–¿El teléfono? – le preguntó al empleado del
mostrador.
Cuando el joven vio sus manos ensangrentadas,
retrocedió.
–¡El teléfono! – repitió, casi a los gritos.
El empleado señaló nerviosamente una cabina que había en un
rincón del hall, y Dana se metió en ella sin perder un instante.
Sacó una tarjeta telefónica de su cartera y marcó el número de la
operadora con dedos vacilantes.
–Quiero llamar a los Estados Unidos. – Las manos le
temblaban. Tartamudeando, le dio el número de su tarjeta y el de
Roger Hudson a la operadora, y esperó. Tras unos instantes que le
parecieron una eternidad, oyó la voz de Cesar.
–Residencia de la familia Hudson.
–¡Cesar! Necesito hablar con el señor -dijo con voz
ahogada.
–¿La señorita Evans?
–¡Rápido, Cesar, rápido!
Un minuto después le llegó la voz de Roger.
–¿Dana?
–¡Roger! – Las lágrimas le corrían por la cara. – Está… está
muerto. Lo… lo mataron, a él y a su amiga.
–¿Qué? Dios mío, Dana. No sé de qué… ¿está
herida?
–No… pero están tratando de matarme.
–Sí, sí. Gra… gracias.
Cortó y se quedó un momento ahí parada, incapaz de moverse,
aterrorizada. No podía sacarse de la mente las sangrientas imágenes
de Shdanoff y su amiga. Respiró hondo y salió de la cabina. Pasó
frente al desconfiado conserje y se internó en la noche
helada.
–Nyet-replicó ella, y comenzó a caminar más rápido. Primero
tenía que volver a su hotel.
Cuando Roger Hudson cortó la comunicación, oyó que Pamela
entraba por la puerta de calle.
–Dana llamó dos veces desde Moscú. Averiguó por qué
asesinaron a la familia Winthrop.
–Entonces habrá que ocuparse de ella de inmediato -respondió
Pamela.
–Yo ya lo intenté. Enviamos un francotirador, pero algo le
falló.
Pamela lo miró con desprecio.
–Idiota. Llámalos de nuevo. Además, Roger…
–¿Sí?
–Diles que lo hagan parecer un accidente.