–Sí, el pequeño volvió de la escuela, y como estaba tan
cansado, le dije que se fuera a dormir un rato.
–Ah… Bueno, dígale que lo quiero mucho, no más, y lo llamo
mañana. Y que le voy a llevar un oso de Rusia.
–¿Un oso? ¡Bueno! Le va a encantar.
A continuación llamó a Roger Hudson.
–Roger, no me gusta andar pidiendo favores, pero lo molesto
por una cosa.
–Si puedo ayudarla…
–Salgo para Moscú, y quiero hablar con Edward Hardy, el
embajador norteamericano en Rusia. Pensé que a lo mejor lo
conocía.
–De hecho, lo conozco.
–Estoy en París. Si pudiera enviarme una carta de
presentación por fax, se lo agradecería muchísimo.
–Puedo hacer más que eso. Lo llamo y le pido que la
reciba.
–Gracias, Roger, se lo agradezco mucho.
Era víspera de Año Nuevo. Resultaba conmovedor recordar que
ése debería haber sido el día de su casamiento. "Pronto", se dijo.
"Pronto". Se puso el abrigo y salió.
–¿Le llamo un taxi, señorita? – se ofreció el
portero.
–No, gracias. – No tenía dónde ir. Jean-Paul Hubert estaba
visitando a su familia. "Esta ciudad no es para estar solo",
decidió.
Echó a andar tratando de no pensar en Jeff y Rachel, de no
pensar en nada. Pasó frente a una pequeña iglesia que estaba
abierta, y obedeciendo un impulso, entró. El fresco y tranquilo
interior abovedado le transmitió una sensación de paz. Se sentó en
un banco y recitó una silenciosa plegaria.
En su cuarto del hotel, en el piso cerca de la cómoda, el
teléfono celular que se le había caído de la cartera estaba
sonando.
Cuando volvió al Plaza Athénée, eran las tres de la
madrugada. Fue a su habitación, se desvistió y se metió en la cama.
Primero su padre, y ahora Jeff. El abandono corría por su vida como
un hilo oscuro en un tapiz. "No voy a sentir lástima por mí misma,
se juró. Qué importa si ésta iba a ser mi noche de bodas. Ay, Jeff,
¿por qué no me llamas?"
Y se durmió llorando.