Pasado, presente y futuro
Desde el lindero de la selva, Kleon observó la bahía azul brillante. La gran trirreme, con sus filas de remos muy escoradas, ardía violentamente. El fuego y el humo se alzaban hacia el sol tropical, lamían la popa, se arremolinaban con furia alrededor del dios Poseidón cuya barba de madera y tridente puntiagudo adornaban la afilada proa.
Mientras el dios se tambaleaba y caía carbonizado e irreconocible en las salobres aguas, Kleon inclinó la cabeza y murmuró la plegaria clásica de Homero. Era un presagio, la señal de que jamás volvería a ver las vides de su tierra ni sus olivos retorcidos; nunca volvería a conversar con los filósofos, ni oiría al deiforme Alejandro arengar a la falange macedónica contra las huestes persas.
Las ascuas se apagaron poco a poco y cesó el crujido de la madera al arder. A su espalda, rodeada de una maraña de árboles lujuriantes y flores exóticas, esperaba su tripulación, No eran de su raza, sino morenos marinos egipcios de Tebas, reclutados por el poderoso Alejandro para su expedición contra Arabia y los potentados indios.
Sostenían inquietos sus lanzas, teniendo la terrible ira de su joven comandante, sabiendo que eran culpables de la traición más vil pero, al mismo tiempo, nada arrepentidos de lo que habían hecho. Sus ojos miraban con avidez a las mujeres que aguardaban cerca, aborígenes de aquella tierra increíble, en cuyo firmamento brillaban estrellas desconocidas y cuyo suelo abundaba en alimentos, refugio y subsistencia para quien quisiera tomarlos. Aquellas mujeres eran altas, gráciles y erguidas, con piel cobriza y ojos sonrientes que constituían una delicia para unos marinos que no habían visto ni siquiera una sirena durante muchas lunas.
¿Por qué iban a dejar aquellas delicias recién halladas, aquella raza gentil de gente amigable, que se llamaban a sí mismos mayas en su lengua fluida, para adentrarse una vez más en el proceloso Océano y regresar hacia el sol poniente? Eso era tentar a los dioses. Estaban seguros de que esta vez sus huesos se pudrirían en las sombrías cavernas de los mares insondables, o de que la nave rebasaría el confín del mundo para caer en las fauces del viejo Caos.
No; habían tentado demasiado a los espíritus de las aguas. Hasta entonces, sólo Isis y Osiris los habían salvado ya que el gran viento que alborotó el Océano Indico los había separado de la armada de Niarchos, el almirante de Alejandro, mientras ésta contorneaba las costas hostiles. Se quedarían allí con el pueblo que, por lo visto, los consideraba tanto a ellos como a su rubio y joven comandante, dioses venidos del otro lado del mar, ¿Acaso no se arrodillaron y adoraron a Kleon cuando la trirreme echó el ancla en la fantástica bahía? ¿Acaso no le aclamaron llamándole por un nombre exótico, como si fuera esperado desde hacía mucho tiempo? Quetzal, eso era.
Pero Kleon, con su tozudez griega, después de un mes de agradable descanso bajo los aires reparadores y de cargar toneles de alimento y agua, les ordenó que se pusieran de nuevo a los remos para arrostrar una vez más los peligros de que habían escapado milagrosamente. Había opuesto una mueca cerril y dura a todas sus protestas.
¡Por eso quemaron la nave! Pese a toda su sabiduría griega y a las artes mágicas que había aprendido entre los sabios de los persas, los indostanos y los antropófagos de un solo ojo que acechaban en las cuevas del Techo del Mundo, Kleon ya no podría obligarles a surcar otra vez los mares.
Pero, como él era el comandante, y ellos sólo unos esclavos egipcios; como llevaba brillante armadura y sabía esgrimir la corta espada macedónica que llevaba a un costado, se agazapaban, estaban inquietos, pese a que ellos eran cien y él sólo uno.
Mas el griego, terrible en su armadura como el joven dios del Sol, no hizo movimiento alguno. La trirreme era una pavesa ennegrecida sobre las aguas silenciosas. Los mayas, altos y morenos, contemplaron al desconocido, a quien habían aclamado como Quetzal con inconmovible adoración. Hasta los pájaros chillones y multicolores que parecían burlarse de ellos desde los árboles imitando voces humanas estaban callados.
El timonel Hotep se le acercó, temeroso.
—No estés enojado con nosotros, noble Kleon —suplicó—. Sólo hicimos lo que nos parecía mejor. Aquí, entre esta gente, somos como dioses. ¿A qué afrontar las tempestades para sufrir hambre, sed y ataques de monstruos terribles y, acaso, alcanzar los límites del mundo, para regresar una vez más a... la esclavitud, las tareas agotadoras y las heridas de la guerra?
Kleon se volvió lentamente.
—Sin duda, habéis hecho lo mejor para vosotros mismos —afirmó con serenidad—. Sois esclavos, egipcios. Os mezclaréis con estos habitantes de ultramar y no os parecerá una degradación. Les enseñaréis vuestras artes y os daréis por satisfechos. Pero yo soy griego, y ellos son bárbaros. No desperdiciaré mi vida entre ellos... y vosotros. La vida es el precioso depósito del noumena, el pensamiento metafísico, o no es nada. En los confines del mundo, el poderoso Alejandro marcha hacia nuevas victorias, y la cultura griega le acompaña. Aquí hay estancamiento, mentes que nada saben de la ciencia ni de la noble filosofía. ¿Qué tengo que ver yo, un griego, con éstos... o con vosotros, oh, Hotep?
El egipcio se inclinó con humildad. No estaba ofendido. En otros tiempos su raza fue poderosa, pero el mundo había cambiado y los viejos dioses habían cedido ante los nuevos. Por esta razón, él y sus compañeros se contentaban con pasar el resto de sus días en aquella tierra nueva.
—Gran Kleon, ¿qué quieres de nosotros? —inquirió.
El griego le miró, pensativo y luego volvió sus ojos al océano, donde estaba el casco chamuscado de la trirreme, Luego los paseó sobre la temblorosa tripulación, los nativos de piel cobriza; oteó tierra adentro, por encima de la selva impenetrable, hasta la elevación azul que indicaba la existencia de una cordillera interior. El humo se alzaba perezosamente de una cima en forma de cono. Sus ojos azules brillaron; una extraña pasión se adueñó de su ser. Cuando habló parecía monologar, en vez de dirigirse a Hotep.
—Cuando Alejandro salió de Persépolis y marchó durante meses terribles por las extrañas tierras asiáticas y pueblos aún más extraños hasta el Indo, cruzamos el mismísimo techo del mundo. Allí encontramos una raza de sabios santones, tan viejos, tan amojamados por el tiempo, que realmente parecía increíble... sobrevivientes de una era pretérita, cuando la tierra estaba envuelta en hielo y el propio Zeus aún no había nacido. Pasé algún tiempo con ellos, oh Hotep, y me abrieron sus mentes a mí, el insaciable buscador de conocimientos. Me hablaron de días anteriores a la llegada del hielo, cuando el mundo era joven y las colinas desérticas estaban cubiertas de verdor extraño y de poderosas ciudades. Hablaban como si hubieran conocido grandes civilizaciones ya sepultadas. A decir verdad, sus conocimientos eran superiores a los del mismo Aristóteles. Aseguraban que su civilización murió cuando los hielos avanzaron inexorablemente hacia el sur, pero era tal la ciencia secreta de sus sacerdotes, que algunos pudieron emparedarse en cavernas, para reposar allí durante largos siglos de letargo inmortal y despertar en un momento predeterminado en que según su ciencia les indicaba que los hielos habían retrocedido de nuevo a las frías regiones boreales, Me mostré escéptico, conforme a las enseñanzas de los sofistas, pero me llevaron a las cavernas cerradas, donde pude mirar a través de un instrumento que hacía transparente la roca, y allí vi a algunos de sus durmientes. Afirmaron que éstos habían dispuesto su despertar para una época posterior a la de los demás, deseando conocer el futuro más lejano. Han de pasar mil años para que éstos despierten y vuelvan a respirar.
—Es increíble —murmuró Hotep, oficioso.
El rostro de Kleon era una máscara contemplativa.
—Me desvelaron el secreto —susurró—. Al ver esa montaña, en cuyo seno rumorean los titanes y los cíclopes forjan su rayo, recordé aquel relato.
De súbito irguió los hombros. Su voz resonó como solía hacer cuando conducía una falange a la batalla.
—¡Hotep, esclavos! ¡Escuchadme!
Ellos se sobresaltaron al oír el clamor estentóreo, olvidando que él era uno y ellos cien.
—Sí, noble señor —respondieron a coro.
—Habéis cometido una acción vil. Sois como animales; esta tierra ociosa y su pueblo aún más ocioso satisfarán vuestros limitados deseos. Pero yo soy griego, y debo andar siempre con una llama brillante y límpida; de lo contrario la vida no tiene valor para mí. No pienso desperdiciar entre bárbaros los días que me quedan. En consecuencia, si deseáis mi perdón, debéis cumplir exactamente mi voluntad.
Hotep se acercó con cautela al grupo de sus compañeros, y aferró la empuñadura de su lanza. ¿Acaso el griego tenía la delirante idea de construir una nueva trirreme con los gruesos árboles del bosque y poner rumbo al oeste? En tal caso, él preferiría...
Kleon no pareció reparar en los gestos y miradas hostiles de sus hombres.
—Yo también haré frente a mi destino —declaró—. El presente es un ánfora vacía para mi espíritu; deseo llenarme con el vino transparente de días que aún no han visto la luz. Me emparedaré en una caverna, lo mismo que aquellos sacerdotes que habitaban el Techo del Mundo, y lo haré como ellos me enseñaron. Fijaré la fecha para mi despertar. Veamos... sí, diez mil años. ¡Quién sabe qué visiones extrañas y maravillosas se presentarán a mis ojos después de ese tremendo número de años!
Las lanzas cayeron de los dedos sin fuerza, produciendo un golpe seco; las barbas negras se agitaron con ridículo asombro y voces confusas invocaron a Horus y Amón Ra. El pueblo cobrizo, inconsciente, ignorante del significado de las palabras del dios Quetzal, se postró atemorizado ante su mirada relampagueante y el sonido de su discurso, espantoso como la mar encrespada.
Hotep balbució algunas palabras.
—Señor, ¿te has vuelto loco? ¡Estos relatos de magia han perturbado tu cerebro! Ellos se burlaron de ti. Es imposible...
—Es suficiente que yo lo ordene —le interrumpió bruscamente Kleon, tocando su espada con significativo gesto.
Una ola de apresurados asentimientos se elevó como incienso de entre la tripulación. ¿Por qué no habían de cumplir la voluntad del griego loco? Si lo hacían, quedarían liberados del constante remordimiento por su traición y del temor a la venganza meditada. Vivirían con aquel pueblo afable, tomarían a sus mujeres como esposas y descansarían tranquilos y seguros después de tantas penurias. Que el griego fuera emparedado, si lo deseaba, en las entrañas de la tierra, para esperar ese futuro fantástico que describía.
Se necesitó casi un año para realizar la tarea. Pero Kleon dirigió implacablemente a su tripulación y a aquella gente dócil que se llamaban a sí mismos mayas. Ahora que la suerte estaba echada, después de meditarlo durante noches y días, estaba impaciente por conocer el futuro que los gimnosofistas del Techo del Mundo le habían prometido; en verdad estaba muy impaciente.
Necesitaba un volcán, pues los gases generados en las forjas de los cíclopes eran necesarios para su conservación. Localizó el cono azul del que brotaba eternamente humo a unos cincuenta estadios tierra adentro. Dispuso que su base fuera limpiada, y allí los egipcios le construyeron una pequeña pirámide, imitando la de Keops, donde los mayas cobrizos trabajaron voluntariamente como sumisas bestias de carga, Bajo la piedra labraron una sencilla cámara, a prueba de, siglos y hermética a toda contaminación exterior. De la cámara partían unos conductos de piedra hacia las entrañas de la montaña que lanzaba fuego. Mediante ingeniosos dispositivos de aspiración, los gases arremolinados de azufre y el vaho sulfuroso podían entrar en las proporciones adecuadas.
Luego se retiraron y Kleon trabajó en secreto. Del justillo de piel que llevaba bajo la armadura, sacó una esfera de plomo, que le habían entregado los gimnosofistas con las instrucciones pertinentes. Dentro de la bola hueca había una sustancia brillante que siempre ardía, una sustancia que ardía pero que no se consumía sino al cabo de miles y miles de años.
Kleon la manipuló con mucho cuidado y preparó el mecanismo de modo que, a determinada presión, aparecieran las minúsculas aberturas que darían salida a las radiaciones del elemento interior en cantidades determinadas, hasta cesar por completo transcurridos diez mil años. Él, un griego, naturalmente ignoraba que tenía en la mano una onza de radio puro; el secreto de su metalurgia era conocido en aquella civilización preglaciar, y se había perdido en el mundo recién nacido.
Luego, como le habían enseñado, preparó un cómodo nicho donde acostarse, comprobó que ciertas piedras con goznes preparadas por Hotep encajaban perfectamente en su alvéolo para condenar toda entrada y salida, e instaló sobre un resorte secreto que controlaba los resortes, un minúsculo disco de una sustancia laminada y fluorescente, también suministrado por los ancianos del Techo del Mundo. A él apuntaban los orificios de la bola de radio.
Le habían dicho que las potentes radiaciones del sagrado elemento desintegrarían cada lámina del disco exactamente en mil años. Por tanto, Kleon quitó las capas sobrantes y sólo dejó diez para exponerlas a la inclemencia constante del radio. Cuando el bombardeo llegase a la última capa fluorescente, los rayos incidirían sobre el resorte que haría girar los goznes de piedra. Los sillares girarían suavemente en sus alojamientos; el aire del exterior podría entrar, barriendo los gases adormecedores, y Kleon despertaría como si hubiera dormido una siesta corta y tranquila, diez mil años en el futuro.
Habían querido explicarle exactamente la acción del radio puro y de la mezcla de óxidos de azufre, de ácido clorhídrico, de sulfocianuros e hidrocarburos presentes en los gases volcánicos. Pero la química no era una ciencia en que los griegos estuvieran muy fuertes. A Kleon le bastaba saber que dichos cuerpos ejercían determinados efectos sobre sus tejidos y órganos corporales. Actuaban como un freno de los procesos vitales, una solución en que toda vida quedaba indefinidamente suspendida, sin que se helara la sangre y con la carne fresca y firme.
Al fin llegó el día. Le pareció a Kleon que su corazón latía con demasiada rapidez. ¿Y si los gimnosofistas se habían burlado de su fe griega; y si eran magos cuyas hazañas no fuesen sino trucos? En tal supuesto, moriría dentro de su tumba y no volvería a salir. Rió, y su risa resonó huecamente en sus oídos. No temía a la muerte pero...
Sólo Hotep y él estaban dentro de la pirámide, en la cámara sagrada. Fuera, su tripulación guardaba la entrada, rindiendo honores con sus armas según sus instrucciones estrictas. Más allá, en el claro que rodeaba la pirámide, yacían los mayas, postrados en señal de adoración. Se les había anunciado que Quetzal, el dios blanco y rubio, pensaba dormir. Estaba cansado de la iniquidad del mundo. Pero algún día resucitaría con todo su poder para conceder a sus hijos, los mayas, la vida eterna, la paz y una prosperidad sin precedentes.
—Creo que eso bastará para protegerme de cualquier peligro —le dijo Kleon a Hotep con una astuta sonrisa. Miró socarronamente al egipcio y agregó—: También creo que te resultará ventajoso perpetuar la leyenda.
Hotep sonrió también detrás de su barba.
—Noble Kleon, tu mirada lo penetra todo. Me haré sumo sacerdote de Quetzal, y mis hijos también lo serán después de mí.
—No lo dudo —comentó Kleon, lacónico.
Luego su rostro se convirtió en una máscara pétrea. Comprobó las salidas, el funcionamiento de la losa.
—Ha llegado el momento, oh Hotep. Retírate y cuando hayas salido pon la losa en su lugar. Luego, si aprecias en algo tu vida y tu inminente sacerdocio, no intentes entrar en mi morada.
El egipcio iba a murmurar algo a través de la barba negra, pero optó por hacer una reverencia y retirarse. La inmensa piedra labrada se acomodó suavemente en su alvéolo. La cámara estaba cerrada.
Kleon, como si se considerase ya muerto, hizo sus preparativos. Toda la iluminación se reducía a una antorcha humeante. El disco quedó en posición sobre el resorte. La bola de plomo se adaptó con precisión en su nicho. Tocó el mecanismo y los orificios imperceptibles del plomo apuntaron al disco. Un extraño resplandor inundó la cámara. El material fluorescente de las diez láminas brilló al recibir el enérgico bombardeo. Kleon sintió un extraño hormigueo en la piel, como si innumerables átomos estallaran hacia el olvido. Le habían advertido de los letales efectos de la exposición directa al radio.
Algo espantado por lo que se disponía a hacer, completó los preparativos. Se echó con cuidado en el jergón preparado en una hornacina de la pared sólida, y se acomodó. A su lado tenía la espada y una afilada jabalina. Él era un guerrero, caudillo de una falange. No sabía qué ciase de hombres iba a encontrar en ese futuro lejano e inimaginable. En un rincón de la cámara había unas ánforas selladas, llenas de cecina y agua para saciar su hambre y su sed al despertar.
Hizo una mueca. ¿Despertaría? Sus dedos vigorosos tomaron la pequeña palanca de metal que tenía a un lado. Una pequeña presión hacia abajo y las piedras exactamente talladas que cerraban los pasos del volcán se abrirían. Después...
La antorcha empezó a humear. No tardaría en apagarse. El aire del recinto se agotaba con rapidez. La respiración se hacía difícil. El resplandor espectral a través de la penumbra parecía eterno; el disco despedía minúsculas chispas. La sensación de hormigueo en su piel aumentó. Apretó los dientes y bajó la palanca.
Tres grandes piedras giraron silenciosamente sobre sí mismas, descubriendo tres agujeros en la pared. Hubo un débil rumor, un sonido de succión, y entró el gas amarillo y espeso.
Recorrió la cámara subterránea, semejando unos tentáculos viscosos y ensortijados. Rodeó su cabeza de vapores acres y sofocantes, La antorcha parpadeó y todo quedó en la oscuridad. Sufrió convulsiones y sus pulmones trataron de aspirar aire, llenándose de gas irritante.
Pero una débil luminosidad brillaba en el seno de la oleada amarilla y densa. Vio chispas, y oyó crujidos. Respiró nuevos olores acres. Empezaban a producirse transformaciones químicas desconocidas para él.
Kleon sintió que el escozor cesaba de súbito. Quiso respirar pero no pudo. Intentó mover los miembros. Éstos se negaron a obedecerle. El latido de su corazón se hizo más lento hasta pararse por completo. Le invadía una gran somnolencia.
Así pues, esto era la muerte. La cámara parecía dar vueltas a su alrededor. Su pensamiento tropezaba con una indefinible obstrucción. No volvería a ver las vides de su tierra, los nudosos olivos... Atenas... Alejandro... los compañeros...
La cámara emplazada debajo de la pirámide quedó en absoluto silencio. Los conductos que comunicaban con el volcán se cerraron automáticamente, Los gases transformados bañaron el cuerpo inmóvil, paralizado. El radio despedía su resplandor incesante. El disco laminado resplandecía bajo los rayos. Todo era silencio. El tiempo se había detenido...
Sam Ward se secó el sudor de las manos en la gruesa tela caqui de sus pantalones y miró. Estaba cansado, sudoroso, atosigado por los molestos insectos, asado por el ardiente sol guatemalteco, y bastante decepcionado. Le habían inducido a esperar más.
—Allí está —el mestizo hizo un gesto, medio de triunfo y medio de temor, con su dedo mugriento—. Juan nunca miente, Ahora el señor le pagará los cincuenta dólares mexicanos que prometió. Juan no quiere quedarse. Hay peligro.
Sam no respondió. Recorrió el escenario con una ojeada de experto. Ciertamente era un hallazgo, pero había muchas ruinas más altas y más interesantes en la península de Yucatán. Aquéllas no parecían demasiado importantes.
Sam había vivido mucho durante los pocos años transcurridos desde que terminó sus estudios. China y los Señores de la guerra, excavaciones en Mesopotamia con acompañamiento de escaramuzas con los beduinos —a las que no se dio publicidad— así como una visita, ni legal ni autorizada, a las excavaciones practicadas por los de Harvard en Chichén Itzá, Yucatán. Por último, aquel trabajo relativamente soso, pero bien remunerado, para averiguar si las selvas interiores de Guatemala tenían posibilidades para establecer plantaciones de bananas por cuenta de un sindicato de Nueva York.
Había conocido a Juan en San Felipe, cerca de la costa del Pacífico. No existía mestizo más mugriento, maloliente y empapado en alcohol. Pero era prácticamente la única fuente de información que Sam pudo localizar.
Los blancos se mostraban amables pero imprecisos. Se encogían expresivamente de hombros. Las húmedas e interminables selvas que se extendían hasta las estribaciones de Sierra Madre eran lugares que, sin duda, no convenía visitar. Eran impenetrables, palúdicas, plagadas de garrapatas y fiebre amarilla, llenas de pantanos sin fondo, habitadas sólo por fieras y serpientes venenosas. Además, agregaban expresivamente sus informantes, a los indios no les gustaría.
Sam Ward se sonrió al oír esta última información. Se consideraba muy competente para cuidar de sí mismo. Era alto, de hombros anchos y músculos ágiles y poderosos que se le marcaban a cada movimiento. Conocía las selvas y se había enfrentado a hombres más salvajes que cualquier fiera o serpiente. Llevaba descuidadamente una cartuchera a un costado, y en la funda un revólver de seis tiros. Estaba cargado, y Sam lo había usado con eficaz y mortífera puntería siempre que fue necesario. No; a Sam no le preocupaba demasiado si gustaba a los indios o no. Tenía un trabajo por el cual sus patronos le pagaban con largueza.
—¿Por qué no gustaría a los indios? —preguntó con prudencia.
Su informante volvió a encogerse de hombros, Era el alcalde de San Felipe, un hombre bajo, fornido y algo asmático.
—Ellos no hablan, señor —admitió—. Son mayas, descendientes de una raza obstinada. Para ellos esas selvas son sagradas. Algunos extranjeros han entrado allí, pero no regresaron. De modo que...
Sam preguntó a los indios. Eran altos, erguidos, bien parecidos y de piel cobriza. ¡No, señor! Ellos no iban a guiarle a través de la selva, ni siquiera por veinte dólares mexicanos. ¿Por qué? Al dios Quetzal, que duerme mientras llega su hora, no le gustaría.
Entonces fue cuando conoció a Juan, el hombre rechazado tanto por los blancos como por los pieles rojas, mientras mendigaba en vano otro trago de ardiente tequila a un tabernero duro de corazón. Sam le abordó y le prometió más, mucho más, si se avenía a guiarle a través del territorio prohibido. Juan balbuceó algunas exclamaciones de terror, pero cedió después de varios tragos.
Luego vinieron las jornadas de abrirse paso con el machete a través de la selva espinosa, las horas de vadear pantanos y de luchar contra garrapatas y mosquitos. Era un infierno. Pero había ciertas zonas que servirían para el cultivo, si se lograba engatusar a los nativos para que trabajaran. En todo caso, sería duro, pensó Sam mientras se disponía a emprender el regreso.
Juan observó su gesto de decepción, Pensó con rapidez. Sabía que los tontos norteamericanos pagaban generosamente por ver las ruinas de la selva. Su cerebro embotado por el alcohol había olvidado todo temor.
—¿Y si le muestro al amable señor dónde duerme Quetzal? ¿No valdría eso cincuenta dólares mexicanos? —preguntó esperanzado.
Sam se rascó el cuero cabelludo.
—¿Quetzal? ¡Tonterías! Todos los golfillos de Centroamérica te muestran dónde duerme ese dios fabuloso a cambio de una propina. Ya he visto bastantes piedras inútiles en Yucatán. Además, los antiguos mayas no construyeron ciudades en la zona del Pacífico.
—Esto es diferente —insistió Juan. Había notado con alegría que la objeción no era por los cincuenta dólares, y su codicia le hizo olvidar por completo sus supersticiones—. Es lo que ustedes llaman lo auténtico. Una vez oí a los sacerdotes durante las ceremonias de la luna llena.
Sam lo pensó. La Sierra Madre se alzaba, empinada y escabrosa, a poco menos de nueve kilómetros hacia el este. Un cono de forma regular humeaba perezosamente, como si viniera haciendo lo mismo desde tiempos remotos.
—¡Trato hecho! —decidió Sam de improviso. Lo de las bananas no había salido muy bien. Quizá tuviera más suerte con la arqueología. ¿Otra Chichén Itzá?—. Pero recuerda... si no hay Quetzal, no hay dinero.
Y ahora estaba allí, decepcionado, contemplando las laderas del volcán y la pirámide cubierta de hierba, muy baja y sencilla, que casi pasaba desapercibida entre la espesura. Ruinas mayas, sin duda, y en territorio virgen. Había visto cientos de ruinas semejantes que no contenían nada digno de mención.
—Quetzal está allí —insistió Juan—. Por favor, señor, déme los cincuenta dólares mexicanos y deje que Juan se vaya. Quetzal puede enfadarse.
Sam meneó la cabeza.
—No es ese el trato —gruñó—. Enséñame a Quetzal y pago doble.
Hablaba solo, pues el mestizo había girado sobre sus talones descalzos, con un grito de sorpresa, arrojándose de cabeza hacia los enmarañados matorrales que les rodeaban.
—¡Diablos! —gritó Sam, y sacó el revólver.
Luego se detuvo, con una mueca burlona. Había visto algunas siluetas huidizas que se alejaban y desaparecían sin el menor ruido. ¡Mayas! Le habían vigilado durante horas, siguiendo su lento avance a través de la selva. Pensó que Juan ya no regresaría a San Felipe. Pero también era improbable el regreso de Sam Ward, pensó con indiferencia.
Retrocedió poco a poco hacia la pirámide cubierta de hierba, con el arma preparada y atento a cualquier movimiento que se produjera en la selva circundante. Si lograba trepar por los costados ruinosos y cubiertos de vegetación de la ruina, tal vez podría orientarse y hallar un camino a través de los bosques sin senderos.
Su pie tropezó con un agujero y trastabilló. Se rehizo, alarmado. En la base de la pirámide, prácticamente oculto por unas enredaderas, había una abertura negra, que su pie acababa de descubrir.
Atento, esperando oír en cualquier instante el silbido del dardo lanzado por una cerbatana, se inclinó para ver mejor. Por suerte llevaba una linterna. La enfocó hacia abajo, iluminando un pasadizo muy inclinado, que descendía en línea recta hacia una profundidad insondable.
Sam apartó con impaciencia el resto de las enredaderas. Olvidó incluso los mayas que le acechaban, tal vez para matar a aquel profanador de sus antiguos secretos. Después de todo, quizás el mestizo borracho tenía razón. Pues aquel pasadizo, aunque construido por manos humanas, era diferente de los que solían hallarse en las pirámides de Yucatán. Un vago parecido le inquietaba, hasta que se hizo la luz en su cerebro. Había visto pasadizos así en Egipto, en la Gran Pirámide de Keops.
Se inclinó y olfateó el aire. Era frío y húmedo, como de caverna, pero resultaba respirable. Lanzó una rápida ojeada hacia atrás. No se oía nada en la selva, ni siquiera el grito de un pájaro. Sonrió torvamente. Los mayas esperaban. Para ellos, el tiempo no tenía un valor especial. Pues bien, que siguieran esperando. Él no tenía prisa en morir.
De momento, era la pirámide lo que le atraía e intrigaba. La construcción, aunque cubierta de hierba, presentaba influencias egipcias. Si lograba demostrar tal tesis, quizás habría resuelto el problema de los mayas. Pero, ¡bah! Lanzó una carcajada ronca. Más valía no hacerse ilusiones. Las posibilidades de regresar a San Felipe eran ínfimas. Luego se encogió de hombros como se había encogido el alcalde, y como un tal Kleon se había encogido de hombros, más de dos milenios atrás. Su vida estaba en manos de los dioses. Mientras tanto...
Entró poco a poco en el pasadizo. A su paso se desprendían pedruscos y tierra suelta, Los ecos parecían truenos lejanos. Se abrió paso con precaución, bajando siempre, alumbrando ante sí con la linterna. Las paredes estaban bien unidas, aunque no pulidas ni decoradas. Hacía frío y el aire era algo fétido. Lo que significaba que el túnel carecía de otra salida que produjera una corriente de aire.
Siguió bajando con cuidado, A sus espaldas esperarían los mayas, enfurecidos por la profanación de sus secretos; delante esperaba... ¿qué?
Pronto iba a descubrirlo. Contempló, asombrado, una pared maciza que le cerraba el paso, El túnel terminaba de improviso. Paseó sobre ella el rayo de la linterna, y su corazón dio un vuelco. Casi imperceptibles, como borradas por el tiempo que todo lo olvida, percibió unas grietas rectilíneas y muy finas. Hacía un tiempo incalculable que habían levantado aquella losa para encajarla allí. Lo cual significaba que al otro lado había una cámara, cerrada por hombres ya olvidados.
Juan había hablado de Quetzal. Lo mismo decían los ceñudos mayas. Pero, naturalmente, eso era ridículo. Quetzal era una leyenda como..., como... Zeus, Poseidón y todo el Panteón de los griegos.
Tenía que entrar, aunque no viviera para revelar al mundo lo que encontrase. Pero, ¿cómo hacerlo? La losa debía pesar más de una tonelada, y no dejaba resquicio para meter ni la punta de un dedo. Se necesitaría una paciente excavación o una excavadora muy potente. Rió al pensarlo. Era como pedir la luna.
Luego frunció el ceño. Los relatos acerca de Egipto hablaban de sagaces artificios o resortes secretos que movían sin esfuerzo las piedras. Jamás había visto ninguno, y las personas con quienes había hablado tampoco. De estos misterios siempre se hablaba como cosa averiguada de segunda o tercera mano, nunca por el mismo narrador.
No obstante, sus dedos hábiles tocaron, palparon y apretaron. Con el índice tocó una oquedad minúscula perceptible sólo al tacto, y ahogó una exclamación de alegría.
La pared pareció ceder suavemente ante él. Ni siquiera pudo ver cómo giraba la gran piedra. Al otro lado se divisaba claridad.
Se coló por la abertura y paseó con impaciencia la linterna. Una exclamación brotó de su garganta y murió una vez más en sus labios. Se hallaba en una primitiva cámara, hecha con gruesos sillares. Un tenue resplandor salía de un minúsculo nicho de la pared del fondo, y aquel rayo de luz apuntaba al umbral por donde él había entrado. Esto ya era bastante excitante. Pero en el rincón más alejado, apenas visible bajo el resplandor extraño y chispeante, una figura yacía inmóvil dentro de una hornacina tallada en la roca.
Era un cadáver, por supuesto, aunque muy bien conservado, de aspecto extrañamente intacto debido a los incontables años de enmurallamiento. Parecía dormir, esperando la llamada de alguna trompeta.
Sam dio un paso adelante. Sentía una extraña pesadez y dificultad al respirar. En la cámara había un humo amarillo que resplandecía con luz propia y parecía una masa viscosa y movediza, Sam no le prestó atención, creyendo que el lento ritmo de su pulso se debía a la excitación por el hallazgo.
El yacente en aquel lecho de rocas era blanco y de cabello rubio. Sus rasgos embalsamados eran regulares y clásicos, como cincelados en un camafeo. Una armadura todavía brillante y en buen estado protegía sus miembros.
Sam recordó teorías delirantes, fantásticas. Aquél no era un moreno jefe maya. ¿Sería... Quetzal? La leyenda hablaba de un dios brillante, rubio y de ojos azules que llegó a través del Pacífico, aportando la civilización a los mayas. ¿Era posible que...?
Entonces, y sólo entonces, Sam Ward notó una sensación de ahogo, un peso mortal en los miembros, un cosquilleo eléctrico en la piel. ¡El gas! Un gas embalsamador cuyo secreto debió perderse en las tinieblas del tiempo, cuyas propiedades de conservación explicaban, sin duda, el increíble estado en que se hallaba la momia rubia. Tenía que salir en seguida... airear aquel ambiente...
El grito que exhalaron sus labios apenas fue audible... La losa había desaparecido; en su lugar se veía una pared maciza y lisa. No la había oído cuando se cerró a sus espaldas. Pero habría jurado que oyó una carcajada gutural, y cautelosas pisadas de pies descalzos. ¡Los mayas le habían seguido con sigilo y le habían sepultado por toda la eternidad!
Observó el disco fluorescente que resplandecía pavorosamente sobre la piedra. Su cerebro estaba obnubilado. Quiso reír. El sonido fue seco, forzado. ¡Qué ironía! Después de lograr el mayor descubrimiento de la época moderna, no podía proclamarlo a los cuatro vientos. Era la venganza de Quetzal. En algún remoto futuro, los arqueólogos entrarían tal vez en la cámara y hallarían un espectáculo increíble: un dios rubio de brillante armadura... y otra momia, vestida de uniforme caqui, que sin duda pertenecía al siglo veinte. Imaginó su desconcierto, sus laboriosas explicaciones.
La linterna cayó de sus dedos paralizados, y osciló como un péndulo. Intentó respirar, pero no pudo. Su corazón ya no latía. Flotaba en un inmenso mar amarillo. Su cerebro luchó un instante y cedió. Cayó de espaldas, cuan largo era.
La linterna caída siguió alumbrando sin necesidad hasta que se agotaron las pilas. Pero el resplandor de la bola de plomo continuó como venía haciendo durante más de dos mil años. Fuera, la vida seguía su curso. Florecieron y decayeron civilizaciones; las guerras diezmaron la tierra y se produjeron hechos increíbles.
Dentro de la cámara reinaba el silencio y el reloj de radio ardía con incesante energía. Dos figuras yacían, la una al lado de la otra, inmóviles, intactas. Fuera, las tormentas, el sol y las semillas arrastradas por el aire depositaron sobre la pirámide una capa de tierra tras otra. Los mayas fueron olvidados. El último sacerdote descendiente de un cierto Hotep oró por última vez con ojos legañosos y desesperados. Juan se pudrió sobre la madre tierra, con una pequeña flecha envenenada entre los omóplatos. Sam Ward también fue olvidado. Durante algunas semanas hubo revuelo en San Felipe. Pero no se puso demasiado interés en la búsqueda, y nadie supo si se había perdido en la selva.
¡El griego Kleon y el norteamericano Sam Ward, hijos de distintas épocas, quedaron eternamente hermanados por la muerte en el subterráneo, mientras el mundo avanzaba hacia un futuro fantástico!
Tomson estaba asombrosamente cerca de una emoción tan vulgar como la ira cuando subió al tubo conductor que le trasladaría al nivel subterráneo más bajo de Hispan. No le gustaba dejar su cubículo del nivel medio, donde estaba su hogar, su laboratorio, su equipo, su cámara de cálculos. La presión atmosférica estaba perfectamente adaptada a su delicado cuerpo; la temperatura no variaba ni en una centésima de un grado del valor más conveniente al funcionamiento eficaz de su inteligencia. En sus cincuenta años de vida no había salido de su nivel más de seis veces, y nunca había llegado tan abajo, hasta las viviendas inferiores de la casta de los Trabajadores.
¿Qué motivo lo habría justificado? Vivía en el nicho del sistema Hispan que le había sido asignado desde su nacimiento y que era cómodo e inalterable. Cualquier otra existencia resultaba inconcebible. Siempre habían existido Olgarcas; los de su clase, los Técnicos, siempre serían necesarios; en cuanto a los Trabajadores, nadie hacía mucho caso de ellos. Quemaban sus vidas en las entrañas de la tierra, cuidaban de las poderosas máquinas que hacían posible la subsistencia de Hispan, se afanaban, engendraban descendientes, y morían en humilde anonimato.
Tomson descendió a velocidad uniforme por el tubo conductor que recorría a Hispan en sentido vertical. Un campo de fuerzas zumbaba constantemente en el tubo. Los viajeros regulaban la velocidad de ascenso o descenso mediante las resistencias portátiles de sus cinturones. Un ligero movimiento de la palanca del reóstato a la derecha o a la izquierda, y la resistencia positiva o negativa al campo de fuerza actuaba en seguida para determinar la velocidad y el sentido del viaje.
Tomson pasó los niveles secundarios de los Técnicos inferiores y arrugó su frente calva y redondeada. Había sido Harri el que solicitó con respetuosa obstinación su presencia en las viviendas subterráneas. ¡Maldito individuo, con su rostro gesticulante y excitados ademanes! ¿Por qué no resolvía él aquella situación supuestamente nueva, sin turbar las elevadas meditaciones de Tomson? ¿Acaso ignoraba cuán delicados y vulnerables eran el organismo y el cerebro de un jefe Técnico? Abajo, en los niveles de los trabajadores, reinaban terribles presiones, soportables sólo por seres toscos, y las temperaturas llegaban a fluctuar hasta un grado en más o en menos.
Se estremeció mientras bajaba, sintiéndose tentado de regresar a su cuarto para dejar que Harri se hiciera cargo del problema. Era evidente que Harri escurría el bulto porque estaba espantado; ahora, si algo salía mal, los Olgarcas considerarían responsable a Tomson. Suspiró y aumentó la velocidad de bajada.
Los niveles pasaron, uno tras otro, señalados por el indicador acústico. Cada uno correspondía a una categoría en la sociedad de Hispan. Después de las diez secciones de Técnicos inferiores se pasaba por los niveles de almacenamiento, las filas de incubadoras, los generadores auxiliares de energía. Luego se pasaba por los atestados barrios de trabajadores, las fábricas donde se sintetizaban las pastillas alimenticias, los niveles de las máquinas pesadas y las llamas eternas de las trituradoras atómicas.
Había otros que subían y bajaban en el campo de fuerza del tubo conductor. Todos le saludaron cuando pasó, algunos con la breve inclinación de cabeza de los iguales, otros con respetuosos saludos de diversos grados de humildad, según el nivel correspondiente, Contestó mediante gestos adecuados a cada caso... y de repente casi se dobló en dos.
Un joven acababa de salir a la plataforma del nivel del comedor de los Trabajadores y accionaba su resistencia para subir por el tubo conductor. Era alto y bien formado, no esmirriado y de frente prominente como Tomson, ni torpe y pesado como los trabajadores. Se movía con tranquila soltura, y su cabello leonado parecía casi radiante. Sus rasgos eran aristocráticos y finos; habrían parecido arrogantes, a no ser por la sonrisa franca y despreocupada que dirigía tanto a Trabajadores y Técnicos como a sus iguales, para escándalo de sus compañeros Olgarcas.
Correspondió a la respetuosa genuflexión de Tomson con la misma mueca y desapareció, como una visión leonada, para subir hasta el más alto plano olgárquico. Tomson se irguió, tan confuso que olvidó el correspondiente y meticuloso movimiento de cabeza para con el siguiente Trabajador que le saludó con humildad.
¿Qué hacía Beltan, un Olgarca, en los niveles de los trabajadores? Naturalmente, no incumbía a un Técnico, aunque fuese jefe, ocuparse de las idas y venidas de los Olgarcas; pero era poco frecuente, y exigía razones muy graves, que algún miembro de la casta gobernante se dignase dejar sus parques y palacios. Tomson comprendía que Beltan era diferente de sus compañeros. En presencia de otros, como por ejemplo Gano, el sombrío y melancólico jefe, se ponía en su lugar y se sentía seguro. No le ocurría lo mismo con Beltan.
El joven Olgarca rubio siempre metía las narices en los rincones y escondrijos de todos los niveles. Por ejemplo, había pedido a Tomson algunas informaciones técnicas y científicas que jamás interesaron a sus pares. Incluso, en algunas ocasiones, hablaba con un Trabajador. Esto era algo inaudito, y Tomson lo desaprobaba con todas sus fuerzas. Todos debían ajustar sus actividades a las costumbres y al rango, incluso los Olgarcas.
El suelo del gran pozo pareció subir al encuentro del Técnico. Era tal su confusión, que apenas tuvo tiempo de accionar la palanca y frenar con suavidad. Había llegado al término de su caída de novecientos metros.
Tembló y recogió sus delgadas prendas alrededor de sus huesudos hombros. Tosió ligeramente. Su piel sensible padecía la insoportable diferencia de temperatura de aquella profundidad. Estaba seguro de que hacía un frío de un grado y medio por debajo de la temperatura corporal, la única que proporcionaba a su organismo una sensación de confortable bienestar.
Harri le esperaba al fondo del tubo conductor. Sus afilados rasgos traicionaban su angustia, así como su alivio cuando apareció el jefe Técnico. Ahora la responsabilidad ya no pesaba sobre sus hombros. Como todos los Técnicos inferiores, —Harri sólo podía soportar lo mínimo de una actividad tan pesada como el pensamiento y la iniciativa independientes. Pertenecía a la casta que trataba directamente con los Trabajadores, ordenaba sus operaciones, dirigía sus actividades. Eran la rama administrativa, mientras que los jefes Técnicos sólo realizaban tareas ejecutivas: proyectaban, experimentaban, realizaban descubrimientos científicos.
—¿Qué significa esto? —preguntó Tomson con severidad—. ¿Ha de ser alejado un jefe de sus importantes meditaciones sólo porque usted es demasiado perezoso para resolver el problema?
Harri tenía un tic nervioso. Casi todos los técnicos de ambas clases sufrían de lo mismo. El sistema nervioso presentaba un desarrollo excesivo en comparación con sus centros musculares y vasculares. Sus ojos miopes parpadearon rápidamente, y sus brazos y piernas se agitaron de un modo incontrolado.
—Lamento haber interrumpido sus meditaciones, Tomson —se disculpó con humildad—. Es que se ha presentado una dificultad. Usted mandó que una brigada barrenara nuevas zonas de roca subyacente. Yo estaba a cargo.
—¡Lo sé..., lo sé! —gruñó Tomson con impaciencia—. Necesitamos más combustible para las trituradoras atómicas. Continúe.
—En seguida, Tomson —se apresuró Harri—. Siguiendo el procedimiento correcto, encendí el rayo penetrante antes de dar la orden de barrenar. A veces ocurre que los estratos de roca tienen inclusiones de materiales a los que podemos dar otro uso. Le aseguro que mi corazón casi cesó en sus funciones primordiales ante lo que reveló el rayo. Interrumpí la obra y acto seguido me puse en contacto con usted. Se trata de un problema que sobrepasa mi esfera de acción.
—¿Qué ha podido asustarle al punto de hacerle perder todas sus facultades? —preguntó Tomson, despectivo.
—Usted mismo ha de comprobarlo. ¡Mire!
Se hallaban debajo del nivel más bajo. Durante el curso de miles de años, a medida que Hispan necesitaba cada vez más energía para llevar a cabo sus proyectos, la roca que servía de fundamento a la ciudad fue horadada gradualmente, a profundidades cada vez mayores. La roca era barrenada mediante electro-disonancias desintegradoras; el polvo resultante iba a las trituradoras atómicas. Allí, en hornos acorazados, los electrones eran separados de las cortezas atómicas; y su destrucción proporcionaba energía a las poderosas máquinas que daban vida a la ciudad.
Dentro de la caverna recién empezada, abierta en la cuarcita resplandeciente, estaban unos cuarenta Trabajadores. Eran hombres poderosos y fornidos, más altos que los Técnicos intelectualizados, y sus cuerpos eran nervudos y de voluminosa musculatura. Esperaban inmóviles junto a las taladradoras y las máquinas de barrenar, aguardando pacientemente a que sus jefes acabasen de discutir. Si tenían que esperar varias horas, no importaba. Nada importaba. Todo era rutinario, Cumplían su turno y regresaban al nivel del comedor; comían en silencio sus pastillas, en largas barracas comunitarias; se trasladaban a los cuartos de apareamiento, realizaban los actos necesarios; subían luego al nivel de recreo donde, durante breves y preciosas horas, conversaban, discutían, bromeaban, contemplaban selecciones de audiovisuales, comedias inocuas que les hacían reír sin pensar. A una señal se encaminaban a la unidad de descanso, para ser despertados por otra señal y reanudar el ciclo infinito. El dedo de Harris se dirigió al mecanismo de mando del rayo penetrante y lo puso en marcha. La máquina vibró y emitió una luz azul. La roca pareció desaparecer ante ella, o hacerse transparente como el cristal más puro. Tomson miró y, contra su voluntad, experimentó una violenta sorpresa. No era correcto que un jefe Técnico se mostrase asombrado en presencia de sus inferiores.
El vago contorno de una pirámide perfecta apareció por entre los estratos sedimentarios. En ella aparecía un pasadizo obstruido por material de aluvión y piedra desmenuzada. El extremo del mismo daba a una cámara. Avanzó con rapidez, calibrando el enfoque del rayo para ver con claridad lo que aquélla contenía.
Se trataba de dos cuerpos yacentes, uno tendido en un nicho, envuelto en metal brillante, y el otro doblado sobre sí mismo en el suelo de piedra como si hubiera caído sin darse cuenta. A juzgar por su fisonomía y sus ropas, ninguno de los dos era un hombre de Hispan. Parecían extraños de otro mundo, preservados hasta el más nimio detalle, a tal punto que parecían dormidos, pero evidentemente, estaban muertos. Un gas amarillento y ligeramente iridiscente llenaba la cámara.
Tomson arrugó su nariz atrofiada. El delicado instrumento situado junto al aparato de rayos fluctuaba de un modo atroz. Poderosas radiaciones se filtraban a través de las capas de roca. Se le escapó una exclamación de desconcierto, sumamente impropia. En un rincón de la cámara amurallada vio la sombra de una bolita, por cuyas aberturas salían minúsculos haces resplandecientes. ¡Radio metálico, cuyos átomos se descomponían a lo largo de incontables siglos, emitiendo sin cesar haces de rayos alfa, beta y gamma!
—¿Qué haremos? —preguntó Harri, preocupado.
A esto, Tomson dejó caer los hombros. Le habría gustado no tener la responsabilidad de la decisión. ¿Debía llamar a Gano, el jefe de los Olgarcas, para pedirle instrucciones ante este imprevisto? Irguió su frágil cuerpo. ¡No! Aquello era de su incumbencia; él mismo debía solucionarlo.
Intentó que su voz sonara firme al dar lo que consideró unas órdenes enérgicas.
—Taladre las capas externas de roca, Harri, y luego la pared interior de la cámara, Pero tenga cuidado de no dañar nada del interior. Tendremos que estudiar los cuerpos de estos seres extraños, que han permanecido enterrados quién sabe cuánto tiempo bajo los cimientos de Hispan.
Harri dio órdenes. Los Trabajadores pusieron manos a la obra, obedientes. Las taladradoras zumbaron y trituraron la dura piedra como mantequilla derretida; las máquinas de barrenar convirtieron las capas circundantes en polvo impalpable, que fue absorbido en seguida por bombas de vacío y conducido a las trituradoras atómicas para convertirlo en energía.
—¡Basta! —gesticuló Harri.
Las taladradoras retrocedieron, las máquinas de barrenar se detuvieron y cedió la última capa. La cámara quedó expuesta ante sus ojos.
Los restos de gas amarillo salieron en remolinos y se dispersaron en partículas aisladas. El aire entró y bañó las figuras inertes. A una orden, un Trabajador se acercó pesadamente al globo de radio, lo echó en un recipiente de plomo y colocó la tapa. No importaba que durante esta operación su mano fuese quemada por las radiaciones letales.
Harri quedó boquiabierto. Los ojos casi se le salieron de las órbitas; los tics nerviosos agitaban sus facciones.
—Mire, Tomson —jadeó débilmente—. ¡Están vivos!
Tomson notó que la transpiración empezaba a cubrir su frente calva, pese a ser la temperatura inferior en más de un grado a la que estaba acostumbrado, Los Trabajadores daban muestras de inquietud; se leía alarma en sus rostros ceñudos. El jefe Técnico supo conservar su presencia de ánimo y les ordenó que se retirasen a sus cuarteles, sin esperar a que terminase el turno. Era una orden sin precedentes, pero el mismo calificativo merecía aquella situación.
Los Trabajadores se retiraron a toda prisa, se arrastraron hasta el tubo conductor y subieron rápidamente a sus comedores comentando lo que habían visto.
Tomson y Harri se quedaron solos para vérselas con aquellos resucitados de entre los muertos.
Sam Ward fue el primero en quien se reanudaron los procesos vitales interrumpidos. Había estado sometido a las influencias narcóticas menos tiempo que Kleon. A medida que se disipaban los gases conservadores, y el aire fresco y puro ocupaba su lugar, abrió los ojos. Bostezó. Aún inconsciente, se desperezó. Ignoraba lo ocurrido. Durante los primeros segundos pensó, sencillamente, que había despertado de un descanso muy profundo y saludable.
Luego parpadeó. ¿Estaba soñando? ¿Dónde diablos estaba? ¿Quiénes eran aquellos seres extraños que le miraban como a un insecto de especie desconocida? Se fijó en el hombre tendido de la armadura. ¡Se movía! ¡Estaba sentándose!
A Sam se le escapó una exclamación id recordarlo todo: San Felipe, Juan, la selva, la pirámide, los mayas, su entrada en aquella cueva, la trampa, luego... la oscuridad...
Se puso en pie con rapidez. Sacó el revólver de la funda y apuntó.
—Muy bien —dijo ásperamente—. ¿Qué es este baile de máscaras?
La pregunta iba dirigida a las dos figuras extrañas que tenía delante. Esa selva no paraba de arrojar gente rara. No eran mayas ni de ninguna de las razas humanas que conocía. Sin mencionar las complicadas máquinas que veía al fondo de la caverna. Sabía lo suficiente de física y técnica para comprender que eran muy adelantadas en comparación con los conocimientos del año 1937.
Tomson meneó la cabeza, pensativo. Aquello era asunto de Gano. Su cerebro razonaba con agudeza. Al fin y al cabo, él era jefe Técnico. Conocía un poco la historia del mundo en los oscuros días antes de la catástrofe y el aislamiento de Hispan bajo una película protectora. Aquellos individuos eran primitivos, emparedados de algún modo en la cámara subterránea recubierta por los estratos de siglos. La esfera de radio y el gas recién disipado habían conservado intacta, aunque estática, la vida.
Tampoco le sorprendió que el desconocido hablase una variante arcaica de la lengua de Hispan. Antes de su muerte, la tierra poseía un idioma universal. En, cuanto a la pieza metálica que tenía en la mano, evidentemente, era un arma. Sin duda, su orificio proyectaría balas macizas. No tenía miedo, La clase técnica no conocía el miedo. Además, le habría bastado tocar la palanca de la máquina de barrenar que tenía al lado para que el extranjero, su arma y todo lo demás fuesen pasto de los generadores de energía.
—¿Baile de máscaras? —repitió lentamente—. No entiendo esa palabra. Pero usted nos va a dar muchas explicaciones..., usted, su compañero y este lugar donde reposaban como muertos. Dejaré el interrogatorio en manos de Gano.
Sam Ward bajó el arma. Le sorprendió el acento chapurreado y extraño del hombrecillo de frente alta y calva. La prenda de material brillante que vestía le dejó boquiabierto. Hablaba un inglés bastante comprensible, pero...
En ese momento, Kleon se puso ágilmente en pie y requirió su corta espada macedónica. Parecía un dios entre los mortales, con su rubia cabellera y sus serenos ojos azules que lo abarcaban todo de una sola mirada. Así pues, esto era el futuro, diez mil años después. Los gimnosofistas del Techo del Mundo no habían mentido. Se sintió decepcionado, algo desdeñoso. ¿Así eran los seres del futuro? ¿Podía un griego de la época de Alejandro, empapado de Aristóteles y Esquilo, encontrar compañía adecuada entre aquellos seres delgados y débiles que estaban ante él?
Luego su mirada se cruzó con la de Sam Ward. ¡Ah!, éste era un hombre diferente. Observó con agrado su estatura y anchos hombros, las muestras de fuerza y desarrollo muscular, la firme mirada gris de sus ojos, la frente ancha. Éste era un hombre capaz de luchar con alegría y de juzgar sabiamente, una mente sana en un cuerpo sano.
Sam estaba confuso. Quetzal había resucitado. Los demás... Aquello era como una pesadilla. Se volvió hacia Kleon.
—¿Quién diablos es usted... Quetzal, maya o qué?
Kleon le contempló serenamente. Aquel idioma le sonaba extraño, a decir verdad un poco bárbaro, con sus consonantes ásperas y la ausencia de vocales claras. Pero entendió dos palabras... Quetzal, maya. Aquellos cimerios cobrizos en cuyas remotas playas había naufragado su trirreme se llamaban a sí mismos mayas, le habían llamado Quetzal y se habían postrado para adorarlo.
—Desconozco tu idioma, amigo de un futuro que es presente —dijo con ecuanimidad—. Pero entiendo las palabras Quetzal y maya. Los bárbaros me llamaban Quetzal, aunque no sé por qué. Pero yo soy Kleon de Atenas, compañero del poderoso Alejandro, cuya nave fue arrastrada hasta una costa extraña. No hubo retorno; Hotep y los esclavos egipcios quemaron la nave. No procedía que un griego se pudriera el resto de sus días entre los bárbaros. Por tanto, practiqué cierta magia que aprendí de los gimnosofistas y dormí hacia el futuro, esperando hallar en él seres más adecuados para tratar con un ateniense. Han debido pasar diez mil años. Extranjero, confieso que tu presencia me desconcierta, mientras que esos dos me parecen indignos de mi atención, ¿Son acaso tus esclavos?
Sam Ward ni siquiera se dio cuenta de que había guardado el revólver en la cartuchera. Aquello estaba resultando demasiado increíble. Primero, dos alfeñiques que hablaban un inglés deformado pero que, evidentemente, pertenecían a una civilización avanzada. Y ahora el dios de la armadura brillante, resucitado de entre los muertos, hablando en griego antiguo de cosas totalmente imposibles. Sam había estudiado griego en la universidad y reconoció los largos períodos, el poderoso ritmo del más noble de los idiomas.
Sacudió la cabeza para despejar su desconcertado cerebro. ¡Diez mil años después! Eso representaba ocho mil años para él. ¡Santo cielo! ¿Había dormido tanto? ¿Estaban ante los representantes de tan lejano futuro? Abrió la boca para hablar, apelando a su griego casi olvidado.
Pero Tomson opinaba que ya habían perdido demasiado tiempo. Había comprendido la lengua del hombre de las ropas de fibra áspera, pero no la del que vestía brillante metal.
—¡Basta! —interrumpió, perentorio—. Este asunto debe resolverlo Gano, el jefe de los Olgarcas. Acompáñenme.
Sam recobraba su presencia de ánimo. Las sienes le latían ante la increíble aventura que se le presentaba.
—Bien —dijo—. Llévenos adónde está Gano.
Pero Kleon no se movió. Aunque no había comprendido las palabras de Tomson, el gesto era inequívoco: no recibía órdenes de un esclavo.
Sam adivinó su pensamiento y sonrió.
—Todo va bien, amigo Kleon, alias Quetzal —tradujo lentamente al griego—. Estos hombres pertenecen al futuro de que me hablaste. No son mis esclavos. Yo mismo soy de otro tiempo, unos dos mil años después de ti. Me llamo Sam Ward y mi país, los Estados Unidos, no existía en tu época. Caí en tu pirámide y quedé dormido a tu lado. Creo que ellos no quieren hacernos daño.
El rostro de Kleon se iluminó de júbilo, aunque expresaba al mismo tiempo algo de desconcierto.
—Hablas griego, Sam Ward, aunque al modo bárbaro. Tu pronunciación es defectuosa, y equivocas las declinaciones.
Sam sonrió irónicamente al oír esto. Sus profesores de la universidad habían puesto sumo cuidado en inculcarle tal pronunciación y tales declinaciones. Le aseguraron que representaban el auténtico griego de Ática en toda su pureza.
—En cuanto a que puedan hacernos daño —se irguió con orgullo Kleon, señalando su espada y su jabalina—, estas excelentes armas mías serán protección suficiente contra seres tan nimios como estos hombres del futuro.
Sam era más consciente. Sospechaba que incluso su revólver de seis tiros, con su reducida potencia de fuego, no podría hacer frente a las inconcebibles armas existentes en el año 10000 de nuestra era. El acero pavonado de poco podía servir en tal situación. Pero, naturalmente, Kleon no conocía sino la espada, la lanza y el arco.
Siguieron a la pareja. Tomson y Harri, a pesar de su aspecto enclenque, daban cierta sensación de poder y comprendieron que no sería inteligente oponerse. Llegaron al gran tubo conductor. Sam contempló el orificio circular y el pozo de casi mil quinientos metros, y reflexionó. ¿Cómo pensaban trepar por aquellas paredes lisas y fríamente resplandecientes?
Tomson sacó unos cinturones de reserva e indicó a los dos forasteros que se los pusieran.
—Hagan lo que yo y no teman —dijo.
Sam accionó obedientemente la palanca, Kleon comprendió e hizo lo mismo. Sam Ward no pudo contener un grito de sorpresa; Kleon invocó a Hermes, dios de la rapidez. Fueron catapultados hacia arriba a una velocidad estremecedora.
Mientras subían, Sam entrevió una poderosa civilización: plataformas que conducían a pisos atestados de apiñada humanidad; enormes máquinas que resplandecían y vibraban y giraban; salas enormes; hectáreas de visiones extrañas; laboratorios; inmensos sectores de tumultuosa actividad, un piso tras otro, hasta que se mareó.
Luego, otros niveles, un mundo distinto. Abajo había visto una agitación febril, máquinas, técnica. Aquí había suaves prados verdes y brillantes de rocío bajo la luz artificial; flores extrañas y fragancia aún más raras; un lago interior suave y acariciante, azul cobalto, cálido y perfumado; edificios multicolores muy espaciados, de curvas elegantes y contornos armoniosos; personajes de noble aspecto que les contemplaban a través de pantallas transparentes con indiferencia, para volver luego a sus diversiones.
De súbito, el terrible viaje concluyó. Tomson gesticuló y puso la palanca en posición neutral. Sam y Kleon hicieron lo mismo. Harri los había dejado al llegar al nivel de los Técnicos inferiores. Sólo los jefes Técnicos podían conversar con los Olgarcas.
Frenaron hasta detenerse y salieron a una plataforma de aterrizaje. Por un instante espantoso, Sam creyó que caía, que descendería otra vez los mil quinientos metros que había recorrido. Sus músculos se relajaron al pisar suelo firme.
Tomson les hizo seña de que le siguieran. Se abrió un panel decorado al fresco y entraron.
Una exclamación se escapó simultáneamente de labios del griego antiguo y del norteamericano de época intermedia. Sam parpadeó. Al principio creyeron hallarse bajo un cielo de radiante color. Sobre ellos se extendía una bóveda parecida al firmamento, con estrellas brillantes y una luna de plata que seguía su lenta órbita de un lado a otro. Luego comprendió lo que era. Se trataba de un simulacro astuto y magnífico del antiguo cielo, sobre una cúpula movida por mecanismos invisibles a semejanza de los planetarios del siglo XX. Ello significaba que aquel edificio, ciudad, mundo o lo que fuera, se hallaba totalmente aislado del resto de la tierra... era un cosmos autárquico y cerrado.
Sam no tuvo más tiempo para pensarlo. Tomson les indicó que subieran a un vehículo de metal blanco y de forma aerodinámica. Así lo hicieron. A un contacto sobre una palanca despegaron, elevándose lentamente en el aire, para seguir luego en vuelo rasante a una velocidad que Sam calculó en unos ochocientos kilómetros por hora. Pero no vio motor, mecanismos ni hélices. Tampoco el viento los azotaba como sería de esperar. Sam supuso que, de algún modo, el extraño vehículo acarreaba un colchón de aire.
Kleon se acercó con la mano fuertemente apretada sobre la espada. Aquella magia excedía de sus conocimientos. Sam le dedicó una sonrisa de aliento.
—En mi época tuvimos algo parecido —explicó—. Es mejor que los caballos y los carros.
Entre ambos se había establecido una comprensión. Se sentían más semejantes entre sí que con respecto a Tomson, representante del futuro. Y Sam podía hablar griego aunque imperfectamente.
El norteamericano se asomó, maravillado. Sobrevolaban un paraíso. En todas partes, hasta el confín de la cúpula, había mansiones blancas, espléndidos parques, lagos artificiales límpidos y diáfanos; vehículos rasantes como el de ellos transportaban a jefes de elevada estatura, de porte digno, muy distintos del Técnico que les acompañaba. No se veía ni rastro de máquinas o generadores, ni tampoco grupos de obreros como en los niveles inferiores.
—Adivino que esto no me gustará —murmuró Sam entre dientes.
Pero no hubo tiempo para más comentarios. El vehículo conductor perdió altura y planeó hasta posarse frente a un edificio suntuoso, azul y oro. Estaban en un gran parque. Las fuentes murmuraban y se oía música suave; árboles de flores anaranjadas se mecían a impulsos de una suave brisa.
Bajaron serenamente. Tomson subió a una plataforma oblonga de metal rojo y se volvió hacia la fachada del edificio haciendo una genuflexión. Sam le miró, ceñudo.
Kleon asintió con una sonrisa satisfecha.
—Sabía que era un esclavo —se dirigió al extraño compañero con quien había llegado a aquel futuro—. Sólo un esclavo se inclinaría tan humildemente. Pronto conoceremos a su amo. Yo, un griego libre, soy igual a él.
Una voz salió del edificio.
—Entre, Tomson. Ha procedido con acierto.
La pared pareció girar sobre sí misma. Entraron y se cerró tras ellos.
Tomson dijo con aprensión:
—Disculpe esta intromisión, jefe de los Olgarcas. Pero éste era un problema que sólo usted podía resolver.
Sam y Kleon se mantenían algo alejados y orgullosamente erguidos. De la misma estatura que Sam, el griego era rubio y de ojos azules, de rasgos enérgicos, mientras el americano era más moreno, bronceado por el sol, de mirada sagaz y mentón firme. Los separaban dos mil años de civilización, pero ambos eran hombres y en cierto sentido Tomson, a pesar de todos sus conocimientos y su intelectualidad, no lo era.
La mirada azul y la gris contemplaron serenamente a Gano, jefe de los Olgarcas, soberano de la ciudad de Hispan. Gano no se parecía a los demás Olgarcas que habían entrevisto durante la travesía. Era rechoncho, de cuerpo y miembros fuertes, cabeza maciza y rasgos irregulares. Su pelo era negro como la medianoche y su nariz saliente y aguileña, Pero su mirada era decidida y penetrante a la vez que impenetrable. Ocupaba un diván bajo, y sus dedos largos y delgados reposaban sobre un panel donde irnos cuadrados de diferentes colores se encendían y oscurecían irregularmente. Un cuadro de mandos, intuyó Sam correctamente.
Gano asintió.
—Lo sé, Tomson —respondió con brusquedad, como persona demasiado ocupada para perder el tiempo en minucias—. He seguido su hallazgo y su llegada por el visor —se volvió para observar con atención a los dos hombres de una época pretérita. Arqueó sus pobladas cejas y agregó—: Uno de ellos habla una variante del idioma de Hispan. El otro no. Debemos solucionar esto.
Se volvió alzando un poco la voz.
—Beltan, acompaña a estos seres hallados en los cimientos de nuestra ciudad y enséñales el idioma para que podamos hablar cómodamente.
En un rincón de la larga y sencillamente amueblada estancia apareció otro personaje. Sam no había reparado en él. Era un joven, que se acercó a ellos con indiferencia. Sonrió, y todo su rostro se iluminó con el brillo de su sonrisa. Sam simpatizó en seguida con él. «Este joven me cae bien», pensó.
Beltan era un Olgarca, miembro de la clase gobernante, pero no parecía tomarse en serio su posición. Incluso le sonrió a Tomson. Esto confundió al Técnico. No era correcto, Conocía su lugar en el esquema de la sociedad, y Beltan debía hacer lo mismo. Kleon aflojó la mano que empuñaba la espada. Él también reconoció a un hombre en aquel Olgarca del futuro, un hombre conforme a sus ideas.
«¡Qué parecidos son! Es extraño», pensó Sam. «El porte orgulloso de la cabeza, el cabello brillante y leonado, los rasgos clásicos bien definidos, la arrogancia de los que nunca han estado sometidos. Se entenderán bastante bien, aunque los separen diez mil años. En cuanto a mí —se encogió de hombros—, este Beltan me cae simpático. Pero Gano y los demás, toda esa gente, sospecho que...»
Con leve ironía, Beltan dijo:
—Acompáñenme, sobrevivientes de algún pasado remoto. Permítanme que les enseñe las complejidades de nuestro idioma. Entonces podrán juzgar si obraron con acierto al abandonar su época para conocer la noble jerarquía que es Hispan.
—A veces, Beltan, me aburren tus payasadas —cortó Gano.
El joven Olgarca hizo una reverencia. Sus ojos chispeaban.
—Noble Gano, a veces también me aburren a mí. Ese es uno de los castigos por haber nacido Olgarca.
Gano frunció el ceño y se volvió con rudeza al Técnico:
—Regrese a sus tareas, Tomson.
El jefe Técnico murmuró una excusa y huyó de la sala. En su rostro se leía el desconcierto. Sam sonrió. Pensó que el carácter de Tomson tenía buena parte de reaccionario de la época victoriana.
Kleon llevó aparte al norteamericano.
—¿Qué dicen? —murmuró.
—Dicen que nos enseñarán su lengua —le respondió Sam—. Yo ya la conozco un poco. Pero a ti quizá te resulte difícil.
Beltan los hizo salir de la cámara del consejo y los condujo a una sala lateral, en cuyas paredes se veían figuras abstractas estampadas en oro.
—¿Cómo piensa enseñar a mi reciente amigo Kleon? —inquirió Sam—. Es un griego de antes de mi época, y no sabe nada de inglés.
—¿Inglés? —repitió Beltan alzando las cejas—. ¡Ah! Quiere decir hispana. Aprenderá tan pronto como usted, que tiene conocimientos elementales. Es posible que no conozca el inducto-enseñante.
Señaló un casco de metal que colgaba al extremo de un largo tubo transparente, cuyo extremo opuesto desaparecía en el techo.
Sam meneó la cabeza.
—Jamás oí hablar de él —confesó—. En mi época nos pasábamos la mitad de la vida aprendiendo cosas y la otra mitad olvidándolas.
Beltan se echó a reír.
—Nosotros, los Olgarcas, no perdemos el tiempo adquiriendo conocimientos. Los recibimos ya preparados. Los Técnicos trabajan y nosotros cosechamos los frutos. Es muy sencillo. El Olgarca hereditario, o usted en este caso, coloca su cabeza dentro de la cámara receptora. Unas ondas cortas de muy alta frecuencia, automáticamente sintonizadas con las ondas específicas de su cerebro, son emitidas a través del tubo. Éste llega hasta los cubículos de los jefes Técnicos. A una señal, el Técnico correspondiente conecta la unidad emisora a su propio cerebro. Se concentra en el tema que se desea estudiar. Sus pensamientos, convertidos en impulsos eléctricos, se transmiten al cerebro de usted y dejan las huellas convenientes en sus caminos neuronales. Ya está, usted ha aprendido bien y sin dolor.
Sam estaba impresionado.
—¿Los Técnicos aprenden igual?
Beltan se mostró sorprendido.
—¡Claro que no! Esto es sólo para Olgarcas. Entre, Sam Ward.
Sam vaciló, sonrió y metió audazmente la cabeza bajo el casco. Beltan realizó los ajustes necesarios. Luego pulsó los botones de un cuadro de instrumentos.
Al principio, Sam notó un suave cosquilleo, una especie de masaje en el cráneo. Luego las palabras empezaron a penetrar en su conciencia, pensamientos ajenos al suyo. Su mente ya no le pertenecía; la dominaba un idioma extraño... palabras semejantes a las que conocía, pero extrañamente distorsionadas, chapurreadas, despojadas de sílabas innecesarias. Le invadió la convicción de que así era más correcto y adecuado, de que el idioma antiguo era un anacronismo inservible para el uso moderno.
Cuando Beltan le indicó que se quitara el casco, Sam hablaba hispana, el inglés del siglo XCVIII.
—Ya está —afirmó el Olgarca—. Todo es muy sencillo. Y ahora Kleon, llamado el griego, hará lo mismo.
Kleon era muy valiente pues, de lo contrario, no habría metido la cabeza sin vacilar dentro del casco. Estaba seguro de que aquello era una magia poderosa, más poderosa que los sortilegios de los gimnosofistas. Aristóteles y Zenón jamás habrían aprobado tales prácticas bárbaras, Pero entró...
Los cuatro hombres, Gano, Beltan, Sam Ward y Kleon regresaron a la cámara del consejo y se sentaron. Ahora se entendían, hablaban el mismo idioma. Pero sus procesos mentales eran distintos por completo. Esto no podía evitarse. La herencia, el medio ambiente, las costumbres, la educación y la lenta formación de toda una vida no podían modificarse en un instante, ni siquiera mediante las maravillosas ciencias de Hispan.
Gano se mostró condescendiente. Primero escuchó con paciencia el relato del griego, y luego la historia del norteamericano. Para él eran salvajes primitivos de una época pretérita, interesantes en tal sentido pero totalmente inferiores a los Olgarcas y Técnicos de Hispan. Pero de todos modos escuchó la prolija crónica de las civilizaciones anteriores, de las glorias de Grecia y la marcha de Alejandro a través de Asia, de la literatura y el teatro en aquella antigua confederación de ciudades-estado. Le hicieron sonreír las ingenuas concepciones científicas que Kleon expuso; en cambio los conceptos de los filósofos griegos le impresionaron sobremanera.
Escuchó con más escepticismo y cierto disgusto impaciente el relato de Sam sobre el mundo del siglo XX. Quitó importancia a la gloria específica de aquella época —el progreso de la ciencia— como simple paso vacilante hacia el futuro. Pero las narraciones de guerras, codicias y conflictos humanos, del desperdicio y la increíble frivolidad, de los bosques y los recursos minerales despilfarrados, de la guerra mundial y la Sociedad de Naciones, de los campos de concentración y la locura de España, le arrancaron una mueca de repugnancia.
—No es extraño que el mundo muriera poco después de su época —dijo lentamente—. Su siglo veinte fue una regresión, una recaída en el barbarismo inútil, comparado con la era más noble de Kleon.
Sam se molestó al oír esto. A ningún hombre le gusta que su propio siglo sea criticado y otro alabado en su lugar, especialmente si quien lo hace no es oriundo de ninguno de ambos.
—Quizás he sido más exacto que Kleon en mis descripciones —se defendió, acalorado—. Por ejemplo, él no ha mencionado la esclavitud que existía en su época, y que era el fundamento en que se basaba la civilización.
—No veo nada malo en ello —declaró Kleon con dignidad—. Es justo que aquellos cuyos cerebros son opacos y tienen espaldas fuertes sustenten a quienes pueden crear grandes pensamientos y meditaciones, ¿Acaso Hispan no tiene sus esclavos, sus Técnicos y Trabajadores, para que viva la flor de los Olgarcas, como Gano y Beltan?
Gano no movió un solo músculo de su rostro, pero Beltan echó atrás la cabeza y rió.
—¡Por los cien niveles de Hispan! En esa época remota los griegos ya conocían el arte de la adulación. Pero se equivoca, amigo Kleon. No son esclavos; son castas de la sociedad, cada una de las cuales tiene sus deberes estipulados con exactitud. Hispan no habría subsistido mucho tiempo sin esa distribución estricta y eficaz. Tanto los Trabajadores como los Técnicos están contentos con su suerte —sonrió con amargura—. La insatisfacción es el último privilegio de los Olgarcas.
—Más bien es tu privilegio particular, Beltan —intervino Gano fríamente—. En nuestra clase, nadie más experimenta necesidad de una emoción tan primitiva. A veces pienso que eres anormal; un mutante, no un auténtico Olgarca.
Sam se dirigió al jefe de los Olgarcas.
—¿Cuál es la verdadera función de los Olgarcas en la sociedad de Hispan? —preguntó con cierta ironía—. Por lo que entiendo, los Técnicos supervisan y crean los sistemas científicos gracias a los cuales vive la ciudad; los Trabajadores prestan su energía y sus músculos para que aquéllos funcionen. ¿Y los Olgarcas?
Gano frunció el ceño.
—Vivimos —respondió, lacónico—. Somos la justificación de las creaciones de los Técnicos y los esfuerzos de los Trabajadores. Somos la flor, mientras ellos representan las raíces, los tallos y las hojas. Ellos trabajan para que nosotros podamos disfrutar.
Kleon asintió:
—Hispan no está tan lejos de Atenas —dijo—. Su sistema tiene muchas cosas buenas.
Sam apretó los dientes:
—Ésa siempre ha sido la justificación de la esclavitud, incluso en esta época futura. ¿Alguna vez se le ha ocurrido pensar que a los esclavos, se llamen Técnicos, Trabajadores, ilotas o lo que sea, también les gustaría vivir?
—Están contentos, son felices —respondió Gano suavemente—. Si quiere, pregúntele a Tomson si éste no es el mejor de todos los mundos posibles.
Beltan se inclinó hacia delante.
—Sam Ward, ¿ha olvidado lo que nos contó acerca de su mundo? —preguntó burlonamente—. ¿Qué eran los Trabajadores, sino esclavos? Esclavos que trabajaban a disposición de otros, que sudaban muchas más horas que los Trabajadores de Hispan, que morían de hambre en épocas de depresión y también morían de hambre, aunque más lentamente, cuando estaban empleados. Que iban a la guerra para luchar y matar en beneficio de otros. ¿Acaso no existía su clase técnica, que estudiaba en los laboratorios y creaba inventos nuevos a beneficio de sus ricos, sus Olgarcas?
—Sí, supongo que sí —reconoció Sam de mala gana—. Pero al menos eran libres para trabajar o negarse a hacerlo.
—Querrá decir, para morirse de hambre —la ironía desapareció de la voz de Beltan y una impetuosa sinceridad se dejó entrever entonces—. No es la situación de los Trabajadores y Técnicos lo que importa. En Hispan están bien cuidados, desempeñan su trabajo y están felices y contentos. No, es la situación de los Olgarcas, los señores de Hispan, lo que me preocupa. Gano prefiere creer que está realizando una función necesaria. Los jefes Técnicos escuchan con respeto sus órdenes, le obedecen. Pero la ciudad prosperaría igual aunque Gano no ordenase nada. En cuanto a los demás, ni siquiera podemos alimentar esa pobre ilusión. Nos sentamos, perdemos el tiempo, nos envolvemos en prendas finas, escuchamos buena música, comemos alimentos exquisitos, nos divertimos y discutimos con frases sonoras, nobles y vacías. Somos parásitos, seres sin utilidad, innecesarios. Somos excrecencias del cuerpo político. La ciudad podría prescindir de nosotros, y seguiría su camino sin el menor contratiempo.
Gano se había puesto en pie y frunció sus espesas cejas.
—Hasta un Olgarca puede ir demasiado lejos, Beltan —dijo, amenazador.
Las aletas nasales de Beltan vibraron. Su mirada era desafiante. Luego se tranquilizó, con enigmática sonrisa.
—Tiene razón, Gano —murmuró—. Hasta un Olgarca puede ir demasiado lejos.
Kleon estaba desconcertado. Simpatizaba con Beltan, pero no comprendía su insatisfacción.
—Cuando los consuelos de la filosofía no sirven —intervino—, como ocurre algunas veces, siempre queda la búsqueda audaz de la guerra contra el bárbaro, el forastero.
El joven Olgarca replicó con tristeza:
—Excepto ustedes dos, no quedan bárbaros ni forasteros. La ciudad de Hispan es todo lo que queda del mundo.
Sam lanzó una exclamación.
—¿Quiere decir que Nueva York, Londres, París, los grandes países han desaparecido? ¿Cómo? ¿Por qué?
Beltan pareció no ver el ceño de Gano, y si lo vio, no le hizo caso.
—La historia no suele contarse y cuando se hace sólo es para los Olgarcas —respondió—. Pero como ustedes ya saben algo acerca del antiguo mundo exterior, no hay peligro en decírselo. Poco después de su tiempo, Sam Ward, aproximadamente hacia el siglo veintisiete, las naciones que entonces existían se hicieron cada vez más fuertes dentro de sus fronteras. Fue el resultado lógico, aunque delirante, de las tendencias de la era de usted. Creo que sus temas fueron el nacionalismo y la autarquía. Según nuestros archivos, el proceso se aceleró —prosiguió Beltan—. Poco después las fronteras nacionales llegaron a ser demasiado rígidas. Las tendencias nacionalistas, los patriotismos, se hicieron más impetuosos, más localistas. Cada nación, interrumpido su comercio con otras, limitada por fronteras inexpugnablemente fortificadas, dependiente sólo de sí misma para su economía, descubrió que surgían disputas dentro de sus confines. Los fuegos del localismo, del odio a los extranjeros, del fervor patriótico, al no encontrar nada externo con que alimentarse, se volvieron contra sus propios elementos vitales. Los hombres de cada comunidad, circunscripción, estado o ciudad, vituperaron a los hombres de otras comunidades, se jactaron de su superioridad. Comenzó una guerra sanguinaria. Surgieron nuevos nacionalismos, nacionalismos y odios establecidos sobre unidades más pequeñas. Los campos quedaron abandonados, al ser devastadas las granjas y aldeas indefensas por los ejércitos de las ciudades enemigas. La gente se refugió en éstas, donde existían ciertas medidas de protección. Poco después surgió el grito: ¡Nueva York para los neoyorquinos! ¡Londres para los londinenses! ¡París para los parisinos!
Le tocaba a Kleon el turno de asentir. La historia, pensó era sólo una eterna repetición. Pues ¿qué estaba describiendo aquel Olgarca del futuro, sino la Grecia de Pericles y la guerra del Peloponeso?
—Poco después —prosiguió Beltan—, la guerra continuó a escala de ciudades independientes y poderosamente fortificadas. Las antiguas fronteras nacionales habían desaparecido; otras nuevas y más estrechas las sustituyeron. Con el progreso de la ciencia, el alimento podía ser obtenido a partir de elementos inorgánicos. Se descubrió el secreto de la energía atómica. Las unidades políticas se hicieron cada vez más pequeñas y hostiles. Lucharon, pero las defensas eran inexpugnables. El campo no fortificado quedó totalmente abandonado, se hizo innecesario. Al correr de los años se convirtió en selvas o en extensiones desérticas. Todo comercio cesó. Las ciudades crecían en sentido vertical, en lugar de horizontal, encerradas como estaban en barreras insalvables. Generación tras generación se reforzaron esas barreras, dotándolas de los nuevos métodos científicos. Una de éstas encierra a Hispan, otrora una colonia de sus Estados Unidos, y hoy única superviviente de todas las ciudades abarrotadas que en otro tiempo proliferaron sobre la tierra. Una coraza de metal neutrónico, indestructible por los medios conocidos de nuestra ciencia, fue construida poco a poco alrededor de la ciudad. Nadie sabe cuán inenarrablemente gruesa puede ser. Nadie ha intentado penetrarla jamás.
Sam estaba aturdido. Intentó comprender toda la historia. Tuvo que admitir que hasta cierto punto era lógica, Aquellas condiciones ya existían en su época. ¡Pero pensar que todo el mundo había muerto, salvo la oculta ciudad de Hispan!
—¿Qué pasó con las demás? —insistió.
Vio la rápida mirada de advertencia que Gano le dirigía a Beltan, y notó que el joven vacilaba.
—Los archivos están algo mutilados en la parte que corresponde a esta época —admitió Beltan de mala gana—. Parece que, en algún momento del siglo cuarenta y uno, hubo un cataclismo. Un cuerpo del espacio ultraterrestre, que viajaba a gran velocidad, chocó contra la Tierra y destruyó buena parte de ella, asolando todas las ciudades salvo Hispan.
—¿Por qué salvo Hispan?
—Porque nuestra ciudad era la única que poseía el escudo neutrónico. Ni siquiera el impacto de millones de toneladas podría penetrar su solidez.
—¿Y no se ha intentado explorar el exterior, investigar sus condiciones?
Gano se puso en pie de súbito.
—No hay salida —dijo con énfasis— y ustedes ya han preguntado bastante. Hemos sido muy pacientes con su primitiva ignorancia, pero esto debe terminar. Lo que Beltan les ha contado imprudentemente no debe salir de aquí —les amenazó—. Sólo los Olgarcas lo conocen. Ni Tomson, el jefe Técnico, ni los Trabajadores o los demás Técnicos tienen la menor idea de que exista un mundo, un universo fuera de la ciudad de Hispan. Para ellos nunca hubo sol, luna, estrellas ni la tierra con otras ciudades y gentes. Éste es todo su mundo, todo el horizonte de sus vidas. Será mejor para ustedes que ellos no se enteren.
—Comprendo —respondió Sam, sombrío. Empezaba a comprender. Mediante un esfuerzo terrible logró contener la creciente ira que se apoderaba de él.
Pero Kleon, hijo de una época anterior y más sincera, no tenía inhibiciones.
—Yo soy griego —declaró con orgullo— y no me doblego ante hombre alguno. Mi palabra me pertenece y no está sometida a imposiciones.
Sam le dio un fuerte codazo. Aquel tonto valiente iba a crear problemas para ambos.
Gano los contempló con atención y luego se volvió hacia Beltan, como si no hubiera oído.
—Cuando se reúna el consejo decidiremos las medidas a tomar —afirmó—. Mientras tanto, que estos dos se alojen en tus habitaciones. Tú serás responsable de ellos.
Kleon llevó la mano a su espada. Sam apretó los labios. Con indiferencia por lo que pudiera ocurrir, sus dedos tocaron la culata del revólver. Sabía lo que significaban las palabras de Gano. Eran prisioneros. El griego había provocado tal situación con su desafío. Pero el tozudo guerrero le gustó aún más por su desatino. ¡Era un hombre!
Beltan dijo en tono extraño:
—Por favor, acompáñenme ahora mismo.
Sam se tranquilizó. En la voz del Olgarca había advertido el consejo de no resistirse. El delgado índice de Gano reposaba sobre un sector verde del cuadro de mandos. Sam adivinó que la menor presión desencadenaría sobre ellos una muerte abrasadora.
—O.K. —dijo, sirviéndose de una expresión antigua—. Vamos, Kleon.
Los tres subieron en silencio al coche que esperaba, recorrieron en silencio los bellos jardines del parque hasta un edificio pequeño y blanco cercano al centro de aquel nivel. Beltan los condujo en silencio hasta el interior y el panel móvil se cerró silenciosamente tras ellos.
Sam lanzó una rápida ojeada a su alrededor. Las paredes estaban desprovistas de adornos y los muebles eran sencillos. No había ventanas ni puertas, salvo la de entrada.
—Somos prisioneros, ¿no? —inquirió.
Beltan los miró con cierta compasión.
—Sospecho que algo peor —reconoció—. Su presencia en Hispan provocará conversaciones, preguntas. Más adelante podrían entrar en contacto con las demás castas. Ustedes saben cosas que ellos ignoran. Podrían sembrar descontento, insatisfacción. La paz y seguridad obligatorias de Hispan podrían quebrarse. Sobre todo usted, Sam Ward, tiene ideas subversivas. ¿No le gusta nuestra división del trabajo?
—No —respondió Sam sin rodeos.
Beltan suspiró.
—Me lo temía. En cuanto a usted, Kleon, es más comprensivo. Pero lo estropeó todo al desafiar a Gano. Sin embargo —meditó—, si admitiese que se precipitó al hablar, quizás harían una excepción a su favor.
Kleon le miró con sus sinceros ojos azules.
—¿Significaría eso tener que abandonar a Sam Ward?
—Sospecho que sí.
El griego se irguió como un joven dios.
—Entonces, nos enfrentamos juntos a nuestro sino.
—¿Aunque eso signifique la muerte?
—Aun así.
Beltan se volvió hacia el norteamericano:
—Y usted —preguntó—, ¿estaría dispuesto a jurar que su lengua quedará sometida a los Olgarcas? Recuerde que una respuesta negativa equivaldrá a una liquidación indolora. Yo no soy más que uno contra muchos. De cualquier modo defenderé su causa en el consejo, pero mis compañeros Olgarcas votarán en el mismo sentido que Gano.
Sam tragó saliva con dificultad, pero su voz no tembló:
—Kleon tenía razón —respondió con seguridad—. No somos esclavos. No podemos hacer semejantes promesas.
Beltan volvió a suspirar. Había una dolorosa admiración en aquel suspiro.
—Ambos son valientes —dijo—. Parece que esas épocas primitivas producían estructuras más resistentes que la actual. Pero morirán. No veo salvación.
Sam tocó su revólver. Miró significativamente a Kleon.
—Al menos moriremos luchando —afirmó.
Kleon hizo sonar su espada.
—Por Zeus y Ares —juró—, dices la verdad, amigo Sam. Nos llevaremos un buen número de esos Olgarcas al reino de los muertos.
—No podrán hacerlo —les aseguró Beltan—. Gano controla sus vidas con las puntas de los dedos. Una presión sobre el mando que tiene delante, y los rayos letales destruirán este edificio.
El revólver de Sam estaba en su mano y el frío cañón se apoyó en las costillas del Olgarca.
—Lamento tener que hacer esto —dijo rápidamente—, pero nosotros no nos rendimos así como así. Va a mostrarnos una vía de escape, Beltan, o morirá con nosotros.
El Olgarca miró a los dos hombres desesperados. Kleon había desenvainado la espada y la afilada punta se apretaba contra el otro costado de Beltan. Meneó lentamente la cabeza.
—No temo a la muerte —respondió con sencilla dignidad—. Estoy harto de diversiones sin sentido. Mátenme si quieren.
Sam retrocedió y guardó el arma, Kleon levantó la espada en un saludo.
—Usted también es un hombre —afirmó el norteamericano—. Creo que nosotros tres, si tuviéramos oportunidad, podríamos conquistar el universo.
Un rubor lento y desacostumbrado encendió los rasgos aristocráticos del Olgarca.
—Créanme cuando les digo que soy su amigo —dijo con sinceridad, añadiendo con un gesto de desesperación—: Pero no hay escapatoria, No puedo ayudarles. Ningún rincón o escondrijo de Hispan permanece oculto a las pantallas investigadoras del consejo de Olgarcas.
—Si yo pudiera, no me quedaría aquí —declaró Sam con aspereza—. Su ciudad de Hispan me repugna, con su terrible sistema de castas y su horizonte limitado. Yo... prefiero la libertad y el aire libre, e incluso un poco de anarquía, dónde los hombres sean seres humanos en lugar de ficciones sin alma en una sociedad jerárquica, por eficiente que sea. Debe haber un modo de salir.
—No lo hay —respondió Beltan, sombrío—. Los muros neutrónicos son insalvables. En el exterior, además de la desolación salvaje donde no vive hombre alguno, existen gases letales. Cianhídrico, monóxido de carbono, fosgeno, productos de la contaminación. La atmósfera ha sido destruida, Ni siquiera sabemos si queda algo de la tierra o del sol.
—Eso no es más que propaganda —afirmó Sam con una mueca—. Sus antepasados Olgarcas debían ser muy versados en ella. Algo me dice que ellos mismos forjaron ese cuento para conservar su posición. Si los Trabajadores, los Técnicos o incluso los Olgarcas mutantes como usted entrasen en contacto con otras formas de civilización, con otros sistemas, podrían hacer comparaciones nada favorables a Hispan.
El tono de Beltan fue rápido y cortante.
—¿Tiene pruebas de lo que dice?
—Ninguna —admitió Sam—. Llámele intuición, si quiere o, simplemente el recuerdo de métodos propagandísticos semejantes de mi siglo veinte.
La llama encendida en los ojos de Beltan se apagó.
—Sea como fuere —dijo con desánimo—, no hay forma de averiguarlo. No es posible atravesar los muros neutrónicos.
Kleon permanecía extrañamente silencioso, arrugando su despejada frente. De súbito levantó la cabeza.
—¿Existe en los confines de Hispan una montaña donde los titanes solían gemir inquietos? —preguntó, imperioso.
Beltan le miró.
—No comprendo.
—Se refiere a un volcán —explicó Sam.
—No, no existe.
—¡Por los Cíclopes! —gritó Kleon—. Hay un modo de escapar.
—¿Qué diablos...? —comenzó a decir Sam.
—Presten atención —prosiguió el griego con ímpetu—. La pirámide que Hotep construyó para que yo durmiera hasta este futuro estúpido se hallaba cerca de los flancos de un volcán.
—Es verdad —aseguró Sam—. Lo recuerdo. Pero ¿qué importa eso?
—Según la fórmula de los gimnosofistas, necesitaba los gases de una montaña humeante para mi sueño en la cámara. Los conduje mediante complicados pasos que llegaban hasta los fuegos centrales. Éstos afloraban a la cima de la montaña. Unas piedras abisagradas cerraron los pasos cuando la cámara quedó llena de gases. Sólo yo conozco su existencia y la de los resortes que permiten abrir una vez más. La pirámide ha quedado dentro de la ciudad y la montaña ardiente fuera. Escaparemos por esos pasos subterráneos que comunicaban la una con la otra.
Sam palmeó el hombro del griego.
—Kleon, eres un genio.
Luego le estremeció una idea que disipó su alegría.
—Vamos de la sartén al fuego —dijo con una mueca—. Ha dicho que los pasos conducen a los fuegos centrales. Eso significa el interior del cráter. Allí nos sofocaríamos o arderíamos hasta morir.
—Quizás hace mucho tiempo que la montaña calló sus quejas ^respondió Kleon—. Y los hombres valientes sólo mueren una vez.
—¡Exacto! —sonrió Sam—. Vámonos ahora mismo. Aún tenemos los aparatos que nos dio Tomson. Con ellos podremos bajar por el pozo.
Tendió su mano a Beltan y agregó:
—Adiós, y ¡muchas gracias! Es usted el único hombre inteligente de Hispan.
La expresión del Olgarca era inescrutable.
—Todos los niveles comunicarán a Gano que ustedes bajan por el tubo conductor —dijo—. No podrán llegar a la pirámide enterrada.
—Nos arriesgaremos —repuso Sam.
—No lo permitiré.
Sam le miró con incredulidad.
—¿Quiere decir que nos traiciona? Creí que era amigo nuestro.
—Quiero decir —aclaró Beltan serenamente— que me voy con ustedes. Nuestros súbditos respetarán mi presencia.
—Es usted un buen amigo —dijo Sam con afecto—. Pero no debe hacerlo. Se metería en dificultades al regreso.
—No voy a regresar —explicó pacientemente el Olgarca.
—¡Uf! ¿Cómo es eso?
—Quiero decir que les acompañaré hasta el desconocido y nuevo mundo —sonrió, enigmático—. ¿No dijo usted hace un rato que nosotros tres, si tuviéramos oportunidad, podríamos conquistar el universo?
—Pero..., pero... —balbució Sam—. ¡Diablos! No puede hacer eso. Tenemos una probabilidad entre mil de pasar o sobrevivir si logramos hacerlo. ¿Por qué renunciar a todo...?
—Porque estoy harto de esta vida; porque al aire libre y en medio del caos quizás encuentre ese alma de la que hablaron; porque... soy su amigo.
Los tres hombres de tres épocas distintas se miraron con emoción. Sam sintió un extraño nudo en la garganta y habló roncamente:
—Entonces, será mejor que emprendamos la marcha... antes de que Gano nos siga el rastro.
Fue más fácil de lo que suponían. Siguiendo instrucciones de Beltan, subieron al vehículo aéreo y viajaron hasta el tubo; luego bajaron por el gran pozo con rapidez y precisión. A lo largo de los mil quinientos metros, se cruzaron con muchos Técnicos y Trabajadores a su paso, recibiendo humildes saludos y miradas curiosas, todo ello debido a la presencia del Olgarca.
Llegaron a la excavación, a la caverna abierta por las máquinas de barrenar. Harri, que ocupaba otra vez su puesto, observó con alarma aquella invasión sin precedentes por parte de un Olgarca. Pero Beltan se molestó en tranquilizarle con algunas explicaciones. Le dijo que los durmientes habían prometido enseñarle el método por el cual permanecieron intactos durante tantos siglos. Mientras tanto, no hacía falta que Harri y sus brigadas de Trabajadores permanecieran allí. Agregó con autoridad que debían guardar el secreto.
Pocos segundos después, aquel nivel estaba desierto.
—Ahora, oh Kleon —Sam sonrió—, busque su pasadizo.
Sam había notado las angustiosas ojeadas de Beltan a la pantalla visora instalada en el pozo.
Pasó un rato aún más angustioso, hasta que el griego halló lo que buscaba. Un hueco minúsculo y casi imperceptible en la pared. La respiración contenida brotó simultáneamente de labios de los tres cuando una parte de la pared giró sobre sí misma, revelando un agujero. Recordando su experiencia anterior, Sam habría preferido averiguar si salían gases volcánicos calientes. Pero el Olgarca gritó de improviso:
—¡Pronto! ¡Corramos! ¡Nos han descubierto!
Se arrojaron de cabeza al siniestro túnel. Kleon se volvió y apoyó el hombro contra la piedra maciza. Ésta regresó silenciosa y suavemente a su posición anterior. Se agazaparon, jadeantes, en completa oscuridad.
¡Lo hicieron en el momento exacto! Empezó a oírse un zumbido grave que pronto se convirtió en un aullido insoportable.
—Gano ha conectado las máquinas de barrenar —gimió Beltan—. Destruirán el espesor de esta roca en pocos segundos.
Pero el estrépito de la energía destructiva cedió a un rugido más poderoso. Se oyó un terrible estampido, una conmoción demoledora. La roca tembló bajo sus pies. Luego reinó el silencio.
—La pirámide se ha derrumbado —les comunicó Kleon, eufórico—. Detrás de nosotros debe haber treinta metros de tierra y piedras. El regreso está bloqueado.
—Entonces, hay que ir hacia delante —respondió Sam procurando aparentar entusiasmo. Si el volcán todavía era activo, o si al paso de los siglos el cráter había quedado obstruido por la lava...
Fue una escalada larga, empinada y ardua en medio de una oscuridad total; nada se oía sino los gruñidos y maldiciones que lanzaban al tropezar a ciegas contra los bordes escabrosos. Arriba, siempre arriba, en una atmósfera fétida y sofocante.
El túnel se ensanchó de súbito y se vieron en el fondo de un inmenso cuenco. Sam levantó temeroso la mirada y lanzó un gran grito que retumbó en incontables ecos:
—¡Las estrellas! ¡Veo las estrellas!
En lo alto, enmarcadas en un firmamento limitado, aparecían minúsculos puntitos de luz, fríos e indiferentes. Hubo una explosión de júbilo delirante y bajaron a fuerza de uñas por los erosionados torrentes de lava de una era ya olvidada. El volcán estaba apagado, El aire era fétido pero respirable.
Luego contemplaron con ojos ávidos el escenario que les rodeaba. Era de noche y la brisa fresca agitaba sus cabelleras, desordenaba sus ropas. ¡Tres hombres de distintas civilizaciones, vestidos de diferentes maneras, unidos sólo por el lazo común de la evasión, salieron a un mundo increíble!
A un lado, ceñida por las cumbres de la Sierra Madre, se extendía una gran cúpula oscura. Abarcaba un kilómetro y medio, maciza, sombría, dominando hasta donde alcanzaba la mirada. ¡La ciudad de murallas neutrónicas de Hispan!
Allá lejos, a lo largo de las montañas, se extendía, al parecer sin principio ni fin, un inmenso yermo. No había rastro de vida, de habitación humana; nada sino una enmarañada vegetación que crecía salvajemente. No había una sola luz, un aeroplano, ni siquiera un bote en la oscuridad sin mareas del océano entrevisto a lo lejos. Hasta las estrellas eran extrañas, pues habían desaparecido las viejas constelaciones.
Sam se estremeció. Hacía frío, pero no fue eso lo que le puso carne de gallina, ¿Y si la propaganda de Hispan fuese verdad? ¿Y si no hubiera otras ciudades ni otros seres humanos en esa jungla ilimitada ¿Y si...?
Se volvió hacia sus compañeros y sonrió.
—Al menos una cosa es segura: el aire es respirable —dijo alegremente—. Si en otra época hubo gases letales, hace mucho que se han evaporado o se han vuelto químicamente inofensivos —levantó la voz—: ¡Adelante, compañeros! ¡El destino nos aguarda!
—¡Adelante! —gritó el griego Kleon.
—¡Adelante! —exclamó el Olgarca Beltan.
Los tres hombres se volvieron decididamente hacia el este, cara al sol naciente, y bajaron poco a poco de la montaña.
* * *
De los dos relatos de la «Astounding Stories» de septiembre de 1937, la serie Galactic Patrol no resiste la prueba del tiempo. Años después conseguí un ejemplar de la edición en libro, y me senté a rememorar glorias pasadas... pero no estaban allí. El libro me pareció ilegible.
Pero cuándo releí Pasado, presente y futuro para la confección de esta antología, el relato me gustó tanto como entonces.
Schachner era consciente de los peligros que ensombrecieron la década de los 30, y de la amenaza cada vez mayor de la Alemania nazi. Sus relatos estaban cargados de problemas sociales y él siempre iba a favor de los ángeles democráticos.
Yo los devoraba todos y ahora, al recordarlo, me alegro de haberlo hecho. Si el estilo de John Clark hubiera sido el único en impresionarme, me habría limitado de un modo tremendo, (Ahora pienso que si Clark escribió sólo dos relatos, sus razones habría.) Cuando me puse a escribir la trilogía de la Fundación, hubo veces en que la voz de Schachner resonó en mis oídos.