Deportación de la Unión Soviética[23]
25 de febrero de 1929
Recapitulando: a la exigencia de que cesara toda mi actividad política, respondí declarando que sólo burócratas corrompidos podían formular semejante exigencia y sólo los renegados podían aceptarla. Es difícil que los propios stalinistas esperaran una respuesta diferente. Después de eso, transcurrió un mes sin novedades. Nuestros vínculos con el mundo exterior se encontraban rotos, incluyendo los vínculos ilegales organizados por jóvenes correligionarios que, superando enormes dificultades hasta fines de 1928 me enviaban a Alma-Ata, desde Moscú y otros centros, informes abundantes y precisos. En enero de este año sólo recibimos los diarios de Moscú. Cuanto más hablaban de la lucha contra la derecha[24], más seguros nos sentíamos de que vendría un golpe contra la izquierda. Tal es el método político de Stalin.
Volinski, representante de la GPU de Moscú, permaneció durante todo este tiempo en Alma-Ata, aguardando instrucciones. El 20 de enero se presentó en nuestra casa, acompañado de un gran número de agentes de la GPU, armados, que ocuparon todas las entradas y salidas, y me entregó el siguiente extracto de las actas de una conferencia especial de la GPU realizada el 18 de enero de 1929:
Considerando: el caso del ciudadano Trotsky, León Davidovich, bajo el Artículo 58/10 del Código Criminal, acusado de realizar actividad contrarrevolucionaria, expresada en la organización de un partido ilegal antisoviético cuya actividad últimamente se ha orientado hacia la provocación de acciones antisoviéticas y la realización de preparativos para la lucha armada contra el poder soviético. Resuélvese: el ciudadano Trotsky, León Davidovich, será expulsado del territorio de la URSS.
Cuando se me pidió que firmara una declaración dándome por enterado de esta resolución, escribí: «Se me ha dado a conocer esta resolución de la GPU, criminal por su esencia e ilegal por su forma, el 20 de enero de 1929. Trotsky».
Califiqué a esta resolución de criminal porque contiene una mentira deliberada: me acusa de realizar preparativos para la lucha armada contra el poder soviético. Semejante fórmula, que Stalin necesita para justificar mi deportación, pretende, de la manera más criminal, socavar el poder soviético. Porque si fuera cierto que la Oposición, dirigida por gente que colaboró en la organización de la Revolución de octubre y en la construcción de la república soviética y del Ejército Rojo, se estuviera preparando para derrocar el poder soviético por la fuerza de las armas, eso demostraría por sí solo que en el país impera una situación desastrosa. Si así fuera, hasta el agente contrarrevolucionario mejor dispuesto del mundo burgués tendría que decir: «No hay por qué apresurarse a establecer relaciones económicas con los soviets; mejor esperemos a ver cómo termina el conflicto armado».
Pero, afortunadamente, la fórmula de la GPU es una mentira policial descarada. Nos guía únicamente la convicción de que el gobierno soviético posee una profunda vitalidad y una gran elasticidad. Nuestra política es la de la reforma interna. Aprovecho esta oportunidad para proclamarlo ante el mundo entero y, con ello, rechazar, al menos parcialmente, el golpe que la fórmula de la GPU, dictada por Stalin y falsa de pies a cabeza, les dio a los intereses de la república soviética. Por grandes que sean las dificultades internas que hoy atraviesa, resultantes no sólo de las circunstancias objetivas sino también de una política impotente y zigzagueante, los que confían en que el poder soviético se derrumbará pronto cometen, como antes, un grave error de cálculo.
Aparentemente, el señor Chamberlain[25] no abriga esa clase de ilusiones. Él se guía por criterios más prácticos. Si hemos de creer los informes que la prensa difunde insistentemente, en particular la revista norteamericana The Nation [La Nación], el señor Chamberlain expresó que las buenas relaciones diplomáticas con la Unión Soviética serán posibles el día en que, para usar su propia frase, «hayan puesto a Trotsky contra la pared». Esta fórmula lapidaria honra el espíritu del ministro conservador, el que, cuando se refiere a la marina de guerra estadounidense, lo hace en términos un poco más vegetarianos.
Aunque no se me han confiado poderes diplomáticos, me atrevo a aconsejarle al ministro de relaciones exteriores británico, en bien de la causa (y en parte también por mi propio bien), que no insista demasiado en su demanda, en el sentido literal de ésta. Ya Stalin mostró su buena disposición para satisfacer los deseos del señor Chamberlain al expulsarme de la Unión Soviética. Si no hizo más, no es porque le faltaran ganas de complacerlo. Sería una razón demasiado estúpida para castigar a la economía soviética y a la industria británica. Aparte de eso, podría señalar que las relaciones internacionales se basan en el principio de la reciprocidad. Pero éste es un tema desagradable y prefiero no hablar más de él.
En mi respuesta escrita a la resolución de la GPU, dije no sólo que era criminal por su esencia sino también ilegal por su forma. Con ello quise expresar que la GPU puede ofrecerle a una persona la opción de salir del país, so pena de sufrir tal o cual represalia si resuelve no hacerlo, pero no puede deportar a nadie sin su consentimiento.
Cuando pregunté cómo se me deportaría y a qué país, se me respondió que eso me lo diría un representante de la GPU que se encontraría conmigo en la Rusia europea. Dedicamos el día siguiente a empacar rápidamente nuestras pertenencias, consistentes casi exclusivamente en manuscritos y libros. Los dos perros de caza contemplaban alarmados al grupo que con su barullo perturbaba la tranquilidad habitual de nuestro hogar. Debo decir, de paso, que los agentes de la GPU no dieron la menor muestra de hostilidad. Todo lo contrario.
En la madrugada del 22 de enero, mi esposa, mi hijo y yo, junto con una escolta de la GPU, partimos en un ómnibus a lo largo de un camino cubierto por una capa de nieve firme y lisa, hasta el paso montañoso de Kurda. Allí nos aguardaban vientos fuertes y neviscas. El poderoso tractor que nos debía remolcar estaba totalmente cubierto por la nieve, igual que los siete vehículos motorizados que venía remolcando. Durante las grandes nevadas, en este paso murieron de frío siete hombres y muchos caballos. Debimos proseguir el viaje en trineo. Tardamos más de siete horas en cubrir treinta kilómetros. A lo largo del camino cubierto de nieve vimos gran cantidad de trineos abandonados, con los ejes apuntando hacia arriba, muchos fardos de materiales para el ferrocarril Turquestán-Siberia, que estaba en construcción y tanques de querosene, hundidos en la nieve. Hombres y caballos se habían refugiado en los cercanos campamentos de invierno del Kirguis.
Al otro extremo del paso abordamos nuevamente un ómnibus y en Pishpek (ahora Frunze), un tren. Los diarios moscovitas que compramos por el camino eran una demostración de cómo se preparaba a la opinión pública para la deportación de los dirigentes de la Oposición.
En la región de Aktiubinsk un comunicado por cable directo nos informó que el lugar de exilio sería Constantinopla. Exigí que se me permitiera reunirme con mis dos familiares que estaban en Moscú[26]. Se los trajo a la estación de Riajsk y se los puso bajo vigilancia junto con nosotros. El nuevo representante de la GPU, Bulanov, trató de convencerme de las ventajas de Constantinopla; pero me negué categóricamente. Bulanov inició las negociaciones con Moscú por línea directa. Allí estaba previsto todo menos la posibilidad de que yo me negara a abandonar el país voluntariamente.
Nuestro tren fue desviado de su ruta, volvió lentamente por la vía, se detuvo finalmente en un desvío apartado cerca de una estacioncita perdida y cayó en estado de coma entre dos bosquecitos. Los días pasaban. Las latas vacías se acumularon alrededor del tren. Cuervos y urracas acudían al festín en bandadas cada vez más numerosas. No había conejos; en el otoño una epidemia terrible los había exterminado. De modo que las huellas de los zorros llegaban hasta el tren.
La locomotora, con un vagón acoplado, iba diariamente a una estación más grande para buscar nuestros alimentos. La gripe hacía estragos en nuestro vagón. Releímos a Anatole France y la historia de Rusia de Kliujevski. La temperatura bajó a veintiún grados bajo cero. Nuestra locomotora se mantenía en constante movimiento para que sus ruedas no quedaran soldadas a los rieles por el frío. Lejanas estaciones de radio se comunicaban entre sí, buscando en el éter la ubicación de nuestro paradero. No escuchábamos sus preguntas; jugábamos al ajedrez. Pero aunque las hubiéramos escuchado no habríamos podido responder; se nos había traído a este lugar de noche, de manera que nosotros mismos sólo sabíamos que estábamos, en algún lugar de la región de Kursk.
Así pasaron doce días con sus noches. Allí supimos de nuevos arrestos: varios cientos de personas, entre ellos los ciento cincuenta integrantes de un supuesto «centro trotskista». Entre los nombres revelados se encontraban los de Kavtaradze, ex presidente del consejo de comisarios del pueblo de Georgia; Mdivani, ex representante comercial soviético en París; Voronski, el mejor crítico literario del partido y Drobnis, uno de los grandes héroes de la revolución ucraniana[27]. Todos eran figuras importantes del partido, hombres que colaboraron en la organización de la Revolución de Octubre.
El 8 de febrero Bulanov anunció: A pesar de los grandes esfuerzos de Moscú, el gobierno alemán se niega categóricamente a permitir su ingreso a Alemania. Me han dado instrucciones definitivas de conducirle a Constantinopla.
— Pero no iré voluntariamente; haré una declaración al efecto en la frontera turca.
— Eso no cambiará nada; sea como fuere, usted irá a Turquía.
— Entonces ustedes se han puesto de acuerdo con la policía turca para deportarme a Turquía por la fuerza.
— No sabemos nada de eso —respondió—, sólo obedecemos órdenes.
Después de estar detenidos doce días en ese lugar, nuestro tren se puso nuevamente en camino. Aunque era modesto, comenzó a crecer a medida que crecía nuestra escolta. En todo el viaje, a partir de Pishpek, no se nos permitió abandonar el vagón. Ahora nos dirigíamos a toda velocidad hacia el sur. Sólo parábamos en estaciones pequeñas para cargar agua y combustible. Estas precauciones extremas eran consecuencia del recuerdo de la manifestación que se realizó en la estación de Moscú cuando fui deportado de allí, en enero de 1928; en esa ocasión los manifestantes impidieron por la fuerza que el tren partiera hacia Tashkent, y sólo pudieron deportarme en secreto al día siguiente.
Los diarios que nos llegaban en la ruta traían los ecos de la nueva gran campaña contra el «trotskismo». Entre líneas aparecían ciertos indicios de una pugna en la cúpula en torno a mi deportación. La fracción stalinista estaba apurada. Y con toda razón: las dificultades no eran solamente políticas sino también físicas. El vapor Kalinin debía recogernos en Odesa, pero estaba atrapado por el hielo. Los rompehielos se esforzaban en vano. Moscú enviaba telegramas exigiendo rapidez. Se preparó rápidamente el vapor Ilich. Nuestro tren llegó a Odesa la noche del 10 de febrero. Por la ventanilla vi los lugares conocidos. Siete años de mi vida escolar habían transcurrido en esta ciudad. Fuimos en automóvil directamente hasta el vapor. Hacía muchísimo frío. A pesar de lo avanzado de la hora, el muelle estaba rodeado de tropas y agentes de la GPU. Aquí debimos despedirnos de los dos familiares que habían compartido nuestro encierro durante dos semanas.
Al contemplar a través de la ventanilla del tren el vapor que nos aguardaba, nos acordábamos de otro barco que una vez nos había llevado a un destino que no habíamos elegido. Fue en marzo de 1917, en Halifax, Canadá, donde marinos británicos me tomaron de los brazos, a la vista de una multitud de pasajeros, y me bajaron a la fuerza del vapor noruego Christianiafjord, en el que viajaba con todos los documentos y visas necesarias hacia Cristianía y Petrogrado. Nuestra familia era la misma, con doce años menos. Mi hijo mayor tenía entonces once años, y había golpeado a uno de los marinos británicos con su puñito, antes de que aquél pudiera impedírselo, con la ingenua esperanza de recuperar mi libertad y sobre todo de que yo recuperara mi posición vertical. En lugar de Petrogrado, mi destino circunstancial fue un campo de concentración.
El Ilich, sin carga ni otros pasajeros, zarpó alrededor de la una de la mañana. Durante noventa kilómetros un rompehielos nos abrió paso. El huracán, que había hecho estragos en la zona, sólo nos tocó con las puntas de sus alas. El 12 de febrero entramos al Bósforo. Al oficial de policía turco, advertido de antemano de que el vapor nos transportaba a mi familia y a mí, entregué mi declaración de que se me llevaba a Constantinopla contra mi voluntad. No dio resultado. El vapor prosiguió su ruta. Después de un viaje de veintidós días, tras cubrir una distancia de seis mil kilómetros, llegamos a Constantinopla.