Capítulo veintitrés

—Señora —anunció Ames—, tiene una visita.

Desde su asiento en el sofá, Arabella levantó la vista.

—¿Yo?

El pulso se le aceleró de repente. ¿Sería Justin? Cientos de sentimientos se extendieron por todo su cuerpo. Esperanza... temor... y todo lo que había entremedias. Su corazón se tambaleó cuando una figura alta entró de una zancada en el salón.

No era Justin, sino Sebastian.

Le dieron ganas de llorar. Habían pasado ya dos días desde la horrible escena que había tenido lugar ahí, en esa misma habitación. Tan pronto como Justin se hubo marchado, Arabella se excusó y desapareció escaleras arriba. Estaba demasiado aturdida como para sentir otra cosa que no fuera su propio dolor. Mucho menos el de él. Pero arriba, en la cama donde había pasado tantas noches, el sueño se resistía a aliviarla. Sentía que, de alguna manera, había actuado mal. Sentía la cama... vacía. Por la mañana, se había debatido entre la indignación y la amargura, dolorida y ansiosa.

Pero ahora... su mirada se escabulló en dirección a la bandeja con el servicio de té preparado.

—¿Gustas tomar el té?

Sebastian declinó la invitación. Arabella se mordió el labio.

—Has visto a Justin, ¿verdad? —La pregunta escapó de su boca antes de que pudiera detenerla.

—Ayer —afirmó.

—¿Te pidió él que vinieras? —Antes de que Sebastian pudiera contestar, ella sacó su propia conclusión—. No, claro que no. Es demasiado testarudo. Demasiado orgulloso.

Sebastian sonrió levemente.

—Veo que le conoces muy bien.

—¿Cómo está? —La pregunta casi le quemaba en la lengua. No quería saberlo, se dijo a sí misma. Y sin embargo, tenía que saberlo.

Sebastian elevó una ceja.

—¿Necesitas preguntarlo?

—Ah —dijo débilmente—. Borracho, ya lo sé.

—Si te sirve de consuelo, no creo que le esté sirviendo de mucho. —La observó por un momento—. Él no sabe que estoy aquí, Arabella. Y no he venido a suplicar en su nombre, si es eso lo que estás pensando. No estoy aquí para tratar de convencerte de que vuelvas con él.

—Entonces, ¿por qué?

—La verdad es que no lo sé —contestó honestamente—. Pero ya que estoy aquí, me gustaría decirte algo. Así que, por favor, Arabella, óyeme bien, si te parece. —Se detuvo—. Es extraño, pero durante toda la mañana, mi mente ha estado ocupada con un incidente que ocurrió hace mucho tiempo. No puedo sacarlo de mi mente y... bueno, francamente, es por eso por lo que estoy aquí, imagino.

Arabella le miró con curiosidad.

—¿De qué se trata?

—Estábamos en Thurston Hall —continuó—. Si mi memoria no me falla, Justin tenía ocho o nueve años, no más. Una tarde, Justin no volvió de la escuela. Muy pronto, todo el mundo se dispuso a buscarlo, frenéticos conforme las horas pasaban y él seguía sin aparecer. Nadie pudo encontrarle, hasta que mi padre le vio encaramado en la rama de un árbol del huerto, observando como todos se volvían locos durante horas. Mi padre le gritó para que bajara de allí. Y no estoy seguro de si Justin hubiese obedecido, pero lo cierto es que se cayó. Su muñeca se torció de una manera extraña (yo supe que estaba rota). Salí corriendo, porque mi padre estaba furioso de una forma en la que yo nunca le había visto antes.

Arabella guardó silencio. De repente, recordó cómo Justin le había mostrado ese mismo árbol.

—Mi padre... no era un buen hombre, Arabella. No tuvo ninguna compasión por Justin. Pedí al médico que viniera. Te aseguro que el dolor debía de ser tremendo (¡Y Justin no era más que un niño!). Pero no hizo ningún sonido cuando el médico le encajó la rotura. Recuerdo que le dije que no pasaba nada si lloraba. Pero Justin se limitó a desafiar con la mirada a mi padre, diciendo que no lloraría, que nunca lloraría. Ah, y mi padre quería que lo hiciera, ¡pude verlo en sus ojos! Pero Justin no lloró —concluyó Sebastian—, ni entonces, ni nunca.

Él la miró entonces.

—Es extraño, ¿no crees? Que un niño no llore, nunca.

La garganta de Arabella se contrajo. Le dolió la imagen de Justin como niño, abandonado y herido mientras su padre se enfurecía con él... ¡y pensar que ella se había reído de su torpeza aquel día!

La cabeza le daba vueltas. Guardó un silencio reverencial, porque entonces recordó algo más, un recuerdo que le golpeó en lo más profundo. Recordó cómo Justin había estado de pie en esta misma habitación dos días antes, con una voz temblorosa y un brillo desconocido en sus ojos... Se encogió horrorizada. ¿Qué era lo que le había dicho?

«No lo digas más. ¡Y no me mires así!»

Sacudió ligeramente la cabeza y miró a Sebastian.

—¿Cómo sabes que no lo hizo?

—Porque conozco a mi hermano —replicó Sebastian. Pareció dudar—. Arabella, nuestra niñez no fue precisamente alegre...

—Lo sé —se apresuró a decir—, Justin me lo contó. —No le dijo nada sobre la noche en que murió su padre, ni de cómo Justin se culpaba por ello. Justin se lo había dicho en confianza, y no sería ella la que le traicionase.

Pero Sebastian volvió a hablar.

—Julianna no se acuerda de nuestra madre. Era demasiado joven cuando nos dejó. Es una bendición, creo. Pero Justin... —Movió la cabeza—. Siempre pensé que fue mucho más duro para Justin. Necesitaba una madre, y ella no estaba allí. Eso le cambió, creo. Y ha pasado toda su vida creyendo lo que él cree que los demás piensan, que es salvaje y rebelde. Y los demás piensan eso también, que es un hombre sin escrúpulos, sin moral. Pero Julianna y yo siempre hemos sabido que él no es así en el fondo. Creo que tú también lo sabes, que no es como pretende ser.

Arabella lo sabía. ¡Dios, claro que lo sabía!

—Ha estado toda su vida andando en penumbras, vagando a ciegas, buscando algo que no conoce. Pero creo que lo ha encontrado en ti, Arabella. Él es diferente contigo. Es como si se hubiese subido a un rayo de sol. —Movió la cabeza—. No le envíes de nuevo a las sombras, Arabella. Por favor, no lo hagas. Sé que dije que no iba a interferir. Pero tú y Justin os pertenecéis el uno al otro. Devon lo supo incluso antes que yo. Pero esta riña entre los dos... está lejos de mi alcance el poder repararla. Si no, lo haría.

Se detuvo.

—Por favor —dijo suavemente—, ve a verle. Antes de que decidas nada, ve a verle. Creo que le encontrarás en Kent. Me dijo que tenía algún negocio sin concluir en una casa de allí.

Arabella le miró boquiabierta.

—¿Qué casa?

—La casa de campo de Kent. La compró hace sólo unos cuantos días.

Asombrada, Arabella apenas pudo mirarle.

—No lo sabías, ¿verdad?

Arabella contuvo la respiración.

—No me dijo una palabra... —Se calló. ¿Era ésa la noticia que tenía para ella? ¡Se sentía tan culpable! Gideon había llegado, y después... después no le había dado la oportunidad de decírselo.

Con los ojos borrosos, vio como Sebastian se ponía en pie.

—Debo irme. Devon me espera.

Arabella le acompañó hasta la puerta. Su té esperaba servido en la mesa, frío y abandonado.

Sintió una punzada en la zona de su corazón. La visita de Sebastian le había hecho recordar todo lo que Justin había pasado en su niñez: el abandono de su madre, la censura de su padre.

Arabella tenía la horrible sensación de que había sido incluso peor de lo que Justin le había dicho, de lo que Sebastián sabía. La noche que Justin le contó su pesadilla, ella había intuido que Justin quería a su padre, le quería a pesar de todo el dolor que éste le causaba. Podía ver con toda claridad al niño orgulloso y testarudo que Sebastian había descrito, el mismo Justin que ella conocía. Si se sentía herido, nunca lo reconocería.

Y sin embargo, le había pedido que volviera a casa con él. Se lo había suplicado, con lágrimas en los ojos...

Lágrimas del niño que nunca lloró.

Y ella no había hecho sino volverle la espalda.

De repente, se puso a llorar también, unas lágrimas silenciosas que se deslizaron descuidadas por sus mejillas.

Fue entonces cuando se dio cuenta... los muros que había construido a su alrededor no eran para alejar a los demás (¡ni para alejarla a ella!), sino para defender su corazón, para defenderse del dolor.

Ella le había fallado, ¡le había fallado cruelmente!

¿Por qué se había casado con ella?, se preguntó con angustia.

Si hubiese querido seducirla fríamente, podía haberlo hecho. Si hubiese persistido, no se habría resistido.

En lugar de eso, se había casado con ella, un hombre que desafiaba el sentido del deber. Y ella quería creer, desesperadamente, que lo que habían compartido en esas preciosas semanas de matrimonio había sido más que pasión. Más que deseo...

Se encontraba en medio de tales pensamientos, cuando vio que sus padres y tíos habían entrado en la habitación. Rápidamente, se limpió la humedad de las mejillas con el dorso de la mano.

Su madre no perdió el tiempo expresando su preocupación.

—Vimos salir al marqués de Thurston. Espero que no te molestase con su visita, Arabella. ¿Estás bien?

—Estoy bien, mamá —dijo, y sonrió.

—Ah, Arabella, ¡me alegra tanto verte sonreír de nuevo! Porque, estábamos deseosas de agradarte, y pedimos al cocinero que preparase tu plato...

—No me quedaré a cenar, mamá. —Se levantó, dándose cuenta de que el cambio de posición la había hecho marearse. Su padre se acercó a ella para sujetarla.

Parpadeó.

—¡Ay, qué extraño! —dijo—. Es la segunda vez que me ocurre en los últimos días.

Su madre y su tía Grace se cruzaron una mirada cargada de significado. Arabella las miró, primero a una y luego a la otra.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Su expresión cambió al conocer el significado.

—¡Ah!, ¡Ah! —Este último fue casi un chillido.

—Debe de ser la tensión —dijo su madre con rapidez.

Arabella se puso la mano en el vientre. Una débil preocupación la asaltó.

—Quizás no —dijo suavemente.

Su madre inspiró.

—Arabella, no. ¡No! No me digas que estás embarazada de semejante hombre...

—¡Mamá! —La voz de Arabella se elevó cortante—. ¡Vigila tus palabras! Ese hombre es mi marido. ¿Lo has oído? Mi marido. Y se llama Justin. Me gustaría que empezarais a llamarle por su nombre.

Su madre parecía profundamente sorprendida.

—Arabella —susurró—, ¿qué estás diciendo?

Arabella dio un paso adelante, tomando la mano de su madre.

—Mamá, ya no soy una niña. No lo soy desde hace un tiempo. Tú y papá habéis estado fuera mucho tiempo y creo que por eso todavía me veis como a una niña. Pero ahora soy una mujer, una mujer que sabe lo que quiere. —Sonrió débilmente—. Cuando tú y papá os fuisteis a África, yo no lo hice. Tampoco cuando empezó la temporada. De alguna forma me sentí apartada. Pero ahora sé lo que está mal... o mejor, sé lo que está bien.

—Estoy de acuerdo en que ya no eres una niña. Pero Arabella...

—Mamá —recordó Arabella—, tú te saltaste todas las convenciones cuando te casaste con papá.

—Sí, pero...

Le impidió responder, poniendo un dedo en sus labios.

—Papá y tú seguisteis vuestro corazón. Lo mismo que tía Grace y tío Joseph. Y eso es lo que yo estoy haciendo. —Su mirada se deslizó hacia su padre—. Papá, no habrá anulación.

Las líneas de preocupación habían empezado a hacerse menos intensas en el rostro de su madre. Su padre la observaba atento, también.

—¿Arabella, estás segura de que es eso lo que quieres?

—Sí, papá. —Sus ojos aparecían claros y radiantes—. Me voy a casa con mi marido. Nunca debí dejarle salir sin mí. Y me agradaría mucho que le recibierais en la familia con los brazos abiertos.

Daniel sonrió, rodeando a su esposa con el brazo.

—No es fácil ver que tu hija es infeliz, Arabella. Sólo queríamos que fueras feliz.

Su madre le dedicó una amplia sonrisa.

—Desde luego, querida. Eso es lo que de verdad nos importa.

Arabella podía haber estallado por todo lo que sentía en esos momentos. Nunca les había amado tanto como en ese instante. Les besó a todos ellos.

Tío Joseph había dejado ya la habitación para mandar llamar al carruaje, y tía Grace estaba en la puerta, llamando a una sirvienta para que empaquetara las pertenencias de Arabella.

—Bueno, tía Grace, puedo ver que te alegra librarte de mí una vez más.

Grace empezó a reírse tontamente, y después se puso una mano en la boca para que Catherine no pudiera oírla.

—Querida —susurró—, lo único que me sorprende es que tardaras tanto tiempo en ver lo que yo había visto hacía ya tiempo.

—¿Y qué es? —bromeó Arabella.

—Aquella primera noche en el baile de Farthingale, cuando bailaste con el que sería tu marido. Estabas deslumbrante, y se enamoró de ti locamente. Ah, ¡no te imaginas las esperanzas que tuve aquella noche!

—¡Tía Grace! —gritó Arabella divertida—. ¿Incluso entonces?

—Incluso entonces.

Arabella la abrazó con fuerza.

—Ya sabes que siempre has sido mi tía favorita.

—Niña, ¡soy tu única tía! —Los ojos de Grace brillaban de alegría. Aplaudió con las manos—. ¡Ah, qué día tan feliz! —cantó—. ¡Voy a empezar a preparar el bautizo esta misma noche!

Arabella se rio temblorosa.

—Tal vez sea una falsa alarma —la previno—, pero imagino que no tardará en suceder.

Veinticuatro horas más tarde, Arabella iba camino de Kent en un carruaje. La tarde anterior, no había podido ponerse en marcha hasta tarde y el carruaje acababa de salir de Londres cuando fue bloqueado por un vehículo que había volcado. Por consiguiente, había tenido que pasar a regañadientes la noche en un hostal de carretera.

Aunque no estaba muy lejos de Londres, la ciudad parecía un mundo aparte. La hierba verde y exuberante cuajaba los campos a ambos lados del camino. Sentada en el borde del asiento, escudriñaba la ventana, impaciente.

Sebastian le había hablado de varias marcas que le ayudarían a encontrar el emplazamiento de la finca, como el pueblo que tenía una antigua cruz celta en la plaza. Las buscó con ansiedad. No debía faltar mucho. Sólo unos kilómetros más.

Cuando el carruaje giró, divisó una pequeña casa de campo. Arabella se inclinó al ver que la casa se hacía más y más grande. Contuvo la respiración, encantada con las torres de piedra que se elevaban en las esquinas de la fachada. Era más bonita de lo que había pensado, más aún de lo que había deseado. Exactamente el tipo de casa con la que siempre había soñado...

El carruaje se detuvo y el conductor la ayudó a descender. Arabella se precipitó al exterior. El aroma de alguna flor desconocida y dulce persistía en el ambiente. Recorrió el lugar con los ojos, deteniéndose en un cerezo de ramas bajas que se erguía frente a la casa. Pudo sentir la melancolía en su pecho.

Ah, podía imaginar despertándose aquí cada día, durante el resto de su vida.

Subió los amplios escalones de piedra y extendió el brazo en busca del picaporte. La puerta se abrió sigilosamente antes de tocarla.

Miró hacia arriba con asombro. Una forma masculina invadía la puerta. Llevaba botas, pantalones bombachos ajustados y una camisa blanca que dejaba entrever el vello oscuro y fuerte de su pecho.

Su corazón dio un brinco.

—Hola, Justin —dijo sin aliento.

¿Acaso no habían pasado sólo unos días desde la última vez que la tocó? ¿Desde la última vez que la besó?

Dios, ¡le parecía una eternidad! Lo único que quería era echarse en sus brazos, olvidar el conflicto que separaba sus corazones, olvidar todo excepto la fortaleza cálida de esos brazos alrededor de su espalda.

Pero él no la recibiría bien. Viéndole, supo que Justin no pensaba lo mismo. Le miró, con la mandíbula comprimida, su expresión dura como la piedra. Sus labios no eran más que una delgada línea recta.

—Sospecho que debo agradecer a mi hermano el que estés aquí, ¿no es cierto?

Esa amarga bienvenida estaba muy lejos de ser la que ella había esperado. Tuvo que reunir el poco valor que aún le quedaba para buscar con fijeza sus ojos.

—Sebastian me dijo donde estabas —dijo con tranquilidad—, pero vine por mi propia voluntad. Y él no desea sino lo mejor para ti.

Los ojos de Justin eran una tormenta verdosa. Ella pensó que le respondería. Sin embargo, se limitó a guardar silencio.

—¿Crees que debo pasar? —se aventuró a preguntar, y durante un momento aterrador, pensó que iba a negarle la entrada.

Finalmente, se hizo a un lado. Arabella dejó su bolso en una mesa de la entrada y le siguió a un gran salón.

Hizo un círculo lento.

—¿Por qué no me dijiste que habías comprado esta casa? —Una sonrisa apagada curvó sus labios—. Justin, ¡me encanta! ¡Nunca había visto nada tan hermoso...!

—Voy a venderla —la interrumpió.

Ella le miró con dureza.

—¿Por qué?

—Porque nunca debería haberla comprado, por eso. Sólo vine a aclarar algunos asuntos con el agente inmobiliario.

Arabella sacudió la cabeza.

—Por favor, no te precipites. La compra de esta propiedad... eso es lo que ibas a decirme la otra tarde, ¿verdad?

Sus ojos parpadearon.

—No importa.

Arabella sintió como si sangrara por dentro. Parecía tan distante, tan lejano.

—Importa. Por favor, Justin —explotó—, ¿podemos hablar?

—¿Qué más hay que decir?

—Creo que bastante.

—Yo creo que no.

Le dio la espalda y se dirigió a grandes zancadas junto a la ventana.

—Perdóname si no te acompaño al salir.

Su actitud era de fría defensa. Arabella le miró, herida. Era tan testarudo. Tan arrogante y orgulloso. Dios mío, ¡quería que se fuera! Un sentimiento desesperado se apoderó de ella, pero lo apartó rápidamente.

—Si estás tratando de apartarme de ti, tendrás que hacerlo mejor —dijo, en voz baja—. Porque no tengo intención de irme. No, hasta que me digas abiertamente... que no me quieres como esposa.

Un momento antes de que su voz se desvaneciera, le buscó con la mirada.

El tiempo parecía infinito. Algo cambió en la expresión de Justin. Levantó los ojos al cielo, extendiendo con alivio los músculos de su cuello.

Sin decir una palabra, le dio la espalda. Se quedó mirando hacia fuera junto a la ventana, con los brazos cruzados.

Pero justo antes de que se diera la vuelta, Arabella pudo ver algo en sus ojos, algo capaz de hacerla llorar.

Estuvo segura cuando oyó su voz, baja y entrecortada.

—Vete, Arabella. ¡Vete y déjame en paz!

Con el corazón en un puño, se quedó clavada, incapaz de moverse de donde estaba. La historia de Sebastian se hizo más nítida ahora. Recordó al pequeño muchacho que no lloraba, por mucho que le doliese. Y fue entonces cuando lo vio todo claro. Le vio como estaba ahora, desprovisto de su orgullo, puro y desnudo, y por tanto, tan vulnerable.

Y por eso supo la razón por la que Sebastian había acudido a ella. «No le envíes de nuevo a las sombras», le había suplicado Sebastian.

No podía. No lo haría. Algo se apoderó de ella entonces: la necesidad de salvarle de él mismo. Podía hacerlo... ¡y lo haría!

Todo se quebró en su interior. Deslizando los brazos alrededor de su cintura, apoyó la cara en su camisa. Todo su cuerpo se endureció, pero no se apartó de su abrazo, como ella había temido.

—No puedes decirlo, ¿verdad? —susurró vacilante—. Si pudieras, lo harías.

Justin agarró sus muñecas.

—Arabella...

Unas lágrimas cálidas rodaron por sus mejillas, mojando el fino paño de su camisa.

—Siento haberte herido, Justin. Lo siento.

Justin se quedó helado y después, la rodeó para verle la cara. Escudriñó sus torturados ojos.

Una vez hubo empezado, fue incapaz de detenerse.

—¡Hemos sido unos idiotas, los dos! Me equivoqué al alejarte de mí. ¡Debía haberte escuchado! Dijiste que eras diferente, que no eras el mismo hombre que había hecho esa estúpida apuesta con Gideon. Y ahora lo sé. No es demasiado tarde, ¡no lo es! No te librarás de mí tan fácilmente. Y no te dejaré de nuevo, Justin, no importa lo que digas. No importa lo que hagas. y tampoco dejaré que me dejes.

—Arabella, ¿tienes idea de lo que estás diciendo?

Arabella se apretó contra él, llorando abiertamente.

—Sí. ¡Sí!

Sus brazos rodearon su cuerpo tembloroso.

—No llores —dijo con voz entrecortada—. Por el amor de Dios, no llores. —Acarició la suavidad de su pelo—. Te quiero, cariño. Te quiero.

—Yo también te quiero —lloró—. ¡Te quiero tanto!

Él protestó.

—No deberías...

—¡No digas eso! ¡Ni siquiera lo pienses! —Sus ojos se encontraron—. Crees que no te mereces ser amado, pero no es cierto. Ah, ¿es que no lo ves? Te amo por lo que eres, a pesar de lo que eres. Te amo con locura, y siempre te amaré.

La miró fijamente, como si no pudiera creerlo.

—¿Estás del todo segura?

Sus ojos se oscurecieron.

—Sí, claro que sí. —Conteniendo la respiración, colocó sus dedos en una de sus mejillas.

Él no se echó atrás, sino que dejó que sus dedos vagasen libres por su cara: el filo de su nariz, el contorno de sus mejillas, la belleza de sus labios... Sus ojos se encontraron. Atrapando sus dedos con los suyos, Justin puso la boca en la palma de su mano y la besó.

Arabella lloró una vez más, pero esta vez sonreía al mismo tiempo. Con un gemido, la hundió entre sus brazos. Con unos labios increíblemente tiernos, besó sus lágrimas y sus corazoones se precipitaron en un mismo latido.

Por último, se echó hacia atrás, apoyando su frente contra la de ella.

—¿Puedo enseñarte nuestro nuevo hogar?

Colocando sus esbeltos dedos bajo su codo, la condujo por toda la casa. Terminaron en el salón. Con una sonrisa en los labios, Justin observó su reacción al mirar por la ventana.

—Ah, me encantaría tener un pequeño jardín allí, junto a aquel maravilloso árbol. Podría plantar rosas y columbinas.

Una sonrisa rozó sus labios.

—En realidad, ese árbol fue el que me impulsó a comprar esta casa. Sigo viéndote como a una niña, un monita columpiándose en las ramas.

Arabella intentó contener una sonrisa sin conseguirlo.

—Bueno —murmuró—, me atrevería a decir que éste es el lugar perfecto para formar una familia.

—Estoy de acuerdo. —La empujó contra su pecho.

Arabella recorrió su pecho con las yemas de sus dedos, pegada a él, repentinamente seria.

—Justin, ¿has oído lo que acabo de decir? Que es el lugar perfecto para formar una familia. Nuestra familia.

Por un instante, arrugó las cejas. Después recorrió con la mirada su figura.

—¿Qué? —Se quedó blanco—. ¿Significa eso que tú... que nosotros...?

—Es demasiado pronto para estar segura —se apresuró a decir avergonzada—, pero yo nunca, nunca tengo retrasos —recalcó—. Y ya hace más de una semana... ¿Te molesta la idea de ser padre tan pronto, después de convertirte en marido?

Su respuesta no se hizo esperar mucho.

—En absoluto —dijo suavemente—. De hecho, si ése no fuera aún el caso, creo que deberíamos aplicarnos concienzudamente a esa posibilidad.

Sus ojos se abrieron, tan azules como el cielo. Justin se rio, sellando sus labios en un arrebatador beso.

—Sin embargo —murmuró cuando por fin hubo levantado la cabeza—, me gustaría pedirte una cosa.

—¿Y de qué se trata?

Señaló en dirección al roble.

—No enseñes a nuestra hija a colgarse boca abajo de ese árbol, ¿de acuerdo?

Y le dirigió esa sonrisa que hacía perder el aliento a las demás mujeres... especialmente a ella. Arabella se rió y entrelazó las manos a su cuello. ¡Ah, cómo le amaba!