¿Hacia el capitalismo o hacia el socialismo[480]?

25 de abril de 1930

Las perspectivas de liberales y mencheviques

El liberalismo ruso, que a pesar de los años que pasó en el exilio no se ha vuelto mucho más astuto, considera que todas las nuevas formas económicas, principalmente la colectivización, constituyen un retorno a la servidumbre. Hace muy poco, Struve[481] se quejó en alguna parte de que Rusia retornó al siglo XVII, pero sin Dios. Aunque este juicio resultara certero, la revolución estaría igualmente justificada. La economía campesina no hizo grandes progresos entre los siglos XVII y XX, bajo la esclarecida orientación de las viejas clases dominantes. De modo que, aunque realmente hubiéramos retrocedido, lo que había que avanzar no sería mucho. Y liberar a los campesinos de Dios significó liberarlos de un serio escollo. Desgraciadamente, Dios era un elemento necesario en el inventario campesino del siglo XVII, pues constituía una trinidad agrícola junto con el arado y el jamelgo. A éstos sólo los liquidarán las máquinas y la electricidad. Es un problema todavía no resuelto… pero lo será.

El liberalismo hace de cuenta que no ve el tremendo avance económico provocado por el régimen soviético, es decir, las pruebas empíricas de las ventajas incalculables del socialismo. Los economistas de las clases desposeídas pasan simplemente por alto las tasas de desarrollo industrial, que no registran precedentes en la historia. Y los voceros mencheviques de la burguesía explican que se deben a la feroz «explotación del campesinado». No explican, por ejemplo, por qué la explotación de los campesinos indios a manos de los ingleses no derivó, ni en la India ni en Gran Bretaña, en ritmos industriales que se acerquen siquiera a los del sistema soviético. ¿Y por qué no preguntan sobre el ritmo alcanzado en la India con Macdonald, que hace fusilar a los obreros y campesinos indios porque quieren la independencia? Dudo que los interlocutores de Macdonald y Mueller le dirijan esas «preguntas al ministro».

Las referencias liberal-mencheviques a la servidumbre y al sistema de Arakcheiev[482] constituyen el argumento clásico que emplea la reacción contra todas las innovaciones del progreso histórico. Ya el viejo Hegel creó la fórmula filosófica para este «retorno» al pasado en su «tríada» de tesis, antítesis y síntesis. Las clases que tratan de mantener la antítesis (es decir, el capitalismo) siempre descubrirán, en cada avance de la síntesis (el socialismo), una vuelta a la tesis (el feudalismo). Los filósofos y economistas plumíferos del verdugo Galliffet acusaron a la Comuna de París[483] de sustentar el deseo reaccionario de retrotraer la sociedad contemporánea a la época de las comunas medievales. En ese sentido Marx escribió:

«Generalmente las creaciones totalmente nuevas de la historia corren el albur de que se las confunda con réplicas de otras formas de vida social más viejas, inclusive desaparecidas, con las que podrían guardar cierto parecido» (La Guerra Civil en Francia). La crítica burguesa contemporánea no ha creado nada nuevo. En todo caso, ¿dónde lo hubiera encontrado? La «ideología» del liberalismo ruso y de la «democracia» rusa es un mero plagio, para colmo irremediablemente tardío. No andaba muy lejos del blanco el mismo Struve cuando escribía hace treinta y dos años: «Cuanto más al este se va, más ruin y débil es la burguesía». La historia agregó: «y su democracia».

Hoy Struve repite su consigna de 1893: «¡Seamos aprendices del capitalismo!»; pero existe una pequeña diferencia. Hace cuarenta años, esta consigna —buena o mala— era en cierta medida progresiva; hoy significa un retroceso. ¿Acaso la Rusia zarista no fue a la escuela del capitalismo? Y el principal resultado fue el estallido de la Revolución de Octubre. Al revés de lo que dice el proverbio ruso, la «raíz»: de este aprendizaje le resulto dulce al maestro, y el fruto le supo amargo. Por eso, ¿cómo inmunizarse en el futuro contra este «fruto» si se restaura el capitalismo? En el extranjero, el único descubrimiento nuevo que ha hecho la burguesía rusa en este terreno es la tan problemática (y sumamente inestable) «prosperidad» de las naciones civilizadas. Pero el eje de la cuestión está en que el aprendizaje capitalista de los países nuevos no repite la historia de los países viejos, aunque sí soporta el peso de sus pecados. La Revolución de Octubre significó la ruptura de la cadena burguesa mundial en su eslabón más débil. El sueño del retorno de Rusia al capitalismo mundial después de la Revolución de octubre es la más fantasiosa y estúpida de las utopías. ¿Acaso no sería mucho más «fácil» asegurarles un desarrollo capitalista pacífico a China y la India? En estos Países, dicho sea de paso, el poder está en manos de la Segunda Internacional. ¡Hagan la prueba, caballeros! De antemano les advertimos que no resultará, porque China y la India, debido precisamente a su breve aprendizaje capitalista, avanzan hacia su propia Revolución de Octubre. Tal es la dialéctica del proceso mundial, y no hay forma de soslayarla.

El menchevismo espera arribar a una rápida solución del «problema dual de ajustar el sistema económico de un país a su verdadero nivel de desarrollo económico y de crear las premisas políticas y jurídicas que permitan efectuar ese ajuste». Esa fórmula de prestidigitación se basa en la restauración del sistema burgués. Por «premisas políticas y jurídicas» hay que entender la democracia burguesa. «Quédense ustedes con las fábricas y talleres —le dice el menchevismo a la burguesía— y dennos a cambio la posibilidad de ser diputados, intendentes, ministros y Zoergiebel[484], como ocurre en Alemania y Gran Bretaña». Ése es, en realidad, el «problema dual». En 1917, mientras ejerció el poder, el menchevismo defendió a la burguesía contra la Revolución de Octubre. Sin embargo, vimos que la burguesía desconfió de esa defensa y buscó a un Kornilov. En la actualidad, el menchevismo se ofrece a allanarle el camino a la burguesía mediante la liquidación «democrática» de Octubre. Pero los restauradores del capitalismo saben perfectamente bien que el retorno «evolutivo» al capitalismo es ilusorio. La contrarrevolución burguesa no sería capaz (aunque existiera la posibilidad) de alcanzar sus objetivos sin una prolongada guerra civil y un retorno a la pobreza en este país que el poder soviético acaba de levantar de las ruinas.

Una segunda edición del capitalismo ruso distaría de ser una mera continuación y desarrollo del capitalismo prerrevolucionario —más precisamente, prebélico—, no sólo porque los separa un largo periodo de guerra y revolución sino también porque el capitalismo mundial —amo del capitalismo ruso— sufrió tremendas derrotas y profundos reveses en este lapso.

El capital financiero se ha vuelto infinitamente más poderoso, mientras el mundo se siente cada vez más restringido. Un nuevo capitalismo ruso no seria sino un capitalismo explotador colonial de tipo asiático. La burguesía comercial, industrial y financiera rusa —en la media en que logró salvar su capital liquido ha sido totalmente absorbida por el sistema del capital extranjero. Para los restauradores «auténticos», «serios», el retorno a la Rusia burguesa no significaría otra cosa que la oportunidad de explotar a Rusia desde afuera, como colonia. Así ocurre en China, donde el capital extranjero opera por intermedio de los compradores, especie de intermediarios chinos que llenan su bolsa permitiendo que el imperialismo mundial le robe a su propio pueblo.

La restauración del capitalismo en Rusia sería un cultivo químicamente puro de «compradorismo» ruso, con «premisas políticas y jurídicas» tipo Denikin-Chiang Kai-shek. Naturalmente, esto combinado con el concurso de «Dios» y «un envoltorio eslavo», es decir, con todo lo que se necesita para salvar el «alma» del asesino.

Pero ¿cuánto duraría tanto esplendor? La restauración tendría que enfrentarse al problema obrero, y también y sobre todo al problema campesino. Bajo Stolipin[485] el éxito relativo obtenido en la creación de una capa de campesinos prósperos fue acompañado de un proceso de proletarización y pauperización tan doloroso, y de una agudización tan grande de las diferencias sociales en el campo, que la guerra campesina de 1917 recibió de allí un impulso irresistible. A la burguesía y la socialdemocracia no les queda otra vía que la de Stolipin, y dada la situación del capitalismo actual no podría ser de otra manera. La única diferencia está en que, en lugar de existir entre doce y quince millones de propiedades campesinas como había antes, ahora habría veinticinco millones. Y el intento de hacer surgir de ellas una capa capitalista provocaría tal proceso de proletarización y pauperización que, comparados con él, —parecerían insignificante los acontecimientos que llevaron a 1917. Aunque la contrarrevolución no restaurase a la burguesía agraria —pero ¿cómo podría no hacerlo?—, el problema agrario se le aparecería como el fantasma de una segunda marejada. Si hasta en China, donde la casta burguesa casi no existe, el problema agrario es casi tan explosivo como en la India. Repetimos: en Rusia el desarrollo capitalista, aun con formas más avanzadas, sería un desarrollo de tipo chino. Ésta es la única solución posible al «problema dual» del menchevismo.

La conclusión es clara: haciendo abstracción de la perspectiva socialista que abre, el régimen soviético es, en la situación mundial imperante, el único régimen concebible de independencia nacional de Rusia. Aunque, claro está, sin Serafin Sarovski y la letra «iat»[486].

Contradicciones viejas en condiciones nuevas

Para comprender bien las dificultades fundamentales por las que atraviesa actualmente la URSS es menester no perder de vista que el desarrollo económico actual —a pesar de la catastrófica profundidad de la ruptura de Octubre— es la continuación, aunque bajo formas muy alteradas, de los principales procesos anteriores a la guerra y a la revolución. Si, por un lado, las esperanzas liberales y socialdemócratas se basan por completo en su adhesión al pasado (el capitalismo, la Revolución de Febrero, la democracia), por otro lado sus críticas del actual régimen económico parten de ignorar totalmente la continuidad entre ayer y hoy. Presentan las cosas como si la contradicción entre la ciudad y el campo hubiera surgido de la Revolución de Octubre, cuando en realidad el triunfo de ésta fue posible gracias a que combinó la insurrección proletaria con la revolución agraria.

La crisis del campo soviético es fundamentalmente la crisis de una economía rural atrasada basada en la pequeña propiedad. Las clases poseedoras hicieron todo lo posible en el pasado por estimular, hacer progresar y consolidar las grandes empresas agrícolas: en las llamadas reformas «libertadoras» de 1861, en la lucha contra la revolución de 1905 mediante las leyes contrarrevolucionarias de Stolipin y, finalmente, con la política aplicada en el periodo de poder dual de 1917[487]. Pero todas fracasaron.

En el atrasado campesinado ruso, trasplantando repentinamente a las nuevas condiciones del mercado, el desarrollo forzado del capitalismo ruso bajo la presión del capital financiero mundial acentuó enormemente la tendencia a acrecentar la extensión de las propiedades. Fue el propio capitalismo el que dio su máxima expresión a los «sueños» campesinos precapitalistas de «una nueva división de la tierra». Y los intentos muy realistas en cuanto a sus objetivos de oponer a esta tendencia campesina un sistema de propiedad capitalista en el campo fracasaron «únicamente» porque el ritmo de desarrollo capitalista en su conjunto no coincidió con la evolución de los campesinos hacia el capitalismo agrario. El sometimiento de la Rusia zarista al mercado mundial y al capital financiero, con todas sus consecuencias comerciales, fiscales y militares, avanzaba con botas de siete leguas; al mismo tiempo, la formación de un estrato de grandes propietarios del campo avanzaba a «paso de tortuga». Y fue en esta discordancia en el ritmo que se rompió la cabeza la contrarrevolución burguesa y terrateniente de 1907-1917.

Así, la nacionalización revolucionaria de la tierra era la única manera viable de librar las relaciones de propiedad agraria de la extraordinaria confusión que se había acumulado durante toda la etapa histórica precedente. La nacionalización significó la entrega de toda o casi toda la tierra al campesinado. Dada la herencia recibida en maquinaria y métodos de cultivo, esta transferencia de la tierra a los campesinos provocó una mayor subdivisión de la tierra y en consecuencia le allanó el camino a una nueva crisis de la agricultura.

En doce años no se podía liquidar esta contradicción heredada del pasado, entre la ciudad y el campo. Por el contrario, cuando el estado obrero, después de liquidar a sus enemigos, se abocó seriamente al desarrollo industrial del país, esta contradicción inexorablemente se agravó. Dado el crecimiento general de la población y las aspiraciones de independencia de la joven generación campesina, la subdivisión de los predios prosiguió en forma acelerada. El desarrollo de la industria y la cultura, con los inevitables sacrificios del campo, avanzó con la suficiente velocidad como para suscitar en el campesino nuevos intereses y nuevas necesidades, pero demasiado lentamente como para satisfacer a la clase campesina en su conjunto. Así es como la contradicción entre la ciudad y el campo se agravó de manera nunca vista. Y la base de esta contradicción sigue siendo la misma: el impotente aislamiento de la clase de los pequeños campesinos atrasados.

Siendo así, ¿qué diferencia hay entre esta situación y la que imperaba antes de la Revolución? Hay una diferencia enorme.

En primer lugar, ante la desaparición de las grandes propiedades, a la clase campesina le resulta imposible salir de su atolladero económico, mejor dicho de sus veinticinco millones de insuperables atolladeros económicos, extendiendo su propiedad mediante la expropiación de las clases poseedoras. Para gran beneficio del futuro del país, esta etapa quedó atrás. Pero por eso mismo el campesinado se ve obligado a buscar otras salidas.

En segundo lugar, —y no menos importante— a la cabeza del país se encuentra un gobierno que, cualesquiera que sean sus errores, trata por todos los medios de elevar el nivel material y cultural de los campesinos. Los intereses de la clase obrera —que sigue siendo la clase dominante del país a pesar de los cambios operados en la estructura de la sociedad revolucionaria— tienden a lo mismo.

Desde este punto de vista histórico amplio, que en última instancia es único racional, es totalmente absurda la afirmación de los liberales de que la colectivización es producto de la fuerza bruta. Después de subdividir la tierra lo más posible, como resultado del empleo del viejo método campesino de aprovechar las tierras disponibles, su integración y su agrupamiento en propiedades agrícolas más grandes se convirtió en un problema de vida o muerte para la clase campesina.

En épocas históricas anteriores, ante la falta de tierras para cultivar, el campesinado algunas veces se alzó en rebelión, otras se lanzó en grandes corrientes colonizadoras hacia la conquista de tierras vírgenes, y aun entró con la cabeza gacha en toda clase de sectas religiosas, para compensar la escasez de territorio con la patria celestial.

Marx dijo una vez que el campesino, además de sus prejuicios, tiene también su juicio[488]. Las dos características aparecen combinadas de distintas maneras en toda la historia. Pasados ciertos limites, el realismo vital del campesino choca con monstruosas supersticiones. Y más florece el «prejuicio», cuanto menos capaz parece el «juicio» de resolver una situación de la economía campesina que parece no tener salida.

Con nuevas formas, en una etapa histórica más elevada y en distintas proporciones, el juicio y el prejuicio campesinos también han encontrado su expresión en la colectivización total. Doce años de revolución, en los que pasó por el comunismo de guerra[489], por la NEP y sus distintas fases, hicieron pensar al campesino que para salir de su atraso debe buscar nuevas vías. Pero sucede que éstas todavía no han sido probadas, ni sus ventajas verificadas. La política gubernamental aplicada entre 1923 y 1928 orientó la atención de los estratos superiores del campo hacia el desarrollo y la mejora de las propiedades individuales. Las capas inferiores seguían desorientadas. Esta vez la contradicción entre la ciudad y el campo surgió en el problema de las reservas de cereales. El gobierno efectuó un veloz cambio de rumbo, cerró el mercado libre y abrió las puertas de la colectivización. El campesinado las atravesó en masa.

Las nuevas esperanzas del campesinado eran una combinación de juicio con prejuicio. Junto con la conciencia de una minoría, el instinto de rebaño de la mayoría penetró en el movimiento. La situación tomó por sorpresa al gobierno que —lamentablemente— actuó con mucho más prejuicio que juicio. Se descubrió un monstruoso «exceso» nacional. Con brillante intuición retrospectiva, la dirección trató de remplazarlo por pequeños excesos provinciales. El Secretariado del Comité Central cuenta con gran cantidad de opiniones estereotipadas al respecto, a nivel provincial, distrital y regional.

¿Cuál es la esencia del exceso?

En su larguísima y, a decir verdad, terriblemente ignorante Respuesta a los camaradas de las granjas colectivas[490], Stalin se refiere de manera ambigua a «ciertas personas» que enfocaron erróneamente el problema del campesinado medio, y a «otras personas» que no comprendieron el código de las granjas colectivas (digamos de paso que el código fue promulgado después de producidos los excesos)… y el dolor que todo esto le provocó a la culta dirección. Todo esto es muy interesante, y hasta conmovedor. Sin embargo, Stalin no dice cómo hará el cuarenta por ciento de los campesinos (del sesenta por ciento que estaba colectivizado, según se anunció en marzo, Stalin resta, sin «retroceder»… un veinte por ciento) para poner a trabajar enormes empresas agrícolas sin maquinaria que justifique su existencia, y ni qué hablar de su forma social.

Por grande que sea su «individualismo», el campesino, ante los hechos económicos incontrovertibles, se ve obligado a retroceder. Existen abundantes pruebas de ello en toda la historia del cooperativismo campesino, incluso en los países capitalistas. La propia subdivisión de la producción conduce necesariamente a la socialización de las funciones comerciales y crediticias. Después de la revolución de 1905, el cooperativismo abarcó en la Rusia zarista a millones de campesinos, pero se limitaba únicamente a la compra y venta, crédito y ahorro, y no incluía la producción. No hay que buscar la causa del mantenimiento de esta subdivisión de la producción en la psicología del campesino sino en el carácter de su equipo y en sus métodos de producción; he ahí la esencia de su individualismo.

Cuando el ritmo inesperado de la colectivización, provocado por la situación insostenible debida a la fragmentación de las granjas campesinas y acicateado por el triple látigo de la burocracia, reveló la flagrante contradicción entre los medios de producción y la dinámica de la colectivización, se trató de salir del paso mediante una nueva teoría salvadora, según la cual las grandes empresas equipadas con maquinarias primitivas habrían de considerarse talleres manufactureros socialistas. Suena científico, pero hasta los escolásticos sabían que cambiar el nombre de cosa no es cambiar su naturaleza.

La manufactura agrícola sólo se justificaría si los métodos manufactureros de producción fueran más ventajosos, para el cultivo del suelo que la colectivización agrícola. No sabemos por qué esta ventaja no se ha demostrado en la práctica hasta el día de hoy.

Es obvio que siempre se puede demostrar con hábiles combinaciones estadísticas que hasta la colectivización de la maquinaria campesina más primitiva posee sus ventajas. Este pensamiento se repite monótonamente en discursos, artículos periodísticos y circulares, pero los autores se cuidan mucho de compararlo con la experiencia viva. La gran familia campesina es la más «natural» de todas las formas de colectivización. Pero fue precisamente esta forma la que sufrió el deterioro más cruel después de Octubre. ¿Alguien puede imaginar seriamente que será posible, sobre las mismas bases productivas, construir una gran granja colectiva constituida por familias que ni siquiera se conocen entre sí?

La cooperación productiva en gran escala, pero basada en las herramientas campesinas, ya fue sometida a la prueba de la historia: fue el caso de las tierras señoriales entregadas a los campesinos para su explotación, a cambio de un pago en especie. ¿Qué vemos? En general, estas tierras estaban peor trabajadas que las propiedades campesinas. Después de la revolución de 1905, estas propiedades fueron liquidadas en masa y el Banco Rural las loteó y vendió a los campesinos. Así se demostró que la «cooperación» productiva basada en la combinación de las tierras señoriales con los equipos campesinos de ninguna manera resultaba viable desde el punto de vista económico. En cambio, la gran propiedad basada en la explotación mecánica, la rotación regular de los cultivos, etcétera, salieron indemnes de las convulsiones de 1905 y los años subsiguientes, hasta que la Revolución de Octubre las nacionalizó. Es cierto que en el primer caso se trataba exclusivamente de tierras señoriales. Pero existe un peligro: que la formación artificial, vale decir precipitada, de grandes granjas colectivas, en las que el trabajo del campesino individual está ahogado en el trabajo de decenas y centenas de campesinos como él, que utilizan el mismo equipo individual, determine que allí donde falte la iniciativa individual la explotación de la tierra sea inferior a la de las parcelas campesinas individuales.

Una granja colectiva basada en la mera combinación de equipos campesinos es a la propiedad agraria socialista lo que la propiedad señorial entregada al campe sino a cambio de un arriendo en especie es a la gran propiedad capitalista. Esto constituye un mentís implacable a la idea de la «manufactura socialista».

Bujarin olvida las bases materiales de las granjas colectivas y se refugia en sus ensoñaciones teóricas para afirmar que, dado el retraso de las tasas de crecimiento agrícola respecto de las industriales, «la reconstrucción socialista de la agricultura era la única salida viable». De manera que para él la colectivización general no es una etapa en el desarrollo de las relaciones de producción agrarias preparada materialmente sino la «única salida» de las dificultades actuales. Esta forma de plantear el problema revela el enfoque de la teleología administrativa pura.

Bujarin, obviamente, acierta cuando dice que el proceso en curso no es un simple retorno a las formas del «comunismo de guerra». No hay duda que, bajo ningún punto de vista, es un retorno al pasado. El giro actual entraña consecuencias importantes para el futuro. Pero el meollo de todo el problema consiste en saber si las proporciones y relaciones son correctas. Ahora bien, además de ser promisorio para el futuro del socialismo, este giro contiene también peligros directos y mortales. Bujarin los menciona al pasar: «Debido al desarrollo de las granjas colectivas y las granjas estatales, la enorme demanda de máquinas complicadas, tractores, cosechadoras, fertilizantes químicos, etcétera, excede a la oferta y aquí las “tijeras” se siguen abriendo, para colmo rápidamente». Estas frases extraordinarias están enterradas en el texto de un artículo triunfal, sin ningún comentario adicional. Pero la mayor separación de las «tijeras» entre los cimientos y el techo no puede significar sino el derrumbe de toda la estructura.

Bujarin resalta la importancia del elemento de planificación en la colectivización de la agricultura y del establecimiento de vínculos estrechos entre la granja colectiva, la industria y el aparato soviético distritales para afirmar: «Aquí tenemos, en forma embrionaria, la futura superación del burocratismo». Sí, en forma embrionaria. Pero ¡ay de aquel que confunde la forma embrionaria con la infantil, o la infantil con la adolescente! Cuando no la justifica una base tecnológica suficiente, la granja colectiva conduce inevitablemente a la formación de una burocracia económica parasitaria, la peor de todas. El campesino, que muchas veces apareció en la historia apoyando pasivamente a toda clase de burocracias estatales, jamas tolera el burocratismo en su esfera económica inmediata: nunca hay que perder esto de vista.

La colectivización debe transformar el carácter del campesino, dice Bujarin. Ni hace falta discutirlo. Pero para eso se necesita el tractor, el arado mecánico, la cosechadora, no la «idea» de los mismos. El platonismo jamás tuvo éxito en el plano productivo. Es cierto que el plan prevé un aumento cada vez más acelerado de la cantidad, actualmente despreciable, de tractores. Pero no se puede construir granjas colectivas presentes en base a tractores futuros. Además, los tractores necesitan combustible. La distribución adecuada de combustible en territorios inmensos plantea un problema monumental de producción, organización y transporte. Pero un tractor, aunque tenga combustible, no es nada por sí solo; se vuelve efectivo únicamente como parte integral de una cadena cuyos eslabones son el desarrollo tecnológico y el gran avance en todos los terrenos. De todos modos, todo eso es factible. Y todo se hará. Pero todavía falta el «calculo exacto de la medida del tiempo»; sin eso, fracasa cualquier operación, económica o militar. En condiciones internas e internacionales favorables, las bases materiales y tecnológicas de la agricultura podrían cambiar totalmente en los próximos diez o quince años y garantizar a la colectivización una base productiva. Sólo que en el mismo lapso de diez o quince años que nos separa de tal eventualidad, podrían surgir muchas ocasiones para el derrocamiento del poder soviético. Desgraciadamente, Bujarin no nos sirve de ayuda. Rechaza la realidad, esta vez con su pie izquierdo, y sale al «galope enloquecido» hacia las más altas esferas de la especulación metafísica; tenemos la certeza de que lo veremos convertido en chivo expiatorio de los errores de Stalin. No es Bujarin, empero, quien nos interesa.

Mientras la colectivización avanzaba a todo vapor, la prensa burguesa mundial —al menos la más perspicaz, es decir la más capaz de hacer provocaciones a largo plazo— repetía en todos los tonos que esta vez no podía haber marcha atrás. O se realizaba la experiencia hasta el fin, o la dictadura soviética caería derrotada; y desde su punto de vista incluso la «realización total» de la experiencia sólo podía desembocar en la derrota. La prensa soviética oficial, desde el comienzo mismo de la campaña de colectivización, respondía pregonando a toda voz el triunfo del avance ininterrumpido, sin marcha atrás ni reveses. Stalin llamó abiertamente a los campesinos pobres a «exterminar implacablemente» al kulak… como clase. Sólo la Oposición de Izquierda introdujo la nota discordante: desde el otoño anterior venía advirtiendo públicamente que la confusión de ritmos desincronizados contenía la simiente de una crisis inevitable en el futuro más próximo. Los hechos no tardaron en demostrar que sólo la prensa capitalista en un polo, y la prensa de la Izquierda comunista en el otro, hablaban con fundamento. La ofensiva en el frente campesino no tardó en desnudar sus contradicciones y agravarlas al extremo inmediatamente. Luego vinieron las acusaciones sobre los excesos, la facilidad para salir de las granjas colectivas, el freno de hecho a la «deskulakización», etcétera. Al mismo tiempo se prohibió terminantemente calificar de «retirada» a esta retirada. Y todavía nadie sabe qué depara el mañana.

Algún día habrá que hacer el balance. Si el partido gobernante, no lo hace, lo hará el desarrollo elemental del proceso, encaramado en las espaldas de la dictadura. Cuanto más temprana, amplia y audaz sea la revisión de los «planes» —más precisamente: cuanto más rápidamente se introduzca un plan elaborado en forma colectiva en el caos que el «éxito» amenaza con provocar—, menos doloroso será el proceso de corrección de todos los errores cometidos y más fácil será paliar las desproporciones más graves entre el desarrollo de la ciudad y el campo y el «lapso» que, por otra parte, será más sincrónico con el «lapso» de maduración de la revolución europea.

La actual retirada en desorden enmascarada por las fábulas y la retórica de la burocracia es lo peor que podría ocurrir. El partido se siente molesto… pero calla. Allí reside el principal peligro.

Sólo el partido puede encontrar la salida

Fue en medio de una pugna constante de partidos y corrientes, que a menudo tomó la forma de una guerra civil, que la burguesía venció y llegó a presidir los destinos de la sociedad. Es cierto que el proletariado es más homogéneo que la burguesía, pero esta homogeneidad dista de ser absoluta. La burocracia obrera, además de instrumento con el que el proletariado ejerce su influencia sobre las demás clases, es también un instrumento a través del cual las otras clases ejercen influencia sobre el proletariado. El complejo de las relaciones mundiales que, en última instancia, tiene la palabra definitiva, gira alrededor de este eje. Estas relaciones explican que, a partir de la revolución proletaria, pueden surgir y desarrollarse profundas diferencias en el seno del partido dominante, que adquieren un carácter fraccional. Esta situación no se cambia con una mera prohibición.

La lucha inevitable sobre cual es la vía a seguir —en la medida en que la misma se libra no sólo con base en la dictadura sino también en beneficio suyo— debe darse con métodos que reduzcan estrictamente al mínimo el costo de elaborar una línea política correcta. Pero la burocracia stalinista ha tratado de deshacerse lisa y llanamente del precio político que hay que pagar por la existencia del partido. Sin embargo, lamentablemente, el costo se eleva como consecuencia de la política oscilante de la burocracia. Estas oscilaciones son parte inseparable del régimen de un aparato que escapó al control de un partido y elude en todas las ocasiones la responsabilidad de sus propios errores. Sería funesto imaginar que la dictadura del proletariado tiene derecho a oscilar indefinidamente. Por el contrario, este «crédito» histórico es limitado.

El congreso partidario no se ha reunido en dos años y medio y en ese lapso se produjeron profundos y frecuentes cambios en la política referida a los problemas más fundamentales. Y el aparato gobernante, no considera este congreso, convocado contra los deseos de la «cúpula», como una forma de salir de las dificultades internas, sino más bien como un accidente molesto y un verdadero peligro. En la época de la Guerra Civil el congreso se reunía todos los años, en algunas ocasiones dos veces al año, mientras que ahora, en tiempo de paz, después de las conquistas irreversibles de la industrialización y después —según el aparato— «de garantizada la conversión del campesinado al socialismo», la vida interna del partido se encuentra en un estado de tensión tan grande que el congreso es una carga, un misterio y un peligro. ¿Cómo se explica?

Podría responderse que el principal enemigo no es la burguesía interna sino la externa, que se volvió más poderosa después de la guerra. Y es cierto. Pero si en verdad la base socialista se ha consolidado internamente, el peligro externo no explica la burocratización del régimen. Una sociedad socialista sería perfectamente capaz de combatir a los enemigos externos sobre la base de la democracia más amplia, plena e ilimitada. No; el hecho de que el régimen empeore sistemáticamente sólo puede obedecer a razones internas. La presión externa sólo se explica en su ligazón con las relaciones internas entre las clases.

Quien explique y justifique el carácter represivo del régimen interno como derivación de la necesidad de combatir un enemigo interno, reconoce implícitamente que, en los últimos años, se produjo una modificación de las relaciones de fuerza en un sentido desfavorable al proletariado y su partido. ¿Cómo es posible que hoy los kulakis constituyan un peligro mayor que en el pasado, cuando la burguesía y los mismos kulakis provocaron una Guerra Civil, cuando las viejas clases dominantes todavía no habían perdido su confianza —basada en un rápido derrumbe del bolchevismo— y todavía tenían sus ejércitos? Esa afirmación se contradice con la realidad. Y en todo caso no tiene nada que ver con la propaganda oficial, que sólo ve el fortalecimiento continuo del sector socialista y la expulsión del sector capitalista.

Es aún menos fácil de comprender por qué toda manifestación de desacuerdo con la dirección, léase la fracción stalinista militarizada, todo esbozo de crítica, toda propuesta no anticipada por «la cúpula», provocan un pogromo inmediato y organizado, realizado en silencio como una pantomima, después del cual viene una «liquidación» teórica parecida a un rito funerario cantado por sacristanes y maestros de coro tomados de las filas de los profesores rojos.

Afirmar que el régimen que impera actualmente en el partido es el único posible y que su evolución es natural e irreversible implica afirmar que el partido, y con él la revolución, han muerto. ¿Para decretar que de ahora en adelante los congresos del partido se reunirán únicamente «en caso de necesidad» habría que efectuar muchos cambios? ¿Qué problema tendría el régimen para tomar esa medida? Casi ninguno. Pero un aparato que se ve obligado a buscar sanciones en su contra no puede evitar ser dominado por una sola persona. La burocracia necesita un superárbitro y escoge para este puesto a quien mejor encarna su instinto de supervivencia. Ésa es la esencia del stalinismo: allanar el camino para la instauración del bonapartismo en el seno del partido.

En sus comienzos, el centrismo burocrático es una corriente que maniobra entre dos corrientes partidarias extremas, una de las cuales refleja la línea pequeñoburguesa y la otra la proletaria; el bonapartismo es un aparato estatal que ha roto abiertamente todos sus vínculos tradicionales, incluidos los partidarios y, a partir de entonces, maniobra «libremente» entre las clases como «arbitro» imperioso. El stalinismo prepara el bonapartismo, de manera tanto más peligrosa cuanto que lo hace inconscientemente. Hay que comprenderlo. Ya es hora de que lo hagamos.

¿Cuáles son, pues, los factores que, a pesar de las conquistas económicas, han deteriorado la situación política e incrementado la tensión en el régimen de la dictadura?

Estos factores son de dos tipos: algunos tienen sus raíces en las masas, otros en los organismos de la dictadura. Los filisteos repiten con frecuencia que la Revolución de Octubre fue producto de las «ilusiones» de las masas. Eso es cierto en el sentido de que ni el feudalismo ni el capitalismo educaron a las masas en la interpretación materialista de la historia. Pero hay ilusiones e ilusiones. La guerra imperialista que arruinó y desangró a la humanidad hubiera sido imposible sin las ilusiones patrióticas, cuyo principal baluarte fue la socialdemocracia. Las ilusiones de las masas respecto de la Revolución de Octubre consistieron en sobrestimar las posibilidades de un cambio rápido de su situación. ¿Pero acaso la historia registra algún acontecimiento grandioso carente de ilusiones creadoras?

Sin embargo, es indudable que el curso real de la revolución provoca un deterioro de estas ilusiones de las masas, y éste se resta del monto total del crédito complementario que las masas le otorgaron en 1917 al partido dominante. Por otra parte, téngase en cuenta que a cambio de ello se gana en experiencia y comprensión de cuales son las verdaderas fuerzas motrices del proceso histórico. Pero jamás debe olvidarse que la pérdida de ilusiones avanza a un ritmo mucho más veloz que la acumulación de conocimientos teóricos. Ésa es una de las causas principales de las victorias pasadas de la contrarrevolución, en la medida en que dichas causas responden a los cambios psicológicos que se producen en el seno de las clases revolucionarias.

Otro elemento de peligro lo constituye la degeneración del aparato de la dictadura. La burocracia reinstauró muchas de las características de una clase dominante, y así lo ven las masas obreras. La lucha que libra la burocracia por su supervivencia ahoga la vida espiritual de las masas al fomentar conscientemente en ellas nuevas ilusiones no revolucionarias, impidiendo así que las ilusiones perdidas sean remplazadas por una comprensión realista de lo que está ocurriendo. Desde el punto de vista marxista, es evidente que la burocracia soviética no puede convertirse en una nueva clase dominante. Su aislamiento y su creciente función social de mando conducen inexorablemente a una crisis de la dictadura que no podrá resolverse sino por un renacimiento de la revolución sobre bases más profundas o a través de la reinstauración de la sociedad burguesa. Es precisamente la inminencia de la segunda alternativa, que todos sienten aunque pocos la comprendan claramente, lo que crea esta extrema tensión en el régimen.

Es un hecho incontrovertible que el avance de la burocracia refleja las contradicciones generales inherentes a la construcción del socialismo en un solo país. En otras palabras, aun con una dirección sana, el peligro del burocratismo seguiría existiendo dentro de ciertos límites. Todo depende de esos limites y del tiempo. Reconocer que el capitalismo mundial en general y el europeo en particular subsistirán durante muchos años equivaldría a reconocer la inexorabilidad de la caída del régimen soviético, en que la degeneración prebonapartista del aparato abriría el camino para convulsiones de tipo termidoriano o directamente bonapartista. Jamás debemos perder de vista esta perspectiva si queremos comprender qué está ocurriendo. Toda la cuestión pasa por el ritmo, que no se puede dar por anticipado porque depende del choque de fuerzas vivas. De no haberse producido las vergonzosas y catastróficas derrotas de la revolución en Alemania y en China, hoy la situación mundial sería diferente. De esa manera las condiciones objetivas nos conducen nuevamente al problema de la dirección. Y no se trata de una persona o de un grupo (aunque este factor no carece de importancia). Se trata de la interrelación entre la dirección y el partido, entre el partido y la clase.

Es precisamente desde este punto de vista que se plantea el problema del régimen del Partido Comunista soviético y de la Comintern. Nos hemos enterado de que circula una nueva teoría pergeñada por ciertos elementos inestables de la Oposición: según ellos (Okudjava y otros), la actual política «izquierdista» stalinista debería «parir» un régimen más sano. Este fatalismo optimista constituye la peor caricatura del marxismo. La actual dirección no es una hoja en blanco. La historia del régimen stalinista es la historia de errores sin precedentes y de los estragos que provocaron en el proletariado internacional. El giro a la «izquierda» de la actual dirección es una resultante de la línea derechista de ayer. Cuanto más profundo el viraje, más implacable fue la presión de la burocracia para impedir que el partido tuviera tiempo de orientarse en medio de las contradicciones entre el ayer y el hoy.

La funesta osificación del aparato partidario no es producto meramente de contradicciones objetivas, sino el resultado de la historia concreta de una dirección en particular, por intermedio de la cual se infiltraron dichas contradicciones. En esta dirección, con su selección artificial de individuos en la base y en la cumbre, se cristalizan todos los errores del pasado y se sientan las bases de los errores futuros. Y sobre todo, es esta dirección la que contiene los gérmenes de su mayor degeneración bonapartista. Aquí se ocultan los peligros más amenazantes, graves e inmediatos que acechan a la Revolución de Octubre.

Las oscilaciones hacia la izquierda de ninguna manera significan que la dirección centrista sea capaz de transformarse en una dirección marxista por su propio esfuerzo burocrático interno. Significan algo muy diferente: tanto en la situación objetiva como en los sentimientos reprimidos de la clase obrera se está gestando una profunda resistencia a la tendencia termidoriana; el pasaje a este curso termidoriano todavía resulta imposible de realizar sin verdaderas convulsiones contrarrevolucionarias. Aunque ahoga al partido, la dirección no puede dejar de prestarle atención, porque a través de este canal —aunque incompleto y amordazado— las fuerzas de clase hacen llegar sus advertencias y llamados. La discusión de los problemas, la lucha ideológica, las reuniones y congresos han desaparecido, y en su lugar están la agencia de información intrapartidaria, la intercepción de comunicaciones telefónicas y la censura de la correspondencia. Pero estos medios indirectos sirven de canales para la presión de la clase. Eso significa que los orígenes del giro a la izquierda y las razones de su rapidez se encuentran fuera de la dirección. Ésta sólo aporta la falta de reflexión, la falta de seriedad y el seguidismo de este giro a la izquierda.

Hacer las paces con la dirección simplemente porque ésta, a pesar de que no ha reconocido ni comprendido sus errores, giró sobre su eje bajo la presión de hechos externos —y está por acumular nuevos errores en una nueva dirección— es demostrar que uno no es más que un miserable filisteo, incapaz de elevarse si quiera al nivel de un funcionario, y de ninguna manera un revolucionario. ¿Realmente «no existe otra salida», según balan los Radek, Zinoviev, Kamenev, Smilga[491] y otros chivos fusilados? Sus balidos sólo pueden interpretarse como que están convencidos de que la revolución ha muerto, y puesto que hay que morir, mejor es hacerlo junto con los «demás»: hasta la muerte es agradable cuando se muere en compañía. Jamás podremos compartir sentimientos tan despreciables.

En ningún lugar está escrito y nadie ha demostrado hasta ahora que el partido actual, inexistente como partido en este momento pero capaz sin embargo de hacer silenciosamente girar ciento ochenta grados a la dirección, no podría, con la necesaria iniciativa, regenerarse internamente mediante un profundo análisis colectivo del curso seguido hasta hoy. La historia registra más de un caso de organismos mucho menos flexibles y más osificados que el Partido Comunista, que fueron capaces de resucitar y renovarse mediante una profunda crisis interna. Es así —y sólo así— como se plantea el problema para nosotros, a escala nacional e internacional. El enfoque de la Oposición no tiene nada que ver con la metafísica complaciente del camarada Okudjava y los demás, porque el mismo presupone una intensa lucha tendencial y, por consiguiente, que la Oposición de Izquierda despliegue la mayor actividad. Sólo los políticos en bancarrota abandonan sus puestos en los momentos críticos, responsabilizando a la marcha objetiva de los acontecimientos y buscando una salida en oráculos optimistas. El espíritu de rebaño y el seguidismo caracterizan perfectamente los períodos de traición y degeneración. El bolchevismo nació en la lucha contra éstos. La Oposición de Izquierda continúa esa línea histórica. Su deber consiste, no en diluirse en el centrismo sino en desplegar mayor actividad.

Escritos , Tomo I
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