Prólogo
Siempre supo que era un sinvergüenza. A pesar de que los niños de la familia Sterling tenían todos el mismo parentesco y habían crecido en la misma casa, eran, sin lugar a dudas, muy diferentes.
Su hermano mayor, Sebastián, era el responsable: resuelto y formal, estudioso y atento, incluso orgulloso.
Su hermana pequeña, Julianna, era la cariñosa, la vitalista por naturaleza.
En cuanto a Justin...
Justin era el vivo retrato de su madre. Sí, era igual que su madre, no sólo físicamente (había heredado la claridad cristalina de sus ojos, que brillaban como la esmeralda más pura; las facciones exquisitas y equilibradas, su hermoso pelo oscuro), sino que... bueno, había heredado otras cosas también. De hecho, él estaba convencido de que lo había heredado todo de ella.
Todavía recordaba aquellos primeros y breves años que siguieron a la huida de su madre con su amante. Aunque él siempre supo que su madre había tenido muchos amantes. Por supuesto, ésta es una de esas cosas de las que nadie habla abiertamente, pero que se dicen por lo bajo, en susurros callados. Y sin llegar a ser un sabelotodo, Justin había sido un niño inteligente capaz de reparar en cada palabra cuchicheada por el servicio, en esas oscuras miradas que compadecían la manera en la que los tres pequeños habían sido abandonados por la marquesa y dejados a merced de su padre, un hombre que daba toda la impresión de estar en desacuerdo con el mundo que le rodeaba. Después de todo, su padre no era de los que querían a todo el mundo. No quería a Sebastian. Ni siquiera quería a la dulce Julianna, a quien todos adoraban. Y especialmente, no quería a Justin, el siempre irreverente Justin.
Sus tutores se referían a él como si fuese una causa perdida.
Carecía de disciplina y le consideraban perjudicial, distraído y rebelde. Incapaz de sobresalir en sus lecciones, como lo hacía el estudioso de Sebastian.
Desde su más temprana edad, supo bien que era una suerte que Sebastian hubiese nacido antes que él. Justin sabía que no hubiera llevado con dignidad el título de marqués de Thurston. De alguna forma, siempre estaba haciendo cosas que no debía. Pensando en cosas que no debía, diciendo lo que quizás era mejor callar... especialmente frente a su padre. Nunca estaba de acuerdo con él.
No podía quedarse quieto sentado durante horas en el mismo sitio. Se retorcía y removía en su silla. Miraba por la ventana y deseaba con todo su corazón estar en cualquier otro sitio.
Justin detestó los estudios desde el primer día en el que se unió a su hermano en el aula. Un día decidió sencillamente que había tenido bastante. Después del almuerzo, se escabulló de la clase sin decírselo a nadie. Debía de haber sabido que su tutor, el señor Rutherford, se lo diría inmediatamente a su padre. Probablemente, lo hizo porque sabía que lo haría.
Lo que nunca imaginó es que su padre dejaría sus ocupaciones para ir a buscarle. Para un chico de ocho años, era bastante divertido ver cómo todo el mundo salía en su busca. Encaramado en lo alto del árbol del jardín. Justin veía a los sirvientes correr por los establos y por los dominios de Thurston Hall. Se rió al ver a su padre pasando una y otra vez junto al árbol. Hasta que, de repente, su padre se detuvo... y miró hacia arriba.
Por el centelleo de su mirada, quedó claro que el marqués no aprobaba el comportamiento de su hijo:
—¿Por qué no estás en clase? —preguntó el marqués.
—Porque estoy aquí —dijo el pequeño—, ¿es que no lo ves?
—¡Baja de ahí ahora mismo, pequeño desgraciado!
El niño dejó de reírse. Apretó la mandíbula, sus ojos verdes encendidos.
—No —dijo.
Las manos de su padre se cerraron en un puño amenazador.
—¡Que bajes ahora mismo te digo!
La ira del padre no hizo sino inspirar el amotinamiento en el jovenzuelo. Alargando su delgado brazo, Justin se agarró a una rama más alta. Pero en el momento de la subida, oyó un crujido a sus pies. Exultante, bajó la mirada para ver entre las hojas del árbol a su padre, que miraba hacia arriba. La rama cedió. Justin intentó amortiguar la caída anteponiendo con fuerza la muñeca en la tierra. Oyó un rugido como de fuego atravesándole, un rayo caliente y sibilante, como si una docena de cuchillos se clavaran en cada parte de su cuerpo. Por un momento, fue incapaz de moverse. Fue incluso incapaz de respirar. El dolor era tan intenso que pensó que iba a perder la conciencia.
Al final, rodó y cayó de espaldas. Su padre se quedó de pie mirándole desde arriba, en un gesto profundo y lívido. Enlazando fuertemente los dedos alrededor del brazo ileso de su hijo, tiró para levantarle. Vista desde el lado del padre, la muñeca de Justin se había ladeado formando un ángulo extraño. El dolor era tan insoportable que le daban arcadas. Sin embargo, tragó valientemente la bilis que le ascendía por la garganta. Apretó la mandíbula para encarar el dolor y miró a su padre.
—¡No! —El rugido familiar de su padre retumbó en sus oídos—. ¡No!
—¿No qué? —La tranquilidad del chico no hizo sino enfadar más al marqués.
—¡No me mires de esa manera!
—¿De qué manera?
—¡De la manera en que ella me miraba!
Algo estaba naciendo en el interior del niño, un resentimiento violento, un torbellino de emociones que no podría controlar aunque lo intentase. En ese momento, Justin odió a su padre. Le odió por el férreo control que ejercía sobre su hermano Sebastian. Le odió por la forma en que ignoraba a la pequeña Julianna. No le importaba que su padre le castigara con la vara. Odiaba a su padre... como sentía que su padre le odiaba a él.
—¿Quién es ella? —preguntó fríamente—. ¿Se refiere a mi madre?
Una llamarada de ira inundó los ojos del padre:
—¡Cállate, chico! ¡Cállate! —y le dio una bofetada que cruzó con fuerza el rostro del pequeño.
El golpe le hizo caer al suelo de nuevo. Esta vez, se levantó sin ayuda, impulsado por su propia energía. Miró a su padre con unos ojos verdes y brillantes:
—¡No lo haré! —gritó—. ¡Ella no le quería! De la misma manera que yo tampoco le quiero, padre, ni Sebastian... ni nadie. ¡Ésa es la verdad! Quizás por eso le dejó.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? Eres un malvado, eso es lo que eres. ¡Un demonio! —replicó el marqués con furia.
Terribles maldiciones salieron de su boca. No era la primera vez que su padre le había insultado. Tampoco sería la última. Insultos que... bueno, insultos que Justin nunca había confiado a los demás, ni siquiera a Sebastian.
En todo este tiempo, el muchacho se mantuvo firme. No se inmutó, no se permitió ni un parpadeo, aunque cada palabra le estuviese atravesando el corazón, su alma más profunda. Cuando por fin el pesado silencio hizo un hueco entre los dos, se limitó a inclinar la barbilla.
—¿Debo entender, señor, que ha terminado?
El desdén se deslizó junto a su tono de voz, una frigidez que no estaba en consonancia con su edad, mucho menos con su experiencia. Con un gruñido, el marqués volvió a elevar el puño.
De repente, apareció Sebastian. Se interpuso entre los dos y gritó:
—¡Padre, deténgase! Mire la muñeca de Justin... ¡parece que tiene algo grave!
Y así era. Llamaron a un médico. Cuando llegó, Justin yacía en la cama. El médico movió la cabeza:
—Esto está roto —anunció—. Creo que podré colocar el hueso en su sitio, chico, pero debo ser honesto y decirte que va a dolerte como el mismo diablo. Por lo que si necesitas gritar...
El marqués esperaba detrás del doctor. La mirada de Justin se encontró con la de su padre. Tenía un nudo en la garganta del tamaño de una manzana, sus ojos le quemaban... la imagen de su padre se emborronó por un instante, hasta que pudo volver a enfocarla.
Fue entonces cuando vislumbró en él la cara de satisfacción y se dio cuenta de que ese hombre esperaba que se acobardara, y gimiera, y gritase. Por lo que cerró firmemente la boca. Su madre no lo habría hecho, ni Sebastian. Y él tampoco lo haría.
Sebastian le agarró por el hombro.
—Justin —escuchó en un susurro—, ¿puedes oírme? No pasa nada si...
—No —rehusó el chico con vehemencia al tiempo que capturaba la mirada de su padre—. No voy a llorar. ¡Yo nunca lloro!
El doctor asintió y dio un paso hacia él. Deslizó el hueso con un crujido enfermizo y lo devolvió a su lugar. El cuerpo delgado de Justin se sacudió, su espalda se arqueó hacia fuera de la cama.
Hundió los alargados dedos de su mano sana en las sábanas hasta que todo acabó y pudo yacer en la cama con el rostro aún lívido. Pero no lloró. Ni el más mínimo sonido salió de sus labios...
El marqués carraspeó con disgusto. Sin decir una palabra, se volvió y salió de la habitación.
Malvado.
El marqués no dejaba de insultar a su segundo hijo. Lo hacía a la más mínima ocasión, tan a menudo como le era posible. Se lo decía en voz alta, incluso le gritaba. Y si no había nadie más alrededor, se lo susurraba al oído.
Ni una sola vez durante su infancia recibió Justin Sterling una palmada de reconocimiento de su padre, tampoco una mirada de orgullo. Sabía bien que ni siquiera valía la pena intentarlo, visto el desdén que el marqués le profesaba.
El tiempo pasó. El chico de piernas largas y delgadas se convirtió en un hombre alto, firme y atractivo. Su etapa en Eton estuvo plagada de incidentes y cartas al marqués. La desaprobación de su padre se multiplicó en justo paralelismo con la actitud desafiante de Justin.
Sí, su madre había traído la ruina al apellido familiar, y él se había propuesto cubrirlo de amargura. Sus hazañas eran atroces, su comportamiento espantoso. Todo lo que disgustaba a su padre, era para él motivo de satisfacción. Por pura rebeldía. Bebía, jugaba, frecuentaba los burdeles. Y si su padre se enteraba... bien, aún mejor.
El verano que cumplió diecisiete años, llegó a casa un momento antes del amanecer de una noche cálida de junio. Acababa de pasar una agradable velada junto a una botella de oporto y la hija del molinero, una combinación que le había dejado en verdad exhausto. La chica había resultado tener una creatividad que nunca hubiese imaginado. En verdad, su talento con la boca era...
—¿Dónde diablos has estado?
El marqués se interpuso en su camino. Los labios de Justin esbozaron una sonrisa.
—¿Cómo? ¿El señor desea una crónica pormenorizada de mis actividades nocturnas? —Ni siquiera se molestó en dirigirse a él por su nombre. Había dejado de llamarle «papá» hacía años. Ahora tampoco se dignaba en llamarle «padre» cuando estaba delante.
Hizo un gesto invitando a su padre a entrar en el estudio, cuya puerta se encontraba abierta.
—Quizás deberíamos sentarnos. Dado el interés de mi velada, esto podría llevarnos algún tiempo. Ahora bien, es justo que le prevenga que el relato podría... digamos, sonrojarle.
—¡No sigas! —silbó el marqués—. ¡No tengo ninguna intención de escuchar tus obscenidades! —Escudriñó a Justin de arriba abajo—. Jesús, estás borracho, ¿no es cierto?
Justin hizo una cortés reverencia ante su padre, tan cortés como pudo permitírselo su estado de embriaguez:
—Una observación no ausente de astucia.
Su padre se mordió el labio de disgusto.
—¡Dios santo, cómo desearía que te fueras, te marcharas y no volvieras nunca más!
Sin perder su sonrisa socarrona, Justin contestó:
—Razón de más para quedarme.
El marqués elevó los puños:
—Como hay un dios que puedo hacerlo. ¡Podría asegurarme de que nunca volvieras a poner un pie en esta casa!
—Claro, pero ¿qué le diría entonces a todo el mundo? Usted impulsa a mi madre a dejarlo y ahora me echa a mí. Sea como sea, no necesita aguantarme sino un poco más. Me voy a Cambridge después del verano, ¿se acuerda?
—Y estaré satisfecho de que así sea, porque cada día contigo es un verdadero infierno.
Justin inclinó la cabeza.
—Un sentimiento, debo decir, que usted y yo compartimos.
—Mírate, ¡tan bebido que casi no puedes tenerte en pie! ¡Apestas a perfume barato! Santo Dios, eres el vivo retrato de tu madre. Ella me avergonzó la muy ramera. Ella manchó el honor de mi familia, como tú lo estás haciendo ahora. Y todos estos años yo he tenido que mirarte, he tenido que ver cómo dirigías tus ojos hacia mí, con sus mismos ojos, con su misma sonrisa. Recordándome a cada momento lo que ella hizo, lo que fue: una ramera dispuesta a abrir sus piernas ante cualquier hombre que se le pusiese enfrente. Tú no eres mucho mejor. Tu sangre está contaminada, como lo estuvo la suya. Ninguna mujer decente te aceptará chico. ¡Ninguna mujer decente te querrá nunca!
Los ojos de Justin se encendieron de rabia. En aquel momento, lo único que quería era empezar a pegar a alguien, devolver el golpe, herir a su padre de la misma manera en la que su padre le había herido.
—¡Si mamá fue tan ramera como asegura —replicó fríamente—, entonces ¿cómo sabe que sus hijos son suyos?
De repente se calló. Miró duramente a su padre y susurró:
—Cielo santo, no lo sabe, ¿verdad?
El marqués no respondió. El silencio se convirtió de repente en una pesada losa. La boca de Justin se abrió en una mueca dramática:
—¿No es increíble? El marqués de Thurston... abandonado por su esposa, quien se mató mientras huía a Francia con su amante... responsable para siempre del cuidado de sus hijos. ¡Cuando en realidad no sabe si alguno de ellos es realmente suyo! Y por supuesto, no podía dejarnos al cuidado de nadie más. Tuvo que reclamarnos porque, simplemente, no lo sabía.
El marqués estaba lívido.
—Cállate, chico.
Pero Justin empezó a reír. De una manera que no podía parar.
—¡Que te calles te digo! —gritó el marqués. La malicia asomó a sus ojos al dar un amenazador paso hacia delante.
Entonces, todo cambió. El marqués emitió un sonido de ahogo, sus ojos hinchados. Fue a echar mano de la corbata... pero su cuerpo se derrumbó, inerte, al suelo.
Justin no podía apartar los ojos de la figura de su padre, que yacía boca abajo en el suelo de mármol. Hubo un breve instante de terror, en el que su cuerpo se negaba a moverse. Después, el juicio volvió y pudo correr hasta su padre, dejándose caer a la altura de sus rodillas. Le tendió una mano tentativa:
—¿Padre? —susurró. El cuerpo del marqués giró y unos ojos ahora ciegos miraron el techo. Justin empezó a temblar. Una horrible sensación se apoderó de él. Se puso de pie y empezó a correr, empezó a correr hacia su habitación como si fuera el mismísimo demonio quien le persiguiera...
El marqués había muerto. Muerto.
Justin no diría nunca a nadie lo que sucedió aquella noche entre los dos. Lo guardaría en lo más profundo de su alma. Nadie más sabría que él había estado presente... que él había matado a su padre.