Planeta negativo
Ahora que todo ha concluido y hemos evitado lo peor de las posibles consecuencias, nos preguntamos por qué tardamos tanto en comprender lo que estaba sucediendo, Al fin y al cabo, pudo preverse. Sabíamos que la posición del hombre en el universo, era bastante precaria y que la misma existencia de la materia no era mucho más estable. Especifiquemos: lo sabíamos, pero no lo comprendíamos. Hay aquí una diferencia, y ésta casi fue suficiente para eliminar, no sólo al hombre sino a la Tierra de la historia del Cosmos.
Las advertencias fueron bastante claras. Duraron varios años. Los biólogos observaban que la evolución de la vida animal y vegetal en el hemisferio norte se aceleraba constantemente debido, según parece, al incremento gradual y por completo inexplicable de la intensidad de los rayos cósmicos que llegaban desde la posición aparente de la estrella polar.
Estos rayos multiplicaron el número de mutaciones en el plasma germinal de toda materia viviente expuesta a ellos. Nuevas variedades de plantas, animales espantosos, extraños monstruos nacidos de hombres y mujeres normales, llegaban al mundo en proporción cada vez mayor. Esto también tenía sus ventajas, como es natural. La mayoría de las nuevas variedades vegetales y animales eran bastante útiles, y entre los seres humanos nacieron genios además de monstruos. Pero, hablando en general, a los habitantes del planeta esta situación no les agradó. Y a los científicos menos aún. No podían explicarla... y cuando un científico no puede explicar algo, es fácil que ello le moleste. Le hace parecer un estúpido.
El 15 de enero de 2156, el astrofísico doctor James Carter tuvo, literalmente, el primer chispazo de luz. En ese momento estaba trabajando con el nuevo reflector de quinientas pulgadas del observatorio del Monte McKinley y notó un oscurecimiento de la placa fotográfica del espectrómetro enfocado hacia la estrella polar, en el cielo septentrional. Repitió la observación y obtuvo el mismo resultado: un oscurecimiento uniforme en toda la banda del espectro.
—¡Es como si se hubiera velado la maldita placa! —le dijo a su asistente—. No conozco ninguna fuente de luz que dé un espectro continuo desde los infrarrojos hasta los rayos cósmicos, siendo estos últimos los más poderosos. ¡Parece que no tenga ninguna raya..., como si allí hubiera un cuerpo calentado a varios billones de grados centígrados!
El asistente, el doctor Michael Poggenpohl —más conocido como Doc Mike—, arrugó su diminuta nariz y se rascó la rojiza melena.
—¡Eso es absurdo! —comentó—. Un cuerpo tan caliente en la superficie ya habría desaparecido. A propósito, Jimmy, ¿dónde lo ha localizado?
Jimmy dio la vuelta a su metro ochenta y siete de estatura de jirafa, abandonando su acostumbrada postura de meditación (solía tumbarse cuan largo era en un sofá), encendió un cigarrillo y gruñó. No fue un sonido agradable, pero tampoco lo era su humor, ni la expresión de su rostro algo fatigado.
—Necesito ahora mismo información sobre dónde está esta supuesta fuente de luz. ¿Querrás llamar a los observatorios de Marte y Venus para que lleven a cabo observaciones simultáneas del cielo septentrional? No, no quiero un espectro. Tengo un espectro y eso es lo que me ha desconcertado. Sólo pido una sencilla observación fotográfica. Sea lo que fuere, todo lo que este objeto emite parece impresionar la placa, Y quiero saber dónde está. El problema de qué es puede esperar. ¡Muévete, pequeño, y haz como si merecieras el dinero que te paga la facultad de ciencias!
Mike levantó la nariz con impertinencia y se dispuso a obedecer.
—¿Qué me dices de la pasta que desperdician tontamente contigo? —preguntó con amabilidad.
—No se desperdicia, viejo. A los genios hay que mantenerlos. ¡Y yo soy el genio!
—Eso me preguntaba. Creí que era el tío de alguien. De acuerdo, voy a enviar en seguida los mensajes. El operador del haz óptico podrá establecer contacto directo con Marte, pero Venus se halla ahora al otro lado del Sol y habrá que utilizar una estación repetidora.
—¡No me molestes con nimiedades! ¡Vete y déjame pensar en paz!
—Querrás decir holgazanear —comentó Mike antes de salir.
Pero Jimmy no holgazaneó cuando hubo salido el otro. Tomó una docena de libros de consulta, una regla de cálculo, un bloc de papel, y olvidó en seguida cuanto le rodeaba. En tal estado permaneció varias horas, y apenas había vuelto al mundo cuando regresó Mike con las placas televisadas desde los otros observatorios. Todas mostraban lo mismo: un intenso punto de luz sobre el fondo de las constelaciones septentrionales.
Evidentemente, hasta entonces había pasado desapercibido, pues era casi invisible incluso a través del telescopio más grande y sólo aparecía en la placa fotográfica, sensible a las radiaciones invisibles ultravioleta, gamma y cósmica, que integraban la mayor parte de su energía. Las placas fueron enviadas por tubo neumático a la sala de cálculos, con el ruego de que, si era posible, determinaran la distancia del cuerpo desconocido a partir de las observaciones de los tres planetas. Los dos científicos se sentaron a discutir la cuestión.
—Dime, Mike, ¿qué sabes acerca de la materia? ¿De qué está hecha?
—¿Qué es la materia? Creí que tú eras el genio. Además, ¿por qué haces una pregunta infantil a esta hora del día?
—Continúa, continúa. Yo hago las preguntas. ¿De qué está hecha la materia?
—Pues si insistes, creo que está compuesta de diversas partículas eléctricas. El átomo está formado por un núcleo pesado y positivo, con varios electrones, ligeros y de carga negativa, que flotan a su alrededor. Para ser exacto, el núcleo se compone de «z» protones y «n» neutrones, pongamos por caso. Pesan casi lo mismo, pero los protones tienen cargas positivas unidad, mientras que los neutrones son neutros. Todo el núcleo tiene una carga positiva, por tanto, de más «z». El hidrógeno común no posee neutrones, sino un único y solitario protón en el núcleo. Naturalmente, están los «z» electrones negativos que flotan alrededor del núcleo para neutralizar toda la cuestión. ¡Pero eres tú quien debería saberlo! ¡Tú creaste el procedimiento para dividir el núcleo a escala comercial a fin de generar energía!
—Sí, sí; lo sé. Pero ¿de qué está hecho un protón?
—¿Eso? ¡Bah! Parece ser un neutrón íntimamente asociado con un positrón o electrón positivo que no parece pesar mucho.
—Bien, examinando, ¿cuáles son las unidades fundamentales de la materia?
—¿Pero qué es esto? ¿Otro maldito examen para el doctorado? Las partículas fundamentales serían el neutrón, con la mayor parte de la masa y sin carga, y el positrón y el electrón, con cargas positiva y negativa respectivamente, y masa despreciable. ¿Qué más?
—Muy bien, Rollo. Ahora dime, ¿qué es la luz?
—¡Al diablo con la luz! Se me ocurren cosas mejores para discutir —conectó el comunicador, y el rostro redondo del intendente le miró desde la placa visora—: ¡Envíe dos..., no..., cuatro litros de cerveza! ¡Que esté bien fría!
Carter sonrió como un vampiro y se arrellanó aún más.
—Que sean seis litros. Pero hablo en serio. ¿Qué sucede cuando un positrón se encuentra con un electrón?
—De acuerdo —dijo Doc Mike, cansado—. La colisión de ambos genera un fotón de luz. Puede salir prácticamente con cualquier frecuencia... por lo general muy alta, radiación cósmica o gamma. ¡Espero que traigan pronto la cerveza! ¿A qué viene todo esto?
—Espera y lo verás... y prepárate para un viaje. Antes necesito la información sobre esas placas y varias observaciones tomadas con algunos días de diferencia. ¡Aquí llega la cerveza!
Dos semanas después, dos espantados científicos se miraban por encima de los resultados finales recibidos de la sala de cálculos. La radiofuente desconocida, que seguía emitiendo débil pero continuamente de modo particular, se hallaba a unos quince mil millones de kilómetros de la Tierra y se acercaba. A menos que los dioses de las matemáticas les hubieran abandonado por completo, al cabo de dos años chocaría con la Tierra o se acercaría tanto a ella que ésta quedaría tan destruida como si hubiera recibido un impacto directo.
El astro no era grande —no mayor que la Luna— pero su forma de radiación era singular. La de alta frecuencia es emitida por un cuerpo muy caliente. Y un cuerpo tan pequeño no podía estar tan caliente; debió enfriarse hacía mucho tiempo. Y si estaba tan caliente, la intensidad de la radiación recibida por la Tierra habría sido mucho mayor; de hecho, mayor que la recibida desde el Sol, pese al reducido tamaño del desconocido y a su gran distancia respecto de la Tierra, Era sencillamente absurdo. Y tampoco lo entendían los otros astrónomos del sistema solar, No se hicieron declaraciones a la prensa, ni era fácil que ocurriera. Se impuso una rigurosa censura. El peligro era bastante grave y el pánico no serviría sino para empeorar la situación.
Carter habló:
—Saldremos a echar una ojeada, Mike. En todo caso, yo lo haré. ¿Te gustaría acompañarme?
—¡Bah! Necesitas que alguien se ocupe de ti. ¿Cuándo salimos?
—Dentro de media hora. Mi nave está preparada. Además, la he equipado con muchos dispositivos nuevos. Es una buena ocasión para probarlos. ¡En marcha!
Exactamente media hora después, el cohete despegó del puerto espacial cubierto de nieve, cercano al observatorio. Era una versión experimental mejorada de los que se utilizaban en esa época, todos los cuales se basaban en el principio descubierto y desarrollado por Carter, quien hizo del viaje espacial algo más que un juego delirante.
El convertidor se alimentaba con gas hidrógeno, donde terribles campos estáticos y magnéticos lo convertían en helio. El proceso generaba una energía inmensa a partir de la pérdida de masa, dando una velocidad terrible al gas de helio llameante que salía por las toberas situadas a popa de la nave. Podía mantenerse una aceleración de diez veces la de la gravedad, aunque cinco gravedades era el límite acostumbrado para cualquier desplazamiento, o menos si los pasajeros tendían a desmayarse. Cinco gravedades ya era bastante incómodo, aunque unos hombres bien entrenados podían soportarlas si no intentaban moverse de sus sillones giratorios acolchados.
El viaje transcurrió sin novedades. Al cabo de una semana, el cohete orbitaba a prudente distancia del cuerpo desconocido. Su tamaño era más o menos como el de la Luna, aunque apenas se podía distinguir su superficie, que parecía sufrir un bombardeo continuo con explosivos de altísima potencia. Tales explosiones eran sin duda el origen de las radiaciones que habían desconcertado a los observadores. Carter y Poggenpohl se acomodaron tras las pantallas de vidrio de plomo y observaron.
—Parece una pantalla fluorescente bombardeada por electrones, Jimmy, aunque a mayor escala. El bombardeo es más intenso por el lado delantero.
—En efecto. Es como si se abriese camino a través del espacio a medida que se acerca a la Tierra. Ponte al cañón, por favor, y haz un buen disparo cuando volvamos a pasar sobre el hemisferio posterior.
—De acuerdo, aunque no entiendo qué pretendes. ¿Esperas que suene una campana, como en el tiro al blanco? Te avisaré cuando dispare, y apuntaré directamente al centro cuando nos hallemos detrás.
Transcurrió un minuto y luego se oyó:
—¡Preparado... fuego! ¡Observa!
No era necesario observar. Veinte minutos después, cuando el obús de noventa kilos golpeó la superficie del planeta vagabundo, hubo un fogonazo terrible que dejó chiquitos a los observados antes.
Carter parecía contento, o al menos satisfecho, y se volvió hacia su acompañante:
—Muy bien, Mike. Apagaré los cohetes y dejaré que la nave siga en órbita alrededor de este objeto singular. Mide la distancia a la superficie y el período, que yo me ocuparé de medir el diámetro. Teniendo en cuenta lo que ha pasado con ese proyectil de acero que disparaste, creo que por ahora no aterrizaremos, Podría ser malsano.
Transcurrieron varias horas, durante las cuales sólo se oyó el ruido de la calculadora y la exclamación de Mike cuando leyó el resultado final:
—¡Santo Dios, Jimmy! ¡Este pedrusco incomprensible no es mayor que la Luna, y pesa tanto como Júpiter! ¿Estamos locos... o está loco él?
Jimmy rió mientras ponía en marcha los cohetes para regresar a la Tierra.
—¡Lo último, Mike! Él está loco... por completo. Nosotros no deliramos más que de costumbre. Ponte cómodo y te lo explicaré.
—¡Ya era hora! ¿Qué era eso que tenías tan callado?
—¿Recuerdas que cuando vimos por primera vez este objeto te hice una serie de preguntas sobre la materia? Tuve una corazonada y acabo de confirmarla. Describiste el tipo de materia que nosotros conocemos. Presta atención. Dijiste que, en último análisis, el núcleo del átomo está compuesto de neutrones y positrones, y la capa exterior de electrones. Bien, pues hay otro tipo posible de materia. ¿No podría un electrón combinarse íntimamente con un neutrón y formar un protón negativo? Esta posibilidad ya se entrevió en 1934, y si mal no recuerdo el viejo incluso puso nombre a su partícula hipotética... creo que la llamó «antrón». Ahora toma varios antrones y neutrones, haz un núcleo con ellos y luego libera positrones suficientes para que la capa exterior neutralice los antrones. Así tienes un átomo con un número atómico negativo puesto que, naturalmente, el número atómico es el número de cargas positivas del núcleo. Y ahora crea todo un universo con estos elementos negativos. Si te conviertes en uno de ellos y vives allí, no podrás encontrar diferencias entre él y un universo normal, Las leyes físicas serán las mismas... ¡pero espera a que una parte de tu nuevo universo choque con parte de un universo corriente! ¡La que se armará! Imagínalo. ¿Qué crees que ocurrirá?
—¡Hum!... veamos. En principio, los electrones externos de nuestra materia neutralizarán los positrones externos de la materia opuesta, liberando una cantidad endemoniada de luz u otra radiación, ya sea ultravioleta, gamma, cósmica o algo por el estilo. Luego chocarán los núcleos. No ocurrirá nada con ambos grupos de neutrones. Pero los positrones de los protones neutralizarán los electrones de los antrones; se producirá otro estallido de radiación y sobrará un montón de neutrones. De modo que el saldo será una emisión de neutrones acompañada de gran cantidad de radiación. ¿Qué opinas? Esa cosa que está allá —señaló hacia el planeta anómalo que dejaban detrás— ¿habrá salido de un universo opuesto?
—Creo que sí. Presenta todos los síntomas. Hace mucho, mucho, sólo el cielo sabe cuánto, escapó de alguna nebulosa del espacio exterior, una nebulosa que se formó a la inversa, y se dirigió hacia aquí. Y aquí está. La superficie recalentada es consecuencia de su contacto con el polvo cósmico, esas pequeñas partículas de materia que llenan todo el espacio. Cuando capta alguna se produce una explosión: todas las partículas cargadas son neutralizadas y se emite luz. Ha sumado algunos neutrones a su colección. Probablemente caen hasta el centro de gravedad del objeto. Por eso es tan infernalmente pesado.
—Entonces, maestro —Mike tenía una idea—, sin duda era un planeta bastante normal cuando comenzó sus viajes. ¡Salvo que se formó a la inversa! Apuesto a que sería aproximadamente como la mitad de la masa de Júpiter entonces, y supongo aproximadamente la mitad del volumen. Pero cada vez que se topaba con partículas de materia normal se encogía y se hacía más pesado. La masa de los positrones y los electrones perdidos sería poco considerable para preocuparse y, en término medio, recogería un neutrón por cada uno de los suyos liberado de un núcleo. Conque ahora está prácticamente agotado: queda una terrible aglomeración de neutrones y muy poca materia opuesta. Los neutrones ocupan la mayor parte de la masa y la materia opuesta ocupa casi todo el espacio. Los neutrones no poseen un volumen considerable.
—En efecto; por lo que ahora tiene aproximadamente el doble de la masa inicial y una fracción ínfima de su volumen original, Cuando el resto de la materia opuesta quede neutralizado, será más pesado y tan pequeño que resultará totalmente invisible. Quizás había algunos centímetros cúbicos de neutrones, o una pequeñez absurda por el estilo, para toda esa masa. ¡Será mejor que nos demos prisa! ¡No sería muy divertido que la neutralización se hiciese a costa de la materia de la Tierra! ¡Sujétate bien... allá va la aceleración!
Diez días después, Carter y Poggenpohl presentaron su informe al departamento de ciencias de los Estados Unidos de América, y dos días más tarde asistieron a una reunión de emergencia con los asesores científicos de todos los gobiernos del mundo. Carter tenía la labra.
—Ustedes ya ven la situación, señores. Todos comprenden las bases teóricas del fenómeno y saben que los observatorios del mundo y de los otros dos planetas habitados han verificado nuestras observaciones telescópicas. Por otra parte, no olvidemos el fenómeno registrado cuando el proyectil de quince centímetros chocó con este... este...
—Llámalo «Gus» —murmuró Mike irrespetuosamente.
Jimmy le fulminó con la mirada y prosiguió:
—Planeta negativo. No se me ocurre otra teoría distinta que explique el comportamiento de este cuerpo anómalo. La mayoría parece inclinada a aceptar la que el doctor Poggenpohl y yo hemos expuesto —miró en torno y sólo vio una sucesión de movimientos de renuente afirmación—. Entonces la pregunta es, ¿qué hacer? El problema sería grave aunque se tratase de materia normal. Pero en ese caso resultaría posible fijar al intruso una batería de grandes cohetes, desviando lo suficiente su rumbo para hacerlo pasar a una distancia prudencial de la Tierra. ¿Pero qué hacer con una cosa que no se puede tocar sin ser aniquilados? Y, si no la tocamos, también lo seremos, Al menos la Tierra y los que no puedan huir a otros planetas, es decir el noventa y nueve por ciento de la población. Ya saben que nuestras flotas de cohetes reunidas no serían suficientes para evacuar al uno por ciento de la población de la Tierra en el tiempo de que disponemos. Y aunque pudiéramos hacerlo, los demás planetas apenas son habitables por el hombre y no podrían albergarnos a todos.
—Ante todo hay que mantener en secreto la situación, al menos por el momento —afirmó el delegado ruso—. Si no lo hacemos, las multitudes asaltarán los pocos cohetes de que disponemos, y la mitad de la población mundial moriría en pocos días de pánico. Y los cohetes serían destruidos. No nos servirían de nada.
—Eso es indiscutible —dijo el delegado de los Estados Federados de Europa—. ¿Puedo considerar aprobado por unanimidad este punto?
Hubo otro coro de asentimientos, esta vez más entusiasta.
—¿Alguien tiene idea de cómo desviar a este... planeta negativo de su trayectoria?
Hubo un largo silencio, y luego Mike se puso en pie, con la cabellera pelirroja erizada por lo que parecía una idea.
—Señores, hay un modo de sacar a nuestro pariente descarriado de su rumbo: golpearlo con algo pesado que se mueva con rapidez suficiente.
—¿Y qué sucederá con esa cosa, sea lo que fuere? ¿No será aniquilada?
—No sin ejercer su efecto. Todos los electrones y positrones desaparecerán; dejará de ser materia normal, pero quedarán los neutrones, animados del impulso inicial.
—De acuerdo, Herr Poggenpohl, pero, ¿qué proyectil puede ser bastante grande para ejercer algún efecto? ¡Si todas las naves espaciales del sistema solar le disparasen con sus cañones más pesados durante un año, no lograrían modificar en absoluto su rumbo! ¡Al fin y al cabo, tiene tanta masa como Júpiter!
—Tenemos a nuestro alcance un proyectil que sería lo bastante grande como para desviarlo apreciablemente: ¡La Luna! Podemos prescindir de ella. Sólo sirve para provocar mareas. ¡Colocar tubos de cohetes en la Luna, desviarla de su órbita y golpear al intruso para que cambie de rumbo y caiga hacia el Sol! Puede resultar, si lo golpeamos mientras se halle todavía lejos de nuestro sistema.
El consejo se quedó boquiabierto ante esta propuesta, y hubo un tumulto de gritos excitados que se apagaron poco a poco a medida que la tremenda magnitud del plan penetró en la imaginación de los científicos reunidos. Nadie pensó en someter la propuesta a votación formal. Al cabo de veinte minutos, la reunión se había convertido automáticamente en un grupo de trabajo que discutía con acaloramiento sobre medios y recursos, y donde las calculadoras, los libros de consulta, la mecánica estelar, la teoría de los quanta y las palabrotas en varios idiomas representaban un papel señalado.
Carter golpeó la mesa dando voces para reclamar la atención de los que discutían.
—Señores —dijo—, propongo que sometamos nuestro plan a los distintos gobiernos a fin de obtener su cooperación en la ejecución de nuestro proyecto. También quiero señalar que en adelante la publicidad no puede perjudicarnos, puesto que tenemos una solución practicable. Además, aunque no publiquemos ningún comunicado, los astrónomos aficionados revelarán el secreto muy pronto. Por último, deseo proponer que solicitemos al presidente de los Estados Unidos una aparición televisada para explicar la situación al pueblo, solicitando su colaboración y asegurándole que la situación está, por así decirlo, en buenas manos.
Los científicos reunidos le miraron con asombro, asintieron distraídamente y reanudaron su discusión con más violencia que antes. Carter sonrió a Mike, encendió un cigarrillo y salió de la sala en busca de un comunicador situado en lugar discreto, para que su mensaje llegara al presidente lejos de tanto alboroto.
El presidente comunicó el peligro al mundo en una de sus famosas pláticas de familia, que concluyó rogando a todos que cumplieran tranquilamente con sus obligaciones normales, salvo si fueran llamados a colaborar de algún modo con los científicos ocupados en lo que parecía un proyecto sensato para salvar el planeta. Los jefes de los demás gobiernos del planeta pronunciaron discursos parecidos.
Como era de esperar, la mayor parte de la población mundial no prestó atención a los discursos, al ser totalmente incapaz de comprender la situación. La Tierra nunca había sido destruida y, en consecuencia, no podía serlo y los científicos estaban tan locos como siempre. Esa actitud fue adoptada por la mayor parte de los habitantes del globo: las amplias masas medias.
Pero también hubo otras actitudes. De un lado, estaban los seres dotados de suficiente seso para comprender el peligro y las medidas que se adoptaban contra él. Eran los científicos, los ingenieros y los técnicos del mundo y los sectores instruidos de las demás clases de la población.
De otro lado, estaban los desequilibrados, los fanáticos y los ignorantes, que debían ser instrumentos de los dos primeros grupos. Hubo desórdenes sin motivo, sólo porque estaban asustados; intentaron resarcirse en dos años por el aburrimiento de sus vidas, sin comprender que éste se debía, en gran parte a la cortedad de sus intelectos. Algunos, más pasivos que los demás, se limitaron a emborracharse. Una minoría se dedicó a dificultar activamente la tarea necesaria.
Uno de ellos, llamado Obidiah Miller, que según se rumoreaba había sido jinete de «rodeos» en las Montañas de Tennessee, fue el más virulento. Era un ignorante, pero tenía una astucia innata que, combinada con sus sorprendentes facultades oratorias y su fanatismo religioso, ejerció una influencia tremenda sobre los sectores más ignorantes y crédulos de la población.
Los fanáticos siempre son escuchados por los tontos, de los cuales existe provisión inagotable. Cuando se reveló el peligro, los elementos inteligentes de la plebe llegaron a la conclusión de que era razonable colaborar con los científicos que trataban de evitarlo. Los fanáticos proclamaron, y los tontos creyeron, que la inminente calamidad era el juicio de Dios sobre un mundo impío. Protestaron sobre todo afirmando que la Luna no debía moverse. En primer lugar, porque no podía ser movida; en segundo, porque el Señor no deseaba que eso ocurriera y, tercero, porque si al parecer Dios había dispuesto que el planeta negativo destruyese la Tierra a causa de su impiedad, sería una blasfemia intentar siquiera evitar el choque.
—¡Cómo, hermanos! ¿Acaso pretendéis diferir el Día del Juicio Final anunciado en las Sagradas Escrituras? ¿Intentáis —su acento de palurdo del sur fluía sobre la multitud de rostros ovejunos— evitar el día en que los justos serán exaltados a la diestra de Dios y los réprobos arrojados al infierno? ¿Permitiréis que los impíos, entrometidos en misterios que es mejor dejar de lado, intenten detener la todopoderosa mano de Dios? ¡Destruid los puertos espaciales! ¡Romped los cohetes! ¡Acabad con los idólatras!
Un rumor recorrió la multitud mientras Mike y Jimmy se alejaban.
—Parece que los «idólatras» somos nosotros —comentó Mike mientras se acercaban con precaución a un edificio—. Yo aconsejaría, con el debido respeto a las convicciones religiosas de este señor, que se tomaran algunas medidas. Con un hacha, por ejemplo, antes de que empiece a paralizar las obras.
—Parece razonable. Personalmente no deseo ser un mártir de la ciencia, a menos que fuese absolutamente necesario. Llamemos al jefe de la policía federal y hagamos que detenga a nuestro amigo y disperse su congregación. Y no estarían de más algunos guardias con ametralladoras en los puertos espaciales, ¡No nos sobra tiempo para que nos molesten los tontos!
En días siguientes hubo una racha de redadas contra las reuniones de protesta seudorreligiosa, y se echó mano a los fanáticos más exaltados, incluido Obidiah Miller, que fue amablemente recluido en un manicomio. Los puertos espaciales fueron dotados de guardias, así como los científicos más importantes que trabajaban en la gigantesca empresa. Hubo algunos intentos de sabotaje o asesinato, pero todos fracasaron.
El trabajo apremiaba. El observatorio astronómico de la Luna fue desmontado y trasladado a la Tierra, lo mismo que la mayoría de los valiosos accesorios del puerto espacial selenita. Desde el desarrollo de la energía atómica, dicho puerto no era tan necesario como lo fue en los viejos días de los cohetes a combustión. Luego las grandes perforadoras atómicas, conducidas por hombres que vestían trajes protectores, dieron comienzo a la excavación de los profundos pozos que servirían de tubos para los cohetes. Abrieron unos cincuenta, paralelos en su mayoría, y algunos en ángulos divergentes para servir de mecanismo direccional del inmenso vehículo espacial en que estaban convirtiendo la Lima. En el fondo de los pozos instalaron las cámaras de reacción revestidas con material refractario, así como el sistema automático de alimentación, por el cual millones de toneladas del mismo satélite serían llevadas hasta las cámaras de reacción. Allí los elementos más ligeros como el oxígeno, el silicio, el aluminio, etc., serían convertidos en vapor de hierro, que saldría por las toberas a impulsos de la energía atómica liberada en el proceso. El hierro propiamente dicho, aunque abundante en la Luna, no servía como combustible pues, en cuanto a las transmutaciones atómicas es el más estable de todos los elementos. Todo el sistema de alimentación funcionaba automáticamente, aunque los mandos eran dobles.
El dispositivo de mando, formado por cincuenta válvulas —una por cada cohete— funcionaba a distancia por radio, desde una nave espacial que escoltaría al inmenso proyectil hasta dar en el blanco. Naturalmente, todos los tubos del cohete se disponían en un hemisferio de la Luna, pues no debía frenar una vez puesta en marcha.
La tarea de construcción exigió miles de hombres, desde trabajadores manuales hasta astrofísicos. Todos trabajaban a ritmo forzado, sin descansar por espacio de meses. Los accidentes abundaban: la excavadora atómica no figura entre las máquinas más seguras del universo, y trabajar con traje espacial siempre resulta peligroso.
Por ello, la empresa cobró un importante tributo en vidas, aunque había constante afluencia de nueva mano de obra. La tarea continuó a pesar de los accidentes. Así debía ser. Cuando un hombre moría, el cadáver era dejado a un lado si quedaba algo de él, y otro hombre ocupaba su lugar. La crónica de aquella obra sería verdaderamente épica, pero aquí no tenemos espacio para contarla.
En teoría, el plan era sencillo. La Luna sería apartada de la Tierra gradualmente —para evitar que se produjeran enormes mareas y terremotos devastadores— y trasladada al norte «por encima» del sistema solar, fuera del plano de la eclíptica. Sería impulsada hacia el planeta negativo bajo un ángulo y a una velocidad tal, que este último se desviaría de la Tierra. La masa residual de neutrones caería hacia el Sol, donde no haría daño. Se calculaba que la materia normal de la Luna vendría a neutralizar aproximadamente toda la materia negativa del planeta negativo; por ello, el residuo que iba a caer en el Sol consistiría en un pequeño planetoide de materia normal, rodeando un núcleo de neutrones terriblemente denso.
Corría el 6 de julio de 2157. Carter y Poggenpohl repisaban los cálculos de la trayectoria que se imprimiría a la Luna en su último viaje. Al terminar con el último decimal se relajaron.
—¡Y esto, muchacho, es lo que debe hacerse! —Jimmy arrojó el lápiz contra la calculadora y se dispuso a beberse un litro de cerveza—. Basta apretar el botón, y salvarás al mundo. Sin embargo, faltan algunos cálculos sobre el despegue inicial. De lo contrario, si somos un poco bruscos, las mareas harán que Nueva York quede cubierta por quince metros de agua y puede que el alcalde se enfade con nosotros. ¿Cuánto retraso llevan esos primates de ingenieros que construyen los cohetes de quien pronto será nuestra ex compañera de los momentos más románticos?
—Ninguno. Anoche estuvo aquí Bill Douglas, y dijo que los tendría a punto dentro de dos semanas. Y todavía nos quedan tres. Se ha adelantado una semana al plan. Luego quedan algunas instalaciones más. Y no falta ningún cálculo sobre las consecuencias de las mareas. Los hice hace un mes. No será tan arduo como parece: una aceleración gradual de la velocidad lunar bastará para el alejamiento de la órbita. He proyectado los cohetes de modo que no inunden la Tierra de vapores férricos. No apuntarán hacia aquí hasta que se hallen muy lejos. Rígete por mi gráfica de encendido y tendrás éxito. Como ya calculé cómo serían las mareas, no necesitas preocuparte por ello, ¡Lo hice con esta pequeña calculadora!
—¡Y eso... —pensé que yo era el único genio aquí! ¡Tendré que recomendar al alto mando que te aumente el salario quince, o quizá veinte centavos por semana!
—¡Tampoco debes preocuparte por eso! —Mike sonrió, socarrón—. Ya me he ocupado yo. El otro día cogí al jefe de buen humor y le saqué quinientos dólares de aumento. De hecho, ya están gastados. Estás invitado a beberte parte de ellos esta noche.
—Aceptado sin discusión. ¿Pero qué me dices de las mareas? ¿Serán muy graves?
—No tanto. Se excederá unos tres metros del nivel medio de la marea alta en toda la costa. Están prácticamente acabados los diques de cemento alrededor de las ciudades y vías de comunicaciones importantes que bordean la costa, y se procede a la evacuación de las demás franjas costeras. Pero tú no te has enterado. Has estado muy ocupado con esa complicada integración gráfica para saber si estabas vivo o...
El zumbido del comunicador interrumpió a Mike. Conectó y apareció en la pantalla el agitado rostro del jefe de la policía federal.
—¡Doctor Poggenpohl! ¡Obidiah Miller, el loco, escapó del manicomio anoche! No hemos conseguido localizarle. Creo que le cogeremos antes de cuarenta y ocho horas, pero cuídese mientras tanto y avise al doctor Carter. Enviaré más guardias. No conviene arriesgarse ahora.
—Gracias, jefe. Avisaré al doctor Carter. Nuestro amiguito ya no puede hacer mucho daño. La tarea casi ha terminado. Pero le agradezco la advertencia —e iba a cortar la comunicación—. ¡Ah, diablos! ¡No podemos hacer nada! Espero que no se acerque por aquí. No me gustan los locos. Me alteran. A propósito, hay otro individuo que nos está poniendo verdes. Es el encargado del departamento de energía. Como vamos a quitarle la Luna ya no podrá explotar la energía de las mareas. Tendrá que abandonar todas las centrales generadoras y construir otras de energía atómica. No nos aprecia. Quería amortizar esas viejas centrales para que su departamento hiciera un buen papel. Eran de mantenimiento barato, la energía le salía gratis y no necesitaba personal para producirla, Por eso, como ya he dicho, no nos aprecia. De hecho, creo que le gustaría freímos en aceite o algo así de lento y divertido.
—¡Bah! Invítalo a nuestra fiesta. Si logramos que beba lo suficiente, quizá deje de molestar.
Corría el 1 de agosto de 2157. La última brigada de obreros fue retirada de la Luna; la maquinaria transportable fue devuelta a la Tierra y todo quedó preparado para el despegue. La nave espacial de control esperaba a Carter y Poggenpohl, que acompañarían a la Luna en su último viaje. Veinte horas después, exactamente a las 16.27 hora media de Greenwich del 2 de agosto de 2157, sería disparado el primer cohete.
Mike se acercó a la nave, donde se proponía revisar las cabinas. Entonces se oyó el frenético aullido de la alarma, y un pálido ayudante se acercó corriendo.
—¡Doctor Poggenpohl! ¡Deténgase! ¡Han surgido dificultades en la Luna! Acabamos de recibir la noticia. Un... —se interrumpió al ver a Jimmy, que venía como un bólido.
—¡Será infernal, Mike! Ese maldito loco de Miller lo ha estropeado todo. Cuando escapó se alistó en una de las últimas brigadas destinadas a la Luna, y cuando éstas regresaron a la Tierra, él se quedó allí escondido. ¡Ha destruido los aparatos de mando a distancia!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque se ha jactado de ello. Hace tres minutos me llamó por el comunicador y me contó lo que había hecho. Quería que lo supiera todo el mundo. Es un mártir, en efecto. Totalmente dispuesto a morir con la Tierra, si logra impedir que todos los demás vivan. No tenemos tiempo para reparar los mandos; hay que empezar dentro de veinte horas, venga el infierno o la marea alta. Y ambos llegarán si no lo hacemos. ¡Como pille a ese mesías! ¡Le asaré el hígado a fuego lento!
—Jimmy, ¿cómo te las arreglarás con los mandos? ¡Ese maldito planeta negativo nos hará polvo si no se nos ocurre algo en seguida!
—Iré a la Luna y dirigiré la operación a mano. Ordena que preparen el cohete experimental.
—¡Estás diciendo tonterías! ¡Vas a morir! Y además, ¿cómo lo harías?
—¡Ah! En la Luna y lejos del sector de los cohetes queda un puesto de mando auxiliar. Está bastante cerca del hemisferio de proa; puedo conducir desde allí... si llego antes de que nuestro amigo Obidiah destruya también eso.
—Quizá, pero de cualquier modo te matarás. ¿Cómo escaparás antes del choque?
—Tendré el cohete cerca y dispuesto —dijo Jimmy—, y correré hacia él cuando esté seguro de no fallar el golpe. Tengo bastantes probabilidades. Una entre diez, o algo así. Iré solo, desde luego. No tiene sentido que se arriesgue nadie más.
—¡Eso crees tú! —la pelirroja cabellera de Mike se erizó con más beligerancia de la habitual, y miró enfurecido al otro—. Yo también voy, ¡No puedes guiar solo ese coloso durante una semana..., estás loco! ¡Y si tú puedes acertar el golpe, yo también puedo! ¡Eh! —gritó—. ¡Preparen provisiones para dos hombres y para cuatro semanas, y llévenlas al cohete experimental! ¡Pronto! ¡Les arrancaré el hígado si me hacen esperar más de veinte minutos! Jimmy, lleva un arma. Tendremos que vérnoslas con Obidiah.
Nadie vio arrancado su hígado, Quince minutos más tarde, el pequeño cohete despegaba rugiendo, con los dos hombres a bordo. Diez horas más tarde, habían revestido sus trajes espaciales y daban largos y torpes saltos para cruzar el aeropuerto lunar hacia la sala de mandos. Por la radio del casco, Jimmy oía a Mike, que juraba con elocuencia en tres idiomas.
«¡Dios! —pensó—, si ese mono ya ha estropeado las cosas... nos veremos en una situación peliaguda.»
Llegaron a la cabina de mandos y miraron al interior por las ventanillas. El cuadro de mandos no se divisaba desde allí. Entraron en la doble compuerta estanca. Mientras ésta se abría silenciosamente, vieron un individuo delgado embutido en un traje espacial, que levantaba una enorme llave inglesa sobre los mandos principales.
El arma de Jimmy rugió. El individuo cayó sobre las palancas y la llave rebotó en el suelo.
—No podía andarme con contemplaciones, Mike. Échalo afuera mientras yo reviso los mandos. El tonto debió acordarse de ellos hace poco. Por suerte, llegamos a tiempo.
Eran las 16.24, hora media de Greenwich del 2 de agosto de 2157. El cohete quedó amarrado con enormes cables de acero, provistos de un dispositivo de liberación rápida, al lado de la caseta de mandos. Quedaban tres minutos.
Los dos hombres ocuparon los sillones basculantes.
—¡Los que van a morir te saludan! —recitó Jimmy con indiferencia—. ¿Todo listo?
Accionó la palanca del dispositivo de seguridad y apretó los botones de mando.
—¿Les dirás que morí en olor de santidad?
—No, no lo haré —repuso Mike—. Tu olor no es de santidad. Más bien hueles a cerveza. ¡Dispara cuando quieras, Gridley!
Jimmy leyó el programa de encendido y acercó la mano a la primera hilera de botones. Faltaban veinte segundos. Mike se estremeció e intentó disimularlo con un bostezo. Empezó a contar los segundos.
—¡Diez... nueve... ocho... siete... seis... cinco... cuatro... tres... dos... uno... fuego!
Hubo un rugido estremecedor que se transmitió al piso. La Luna tembló y, a través de las ventanillas, en silueta bajo un resplandor infernal, vieron desplomarse los andamiajes abandonados. El rugido aumentó. Parecía una explosión continua. Mike hizo tiras su pañuelo, se tapó los oídos con ellas e hizo lo mismo para Jimmy, que no podía hacerlo por estar pendiente de los mandos.
El rugido creció y las llamaradas alcanzaron un brillo absolutamente insoportable. Sintieron una aceleración, como si el suelo cediera bajo sus pies. Mike cerró las ventanillas para protegerse del resplandor y regresó a su puesto. Encendió dos cigarrillos y puso uno entre los labios de Jimmy.
La pared donde estaba amarrado el cohete había pasado a ser el suelo. La Luna se movía a una velocidad desconocida durante millones de años, alejándose poco a poco de la Tierra. No tenían instrumentos para observar este último fenómeno, pero Mike imaginaba las mareas, los terremotos y el espectáculo del cielo.
—Espero que lo filmen todo desde la Tierra —comentó sin dirigirse a nadie en particular—. Si logramos salir de ésta, me gustaría verlo.
Abrió algunas latas de comida y agua, comió, asumió el mando mientras comía Carter y luego, tapándose mejor los oídos, se tumbó sobre un colchón neumático y durmió plácidamente, después de ajustar el reloj para que le despertara seis horas después con su pequeña descarga eléctrica. Todo despertador cuyo mecanismo consistiera en producir un sonido habría sido inútil.
Cuando despertó y se puso a los mandos, la Tierra estaba muy lejos, y el planeta negativo era un punto brillante en el visor, situado un poco a la izquierda del centro. Cada vez estaba más cerca. El rugido de los motores no había disminuido. Todo el hemisferio lunar «debajo» de ellos era una llamarada blanca y el vapor de hierro incandescente salía disparado a cientos de kilómetros por el espacio.
Las 3.28 del 12 de agosto; se estaba cumpliendo la última guardia. Jimmy estaba a cargo de los mandos. Ambos tenían puestos los trajes espaciales, y la compuerta que, a causa de la aceleración, parecía hallarse debajo de ellos, estaba abierta lo mismo que la escotilla del cohete, de donde colgaba un cable sujeto a un puntal, junto al tablero de mandos.
El planeta negativo era visible por la ventanilla de la pared opuesta —ahora el techo—; ocupaba la mayor parte del cielo y crecía rápidamente. La aceleración era máxima, pues ello no sólo era deseable para la colisión, sino necesario.
3.30: Jimmy levantó dos dedos. ¡Quedaban dos minutos! Indicó a Mike la compuerta estanca. Éste miró a su alrededor para comprobar si había olvidado algo y luego se dejó «caer» hacia la compuerta vigilando el mando que soltaría las amarras.
3.31: El planeta negativo ya era más grande... mucho más grande. Ocupaba prácticamente todo el cielo, Mike miró con angustia a Jimmy.
3.32: Jimmy dejó los mandos y se dirigió a la compuerta. Largó el cable mientras Mike soltaba amarras y cerró con fuerza la escotilla. Tuvieron una sensación repentina y desconcertante de ingravidez cuando la nave cayó libremente. Hubo un silbido cuando abrieron la puerta interior sin esperar a que se equilibrara la presión. Siguiendo la guía, pasaron a la cabina de mandos. Los giroscopios giraban a toda velocidad y los cohetes funcionaban ya a medio régimen.
3.34: Mike ocupó el puesto de piloto, accionó la puesta en marcha de los giroscopios estabilizadores y, poniendo rumbo a la dirección que les apartaría de la colisión inminente, puso la máxima aceleración admisible de cinco gravedades. Jimmy había logrado alcanzar un sillón e intentaba quitarse el traje espacial, pero la aceleración hizo caer sus brazos y estuvo a punto de derribarle sobre el sillón. Mike subió otro grado la aceleración y conectó los visores.
4.45: La aceleración aún era de seis gravedades, pero los hombres no hacían caso. Tenían la vista fija en la placa visora que reflejaba la inminente colisión. Fue cuestión de segundos. La Luna ya se estaba desintegrando y la mayoría de sus cohetes habían dejado de funcionar. Luego...
En el visor apareció un fogonazo deslumbrante y luego se apagó quemado por la terrible radiación. Mike puso a cero la aceleración y se desmayó. Pero Jimmy no se enteró. Ya estaba inconsciente.
Volvieron en sí al cabo de una hora poco más o menos, heridos, magullados y abrasados por la radiación, que había penetrado a través del casco, pese a ser opaco a los rayos. Imprimieron a la nave una aceleración de media gravedad para moverse cómodamente en la cabina, y la hicieron girar noventa grados por medio de los giroscopios para contemplar, a través de las escotillas laterales, los restos del intruso. Las placas visoras habían quedado inutilizadas. Un pequeño planetoide incandescente caía hacia el Sol. Mike le enfocó un espectrómetro, hizo una medición, y luego su rostro abrasado se iluminó con una sonrisa.
—¡Creo que lo hemos conseguido! Ya no le queda ni un pedazo de materia negativa. Brilla como un cuerpo caliente normal... como un Sol joven aproximadamente del tamaño de Ceres.
Jimmy intentó devolverle la sonrisa y no pudo. Le dolía demasiado la cara.
—¡Exacto! La Luna lo neutralizó. Ya no quedan sino neutrones y un poco de hierro al rojo, silicio y los demás elementos de que estaba compuesta la Luna. Es terriblemente pesado y está más caliente que los siete ejes del infierno, pero ya no es de temer. Dentro de un mes caerá en el Sol, Pero tú pareces encontrarte tan mal como yo; estoy como si fuera un anciano decrépito. Será mejor que te desnudes. Sacaré del botiquín la pasta contra quemaduras y nos embadurnaremos. Luego pondremos el piloto automático mientras descansamos. Y, por último, si ese trasto funciona todavía, regresaremos a casa. Pero lo que más deseo ahora es dormir...
Dos semanas después, dos astrofísicos bronceados y sudorosos salieron por la escotilla de un cohete quemado y deformado al puerto espacial de Washington, se detuvieron en seco y contemplaron con horror la formación de galones dorados y resplandecientes camisas almidonadas que se acercaba a ellos. Miraron de un lado a otro como animales acorralados y luego, sintiéndose como los primeros mártires cristianos, se dispusieron a soportar los horrores de la recepción oficial ofrecida por los gobiernos del sistema solar, allí reunidos.
* * *
En 1937 yo ya conocía la antimateria, y el cuento de Clark, el primero que trató dicho tema dentro de la ciencia-ficción, me entusiasmó. Sentí que él hablaba el mismo idioma que yo como químico en formación, y que otros lectores más vulgares no lo comprenderían tan bien como yo. (Ésta fue una sensación muy grata.)
Naturalmente, John Clark era químico profesional,