ver dónde estaba. Entonces observé que había aterrizado en un gran lago o conjunto de lagos. A poca distancia, a mi izquierda, vi una ciudad de varios kilómetros de anchura, gran parte de la cual estaba anegada por la inundación que yo había provocado.
Con sumo cuidado, para no levantar más olas gigantescas, salí a tierra firme y el nivel del agua bajó un poco.
Poco después vi un grupo de cinco máquinas volando hacia mí; todas tenían dos alas perpendiculares a la estructura. Miré a mi alrededor y vi otras máquinas semejantes acercándose desde otras direcciones, siempre en grupos de cinco, formadas en V. Cuando estuvieron cerca empezaron a lanzarse y a precipitarse de un modo muy raro. Hacían un ruido agudo, y sentí en mi piel unos impactos como de minúsculos perdigones. Pensé que aquellos seres eran muy belicosos, o quizá muy excitables.
El bombardeo continuó durante cierto tiempo y comenzó a parecerme bastante molesto. Aquellos minúsculos perdigones no podían hacerme ningún daño, ni siquiera lograban atravesar mi piel, pero el impacto me daba picazón. No me explicaba aquel ataque, a menos que estuvieran enojados por la inundación que había causado al aterrizar. En tal caso eran muy poco razonables, pensé; cualquier daño producido era totalmente involuntario, y ellos debían comprenderlo.
Iba a saber pronto que aquellas criaturas eran muy absurdas en muchas de sus actitudes y acciones; resultaron sorprendentes en más de un sentido.
Agité los brazos y entonces abandonaron su inútil bombardeo, aunque siguieron volando a mi alrededor.
Quise ver qué clase de seres manejaban tales máquinas. Aterrizaban y despegaban sin cesar de un ancho llano que tenían allí abajo.
Durante varias horas zumbaron a mi alrededor, mientras yo me hacía cada vez más pequeño, A mis pies vi largas cintas blancas que supuse eran caminos. Por ellos corrían diminutos vehículos; poco después éstos llegaron a ser tan numerosos que todos quedaron atascados. Una gran multitud se aglomeraba en los campos y no dejaba de aumentar.
Por fin mi tamaño me permitió distinguir mejor y observar detenidamente a los seres que habitaban aquel mundo. Entonces mi corazón dio un salto, pues se parecían un poco a mí en su estructura. Tenían cuatro miembros y se mantenían en posición erguida, aunque su método de locomoción consistía en saltitos espasmódicos, muy distintos del suave deslizamiento de los de mi especie. Sus rasgos también eran algo diferentes (me parecieron grotescos), pero la única diferencia fundamental entre ellos y yo era que sus cuerpos parecían más espigados, de sección aproximadamente ovalada y muy delgados, yo diría frágiles.
Entre los miles reunidos allí, había quizás una veintena que parecían ostentar autoridad. Viajaban a lomos de animales de cuatro patas y aspecto ridículo, y parecían tener dificultades en dominar a la excitada multitud. Yo, por supuesto, era el motivo de su excitación; mi presencia parecía haber provocado allí más consternación que en otros mundos.
Luego se abrió un corredor entre la multitud, y uno de los pesados vehículos de cuatro ruedas se acercó por el camino hasta donde yo estaba. Supuse que pretendían hacerme entrar en aquel recipiente parecido a una caja, con que lo hice y fui transportado con mucho baqueteo y sacudidas hacia la ciudad que había visto. Pude oponerme a aquel trato desconsiderado, pero comprendí que aún era muy grande y que probablemente no tenían otro modo de transportarme.
Estaba muy oscuro y en la ciudad resplandecían miles de luces. Me condujeron a un edificio y, en seguida, muchos individuos importantes se acercaron a observarme.
Ya he dicho que mi mente era mucho más aguda que antes, de modo que no me sorprendió notar que podía leer sin mucha dificultad los pensamientos de aquellos seres. Supe que eran científicos venidos de otras ciudades cercanas —la mayoría en máquinas aladas, a las que llamaban «aeroplanos»— cuando se enteraron de mi llegada. Hacía muchos meses que estaban seguros de que yo aterrizaría. Me habían observado a través de sus telescopios y discutieron acerca de mí durante la espera, Comprendí que estaban muy desconcertados, y que sabían de mí tan poco como al principio.
Aunque aún era muy grande, estaba empequeñeciendo, y esto era lo que más los desconcertaba, lo mismo que había ocurrido en los demás mundos. La segunda cuestión que les preocupaba era de dónde provenía.
Las hipótesis variaban. Estaban seguros de que venía de muy lejos. ¿Urano? ¿Neptuno? ¿Plutón? Supe que éstos eran los nombres de los planetas externos de su sistema. No, dedujeron; yo debía venir de mucho más lejos. ¡Quizá de una galaxia remota de su universo! Sus mentes vacilaban ante esta idea. Pero ¡qué lejos se hallaban de la verdad!
Me hablaron en su idioma y parecieron comprender que era inútil. Aunque yo comprendía cuanto decían y todo lo que pasaba por sus mentes, ellos no podían saberlo, pues no sabía cómo responderles. En vista de que sus mentes parecían totalmente cerradas a todos mis intentos de comunicación mental, renuncié a ello.
Luego conversaron entre ellos y leí impotencia en sus mentes. También comprendí, mientras discutían, que me consideraban un ser aborrecible, un monstruo. Y, cuando indagué en sus cerebros, descubrí otras muchas cosas.
Averigüé que el instinto más fuerte de aquella raza le inducía a considerar todos los hechos y fenómenos no naturales con suspicacia, incredulidad y prejuicios.
Descubrí que estaban muy orgullosos de sus éxitos en cuanto a los avances científicos e inventos. Sus astrónomos no habían profundizado mucho en el espacio exterior, pero a ellos les parecía que abarcaban una gran distancia; como no habían encontrado indicios de vida inteligente en ninguna de las esferas inmediatas, se precipitaban a deducir que su especie de vida era la dominante de aquel sistema solar y, quizás —era un quizá dudoso—, en todo el universo.
El concepto que tenían de un universo era enano. Cierto que habían llegado a la teoría de un universo en expansión y, al menos en esto, no se equivocaban, como supe al recordar el mundo anterior que había abandonado: la bocanada giratoria de atmósfera gaseosa en dilatación, de la cual aquella minúscula esfera azul era una partícula. Sí, en efecto, su teoría de un «universo en expansión», era correcta. Pero muy pocos de sus pensadores iban más allá del universo inmediato, lo bastante lejos para vislumbrar, siquiera remotamente, la vasta verdad.
Sí, tenían extensas ciudades. Había visto muchas desde mi altura, mientras me cernía sobre su mundo. Entonces pensé que se trataba de una gran civilización. Pero ahora sé que las grandes ciudades no son sinónimo de grandes civilizaciones. Me decepcionó lo que hallé, y ni siquiera puedo explicar esa decepción, pues aquella esfera azul no significa nada para mí y pronto habré desaparecido en mi viaje eterno hacia abajo...
Leí muchas cosas en las mentes de sus científicos: preguntas claras y concisas, preguntas confusas y remotas, pero ellos jamás podrán saberlo.
Leí una idea en la mente de uno de los seres, que se alejó y regresó poco después con un aparato compuesto por cables, unos auriculares y un disco plano giratorio. Habló a través de un instrumento, una especie de amplificador. Poco después llevó un instrumento puntiagudo sobre el disco giratorio y oí reproducidos sonidos idénticos a los que había emitido. Un método muy burdo, pero eficaz a su modo. Deseaban registrar mi discurso, para tener al menos algo que estudiar cuando yo me hubiera ido.
Traté de pronunciar algunas palabras de mi antiguo idioma a través del instrumento. Creía que nada podía ya sorprenderme, pero entonces vi que estaba en un error. No ocurrió nada, sino que no podía hablar. Ni en el viejo y cotidiano idioma que conocía desde siempre, ni en otro. Me había comunicado por transferencia mental en tantos mundos, que había perdido mi poder de articulación.
Quedaron decepcionados. No lo lamenté, pues ellos jamás habrían podido descifrar un idioma tan absolutamente extraño como el mío.
Entonces recurrieron a las matemáticas, que rigen lo mismo para éste como para los demás universos. El molde matemático en que fue vertido el Todo eterno al comienzo, y al que ha seguido ajustándose desde entonces. Sacaron un gran diagrama que mostraba aquella y otras galaxias, Luego trazaron un círculo —algo comprensible en cualquier universo— sobre un panel negro adosado a la pared, y a su alrededor diez círculos más pequeños. Evidentemente, era su sistema solar, aunque no pude comprender por qué dibujaron sólo diez círculos si, desde el espacio exterior, yo había visto doce planetas. Luego dibujaron un punto minúsculo en el gráfico, que equivalía a la posición de aquel sistema en su galaxia. Luego me dieron el gráfico.
Era inútil. Totalmente imposible. ¿Cómo podría señalar mi universo, para no hablar de mi galaxia y mi sistema solar, mediante métodos tan insignificantes? ¿Cómo decirles que mi universo y mi planeta eran tan infinitamente grandes, que los suyos resultaban prácticamente inexistentes ¿Cómo explicarles que su universo no estaba fuera del mío sino en mi planeta? Era parte de un bloque de metal en una mesa de laboratorio, en un grano de arena, en los átomos del cristal del portaobjetos de un microscopio, en una gota de agua, en una brizna de césped, en un poquito de fuego apagado, en un millar de variaciones de elementos y sustancias que yo había atravesado y, por último, en una bocanada de gas que era la causa de su «universo en expansión». ¡Aunque hubiera podido conversar con ellos en su propio idioma, no habría logrado hacerles comprender la enormidad del esquema de los mundos, cuando ellos eran sólo un electrón de un átomo en uno de los trillones de trillones de moléculas de un mundo infinitamente mayor! Esta noción habría hecho estallar sus mentes.
Resultaba evidente que jamás lograrían entrar en comunicación conmigo, ni yo con ellos; empecé a perder la paciencia. Deseaba salir de aquel edificio sofocante, hallarme bajo el cielo nocturno, libre y sin estorbos, en el vasto espacio que era mi morada.
Al ver que no hacía intención de señalar en el gráfico de qué parte de su insignificante universo provenía, los científicos volvieron a discutir entre sí, y me sorprendió el rumbo de sus pensamientos.
¡Habían llegado a la conclusión de que yo era un monstruo del espacio exterior, que de algún modo había llegado allí, y que mi lugar en la escala de la evolución era demasiado inferior al suyo para intercambiar ideas conmigo mediante el lenguaje oral (pensaron que yo no lo poseía) o por señales (que aparentemente yo no podía comprender, por salvaje)! ¡Llegaron unánimemente a esta conclusión! ¡Y sólo porque yo no había pronunciado sonido alguno que ellos pudieran registrar, y porque el diagrama de su universo era para mí totalmente insignificante! ¡En ningún momento se les ocurrió pensar que podía ser cierto lo contrario, que yo podría conversar con ellos si sus mentes no fueran demasiado débiles para captar mis pensamientos!
Reaccioné con disgusto ante aquellas conclusiones apresuradas de sus mentes primitivas, disgusto que dejó paso a una antigua emoción: la ira.
Y cuando aquel estallido impulsivo y creciente de ira inundó mi mente, ocurrió algo extraño: todos los científicos que estaban ante mí cayeron al suelo en estado de inconsciencia.
En efecto, mi mente era mucho más penetrante que antes. Sin duda, mi acceso de ira había originado ondas inmateriales golpeando los centros de sus conciencias con fuerza suficiente para dejarlos insensibles.
Me alegré de haber terminado con ellos. Abandoné el edificio, salí a la noche espléndida, bajo las estrellas, y eché a andar por la calle con intención de alejarme de la ciudad. Quería abandonarla, abandonar aquel mundo y el pueblo que lo habitaba.
Mientras avanzaba por las calles, todos los que me vieron me reconocían de inmediato y casi todos huyeron irracionalmente para ponerse a salvo. Un grupo montado en uno de los vehículos trató de cortarme el paso, pero ejercí contra ellos el poder de mi ira; cayeron sin sentido y el vehículo se estrelló contra un edificio, quedando destruido.
Pocos minutos después dejé atrás la ciudad y enfilé una de las carreteras, sin rumbo determinado; pero nada me importaba, salvo estar libre y solo, como debía ser. Sólo me quedaban unas pocas horas en este mundo.
Y luego el sentimiento volvió a apoderarse de mí; aquel extraño sentimiento que ya había experimentado dos veces: cuando escogí el minúsculo sol anaranjado entre millones, y cuando me dirigí a aquel pequeño planeta azul. Ahora lo experimentaba por tercera vez, más intenso que nunca, y supe que tenía algún propósito muy definido. Era como si algo, algún poder desconocido, me atrajera irresistiblemente hacia él; no podía rechazarlo, ni deseaba hacerlo. Esta vez lo noté muy fuerte y muy próximo.
Entre la oscuridad del camino, vi una luz a cierta distancia y a la izquierda, y supe que debía dirigirme hacia ella.
Al acercarme vi que procedía de una casa medio oculta en el fondo de una arboleda y me acerqué sin dudar. La noche era cálida, y un par de ventanas dobles dejaban ver una sala bien iluminada, donde estaba un hombre.
Entré y permanecí inmóvil, ignorando por qué me había sentido atraído hasta allí.
El hombre me daba la espalda. Estaba sentado ante un instrumento cuadrado y con botones, y parecía escuchar con atención alguna noticia que salía de él. Los sonidos de la caja eran ininteligibles para mí, por lo que concentré mi atención en leer la mente del hombre mientras escuchaba, y no me sorprendió averiguar que las noticias se referían a mí:
—...se han exagerado algo las bajas, aunque los daños materiales ascienden a millones de dólares —decían las noticias emitidas por la caja—. Cleveland sufrió el golpe más duro, aunque no inesperado, ya que las calculadoras astronómicas habían calculado con bastante exactitud el radio de peligro. El ser extraterrestre se posó en el lago Erie, a pocos kilómetros de la ciudad. Las aguas se desbordaron e inundaron cerca de una tercera parte de la zona urbana antes de retroceder; por fortuna, la mayoría de la población obedeció a las advertencias evacuando la región... todas las ciudades lacustres de la vecindad han comunicado grandes daños materiales, por el este hasta Erie y por el oeste hasta Toledo, habiéndose producido grandes inundaciones... Todos los aparatos de las Fuerzas Aéreas que estaban disponibles acudieron por si el extraterrestre daba muestras de hostilidad... Los científicos que hace meses predijeron el aterrizaje del ser contrataron inmediatamente aviones para trasladarse a Cleveland... A pesar de los cordones policiales y de milicianos, la muchedumbre se abrió paso penetrando en la zona. Una hora después del aterrizaje, todas las carreteras estaban atascadas... Durante varias horas, los científicos rodearon y examinaron a la criatura desde aviones, mientras proseguía su increíble encogimiento... Según las indicaciones que poseemos, a excepción de su gran torso acampanado, la anatomía de la criatura es sorprendentemente perfecta... Una declaración oficiosa del doctor Hilton U. Cogsworthy, de la Sociedad de Biología Alleghany, afirma que semejante ser no es tal. Que no puede existir. Que todo el asunto es el resultado de algún tipo de hipnosis colectiva a escala gigantesca. Naturalmente, no podemos aceptar esa explicación... Muchas personas desearán creer en la teoría de la «hipnosis colectiva», y es posible que lo hagan; pero quienes hayan visto y fotografiado desde todos los ángulos al extraterrestre saben que existe y que su encogimiento constante continúa... El profesor James L. Harvey, de la Universidad de Miami, ha sufrido un acceso de enajenación mental transitoria y está recibiendo tratamiento médico. En cambio, los curiosos habituales que fueron testigos del aterrizaje parecen más resistentes... Las últimas noticias aseguran que el extraterrestre, que todavía es muy grande, ha sido trasladado con una fuerte guardia al Instituto de Investigaciones Científicas de Cleveland, donde se han reunido los sabios más famosos al este del Mississippi... Esperamos nuevas informaciones...
La voz de la caja calló y, mientras yo seguía leyendo la mente del hombre que me daba la espalda, noté que meditaba profundamente sobre lo que acababa de oír. Y en la mente de aquella persona había algo enigmático para mí. Su inteligencia era superior a la de sus semejantes, y poseía ciertos conocimientos científicos básicos, aunque comprendí que no era un sabio, sino un escritor profesional, alguien que consignaba «acontecimientos» ficticios por escrito para que otros pudieran comprenderlos y disfrutarlos.
Cuando tanteé en su mente quedé sorprendido por la poderosa imaginación que poseía, cualidad de la que carecían por completo aquellos otros, los científicos, Y supe que por fin había hallado a alguien con cuya mente podía establecer comunicación... alguien distinto de los demás... capaz de calar más hondo... que ya estaba muy cerca de la verdad. Alguien que pensaba: «... esta rara criatura que ha aterrizado aquí... extraña a todo lo que hemos conocido... ¿no podría ser extraña incluso a nuestro universo? Ese raro encogimiento... a partir de tal fenómeno podríamos llegar a la conclusión de que ha recorrido una distancia inconcebible... Su encogimiento pudo comenzar hace cientos, miles de años... y si lográramos comunicarnos con ella antes de que abandone para siempre la Tierra... ¡cuántas cosas insólitas podría decirnos!»
La voz volvió a salir de la caja, interrumpiendo estas meditaciones:
—¡Atención! ¡Últimas noticias! El extraño ser espacial trasladado al Instituto de Investigaciones Científicas para ser sometido a observación, ha escapado después de emitir una especie de fuerza mental invisible que dejó inconsciente a cuantos se hallaban dentro de su alcance. El extraterrestre fue visto por algunas personas después de abandonar el edificio. Un coche patrulla de la policía se estrelló a consecuencia de la «fuerza mental» de dicho ser, y tres policías sufren lesiones, aunque no de gravedad. Se le ha visto abandonando la ciudad hacia el oeste; se ordena a todos los habitantes de la región que estén atentos y denuncien inmediatamente su eventual aparición.
La caja calló de nuevo y volví a sondear la mente del hombre, con más profundidad, deseando establecer un contacto que permitiera la comunicación mental.
Por último debí despertar algún instinto mental oculto, pues se volvió sobresaltado, derribando la silla. En su rostro se leía sorpresa y en sus ojos algo que me pareció temor.
—No se asuste —transmití—. Siéntese.
Noté que su mente no había captado mi pensamiento. Pero por mi actitud debió comprender que no le haría daño, ya que volvió a sentarse. Entré en la sala y me detuve frente a él. El miedo había desaparecido de sus ojos y me miraba con atención, apretando con las manos los brazos del sillón.
—Sé que le gustaría saber algo más de mí —transmití por telepatía—, cosas que otros, sus científicos, han intentado averiguar.
Leí su mente y comprendí que no había recibido mi mensaje, por lo que tanteé más a fondo y volví a emitir la misma idea. Esta vez me entendió y en sus ojos apareció una expresión de inteligencia.
Dijo en voz alta:
—Sí.
—Sus científicos —proseguí— jamás habrían creído ni comprendido mi historia, aunque sus mentes pudieran recibir mis pensamientos, pero esto es imposible.
También recibió y comprendió este pensamiento, pero noté que en su mente había una gran tensión y no podría soportarla mucho rato.
—Su mente es la única con la cual puedo intercambiar pensamientos, pero flaquea bajo esta tensión desacostumbrada —continué—. Me gustaría dejarle mi historia, pero así es imposible. Puedo someter su mente a una influencia hipnótica e imprimir mis pensamientos sobre su subconsciente; creo que podrá registrarlos. Pero debe darse prisa; sólo me quedan pocas horas de estancia, y su plazo de vida no le alcanzaría para registrar todo lo que puedo contar.
Leí una duda en su mente. Pero sólo vaciló un instante. Luego se levantó y anduvo hasta una mesa donde había un rimero de hojas blancas y lisas, así como un instrumento afilado y con punta —una pluma—, con lo que por lo visto se disponía a reflejar mis pensamientos en las palabras de su idioma.
—Estoy listo —fue el pensamiento de su mente.
* * *
Así he narrado mi historia. ¿Por qué? No lo sé, sino que deseaba hacerlo. De todos los universos por donde he pasado, sólo en esta esfera azul hallé criaturas que se parecieran remotamente a mí. Y me defraudaron; ahora sé que nunca encontraré otros de mi especie. Nunca, a menos que...
Tengo una teoría. ¿Dónde está el comienzo o el fin del Todo eterno que he recorrido? ¿Y si no existieran? Supongamos que, después de recorrer otros ciclos atómicos, entrase en un universo que me pareciera relativamente conocido, que hallase cierta galaxia conocida y me acercara a cierto sol, cierto planeta... para descubrir que me hallaba de nuevo donde comencé hace tanto tiempo: ¡en mi planeta, donde encontraría al profesor en el laboratorio, recibiendo aún mis impresiones auditivas y visuales! Una teoría delirante, absurda. Jamás ocurrirá.
O supongamos que después de dejar esta esfera —después de descender a otro universo atómico— decidiera no posarme en ningún planeta. ¿Y si permaneciera en el espacio vacío, mientras mi tamaño sigue disminuyendo sin cesar? Supongo que sería un modo de terminar con todo. ¿O no? ¿Acaso mi cuerpo no es materia, y acaso la materia no es infinita, ilimitada y eterna? Entonces ¿cómo alcanzaría una «nada»? Es inútil. Soy eterno. Mi mente también debe ser eterna pues, de lo contrario, habría claudicado hace mucho tiempo ante estas nociones.
Soy tan pequeño que mi mente pierde contacto con la mente del que está sentado ante mí, escribiendo estas ideas en las palabras de su idioma, aunque su mente se halla bajo los efectos hipnóticos de la mía y ni siquiera sabe lo que escribe. He subido a la mesa y me he colocado junto al montón de páginas que ha escrito, a fin de acercar mi mente a la suya. ¿Por qué deseaba yo prolongar el contacto mental durante otro instante? Mi historia ha terminado, no hay nada más que decir.
Nunca encontraré a otros de mi especie... estoy solo... creo que muy pronto, de algún modo, intentaré poner fin a esto...
Ahora soy muy pequeño... La hipnosis ha comenzado a perder su poder... ya no puedo dominarlo... el contacto mental se va rompiendo...
Servicio Nacional de Prensa por Radio, 29 septiembre de 1937 (del «Daily Clarion» de Cleveland): Hoy se cumple exactamente un año del día que nunca será olvidado en la historia de este planeta. Ese día llegó un extraño visitante... y partió.
El 29 de septiembre de 1936, a las 3.31 de la tarde, el ser del espacio exterior llamado en adelante «El Forastero» aterrizó en el lago Erie, cerca de Cleveland, provocando menos destrucción y terror que desconcierto y asombro, ya que los científicos han fracasado en sus intentos por explicar su procedencia y desvelar el secreto de su extraño encogimiento.
Ahora, en el aniversario de ese día memorable, presentamos al público un documento muy extraño e interesante, que pretende ser un relato verdadero y una historia de ese fenómeno extraño, El Forastero. Hace pocas fechas, Stanton Cobb Lentz, famoso autor de La respuesta a las épocas y otros libros serios, además de muchos cuentos y obras de ese tipo de literatura ampliamente popular llamada ciencia-ficción, nos presentó dicho documento.
Ya han leído el mencionado documento. Aunque somos muy escépticos en cuanto a su autenticidad, publicamos la obra del señor Lentz y dejamos que usted, lector, juzgue si la historia le fue narrada del modo expuesto por El Forastero, o si se trata sólo de un producto de la fértil imaginación del señor Lentz.
«La tarde del 29 de septiembre del año pasado —declara el señor Lentz— salí de la ciudad como muchas otras personas, advertido de una probable ola gigantesca que podía alzarse si El Forastero aterrizaba en el lago. Miles de personas estaban reunidas a siete u ocho kilómetros al sur, y desde allí observamos la enorme forma en lo alto, tan gigantesca que eclipsó la luz del sol y produjo en esa parte del país un eclipse parcial. Pareció acercarse lentamente hasta que, aproximadamente a las 3.30, comenzó su descenso. El choque al sumergirse en las aguas del lago se oyó en varios kilómetros a la redonda, pero hasta después no supimos la magnitud de la inundación. Después del aterrizaje se produjo una gran confusión y excitación cuando llegaron los aviones de combate y comenzaron a bombardear estúpidamente al extraterrestre, Toda la región estaba tan agitada, que me costó varias horas difíciles regresar a mi casa. Allí escuché los partes de lo acontecido durante las últimas horas.
»No tengo inconveniente en admitir que me asusté cuando tuve la extraña sensación de que alguien se hallaba a mi espalda, y al volverme vi a El Forastero en mi sala. Por supuesto que me asusté. Había visto a El Forastero cuando medía entre ciento cincuenta y ciento ochenta metros de estatura, aunque desde lejos. Pero ahora medía cerca de tres metros y estaba delante de mí. Pero mi temor sólo fue momentáneo, pues algo pareció embargar mi mente y serenarla.
»Luego, aunque no oí sonido alguno, tuve conciencia de este pensamiento: “Sé que le gustaría saber algo más de mí, cosas que otros, sus científicos, han intentado averiguar”.
»¡Eso era telepatía! A menudo había empleado este recurso en mis relatos, pero jamás pensé conocer este medio de comunicación en la realidad. Pero así era.
»“Sus científicos jamás habrían creído ni comprendido mi historia, aunque sus mentes pudieran recibir mis pensamientos, pero esto es imposible”, fue el pensamiento siguiente, Entonces empecé a sentir una gran tensión en mi mente y supe que no podría soportarla mucho más.
»En seguida me comunicó que relataría su historia a través de mi subconsciente, y que suponía ser éste un medio para registrarla en mi propio idioma. Dudé un instante y comprendí que el tiempo volaba y jamás tendría una oportunidad semejante. Me acerqué a mi escritorio, donde aquella mañana había estado trabajando en un manuscrito. Había papel y tinta en cantidad suficiente.
»Lo último que recuerdo es que alguna fuerza parecía apoderarse de mi mente; luego sufrí un mareo terrible y el cielo pareció caer sobre mí.
»No parecía haber transcurrido tiempo alguno cuando mi mente recuperó sus facultades normales; pero ante mí, sobre el escritorio, quedaba un rimero de papel para manuscritos escrito de mi puño y letra. Y esto es algo que a muchas personas les parecerá increíble: sobre esos papeles escritos se hallaba El Forastero, cuya altura apenas alcanzaba los cinco centímetros, y que evidentemente seguía disminuyendo. Fascinado por completo, observé la transformación que se desarrollaba ante mis ojos, hasta que El Forastero fue totalmente invisible. Había bajado desde la hoja de papel más alta dé mi escritorio...
»Ahora comprendo que el documento precedente y mi explicación serán acogidas de muy diversas maneras. He esperado un año entero antes de publicarlo. Si lo prefieren, acéptenlo como una obra de ficción. Quizás algunos comprendan su verdad o al menos su verosimilitud, aunque la gran mayoría decidirá sin duda que todo es una maquinación de mi fantasía; se dirá que, aprovechando el aterrizaje de El Forastero escribí el relato adaptado a la ocasión, tomando a El Forastero como tema principal. Esto pensarán muchos, teniendo en cuenta que la mayoría de mis relatos de ciencia-ficción satirizan a la humanidad y su ciencia, su civilización y sus logros tan cacareados, siempre con ironía, como corresponde. ¡Entonces habría aparecido El Forastero, para echarnos una ojeada y llegar a la conclusión de que se siente muy decepcionado, por no decir que le repugnamos!
»No obstante, deseo aducir algunos hechos que contribuyen a demostrar la autenticidad del manuscrito.
»Primero: durante cierto tiempo después de despertar de la hipnosis, padecí un extraño vértigo, aunque mi mente se hallaba muy clara. Después de que El Forastero desapareciera llamé a mi médico, el doctor C. M. Rollins. Después de hacerme un reconocimiento y algunas pruebas mentales, se mostró muy desconcertado. No lograba diagnosticar mi caso; mi mareo era secuela de un tipo de hipnosis desconocido para él. No le expliqué nada, limitándome a contarle que durante los últimos días no me había sentido bien.
»Segundo: tenía los músculos de la mano derecha tan agarrotados por escribir largas horas sin descanso, que no podía abrir los dedos. Le dije que había trabajado durante horas en los capítulos finales de mi última obra, y el doctor Rollins dijo: “Hombre, estás loco.” El proceso de relajar mis músculos fue doloroso.
»El doctor Rollins confirmará estas aseveraciones.
»Tercero: al releer el manuscrito constaté que mi letra se hace vacilante e irregular hacia los últimos párrafos, hasta terminar en garabatos casi indescifrables, pues el contacto de El Forastero con mi mente se debilitaba.
»Cuarto: ofrecí el manuscrito al señor Howard A, Byerson, editor de obras de ficción del Servicio Sindical de Periódicos Nacionales. Esto puede ser fuente de equívoco. ^Algunos días después me dijo: “Señor Lentz, he leído su relato y, por cierto, llega en un momento adecuado, en el aniversario del aterrizaje de El Forastero. Ha tenido una buena idea sobre el origen de El Forastero, aunque demasiado fantástica. Hablemos del precio, de todos modos; naturalmente, colocaremos su relato en nuestra cadena de Periódicos Nacionales y...»
»“Se equivoca”, repliqué. “No es un relato sino la auténtica historia de El Forastero, tal como él me la contó y deseo que esto quede claro; si es necesario redactaré una nota explicativa para que sea publicada con el manuscrito. Además, no le vendo los derechos de publicación, sino que me limito a entregarle el original, como medio más rápido y seguro de divulgarlo entre el público.”
»“¿Habla en serio? Un oportuno relato de Stanton Cobb Lentz, en la víspera del aniversario del aterrizaje de El Forastero, es una gran ocasión y usted...”
»“Ni pido ni aceptaré un centavo por el documento”, aseguré; “ahora lo tiene usted, Es suyo, haga con él lo que considere más adecuado.”
»Un recuerdo que siempre me acompañará es mi última visión de El Forastero, la última vez que fue visto en esta tierra, mientras desaparecía en pequeñez infinita sobre mi escritorio... levantando los brazos y agitándolos como en señal de despedida...
»Y aunque el relato verídico y la historia de El Forastero arriba expuestos sean acogidos como ficticios, yo estoy convencido de que un septiembre no tan lejano, un ser de alguna esfera infinita de arriba aterrizó en esta tierra... y se fue.»
* * *
La bella perfección de El hombre que encogió fue uno de los factores que me confirmó en la creencia de que la ciencia-ficción era demasiado para mí, y que sólo unos semidioses podían cultivar este género.
Como es natural, lo que más me fascinó de El hombre que encogió fue la noción de llevar una idea hasta sus últimas consecuencias y hacerle cerrar el círculo.
Nunca lo olvidé. Cuando tuve la posibilidad de hacerlo, el resultado fue mi cuento The Last Question, mi preferido entre todos los cuentos que he escrito.
Para cuando tuve oportunidad de leer El hombre que encogió, había terminado el primer año en el Colegio, Y el Seth Low Junior College había completado su décimo y último año. Por algún motivo, la Universidad de Columbia le retiró su ayuda. (No, no soy tan paranoico como para pensar que fue por mi culpa.)
Como comprenderéis, esto no me dejó desamparado. Sólo significaba que, en vez de aguardar hasta el tercer año, asistiría desde el segundo al campus de Morningside Heights, Allí asistiría a clase con la élite del Columbia College.
Quedaba la cuestión de reunir el dinero para la matrícula. La beca de cien dólares que recibí el año anterior sólo servía para el ingreso. Por tanto, en 1936 mi padre logró convencer a uno de sus clientes para que me diera un trabajo estival. Lo conseguí a costa de mentir en cuanto a mi edad.
Era un trabajo absolutamente no cualificado. Tenía que ayudar a extender tela engomada, cortar piezas medidas, apilar unas sobre otras y hacer rollos.
Era muy aburrido, pero suponía la maravillosa suma de quince dólares semanales. (Quince dólares limpios, pues en aquella época no se deducía nada.) Pude ganar más, pero no quise pedir horas extraordinarias pues, trabajando o no, debía dedicar cuanto tiempo pudiera a la tienda de golosinas.
También solicité ayuda a la NYA (Servicio nacional de la juventud), que me pagaba quince dólares mensuales por trabajos como investigar en una biblioteca para un profesor que estaba preparando un libro, o realizar tablas matemáticas para un psicólogo.
De un modo u otro, mi padre y yo siempre nos las arreglamos para reunir el dinero que me permitió estudiar.
En septiembre de 1936 comencé a asistir a Morningside Heights, y ya no dejé la universidad (salvo una interrupción de cuatro años a causa de la segunda guerra mundial) durante trece años y tres carreras.
No obstante, el derecho de estar en el campus de Morningside y asistir a las clases junto con los alumnos de segundo año del Columbia College, no me convirtió en uno de ellos. No se me permitió inscribirme en el Columbia. Junto con el resto de la canalla del Seth Low, me asignaron la categoría de «universitario no graduado».
Esto significó que cuando al fin recibí el título de bachiller, mi diploma no fue extendido por el Columbia College. Recibí mi título de bachiller nada menos que de la Universidad de Columbia como totalidad, en tanto que institución. Además, no obtuve el elegante A.B. («Bachiller en Artes»), que recibían los caballeros de la aristocracia universitaria, sino un B.S. («Bachiller en Ciencias»), académicamente equivalente, pero socialmente inferior.
Entonces esto no me preocupó. El diploma decía «Columbia», y la palabra que le acompañase me parecía desprovista de importancia. En cuanto a lo de «Bachiller en Ciencias», me parecía adecuado, pues cuando me gradué pensaba llegar a ser un científico profesional.
Hasta un cuarto de siglo después no descubrí que me habían timado de una manera indecente. Y pese al tiempo transcurrido, aún fui tan ridículo como para enfadarme y cancelar mi aportación financiera a Columbia.
A propósito: en el otoño de 1936 cambié de asignatura principal. Como he tenido ocasión de explicar, estaba harto de la zoología y durante el segundo año, cuando empecé el primer curso de química general, me enamoré de ella. Elegí la química como asignatura principal y mi deseo de asistir a la facultad de medicina (que nunca fue muy ardiente) fue apagándose cada vez más. Poco a poco fui dándome cuenta de que deseaba ser químico. (Al fin me hice bioquímico y enseñé en una facultad de medicina; o sea que conseguí lo que deseaba y al mismo tiempo traté de satisfacer, en cierto sentido, las ambiciones de mi padre con respecto a mí.)
A lo largo del año 1936, las decrépitas y caducas «Amazing Stories» y «Wonder Stories» siguieron cuesta abajo. En 1935, ambas habían pasado a la periodicidad bimensual, «Wonder Stories» tenía tan mala distribución que casi nunca llegaba a la tienda de mi padre y apenas pude leerla. El número de marzo-abril de 1936 fue el último. Había muerto.
Pero «Amazing Stories» siguió apareciendo y leí todos los números. A veces incluso hallaba en ella relatos que me gustaron tanto como los de «Astounding Stories». Por ejemplo, Los cachorros humanos de Marte, de la autora Leslie Frances Stone, aparecido en «Amazing Stories» de octubre de 1936.