Segunda parte
1935
En primavera de 1935 terminé los estudios secundarios y me gradué en junio. La bibliotecaria de la escuela para varones que logró encontrar el «Boys High Recorder» de la primavera de 1934, también localizó un ejemplar del «Senior Recorder» de la promoción de junio de 1935, que ahora constituye una de mis más preciadas posesiones.
Podríais preguntarme por qué no tenía yo un ejemplar (y también del otro «Recorder») guardado durante estos casi cuarenta años, pero ya he dicho que desconozco esa clase de sentimentalismo, El 1 de enero de 1938 empecé un Diario y lo conservo, pues me sirve como referencia. También guardo ejemplares de las publicaciones donde aparecen trabajos míos (uno de cada una), como referencia. Pero nada más.
En 1966, cuando la Universidad de Boston decidió reunir todos mis papeles y se puso en contacto conmigo por este motivo (les costó bastante hacerme comprender qué interés podían merecerles mis papeles a ellos o a cualquier otra persona), les di lo que tenía, que era muy poco.
—¿Esto es todo? —preguntaron.
—Sí —respondí con indiferencia.
—¿Dónde está el resto? —inquirieron.
—Lo he quemado —respondí, sembrando el desconsuelo entre los pobres caballeros de la biblioteca universitaria.
Naturalmente, ahora los reciben todos. Me da igual meterlos en la chimenea o en el sótano de una biblioteca, siempre y cuando no me vea obligado a guardarlos.
Si me hubieran pedido mis papeles en 1935, habrían recibido mi ejemplar del anuario; al presente, ya no existe.
Al hojear el anuario encontré la fotografía de un Isaac Asimov increíblemente joven (quince años), increíblemente delgado (sesenta y ocho kilos) e increíblemente dentudo. En realidad recordaba ln foto, pues por alguna razón mi padre había guardado una copia y la tenía en el espejo del tocador de su dormitorio. De lo contrario, no me habría reconocido.
El pie de la foto decía que yo planeaba ingresar en Columbia (era verdad), y que pensaba ser cirujano. Como ya he dicho, mis padres querían que ingresara en la facultad de medicina, y yo me plegaba a estas ambiciones que tenían respecto a mí, pues ignoraba que estuviera permitido a los niños el tener ambiciones propias. Pero, ¿cirujano? ¿De dónde diablos sacaría yo la idea de que deseaba ser cirujano? No creo que exista profesión más repugnante, salvo quizá la de crítico literario profesional. La fotografía de cada estudiante llevaba escrita al pie, en letra cursiva, una glosa: producto de un talento anónimo, que probablemente no sobrevivió al esfuerzo y pereció entre el aplauso general. Bajo mi foto, el villano había escrito: «Cuando mira la hora, el reloj no sólo se detiene sino que empieza a retroceder». Rechazo esta insidia con todo el desdén que merece.
La foto y su pie son las únicas indicaciones del «Senior Recorder» que conmemoran mi paso por aquella escuela. No estoy citado en ningún cuadro de honor, ni en los resúmenes cronológicos o estadísticos. Como si no existiera.
En la página 54 del «Senior Recorder» hay un cuadro titulado «Estadística de los Cursos», que relaciona a los mejores en esto y en aquello. El mejor literato fue un tal Martin Lichterman.
¡Paciencia!
Recuerdo mi graduación de la escuela secundaria elemental; en cambio, he olvidado la de la escuela superior. No estoy seguro de lo que demuestra eso, si es que se demuestra algo.
¿Si he visitado la escuela secundaria masculina después de graduarme en junio de 1935? Ya sabéis la respuesta: no lo he hecho. Tengo entendido que ahora es una escuela de «ghetto» y que, en lo que se refiere a su estudiantado, está casi exclusivamente compuesto de negros y puertorriqueños.
Durante los últimos meses que pasé en la escuela secundaria descubrí a Stanley G. Weinbaum y sus cuentos de ciencia-ficción... aunque con medio año de retraso.
El caso es que «Wonder Stories» y «Amazing Stories» decayeron progresivamente en 1934, y ninguna llegaba con regularidad al puesto de periódicos de mi padre. Por otra parte, «Astounding Stories» tuvo una época tan grandiosa en 1934, que me absorbía por completo. No hice ningún esfuerzo por conseguir ejemplares de «Wonder Stories» o «Amazing Stories» ni las echaba en falta, siempre que recibiera todos los ejemplares de «Astounding Stories».
Por eso no leí la «Wonder Stories» de julio de 1934 y no conocí A Martian Odyssey, de Stanley G. Weinbaum, en el momento en que fue publicada. Naturalmente, leí ese relato años después, pero para entonces ya era tarde para compartir la impresión que este relato (y otros del mismo autor que aparecieron en números siguientes de «Wonder Stories») causó en todos.
Weinbaum ha sido la figura más trágica de la ciencia-ficción en la era de las revistas. A Martian Odyssey fue el primer cuento de ciencia-ficción que publicó (tenía entonces treinta y cuatro años) e hizo de él inmediatamente (¡inmediatamente!) un escritor famoso. Su estilo sencillo y su descripción realista de las escenas y formas de vida extraterrestres eran lo mejor que se había leído hasta entonces, y al público lector de ciencia-ficción les gustaba con delirio.
Una aceptación tan unánime e instantáneamente entusiasta no se había producido desde la publicación del primer cuento de E. E. Smith, seis años atrás, ni volvió a ocurrir hasta la aparición de los primeros relatos de Robert A. Heinlein, seis años después.
Aunque entonces no lo sabíamos, Weinbaum era un autor de Campbell desde antes de que éste comenzara a formar su equipo de escritores. Fue el único que alcanzó la talla de Campbell sin su ayuda. Si hubiera podido seguir escribiendo durante varios decenios (como es el caso de Smith y Heinlein), quizá Campbell no habría sido tan necesario.
Pero murió. Durante un año y medio publicó relatos en rápida sucesión, suscitando un entusiasmo cada vez más ruidoso entre sus lectores. A principios de 1936 murió de cáncer y todo terminó.
Sin embargo, no ha caído en el olvido. En las incontables antologías de ciencia-ficción que han aparecido desde el fin de la segunda guerra mundial, se recogen relativamente pocos cuentos publicados antes de 1938 (es decir, antes de la Era de Campbell). A Martian Odyssey es la excepción más importante.
En 1970, treinta y seis años después de su publicación, los Escritores de Ciencia-ficción de Estados Unidos eligieron por votación los mejores cuentos de ciencia-ficción de todas las épocas, y A Martian Odyssey quedó en segundo lugar. Se consideró que en todas las épocas sólo se había escrito un cuento mejor.