Capítulo doce

El té acababa de servirse cuando llegaron junto a los demás. Arabella habló con Georgiana y Julianna un momento, y después se sentó al lado de sus tíos. Finalmente, caminó un poco para alejarse del resto de los invitados. Un par de sillas colocadas a la sombra de un árbol llamaron su atención y fue hacia allí hacia donde dirigió sus pasos. Tío Joseph había estado discutiendo de la pieza cazada con Sebastian, mientras que su tía se dedicaba a revolotear de un invitado a otro.

En todo este tiempo, no hubo un solo momento en el que no tuviera constancia de la presencia de Justin: dónde estaba, con quién, todo lo relativo a él...

Era molesto, perturbador y de lo más desconcertante. Porque algo había cambiado la otra noche... y tenía la extraña sensación de que estaba sucumbiendo a él...

Lo que sería de lo más imprudente.

Para ser más exacto, sería una verdadera estupidez.

Y sin embargo, se encontró luchando, impotente, contra la sensación de que no podría resistirse. Mucho peor aún, se preguntó cómo sería ser querida, ser perseguida, por Justin Sterling.

Excitante, eso seguro. Peligroso, sin lugar a dudas.

«Ha roto la mitad de los corazones de Londres —le advirtió una voz—. Si le dejas, romperá también el tuyo.»

Él era el tipo de hombre que ella siempre había detestado, la verdadera antítesis de todo lo que ella creía, de lo que valoraba.

Bastaba con verle sólo un momento para que perdiese el aliento. Un momento, y su pecho palpitaba de una manera extraña. Cuando quería, Justin podía ser de lo más atractivo y encantador. ¡Pero si hasta ella había sido encantada!

Arrugó la frente al pensar en lo que había pasado la noche anterior. McElroy sobrepasándose con ella, ¡el muy cretino!, y el asunto ese de la apuesta. Sólo pensarlo la hacía temblar de nuevo.

Pero Justin no había sido desagradable ni mezquino con ella. Sabía, por alguna razón extraña que no acababa de comprender, que él había tratado de protegerla, algo que le resultaba de lo más extraño viniendo del tipo de hombre que ella pensaba que era.

No tenía ningún sentido que hubiese confiado en él como lo hizo. Los detalles se le escapaban, pero recordó que le abrió su corazón y le reveló sus miedos más profundos, sus defectos mientras lloriqueaba en su hombro.

¿Y qué había hecho él? No había sido desagradable ni horrible. Se había limitado a consolarla, de una manera que ella sintió como buena y confortable. Y... ¡ay!, hubiese deseado que la hubiera cogido de la misma manera esta tarde, en el arroyo. Que la hubiese besado como si no hubiera un mañana...

¡Ah, qué estúpida era! Él la había besado una vez, ¡una vez! y con toda seguridad, no volvería a ocurrir de nuevo. Todo el mundo sabía que no había mujer sobre la tierra que pudiera encerrar su corazón bajo llave.

Entonces, ¿por qué le había dicho que era guapa? ¿Lo había dicho de verdad? Claro que no. Su corazón se contrajo. Lo había oído de sus propios labios: era un mujeriego. Sin duda había sido por la costumbre, una orden aprendida por su lengua, de la misma manera que le llamaba «cariño».

Aún así, una absurda tristeza ahogaba su pecho. Ah, si solo... Una y otra vez, distintas emociones se agitaban en su interior. Pero él tenía razón en una cosa: era una salvaje, una descarada. ¡Señor, cómo podía ser tan hipócrita! Pensar que le había sermoneado de esa manera... Su conciencia le había jugado una mala pasada. Se sentía perturbada por su propia audacia, allí sentados junto al arroyo. ¿Por qué le había preguntado esas cosas?

Ella sabía que muchas de las historias que había oído sobre su escandaloso comportamiento eran ciertas. Así lo había admitido esa tarde. Nunca había pretendido ser algo distinto a lo que era. Un granuja y un sinvergüenza. Un mujeriego y un libertino.

Pero aún así... una parte de ella le decía que no era el hombre frío e insensible que pretendía ser, por mucho que los demás estuviesen convencidos de lo contrario.

Por el rabillo del ojo, vio cómo besaba cariñosamente a Julianna en la mejilla. La garganta se le secó de un manera extraña. Cuando él estaba con su familia, era... en cierto modo, diferente. Con ellos, era alegre y cuidadoso. No era nada de lo que ella había pensado en un primer momento: descuidado o insensible. La noche anterior, pensó temblorosa, había podido comprobarlo.

No sabía qué hacer con todo eso. No sabía qué hacer con él. Un chillido agudo atravesó el aire, seguido de otro. Los pequeños de Sebastian y Devon correteaban tambaleándose por el césped tan deprisa como sus pequeñas y rechonchas piernas se lo permitían. De vez en cuando, miraban hacia atrás en busca de su perseguidor, Justin. Una mujer, que Arabella sospechó sería la niñera, les seguía de cerca. Arabella sacudió la cabeza como si así pudiera ver mejor la escena.

Cada vez que les miraba, le sorprendía con ellos, riendo, jugando con ellos, uno en cada brazo. Era una visión tan inesperada, tan diferente a la del hombre que ella pensó que conocía, que tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir la boca de estupefacción. En ese preciso instante, él levantó la cabeza.

Sus ojos se encontraron. Arabella no hubiese podido dejar de mirarle aunque la tierra se hubiese abierto bajo sus pies. De hecho, decidió ausente, así era como él la hacía sentir.

Unas largas piernas acortaron la distancia que les separaba.

Los pequeños seguían riendo, encantados, mientras él se acercaba a ella. Un atisbo de sonrisa merodeaba en sus labios, una sonrisa que sin saber muy bien cómo, la consternaba y la dejaba indefensa.

—Creo que no has tenido todavía el privilegio de conocer a mis sobrinos.

—Así es —dijo con voz entrecortada. ¿Se habría dado cuenta?

—Deja entonces que te presente a Geoffrey Alan Sterling y a su hermana Sophia Amelia, o Sophie, como la llamamos nosotros. —Dirigió la vista a la silla vacía que había junto a ella—. ¿Te importa si nos unimos?

—Desde luego que no.

Arabella sonrió a los niños. Eran preciosos, con sus mejillas rechonchas y coloradas y sus pequeñas naricillas.

—¡Mira qué angelitos! —Echó la cabeza a un lado y les miró—. Geoffrey tiene el pelo de su padre y los ojos de su madre. Y Sophie tiene el pelo de su madre y los ojos de su padre. —Sacudió la cabeza—. ¡Son tan diferentes!, parece increíble que sean mellizos.

—Es lo que todo el mundo dice. —Justin se movió tratando de acomodarse en una silla que resultaba demasiado pequeña con los dos niños en brazos.

—Ven, déjame coger a uno de ellos —se ofreció Arabella, dándose palmadas en el regazo. El pequeño se apresuró a cambiarse de brazos. No así Sophie, que se agarró fuerte al cuello de Justin, negándose claramente a dejar la seguridad de los brazos de su tío.

—Tienen apenas un año —comentó Justin—, por lo que, por supuesto, no dicen mucho todavía, a excepción de «mamá, y «papá»... ,y «tío Justin», ¡por supuesto!

—Por supuesto —repitió Arabella, devolviéndole la sonrisa, burlona. Miró a Sophie, que se había metido la mano en la boca y la miraba con unos ojos grises enormes.

—Es adorable.

La sonrisa de Justin se hizo aún más grande. Miró a su sobrina:

—Te predigo, Sophie, que algún día serás una belleza y volverás loco al ton, de la misma manera que lo hace ahora lady Vicaria.

Arabella se mordió el labio y retiró la mirada. Ahí estaba otra vez, le había llamado guapa. Ella preferiría que no dijera cosas que no pensaba, cosas que no eran ciertas. Sin saber muy en lo qué responder, prefirió guardar silencio. No se percató de que Geoffrey llevaba ya un rato jugando con los lazos de la parte delantera de su vestido. De repente, Justin se aclaró la garganta. Bajó la mirada y después, la apartó rápidamente. Fue entonces cuando Arabella comprobó que el pequeño le había deshecho el lazo. El escote de su vestido había empezado a ceder.

Carraspeó.

—¡Ay! —gritó avergonzada—. ¡Ay!

—Sólo un año —bromeó Justin—, y ya tiene predilección por las mujeres.

Apresuradamente, Arabella volvió a anudar los lazos. No era su intención reírse, pero no pudo evitarlo.

—¡Quizás le ha influido la compañía de su tío!

Justin se rió.

—Quizás. Ahora veamos si podemos encontrar otra diversión para este jovencito. —Se metió la mano en el bolsillo para sacarse el reloj y balancearlo delante de Geoffrey, quien extendió inmediatamente la mano hacia él.

Entre tanto, las pestañas de la pequeña Sophie habían empezado a cerrarse. Un amigable silencio se cernió sobre ellos. Geoffrey jugaba con su reloj, mientras Sophie se quedaba completamente dormida.

Justin rodeaba con el brazo, en un abrazo casi imperceptible, a la pequeña niña. ¿O es que la engañaban sus ojos? En el momento en que este pensamiento cruzaba por su mente, la besó en los rizos con suavidad. Viéndole así, con la niña en brazos, Arabella sintió una extraña punzada en el corazón. Él, tan moreno y fuerte, sujetando la cabeza dorada de Sophie con su barbilla, con la piernecita estirada sobre su regazo. Algo fuerte y brutal se rasgó en su interior.

Una semana antes, le había acusado de ser un sinvergüenza incapaz de la menor lealtad o devoción. Pero viéndole con la niña en brazos... El amor por sus sobrinos era evidente. Y que ellos le correspondían, también. Era una parte de él que nunca hubiese imaginado que existiera.

La cabeza le daba vueltas. ¿Se había equivocado con él? ¿Había algo más en él además de la fachada de libertino que mostraba al mundo? ¿Era posible que su arrogancia fuera sólo una máscara y su cinismo una armadura?

En fin, no hubo mucho tiempo para consideraciones. La viuda duquesa de Carrington se acercó a ellos. Movió su cabeza blanca como la nieve, primero a un lado y luego a otro, observándoles a los dos. Lentamente, sonrió. Antes de que Justin o Arabella pudieran decir nada, la duquesa empezó a hablar.

—Lo sabía. —Sus hombros huesudos se movieron por la risa bajo el rebozo—. Lo supe la primera noche que os vi bailando juntos en casa de los Farthingale.

Justin arqueó una ceja.

—¿Su Gracia? —murmuró.

La duquesa miraba a Arabella.

—Walter no era hombre para ti, querida. Te hubieses aburrido de él en solo un mes.

Arabella la miró boquiabierta.

La duquesa prosiguió, apoyada en el bastón.

—Pero tú y Justin... bueno, es tal y como le dije a tu tía. Los dos dan juntos una imagen espléndida. ¡Vaya, si casi puedo oír las campanas de boda! —Se reía tontamente, mientras miraba a Justin. Levantó su bastón y le golpeó con él divertida—. Ahora, lo único que nos queda es encontrar el hombre adecuado para Julianna. Ah, porque sus ideas sobre el matrimonio creo que han ido ya demasiado lejos, ¿verdad?

Arabella se quedó sin habla viendo como se alejaba la duquesa. Para su sorpresa, al volver la mirada a Justin, encontró en él una expresión divertida. Pero ¿cómo podía atreverse? Es más, ¿cómo tenía ganas de reírse, después de escuchar lo que había dicho la duquesa sobre las campanas de boda?

Al parecer, Justin no había perdido el habla como ella.

—Como puedes ver, la duquesa es una mujer que no duda en decir lo que piensa. Y se tiene por una excelente casamentera.

Arabella miró la cabeza de Geoffrey.

—¿Cómo podía saber lo de Walter? ¡Me prometiste que no se lo dirías a nadie!

—Y no lo hice.

—Entonces, ¿cómo podía ella...?

—Mi querida Arabella, es evidente que nuestro querido Walter estaba locamente enamorado de ti.

Pero no Justin. Entonces, ¿por qué había dicho la duquesa todo aquello? ¿Por qué no la había corregido Justin como era debido? Y sobre todo, ¿por qué no la había corregido ella?

Arabella apartó los ojos. Tragó saliva, incapaz de volverse a encontrar con los de él.

Tenía el corazón en un puño. Un sentimiento de impotencia la invadió. ¡Ay, Dios! No podía ser... no debía enamorarse de un hombre como él.

Aunque la más rara de las certidumbres le atravesó la mente. ¿No era ya demasiado tarde?

La colocación de los invitados para la cena fue la misma que la de la víspera, con la excepción de la ausencia de McElroy. Al terminar, los caballeros se reunieron a tomar un aporto y a fumar, mientras las mujeres se retiraban al salón. Arabella, sin embargo, no estaba tranquila. Ella y Georgiana habían caminado fuera un rato y, al volver, se habían detenido a inspeccionar la galería de pinturas familiares. Una a una, fueron pasando ante los rostros de la generación de los Sterling. A decir verdad, Arabella prestó poca atención a los comentarios de Georgiana. Su mente estaba en otra cosa. Pero de repente, Georgiana exclamó:

—¡Mira, son Sebastian, Justin y Julianna!

Recuperado el interés, Arabella se acercó al cuadro. Los tres hermanos Sterling se reconocían perfectamente, como si no hubiesen cambiado nada desde la niñez.

—¡Dios mío, pero mira a Justin! El parecido con su madre es increíble.

Arabella contuvo la respiración. Georgiana tenía razón. Su madre era digna de admiración. Y estaba claro que Justin había heredado su físico. Poseía la misma elegancia, el mismo pelo oscuro y brillante, la misma exquisita perfección en sus facciones simétricas. Pero fueron los ojos de la madre los que captaron la atención de Arabella por más tiempo. Brillantes, de un verde vivo, con unas pestañas larguísimas y espectaculares que contrastaban con su pelo... era como mirar a los ojos de Justin.

En cuanto a su padre, el anterior marqués... Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tenía los labios finos y austeros, y no necesitó más de un momento para conseguir desagradarla.

—Buenas tardes, señoras.

Estaban tan ensimismadas con los retratos, que las dos dieron un brinco.

Era Justin, vestido de negro, tan guapo que la dejó sin aliento. Su mirada se mantuvo por un momento abrasador en Arabella, después se volvió hacia Georgiana. Inclinó la cabeza.

—Señorita Larwood, se ha requerido su presencia en el salón. Algo acerca de una charada.

Georgiana dio palmas de alegría.

—¡Ah, me encantan las charadas! —Empezó a andar en dirección al salón, pero se detuvo un momento para mirar a Arabella—. Arabella, ¿y tú?

Arabella negó con la cabeza.

—Quizás más tarde. —Volvió a mirar a Justin. Frunció el ceño, bastante desconcertada. Había sido encantador y amable durante la cena, bromeando con ella como de costumbre. Pero esa calidez parecía haber desaparecido. De repente, parecía distante. Casi frío.

Buscó algo que decir, sintiéndose de repente, incómoda.

—Georgiana y yo estábamos comentando lo mucho que te pareces a tu madre.

—Sí, estoy al corriente. Pero todos tenemos nuestros fantasmas, ¿no?

Su tono fue frío, su expresión rígida. Miraba el cuadro sin sonreír.

Arabella no sabía qué decir.

—Lo siento. Georgiana y yo... no era nuestra intención curiosear donde no debíamos...

—No seas tonta, Arabella. Tengo una particular aversión por este cuadro. Sebastian piensa que debe estar aquí. La familia, el deber, y todo eso. —Hizo una mueca de disgusto—. Mí padre lo quitó de aquí cuando éramos pequeños. Se pintó justo antes del escándalo y no podía soportar verlo.

Arabella frunció el ceño.

—¿Escándalo?

—Ah, vamos. No tienes que ser cortés y pretender que no sabes que mi madre se escapó con su amante.

Arabella parpadeó.

—¿Su amante?

Justin le dirigió una sonrisa burlona.

—La inocente Arabella... Sí, mi madre tenía amantes... bastantes, sospecho. Se mató cuando cruzaba el Canal con el último de ellos.

—¡Ay! —dijo en voz baja—. No sabía nada.

La miró perplejo.

—¿De verdad?

—De verdad. —Pero de repente se acordó cómo la noche del baile de los Bennington había mencionado algo acerca de su familia y los escándalos.

—Me sorprende que no lo supieras. Estas cosas encuentran siempre la manera de resurgir.

—Bueno, yo ni siquiera había nacido —le recordó—. Y solía estar fuera con mis padres cuando era pequeña.

—Lo olvidé —admitió—. Te bastará con saber que Sebastián hizo mucho mejor trabajo como padre y madre de Julianna y mío que lo hicieron nunca nuestros verdaderos padres.

—Lo siento —murmuró Arabella.

—No lo sientas. —Su tono era aún bastante cortante mientras miraba el retrato de su madre.

Arabella intentaba decir algo adecuado.

—Imagino que eso explica el que estéis tan unidos —dijo débilmente—. Cuando era niña, recuerdo que les suplicaba a mis padres tener un hermano o una hermana. Pero mi madre tuvo una infección cuando yo nací y nunca pudo concebir de nuevo. Por supuesto, esto sólo lo entendí mucho después.

Justin seguía sin decir nada. Continuaba sin retirar los ojos del cuadro. Lo miraba como paralizado, con una expresión mitad dolida, mitad enfadada. Arabella tuvo el extraño sentimiento de que ni siquiera era consciente de su presencia.

Su silencio empezaba a crisparle los nervios.

—Tienes mucha suerte de haber crecido en un sitio como éste. Mi padre siempre tenía que trabajar en el extranjero y, aunque era excitante viajar por India y África, nunca llegamos a tener un lugar al que llamar nuestro hogar. Nos quedábamos con tía Grace cuando estábamos en Inglaterra, y cuando yo iba al colegio. Esto estaba bien, pero mis primas eran mayores que yo, por lo que siempre tenía que entretenerme sola. Me hubiese encantado tener una casa en el campo como ésta. No tan grande, por supuesto, pero algo entrañable y...

De repente se detuvo. Al menos había conseguido captar su atención.

—Estoy hablando por hablar, ¿verdad?

—Sí —fue todo lo que dijo.

Su actitud era tensa. Las palabras parecían secarse en su garganta. Se sintió sumamente triste.

—Y además estoy diciendo cosas que no debo, ¿verdad?

Le oyó inspirar el aire para soltarlo después como si así pudiera relajarse. Sacudió la cabeza, evitando encontrarse con los ojos de ella.

—No eres tú. Soy yo, Arabella. No tú. Puedo ser una bestia a veces.

—Sí, mi lord Vicio —asintió tiernamente—. Vaya si puedes.

La sorprendió cogiéndola de ambas manos y estrechándolas entre las suyas.

—¿Quieres venir a la terraza conmigo? Si permanezco más tiempo en el interior, es... es como si me faltara el aire.

Los labios de Arabella se abrieron. Le miró fijamente. Estaba tenso, con la voz extrañamente forzada. No pretendía entender lo que le ocurría y, sin embargo, podía ver que había una terrible tensión en él. Podía sentirla incluso. Lo que había detrás de ella, era algo que se le escapaba. Pero no le importaba. Todo lo que sabía era que si su simple presencia podía aliviarle, entonces, ella le ayudaría.

Le apretó los dedos.

—Si eso es lo que quieres...

—Así es. —Arabella se agarró ciegamente a su mano mientras él la conducía con rapidez a lo largo de la galería, pasando un corredor y saliendo por una puerta que les llevó hasta el final de la casa. Para poder seguirle, Arabella tuvo prácticamente que correr. Sólo cuando estuvieron en el exterior, pareció tranquilizarse.

Caminaron a un paso mucho más agradable ahora. La terraza recorría toda la longitud de la casa. Seguían agarrados de la mano. Sólo pensar en ello, hacía que su pulso se acelerase. ¿Se había dado cuenta Justin? se preguntaba Arabella. Ignoró el pinchazo de desilusión. Sin duda él se había olvidado, demasiado ensimismado como para darse cuenta. Pero a ella le gustó el sentimiento de su mano envolviendo la suya, ese apretón cálido y fuerte.

La noche era clara y maravillosa, la temperatura tan agradable que no echó en falta su chal. Aunque la luna había dejado de ser llena, las luces del interior de la casa bastaban para alumbrar el camino.

—¡Ah! mira, —Señaló la silueta de un cerezo en el huerto—. ¡Dime! ¿acaso no es el árbol perfecto para escalar? Mira la manera en la que las ramas se abren y cuelgan casi a ras del suelo. Es fácil para subir, agarrarse fuerte y balancear las piernas hacía fuera.

Justin se detuvo.

—Mi querida lady Vicaria, ¿no me dirás que escalabas árboles cuando eras pequeña? —Arqueó una ceja—. ¿Lo hacías?

Arabella arrugó la nariz.

—Vamos, deja de pretender que te escandaliza.

Hubo un pequeño silencio.

—En realidad, iba a decir que me caí de este árbol una vez y me rompí la muñeca.

Arabella no vio la sombra que cruzó su rostro.

—Vale, yo nunca fui tan torpe —continuó con desparpajo—. Había un árbol muy parecido en la finca de tío Joseph, en Yorkshire. Nunca olvidaré el día en que mi madre salió y me encontró colgada boca abajo, con las faldas cubriéndome la cabeza.

—Imagino que no debe de ser plato de buen gusto para ninguna madre encontrar a su hija en semejante postura.

Arabella le robó una mirada. Le aliviaba ver que parte de la tensión había desaparecido de su cara.

—Sí, mi madre me miró horrorizada. Y mi padre... te juro que es el alma más amable de la tierra. Pero si la memoria no me falla, creo que aquélla ha sido la única vez que le oído levantarme la voz. La provocación era, sin duda, más de lo que podía soportar.

—¿Saben que eres la más codiciada del ton?

Arabella levantó los ojos al cielo.

—Bueno, yo no les he dicho nada en mis cartas —dijo con sequedad—, pero estoy segura de que mi tía lo habrá hecho.

Caminaron un poco más lejos, y pasaron por un alto muro de piedra. El aire se había llenado con el aroma de las rosas. Justin se detuvo delante de un banco de piedra. El salón quedaba cerca, por lo que la luz reflejaba sus cuerpos en siluetas plateadas.

Cuando le soltó la mano, se sintió curiosamente desprotegida. Pero se mantuvieron juntos el uno del otro, tan cerca que su olor eclipsaba el de las rosas. Olor a hombre. A perfume de almizcle. A sudor. Una combinación que la hacía temblar. Ay, Dios, era tan guapo que le dolían las entrañas.

El leve asomo de una sonrisa se dibujó en sus labios.

—¿Qué pasa? —murmuró Arabella.

—Estaba pensando en la noche en que vine de Londres una vez y me encontré aquí a Sebastian con Devon. Y, creo... no, no, estoy seguro de que les sorprendí besándose.

—¿Por qué es tan extraño? Después de todo, tienen dos niños.

Su sonrisa se hizo aún más expresiva.

—Todavía no estaban casados.

—Ah. —Arabella se sonrojó.

Justin se rió.

—No te escandalices tanto, lady Vicaria. Recuérdame que alguna vez te cuente cómo esos dos terminaron juntos. Es toda una historia.

—¿De verdad? Hacen una pareja perfecta. Es obvio que están muy enamorados.

—Así es —confirmó.

Sus ojos se abrieron.

—Me sorprende oírte decir eso.

—¿Por qué?

—Bueno, yo... yo pensé que no creías en el amor.

Justin no hizo ningún comentario.

—Mis padres son como ellos —le confió en voz muy baja—. Se miran el uno al otro y... y es como si nadie más en el mundo existiera, salvo ellos dos. Tanto es así, se quieren tanto que, a veces, me siento como una extraña entre ellos.

—Estoy seguro de que te quieren muchísimo, Arabella.

—Ah, claro que sí. ¡Sé que es así! Pero... supongo que no tiene sentido. —Se rió avergonzada—. No sé qué es lo que intento decir.

—Dijiste a Walter que sólo te casarías por amor —dijo Justin de repente—. ¿Es por eso?

Levantó las manos, y después las dejó caer a ambos lados del cuerpo.

—Sí. No me imagino casándome con alguien a quien no quiero. ¿Y tú?

Él se limitó a levantar las cejas. Arabella se mordió el labio.

—Sí, sí, lo sé. No eres la mejor persona para responder a eso. Los hombres como tú pasan la mayor parte de su vida adulta intentando evitar el matrimonio.

Justin se cruzó de brazos.

—Ah, lady Vicaria está siendo bastante irritable. Consideremos los requisitos de una esposa, entonces.

—Obviamente, debe ser de las primeras flores de la primavera.

—Sin duda.

—Y entonces, ¿pedirías que fuera una belleza dócil, manejable y virgen?

—Bella, dócil y manejable, quizás. Pero ¿virgen?

—Ah, entonces ¿prefieres los artículos usados? —Arqueó las cejas como réplica.

—No «usados». Eso suena demasiado miserable. Digamos mejor... «experimentados».

Bueno, al menos había conseguido que sonriera.

—Ah, sí, así podrías entregarte a tus actividades lujuriosas. Pero me atrevería a decir que serías un novio horrible.

—Mi hermano me dijo lo mismo una vez.

Arabella siguió hablándole como si no le hubiese oído.

—Sin embargo, creo que serías un padre excelente.

—¡Cómo! ¿Puede ser cierto? —fingió sorpresa—. ¡Mi lady Vicaria acaba de piropearme!

—Para —le pidió—. Eres muy protector, muy bueno con los niños. Me quedó bastante claro hoy cuando estabas con Geoffrey y Sophie.

—Ahora tú. —Su tono se volvió grave, pero sus ojos mantuvieron la luminosidad—. ¿Qué tipo de hombre preferirías como marido?

—Bueno, una mujer quiere un hombre con algo más que un buen físico. —Era su turno para vengarse—. Un hombre ambicioso.

—¿Es ahí donde el pobre Walter fallaba?

—No —murmuró Arabella—, ése era Phillip Wadsworth.

—¿Disculpa?

Los dientes rechinaron.

—Bajo. Era más bajo que yo, Justin. ¿Es que vas a obligarme a decirlo? Él sólo me llegaba hasta aquí. —Hizo un gesto a la altura de su barbilla.

Justín se rió.

Sus ojos se iluminaron de rabia.

—¿Es que tienes que reírte de mí? —Se dio media vuelta para no tener que ver su sonrisa burlona.

El silencio se hizo entre ellos, tan espeso y pesado como la noche.

—Lo siento —dijo tranquilo—. No quería ser cruel. —Como no decía nada, se acercó a ella—. No estás llorando otra vez ¿verdad?

Sacudió en silencio la cabeza.

—Entonces, mírame. Por favor, cariño, mírame.

Otra vez «cariño», y dicho de una manera tan tierna que la hizo temblar. Sus ojos se elevaron lentamente hacia él. Su sonrisa se había evaporado.

Tenía las manos en su cintura, devastadoramente grandes y cálidas. La atrajo hacia él.

El corazón de Arabella dio un brinco. Abrió los ojos, los de él oscuros y ardientes.

—Justin —tragó—, ¿qué estás haciendo?

—Estás temblando. No tengas miedo, Arabella.

Pero el temblor se expandía por todo su cuerpo, hasta sus muslos, hasta sus tobillos. En una dulce confusión, le miró. Recordó cómo le había dicho que si alguna vez la hacía temblar de pies a cabeza sería solamente de disgusto. Pero ésa fue la última sensación que aparecía en su mente en este momento.

Bajó la cabeza como si... como si...

—Debo de estar loco —murmuró.

—¿Por qué?

—Porque creo que voy a besarte de nuevo.

Sus ojos parecieron arder en los de ella.

—¡Ay, Dios! —dijo desfallecida.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó con furia—, ¿por qué me miras de esa manera?

Tenía la piel de gallina y sus manos le pesaban enormemente. Pero, sobre todo, tenía el corazón hecho un lío...

—Porque creo que yo... yo también te deseo.