¿Adónde va la República Soviética[37]?

25 de febrero de 1929

A partir de la Revolución de Octubre, este interrogante jamás abandonó las columnas de la prensa mundial. En la actualidad se lo discute en relación con mi expulsión de la URSS, considerada por los enemigos del bolchevismo como un síntoma del tan esperado «desenlace». Que mi expulsión tiene una importancia política, no personal, es algo que a mí no me corresponde negar. Sin embargo, en esta ocasión estoy decididamente en contra de alentar conclusiones respecto de un supuesto «principio del fin».

No es necesario recordar que los pronósticos históricos, a diferencia de los astronómicos, son siempre condicionales, contienen opciones y alternativas. Toda pretensión de poseer poderes precisos de predicción sería ridícula, tratándose de una pugna entre fuerzas vivas. El objetivo de la predicción histórica es diferenciar entre lo posible y lo imposible y hallar las variantes más probables entre las teóricamente posibles.

Para responder con fundamento a la pregunta sobre adónde va la Revolución de Octubre, hay que hacer un análisis de todas sus fuerzas internas y de la situación mundial en que aquélla se desarrolla. Un estudio de ese tipo ocuparía un libro entero. Comencé a escribir ese libro en Alma-Ata, y espero terminarlo en un futuro próximo.

Aquí sólo puedo indicar los lineamientos que pueden orientar la búsqueda de la respuesta: ¿es cierto que la Unión Soviética está al borde de la aniquilación? ¿Se agotaron sus recursos internos? De ser destruida, ¿qué podría sobrevenir: la democracia, la dictadura, la restauración de la monarquía?

El curso del proceso revolucionario es mucho más complejo que el de un arroyo de montaña. Pero en ambos casos lo que puede parecer un cambio de rumbo paradójico es, en realidad, perfectamente normal, es decir, se ajusta plenamente a las leyes naturales. No hay ninguna razón para suponer que la conformidad con dichas leyes es esquemática o superficial. El punto de partida debe ser la normalidad de la naturaleza, tal como la determinan la masa del flujo de agua, el relieve geológico local, los vientos prevalecientes y así sucesivamente. En política, eso significa ser capaz de ver más allá de los picos más altos de la revolución para pronosticar la posibilidad y aun la probabilidad de que se produzcan períodos repentinos, a veces prolongados, de reflujo; y significa, por otra parte, ser capaz de distinguir, en los momentos de mayor reflujo como, por ejemplo, la contrarrevolución de Stolipin (1907-l910)[38], las premisas de una nueva alza.

Las tres revoluciones vividas por Rusia en el último cuarto de siglo constituyen, en realidad, etapas de la misma revolución. Entre las dos primeras etapas mediaron doce años; entre la segunda y la tercera… tan sólo nueve meses.

Los once años de la revolución soviética pueden dividirse, a su vez, en una serie de etapas, dos de ellas más importantes que las demás. A grandes rasgos puede considerarse que la enfermedad de Lenin y el comienzo de la campaña contra el «trotskismo» marcan la línea divisoria entre ambas. En el primer período las masas desempeñaron un rol decisivo. La historia no conoce otra revolución que haya movilizado masas tan gigantescas como la Revolución de Octubre. Sin embargo, todavía existen excéntricos para quienes Octubre es una aventura. Al razonar así, denigran lo que dicen defender. En efecto: ¿de qué sirve un sistema social que puede ser derrocado por una «aventura»? En realidad, el éxito de la Revolución de Octubre —el hecho de haber podido mantenerse durante los años más críticos frente a una horda de enemigos— se debió a la participación activa y a la iniciativa de las masas multitudinarias de la ciudad y el campo. Unicamente sobre estos cimientos se pudo improvisar el aparato de estado y el Ejército Rojo. Ésa es, en todo caso, la principal conclusión que extraigo de mi experiencia en este terreno.

El segundo período, que provocó un cambio radical en la dirección, se caracterizó por una indiscutible reducción de la intervención directa de las masas. El arroyo volvió a su cauce. Por encima de las masas, el aparato administrativo centralizado se elevó cada vez más. El estado soviético y el ejército se burocratizaron. Se acrecentó la distancia entre el estrato gobernante y las masas. El aparato se volvió cada vez más autosuficiente. El funcionario de gobierno se convenció cada vez más de que la Revolución de Octubre se hizo precisamente para poner el poder en sus manos y garantizarle una posición privilegiada.

Creo que está demás decir que estas contradicciones reales, vivas, que señalamos en el desarrollo del estado soviético, no son argumentos que utilizamos para sustentar el «repudio» anarquista del estado, es decir, el «repudio» liso y llano al estado en general. En una carta notable sobre la degeneración del aparato estatal y el partido, mi viejo amigo Rakovski de mostró de manera muy convincente que, después de la conquista del poder, se diferenció en el seno de la clase obrera una burocracia independiente, y que esta diferenciación, que al principio fue sólo funcional, asumió luego un carácter social[39]. Naturalmente, los procesos en el seno de la burocracia se desarrollaron en concomitancia con procesos muy profundos en curso en el país. La Nueva Política Económica[40] dio lugar a que en las ciudades resurgiera o se creara un amplio estrato pequeñoburgués. Revivieron las profesiones liberales. En el campo levantó cabeza el campesino rico, el kulak. Al elevarse por encima de las masas, amplios sectores de funcionarios estatales, se acercaron a los estratos burgueses y establecieron vínculos familiares con ellos. Cada vez más, la burocracia llegó a considerar como interferencia toda iniciativa o crítica de las masas. Al aparato le resultaba más fácil presionar a las masas ya que, como se ha dicho, el peso de la reacción en su psicología se expresaba en una indudable reducción de su participación política. En los últimos años se ha visto con frecuencia que los burócratas o los nuevos elementos propietarios les grites perentoriamente a los obreros: «Ya no estamos en 1918». En otras palabras, la relación de fuerzas se modificó en detrimento del proletariado.

En concordancia, con estos procesos se produjeron cambios internos en el propio partido dominante. No debe olvidarse pro un instante que la abrumadora mayoría de la multitudinaria militancia partidaria sólo tiene una concepción vaga de lo que era el partido en el primer período de la revolución y ni que hablar de la época clandestina prerrevolucionaria. Basta con señalar que entre un setenta y cinco y un ochenta por ciento de los militantes del partido ingresaron después de 1923. El número de militantes que empezaron a actuar antes de la revolución no alcanza al uno por ciento. A partir de 1923, el partido se diluyó artificialmente en una masa de reclutas sin experiencia, cuyo papel es servir de materia dócil a los profesionales del aparato. Esta destrucción del núcleo revolucionario del partido fue la premisa necesaria para el triunfo del aparato sobre el «trotskismo».

Llegados a este punto, señalemos que la burocratización de los aparatos partidario y gubernamental provocó un alto grado de corrupción y arbitrariedad. Nuestros adversarios se regocijan maliciosamente con ello. Actuar de otra manera habría sido contrario a su naturaleza, pero que no traten de hallar la causa de estos fenómenos en la falta de democracia parlamentaria; que no olviden la larga serie de «Panamás» que se inicia con uno que, si bien no es el primero, se ha convertido en un término peyorativo para designar todos los hechos por el estilo, y que llega hasta el «Panamá» más reciente, en el que estuvieron implicados la Gazette de París y el ex ministro francés Klotz[41]. Si alguien nos dijera que Francia es una excepción y que, por ejemplo, en Estados Unidos no existe la corrupción entre los políticos y los funcionarios de gobierno, tendríamos que hacer un gran esfuerzo para creerle.

Pero volvamos al tema que nos ocupa. La mayoría de estos funcionarios que se han elevado por encima de las masas son profundamente conservadores. Tienden a pensar que todo lo que se necesita para el bienestar humano ya está hecho, y a considerar como un enemigo a quien así no lo reconozca. Estos elementos sienten hacia la Oposición un odio orgánico; la acusan de sembrar con sus críticas la insatisfacción entre las masas, de minar la estabilidad del régimen y de amenazar las conquistas de Octubre con el espectro de la «revolución permanente»[42]. Esta capa conservadora, el puntal más importante con que cuenta Stalin en su lucha contra la Oposición, tiende a ir mucho más a la derecha —hacia los nuevos elementos propietarios— que el propio núcleo principal de su fracción. De ahí la lucha en curso entre Stalin y la derecha; de ahí, también, la perspectiva de una nueva purga en el partido, no sólo de «trotskistas», cuyas filas crecieron notablemente después de las expulsiones y deportaciones, sino también de los elementos más degenerados de la burocracia. De esa manera, la política de medias tintas de Stalin avanza en medio de una serie de zigzags, y como consecuencia, de ello las dos alas del partido, izquierda y derecha, se fortalecieron… a expensas de la fracción centrista gobernante.

Aunque la lucha contra la derecha no ha desaparecido del orden del día, Stalin considera que su enemigo principal sigue siendo, como antes, la izquierda. Ya no hace falta demostrarlo. La Oposición lo comprendió hace mucho tiempo. En las primeras semanas de la campaña contra la derecha, escribí desde Alma-Ata una carta a mis compañeros (el 10 de noviembre del año pasado) en la que decía que el objetivo táctico de Stalin era esperar el momento justo, «cuando el ala derecha se encuentre lo suficientemente aterrorizada, para volver sus armas repentinamente contra la izquierda… La campaña contra la derecha sólo sirve para tomar impulso y lanzar un nuevo ataque arrollador contra la izquierda. Quien no lo comprenda, no ha comprendido nada». Este pronóstico se materializó mucho más rápida y completamente de lo que suponíamos.

Cuando un protagonista de una revolución comienza a renegar de la misma sin romper con la base social de apoyo de la revolución, se ve obligado a calificar su caída como ascenso y a confundir su mano derecha con la izquierda. Es precisamente por eso que los stalinistas acusan de «contrarrevolucionaria» a la Oposición y hacen esfuerzos desesperados por meter en la misma bolsa a sus adversarios de derecha e izquierda. De aquí en adelante la palabra «emigrado» servirá al mismo fin. En realidad, hoy existen dos tipos de emigrados: uno fue arrojado del país por el ascenso de masas de la revolución, el otro sirve de índice del éxito obtenido por las fuerzas hostiles a la revolución.

Cuando la Oposición habla de termidor, como analogía con la clásica revolución de fines del siglo XVIII, se refiere al peligro de que, en vista de los fenómenos y tendencias mencionados, la lucha de los stalinistas contra la izquierda sea el punto de partida de un cambio oculto en la naturaleza social del poder soviético.

El problema del termidor, que desempeñó un papel tan importante en la lucha entre la Oposición y la fracción dominante, requiere mayor explicación.

El ex presidente francés Herriot[43] opinó hace poco que el régimen soviético se condenó a sí mismo al apoyarse durante diez años en la violencia. En 1924, cuando Herriot visitó Moscú, si no le entendí mal, tenía una visión un poco más favorable de los soviets, aunque no muy precisa. Pero ahora, cinco años después, considera oportuno retirarle su crédito a la Revolución de Octubre. Confieso que el pensamiento político de este radical no me resulta muy claro. Jamás una revolución le dio a nadie pagarés a corto plazo. La Gran Revolución Francesa no necesitó diez años para instaurar la democracia, sino para llevar el país al bonapartismo[44]. No obstante, es indiscutible que si los jacobinos no hubieran tomado represalias contra los girondinos y no le hubieran dado al mundo un ejemplo de cómo hay que liquidar el viejo orden, hoy la humanidad tendría una cabeza menos de altura[45].

Jamás pasó una revolución sin dejar su marca en el destino de la humanidad. Pero, por eso mismo, no siempre mantuvo las conquistas obtenidas en el momento de su ascenso máximo. Después que determinadas clases, grupos o individuos hacen una revolución, otros empiezan a aprovecharla. Habría que ser un servil sin remedio para negar la importancia histórica mundial de la Gran Revolución Francesa, a pesar de que la reacción que la siguió fue tan profunda que condujo al país a la restauración de los Borbones. La primera etapa en el camino de la reacción fue el termidor. Los nuevos funcionarios y propietarios querían gozar en paz de los frutos de la revolución. Los viejos jacobinos intransigentes constituían un obstáculo en su camino; pero los nuevos estratos propietarios no osaban aparecer con su bandera propia. Necesitaban esconderse detrás de los jacobinos. Durante un lapso breve utilizaron a algunos jacobinos de segundo o tercer orden. Al nadar a favor de la corriente, estos jacobinos le allanaron el camino a Bonaparte; éste, con sus bayonetas y su código legal, consolidó el nuevo sistema de propiedad.

También en la tierra de los soviets pueden hallarse elementos de un proceso termidoriano aunque, por cierto, con características que le son propias. Se destacaron de manera muy evidente en estos últimos años. Los que hoy detentan el poder desempeñaron un papel absolutamente secundario en los acontecimientos críticos del primer período de la revolución, o fueron francos adversarios de ésta y sólo se le unieron después de que hubo triunfado. Ahora sirven para encubrir a los estratos y grupos que, si bien son hostiles al socialismo, son demasiado débiles para provocar un vuelco contrarrevolucionario, y por ello tratan de lograr el tránsito pacífico y termidoriano, de vuelta hacia la sociedad burguesa; tratan, para utilizar las palabras de uno de sus ideólogos, de «bajar la cuesta con los frenos puestos».

Sin embargo, sería un error tremendo considerar que todos estos procesos son algo acabado. Afortunadamente para algunos y desgraciadamente para otros, esa situación todavía esta muy lejana. La analogía histórica es un método tentador y, por ello, peligroso. Suponer que existe una ley cíclica especial de las revoluciones que las obliga a pasar de los viejos Borbones a los nuevos a través de un estadio bonapartista, sería un razonamiento excesivamente superficial. El curso de cualquier revolución esta determinado por la combinación específica de las fuerzas nacionales, en el marco del conjunto de la situación internacional. No por eso es menos cierto que existen rasgos comunes a todas las revoluciones los cuales permiten la analogía, y aun la exigen imperiosamente, si es que hemos de basarnos en las lecciones del pasado y no reiniciar la historia desde cero en cada nueva etapa. Se puede explicar en términos sociológicos por qué existe en toda revolución triunfante digna de ese nombre la tendencia hacia el termidor, el bonapartismo y la restauración.

El eje de la cuestión reside en la fuerza de dichas tendencias, en la forma en que se combinan, en las condiciones bajo las cuales se desarrollan. Cuando hablamos de la amenaza del bonapartismo, de ninguna manera lo consideramos un desenlace inexorable, determinado por alguna ley histórica abstracta. La suerte futura de la revolución estará determinada por la propia lucha, según como la libren las fuerzas vivas de la sociedad. Habrá todavía flujos y reflujos, cuya duración dependerá en gran medida de la situación de Europa y del mundo entero. En una época como la nuestra, se puede considerar que una corriente política está irremediablemente destruida sólo si se muestra incapaz de comprender las razones objetivas de su derrota y se siente como una astilla impotente en medio del torrente… si es que se puede decir que una astilla tiene algún tipo de sensación.

Escritos , Tomo I
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