Capítulo nueve
Con toda honestidad, Justin no supo hasta el último momento que se sentaría junto a Arabella en la cena. Mientras los otros estaban aún entrando al comedor, ella le hizo saber con bastante claridad, que le consideraba culpable de semejante despropósito.
Echó la cabeza a un lado y dijo en un suspiro.
—Tú preparaste esto, ¿verdad? Para molestarme, imagino.
Pues sí, has dado en el blanco, lord Vicio, varias veces además.
—Mi querida lady Vicaria, sospecho que es a mi cuñada Devon a quien tenemos que agradecer el que nos hayan sentado juntos. Ella tiene la romántica y pervertida idea de que sólo una esposa podrá amansar mi espíritu rebelde y pendenciero.
—¡Ninguna mujer respetable te querrá!
Ella le detestaba. No podía ser más evidente. Podía hasta oír cómo le rechinaban los dientes.
Hizo un esfuerzo por contener su enfado.
—Sí —replicó tranquilamente—, creo que ya expresaste con bastante claridad tu opinión al respecto.
Pero en su interior se sentía dolido. Su desdén le llegaba al alma. Y ahora que se habían tirado los dados, la suerte estaba echada. Ella no ofrecería clemencia... y él, tampoco.
Su comportamiento fue de lo más indecoroso, sobre todo, teniendo en cuenta que estaba en la mesa. Mientras alrededor se hablaba del teatro, del tiempo, de la condición lamentable del camino que llegaba aquí desde Londres, él permitió que sus muslos se tocaran. Varias veces, además. Le divertía ver cómo ella se ponía rígida. Cuando pedía vino, se lo servía él esperando a que sus manos rozaran las suyas. Al hacerlo, pasaba deliberadamente un dedo por sus nudillos.
Por el rabillo del ojo, notó el rubor en sus mejillas. De lo más encantadora, pensó ensimismado, con un color que era casi idéntico al de su vestido. Éste también lo había admirado complacido al verla aparecer junto a Julianna. El corte conseguía resaltar sus pechos y dibujaba suavemente su figura.
No fue el único en darse cuenta. Un sentimiento posesivo se apoderó de él cuando vio que los ojos de Patrick McElroy se iluminaban mirándola. Ahora, McElroy estaba sentado a cierta distancia en la mesa, del mismo lado que Arabella y él. No podía verles, como tampoco ellos podían verle, para consuelo de Justin.
Se había puesto furioso al ver aparecer a McElroy en su carruaje esa mañana. Era una pérdida de tiempo discutir con Sebastian sobre este asunto. Al parecer, su hermano había dirigido en un principio la invitación al padre de McElroy.
—Se encontraban en medio de un negocio, que él esperaba cerrar en esta reunión. El muy canalla había devuelto la invitación diciendo que él tenía otros planes para la semana, pero que enviaba a su hijo Patrick en su lugar. Sebastian había accedido, sólo porque sabía por experiencia que Patrick McElroy era la carta de presentación que McElroy ponía en la sociedad.
McElroy podía engañar a los demás con sus maneras afables y su rostro agradable, pero había en él un lado oscuro que Justin detestaba. Su lengua podía ser ordinaria y vulgar. Tenía una vena cruel que Justin había comprobado de primera mano en una competición de boxeo hacía unos meses. McElroy había prácticamente machacado a su oponente, e incluso cuando el otro hombre yacía en el suelo ensangrentado, tuvo que ser retirado para que dejara de golpearle.
Pero al menos de momento, McElroy estaba lejos, al final de la mesa, y Justin podía concentrarse en la belleza que tenía al lado.
Entre el tercer plato y el cuarto, Arabella dejó caer la servilleta. Él la recogió deslizando la mano por su regazo. ¿Se estaba poniendo colorada? Eso esperaba.
Lo supo con seguridad cuando inclinó la cabeza hacia ella, como para confiarle algún secreto al oído. Casi se cae de la silla.
Giró la cabeza y le miró fríamente.
—Si intentas aprovecharte de mí...
Él le dedicó la más mundana de las sonrisas. Sus labios se acercaron al oído de ella:
—Querida —susurró—, si estuviera aprovechándome de ti, lo sabrías...
Él vio, y oyó también, la manera en la que respiró. Bajó la cabeza aún más, hasta que su boca rozó la piel de su frente.
—¿O me equivoco? Tal vez seas tú la que intenta aprovecharse de mí.
—¡Desde luego que no! —Su barbilla se elevó—. ¿Ha oído hablar de escrúpulos, señor?
—Desde luego que no —la imitó.
—Imaginaba que no. —Con los ojos chispeantes, volvió a centrar la atención en su plato.
La fiereza del intercambio encendió la sangre de Justin. Le alegró el espíritu. ¡Dios, había temido esta fiesta! Thurston Hall era el orgullo y la alegría de Sebastian, y la pesadilla de Justin. Odiaba esta casa. Acudía a ella sólo cuando la familia se lo requería y se marchaba lo más pronto posible. Hall le hacía revivir... demasiadas cosas sobre las que se sentía incapaz de reflexionar. Demasiada ira y resentimiento, y otras muchas emociones que él había preferido enterrar en el pasado. Pero con Arabella aquí, al menos no se aburriría. Demonios, podía incluso ser soportable.
Estaba comportándose como un bruto al atormentarla de esa manera. La había asustado la noche de la fiesta de disfraces, y después había sido él el único que había tenido miedo. Pero, claramente, Arabella no era de las que se daban por vencida. Decía todo lo que pasaba por su mente, que era bastante, decidió divertido. En honor a la verdad, admiraba su resistencia, su coraje.
Y por encima de todo, su sola visión le hacía perder el aliento. Cuando la vio entrar en el salón de invitados, fue como si le hubiesen prendido fuego en las entrañas. Resplandecía, con un color y una calidez que contrastaba con la palidez de las demás señoras del ton. Bajo sus maneras remilgadas y educadas se escondía una criatura sensual y sencilla, de una rebeldía que se ajustaba perfectamente a la suya. Había podido comprobarlo, sólo apenas, la otra noche.
Al terminar la cena, Sebastian se levantó y anunció que habría música en el salón del piano.
—Quédense tranquilos —dijo, dirigiendo una cariñosa sonrisa a su esposa—, mi esposa no cantará.
Devon arrugó la nariz, coqueta.
Arabella se levantó al mismo tiempo que Justin.
—Creo que iré a buscar mi chal —dijo fríamente—. Hace frío aquí.
Se dispuso a salir precipitadamente. Justin se quedó aún un rato donde estaba, observándola mientras salía del comedor. Ella no se deslizaba al caminar como hacían las mujeres educadas. No, ella caminaba con el paso firme y la cabeza orgullosamente erguida. Algo que le complacía enormemente. No podía esconder su altura y por tanto, la utilizaba en su favor.
Se detuvo a hablar con su tía. La luz de la lámpara se reflejaba en la pared, detrás de ella. ¡Ah, si supiera la imagen que ofrecía! La gasa de su vestido parecía papel de seda, lo que permitía entrever unas piernas largas y esbeltas. Imaginó esas piernas rodeando sus caderas con fuerza a la altura de la cintura. Ah, su altura se ajustaba a la suya a la perfección...
¡Santo cielo!, ¿qué clase de locura era ésta? ¡Fantasear así con Arabella!
Aun así, esa visión prohibida se mantuvo vívidamente en su mente, con sus rizos desparramados desordenadamente sobre la almohada, sus ojos medio abiertos, en lujuriosa promesa, sus brazos que le buscaban...
Arabella... ¿buscándole a él? Ahora sí estaba fantaseando.
Torció la boca con tristeza, se levantó y se dirigió al salón de música.
Fue un milagro que Arabella consiguiera encontrar su habitación entre tanto pasillo y puertas desconocidas. Una vez en ella, descansó por un momento, tocándose con las manos las mejillas aún cálidas por el rubor. Ni tenía frío, ni necesitaba el chal. Lo único que quería era un momento de reposo para recuperar la compostura. ¡Ay, Justin era incorregible, el muy descarado Se había dado la vuelta para mirarle distraídamente antes de salir, y había tenido la extraña convicción de que podía verla a través de su vestido. ¿Y cómo podía siquiera insinuar que estaba flirteando con él? ¡Esa idea era del todo ridícula!
Como si tuviera la más mínima oportunidad con semejante bribón...
Como si alguna vez hubiese querido tenerla.
Daba igual que una voz en su interior le dijese que era el hombre más impresionante que había alguna vez existido en la tierra.
En ese instante peligroso en el que se había inclinado sobre ella, había cruzado por su mente la peligrosa idea de que iba a besarla. Olvidó por completo donde estaban, olvidó que estaban rodeados de una multitud de personas. Olvidó todo. Que era un granuja, un mujeriego. Se olvidó de todo, excepto del halo caliente que le llegaba de su boca. Una parte de ella susurraba que sería suficiente un pequeño movimiento para... Gracias a Dios, la ira vino a rescatarla.
Recorrió de un lado a otro la habitación, intentando callarse. Cuando él estaba cerca, no sabía qué hacer, ni qué decir, ni qué pensar. ¿Qué tenía él para que la distrajera tanto? Sin embargo nunca podría hacerle saber lo que le pasaba. Nunca. Fuera como fuese, debía aprender a ignorarle. Él disfrutaba torturándola, estaba segura de ello. Y aún así, ¡siempre acababa en sus brazos!
Apretó los dientes y cogió uno de sus chales. La próxima vez, se prometió, sería diferente. No dejaría que la perturbase, por muy fuerte que fuera la provocación.
Con este pensamiento, abandonó la habitación y volvió a la fiesta por donde había venido.
El salón en el que se había servido la cena estaba vacío. Se había demorado demasiado, pensó, y se había olvidado de preguntar dónde estaba el salón de música. Dirigió sus pasos a la entrada, mirando primero a un lado y luego a otro. Un débil sonido de risas llegó a sus oídos, pero con la amplitud de la entrada, no fue sino un eco que se repetía en las cuatro paredes.
—¿Busca algo? —le preguntó una voz masculina a la espalda.
Arabella se volvió.
—Señor, me ha asustado.
Extendió sus manos.
—Mis disculpas, entonces.
Arabella forzó una sonrisa.
—¿Sabe usted dónde está el salón de música? ¿O está tan perdido como yo?
Dio un paso hacia ella y le cogió el hombro.
—Permítame —dijo dulcemente. La condujo a través de la entrada, y después, por un pasillo a la derecha, donde abrió una puerta.
—Después de usted —murmuró cortés.
Arabella entró donde le decían. Inspeccionó con la mirada una habitación grande, oscura y... vacía.
—Me temo que se equivoca. Esto no es...
Detrás de ella, oyó como cerraban la puerta.
Arabella se dio la vuelta. Patrick McElroy se apoyaba, con los brazos cruzados, junto a una gran puerta de caoba.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Es muy difícil estar contigo a solas —dijo con una sonrisa fácil en el rostro—, pero no creo que nadie nos eche de menos.
Dio un paso hacia ella.
Arabella se hizo atrás. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Entonces recordó, demasiado tarde, lo que Justin le había dicho la noche en casa de los Benningtons.
«En lo que respecta a jóvenes doncellas inocentes, es peligroso.»
No parecía peligroso. Pero le desagradaba el brillo de sus ojos. De hecho, la disgustaba, eso era todo.
—Mi querida Arabella, sólo la he traído aquí para declararme...
—¿Declararse? ¿Qué? ¿Su locura? ¡Porque eso es lo que es usted!
—Vamos, ¿no te sientes ni siquiera un poco atraída por mí?
—¿Atraída por...? —Pero bueno, el bruto era incluso más vanidoso que Justin. Su pulso se aceleró. Debía haber sido más precavida, porque el canalla la había alejado de los demás. Había sido una estúpida por no darse cuenta de la estratagema.
Echó un vistazo a la puerta. No estaba cerrada. Con un movimiento rápido, intentó esquivar su hombro y alcanzarla.
Pero él la atrapó con el brazo en un apretón de hierro.
—No tenemos prisa, amor. Un beso, es lo único que pido —emitió una áspera risotada—. Bueno, un beso y quizás algo más.
Arabella dio un grito ahogado y trató de liberarse.
—¡Déjame en paz, animal!
—¿Es ésa la manera de hablar a uno de tus más fervientes admiradores?
La estampó contra la pared, junto a la puerta. Arabella forcejeó con él. Aunque era más fuerte que la mayoría de las mujeres, no fue suficiente. El pánico se apoderó de ella, no podía ni moverle a él ni moverse ella. Por primera vez, se alarmó de verdad.
—¡Deja que me vaya! —Intentó subir las manos, pero él la cogió y tiró de ellas poniéndoselas a la espalda. El peso de su cuerpo le impedía ningún movimiento.
Fue imposible evitar el vaho húmedo de sus labios. Le vino a la mente el beso de Justin, que en nada tenía que ver con éste. El de Justin había sido un beso mágico, como la miel. Ahora no sintió sino una profunda revulsión al notar cómo una lengua intentaba penetrar con insistencia a través de sus labios sellados.
Arabella tuvo una arcada y le mordió como respuesta, lo más fuerte que pudo.
Él la empujó, maldiciéndola.
—¡Pequeña puta!
Trató de cogerla una vez más, pero Arabella ya había encontrado el espacio que necesitaba. Levantó su rodilla y le golpeó con fuerza en la entrepierna.
McElroy se dobló del dolor con un alarido. Arabella esquivó su brazo y abrió la puerta con gran esfuerzo.
Dándose de bruces contra unos corpulentos hombros.