Primera Parte
1934

En febrero de 1934 ingresé en el «sexto semestre» de la escuela secundaria masculina. Como innovación sorprendente, la escuela ofrecía un curso especial de literatura y redacción para aquellos a quienes interesara, y aproveché la oportunidad. Había escrito algunas cosas desde que abandoné los Greenville Chums. No recuerdo ningún detalle, sino que a veces me sentía tentado a escribir poesía.

Ahora parecía presentarse la ocasión de demostrar mi talento literario. (No sé por qué, consideraba la clase sólo como una oportunidad para brillar. Jamás se me ocurrió que podía aprender algo. Estaba convencido de que yo ya sabía escribir.)

El resultado fue un fracaso total. Seguramente, pocos jóvenes habrán tenido una ocasión tan maravillosa de ponerse en ridículo, y la habrán aprovechado tan completamente como yo. Lo que escribí era ridículo, y tanto el profesor como los demás alumnos se burlaron de mí hasta el cansancio.

He mencionado esto en The Early Asimov, y también que el único resultado positivo del curso fue un ensayo humorístico que escribí, titulado Hermanos menores. Apareció en el boletín literario semestral de la escuela.

No había pensado en aquel ensayo hasta que se me ocurrió mencionarlo. Pero, después de publicar The Early Asimov, empecé a preguntarme si podría conseguir un ejemplar. En febrero de 1973 pronuncié una conferencia ante un grupo de bibliotecarios del área metropolitana neoyorquina, a la que asistió la actual bibliotecaria de mi antigua escuela. Cuando se dirigió a mí, le pregunté si sería posible localizar algún ejemplar de aquel semestral literario en los polvorientos archivos de la escuela.

En junio de 1973 ella encontró un ejemplar y me lo envió. El presente libro ya estaba compuesto, pero se hallaba todavía en las primeras etapas de producción, lo cual me permitió introducir el cambio correspondiente.

Al recibir la revista —se llamaba «Boys High Recorder» y era el número de primavera de 1934— busqué rápidamente mi Hermanos menores y lo leí con emoción. Estaba seguro de que allí encontraría indicios manifiestos de mi talento.

Pero no fue así. Parece, ni más ni menos, una redacción escrita por cualquier adolescente precoz de catorce años. ¡Qué decepcionante! Pero, al objeto de completar mis antecedentes y para no verme asaltado por una avalancha de peticiones (pues imagino que todos mis lectores estarán esperando la oportunidad de burlarse de mí como hicieron mis compañeros de aquel maldito curso de literatura), aquí está:

Hermanos menores

Hoy por hoy considero que mi misión en la vida consiste en expresar los venenosos sentimientos que nosotros, los hermanos «mayores», experimentamos hacia quienes arruinan nuestras vidas: los hermanos «menores».

El pasado 25 de julio de 1929, cuando supe que había tenido un hermanito, me sentí algo incómodo. Por lo que a mí respecta, no sabía nada acerca de los hermanos, aunque muchos amigos me habían explicado con gran lujo de detalles los inconvenientes (para no emplear otra palabra más fuerte) que acarrean los bebés.

El 3 de agosto vino a casa mi hermano menor. Todo lo que vi fue un pequeña montón de carne sonrosada que, en apariencia, no tenía medios para hacer ningún daño.

Aquella noche salté repentinamente de la cama con la carne de gallina y los cabellos de punta. Me había despertado un aullido que, evidentemente, no podía salir de la garganta de un terráqueo. En respuesta a mis frenéticas preguntas, mi madre me informó con toda naturalidad que había sido el bebé, sencillamente. ¡Sencillamente el bebé! Estuve a punto de desmayarme. ¡Un bebé pequeñito, de cuatro kilos y diez días, que lanzaba semejante grito! Yo creía que se habrían necesitado no menos de tres hombres, forzando las cuerdas vocales al máximo.

Pero aquello no fue más que el comienzo. Cuando empezaron a salirle los dientes, ¡eso sí que fue una tortura! No pude pegar ojo en dos meses. Sólo conseguí sobrevivir gracias a que dormitaba con los ojos abiertos en la escuela.

Y eso no fue todo. Se acercaba la Pascua, y con ella la tan ansiada excursión a Rhode Island; pero mi hermano menor enfermó de sarampión y todo se deshizo en humo.

Pronto acabaron de salirle los dientes y creí que podría gozar de cierta paz, pero no, eso tampoco fue posible. Ignoraba yo que cuando un niño aprende a caminar y comienza a hablar molesta más que un ciclón, al que añadiremos un huracán para completar el símil.

Su diversión preferida era caer rodando por la escalera, dando en cada escalón un golpe resonante con la cabeza. Esto sucedía con una frecuencia de una vez por minuto, y siempre provocaba una bronca de mi madre (no a él, sino a mí por no vigilar). Eso de «vigilar» no es tan sencillo como parece. El bebé suele mostrar su cariño arrancándole a uno mechones de pelo, con una fuerza que uno jamás sospecharía en un individuo de un año. Cuando, después de varios minutos de tortura insoportable, se logra convencerle de que suelte, él se distrae golpeándole a uno en las canillas con un hierro pesado, afilado o puntiagudo a ser posible.

El bebé no sólo es una lata cuando está despierto, sino que resulta doblemente pesado cuando toma su siesta diaria.

Esta es una escena muy corriente: estoy sentado en una silla junto al cochecito, profundamente sumergido en Los tres mosqueteros. En apariencia, mi hermano menor duerme pacíficamente, pero no es así. Con un instinto pavoroso, pese a que tiene los ojos cerrados y no sabe leer, conoce exactamente en qué momento llego a un capítulo interesante y, con una mueca maliciosa, elige ese preciso momento para despertar. Dejo el libro bufando y le acuno hasta sentir que mis brazos están a punto de quebrarse. Cuando vuelve a quedarse dormido, yo ya he perdido mi interés por el famoso trío, y me ha fastidiado el día.

Ahora mi hermano menor tiene cuatro años y medio, y casi todas esas costumbres irritantes han desaparecido. Pero presiento que llegarán otras. Me estremezco al pensar que pronto empezará a ir a la escuela, sumando una nueva carga sobre mis hombros. Estoy absolutamente seguro de que, no sólo tendré que seguir haciendo los deberes que me impongan mis empedernidos maestros, sino que además seré responsable de los de mi hermano menor.

¡Me gustaría estar muerto!

* * *

No hará falta explicar que este ensayo es totalmente imaginario, excepto las fechas de nacimiento y llegada a casa de mi hermano menor. En realidad, mi hermano Stan fue un niño modelo que no me creó problemas. Lo paseaba muchísimo en el cochecillo, pero siempre lo hacía con un libro abierto en la manija, de modo que no me molestaba. También me sentaba junto al cochecillo cuando dormía, pero no solía despertar y rara vez me molestó. Y cuando llegó el momento, hizo siempre sus deberes escolares.

Quedé estupefacto al releer mi referencia a «la excursión a Rhode Island». ¡Qué mentira! Nadie pensó nunca en ir de excursión a ningún sitio. ¡Nunca!, mientras tuvimos la tienda de golosinas.

Otra cosa sobre el «Boys High Recorder»: durante los cuatro decenios transcurridos desde aquel curso de redacción, he venido preguntándome qué habrá sido de los muchachos que se burlaban de mí. ¿Habrán llegado a saber que se reían de quien estaba destinado a convertirse en un escritor prolífico y de éxito? Y ¿qué han logrado ellos? ¿Quién les conoce? (No me interpretéis mal. No soy rencoroso. Sólo han pasado cuarenta años. Cualquier día de éstos los perdonaré.)

Desgraciadamente, no recordaba a ninguno de aquellos compañeros y decidí, con bastante inquietud, no intentar averiguar nada sobre ellos. Por lo que yo sabía, podía hallarse entre ellos el nombre de algún gran escritor. Según mis datos, por ejemplo, habían pasado aquel curso hombres del calibre de Norman Mailer (no el mismo Norman Mailer, naturalmente. En esa época sólo tenía once años).

En consecuencia, cuando recibí el «Boys High Recorder», miré la página titular, dispuesto a recibir una dolorosa sorpresa. Todas las colaboraciones habían sido escritas por los alumnos de aquel curso, y se habían seleccionado las mejores... Conque devoré la lista, pero no encontré ningún nombre conocido. ¡Ninguno! Salvo el mío, naturalmente.

¡Qué alivio!

A propósito, durante ese traumático curso de redacción no escribí nada de ciencia-ficción y eso fue bueno. Si lo hubiera hecho y se hubieran reído de mí, probablemente me habría desanimado de escribir ciencia-ficción para mucho tiempo.

Lo que me salvó fue que aún no me creía capaz de escribir ciencia-ficción. A los catorce años quizá podía soñar con escribir al nivel de las antiguas «Amazing/Wonder», pero la «Astounding» de Tremaine, durante su milagroso medio año de vida, había puesto el pabellón muy alto para mí.

En ese medio año, «Astounding Stories» tomó claramente la delantera sobre las otras dos revistas, que también eran de formato «pulp». Respaldada por la próspera cadena de revistas de Street & Smith, «Astounding Stories» floreció y se difundió, mientras «Amazing Stories» y «Wonder Stories» se estancaban a ojos vistas.

«Astounding Stories» tenía los mejores relatos, los portadistas más atrayentes y la más ágil sección de Cartas al Director. El número de marzo de 1934 aumentó su número de páginas de 144 a 160, de modo que pasó a ser la revista de más páginas, y sólo costaba veinte centavos, mientras las demás valían veinticinco.

Todo esto influyó en mí. Después de cinco años de lealtad a «Amazing Stories», como la mejor de todas, me pasé con armas y bagajes a «Astounding Stories», y lo mismo que yo hicieron casi todos. A principios de 1934, «Astounding Stories» se convirtió en la revista que dominaba el mercado, y así ha continuado durante cuarenta años, salvo un par de cambios de nombre, un par de cambios de director y muchos cambios en el campo de la competencia.

Tremaine introdujo una novedad a la que él llamaba relatos de «revolución de ideas». Eran relatos que proponían ideas nuevas, distintas de las anteriormente conocidas en el dominio de la ciencia-ficción (o, al menos, diferentes de las que habían pasado a ser tópicos convencionales). En general, estos cuentos me agradaban y también gustaban a otros lectores.

Considerad, por ejemplo, Coloso, de Donald Wandrei.