–Señor Henry, Kemal no es de buscar pelea. Si se peleó, tiene que haber habido una buena razón, estoy segura. Usted no puede…


–La decisión está tomada -dijo el director con firmeza. Era evidente que no dejaba abierta ninguna posibilidad.

Dana respiró hondo.

–De acuerdo. Buscaremos una escuela más comprensiva. Vamos, Kemal.

El niño se levantó, miró al señor Henry con furia y siguió a Dana. Salieron a la calle en silencio. Ella miró la hora. Iba a llegar tarde a la cita, y no podía dejar a Kemal en ningún lado. "No me queda más remedio que llevarlo conmigo".


–Bueno, te escucho. ¿Qué fue lo que pasó? – le preguntó cuando subieron al auto.

Él no podía contarle lo que había dicho Ricky Underwood.

–Perdóname, Dana. Fue culpa mía.

"Alucinante", pensó Dana.


La finca de los Hudson ocupaba varias hectáreas de terreno en una zona exclusiva de Georgetown. La familia vivía en una mansión de tres pisos de estilo georgiano construida sobre la cima de una colina. La casa, que era imposible ver desde la calle, estaba pintada de blanco y tenía un largo y sinuoso camino de entrada que llegaba hasta la puerta principal.

Dana estacionó y miró a Kemal.

–Tú vienes conmigo.

–¿Por qué?

–Porque aquí afuera hace mucho frío. Vamos.

Se encaminó a la puerta de la casa, y el chico la siguió de mala gana.

–Kemal, tengo que hacer una entrevista muy importante. Quiero que te portes bien y seas amable. ¿Me lo prometes?

–Sí.

Tocó el timbre. Abrió la puerta un hombre gigantesco de expresión bondadosa, vestido con uniforme de mayordomo.




–¿La señorita Evans?


–Sí.

–Soy Cesar. El señor Hudson la está esperando. – Miró a Kemal, y luego otra vez a Dana. – ¿Quieren darme sus abrigos? – Tomó los abrigos y los colgó en el armario del vestíbulo. Kemal no le quitaba los ojos de encima.

–¿Cuánto mide usted?

–¡Kemal! – lo reprendió Dana-. No seas maleducado. – Ah, no se preocupe, señorita Evans. Estoy acostumbrado.

–¿Es más alto que Michael Jordan? – quiso saber el niño.

–Creo que sí -respondió el mayordomo-. Mido dos metros diez. Vengan por aquí, por favor.

El vestíbulo -un largo corredor con piso de madera, espejos antiguos y mesas de mármol- era inmenso. En las paredes había repisas con valiosas estatuillas de la dinastía Ming y figuras de finísimo cristal.

Siguieron a Cesar por el largo corredor hasta llegar a un living en desnivel, con paredes pintadas en un tono amarillo pálido y molduras de madera blanca. La habitación estaba amueblada con cómodos sofás, mesitas estilo reina Ana y sillones Sheraton tapizados en seda, en la misma gama de amarillo.

El senador Roger Hudson y su esposa, Pamela, se hallaban sentados a una mesa de backgammon. Ambos se levantaron cuando oyeron que el mayordomo anunciaba a Dana y Kemal.

Roger Hudson era un hombre de alrededor de cincuenta años. Tenía rostro severo, ojos grises y fríos y una sonrisa cautelosa. Parecía mirar con desconfianza, guardando siempre las distancias.

Su esposa era una mujer muy bella, algo más joven que él. Tenía todo el aspecto de ser una persona cálida, sincera y práctica. Su pelo era rubio ceniza, con unos mechones canosos que no se molestaba en ocultar.

–Perdone que hayamos llegado tarde -se disculpó Dana-. Soy Dana Evans. Les presento a mi hijo, Kemal.

–Roger Hudson. Ésta es mi esposa, Pamela.