Capítulo cuatro

Al día siguiente, a primera hora de la tarde, Georgiana irrumpió en el salón donde Arabella se preparaba para tomar el té. Su tía estaba durmiendo la siesta en la habitación de arriba.

—Arabella, ¡debes contarme lo que sucedió ayer! ¡Ay, me sentí tan apenada de que papá y mamá decidieran volver a casa tan pronto! —Con un revoloteo de faldas, Georgiana tomó asiento en el sofá junto a Arabella.

Arabella cogió la tetera que la sirvienta acababa de depositar en la mesa:

—¿Un poco de té, Georgiana? —preguntó a su amiga.

—Me encantaría, muchas gracias. Ahora, ¡cuéntamelo todo!

—¿Un terrón o dos?

Georgiana se impacientó.

—¿Es todo lo que tienes que decirme?

Arabella le ofreció una delicada taza hecha de plata y marfil.

—¿Qué es lo que quieres que te diga?

—Bueno, me gustaría que me dijeras lo que pasó con Justin Sterling anoche. Me sorprende que estés tan tranquila. ¡Te eligió a ti, entre todas las mujeres que había allí anoche, te eligió a ti!

Arabella pensó que la única manera de evitar las preguntas de Georgiana era responderlas:

—Sólo porque estuvo ausente en el continente y acababa de llegar a Londres. Fue a la fiesta sólo para conocer a la Inalcanzable. —Su boca expresó el disgusto que le producía pronunciar aquel calificativo. Odiaba ese nombre tanto como odiaba toda la atención que había despertado esta temporada.

Por supuesto, como tía Grace había comentado en el desayuno esa mañana, todo eso desaparecería en el momento en que aceptase alguna oferta. Y cuando tía Grace le recordó muy amablemente que estaba a punto de cumplir los veintiuno... Tuvo que hacer lo imposible para no ponerse a llorar en la mesa.

Y no lo hizo, por supuesto. Escondió su dolor como estaba acostumbrada a hacer. Ella sabía que no había malicia. Tía Grace y tío Joseph la querían como si fuese su hija. Arabella también sabía que a sus tíos les gustaría que encontrase un buen partido (lo habían hecho bastante bien con sus tres hijas). Tía Grace le había recordado hacía sólo unos días que sus primas habían conseguido enganchar a un conde, a un vizconde y al segundo hijo de un duque.

Pero Arabella no quería «enganchar» a nadie. No tenía prisa por conseguir un marido. Y desde luego no había venido a Londres a adquirir uno. En realidad, la única razón por la que ella estaba aquí era porque la última vez que viajó a África había enfermado gravemente por el calor, razón por la cual sus padres habían preferido que permaneciese con sus tíos cuando su padre fue enviado de nuevo a África el mes pasado.

Quizás tenía que ver con el hecho de que no hubiese sido criada para ser una señorita londinense a la manera tradicional, pero el tema del matrimonio no consumía sus pensamientos. O quizás se debiera al hecho de que nunca había encajado del todo en ningún sitio. Su apariencia le había hecho siempre parecer rara, tanto como su manera de hablar. Nadie en el mundo lo sabía, ni siquiera Georgiana, pero Arabella no estaba segura de a qué lugar pertenecía, ni en qué lugar debía estar.

Cuando se casara, lo haría sólo con un hombre al que no le importase que ella fuese una torpe, o que se riese cuando no debía o dijese cosas inapropiadas... un hombre que la amase tal y como era...

Un hombre que la amase por todo lo que era y no por lo que nunca podría ser.

De la manera en que su madre amaba a su padre.

Se había armado un pequeño revuelo cuando su hermosa y elegante madre se había casado con un hombre que parecía un espantapájaros y que además ¡era clérigo! La hermana mayor de Catherine, Grace, había conseguido atrapar al vizconde Burrwell. Sin embargo, lo que los padres de Arabella compartían era un amor profundo y duradero.

Y Arabella no se conformaría con menos.

Algo «inalcanzable», pensó con melancolía. Tía Grace se mostró entusiasmada con el primer pretendiente (¡nada menos que un conde!) y completamente impresionada cuando vio que Arabella rechazaba a lord Thomas Wilbury. La miró como si fuera estúpida. Su tía debió pensar que aquélla podría ser su única oportunidad para casarse.

Pero otra proposición llegó casi inmediatamente después, esta vez de Phillip Wadsworth. Aunque suene superficial lo cierto es que no ayudó el que fuera media cabeza más bajo que Arabella.

Tal vez era vanidad, pero el tema de la altura era algo que le importaba muchísimo.

Cuando apareció un tercer pretendiente llamado Ashton Bentley (¡el granuja que había intentado besarla!), tía Grace la llevó aparte. Por supuesto, se vio obligada a informar a su tía de que la conducta del joven había sido bastante poco caballerosa.

—Arabella, ¿me estás escuchando?

La pregunta de Georgiana la trajo de vuelta al presente.

—¿De qué estábamos hablando? —preguntó, aunque sabía muy bien lo que se traían entre manos.

—Justin Sterling —se apresuró a contestar su amiga.

—Ah, él. —Arabella se llevó la taza a los labios.

Los de Georgiana dibujaron una mueca.

—Sí, él.

—Sólo vino a ver a la Inalcanzable —dijo una vez más—. Créeme, Georgiana, él no se habría acercado si hubiese sabido que era yo.

—¿Por qué dices eso?

—Le desagrado tanto como él me desagrada a mí.

—Arabella, debo confesarte que me quedé bastante sorprendida al saber que le conocías. ¿Por qué no me lo habías dicho?

—¿Decirte qué? Ah, sí, por supuesto, le conocí hace muchos años. Pero no le había vuelto a ver desde que era una niña. Y de hecho, te confieso que en aquella ocasión ya se establecieron con bastante claridad nuestras diferencias.

—Cuéntamelo —rogó Georgiana.

La boca de Arabella se contrajo.

—Preferiría no...

—Por favor, Arabella —suplicó su amiga.

—Está bien. Sucedió en la casa de campo de la viuda duquesa de Carrington. Iba saliendo de la casa cuando por casualidad pasé por una habitación en la que se escuchaba a dos personas hablando. La puerta estaba abierta... sí, sé que es bastante impropio en mí, pero no pude evitar hacerme a un lado y detenerme allí para escuchar.

—¿Quién era? ¿Justin Sterling?

Arabella asintió.

—Estaba con una chica llamada Emmaline Winslow. Nunca la olvidaré, porque me pareció la criatura más divinamente hermosa de la tierra. Y estaba llorando, Georgiana, llorando. Al menos en el momento en el que yo pude escucharles, Justin Sterling no pareció compadecerse de ella lo más mínimo. Nunca olvidaré sus palabras. Le dijo que había otras mujeres igual de atractivas que ella. En realidad, puntualizó, ella no era más que una perla de entre otras muchas, y ¡su intención era probarlas todas! No fue sólo eso, Georgiana. Fue la manera en la que lo dijo, tan frío, tan despiadado e indiferente.

—¡Ay, pobre chica! —El tono de Georgiana reflejaba simpatía hacia ella.

—No significaba nada para él, Georgiana, sólo era su última conquista. Después se marchó. Con la cabeza muy alta, pavoneándose como un gallo que por supuesto se considera el rey del gallinero. Dejó a Emmaline desconsolada y sola en la casa. Así que me propuse darle su merecido. —Relató entonces cómo le había seguido afuera y le había pinchado por debajo de la silla—. Le alcancé en un pie, aunque yo hubiese preferido llegar a algún lugar más alto.

Georgiana hizo un esfuerzo por no reírse.

—No me extraña que se acuerde de ti.

Arabella se sirvió más té.

—Bueno, se lo merecía.

—Estoy de acuerdo —asintió Georgiana—, sin embargo, Arabella, ¡a veces haces cosas de lo más extrañas!

Se movió para coger la taza, con sus ojos azules brillando pícaramente.

—Lo sé —murmuró—, no es muy apropiado. Pero no se lo dirás a nadie, ¿verdad?

—Ni una palabra —prometió Georgiana. Su risa se apagó.

—En cualquier caso, ahora comprendes por qué considero a Justin Sterling como la criatura viva más odiosa de este mundo.

Lo que Arabella se cuidó de decir fue que el comportamiento de la noche anterior de esa criatura no había hecho sino confirmar esa opinión. Una parte de ella estaba aún horrorizada, porque al parecer su audacia no conocía ningún límite.

Y entonces recordó, con viva claridad, el vuelco que le había dado el corazón cuando él se había inclinado hacia su mano...

—Estoy de acuerdo, ese hombre tiene una reputación horrible. Quizás lo que necesite sea encontrar a la mujer que le domestique... —La voz de Georgiana se apagó.

Arabella la miró fijamente. Había una expresión extraña en el rostro angelical de su amiga, algo entre la culpa y la ansiedad.

—¿Qué pasa? —preguntó Arabella.

—Nada.

—Si no pasara nada, no tendrías esa cara. —Algunas veces, Georgiana necesitaba que la incitaran a hablar. No era como Arabella, que decía todo lo que se le pasaba por la cabeza. De hecho, pensó con tristeza, ella desearía ser más como Georgiana. Le resultaba agotador tener que estar siempre controlando sus impulsos, y sin saber por qué, nunca llegaba a controlarlos con éxito.

—¿Georgiana? —murmuró.

Georgiana respiró hondo.

—Sólo estaba pensando en vosotros dos anoche, la Inalcanzable y el hombre más guapo de toda Inglaterra.

—Por favor, no me llames así. Y no le llames así a él tampoco.

—Lo siento. Sé lo sensible que eres en cuanto a eso... Pero admítelo, Arabella. ¿No es el hombre más espléndido que hayas visto nunca en tu vida?

Arabella no pudo evitarlo. Inconscientemente, y tal vez sin quererlo, una visión se apoderó de su mente. Unos ojos de un brillo esmeralda, unos labios masculinos perfilando una sonrisa capaz de hacer saltar su estómago de sólo pensarlo.

—No me di cuenta —contestó con cursilería.

Pero no se burló de Georgiana. Ni siquiera la detuvo.

—Ah, Arabella. Debías haberlo visto, te lo aseguro. Había algo casi espectacular en la imagen que proyectabais los dos juntos. Apenas le llegabas a la barbilla, ¿sabes?...

No. Sus ojos, Arabella estaba segura de ello, estaban exactamente a la misma altura que sus labios.

—Confieso —continuó Georgiana— que era muy romántico.

La taza de Arabella golpeó el platillo con tanta fuerza que el líquido se derramó por el borde.

Se puso de pie en busca de un trapo para limpiar semejante despropósito. Pero en el momento en que se iba a girar hacia la puerta, sus rodillas se encontraron con la delicada mesa en la que se había servido el té.

La mesa volcó. Pedazos de porcelana china volaron en todas direcciones. Una mancha oscura empezó a extenderse por la preciada alfombra Aubusson de tía Grace.

—¡Ay, lo siento! —masculló.

Georgiana sonrió divertida, al tiempo en que salía a buscar a una sirvienta. Volvió con un paño frío que colocó en la rodilla amoratada de Arabella, y recuperó su sitio.

—Gracias. —Arabella le dirigió la mejor de sus sonrisas—. Eres un amor. Es maravilloso que llegáramos a hacernos amigas. Somos tan diferentes, ¿verdad? Tú eres encantadora y chiquita como una gota de lluvia, mientras que yo carezco de encanto y caigo como la tormenta por donde quiera que paso.

—No hables así, Arabella. Te quieres muy poco a ti misma. Lo que me recuerda algo: ¿vas a ir a la gala Bennington esta noche?

Arabella asintió.

—Ejem —dijo Georgiana con una pausa inocente antes de continuar—. ¿Crees que él estará allí?

No había ninguna duda sobre el significado de la pregunta. Arabella gruñó:

—Eso ha sido un golpe bajo.

Georgiana rió con ganas y Arabella deseó poder hacerlo también.

Ah, pero Georgiana podía bromear todo lo que quisiera.

Todo el mundo sabía que en lo que se refiere a mujeres, Justin Sterling elegía sólo a lo más exquisito de la sociedad. Por tanto, la sola insinuación de que ella y Justin parecían espectaculares... en fin, rayaba en lo ridículo.

Aún así, no podía negar que en algún lugar escondido de su corazón, se sentía muy halagada con la idea.

Gracias a Dios, no había ni rastro de él. Al final, parecía que la noche iba a transcurrir de una manera agradable. Sin respiración por la excitación del baile, Arabella se dirigió al lado de la sala donde se servían los refrescos.

—¡Arabella!

Se volvió cerca de la puerta. Walter Churchill venía hacia ella.

—¡Walter, hola! No sabía que estabas aquí. —Casi se odió por la manera en que su corazón había dado un brinco. En honor a la verdad, se había sentido aliviada de que no hubiese señales de él... es decir, de Justin Sterling.

Le gustaba Walter. Le gustaba de verdad. Y en cuanto a Justin, se dijo con determinación, ni siquiera se merecía que pensaran en él.

—Acabo de llegar —dijo Walter—. Arabella, por favor, necesito hablar con usted. —Le indicó una pequeña habitación retirada del salón de baile.

Arabella dudó, pero después le siguió a regañadientes

Había un pequeño sofá a pocos pasos de la puerta de entrada. Fue allí donde la condujo, haciendo gestos para que se sentase. Su cara reflejaba una expresión de seriedad cuando se sentó a su lado, lo suficientemente cerca pero sin llegar a tocarla.

—¡Arabella, por favor, dime que no está usted enamorada de él!

Arabella parpadeó. Era lo último que esperaba oír de él.

—¿Perdone?

—Les vi juntos anoche. ¡La vi con él!

Arabella tomó aliento.

—¿Quiere decir Justin Sterling?

—Sí. Usted sabe lo que es, ¿no? Un sinvergüenza. Un mujeriego sin escrúpulos. Mantiene a media docena de amantes a la vez. Arabella... —Walter la miró suplicante—. Le romperá el corazón si le deja.

Arabella no pudo evitar reírse. Por el amor de Dios. ¡Antes Georgiana, y ahora, también Walter!

—Quédese tranquilo, Walter. Y créame, soy inmune a los encantos de ese tipo de hombres.

—No se imagina lo que me agrada oírle decir eso. —La tomó de la mano suavemente—. Arabella, yo la adoro, la idolatro...

—Walter, por favor. —Sabía lo que venía a continuación, lo sabía muy bien...

—Cásese conmigo, Arabella. Cásese conmigo. Se lo prometo, me romperá el corazón si no lo hace.

Arabella suspiró. No estaba segura de si debía reír o llorar.

—Walter, por favor, no siga...

La expresión de Walter le partió el alma. Dios mío, pensó medio histérica, debía de saber ya cómo decir aquello.

Pero no lo sabía. Empezó a balbucear, intentando no hacerle demasiado daño:

—Walter, tiene que entenderlo. Le tengo en una gran estima. Se lo aseguro. —Claro que le estimaba, y se llevaban bien, por no decir muy bien... pero sabía que nunca podría tener sentimientos amorosos hacia él. Y eso era lo más duro. Cuando se casara, si alguna vez lo hacía, quería sentir pasión y excitación, y... nunca encontraría todas esas cosas con Walter. Pero ¿cómo le diría todo esto sin herirle?

—Usted es un hombre bueno y dulce —continuó—, y me siento muy alagada de que haya pensado en mí de esa manera. De hecho, presiento que algún día será un excelente marido. —Se detuvo, esperando que fuera suficiente, ¡rogando que fuera suficiente!

Walter abrió la boca, para volver a cerrarla un momento después.

—Arabella —dijo con voz temblorosa—, ¿qué es lo que intenta decirme? Yo la quiero. Y pensé que usted también me quería...

—Pero no de esa manera. Walter, escúcheme. No puedo ser su esposa.

Que Dios la ayudase, Walter parecía a punto de echarse a llorar. Ella era de las que se emocionaban por todo lo que veía, y le desgarraba el alma ver cómo le estaba hiriendo.

—Walter, por favor. Entienda lo difícil que es esto para mí. Me hice una promesa a mí misma hace mucho tiempo, prometí que cuando me casara lo haría únicamente por amor.

Walter tragó saliva.

—¿No me ama?

—Me temo que no —dijo con suavidad—. Y con el tiempo, creo que se dará cuenta de que usted tampoco me ama a mí.

El silencio fue terrible. Se quedó mirándola, con una expresión de profundo abatimiento.

—Walter, lo siento —dijo sin mucha convicción—, pero es lo mejor. De verdad. —Deslizando una mano bajo su codo, se levantó y le condujo a la puerta, que había quedado abierta.

Antes de salir, Walter se detuvo a mirarla. Arabella se estremeció.

—Puedo mandar a buscar su carruaje si lo desea.

Él negó con la cabeza:

—No es necesario. —Finalmente se volvió y caminó de vuelta al salón de baile, con los hombros tan caídos que parecía que llevase el peso de toda la humanidad sobre ellos.

Con ansiedad, Arabella observó cómo cruzaba la habitación y hablaba con el mayordomo que había junto a la escalera. Bien, no parecía que fuese a hacer una escena. No es que hubiese pensado que iba a hacerla, pero aún así, se sintió aliviada. Dudaba bastante que Walter hiciera público que había pedido su mano para ser rechazado. Porque, si llegara a saberse que había declinado otra proposición, el ton no dejaría ya nunca de hablar de ella.

Alisándose la muselina amarilla de su vestido, se preparó para unirse de nuevo a la fiesta.

Fue entonces cuando oyó algo... detrás de ella. Alguien estaba aplaudiendo.

Se quedó helada. Con la piel de gallina. Y entonces supo, incluso antes de darse la vuelta, quién estaba a sus espaldas.

—Un pretendiente más a su lista de rechazados —observó Justin—. Debí imaginar que pronto todos ellos podrán formar su propio club.

Arabella no respondió. Se había asustado.

—Fue muy amable al declinar su oferta tan gentilmente —se burló—. Me pregunto si los demás fueron igual de afortunados.

Su silencio no duró mucho. Tampoco es que él esperase que así fuera.

—Estaba usted oyendo detrás de la puerta, ¿verdad? —le acusó—. Espiándome.

—No. Yo estaba con lord Bennington en su estudio. Me había ofrecido un brandy que acababa de adquirir, algo que sin duda no viene al caso. Pero te recomiendo una cosa, Arabella. Si quieres mantener conversaciones en privado, lo mejor será que cierres la puerta.

—No le he dado ningún permiso para que me tutee. —La formalidad de su tono estaba en completo desacuerdo con la mirada salvaje de sus ojos azules—. Usted debería haber hecho notar su presencia.

—Por favor, dígame cuál hubiese sido el momento más propicio para hacerlo. ¿En medio del «La quiero» o en el de «La idolatro»?

Si era posible, el fulgor de sus ojos se hizo más intenso. Pero, en realidad, se sorprendió Justin, se estaba controlando bastante bien. ¿Dónde estaba la explosión que él había esperado?

—Obviamente, si él hubiese estado al corriente de nuestra vieja amistad, no hubiese pensado que está enamorada de mí.

Arabella le miró levemente.

—Es usted un sinvergüenza —le espetó.

—Ah, pero creo que soy yo el que debe ofenderse. No le ha hablado muy bien de mí que digamos. Sin embargo, me veo obligado a informarle de que ese rumor de la media docena de amantes que mantengo es un poco exagerado. —Se encogió de hombros—. No es que no me gustase tenerlas, lo admito. Pero mi economía no me lo permite, me temo.

Ella levantó la barbilla.

—No tiene decencia, ¿verdad? ¿Qué tipo de hombre diría una cosa parecida a una dama?

Justin sabía muy bien que su temperamento casaba a la perfección con el color de su pelo. Al parecer estaba picando el anzuelo y él se estaba divirtiendo de lo lindo con ello.

—Vamos, señorita Templeton. Acaba de dar un admirable espectáculo de mujer compasiva y preocupada. Debería recomendarla, usted podría trabajar en un escenario.

Sus esfuerzos empezaron a dar frutos. Se estaba poniendo cada vez más alterada.

—¿Cree que a mí me divierte esto? —eructó.

—¿Ah, no?

Elevó la barbilla.

—Yo no soy como usted—dijo fríamente—, me preocupan sus sentimientos.

—Entonces, ¿por qué no se casa con él? —Ni siquiera le dio la oportunidad de contestar—. Ah, sí. Porque usted quiere casarse sólo por amor.

Le envió una mirada de asombro.

—¿Tan difícil le resulta creerlo?

Justin se encogió de hombros.

—He oído decir que su hermano se casó por amor —le recordó.

—Pero no lo pretendía. Él empezó a buscar una mujer que se ajustase a lo que él entendía que debía ser una buena esposa. Sin embargo, tuvo suerte de encontrar el amor en el camino. —Una vez más, no dejó que ella respondiera—. Pero nos estamos desviando del tema. Lo que encuentro difícil de creer es que usted sea capaz de ese tipo de emociones.

Sus labios se contrajeron. Estaba a punto de saltar, rabiosa por lanzar alguno de sus dardos.

Y él encontró la idea bastante sugerente.

—¿Qué es lo que está pensando, Arabella?

Entornó los ojos.

—Créame —le dijo con forzada cortesía—, no creo que quiera saberlo.

—¿Y si le digo que sí quiero saberlo?

—Hierba antes del anochecer —dijo entre dientes—. ¿Le da eso alguna pista?

—Un duelo —dijo, alargando las palabras—. Qué delicia. Ah, pero tenía que haber sabido que estaba buscando la manera de atacarme.

Así era, pensó divertido, su mirada no le dejó ninguna duda de que ella estaba cavilando la mejor forma. Si fuera una predadora, le hubiese comido hasta los huesos.

—Perdóneme, pero ¿no acaba ahora mismo de aclararme que es una tierna damisela? ¿O es que sólo se puso la piel de cordero mientras Walter podía verla?

—Dios mío. —Arabella apretó los dientes—. Si tuviera una pistola, creo que le dispararía aquí mismo.

—¡Ay! Creo que estoy desperdiciando mi encanto con usted.

—No tiene ningún encanto.

—¡Arabella! —Fingió sentirse escandalizado—. ¿Acaso es ésa la manera de hablar a un caballero?

—¡Usted, señor, no es ningún caballero!

¡Hablaba como un muchachote! Tan impetuosa y obstinada como siempre, sospechó. Y aún así, el encuentro de la noche pasada y el de esta noche le habían proporcionado una diversión que no había tenido en mucho tiempo. Le divertían su sagacidad y sus rabietas, al margen de esa estúpida y desconsiderada apuesta con Gideon. En su subconsciente, apuntó que debía mencionárselo la próxima vez que lo viera...

Era extraño, pero se sintió de repente optimista. Vivo como no se había sentido en mucho tiempo.

—Hizo bien en rechazar al pobre Walter —dijo con suavidad—. Está clarísimo que no está a la altura del estoque de su lengua. Pero se lo prometo, encontrará en mí a un oponente mucho más interesante.

Sus ojos se cerraron.

—¿Qué demonios significa eso? Y ¿por qué sonríe de esa manera lobuna, como si hubiese algo que usted sabe y yo no?

Ella era directa, de eso no le cabía la menor duda.

—No lo sé. Ciertamente, no puede ser la compañía.

—Prefiero ignorar eso —anunció—. Ahora dígame. Me gustaría que hablásemos de por qué me estaba espiando...

—No la estaba espiando. Creí que eso ya estaba aclarado.

—No. Pero ¿puedo confiar en que no revelará la naturaleza de lo que acaba de oír?

—¿Por qué?

—Porque aborrezco los cotilleos, por eso.

Justin arqueó sus cejas.

—¿Quiere decir que no disfruta de su reinado como la Inalcanzable?

—No —murmuró—. Y si alguien más vuelve a llamarme así hoy, le juro que gritaré.

—Eso ayudaría a acallar los cotilleos.

Sus ojos se encontraron con los de él.

—¿Puedo estar segura de que no dirá nada? —le preguntó.

—Bueno —murmuró—, podría llegar a convencerme.

—¿Cómo?

«Con un beso», estuvo a punto de decir. En realidad, fue sólo en el último instante cuando consiguió reprimir el impulso.

Se sintió de repente enfadado consigo mismo. Un beso de la señorita Arabella Templeton... ¿cómo demonios había podido su mente maquinar algo tan ridículo?

El pensamiento le cogió desprevenido, teniendo en cuenta que ella era la mujer más enojosa que había conocido nunca.

Sí, pensándolo bien, la idea no era ni inesperada ni ridícula.

Su mirada había descendido hasta los labios de ella. Tenía una boca destinada a la risa, pensó.

Una boca diseñada para dar placer a un hombre, exuberante y rosada como el resto de su cuerpo. Él había ya mentalmente aprobado la elección del vestido: el amarillo claro hacía brillar su piel.

Justin encontraba la posibilidad de besarla... muy sugerente. ¿Qué era lo que le pasaba? En su entusiasmo, Arabella se había acercado a él. Esto no ayudaba. Ni tampoco la sinceridad de su mirada. Le miraba intensamente, esperando una respuesta de su parte, con los labios abiertos, ofreciendo un destello de sus pequeños dientes blancos. ¡Santo cielo!, ¿cómo sabrían?

—No me ha contestado. No lo hará, ¿verdad?

Un granuja, eso era lo que era. Un granuja por solo pensarlo.

La música había comenzado. Al oírla, movió una ceja.

—Baile conmigo —fue todo lo que dijo—, y puede que considere el asunto.

Y la llevó en volandas hasta el centro de la pista.