Capítulo once

Cuando Arabella se despertó a la mañana siguiente era ya bastante tarde. El sol entraba a raudales por las cortinas. Con un gemido, se dio media vuelta, tratando de evitar la luz. Incluso con los ojos cerrados, tanta luminosidad parecía quemarla. Sentía la boca como si se la hubiesen disecado con muselina. Tenía la garganta seca como las dunas del Sahara, y la cabeza... la cabeza le palpitaba como si un herrero hubiese decidido hacer de ella su lugar de trabajo. Quería cubrírsela con la almohada y volver a dormir. Pero un sonido persistente se lo impedía.

Empezó entonces a recuperar algunos momentos en su memoria. McElroy. La aparición de Justin en el estudio... y el resto era vago. Recordaba haber estado sentada en la ventana, con un vaso de cristal finamente labrado en la mano...

¡Ay, señor! Por eso se sentía tan mal. Nunca más, se prometió Arabella, volvería a beber tanto. En realidad, nunca más volvería a beber en su vida, ningún tipo de alcohol.

En ese momento, alguien llamó a la puerta.

—Entre. —La voz le salió ronca.

Era tía Grace, con los ojos brillantes y animados.

—Buenos días, Arabella —canturreó—. Te traigo un tazón de chocolate con algunas pastas, para que desayunes. —Tía Grace depositó una bandeja en la mesilla de noche, y se sentó en la cama—. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

Arabella hizo un esfuerzo por ponerse erguida y dedicar a su tía una tenue sonrisa.

—Bien —murmuró.

—No pareces estar bien. Tienes un aspecto horrible. —Tía Grace le ofreció una delicada taza china—. Siento mucho que te sientas tan mal, amor. Tal vez fue algo que comiste.

Ah, si ella supiera...

—Desgraciadamente, no fuiste la única que se puso enferma. Patrick McElroy tuvo que marcharse de forma repentina también. Quizás se trate de la misma enfermedad.

¡McElroy! Sólo pensar en él le hacía marearse. Dijo en voz alta:

—Siento haberme perdido la fiesta.

Tía Grace le dio palmaditas en la mano.

—Bueno, lo importante es que estés mejor. Así que descansa, querida, y quizás por la tarde te sientas restablecida y puedas unirte a la cena.

Arabella sonrió agradecida.

—Gracias, tía. ¿Podrás disculparte por mí ante el marqués y su esposa? Espero no haber estropeado ninguno de sus planes.

—Claro que no, querida. Acabo de hablar ahora con Devon y me ha pedido que te transmitiera su preocupación.

—Es muy amable de su parte —murmuró Arabella—. ¿Te importaría correr las cortinas un poco al salir? La luz me está molestando.

—Eso está hecho, querida. —En la ventana, tía Grace hizo como se le pidió—. Llovió muchísimo anoche. ¿Lo oíste?

—No, me temo que no estaba en condiciones de oír nada. —¿Acaso no era ésa la verdad?

—Nunca lo hubieses dicho, a juzgar por el día que hace hoy. Hace un día gloriosamente cálido y soleado. —Tía Grace se detuvo junto a su sobrina para darle un beso en la frente—. Espero que te mejores pronto, querida. —De repente, arrugó el entrecejo—. ¿Es que Annie olvidó sacar tu camisón?

Arabella se quedó helada. Hasta ahora no se había dado cuenta de que llevaba solo la combinación. Los recuerdos volvieron a asaltarla. Recuerdos de unas manos masculinas deslizándose por la piel desnuda de su espalda... Las manos de Justin. Recordó la eficiencia con la que había desabrochado su vestido. Lo que era bastante lógico, por otro lado, ya que había desvestido a muchas mujeres en su vida.

Pero tía Grace seguía esperando una respuesta...

—Ah, no, tía. Es sólo que... no me sentía muy bien como para molestarla. —Se estremeció. ¡Qué excusa tan lamentable!

Tía Grace se limitó a asentir, y después salió de la habitación. Sola, Arabella se hundió entre las mantas, mortificada por los recuerdos de la víspera. Esta vez, sí hundió la almohada sobre su cabeza. No sabía si reír o llorar. Justin la había metido en la cama. Justin. ¿Llegaría el día en que no temiera verle de nuevo?

Estaba resignada a pensar que no.

No tenía intención de quedarse en la cama todo el día. A pesar de lo que su tía le había asegurado, ella consideraba que sería muy descortés, sobre todo teniendo en cuenta que era una invitada en una casa ajena. Aún así, milagrosamente, se volvió a quedar dormida.

Al despertar, era más de medio día. Con cuidado, levantó la cabeza de la almohada. El dolor de cabeza había desaparecido, gracias a Dios. Después de comerse las pastas que su tía le había dejado se sintió mucho mejor. Se lavó rápidamente, se cepilló el pelo y se puso su vestido de muselina azul espigado.

La casa parecía estar vacía. Al preguntar a una sirvienta, comprobó que los demás estaban fuera montando a caballo. El té, le dijo, se serviría fuera, cerca del jardín de las rosas.

Arabella pensó que no estaría mal dar una vuelta de exploración. La idea de volver a su habitación a por sus guantes y sombrero le horrorizaba, pero pensó que si salía sin ellos, su tía no se lo perdonaría. Así que volvió sobre sus pasos y cogió un sombrero del baúl, despreció los guantes y se aventuró al exterior.

Tía Grace tenía razón. Hacía un día precioso, mucho más cálido que en días anteriores. El terreno que rodeaba Thurston Hall también era maravilloso. Vagabundeó a voluntad, dejando que sus pasos la llevasen donde quisiesen, subiendo una colina o bajando otra. El sol caía a plomo. No pensó que fuese a hacer tanto calor. Después de bajar penosamente la ladera de una colina, llegó a un lugar donde un pequeño arroyo se precipitaba entre los árboles antes de desaparecer por un recodo.

Los haces de luz, perezosos, se reflejaban en la copa de los árboles, entretejiendo una red dorada que lo envolvía todo. Arabella se detuvo. Unas pequeñas gotas de sudor le caían por la frente, por lo que se dispuso a secárselas con el revés de la mano.

Mordiéndose el labio, dirigió una rápida mirada alrededor. Se había alejado bastante de la casa. No había nadie cerca. La tentación era demasiado fuerte... el placer irresistible. Sin pensárselo dos veces, se quitó el sombrero y lo tiró sobre la hierba. Después fueron los zapatos, las medias y los ligueros. Se inclinó para recoger la parte baja de la falda y anudarla a la cintura, dejando al descubierto las piernas hasta las rodillas.

Sin dudarlo un momento, metió los pies en el arroyo. El agua estaba fría, deliciosamente fría. Se paró a ver con fascinación cómo la corriente se precipitaba sorteando las piedras. ¡Ay! Se suponía que era una señorita. Y sin embargo, era del todo impropio chapotear de esa manera en un arroyo, con las piernas al aire...

Ese pensamiento la condujo a otro. Una sonrisa juguetona se dibujó en su cara. Recordó uno de los veranos que había pasado en África con sus padres. Tendría como quince años en aquella época, y el calor era insoportable. Una noche, había salido huyendo de la cabaña en busca de la frescura del arroyo. Sin nadie allí que pudiera verla, se había quitado la ropa...

Y había nadado desnuda.

¿Qué pensaría la sociedad si supiera que ella, Arabella Templeton, la hija del vicario, había chapoteado y nadado desnuda para su propia diversión... y que además ésa no había sido sino la primera de otras muchas veces? La pobre tía Grace, de eso estaba segura, habría sido la más escandalizada. ¡De hecho, su tía se escandalizaría incluso ahora, viéndola descalza en el río.

Echó atrás la cabeza y rió con ganas, una carcajada potente y fresca que no pudo contener.

Y fue entonces, en ese preciso momento, cuando supo... que no estaba sola.

Se trataba de Justin, por supuesto. Por supuesto, repitió su mente. ¿Quién si no podía ser? Ah, ¡si pudiese pretender que no le había visto! Pero no, estaba allí sentado en el banco junto a su sombrero, sus medias y sus zapatos. El corazón le dio un vuelco. Iba vestido de manera informal con una camisa blanca suelta, pantalones bombachos de ante y botas. Tuvo que esforzarse por aminorar el ritmo de su corazón.

¡Diablos! Sonreía mientras recorría con sus ojos el camino que iba desde su cara hasta sus piernas desnudas. En ese momento, muchas ideas pasaron por su cabeza. La decencia recomendaba bajarse la falda inmediatamente y echar a correr. Pero si lo hacía, se empaparía al instante. Y al volver a casa, porque antes o después tendría que volver, ¿cómo demonios podría explicarlo?

Y él lo sabía. Ah, claro, él era perfectamente consciente de su aprieto, a juzgar por la inquietante sonrisa de su cara.

Sacudió la cabeza.

—Ay, Arabella, es como si te estuviera leyendo el pensamiento...

—¿No me digas? ¿Y qué es lo que estoy pensando?

—Te preguntas si debes salir corriendo. O si, por el contrario, deberías bajarte el vestido y esconderte de mí.

—Me temo, señor, que no puedo hacer ninguna de las dos cosas.

Esa sonrisa que la ponía furiosa se hizo aún más evidente.

—Es verdad.

Las mejillas de Arabella enrojecieron de vergüenza.

—Me parece, señor, que usted tiene verdadera predilección por aparecer en los momentos más inconvenientes.

Ese tono remilgado hizo que Justin no pudiera reprimir una risotada. ¡Dios, era maravillosa!

—Qué raro que lo veas de esa manera —dijo pensativo—. Empezaba a considerarme tu salvador. ¿Acaso no aparezco siempre cuando más lo necesitas?

—¿Tú? —se horrorizó Arabella. Frunció el ceño.

—¿Me equivoco entonces?

—¡Desde luego que sí! Creo que has decidido que tu único propósito en la vida es atormentarme.

—Ahora, ¿por qué dices eso? —Se permitió echar un vistazo a su figura.

Arabella contorneó la boca, disgustada.

—¡Deja de mirarme así!

—¿Así cómo? —Le miró con ojos suplicantes y angustiados.

Ella tenía razón, pensó distraído. Estaba atormentándola. Pero... por amor de Dios, no podía resistir burlarse de ella sólo un poquito más.

—Mi querida Arabella, no puedes quedarte ahí para siempre. Sin embargo, si decides hacerlo, entonces me veré obligado a informarte de que yo también estoy dispuesto a continuar deleitándome con la vista que más complace a mis ojos.

—¡Ah! —Sus mejillas iban a salir ardiendo, del color de su pelo.

Por fin tuvo piedad de ella.

—Ahora, ven aquí. Sal antes de que cojas un resfriado.

Justin tenía razón. No podía quedarse allí para siempre.

Empezaba a tener los pies entumecidos por el frío.

—Vuélvete de espaldas —le pidió.

Para su sorpresa, no discutió la orden y dio media vuelta. Mordiéndose el labio, Arabella empezó a caminar hacia él.

Pero las rocas que tenía a sus pies eran muy resbaladizas. Se concentró en los pasos, caminando con cuidado, sin darse cuenta de que Justin la observaba por encima del hombro. Unos ávidos ojos verdes seguían sus progresos. Estaba a punto de llegar donde él estaba, cuando resbaló peligrosamente.

—¡Ahhhh! —gritó.

Un brazo largo y fuerte la sujetó por la cintura, elevándola por el aire. Lo siguiente que supo fue que había tierra seca bajo sus pies.

Una risa ronca resonó en sus oídos.

—Ya está, segura y sin una sola gota que moje tu precioso vestido. ¿Acaso no te alegras de que sea un caballero, después de todo?

En lo que fue solo un instante, sus dedos permanecieron agarrados a su camisa. Su cerebro registró una sensación de calidez, de masculina fortaleza que la hizo temblar de pies a cabeza.

Se recompuso con rapidez, retirando las manos.

—Eres un sinvergüenza —le acusó sin vacilar—, pero gracias de todas formas.

Se inclinó en una reverencia.

—Como siempre, su más ferviente y humilde servidor.

—¿Justin Sterling, humilde? —sonrió—. Eso me gustaría verlo.

El granuja volvió claramente a aparecer.

—Y ésa es la sonrisa más encantadora que he visto en toda la temporada —declaró—. Más encantadora aún porque creo que es la primera que va dirigida directamente a mí.

Arabella arrugó la nariz. Se sentó en la hierba, cerca de sus zapatos y sus medias. Sus piernas seguían mojadas, observó ausente. Tendría que dejar que la brisa las secara antes de calzarse. Se le vino entonces a la mente que... una señorita nunca deja al descubierto sus manos ante un hombre, a menos que estén comiendo. Sin embargo, allí estaba ella, sin guantes, sentada descalza junto a Justin... y era como si lo hubiese hecho todos los días de su vida.

Le vio sentarse junto a ella.

—¿Cuánto tiempo llevabas mirándome? —murmuró.

—Lo suficiente como para saber que daría una fortuna por descubrir qué diablos pasaba por tu mente en el momento antes de verme. Encontré tu expresión de lo más interesante, Arabella. Me recordaste a un diablillo dispuesto a cometer alguna de sus travesuras.

Arabella no pudo evitarlo. El rubor la traicionó. Podía sentir cómo la piel se le iba poniendo roja.

—Ah, te sonrojas —dijo suspicaz—. Me atrevería a decir que tus pensamientos eran de los que podrían escandalizarme.

—Dudo que haya algo que pueda escandalizarte —se apresuró a contestar.

—Seguramente sea cierto. —Se apoyó sobre un brazo—. Somos bastante parecidos, tú y yo.

Arabella emitió un grito ahogado.

—¡No, no lo somos!

Arrancó una brizna de hierba y se la llevó a la boca. Con una chispa en los ojos, la miró.

—¿Ah, no? —dijo, casi perezosamente. Arabella levantó la barbilla con firmeza.

—Supongo que te refieres a lo de anoche. —Apartó la mirada—. Ahora, atiende bien lo que voy a decirte, yo no suelo... no suelo beber.

—Si te sirve de consuelo, no estabas menos argumentativa de lo habitual.

—Bien, eso me tranquiliza —le espetó— y no te atrevas a reírte de mí.

—Ni siquiera se me pasaría por la cabeza. Pero tienes un lado salvaje, Arabella. Lo he visto. Lo siento. Somos... almas gemelas, si lo deseas.

Apretó los dientes.

—No, no lo somos.

—Te enfadas. Pero te conozco, pequeña. Chapoteabas en la corriente porque no había nadie alrededor, porque pensaste que nadie podía verte. —Sus ojos se iluminaron—. Supongo que fue una suerte que sólo te quitaras los zapatos y las medias. Si te hubiese visto nadando... desnuda... bueno, ¿qué habría pensado la sociedad de Arabella, la hija del vicario...?

Su boca se abrió y se cerró a un tiempo. Es como si hubiese oído sus pensamientos. ¿Tenía razón? ¿Era tan salvaje como él pensaba? Se estremeció recordando todos los líos en los que se había metido cuando era pequeña.

—Ah, creo que he conseguido lo imposible. Te he dejado sin habla, Arabella. Pero dime, ¿es porque tengo razón o es porque no la tengo?

—Me niego a dignificar esa pregunta con una respuesta —dijo con dureza.

—Siendo así, yo, al menos, soy honesto. Soy lo que soy. Todas esas cosas que me llamaste una vez. Un mujeriego, un sinvergüenza, un canalla.

—Habla en serio, Justin.

—Estoy hablando en serio.

Le miró levemente.

—Pero si sabes lo que eres, entonces estoy segura de que puedes cambiarlo.

—¿Cambiar yo? ¿Cambiar tú? Ay, Arabella, no lo creo. —Abatido, Justin pensó en las infidelidades de su madre. Un sentimiento amargo se apoderó de su corazón, y la oscuridad le golpeó. Deliberadamente, lo había mantenido a un lado.

Arabella negaba con la cabeza.

—Creo que te equivocas, Justin.

—¡Merced! —se burló—. Ten cuidado, Arabella. ¿O es que vas a intentar reformarme?

—No lo sé —dijo seria—. Quizás sí.

Él se acercó a ella. La luz que brillaba en sus ojos no era precisamente de beatitud. Valoró lo que tenía junto a él.

—Podría dejar que me persuadieras, ¿sabes?

Su tono fue bajo. Perezosamente seductor. Arabella sintió un nudo en el estómago. No podía dejar de mirarle. La brisa ondeaba su cabello oscuro. Su belleza la impresionaba de una forma desconocida hasta ahora, ella, que se había creído inmune a sus encantos. Con los ojos recorrió el perfecto contorno de su rostro, la esbelta nariz, la forma en que su labio superior era más grueso que el inferior, la mandíbula oscurecida por la barba.

Lo tenía tan cerca que sus hombros se rozaban. ¿Qué era lo que tenía este hombre que la hacía temblar de pies a cabeza? ¿Que la hacía sentir impulsos prohibidos en cada parte de su cuerpo, a pesar de todo lo que sabía de él, a pesar de saber lo que hacía, todas las cosas malvadas que había hecho?

—Justin —le espetó—, has estado con muchas mujeres, ¿no es cierto?

Se dio cuenta de que le había pillado por sorpresa. Le dedicó una larga y lenta mirada.

—¿Por qué demonios preguntas ahora eso?

Se mojó los labios.

—La noche del baile de disfraces en los jardines Vauxhall, escuché a unas mujeres que hablaban de ti. Una dijo que tú eras un amante de... —ah, todo el cuerpo le ardía—, suprema finura.

Por un instante, la miró directamente a los ojos. Arabella tuvo la sensación de que se estaba preguntando si había oído bien. De hecho, ni ella misma podía creer el atrevimiento. Quizás, él tenía razón. Quizás había una parte salvaje y contradictoria en su interior.

—Entiendo —dijo, después de un momento—. ¿Y estás preguntándote si será cierto?

—Bueno... ¿si eres tan inmoral y depravado como dicen, por qué todas las mujeres te quieren? —Todo salió de su boca precipitadamente y, después, no supo cómo detenerse—. Las he visto, ¿sabes? Sus labios dicen una cosa, pero cuando te miran, es casi como si quisieran ser inmorales.

Era más de lo que Justin podía resistir sin reírse. La idea de que la remilgada y correcta Arabella se atreviese a abordar semejante tema le fascinaba. Cuando había decidido seguirla hasta aquí, nunca hubiese imaginado que los acontecimientos transcurriesen de semejante manera.

Y al parecer, aún no había terminado.

—¿Has hecho cosas indecentes? —le preguntó, tanteándole.

—¿Y si te dijera que sí?

—Entonces te preguntaría si... esas indecencias... son placenteras.

Elevó una ceja.

—¿Por qué me preguntas esto? Anoche me aseguraste que no estabas tratando de flirtear conmigo.

—Y es cierto. Es sólo que... —No sabía muy bien cómo decirlo.

—¿Curiosidad?

—Sí —dijo sin aliento—, y no conozco a nadie más a quien preguntar.

—Gracias —dijo con sequedad—, eso ha sido halagador.

—¿Vas a responderme?

—No. —Se puso en pie y le ofreció la mano.

Ella la tomó y se puso en pie con su ayuda.

—¿Por qué no?

Arabella apoyó la espalda en el árbol donde habían estado sentados. Justin colocó deliberadamente, primero una mano, y luego la otra, en el áspero corcho, junto a ella.

Arabella miró primero a uno de sus brazos y luego al otro, y después encontró los ojos de él.

Supo el momento exacto en el que descubrió que la habían atrapado. Adoptó su tono más desvergonzado.

—Mi querida Arabella —dijo suavemente—, estoy aquí a solas con una mujer hermosa. No hay nadie que pueda vernos. Tú quieres hablar de cosas indecentes, mientras yo... yo preferiría hacer cosas indecentes. —Según iba hablando, iba inclinándose más hacia ella.

Casi se le sale el corazón del pecho. Sin perdida de tiempo, se zafó de sus brazos. Él se volvió mientras Arabella recogía los zapatos y las medias, cargándolos junto a su pecho como si fueran un escudo. Su expresión, entre indignada e incrédula, le resultó de lo más cómica.

Levantó las cejas.

—¡Qué! ¿Pensaste que iba a besarte?

Arabella aspiró por la nariz.

—¡Cómo si yo fuera a dejarte! —A pesar de su bravuconería, se escondió al otro lado del árbol y empezó a calzarse.

—¿Has terminado? —dijo débilmente.

—Casi —resopló ella.

Justin sonrió.

—Quédate tranquila, Arabella, sean cuales sean las cosas indecentes que haya hecho, nunca ha sido con vírgenes inocentes como tú. —Miró en dirección a la casa—. Deberíamos volver. Es casi la hora del té.

Arabella aceptó el brazo que él le ofrecía, balanceando el sombrero en la mano. Empezaron a andar despacio en dirección a la casa.

—Para ser un hombre de tanta experiencia —remarcó—, eres bastante cerrado. Pensé que los hombres tenían predilección por pavonearse sobre esas cosas.

La ayudó a salvar un tronco caído en el suelo.

—Sobre todo ante los otros hombres. No ante...

—Sí, lo sé. No ante mujeres inocentes. Pero no soy joven, ¿sabes? Tengo casi veintiún años. Así que puedes estar tranquilo de que no me escandalizaré con lo que quieras contarme.

Rió suavemente.

—Confía en mí, Arabella. Podrían zumbarte esos delicados oídos que tienes. El humo se vería hasta en Londres.

—Siempre he sido una niña precoz. —No tenía ninguna dificultad en seguirle el paso. De repente, señaló algo—. ¡Ay, mira! ¿Qué es eso?

Justin siguió la dirección de su dedo.

—Es un cenador.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Podemos detenemos aquí un momento? —Sin esperar una respuesta se recogió la falda y empezó a correr hacia la pequeña estructura blanca que se alzaba en la colina.

Justin aligeró el paso.

—¡Ay, es magnífico! —gritó Arabella. Sonriéndole, se inclinó para respirar el olor de las rosas que inundaban el camino de la entrada—. Me encantan las rosas.

Justin se detuvo en la parte baja de la escalera. No, pensó descuidadamente, ella era la encantadora. Encontraba ese desprecio suyo por las convenciones de lo más adorable. Las tiras del sombrero seguían enredadas en sus dedos. La agitación, o tal vez el sol, habían pintado sus mejillas de un color rosa delicioso. Tuvo que apartar la mirada de esos labios que parecían estar suplicando un beso. Dios, pero ¿por qué se sentía tan atraído hacia ella? Él no era hombre para ella. Pero aún así, la tarde que habían pasado juntos... santo cielo, se había sentido tan bien...

Se volvió hacia él. Desde donde estaba, en el primer escalón, sus ojos se encontraban al mismo nivel.

—Ahora —dijo enérgica—, ¿dónde estábamos? Ah, sí, ibas a contarme todos tus secretos.

—Estamos hablando de secretos, ¿entonces?

—En realidad, tú eres el guardián de todos mis secretos —farfulló—, o de aquellos que importan.

Justin sonrió.

—Eso te pone nerviosa, ¿no es así?

—Sí —murmuró—. Por eso creo que es justo que yo conozca alguno de los tuyos.

—¿Un secreto, digamos, de los indecentes?

—Bueno, sí... es lógico, ¿no? Indecente. Lascivo. Libertino. ¿Qué tienen todos esos adjetivos en común?

—A mí, supongo.

Sus ojos se cerraron.

—Muy inteligente —le elogió. Sonriendo abiertamente, anticipando la victoria, se detuvo al final de la escalera y, desde allí, le miró fijamente. ¡Ah, era tan engreído! Desde donde estaba, se sentía superior en altura, una superioridad que le permitiría hablar con total libertad.

Su victoria fue efímera.

—Sé lo que estás haciendo, Arabella, y no va a funcionar. —Cogiéndola de la cintura, la bajó del peldaño en el que estaba.

—Canalla —le acusó.

—Desvergonzada —le devolvió el cumplido—. Aunque debo admitir que estás ganando puntos por tu persistencia. Sin embargo, me veo obligado a decirte que, no importa lo mucho que lo intentes, no voy a decirte lo que quieres saber.

—¿Por qué no? Imagino que ahora es una cuestión de principios, ¿no?

—Los principios me importan un pimiento. No tengo intención de enredarme en tus ojos, así que mis labios están sellados. Además, empiezo a preguntarme si quizás estás insistiendo tanto porque en realidad hay algo más que curiosidad en tu pregunta.

Arrugó la cara.

—No sé lo que quieres decir.

Justin empezó a caminar.

—Tan simple como eso. ¿Estás acaso al corriente de cómo se realiza el acto de la procreación?

—¡Por supuesto que sí! Mi madre me lo dijo, también mi tía Grace. Y... —Se detuvo bruscamente.

Justin se puso las manos en la cadera. Aquella muchacha tenía una expresión de culpabilidad en los ojos.

—¿Y? —la sonsacó.

Le ardía la cara de vergüenza.

—La noche antes de que mi prima Harriet se casara, oí a tía Grace decirle que... —se mojó los labios con la lengua—, lo que le aguardaba en la cama de matrimonio.

Justin se deshizo en una sonora carcajada.

—¡Debí imaginármelo! Estabas otra vez espiando detrás de la puerta.

Arabella lo negó con el ceño fruncido.

—¡No estaba espiando!

Sólo consiguió que se riera más fuerte.

—¡El demonio, dijiste!

—Perdóneme por interrumpir su diversión, señor. —Hizo un gesto grandioso hacia el camino que tenían delante, donde la lluvia de la noche había formado un gran charco.

—¿Qué?

—Hay un charco —señaló.

Sonrió.

—Ya lo veo —concedió.

Su mirada se hizo más intensa.

—Un caballero, al ver que ese obstáculo es muy grande para que yo pueda salvarlo sola, y viendo que lleva botas cuando yo no llevo sino unos ligeros zapatos, se ofrecería a llevarme en brazos.

—Querida, me has llamado muchas cosas, pero nunca caballero. —Sonrió abiertamente—. Sin embargo, puesto que insistes...

Se inclinó y la elevó sobre su espalda, atravesando así el charco. Arabella seguía maldiciéndole cuando él la soltó al otro lado.

Su barbilla se mantuvo alta.

—Y ahora veo por qué —le informó fríamente—. Usted señor, no es un caballero, y nunca lo será.

Justin se rió durante un rato. Ésa era, pensó, la Arabella que él conocía...