Prólogo a La Révolution Défigurée[106]
1° de mayo de 1929
Esta obra estudia las etapas de la lucha que la fracción dirigente de la URSS viene librando desde hace seis años contra la Oposición de Izquierda (bolcheviques leninistas) en general, y contra el autor en particular.
Gran parte del trabajo está dedicada a refutar las burdas acusaciones y calumnias dirigidas contra mi persona. ¿Por qué me arrogo el derecho a abusar de la paciencia del lector con estos documentos? El hecho de que mi vida está bastante estrechamente ligada a los acontecimientos de la revolución no basta para justificar la publicación de este libro. Si la lucha de la fracción stalinista en mi contra fuera tan sólo una pugna personal por el poder, la crónica de la misma no tendría nada de aleccionador: la historia parlamentaria está llena de luchas entre grupos e individuos que buscan el poder por el poder mismo. Mis razones son completamente diferentes: en la URSS la lucha entre individuos y grupos está inseparablemente ligada a las distintas etapas de la Revolución de Octubre.
El determinismo histórico jamás se manifiesta con tanta fuerza como en un periodo revolucionario. En efecto: en esos momentos las relaciones de clase quedan al desnudo, los conflictos y contradicciones alcanzan su máxima gravedad y la lucha de ideas se convierte en la expresión más directa de las clases antagónicas o de las fracciones antagónicas dé la misma clase. Éste es precisamente el carácter de la lucha contra el «trotskismo». El vínculo que une a lo que a veces son argumentos esencialmente escolásticos con los intereses materiales de determinadas clases o capas sociales es tan notorio en este caso, que llegará el día en que esta experiencia histórica será tema de un capitulo especial de los manuales académicos de materialismo histórico.
La enfermedad y la muerte de Lenin dividen a la Revolución de Octubre en dos períodos, que se diferencian cada vez más a medida que el tiempo nos aleja de ellos. El primero fue la época de la conquista del poder, de la instauración y consolidación de la dictadura del proletariado, de su defensa militar, de las primeras medidas esenciales para definir su rumbo económico. En esa etapa el conjunto del partido era consciente de que constituía el puntal de la dictadura del proletariado. De esta conciencia derivaba su confianza en sí mismo.
El segundo período se caracteriza por la presencia en el país de elementos de un creciente poder dual. El proletariado, que había conquistado el poder en la Revolución de Octubre, se vio cada vez más desplazado, como resultado de una serie de factores objetivos y subjetivos, tanto externos como internos. A su lado, por detrás y a veces inclusive por delante de él comenzaron a ascender otros elementos, otras capas sociales, sectores de otras clases. Estos elementos si bien no se apropiaron del poder mismo, comenzaron a ejercer una influencia cada vez mayor sobre él. Estas capas extrañas —funcionarios del estado, funcionarios profesionales de los sindicatos y cooperativas, miembros de las profesiones liberales, intermediarios— establecieron un sistema cada vez más entrelazado. Al mismo tiempo, dadas sus condiciones de existencia, hábitos y forma de pensar, estos sectores se alejaban más y más del proletariado. Finalmente, hay que incluir entre ellos a los profesionales del partido, en la medida en que conforman una casta cristalizada que asegura su supervivencia a través del aparato del estado, más que del partido.
Por sus orígenes y tradiciones y por las fuentes de donde deriva su fuerza, la base del poder soviético sigue siendo el proletariado, aunque cada vez menos directamente; pero, a través de las capas sociales ya enumeradas, cae progresivamente bajo la influencia de intereses burgueses. Más se siente esta presión en la medida en que una gran parte del aparato estatal y también del aparato partidario, se va convirtiendo, si no en agente consciente, al menos en agente efectivo de las concepciones y expectativas de la burguesía. Nuestra burguesía nacional, por débil que sea, se siente con toda razón parte de la burguesía mundial y sirve de correa de transmisión del imperialismo. Pero aun la base subordinada de la burguesía dista de ser despreciable. Y puesto que la agricultura se desarrolla sobre la base de una economía individual de mercado, da lugar inevitablemente a una importante pequeña burguesía rural. El campesino rico o el que sólo busca enriquecerse, al atacar las barreras de la legalidad soviética se convierte en agente natural de las tendencias bonapartistas. Este hecho, evidente en toda la evolución de la historia moderna, se verifica una vez más en la experiencia de la república soviética. Éstos son los orígenes sociales de los elementos de poder dual que caracterizan el segundo capitulo de la Revolución de Octubre, que se inicia con la muerte de Lenin.
De más está decir que ni siquiera el primer periodo, desde 1917 hasta 1923, fue homogéneo del principio al fin. También allí, junto a los avances, vemos retrocesos. También allí la revolución hizo concesiones importantes al campesinado por un lado y a la burguesía mundial por el otro. Brest-Litovsk fue el primer revés de la revolución victoriosa[107], después del cual la revolución retomó su marcha hacia adelante. La política de concesiones industriales y comerciales, por modestas que hayan sido hasta el momento sus consecuencias prácticas, significó un serio revés táctico a nivel de los principios. Sin embargo, globalmente, el revés más importante fue el de la Nueva Política Económica, la NEP. Al restablecer la economía de mercado, la NEP recreó las condiciones que podían dar nueva vida a la pequeña burguesía y convertir en burguesía media a algunos de sus grupos y elementos. En una palabra, la NEP contenía los gérmenes del poder dual. Pero éstos no existían aún sino como un potencial económico latente. Sólo adquirieron verdadera fuerza durante el segundo capítulo de la historia de Octubre, aquel que se inicia, según la opinión generalizada, con la enfermedad y la muerte de Lenin y el comienzo de la campaña contra el «trotskismo».
Sobra decir que las concesiones a la clase burguesa todavía no constituyen de por si una violación de la dictadura del proletariado. En general, no existen ejemplos históricos de dominación de clase químicamente pura. La burguesía domina apoyándose en otras clases, sometiéndolas, corrompiéndolas o intimidándolas. De por sí, las reformas en favor de los obreros no violan la soberanía absoluta de la burguesía en un determinado país. Desde luego, cada capitalista individual puede sentir que ya no es más el amo absoluto de su casa —o sea, de su fábrica— al verse obligado a reconocer las limitaciones legales de su dictadura económica. Pero el único fin de estas limitaciones es el de apuntalar y mantener el poder de la clase en su conjunto. Los intereses del capitalista individual entran constantemente en conflicto con los intereses del estado capitalista, no sólo en torno a los problemas de legislación social sino también por cuestiones de impuestos, deudas públicas, guerra y paz, etcétera. En todos los casos priman los intereses del conjunto de la clase. Éstos son los únicos que determinan qué reformas se pueden realizar y hasta qué punto hacerlo sin conmover los cimientos de su dominación.
La cuestión se plantea de manera similar para la dictadura del proletariado. Una dictadura químicamente pura sólo podría existir en un mundo imaginario. El proletariado en el poder se ve obligado a tener en cuenta a las otras clases, a cada una según sus fuerzas a escala nacional o internacional, y debe hacerles concesiones para mantener su dominación. Todo se reduce a saber cuáles son los limites de dichas concesiones y el grado de conciencia con que se las hace.
La Nueva Política Económica tuvo dos aspectos. En primer lugar, surgió de la necesidad del proletariado de utilizar los métodos del capitalismo para administrar la industria y la economía en general. En segundo lugar, fue una concesión a la burguesía y en especial a la pequeña burguesía, ya que les permitió funcionar económicamente con sus métodos característicos de compra y venta. En Rusia, debido al predominio de la población rural, este segundo aspecto de la NEP tuvo una importancia decisiva. En vista del estancamiento del proceso revolucionario en otros países, la NEP, que significó un retroceso profundo y prolongado, fue inevitable. Bajo la conducción de Lenin, todos estuvimos de acuerdo en ponerlo en vigencia. Ante el mundo entero dijimos que este retroceso, era eso, un retroceso. El partido, y por su intermedio la clase obrera, comprendieron perfectamente su significado en términos generales. La pequeña burguesía recibía la oportunidad de acumular riquezas… dentro de ciertos limites. Pero el poder y, por lo tanto, la facultad de determinar los limites de dicha acumulación quedaba, como siempre, en manos del proletariado.
Dijimos más arriba que existe una analogía entre las reformas sociales que la burguesía dominante se ve obligada a hacer en favor del proletariado y las concesiones que el proletariado en el poder les hace a las clases burguesas. Sin embargo, para evitar errores, debemos ubicar esta analogía en un marco histórico bien definido. El poder burgués existe desde hace siglos, es internacional, se apoya sobre una inmensa acumulación de riqueza, dispone de un poderoso sistema de instituciones, vínculos e ideas. Los siglos de dominación le han creado una especie de instinto de dominación que en muchas circunstancias difíciles le sirvió de guía infalible. Para el proletariado, los siglos de dominación burguesa fueron siglos de opresión. No tiene tradición histórica de dominio ni, menos aún, instinto de poder. Llegó al poder en uno de los países más pobres y atrasados de Europa. Dadas las circunstancias históricas imperantes en la etapa actual, esto significa que la dictadura del proletariado está infinitamente menos segura que el poder burgués. Una línea política correcta, una evaluación realista de sus acciones y sobre todo de las concesiones inevitables que se le deben hacer a la burguesía, son cuestiones de vida o muerte para el poder soviético.
El capítulo revolucionario posterior a la muerte de Lenin se caracteriza por el desarrollo de fuerzas socialistas y capitalistas en el seno de la economía soviética. El resultado final depende de su interacción dinámica. Lo que determina el equilibrio no son tanto las estadísticas como la evolución diaria de la vida económica. La profunda crisis en curso, que asumió la forma paradójica de una escasez de productos agrícolas en un país agrario, constituye, con toda seguridad, una prueba objetiva de que se trastocó el equilibrio económico fundamental. El autor de este libro viene alertando desde la primavera de 1923, cuando se realizó el Duodécimo Congreso del partido, sobre las posibles consecuencias de una mala política económica: el retraso industrial provoca un «efecto de tijeras», es decir, una desproporción entre los precios de los productos agrícolas e industriales, fenómeno que a su vez detiene el desarrollo de la agricultura. El hecho de que estas consecuencias se hayan materializado no significa que el derrumbe del poder soviético sea inevitable ni, menos aún, inminente. Si significa que es necesario corregir el rumbo de la política económica… y que esta necesidad es imperiosa.
En un país donde los medios de producción fundamentales son propiedad del estado, la política de la conducción gubernamental juega en la economía un papel directo y, en cierto periodo decisivo. Por lo tanto la cuestión se reduce a si la dirección es capaz de comprender la necesidad de un cambio de política y si ésta en posición de llevar a cabo ese cambio en la práctica. Volvemos así al problema de determinar hasta qué punto el poder del estado sigue en manos del proletariado y su partido, es decir, hasta qué punto el poder del estado sigue siendo el de la Revolución de Octubre. No se puede responder este interrogante a priori. La política no se rige por leyes mecánicas. La fuerza de las distintas clases y partidos se revela en la lucha. Y la lucha decisiva todavía no se ha librado.
El poder dual, es decir, la existencia paralela de un poder o cuasi —poder ejercido por dos clases antagónicas— como, por ejemplo, durante el periodo de Kerenski —[108] no puede prolongarse demasiado. Esta situación de crisis se debe resolver de un modo u otro. La mejor refutación de la afirmación de los anarquistas y pretendidos anarquistas de que la URSS es, aquí y ahora, un estado burgués, es la actitud de la propia burguesía, tanto nacional como mundial, respecto de este problema. Reconocer que existe algo más que los elementos de poder dual seria teóricamente erróneo y políticamente peligroso. Más aún: sería suicida. Por el momento, el problema del poder dual consiste en saber hasta qué punto se han enraizado las clases burguesas en el aparato estatal soviético y hasta qué punto las ideas y tendencias burguesas penetraron en el aparato del partido proletario. Porque esta cuestión de grado determina la libertad de maniobra del partido y la capacidad de la ciase obrera para tomarlas medidas defensivas y ofensivas necesarias.
El segundo capítulo de la Revolución de Octubre no se caracteriza simplemente por la mejora de la situación económica de la pequeña burguesía en las ciudades y en el campo también por un proceso infinitamente más grave y peligroso de desarme teórico y político del proletariado que avanza conjuntamente con la creciente confianza de las capas burguesas. En concomitante con la etapa en que se encuentran dichos procesos el interés político de las crecientes capas pequeñoburguesas pudo y todavía puede enmascarar su avance bajo un camuflaje sovietista y hacer pasar sus victorias como si formaran parte de la construcción del socialismo. Era inevitable que la NEP le permitiera avanzar a la burguesía, y esos progresos eran, por otra parte, necesarios para el avance del socialismo. Pero las mismas conquistas económicas de la burguesía pueden adquirir una importancia y constituir un peligro totalmente distinto, dependiendo de si la clase obrera y sobre todo su partido tienen una concepción más o menos correcta de los procesos y dislocaciones que se suceden en el país y se aferran al timón con mayor o menor energía. La política es la economía concentrada. En la etapa actual, la cuestión económica de la URSS se reduce más que nunca a un problema político.
La falla del rumbo político posleninista no reside tanto en que se hayan hecho nuevas e importantes concesiones a distintos estratos sociales burgueses locales, asiáticos y occidentales. Algunas de estas concesiones fueron necesarias o inevitables, aunque fuera para pagar viejos errores. Las nuevas concesiones a los kulakis, de abril de 1925 —el derecho de arrendar la tierra y emplear trabajo asalariado— entran en esa categoría. Algunas de estas concesiones fueron en sí mismas erróneas, perniciosas e incluso desastrosas, como la capitulación ante los agentes de la burguesía en el movimiento obrero británico y, peor aún, la capitulación ante la burguesía china. Pero el crimen principal de la orientación política posleninista (y antileninista) consistió en presentar las concesiones importantes como triunfos del proletariado, y los reveses como avances, en interpretar el incremento de las dificultades internas como un avance triunfal hacia la sociedad socialista a escala nacional.
Esta labor traicionera hasta la médula, de desarme teórico del partido y de ahogo de la vigilancia del proletariado, se realizó durante seis años bajo el disfraz de la lucha contra el «trotskismo». Las piedras angulares del marxismo, la metodología fundamental de la Revolución de Octubre, las lecciones principales de la estrategia leninista fueron sometidas a una revisión grosera y violenta que reflejaba la apremiante necesidad de orden y tranquilidad del funcionario pequeñoburgués que resurgía. La concepción de la revolución permanente, el vínculo verdadero e indestructible que une a escala mundial al destino de la república soviética con la marcha de la revolución proletaria, fue lo que más enfureció a estas capas sociales nuevas, conservadoras, profundamente convencidas de que la revolución que las había elevado a posiciones dirigentes ya había cumplido con su misión.
Mis críticos del campo democrático y socialdemócrata me explican, muy seguros de sí mismos que Rusia no está «madura» para el socialismo y que Stalin tiene toda la razón al conducirla de vuelta a la senda capitalista por un rumbo zigzagueante. Es cierto que a ese proceso, que los socialdemócratas llaman con verdadera satisfacción «restauración del capitalismo», Stalin lo llama «construcción del socialismo a escala nacional»; pero puesto que ambos se refieren a lo mismo, la diferencia terminológica no nos debe ocultar su identidad básica. Aun suponiendo que Stalin realiza su obra con plena conciencia de lo que hace, lo que es totalmente imposible, se vería obligado, no obstante, a llamar socialismo al capitalismo para disminuir los roces. Cuanto menos comprende los problemas históricos fundamentales, mayor es la confianza con que puede proceder. Al respecto, su ceguera le ahorra la necesidad de mentir.
Sin embargo, la cuestión no está en saber si Rusia es capaz de construir el socialismo por sus propios medios. En términos generales, este problema no existe para el marxismo. Todo lo que la escuela stalinista elucubró al respecto en el plano teórico pertenece al dominio de la alquimia y la astrología. En el mejor de los casos, el stalinismo como doctrina constituirá una buena pieza para un museo de ciencias naturales dedicado a la teoría. La cuestión esencial radica en si el capitalismo es capaz de sacar a Europa de su atolladero histórico, si la India es capaz de librarse de la esclavitud y la miseria sin abandonar el marco del desarrollo capitalista pacifico, si China puede alcanzar el nivel cultural de Europa y Estados Unidos sin pasar por revoluciones y guerras, si Estados Unidos puede desarrollar sus fuerzas productivas al máximo sin con mover a Europa ni sentar las bases de una tremenda catástrofe para toda la humanidad a través de una guerra terrible. En esos términos se plantea la suerte última de la Revolución de Octubre. Si admitimos que el capitalismo sigue siendo una fuerza histórica progresiva, que sus propios medios y métodos le permiten resolver los problemas fundamentales planteados a la orden del día por la historia, que es capaz de elevar a la humanidad a niveles superiores, ni siquiera cabe hablar de transformar a la república soviética en un país socialista. La conclusión seria que la estructura socialista de la Revolución de Octubre está condenada inexorablemente a la destrucción y que dejará como única herencia su reforma agraria democrática. ¿Quién realizaría este retroceso de la revolución proletaria a la burguesa: la fracción stalinista, una fracción de esta fracción, un cambio general —o más de uno— de la guardia política? Todas estas cuestiones son secundarías. Escribí muchas veces que esta regresión asumiría probablemente la forma política del bonapartismo, no de la democracia. En este momento, lo esencial es saber si el capitalismo como sistema mundial sigue siendo progresivo. Es precisamente respecto de esta cuestión que nuestros adversarios socialdemócratas hacen gala de un utopismo lamentable, arcaico e impotente: un utopismo reaccionario, no progresivo.
La política de Stalin es «centrista»: vale decir, el stalinismo es una tendencia que oscila entre la socialdemocracia y el comunismo. El principal empeño «teórico» de la escuela stalinista, que surgió recién después de la muerte de Lenin, consiste en deslindar la suerte de la república soviética del proceso revolucionario mundial en general. Esto equivale a querer separar la Revolución de Octubre de la revolución mundial. El problema «teórico» de los epígonos[109] cristalizó en la forma de una contraposición del «trotskismo» con el leninismo.
Con el fin de desligarse del carácter internacional del marxismo y simultáneamente permanecer fieles al mismo en las palabras hasta nueva orden, en primer término tuvieron que enfilar sus cañones contra quienes enarbolaban las ideas de la Revolución de Octubre y el internacionalismo proletario. Es esa época, el principal entre todos ellos era Lenin. Pero Lenin murió en el momento límite de las dos etapas de la Revolución, de manera que no pudo defender la obra de toda su vida. Los epígonos recortaron sus libros y armados con citas de los mismos se lanzaron al ataque contra el Lenin viviente, al mismo tiempo que lo sacaban de su tumba en la Plaza Roja y también de la conciencia del partido. Como si hubiera previsto la suerte que correrían sus ideas poco después de su muerte, Lenin comienza su libro El estado y la revolución con las siguientes palabras, referidas a los grandes revolucionarios:
Después de muertos, se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos y rodear sus nombres de cierta aureola para ‘consuelo’ de las clases oprimidas y con el objeto de engañarlas a la vez que se castra y vulgariza la verdadera esencia de sus teorías revolucionarias y se mella su filo revolucionario.
Es necesario agregar, por último, que en cierta ocasión N. K. Krupskaia tuvo la audacia de arrojar estas palabras proféticas en la cara de la fracción stalinista.
La segunda tarea de los epígonos consistió en representar la defensa y el desarrollo de las ideas de Lenin como una doctrina antileninista. El mito del «trotskismo» les prestó este servicio histórico. ¿Es necesario repetir que no pretendo ni jamás pretendí crear mi propia doctrina? Hice mis estudios teóricos en la escuela de Marx. En lo que hace a métodos revolucionarios, cursé la escuela de Lenin. Si se quiere, el «trotskismo» es para mi un rótulo agregado a las ideas de Marx y de Lenin por los epígonos, que quieren romper a toda costa con estas ideas, sin atreverse por hora a hacerlo abiertamente.
Este libro explicará algunos de los procesos ideológicos mediante los cuales la actual dirección de la república soviética cambió su ropaje teórico para adaptarlo a su cambio social. Demostraré cómo las mismas personas manifestaron posiciones diametralmente opuestas sobre los mismos acontecimientos, las mismas ideas y los mismos activistas políticos, en vida de Lenin y después de su muerte. En este libro me veo obligado a incluir una gran cantidad de citas, lo que, permítaseme agregar de paso, es contrario a mi método literario habitual. Sin embargo, tratándose de una lucha contra políticos que repentina y astutamente niegan su pasado inmediato mientras le juran fidelidad, es imposible prescindir de las citas, puesto que las mismas constituyen la prueba clara e irrefutable de lo que se busca demostrar. Si el lector impaciente tiene algún reparo en hacer parte de su viaje en etapas breves, le convendría tener en cuenta que el trabajo de reunir las citas, separar las más ilustrativas y establecer los necesarios vínculos políticos entre las mismas le habría resultado infinitamente más fatigoso que el de leer atentamente estos extractos característicos de la lucha entre dos campos a la vez tan próximos y tan inflexiblemente antagónicos.
La primera parte de este libro es una carta que envié al Buró de Historia del Partido con ocasión del décimo aniversario de la Revolución de Octubre. El instituto me devolvió el manuscrito con una nota de protesta, ya que él mismo hubiera sido un elemento perturbador en la tarea de fabricar esas falsificaciones históricas sin precedentes que constituyen el aporte de esta institución a la lucha contra el «trotskismo».
La segunda parte de este libro comprende cuatro discursos que yo pronuncié ante los organismos más altos del partido entre junio y octubre de 1927, en el periodo en que la lucha ideológica entre la Oposición y la fracción stalinista alcanzó su máxima intensidad[110]. Entre los muchos documentos de los últimos años, escogí las versiones taquigráficas de estos cuatro discursos, porque constituyen, en forma sintética, una exposición completa de las ideas en discusión y porque, en mi opinión, su continuidad cronológica le permite al lector aproximarse al dramático dinamismo de la lucha. Por otra parte, debo agregar que las numerosas analogías con la Revolución Francesa están dirigidas al lector francés, para facilitar su orientación histórica.
Recorté bastante los textos de los discursos con el fin de ahorrar repeticiones que, a pesar de todo, resultan inevitables. Escribí todas las aclaraciones necesarias en las breves introducciones a cada discurso, que se publican por primera vez en esta edición. En la URSS siguen siendo ilegales.
Por último, agrego un breve trabajo que escribí en 1928 en Alma-Ata, en respuesta a las objeciones planteadas por un adversario leal. Creo que este documento, ampliamente difundido en forma manuscrita, es la conclusión de todo el libro, ya que introduce al lector en la etapa más reciente de la lucha, que precedió en forma inmediata a mi expulsión de la URSS.
Este libro se refiere a un pasado muy reciente, con el único objetivo de relacionarlo con el presente. Más de un proceso de los mencionados todavía no ha culminado, más de una de las preguntas todavía no tiene respuesta. Pero cada día que pasa, verifica las ideas conflictivas. Este libro está dedicado a la historia contemporánea, es decir, a la política. Contempla el pasado únicamente como prólogo del futuro.