Capítulo diez

Unas manos fuertes descendieron por sus hombros, sujetándola con firmeza incluso cuando ella se echó sobre él. Justin no necesitó más de un instante para darse cuenta de lo que había pasado. Primero miró la cara de desesperación de Arabella y después volvió la vista a McElroy. El hombre seguía encorvado, tapándose con una mano el labio sangrante y con la otra la entrepierna.

—¡Esta mujer está loca! —gritó McElroy—. ¡Mira lo que me ha hecho!

La expresión de Justin se endureció.

—Coge tus cosas y sal de esta casa —le dijo, apretando los dientes—. ¡Ahora!

McElroy intentó ponerse erguido.

—No lo haré —gruñó—. A mí me invitó tu hermano.

—Y esa invitación acaba de ser retirada. —Sebastian entró en la habitación, con unos ojos grises y fríos. Agarrándole de la solapa de la chaqueta, sacó a McElroy de la habitación como el sinvergüenza que era.

Sebastian se detuvo en el umbral.

—Confío en que cuidarás de la dama.

—Lo haré —dijo Justin gravemente—. Pero después del recital, sugiero que informes a su tía de que decidió retirarse.

Al oír que se cerraba la puerta, Arabella movió ligeramente la cabeza.

—¿Se ha ido? —Su voz sonó distorsionada contra su pecho. Sus dedos seguían agarrados al borde de su chaleco.

Justin asintió. Estaba tan furioso que apenas podía ver con claridad. Arabella, sin embargo, levantó los ojos para ver solamente la fiereza de su mandíbula.

—¿Por qué te enfadas? No fue culpa mía. Él... ¡él trató de besarme!

Los ojos de Justin se oscurecieron. No estaba culpándola.

Había infravalorado a McElroy. Nunca hubiese imaginado que ese hombre sería capaz de acercarse a Arabella en su propia casa. Justin se había sentado en la última fila de sillas esperando a que Arabella volviese. Julianna acababa de empezar a cantar cuando se dio cuenta de que McElroy no se encontraba entre el público. Sebastian le había visto salir y le había seguido. Después, se encontró con ese temor frenético en su rostro...

Arabella intentaba separarse, pero él no se lo permitía. La tenía encerrada entre sus brazos, atrapada, aunque de una manera reconfortante.

—No te culpo, Arabella, claro que no —subrayó. La cogió aún más fuerte, acariciando la curva de su espina dorsal hasta sentir que parte de la tensión cedía.

Rodeó la barbilla con sus dedos y atrajo sus ojos hacia él, buscando lentamente su rostro. Con el pulgar, rozó la curva de su mejilla.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó en voz muy baja. Arabella emitió un profundo y vacilante suspiro y negó con la cabeza.

—No tuvo oportunidad —admitió—. Le mordí, y luego... —Se puso colorada.

Justin observó con alivio que la pesadumbre iba desapareciendo de sus hermosos ojos azules. Al hablar, una esquina de su boca se elevó. Rememoró en su mente la postura de McElroy cuando ellos entraron. ¡El muy canalla se lo pensaría dos veces antes de volver a abordar a alguna otra jovencita!

—Debo decir —murmuró Justin con ironía—, que empiezo a saber por qué te llaman la Inalcanzable.

Ella estalló.

—¡Ah! —gritó—. ¡Eres insufrible! ¿Es que no hay nada que puedas tomarte en serio?

—Calla, Arabella. Calla. Has sido muy valiente.

Abella movió la cabeza y le miró fijamente, extrañada, y fue cuando advirtió que estaba canturreando.

Después de un momento, sintió como ella se apartaba. Él retiró sus brazos.

—¿Qué habitación es ésta? —preguntó.

—El estudio de mi pa... —Se dio cuenta justo a tiempo—. El estudio de Sebastian —concluyó. Una desagradable tensión le subió por el pecho, y pensó que iba a asfixiarse. Fue justamente fuera de esta habitación, a sólo unos pasos, donde...

Alejó abruptamente este pensamiento. No volvería allí. No lo haría. Ya era suficiente con tener que estar en Thurston Hall sin recordar toda la ira y el dolor. Dios le había dado su castigo relegándole a su propio infierno. Pero doce años de culpa no parecían ser suficientes, ¿verdad?

Sólo lo que dura una vida lo sería.

La luz de la luna entraba en cascadas por la ventana. Las cortinas estaban descorridas. Arabella se acercó a una de ellas. Justin encendió varias velas, y después se volvió para mirarla.

—Arabella —dijo.

Ella se volvió, acariciando con una mano la pesada tela carmesí.

—Hay algo que deberías saber —le dijo serio—. Hay una razón que explica lo que hizo McElroy esta noche.

Sus ojos se encendieron.

—Sí, ya sé. Él es obviamente un sinvergüenza.

—Es más que eso.

—¿Cómo puede ser más que...? —Se detuvo al ver como él sacudía la cabeza.

—La noche del baile de Farthingale, cinco hombres hicieron una apuesta en White, una apuesta que tenía que ver contigo. McElroy era uno de esos hombres.

Su mirada no se apartaba de su cara, aunque era lejana.

—¿Qué tipo de apuesta?

—¿Recuerdas lo que te dije esa noche en el baile de los Barrington? ¿Acerca de tus pretendientes?

—Fitzroy estaba allí. Y Brentwood, y Drummond —dijo lentamente. Justin se dio cuenta del preciso momento en el que ella lo comprendió todo—. Dijiste... que no confiara en ellos, en ninguno de ellos —se sonrojó—, porque ellos iban sólo detrás de mí...

—Tu virtud —concluyó Justin—. La apuesta, Arabella, se fijó en tres mil libras para el hombre que consiguiera a la Inalcanzable.

Sus ojos se habían vuelto enormes y su cara, del color de la cera.

—¿Me estas diciendo...?

—Sí —la cortó abruptamente.

Una capa de silencio cubrió el aire, y después sus ojos encontraron los de él.

—Eso hacen sólo cuatro —dijo débilmente—. ¿Qué pasa con el quinto hombre, Justin? ¿Es por eso por lo que tú viniste al baile de los Farthingale esa noche? ¿Para ver el trofeo? ¿Para ver a la Inalcanzable? —Estaba de pie detrás de una silla. Sujetaba el respaldo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Su voz se había vuelto helada—. ¿Eres tú el quinto?

Se le endureció la mandíbula. Un sentimiento oscuro y amargo se apoderó de él. Sí... No. ¡Ay, Dios! No podía decirle lo de la otra apuesta, esa estúpida y despiadada apuesta con Gideon. ¡Cómo podía ser tan bastardo! No, no podía. Se había acercado a ella de una manera en la que jamás hubiese soñado que podría hacerlo. ¡Qué irónico, el pecador y la santa! Era egoísta, pero no podía ser de otra manera. Si se lo decía, le odiaría aún más, un pensamiento que no podía soportar.

Ella tenía razón. No tenía escrúpulos. Porque incluso ahora, en lo único en lo que pensaba era en protegerse.

—No —se oyó decir—. Era William Hardaway.

—Hardaway. Claro, por supuesto. Él me llamó dos veces esta semana.

Vio cómo levantaba la barbilla, y le daba la espalda.

—¿Arabella? —Sus ojos se entrecerraron.

—¿Sí? —Sonó perfectamente normal. Había que admitir que lo estaba encajando bastante bien, sobre todo después del incidente con McElroy.

—¿No vas a decir nada?

—¿Qué esperas que diga?

Se volvió para mirarle. La manera en la que se agarraba las manos le hacía parecer un poco fuera de sí, pero al hablar, su voz parecía completamente en calma.

—Parece que debo estarte agradecida por guardar mi virtud. Después de todo, es mucho dinero, ¿no? Te aseguro que eres el último hombre en el mundo de quien hubiese esperado algo así, considerando tus sentimientos para las demás. Aunque, quizás, no se trate sino de otra de tus bromas.

Justin reprimió, impaciente, un suspiro. ¿De verdad le tenía en tan poca consideración?

—Sólo te lo he dicho para que tengas cuidado. Desde luego, no era mi intención herirte.

—Desde luego que no. —Su tono era de lo más formal. Se acercó a una mesa donde había una licorera y dos vasos servidos en una bandeja de plata. Se detuvo, y después le miró—. ¿Puedo? —preguntó.

Justin arqueó una ceja.

—Desde luego.

—¿Querrás unirte a mí?

Rechazó la oferta.

—El whisky no es mi bebida favorita, me temo. Es demasiado potente. Yo prefiero el brandy.

Pensó que de esta forma la desanimaría. Pero no fue así. En lugar de eso, volcó el cuello de la licorera en el vaso. Una cantidad considerable se estrelló en el fondo. Como si se tratara de una taza de té, se llevó finamente el vaso a los labios.

Apuró su contenido de un solo trago. Después presionó la palma de la mano contra su boca. Se le aguaron los ojos, pero para su sorpresa, ni tosió ni escupió. Con razón era de la mejor calidad. Sebastian sólo bebía lo mejor.

Se dispuso a servirse otro. Las cejas de Justin se arquearon aún más.

—Vaya, vaya —murmuró—, lady Vicaria tiene un vicio.

Le miró con los ojos encendidos.

—¡No te atrevas a reírte de mí, Justin Sterling!

Levantó las dos manos en un gesto de rendición.

—No me atrevería a negarte ninguno de tus placeres.

Arabella se sentó junto a la ventana, mirando a la noche cerrada. Justin la observó, en silenciosa vigilia. Su estado de ánimo era extraño. Y él se sentía igual de extraño, como fuera de lugar. Podía sentir su dolor, y también que no era él la mejor persona para aliviarlo. Le dolía el pecho. Por Dios, pensó con tristeza, ¿quién era él para dar consejos? Además, ella no los aceptaría. No de él. Pero no estaba dispuesto a dejarla sola tampoco.

—¿Justin?

—¿Sí?

Le pasó el vaso de cristal.

—¿Puedes servirme otro?

Justin miró la licorera. ¡Estaba medio vacía! Y Sebastian le culparía a él.

—Creo que has bebido suficiente, Arabella.

—Está bien —dijo irritada—, lo haré yo misma.

Justin vigiló sus movimientos, con las manos apoyadas en la cadera. Su equilibrio, observó, empezaba a no ser bueno.

Se colocó delante de la mesa. Cuando intentó rodearle, él le quitó el vaso, sólo para descubrir que Arabella no iba a rendirse fácilmente. Justin se vio obligado a forcejear con ella.

—Quiero otro.

—No.

Le miró desafiante.

—¿Por qué no?

—Porque las damas no beben —dijo con seriedad.

—Tú bebes —le acusó—. Fuiste bebido a la fiesta de los Barrington.

—Yo soy un hombre.

—¿Y? —resopló.

—Con los hombres es diferente.

—¿Por qué los hombres pueden hacer lo que las mujeres no pueden? —preguntó—. ¡Es verdaderamente injusto que haya reglas tan diferentes para los hombres y las mujeres! Julianna y yo llegamos a esa conclusión en nuestro camino al comedor.

Julianna. Casi dio un gruñido. Con todo lo frágil que parecía, su hermana podía ser a veces de lo más testaruda e imprudente.

Ella guiñó los ojos, tratando de enfocar, sospechó Justin. De repente, levantó la mano.

—Tienes la boca torcida —anunció divertida—. No eres el hombre más guapo de Inglaterra después de todo, ¿verdad, Justin?

Al tocarle, Justin se quedó paralizado. Su primera reacción fue retirarle la mano inmediatamente. No podía soportar que nadie le tocara la cara. Nunca. Nunca había... Pero rechazó ese impulso.

—Cariño, ésa no es mi boca, es mi nariz.

Retiró los dedos y le miró con furia.

—¿«Cariño»? ¿Por qué me llamas así? Me llamaste así antes, ¿sabes? ¿Es que llamas «cariño» a todas tus mujeres? Bueno, pues yo no soy una de tus gatitas, Justin Sterling.

No, pensó. Por su vida que no.

Arabella se balanceó peligrosamente. Él la cogió por la cintura.

—Déjame —protestó—, no soy una mujer indefensa. Nunca me he desvanecido en mi vida. Además, desprecio a las mujeres que lo hacen.

No se desvanecía, no se tambaleaba. ¡Arabella, la hija del vicario, estaba borracha! Y, al parecer, era de las borrachas violentas. Una sonrisa seca cruzó su rostro. Por primera vez empezó a apreciar lo que Sebastian había tenido que soportar cuidando de él en tantas ocasiones.

Ella fijó la mirada en la puerta.

—¿Dónde están los otros?

—Están en la sala de música.

La fiesta estaba en su momento álgido. Alguien tocaba el pianoforte. Justin pensó que duraría al menos unas cuantas horas más.

—Me temo, Arabella, que no estás en condiciones de ir a ninguna fiesta.

Le sorprendió al darle la razón.

—No, supongo que no. —Sus ojos volvieron a mirarle—. ¿Es así como uno se siente cuando está ebrio?

—Sí, cariño —dijo dulcemente—. Y creo que es hora de que te vayas a tu cuarto. ¿Estás en el tercer piso?

Asintió.

—Al otro lado del pasillo de tu hermana —su voz empezaba a ser difusa.

—Tenemos que pasar por delante de la sala de música. Debemos mantenernos callados, ¿de acuerdo?

Una sombra pasó por su cara. Sintió su cambio de humor, su desconfianza.

Con el brazo rodeándole la cintura, la condujo por el pasillo. Ella se mantuvo erguida a su lado, muy cerca de él. Las escaleras podían ser problemáticas, Justin tenía miedo de que se tropezara y se lesionara un tobillo. Con suavidad, deslizó un brazo por sus rodillas y la cogió en brazos.

Ella gruñó y se resistió lo que pudo.

—Bájame. Es imposible que puedas llevarme todo el camino en brazos.

—Tonterías. —Ella le había agarrado del cuello—. Sin embargo, corro el peligro de ser estrangulado.

—¡Ay! —dijo débilmente, y soltó ligeramente el apretón del cuello.

Cargó sin problemas con ella hasta llegar a la puerta de la habitación. Allí, se detuvo, buscando el picaporte.

—Justin, espera.

—¿Qué pasa?

Escondió su cara junto a su cuello.

—Mi sirvienta —dijo en voz baja—, Annie. Debe de estar esperándome. No quiero que me vea así.

—Me ocuparé de eso.

En realidad, la sirvienta se levantó de la silla cuando se abrió la puerta.

—Tu señora está indispuesta —dijo Justin—, pero puedes retirarte. Alguien vendrá en breve a atenderla.

La sirvienta hizo una reverencia y salió.

La luz de las velas parpadeaba en los candelabros de las paredes. Justin atravesó la habitación y la colocó de pie junto a la cama. Se sentó, calculando a tientas con la mano la altura de la cama.

En su rostro se adivinaba una expresión de profunda consternación. Justin se sentó junto a ella.

—¿Qué ocurre?, ¿qué tienes?

Le miró, tenía la piel blanca.

—No se lo digas a nadie, Justin. Por favor, no digas a nadie lo de McElroy. Esa horrible apuesta... —Estaba temblando—. Todos se reirían.

—Arabella —dijo en un gesto de impotencia— imagino cómo debes sentirte.

—¡No, no lo sabes! —explotó—. ¿Cómo podrías? Nadie se ha reído nunca de ti. ¡Tú, tú eres perfecto!

Se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar.

Justin se quedó paralizado. Le rodeó los hombros con el brazo.

—Arabella, ¿qué tonterías estás diciendo? Eres lo mejor del ton. Nadie se ha reído de ti...

—¡Claro que sí! —gritó—. Siempre lo hacen, ¡Y siempre lo harán! He oído cómo hablaban, cómo cuchicheaban. Toda mi vida. ¿Acaso no te parece suficiente motivo el que tenga este horrible pelo rojo que no puedo esconder? ¿O que sea tan alta como un hombre? Siempre ha sido así, siempre. He pretendido no darme cuenta, no preocuparme de si la gente me miraba como si... ¡como si fuera un bicho raro! Y ahora, todo el mundo cuchichea a mis espaldas y me llaman de esa horrible manera: la Inalcanzable. —Dio un sollozo seco y roto, un sollozo que se clavó en el pecho de Justin como una espada—... toda mi vida he querido ser como las demás, parecerme a las demás. ¿Sabes lo que es mirarse al espejo y horrorizarse? ¿Odiar lo que ves y saber que no hay nada que puedas hacer por cambiarlo?

Los músculos de su garganta se cerraron con fuerza. ¡Qué Dios le ayudase, claro que lo sabía! Pero no en la manera en que le ocurría a Arabella...

Sus brazos se pusieron rígidos, sus sollozos le quemaban el corazón.

Era el whisky el que hacía aflorar sus emociones de esa manera combinado con el incidente de McElroy y el conocimiento de la apuesta. ¡Demonios, era todo eso!

La sostuvo en sus brazos con fuerza, sintiendo su dolor y su amargura. Sabía que de no ser por eso, su orgullo nunca le hubiese permitido exponerse de esa manera. Había podido acercarse a una parte de ella que nunca hubiese creído que podía existir, la parte más vulnerable, la que tenía mejor guardada a los demás.

Le dolía. Le dolía de una forma que nunca le había dolido antes.

—Escúchame, Arabella. Eres hermosa. Sí, eres diferente. pero ¿es que no te das cuenta? Eso es lo que te hace más atractiva. Eso es lo que hace que cuando entras en una habitación no haya hombre que pueda quitarte los ojos de encima. Eres como una flor exótica y brillante.

Dejó descansar la cabeza en el hueco formado por su cuello y sus hombros.

—No digas cosas que no crees.

Su resistencia le hizo sonreír. Incluso ahora, discutía con él.

Pero eso era parte de su encanto.

Y al menos, había dejado de llorar. Justin la besó levemente en la frente.

—Cariño, estate tranquila, no soy de los que dicen cosas a una mujer que no piensa.

—Por el amor de Dios —gruñó— deja de llamarme así —presionó con sus dedos los labios de Justin—. No me siento muy bien. —Se dejó caer hasta terminar de rodillas junto a la cama.

—¡Creo que voy a vomitar! —Elevó los ojos hacia él, arrodillada ya en el suelo.

—No, no vas a vomitar —dijo firmemente—. Respira profundamente y no pienses en ello, mucho menos vuelvas a decirlo... Eso es, cariño. Un poco más, así... —Después de un momento, le pasó la mano bajo la barbilla—. ¿Cómo te sientes ahora? —murmuró—. ¿Puedes levantarte?

Los ojos de Arabella se abrieron alarmados. Sacudió con vehemencia la cabeza, todavía un poco mareada. Justin se sentó junto a ella, apoyando la espalda en la cama, y colocó la cabeza de Arabella en su regazo.

Hizo una mueca de dolor.

—Me duele la cabeza —gimió.

—Son todas estas malditas horquillas.

Una a una, fue quitándoselas del pelo y poniéndolas en un montón en el suelo. Cuando ya no quedó ninguna en su cabeza deslizó sus dedos por la larga cabellera cobriza y desenredó gentilmente el peinado, con movimientos suaves y monótonos.

—¿Mejor? —murmuró.

—Sí, gracias. —Se recostó sobre él lánguidamente, sus labios ligeramente abiertos.

Se le hizo un nudo en el estómago al mirarla. Su pelo era increíblemente largo y sedoso, se expandía por sus piernas y el suelo, como una cascada luminosa de hilos rojizos. En contra de su deseo, en contra de lo que estimaba correcto, su miembro se endureció. El deseo le golpeó, veloz e implacable, como una flecha en sus entrañas. Era como si su cuerpo fuera independiente de su cerebro. Contuvo el aliento cuando ella movió la cabeza. Arrugó la frente y colocó la mejilla justo en el centro de algo ciertamente duro. Que Dios le ayudase, ahora su boca estaba peligrosamente cerca de la cabeza de su...

Arabella suspiró. Incluso con los pantalones, él podía sentir su aliento, su calidez y... Justin emitió un tembloroso suspiro. Cada segundo que pasaba, podía sentir el pulso, el pulso que le llegaba al corazón. ¡Ay, Dios! Dios. Era más de lo que podía soportar.

—Arabella. Arabella, necesito llevarte a la cama —explotó por fin, suprimiendo un gemido.

—No. No quiero, Justin. No puedo moverme.

—Tenemos que hacerlo, Arabella. No sería bueno que me sorprendiera la mañana en tu habitación, ¿lo entiendes? Venga te ayudaré.

—Todo me da vueltas.

—Lo sé, cariño. Tengo mucha experiencia en esto, ¿lo recuerdas?

—Sí, imagino que sí. ¿Desaparecerá pronto?

—Sí —mintió. En cualquier caso, ella nunca lo recordaría. Estaba floja como una bayeta mojada, pero consiguió ponerla en pie. No sin esfuerzo, consiguió desabrochar los botones de la espalda de su vestido y desanudar el corsé, poniendo los dos a los pies de la cama. Allí estaba ella, de pie, cubierta solo por la combinación.

—Necesito mi camisón —se apuró.

—No, cariño, no lo necesitas. Sólo por esta noche, puedes dormir así. —Había tentado su voluntad al máximo... o eso pensaba.

La giró en sus brazos. La combinación que llevaba no era una verdadera barrera después de todo, era casi como si estuviese desnuda. A su espalda, la luz de las velas la iluminaba revelando las curvas exuberantes de su cuerpo. Sus pechos eran redondos como manzanas, deliciosamente maduros. Los discos de sus pezones empujaban la tela de seda, voluminosos y oscuros. Él quería arrancar esa estúpida combinación y desnudarla completamente. Quería enrollar su lengua haciendo círculos por sus pezones, convencido de que serían de pura y cálida miel Se preguntó vagamente si el oscuro triángulo de su entrepierna sería tan rojo y rizado como su pelo.

—Venga —dijo con brusquedad—, a la cama.

La tendió en el colchón, quitándole las zapatillas y las medias, y la arropó con las sábanas.

Inmediatamente, ella las retiró hasta la altura de la cintura.

—Tengo calor —se quejó—, y me siento rara sin mi camisón.

—Te acostumbrarás, Arabella. Es sólo por esta noche.

—No lo haré. —Hizo un puchero—. ¿No te sentirías tú extraño acostándote sin pijama?

—Yo no duermo con pijama.

—¿Con qué duermes entonces?

—Con nada.

Le miró boquiabierta.

—¿Cómo? —dijo incrédula—. ¿Quieres decir que duermes... desnudo? —Como si fuera una maldición...

—Sí, querida —dijo afablemente—, duermo desnudo.

—¡Ah, eso es perverso, Justin!

Quería reírse por su censura. Pero por alguna razón no podía. En vez de eso, suspiró lastimeramente. Nunca en su vida había metido a una mujer en la cama de manera tan casta como acababa de hacerlo. ¡Ah, cómo se reirían los del ton si lo supieran!

Tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para reprimir la necesidad que se agitaba en sus entrañas. Nunca antes se había sentido tan incómodo ante la presencia de una mujer, nunca antes había querido tanto a una mujer como quería a ésta (¡la única mujer que no podía tener!). ¿No era irónico? ¿Era simplemente porque se trataba de la única mujer que se le resistía?

—¿Justin?

—¿Sí, cariño?

—Dijiste que no contarías a nadie lo de McElroy. No lo harás, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—No me lo prometiste.

Suspiró. Estaba balbuciendo, era del todo adorable.

—Te lo prometo —dijo gravemente.

—Y Walter. Nunca me prometiste que no dirías a nadie lo de su proposición.

—Te lo prometo ahora. No le diré a nadie lo de Walter.

Frunció el ceño.

—¿Cómo puedo estar segura de que puedo confiar en ti? —dijo suspicaz—. Probablemente no debería, ¿sabes? Una no puede nunca confiar en un bribón.

—Tienes razón, Arabella. No deberías. Pero te lo juro, guardaré tus secretos.

Esto pareció satisfacerla. Se recostó sobre la almohada. Él la cogió de la mano, jugando distraído con sus dedos. Muy pronto sus ojos empezaron a cerrarse, pero de repente, volvió a abrirlos.

—Me preguntaste el porqué —dijo de repente.

—¿Por que... el qué?

—La noche de la fiesta de disfraces. Me preguntaste que por qué no me gustabas.

Justin aguardó en silencio.

—¿Por qué no te gusto? —Dios, casi le dolía decirlo en alto.

—Es por Emmaline Winslow.

—¿Emmaline Winslow? —Se quedó bloqueado. ¿Quién diablos era Emmaline Winslow?

Sacudió la cabeza arriba y abajo.

—Aquel día en la casa de campo de la viuda duquesa de Carrington cuando gateé debajo de tu silla y te clavé una horquilla. Yo os oí a los dos en la casa. Le dijiste que había otras mujeres tan atractivas como ella. Para ser más exactos, ¡dijiste que ella no era sino una perla entre otras y que tu intención era probarlas todas! La hiciste llorar, Justin. ¡Fuiste tan despiadado! Te fuiste y... la dejaste allí llorando.

Ahora comprendió todo. Por un momento, Justin fue incapaz de moverse. Su mente rememoró todo aquello con rapidez. De repente, entendió muchas cosas.

—Pero ya no me desagradas —le confió sincera. Le miró esperando una reacción en su cara—. No te importa, ¿verdad?

—No —dijo con voz ronca. Por su vida que era todo lo que podía decir.

—Bien. ¿Te quedarás hasta que me duerma?

Asintió, observando sus dedos, que jugaban con los suyos. Cerró los ojos y recogió sus manos unidas para dejarlas descansar sobre su estómago.

Él se quedó allí mirándola fijamente, hasta que sus ojos se quedaron secos y la luna estuvo alta en el cielo. Y durante todo este rato, un millar de sentimientos se arremolinaron en su pecho.

Algo estaba cambiando entre ellos. Todo estaba cambiando. ¡No sabía lo qué era y a él no le gustaba no saber, no saber qué diablos ocurría. Pero no podía detenerlo.

Y esto le horrorizaba. Le horrorizaba como nada ni nadie había horrorizado nunca antes.