Capítulo veintidós
Sus lágrimas no eran, pensó Justin, de alegría. Eran lágrimas de súplica, lágrimas de impotencia...
La cena fue bastante tensa. Los padres de Arabella se mostraron educados, aunque contenidos. Justin no pasó por alto la manera en que sus ojos recaían sobre Arabella una y otra vez. Arabella se sentó junto a él, con la cara pálida, aún congestionada por las lágrimas. Demasiado a menudo, sus dientes mordían su labio inferior, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para no desmoronarse. Al principio, Grace intentó rescatarles a todos con su viva y jovial charla, hasta que también ella terminó por unirse al silencio.
Para todos fue obvio que Arabella era infeliz. Justin estaba convencido de que nada podía ir peor de lo que iba.
Pero estaba equivocado.
Después de la cena, entraron en fila en el salón. Arabella tomó asiento junto a la chimenea, a la izquierda de donde sus padres se habían colocado.
Justin se aclaró la garganta. La manera directa, era la mejor manera, decidió.
Se dirigió a los padres de Arabella.
—Señor y señora Templeton, es evidente que algo les preocupa —dijo con una sonrisa natural que estaba lejos de sentir—. Sospecho que será mejor para todos que hablemos las cosas abiertamente.
Daniel Templeton no se hizo de rogar.
—De acuerdo, entonces —dijo, elevando sus cejas rojizas—. Me gustaría empezar diciendo que la noticia del matrimonio de Arabella fue para nosotros una auténtica sorpresa. Si hubiésemos estado aquí, dudo que ni su madre ni yo lo hubiésemos permitido.
Ahora, incluso Grace parecía a punto de llorar. Que Dios les ayudase, pero la velada amenazaba con convertirse en una verdadera catástrofe.
Joseph cubrió con su mano la de su esposa.
—Entiéndelo bien, Daniel. Teniendo en cuenta las circunstancias, Grace y yo hicimos lo que pensamos era lo mejor —se defendió—. Has dejado a Arabella a nuestro cuidado muchos veces y nunca has cuestionada nuestro criterio.
—Porque nunca ha habido una razón para hacerlo. Pero te prometo, Joseph, no puedes imaginarte nuestra preocupación cuando Catherine y yo supimos que Arabella se había casado con semejante... —Se detuvo. Su mirada volvió a Justin, quien apretaba los dientes.
—Adelante, dígalo —le invitó Justin—. Le aseguro que no herirá mis sentimientos.
—De acuerdo, entonces. Nos horrorizó saber que nuestra hija se había casado con un hombre de su clase. —La boca de Daniela mostró su desaprobación—. No necesito decir que nosotros estamos bien al corriente de su reputación.
—Por eso es por lo que nos hemos decidido a volver —dijó Catherine.
—¿Y qué encontramos? —continuó Daniel—. Conozco a mi hija, señor. Y a pesar de lo que nos escribió, ésa no es la cara de felicidad de una mujer casada.
Todos los ojos de la habitación recayeron sobre Arabella. Justin se sintió hundido. Su expresión mostraba su desconsuelo, sus labios estaban trémulos. Vio cómo tragaba saliva compulsivamente, y como sus dedos se clavaban unos contra otros en su regazo. Tenía un nudo en el pecho que le impedía respirar. Le dolía en lo más profundo verla de aquella manera. Desde luego que no esperaba que ella le defendiera. Pero si al menos dijese algo...
—Asumo, señor, que se aprovechó de una joven impresionable. Su madre y yo hemos ya discutido esto. Arabella aún no es mayor de edad. No dimos nuestro consentimiento a este matrimonio, por consiguiente, estoy seguro de que podrá ser anulado.
Justin se levantó con una maldición. Grace carraspeó. Catherine se sentía claramente horrorizada. Joseph la detuvo con una advertencia silenciosa.
—Por favor. —La voz de Arabella fue baja—. ¿Queréis dejar de hablar de mí como si yo no estuviera presente? Ya no soy ninguna niña. —Miró a su padre—. Papá, no culpes a Justin, ni a tío Joseph, ni a tía Grace. La verdad es que si alguien nos hubiese encontrado... besándonos... mi reputación se habría perdido para siempre.
La cara de Daniel se ablandó al mirar a su hija.
—Todos cometemos errores, Arabella. Pero éste puede ser remediado. Estoy seguro de que podremos obtener la anulación.
Justin estaba furioso. Necesitó toda su fuerza de voluntad para contener su ira.
—Señor, debo recordarle que ése es un asunto entre marido y mujer, y no le agradezco en absoluto que interfiera. Y ahora, si fueran tan amables, me gustaría hablar un momento a solas con mí esposa.
Su mirada se encontró con la del reverendo.
Las cejas de Daniel se juntaron encima de la nariz.
—Ahora, entiéndelo, muchacho, yo soy todavía su padre...
—Y por mucho que le pese, yo soy todavía su marido. —El tono de Justin fue cortante y abrupto—. Y me gustaría verla en privado.
Daniel no dio señas de ablandarse. Justin tampoco. Catherine, Joseph y Grace se dirigían ya hacia la puerta y esperaban de pie. Justin y Daniel seguían enfrentados, ajenos a lo que pasaba a su alrededor.
Finalmente, con un sonido de impaciencia, Justin dirigió una mirada a Arabella.
—¿Arabella? —dijo suavemente. En su pregunta había tanto de petición como de interrogación.
La tensión se expandió, inagotable. La mirada de Arabella seguía fija en su regazo. Se había mantenido en silencio tanto tiempo que Justin se preguntaba si había llegado a oírle. Entonces, cuando pensó que iba a explotar, ella levantó la cabeza.
—Yo... por favor, papa. No pasa nada.
Los labios de Daniel se comprimieron, pero accedió a ponerse de pie. Caminando hacia donde ella estaba, besó esos rizos rojizos tan parecidos a los suyos.
—Llama, si nos necesitas —fue todo lo que dijo.
La puerta se cerró detrás de él. Justin y Arabella se encontraron solos.
Justin no se había movido. La mirada de Arabella había vuelto a sus manos, todavía entrelazadas sobre su regazo. Estaba blanca y calmada, como nunca la había visto.
—Bueno —dijo con una sonrisa sardónica—, ha ido bien. Sabía que era un granuja, pero nunca imaginé que tuviera que pedir permiso para estar a solas con mi esposa.
Esto hizo que levantara la cabeza. Sus ojos azules centelleaban.
—¡No te atrevas a decir nada contra mi padre! —le espetó—. Mi padre es el hombre más bueno y honrado de la tierra.
Justin respiró profundamente, buscando las palabras con cuidado.
—Sí, tus padres son gente decente y respetable. Es obvio que profesan por ti la devoción más ferviente. Entiendo perfectamente su lealtad hacia ti. Y desde luego, la situación es... muy poco corriente.
Arabella no asintió, pero tampoco mostró desacuerdo. Evitaba su mirada. Una vez más, agachó la cabeza, en una postura de completa desesperación.
Cruzando la habitación, Justin se arrodilló junto a ella.
—Arabella —dijo en voz baja—, ¿no vas a mirarme?
Sus blandos labios temblaron. Las pestañas muy bajas, casi tanto como su cabeza. Un dolor amargo se extendió por su pecho. De forma impulsiva, extendió su mano para cubrir las suyas. Fue un error. Ella las retiró con un silbido.
—No —susurró—. Por favor, no me toques.
Tenía la mandíbula paralizada. Hizo un esfuerzo por apartar la furia que se apoderaba de él. En lugar de eso, dijo en voz muy baja:
—Por favor, Arabella. Volvamos a casa y discutamos esto.
—No
—¿Qué?
Ella sacudió la cabeza.
—No. No creo que quiera volver a casa. No contigo.
Sus ojos se estrecharon.
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a quedarte aquí?
Su asentimiento fue un golpe brusco para él. Justin inspiró.
—Cariño...
—¡No! No me llames así. ¡Y no me mires de esa forma! —Su voz sonó aflautada y aguda—. Tal vez mi padre tenga razón: deberíamos anular nuestro matrimonio.
—Eso no es lo que yo quiero. —Su afirmación fue bastante enfática.
Los ojos de Arabella se elevaron para mirarle. Si Justin no hubiese estado ya a sus pies, el tormento que vio en sus ojos lo habría seguramente impulsado a hacerlo ahora.
—¿Y qué pasa con lo que yo quiero?
Él movió a un lado la cabeza, como si así pudiera entrever mejor lo que había en su corazón.
—¿Qué quieres tú? —preguntó con amabilidad.
Su respiración sonó más furiosa.
—No lo sé —dijo, sacudiendo la cabeza—, pero no puedo pensar contigo aquí. No puedo pensar si estás cerca. Necesito estar sola, Justin. ¡Necesito estar sola!
—No, lo que tú necesitas es estar conmigo, con tu marido.
—¡Mi marido, que se casó conmigo por una apuesta!
—Eso no es cierto.
—Entonces, ¿por qué no me dijiste la verdad? Me contaste lo de la apuesta en White —le acusó—. ¿Por qué no me dijiste lo de tu apuesta con Gideon?
—Quizás debería haberlo hecho. Le dije a Gideon antes de que se marchara para París que la apuesta había terminado. Pero no quiso escucharme. Arabella, por si te sirve de algo, la apuesta no significó nada para mí.
Era lo peor que podía decir. Lo supo en el momento en que las palabras salieron de su boca. Hizo un gesto vago.
—Arabella, lo siento...
—Ah, estoy segura de que lo sientes..., ¡sientes que nos cogieran aquella noche!
—Siento haber sido tan estúpido, tan idiota, tan despiadado como para hacer esa apuesta. Y sí, quizás he sido un egoísta, pero desearía que no lo hubieses descubierto. —Hizo un gesto impaciente—. Dios mío, ¿cómo podía decírtelo? No quería herirte.
Arabella no dijo nada, se limitó a mirarle con ojos acusadores.
—Arabella, el hombre que hizo esa apuesta... ya no existe. Estar contigo... todo es diferente. Yo soy diferente. Por primera vez en mi vida, he sido... feliz. Me he sentido contento. Yo... —Buscó las palabras adecuadas, rezando para poder encontrarlas—... Nunca me he sentido así, amor. Nunca. Y todo es gracias a ti, Arabella. Lo sé. Puedo sentirlo. Cuando pienso en nuestra noche de bodas... en lo que compartimos... es tan valioso para mí, cariño. Lo que tuvimos... no, lo que tenemos... No quiero perderlo. No quiero perderte.
Sin embargo, ella sacudía la cabeza, una y otra vez. Rechazándolo. Rechazándole.
—Por favor, vete —dijo imperturbable.
—¡Arabella! No hagas esto. No puede terminar así.
—¡Nunca debería haber empezado! —gritó.
Justin la miró fijamente. Estaban hechos el uno para el otro. Por Dios, estaban casados. Se pertenecían en cuerpo y alma. ¿Es que no lo sabía?
—No digas eso. —Contra su deseo, contra toda razón, cogió sus manos entre las suyas.
Ardía por dentro: sus pulmones, su garganta, y sobre todo, el centro de su corazón.
—Dijiste que una esposa pertenece a su marido, Arabella. La noche que te hablé de mi padre me dijiste que...
—Sé lo que dije. Pero... todo ha cambiado.
Justin oyó sus palabras, desesperado.
Quería sacudirla, pedirle que le escuchara. Quería rodearla con sus brazos y no dejarla ir nunca. Dios, pensó con impotencia, era casi como si pudiese verla marcharse lejos, fuera de su alcance.
—Estás equivocada —susurró—. Nada ha cambiado. Sólo yo. Sólo yo.
Le picaban los ojos. Veía el mundo como a través de una niebla brumosa. La veía borrosa. No le importaba, y tampoco le importaba que ella lo viera. Todo lo que podía pensar era en recuperarla. Al menos tenía que intentarlo.
—Por favor, cariño. Arreglaremos esto, te lo prometo. Solo... —Hubo un profundo corte en su voz—... Ven a casa conmigo. Te lo suplico. Ven a casa conmigo.
De su garganta salió un gemido, un llanto que rasgó su corazón.
—No lo digas más. ¡Y no me mires así! —Lo esquivó y se dirigió hacia la puerta.
Justin lo supo entonces. Todo era inútil. No habría discusión. No habría súplicas.
Y cuando se marchó... se marchó solo.
La tarde siguiente, Sebastian subió la escalera de la casa de su hermano, silbando una alegre melodía. Él y Justin tenían el mismo abogado, y después de visitar su oficina, tenía ganas de felicitar a su hermano por la compra.
Arthur le dejó pasar.
—Señor —murmuró, tomando el sombrero y el paraguas de Sebastian—, su visita es de lo más oportuna.
El mayordomo le dirigió al estudio de Justin. No pensó en las palabras de Arthur hasta que vio a Justin.
Le vio hundido en una silla junto al fuego, con las piernas extendidas. Su apariencia normalmente impecable no era más que un recuerdo. Llevaba la corbata suelta, la camisa arrugada y sucia, y la cara sin afeitar.
—¡Por todos los diablos, hombre! —exclamó Sebastian—. ¡Estás horrible!
Justin le saludó con una botella de vino medio vacía.
—Gracias. ¿Quieres que te devuelva el cumplido?
Sebastian miró sus ojos rojos y borrosos, y lo maldijo.
—¿Estás borracho?
Justin hizo una mueca.
—Aún no, pero lo intento. —Empezó a levantar la botella—. Ah, pero ¿qué ha sido de mis modales? Por favor, únete a mí. Es de un buen año, te lo prometo.
Sebastian apartó la botella y se sentó al lado.
—¿Dónde demonios está Arabella?
Los ojos de Justin centellearon.
—Mi encantadora esposa pasó la noche en casa de sus tíos. Esta mañana, un sirviente vino a recoger algunas de sus cosas. Me imagino que en estos momentos, debe estar decidiendo si nuestro matrimonio debe ser o no anulado (por consejo de sus padres, debo añadir).
La boca de Sebastian se cerró.
—Ahórrate el sarcasmo. ¿Qué demonios estás haciendo tú aquí, entonces?
—Ella no quiere verme.
—Ah, eso es absurdo.
—Me lo dijo, Sebastian. Fue ella quien me lo dijo. Ella... me ha dejado —gruñó—. No, eso no es cierto. Fui yo quien la impulsó a hacerlo. Yo la impulsé a dejarme con mi... mi crueldad. Por Dios, Sebastian, tenías que haberla visto.
Sebastian suspiró.
—Tal vez te acompañe con esa copa de vino. —Tomó la botella y se sirvió él mismo una generosa cantidad. Después, volvió a la silla, frente a Justin—. Cuéntame lo que ha pasado —le invitó.
Rápido, sin un exceso de palabras, Justin empezó a hablar. Empezó con la noche en el baile de los Farthingale, y terminó contando la visita de Gideon y el recuerdo de la noche anterior. Sebastian escuchó todo en silencio y torció la comisura de sus labios cuando su hermano terminó.
—Bueno —murmuró—, te aseguro que no te envidio.
Justin miró a su hermano.
—Tu comprensión me supera.
Sebastian se inclinó hacia él.
—Esto no significa nada para ninguno de los dos, pero dudo mucho que la anulación sea tan fácil como Daniel cree. En primer lugar, porque Arabella tuvo consentimiento (el de sus tíos). En segundo lugar, porque el matrimonio ha sido consumado, ¿no?
Justin se limitó a dirigirle una mirada de desagrado.
—Estoy de acuerdo. Es una pregunta estúpida.
—Quizás sea mejor así. —Justin miraba alicaído en dirección a una esquina.
—Ella es lo mejor que te ha pasado en tu vida —dijo Sebastián con franqueza.
—Y yo soy lo peor que le ha pasado a ella.
—Ése es precisamente el tipo de pensamiento que no te llevará a ningún lado. Justin, algunas veces ocurre lo que no esperamos, lo que no podemos controlar. Quizás sea sólo como ella dice. Quizás todo lo que Arabella necesita es un poco de tiempo. Ella volverá.
Justin se quedó callado un rato.
—¿Y qué ocurrirá si no lo hace?
—Entonces, haz que vuelva.
La mente de Justin se dirigió a Arabella. La vio cuando él se marchó, sus ojos grandes y heridos, temblorosos, apenas una sombra de la mujer que él conocía.
La oscuridad se cernió sobre él.
—No puedo. No lo haré —vaciló—. Sebastian, ya la he herido suficiente.
—¿Y te conformas dejando las cosas así?
—¿Y qué demonios se supone que debo hacer? —Justin se volvió más amargo—. ¿Arrebatársela a sus padres? Eso mejoraría las cosas. ¡Su padre me haría seguramente detener por secuestro!
—Lo dudo. Daniel es un hombre razonable. En cuanto vea lo infeliz que es Arabella cambiará de idea. Igual que Catherine.
—Sebastian, no me has escuchado. Ella no me quiere. Creo que se sentiría satisfecha si no volviese a verme de nuevo. Dios, apenas podía soportar estar en la misma habitación que yo.
—Está enfadada y herida —le recordó Sebastian amablemente—. Y te olvidas de que yo te he visto con ella. No puede apartar los ojos de ti... ni tú de ella.
Justin hundió la cabeza entre sus manos. De alguna forma, había sabido que su recién encontrada felicidad no podía durar (era demasiado bueno para ser cierto). Después de todo, ella era demasiado buena para él. Toda su vida había estado dando bandazos. Pero con Arabella, había encontrado algo que merecía la pena. Se había sentido completo. Y ahora la había perdido, y no podía culpar a nadie sino a él mismo.
—Eso era antes —dijo con dureza—, y esto es ahora, y... y es como ella ha dicho. Todo ha cambiado.
—No, Justin. Nada ha cambiado. Nada, en realidad.
Justin levantó la cabeza.
—Te prometo que no quiero ser grosero, pero ¿qué diablos sabes tú de todo esto?
Sebastian sonrió levemente.
—Bastante, en realidad.
—¿Qué diablos significa eso? ¿Y por qué demonios sonríes?
—Si eso te consuela, recuerdo haber tenido una conversación muy parecida contigo hace algunos años, aunque entonces, los papeles estaban cambiados. Como recordarás, hubo un tiempo en el que Devon se negaba a verme.
La boca de Justin dibujó una línea de desánimo.
—Sí, ¿y de quién fue la culpa? Mía. Fui yo el que estuvo a punto de arruinar tu posibilidad de matrimonio.
—No, no. No fuiste tú, Justin. Yo eché a perder las cosas bastante bien. —Sebastian se detuvo—. Al parecer los dos tenemos la misma inclinación a hacer estupideces con la mujer que amamos.
Justin se quedó en silencio. Se quedó mirando fijamente a Sebastian hasta que sus ojos se secaron y dejaron de ver. Incapaz de respirar, un sudor frío le sobrevino. Ah, Dios, ¿era así cómo se sentía? ¿Ese sentimiento desgarrador en su alma? ¿Era eso amor? Era como si un cuchillo incandescente le estuviera rajando por dentro, una y otra vez. Una marca en su alma... en el centro de su corazón.
El amor no podía doler tanto. No debería doler de esa manera. Se suponía que el amor debía ser bueno, y dulce, y puro...
Como Arabella.
Estar enamorado de Arabella... bueno, no era una afirmación que Justin pudiera hacer fácilmente. Era algo contra lo que había luchado toda su vida.
Pero no podía luchar por más tiempo.
Y sin embargo, reconocerlo no aligeró el dolor de su pecho. En realidad, lo hizo más fuerte.