Capítulo veinte

En el mismo instante en el que ella se fue, Justin giró en redondo. Un dolor desgarrador le atravesó. Quería gritar y aullar como el monstruo que era.

Cerró los ojos con fuerza. Pero incluso así la misma imagen se repetía una y otra vez: Arabella, mirándole, blanca como la cera... Su dolor se le clavaba en el corazón como una flecha.

—Dios santo —susurró—, ¿qué he hecho?

Sólo un silencio sepulcral le respondió.

«Eres un bastardo —le dijo una voz gutural—, un auténtico bastardo.»

La culpa le quemó en el estómago. Nunca se había odiado tanto a sí mismo como en este momento. Siempre había sabido que tenían un demonio dentro. Pero hasta ahora no se había dado cuenta de lo completamente vil que podía ser.

Sintiéndose como si todo el peso de la eternidad cayera sobre sus hombros, se sentó en una silla. Se quedó mirando atontado el vaso que tenía en las manos. Terminó el líquido que contenía de un solo trago.

Una oscuridad amarga y siniestra le rodeaba.

¡Qué extraño que el destino la hubiese traído a su vida, a su cama... a su corazón! Poco a poco, ella había ido eliminando las barreras de su corazón como ninguna otra mujer había hecho... como ninguna otra mujer había podido hacer.

Se dio cuenta entonces de que, desde su matrimonio, ese antiguo resentimiento que le había ahogado durante años no había vuelto a aparecer. Con Arabella, cada día era único y fresco... Como el rocío mañanero que se forma sobre una hoja al empezar el día, acariciado por la naturaleza, brillante bajo el sol. Era como ver el mundo todo de nuevo, como cuando después de un largo viaje por la oscuridad, uno regresa para encontrar un mundo lleno de vitalidad y color. Para Justin era un sentimiento nuevo, al que no estaba acostumbrado.

Y las noches... ¡santo Dios, las noches! Ella se entregaba a él completamente, sin reservarse nada. Dándole todo lo que le pedía y más.

¿Y qué había hecho él?

Exactamente lo que ella había dicho. La había apartado de su lado.

Sus labios se contrajeron. ¿Era ésta la forma que tenía Dios de castigarle?, se preguntó. ¿O de hacerle pagar por lo que era? Por su vida que no podía explicar lo que le había pasado.

Era justamente lo que había dicho Arabella. Él era... quien era.

Nunca cambiaría, pensó con tristeza. No podía... No sabía cómo hacerlo.

La noche estaba a punto de terminar. La luna brillaba baja, en el cielo.

Unas horas más tarde, sus pasos pesados le llevaron arriba. En su habitación, la habitación de los dos, Arabella dormía.

Se quitó la bata y se deslizó bajo las sábanas, con cuidado de no despertarla. En su sueño, ella se volvió hacia él, como buscándole, aunque Dios sabía que era la última cosa en el mundo que ella habría hecho. Sabiendo que no podría evitarlo, la atrajo entre sus brazos.

Ella le puso la mano en el centro del pecho. Durante un instante eterno, las yemas de sus dedos coincidieron directamente con el lugar de su corazón. Después, se relajó, acurrucándose en él como si fuera la única cosa que deseara.

Sin poder reprimir la necesidad de tocarla, rozó sus mejillas con los nudillos. Estaban aún húmedas por las lágrimas.

Se quedó helado.

Una vergüenza desgarradora le llegó hasta la garganta. Sus brazos se endurecieron. Se sintió carbonizado por dentro.

—Arabella —dijo con voz entrecortada—, ¡ay, Dios! —Había tenido tanto miedo de herirla... y al final la había hecho. La había hecho llorar. Llorar.

Las tinieblas de su corazón se hicieron más profundas. Ella era dulce y pura y él no era más que un diablo. Siempre lo había sabido. Su padre lo supo.

Quizás era mejor así, pensó con desolación. Mejor que viera lo ruin y bastardo que era.

Puede que ella hubiese entrado en su vida, en sus brazos, pero no se quedaría. Ni en un millón de años. Mejor tener lo que tenía ahora, mientras pudiese, durase lo que durase. Porque Dios sabía que no duraría para siempre. En su corazón, nunca dudó que así sería.

Era inevitable, quizás, que soñara aquella noche. Soñó que volvía a Thurston Hall. Era junio y la noche era cálida. Por lo borroso de su mente, se dio cuenta de que estaba otra vez borracho. Tambaleándose fuera del estudio de su padre...

El recuerdo se hizo más nítido, expandiéndose como una mancha de sangre.

Su padre le impidió el paso.

—¿Dónde diablos has estado?

—¿Cómo? ¿El señor desea una crónica pormenorizada de mis actividades nocturnas? Quizás deberíamos sentarnos. Dado el interés de mi velada, esto podría llevarnos algún tiempo. Ahora bien, es justo que le prevenga que el relato podría... digamos, sonrojarle.

De nuevo, oyó la voz de su padre, apuñalándole como la punta de un cuchillo:

—¡No sigas! ¡No tengo ninguna intención de escuchar tus obscenidades!... Mírate, ¡tan bebido que casi no puedes tenerte en pie! ¡Apestas a perfume barato! Santo Dios, eres el vivo retrato de tu madre. Ella me avergonzó, la muy ramera. Ella manchó el honor de mi familia, como tú lo estás haciendo ahora.

En su sueño, Justin se estremeció. Podía aún oír la voz de su padre, resonando en las paredes de su mente, precipitándose en la oscuridad, rasgando las barreras del tiempo y la muerte... hasta que sólo quedaron los dos, de piel fuera del estudio.

—Todos estos años he tenido que mirarte, he tenido que ver cómo dirigías tus ojos hacia mí, con sus ojos, con su sonrisa. Recordándome a cada momento lo que ella hizo, lo que fue: una ramera dispuesta a abrir sus piernas ante cualquier hombre que se le pusiese enfrente.

—No —murmuró Justin—. No.

—Y tú no eres mucho mejor. Tu sangre está contaminada, como lo estuvo la suya.

Unas manos le sujetaron. Unas manos que sacudían sus hombros.

—Justin —dijo una voz—. Justin, despierta.

Él seguía atrapado en el pasado, enredado en la maraña de su sueno.

—Ninguna mujer decente te aceptará chico. ¡Ninguna mujer decente te querrá nunca!

Su brazo empujó hacia fuera.

—No —gritó—. ¡No!

Un grito penetrante y femenino rasgó la noche.

Él se incorporó, inspeccionando salvajemente la habitación.

Arabella trataba de levantarse del suelo, gateando junto a la cama.

La cordura se impuso de nuevo.

—¡Arabella! Por el amor de Dios, ¿te he herido? —La sujetó del brazo para ayudarla a subir.

—No —admitió vacilante—, estoy bien. De verdad.

Estaba de rodillas junto a él escudriñándole.

—Tenías una pesadilla, Justin. Estabas gritando.

—Sí. —Soltándola, hundió la espalda contra la pared. Se sujetó la frente con las yemas de los dedos, como si así pudiera alejar cualquier recuerdo.

Con cuidado, intentó tocarle el hombro.

—¿Estás bien?

No contestó. No podía hacerlo. Seguía temblando.

—Parecía todo... tan real. ¿Con qué soñabas?

—Con mi padre —susurró.

Levantó la cabeza. Sus ojos aparecieron desnudos, oscuros, solitarios y suplicantes. Esa imagen de niño herido casi la hizo llorar. Tenía el extraño presentimiento de que se sentía perdido, inseguro de sí mismo. Pero ¿por qué?, ¿por qué?

Le habló a tientas. Le suplicó a tientas.

—Por favor, Justin. Por favor... habla conmigo. No puedo vivir así, con este muro entre nosotros. —Sacudió la cabeza de una forma casi imperceptible—, no quiero vivir así.

Entonces la tocó. Con la yema del pulgar, le secó la mejilla.

—Te hice daño, antes —dijo con un deje de dureza en su expresión—. Lo siento. No quiero hacerte daño de nuevo. Pero... —Levantó un hombro, para dejado caer a continuación—. No estoy seguro de poder decírtelo. No estoy seguro de poder decírselo a nadie.

La tensión en su cuerpo era inmensa. Arabella podía sentir la lucha que estaba librando contra sus propios demonios.

—Inténtalo, Justin. Por favor, inténtalo.

El silencio del mundo parecía ir alejándoles cada vez más. Finalmente, se decidió a hablar.

—Si te lo digo, me odiarás. —Fue una predicción profunda y carente de expresividad.

—No. No. Nunca podría odiarte, Justin. Nunca.

Algo oscuro y ominoso cruzó su cara.

—¿Y si te digo que maté a mi padre?

—No lo hiciste. No podrías hacerlo, no lo harías. —La convicción creció hasta madurar en su interior.

—Créelo, Arabella. Créelo, porque es cierto. —Negó con la cabeza cuando vio la expresión aturdida de Arabella—. Ah, no, no de la manera en la que estás pensando.

—Entonces, ¿cómo? —le desafió—, ¿cómo?

Justin extendió las manos abiertas y se las miró fijamente.

—Con mi crueldad —dijo en un susurro extraño y tenso.

—Cuéntame qué pasó —dijo suavemente.

La historia fue emergiendo poco a poco. Arabella sintió una punzada en el pecho. Empezó a obtener una visión clara de lo que había sido su niñez. Un pequeño deseoso de agradar a su padre, en vano. No le extrañaba que hubiese dicho que Sebastián había sido como un padre para Julianna y para él... no le extrañaba que él y su padre hubiesen sido como extraños el uno con el otro. Y no le extrañaba tampoco que hubiese crecido con tanta rebeldía y resentimiento.

—Cuando tenía diecisiete años, me cogió entrando sigilosamente en la casa por la noche. Estaba borracho, y él se puso furioso. —Se rió con amargura—. Nada nuevo, desde luego. Discutimos. Dijo que mi madre era una puta. Por supuesto, eso era algo que yo ya sabía. Toda Inglaterra lo sabía. Mi madre era una criatura vanidosa que sabía de su belleza y la utilizaba para aprovecharse de los hombres. Para seducirles. Algunas veces pienso que mi madre, con su propia joie de vívre, se abría de piernas ante cualquier hombre, por el simple hecho de dañar a mi padre. Y mi sangre estaba contaminada, ¿entiendes? Mi sangre era la de ella. Por eso él me odiaba. Porque me parezco a mi madre. Me trataba con el mismo desprecio, con el mismo desdén. Me lo dijo tantas... ¡ah, tantas veces! Nunca delante de Sebastian, por supuesto. Pero esa noche... me gritó que era escoria. Que era la misma escoria que mi madre.

Arabella no daba crédito a lo que oía.

—Justin, él era el sinvergüenza, no tú... ¡nunca tú!

—No. Te equivocas. Yo quería hacerle daño. Quería herirlo.

—Pero ¿quién puede culparte por ello? —protestó—. Dios mío, ¿qué clase de hombre diría esas cosas tan horribles a su propio hijo?

—Ah, pero eso es lo irónico, ¿sabes? Es del todo posible que no sea su hijo. Que ninguno de los tres lo sea: ni Julianna, ni yo; tal vez, ni siquiera Sebastian.

Arabella se sintió mareada, sus labios partidos.

—¿Estás diciendo que no era tu padre?

Por un momento, Justin no dijo nada.

—No lo sé, ¿no lo entiendes? Debido a la reputación de mi madre, es del todo posible que... A menudo me he preguntado si no sería mi madre la única en saberlo... pero murió, y fue un secreto que se llevó con ella a la tumba.

Sus ojos se oscurecieron.

—Fue esa noche cuando pensé en todo eso... y le tenté. Le desafié hablándole de las infidelidades de mi madre y preguntándole si sus hijos éramos verdaderamente sus hijos. Se quedó lívido. ¡Y disfruté tanto viéndole! Me reí, Arabella, me reí. Él empezó a gritarme... y entonces cayó al suelo. Tuvo un ataque al corazón. Y yo le dejé allí. Le dejé allí.

Torció la boca.

—Mi conducta, como siempre, fue abominable. Salí huyendo a Londres esa misma noche, para que nadie pudiera saber que había estado allí. Los sirvientes le encontraron por la mañana. Nunca dije a nadie que había estado allí, que yo le maté. A nadie, ni siquiera a Sebastian.

A Arabella se le encogió el corazón al ver cómo se había culpado todos estos años, cómo había vivido pensando erróneamente que él era el responsable de la muerte de su padre.

—Justin...

—Aún hay más —dijo en un tono que hizo que un temblor le traspasara la columna.

Se levantó y caminó hacia un espejo cercano al armario. Su voz fue robando suavemente el silencio.

—¿Recuerdas aquella noche en Thurston Hall, con McElroy? Nunca olvidaré lo que dijiste. Que toda tu vida habías querido ser otra persona, parecer otra persona. Me preguntaste si sabía lo que era mirarse al espejo y horrorizarse de uno mismo. Odiar lo que veías y saber que nada podría nunca cambiarlo.

Su voz se hizo más profunda.

—Sé cómo es eso, Arabella. Lo sé. Nunca olvidaré aquella noche, después de estar con mi padre... me quedé frente al espejo de mi cuarto, mirando mi propio reflejo. Antes de que me diese cuenta, el cristal se rompió en pedazos. Nunca olvidaré cómo me incliné a coger un pedazo de cristal y cómo lo sostuve junto a mi cara... —En la oscuridad hizo un movimiento recordatorio con la mano.

Arabella le miró horrorizada, miró sus exquisitas y perfectas facciones.

—Justin —dijo con un respiro entrecortado—. Justin, no... Dejó caer la mano.

—Por supuesto, no fui capaz de hacerlo. Pero ahora ya lo sabes, Arabella. Ahora ya conoces la fealdad que se esconde bajo el hombre más guapo de Inglaterra. Ahora me ves como el cobarde que fui. Aunque lo cierto es que tú siempre me viste tal y como era.

—¡Ay, Dios, Justin! No fuiste tú. Nunca fuiste tú. Él te envenenó...

—Veneno. Sí, eso es lo que soy.

Tanta repugnancia por sí mismo hizo que Arabella se pusiera en pie. Una única lágrima rodó por sus mejillas, pero ella no le prestó ninguna atención. Deslizando los brazos por su cintura, se aferró a él, rozando con la mejilla la piel sedosa y dorada de su hombro.

—Detente. Si... si hubieses estropeado tu hermoso rostro, creo que no habría podido soportado.

Él se volvió.

—¿Por qué no me echas la culpa? ¿Por qué no me odias?

—No —dijo con energía—, no digas eso. ¡Ni siquiera lo pienses!

—¿Es que no has oído lo que acabo de decirte? ¿No has oído nada?

—Lo he oído todo. Todo.

—Entonces, ¿por qué estás aquí todavía? ¿Cómo puedes seguir cerca de mí? ¿Tocarme?

Arabella podía escuchar la manera en que él intentaba contener la emoción de su voz sin conseguirlo. Le pareció de lo más doloroso. Le había permitido echar un vistazo a su alma, y no podía darle la espalda ahora. Él la necesitaba. Tal vez no lo sabía todavía, pero así era. No podía abandonado. Y no lo haría.

Con la garganta dolorida, respiró profundamente. Tenía los ojos empañados en lágrimas, pero le miró sin que le importara que él pudiera ver todo su corazón en esa mirada.

—Soy tu esposa, Justin. ¿y qué clase de esposa sería si no estuviera aquí para compartir tu vida y tu dolor? Una esposa pertenece al mundo de su marido... y yo te pertenezco.

—Ah, Dios —su voz fue ronca—, te he hecho llorar otra vez.

—No pasa nada —dijo con valentía—. Ahora abrázame Justin. Abrázame fuerte y no me dejes ir.

Unos brazos poderosos la rodearon, fuertes y cerrados, exactamente lo que necesitaba. Él besó con furia los labios temblorosos que ella le ofrecía, enrollándole los brazos a la espalda y levantándola del suelo.

Esta vez, cuando él la llevó en brazos hasta la cama, no hubieron más palabras, ni más lágrimas... nada salvo el esplendor de ser suya.