Capítulo veintiuno
El miércoles de la siguiente semana, Justin silbaba sentado en su carruaje. Acababa de hacer una visita a su abogado, y a pesar de la buena suma que había pagado por ello, decidió con satisfacción que había valido la pena.
Sonrió para sí. Señor, las cosas habían cambiado mucho en el último año. La casa de Londres había sido la primera de sus adquisiciones. Después, una esposa. Y ahora, una casa de campo en Kent. Se rió con ganas. Sí, ¡se había convertido ya en un hombre de incuestionable respetabilidad!
Era extraño, pensó, cómo ahora que tenía una esposa, su vida se había hecho más... sencilla, de alguna forma. Debería haber sido al contrario, sospechó. Para la mayoría de los hombres, sería seguramente así.
Pero él no podía engañarse. Si su mujer fuera cualquier otra, distinta a Arabella, las cosas habrían sido bien distintas. Estaría sin duda intentando librarse de la trampa del matrimonio en lugar de meterse aún más en ella. ¡Diablos!, si hubiese sido cualquier otra mujer, ni siquiera se habría casado. Justin no se hizo ilusiones. Comprometidas o no, habría encontrado cualquier forma para eludir el matrimonio.
Pero no se sentía atado. No se sentía encadenado, ni sentía que le hubiesen atrapado.
Se sentía extrañamente... libre.
Y quizás, por primera vez en su vida, deseaba todo aquello que el futuro pudiese ofrecerle. De hecho, le daba la bienvenida. Algo que en realidad, nunca había experimentado antes, porque cada día había sido siempre la misma monotonía.
Ahora, cada día era diferente.
Había subido a Thurston Hall la semana pasada para un día de negocios, y fue Sebastian el que le había mencionado que el padre de uno de sus amigos había fallecido. Su amigo había decidido vender la pequeña vivienda de campo del padre, con muebles y todo. Esto era lo que le había dado la idea a Justin: recordó con toda claridad la cara de tristeza de Arabella en Thurston Hall el día que la besó; cómo le había confiado que nunca había tenido un verdadero hogar en su niñez. A pesar de la dureza de su propia infancia (de toda su vida, en realidad), el hogar era la única cosa con lo que él había podido contar siempre, algo que él había dado por hecho, sin pararse nunca a pensar que pudiera faltarle.
Pero en este momento sí lo hizo. O quizás tuviese más que ver con su conversación sobre los niños, una idea que todavía encontraba bastante extraña. Él sabía por qué, desde luego. Siendo como había sido un granuja durante toda su vida, nunca había pensado que en su futuro tuviera cabida el matrimonio, mucho menos el ser padre. Pero descubrió con asombro que era algo inevitable, teniendo en cuenta que el deseo por su encantadora mujer era cada día más fuerte...
Niños, pensó una vez más. Cuando llegase el momento, estaría preparado. Más que preparado.
Estaba cambiando, pensó divertido. Estar con Arabella lo cambiaba todo. Con ella al lado, se sentía invencible.
Sus pensamientos volvieron a la casa. Tan pronto como Sebastian se hubo marchado, se puso a hacer sus propias pesquisas.
Se tomó el día libre para ver la propiedad. La primera cosa que le llamó la atención fue el pequeño cerezo que se alzaba frente a la ventana del salón. Se rió, recordando la confesión de Arabella sobre cómo enfadaba a su madre subiéndose a los árboles cuando era pequeña.
Hasta aquí, todo parecía encajar. Y aunque era difícil identificar la razón, todo parecía ir verdaderamente bien. ¡Todo era tan perfecto...!
Ah, no podía esperar a ver la expresión de Arabella cuando se lo dijera. La impaciencia le quemaba en las venas. Le miraría con esos ojos enormes que tenía, abalanzándose en sus brazos, y besándole con dulce y salvaje abandono (de la misma forma en la que él la había tomado aquella noche...).
Sonrió abiertamente.
A su regreso de Berkeley Square, dio la casualidad de que Arabella había salido.
Estaba a punto de subir la escalera cuando él surgió del descansillo. Su marido la esperó al principio de la escalera.
Se inclinó y la besó ligeramente en los labios, sintiéndose como si fuera a arder por dentro.
—Justo la persona que quería ver —dijo alegremente.
—Y usted, señor, es justo la persona a quien quería ver yo. Acabo de llegar de casa de Georgiana...
—Bien, al menos no has estado de compras —bromeó.
Frunció el ceño, divertida.
—Oh, vamos. Creo que no he gastado todavía nada de tu dinero.
—Ni siquiera he sido asediado para que redecoremos. Qué suerte tengo de haber elegido una mujer tan económica, no teniéndome que preocupar de que acabemos en una pobre granja.
—¿Por qué debería querer redecorar? Esta casa es perfecta tal y como está.
Justin se sintió muy halagado con sus palabras.
—Sin embargo —continuó Arabella—, traigo una noticia que tal vez pueda interesarte escuchar.
—Yo también tengo una noticia que darte. Pero, por favor, las damas primero.
—Gracias. Entonces, como te iba diciendo, mi visita a Georgiana ha resultado de lo más constructiva.
Justin ofreció su mano para escoltada por la escalera.
—¿En qué sentido?
—Mientras estaba allí, Georgina tuvo la más inesperadas. visita. Y nunca averiguarías de quién se trata.
Justin la miró. Estaba prácticamente radiante.
—Tienes razón —dijo con ironía—, nunca lo averiguaría.
Arrugó la nariz coqueta.
—No eres nada divertido —protestó.
—Cariño, te mueres por decírmelo... entonces, ¿a qué esperas?
—De acuerdo. Era Walter. Y cuando me marché, parecían haber congeniado a la perfección. Su madre me confió que era la tercera vez esta semana que Walter la visitaba.
Justin la detuvo.
—¿Georgiana y Walter?
—Así parece.
Justin no tenía la intención de reírse tan abiertamente... pero no pudo evitarlo.
Arabella se rió al ver su expresión.
—Quizás la suya sea la próxima boda de Londres.
—No me sorprendería —admitió Arabella, metiendo sus dedos entre la curva de su codo.
Sus ojos se encontraron durante un momento inconmensurable. Justin respiró hondo, sacudido de repente hasta lo más profundo de su corazón. Sus ojos eran de un azul claro delicado, brillantes como el cielo. Parecía tan feliz, tan satisfecha, tan radiante. No se atrevía a levantar la voz por miedo a que ese momento se evaporase. ¿Era posible?, se maravilló. ¿Estaba él haciéndola feliz? Ese pensamiento hacía que le temblaran las rodillas.
Dios, ella era maravillosa. Una cálida brisa jugaba con los rizos que caían por su frente. El rojo teñía levemente sus mejillas, y en sus labios, apenas se esbozaba una sonrisa. Pronto se percató de su agradable potencia, de su primitiva necesidad... El deseo. Experimentó una repentina necesidad de llevarla a la habitación, cerrar la puerta, y hacerle el amor hasta la extenuación.
Justin apretó la mano. Estaba a punto de plantear en firme la proposición, cuando Arthur abrió la puerta y dio un paso al interior. Se volvió para coger el correo y las invitaciones del día que el mayordomo venía a entregarle. Cuando volvió a darse la vuelta en dirección a Arabella, vio que ésta había desaparecido escaleras arriba.
Algo que no le pareció del todo mal, decidió, puesto que se había ido exactamente al lugar donde él quería que estuviera...
El picaporte de la puerta principal sonó. Arthur se encargó de abrir y Gideon entró en la casa.
Justin elevó las cejas.
—Veo que ya has regresado de París.
—Mi buen amigo, hace ya más de un mes. Y te ruego me disculpes por aparecer tan de improviso, pero pensé que te vería en White.
—Me temo que no he ido por allí en semanas.
—Ah —dijo Gideon suavemente—. Me imagino que otras cosas te habrán mantenido ocupado... ¿tal vez tu nueva esposa?
La curiosidad brillaba en los ojos de Gideon, pero Justin no estaba dispuesto a satisfacerla.
—No pretendo ser maleducado, pero éste no es un buen momento.
Gideon levantó las dos manos.
—Ah, no tienes por qué preocuparte —dijo alegremente—. Seré breve. De hecho, sólo vine a saldar mis cuentas contigo.
Justin parpadeó.
—No es necesario —dijo incómodo. Jesús, había olvidado por completo esa condenada apuesta con Gideon.
—En realidad, sí lo es —insistió Gideon—. Teníamos un acuerdo: que la dama en cuestión sería tuya en un mes, y así ha sido. Te aseguro que nunca pensé que la criatura te forzaría al matrimonio...
—No fui forzado —dijo Justin secamente. Gideon se encogió de hombros.
—Los hechos son los hechos, creo que los términos de nuestro acuerdo han sido... satisfechos, a pesar de todo. Sin embargo —continuó—, soy un hombre que siempre paga sus deudas.
Con un guiño, Gideon depositó una bolsa en la mano de Justin.
Antes de que pudiera decir nada, sintió un roce de faldas a su espalda... ¡Arabella!
—¡Ah, hola! —dijo al ver a Gideon.
Justin se dio media vuelta. Sabía que la bolsa contenía el dinero de la apuesta. Sus labios emitieron una sorda maldición. ¡Diablos, no podría devolverla, no sin hacer una escena!
Haciendo una señal con la mano dijo:
—Gideon ya se iba.
—Sí. —Su amigo hizo una breve reverencia—. Una vez más, mi más sincera enhorabuena a los dos.
Nada más cerrarse la puerta, Arabella hizo un gesto interrogativo en dirección a la bolsa.
—Ah —bromeó—, he visto como te guiñaba el ojo. ¿Qué te ha traído?
El corazón de Justin se encogió.
—Nada importante —se apresuró a decir—. Nada, la verdad.
—¿Nada importante dices? Ah, eso suena muy misterioso. Tal vez se trate de un tesoro. Echemos un vistazo, ¿no te parece? —Riéndose, le quitó la bolsa de la mano y husmeó el interior.
Sus ojos se abrieron.
—¡Santo cielo! Debe de haber una fortuna aquí dentro. —Levantó la mirada hacia él, con curiosidad—. ¿Es que tenéis algún negocio conjunto?
Justin dudó.
—No—dijo.
—Eso pensé. Francamente, me sorprendería que así fuera, porque nunca creí que Gideon fuera particularmente astuto para los negocios. —Se mordió el labio—. De hecho, sé que es tu amigo, pero una vez me pidió bailar... y fue una experiencia de lo más aburrida si mal no recuerdo. Se limitó a hablar de la gran suerte que había tenido la noche anterior en la tabla de juegos. He oído historias increíbles de hombres capaces de apostar una fortuna a un solo dado. Esperemos que no sea de ese tipo...
De repente, se calló. Su mirada se dirigió de nuevo a la bolsa que tenía en la mano.
Su sonrisa se desvaneció. Lentamente, levantó la cabeza.
—Justin —dijo vacilante, y después—: no puede ser verdad. Estoy segura de que no...
Se detuvo. Una especie de súplica recorrió su cara.
—¿Justin? —El sonido de su nombre se elevó desesperado. Pasó una eternidad antes de que Justin pudiera responder.
Sus ojos perforaron los de ella. Era como si se hubiesen vuelto de piedra.
Lentamente, empezó a hablar.
—¿Recuerdas la apuesta de la que te hablé?
Arabella contuvo la respiración. Cada gota de sangre debía estar agotándose en su cara. La angustia llenó sus ojos, esos hermosos ojos azules, el único punto de color en su cara. Y Justin supo, con una certitud aterradora, el momento preciso en el que ella descubrió la verdad.
—¡Ay, Dios! —susurró con voz entrecortada.
Arabella supo lo que era. Era el dinero de la apuesta que correspondía al hombre que había ganado su virtud.
Esta verdad se deslizó en su corazón como un cuchillo afilado. Movió los brazos, impotente, reaccionando sólo cuando él la guió hasta el estudio. Le arrebató la bolsa que tenía entre las manos y la tiró a una esquina del escritorio.
Arabella recordó el lugar en el que estaba. Era como si un viento frío le atravesase el alma. El frío llegaba hasta las puntas de sus dedos, por un momento creyó vacilar, como una llama al viento.
Él la cogió por el codo.
Se apresuró a ponerse derecha.
—Estoy bien.
—Sí —sonrió débilmente—. Olvidé que nunca te mareas.
Las manos de Justin se abrieron sin querer retirarse del todo.
—Y no voy a hacerlo ahora —le informó. Apartándose, marchó hacia el otro lado de la habitación. Necesitaba poner alguna distancia entre ellos. No podría soportar que la tocase.
Su voz rasgó el silencio.
—Creo que dijiste que fueron cinco los hombres que participaron en la apuesta. Cinco hombres que apostaron sobre quién podría conseguir mi virtud. Me acuerdo con total claridad, Justin: me dijiste que tú no eras uno de ellos. Lo recuerdo perfectamente.
Él sacudió la cabeza.
—Y no era uno de ellos.
Arabella se impacientó.
—¡No tiene sentido! —le acusó—. Acabas de decir...
—Sé lo que he dicho. Pero yo no participé en esa apuesta.
Arabella perdió los nervios.
—¡No me mientas!
—No te miento. No te mentiré. —Se detuvo—. Gideon y yo hicimos nuestra propia apuesta. Una apuesta privada. Doblamos la cantidad de la otra.
—La apuesta por mi virtud. Dilo, Justin.
Él parecía extrañamente reticente. Los segundos pasaban, uno a uno, y Arabella se mostraba cada vez más furiosa.
—¡Dilo!
—Sí. Sí. Acordamos doblar la cantidad por tu virtud.
—¿Fue entonces una competición entre los dos?
Movió la cabeza.
—Gideon me dijo que tú le habías rechazado. La apuesta consistía en que yo conseguiría ganar tu virtud —se detuvo— en un mes —añadió con suavidad.
Y lo había hecho. Lo había hecho. Ah, Dios. En menos de un segundo, revivió con dolorosa ternura la manera en que la había hecho suya la noche de bodas, cada caricia, cada beso... Creyó que iba a morirse de vergüenza. Y él se había quedado allí paralizado, apoyado contra el escritorio, con los brazos cruzados, observándola.
¿Cómo podía estar tan tranquilo? Arabella quería gritar, golpearle con los puños. Pero aunque la rabia le quemaba por dentro, consiguió reunir un poco de su aplomo.
—¿Cuánto? —preguntó.
Él no dijo nada.
Miró en dirección a la bolsa.
—Siempre puedo mirar —le recordó.
—Seis mil libras.
Ella estaba en lo cierto. Casi una fortuna.
—Bueno —dijo fríamente—, definitivamente debías estar muy seguro de tus habilidades... seductoras.
Hubo un silencio tenso. Arabella pensó que él no sabía qué decir y que, por consiguiente, no decía nada.
—Ah, desde luego —dijo pensativa—, el juego no incluía casarse conmigo... sino llevarme a la cama. —Se debatía entre la necesidad de reír histéricamente o llorar de vergüenza. En realidad, le hubiese ofrecido su virginidad sin el beneficio del matrimonio. Ah, quizás no esa aciaga noche en que fueron sorprendidos por Georgiana y tía Grace, pero sí un poco más adelante...
Después de todo, era el hombre más guapo de toda Inglaterra, y ella no era más que un juego. ¡Qué estúpida había sido!. Había caído justo en sus brazos. Porque cuando estaba en sus brazos, la experiencia de su boca la llenaba de fuerza y poder, y nada más parecía importar.
¡Ah, cómo había podido olvidar lo sinvergüenza que era!
Dios sabía que no lo había ocultado en ningún momento. Al ser cogidos por Georgiana y tía Grace, él se había visto forzado a casarse con ella.
El sentimiento de traición era insoportable. La vergüenza la iba inundando, ola tras ola, hasta el mismo centro de su corazón.
Pero no permitiría que él lo viera. Doliese lo que doliese, no lo admitiría delante de él.
A cambio, levantó la cabeza, orgullosa.
—¿Es por eso por lo que accediste a casarte conmigo tan rápidamente, para ganar la apuesta? —No dejó tiempo a una contestación—. Y yo que elogié tu oferta de matrimonio pensando que lo que querías era salvar mi reputación... ¡Ah, pobre Justin, forzado a dejar su reputación por haber sido descubierto en un simple beso! Me pregunto: ¿debo compadecerte o elogiarte? Al menos, no necesito preocuparme por nuestro legado, ¿verdad? Ahora ya conozco tus prioridades. El dinero por encima del honor y todo lo demás...
Su mandíbula se tensó.
—Detente, Arabella.
—¡No lo haré! —rugió.
Sus pómulos enrojecieron de vergüenza.
—Por si te interesa saberlo, cuando hice la apuesta no sabía que la Inalcanzable eras tú.
Arabella ahogó una carcajada histérica.
—¡Ah, gracias por la confesión! Hace que todo sea más aceptable, ¿no crees? Por supuesto, un hombre de tu gallardía no se dignaría nunca a ser visto con una patosa como yo.
—Eso no es lo que quería decir, y lo sabes.
—No hay nada que puedas decir que te haga parecer menos granuja ante mis ojos.
Torció los labios.
—Lo sé. Aún así...
Ignorándole, Arabella se dirigió a la puerta.
Sus manos descendieron hasta sus hombros, pero ella le esquivó.
—Déjame —dijo sin alterarse—, tengo que vestirme para la cena.
Su boca estaba tan tensa como la de ella.
—Eso puede esperar.
—¡No puede! Mis tíos nos esperan para cenar esta noche.
—Diablos, Arabella, no vamos a ir a ningún sitio hasta que hayamos aclarado esto.
—Ah, sí, claro que iremos —respondió de forma repentina—. Me niego a desilusionarles. Y si no quieres acompañarme, entonces iré yo sola. Sea como sea, esta discusión tendrá que esperar.
Justin dejó caer sus manos. Arabella no pudo saber lo que pensaba de sus palabras, pero tampoco le importó. Sabiendo que se había rebelado, pasó delante de él con la barbilla levantada.
En el carruaje, el ambiente no fue menos tenso. Arabella se sentó erguida a un lado de la banqueta mullida de terciopelo, y Justin en el lado opuesto. Sus miradas no se encontraron ni una sola vez. Arabella no se dignó a hablar, tampoco Justin.
Cuando el carruaje se detuvo enfrente de la casa de sus tíos, Arabella se dio cuenta de que Justin no le había dado su noticia. Apretó los labios. No tenía la menor intención de preguntar, no ahora. Seguramente, no era importante.
Milagrosamente, los dos consiguieron comportarse de manera civilizada al saludar a sus tíos. Tía Grace la tomó de la mano. Vio un hoyuelo de felicidad en la mejilla de su tía.
—Tengo una sorpresa para ti, querida —dijo alegre. Arabella sonrió apenas.
—¿De veras, tía?
Exultante, sin decir una palabra, Grace la condujo al salón.
Allí, dos formas se levantaron al unísono del sofá: una diminuta y rubia, la otra alta y pelirroja.
Arabella pestañeó, sacudiendo la cabeza, incrédula. Sus labios se abrieron en una sonrisa.
—Mamá —se oyó decir débilmente—. Papá...
Y después, se deshizo en lágrimas.