Capítulo diecisiete
Una semana más tarde, volvieron a Londres después de su estancia en Bath.
Desde aquel intenso momento en el que Justin la había hecho suya, Arabella no había abrigado ningún arrepentimiento, ninguna duda. Casarse con Justin había sido la opción correcta, aunque tampoco es que hubiese habido otras muchas opciones. Pero en realidad, esto no importaba. Nunca habría otro hombre para ella, nunca en este mundo. Se había prometido a sí misma que se casaría por amor...
Y lo había hecho.
Sabía, en lo más profundo de su alma, que Justin Sterling era el único hombre que podría amar.
Pero éste era un secreto que ella guardaba en su corazón, un secreto que no revelaría por el momento. Existía entre ellos una camaradería que sospechaba había supuesto una agradable sorpresa para los dos. Arabella no estaba dispuesta a hacer algo que pudiera romper el equilibrio. No sabía si Justin quería su amor; ni siquiera sabía si él podría alguna vez corresponderla.
Pero él la deseaba... ¡Había aprendido tanto en estas dos semanas de matrimonio! No había habido una sola noche en la que no hubiesen hecho el amor. Bajo su tutela, Arabella había descubierto que había muchas formas de disfrutar del sexo: jugando, con ardor, con ternura...
Las había experimentado en manos de su nuevo marido, y Justin parecía bastante complacido con su respuesta. Algunas noches, él la reclamaba con ardiente intensidad, con un frenesí salvaje y posesivo que la hacía temblar de forma in controlada. Otras veces, era dolorosamente lento, tan dulce y tierno que ella quería llorar. Pero siempre... siempre la hacía sentir como si fuera la única mujer sobre la tierra. Arabella no podía negarse, y tampoco es que quisiera hacerlo.
Desde esa primera noche, albergó la esperanza de que las semillas del amor pudieran crecer en él. Y seguía albergando la esperanza de que su amor acabaría por amansar la rebeldía que había en él.
De hecho, había muchas razones para pensar que ya había ocurrido. Al regresar de Bath, Arabella se sorprendió bastante al ver que sus cosas habían sido trasladadas al dormitorio de Justin. Sin embargo, ella había pensado que ocuparía la habitación contigua. Arabella sabía que la norma entre la sociedad era la de que los maridos dormían en habitaciones separadas a las de sus mujeres, aunque sus propios padres dormían en la misma cama y siempre lo habían hecho, de la misma forma en que lo hacían sus tíos.
Quizás era su manera de prevenir la desilusión, no esperar nada demasiado... ni demasiado pronto.
Vio que la miraba fijamente, con los brazos cruzados.
—Espero que no te importe —dijo con una arrogante expresión en su rostro—, pero de repente, ya no me gusta la idea de que marido y mujer duerman en habitaciones separadas. —A pesar de su tono formal, había un leve brillo en sus ojos.
Los suyos le respondieron con picardía. Inclinó la cabeza, expresando su aprobación.
—Señor, estoy totalmente de acuerdo con usted.
Volvieron a la planta baja, donde se les había preparado un ligero refrigerio para la comida. Acababan de terminar cuando Arthur, el mayordomo de Justin, apareció con una bandeja de plata. La colocó delante de su señor con una floritura.
—Ha estado perdido, señor.
Justin empezó a ojear la pila de invitaciones.
—Aparentemente, la noticia de nuestro matrimonio se ha expandido como la pólvora —comentó—. Se requiere encarecidamente nuestra presencia. —Examinó la invitación de ribetes dorados que tenía en la mano—. Los Farthingale dan una fiesta esta noche. Estará seguramente a rebosar. ¿Deberíamos, aprovecharlo para hacer nuestro debut como marido y mujer?
La casa de los Farthingale era donde se habían encontrado de nuevo. ¿Se acordaba de eso? Arabella no estaba segura, pero él parecía bastante indiferente.
La desilusión la invadió, aunque pronto consiguió enmascararla.
—¿Deberíamos? —murmuró.
Justin la miró perplejo. Arabella puso una mueca.
—Acabas de decir que habrá mucha gente.
—Ah, sí. Lady Farthingale no escatima en lo que a fiestas se refiere. Todo el mundo considerado importante estará allí.
—Estupendo. Y todo el mundo que es importante hablará de nosotros. Señor, ¡con lo que detesto los cuchicheos!
—Y yo propongo que sólo hay una forma de combatirlos. Además, ¿por qué retrasar lo inevitable? Cuanto más pronto nos vean juntos y descubran que estamos felizmente casados, más pronto dejarán de hablar de nosotros.
¿Se estaba burlando de ella? Arabella le miró suspicaz, pero su comportamiento era de lo más natural.
—¿Qué pasará si nos preguntan?
Él se rió.
—Estoy seguro de que lo harán, dada la naturaleza tan precipitada de nuestro enlace. Pero ¿quién ha dicho que tenemos que responderles?
Arabella respiró aliviada.
—Supongo que tienes razón. Y hay una cosa que va a proporcionarme un gran placer. —Sonrió con un repentino brillo en los ojos.
—¿Y qué es?
—¡Que no volveré a ser llamada la Inalcanzable nunca más!
—Eso es perfectamente cierto. —Se inclinó y le dio un beso rápido en la mejilla—. Siento mucho tener que ir a atender unos asuntos en el banco esta tarde. Me temo que no pueden esperar. ¿Estarás bien si te dejo sola por un rato?
Ella sonrió.
—Te aseguro que no necesito un guardián, señor.
—Bien. Si necesitas algo, sólo tienes que llamar a Arthur.
Arabella asintió. Después de irse, se levantó y caminó sin rumbo fijo por la casa. Pensó en echarse la siesta, pero rechazó pronto la idea. En realidad, se le había ocurrido más por aburrimiento que por cansancio verdadero. Se dio cuenta entonces de que Justin y ella habían estado juntos casi constantemente desde el día de su boda. Y ahora que se había ido, se sintió (¡ah, no podía negarlo!), bastante sola. Le echaba de menos, descubrió, y a continuación, se preguntó si a él le ocurriría lo mismo.
Ah, pero ¿qué estupidez era ésta? Se reprendió a sí misma con severidad y dio media vuelta sobre sus pasos hasta la planta baja. Se detuvo en el estudio de Justin. ¿Le importaría que utilizase su escritorio? Debía carta a sus padres desde hacía tiempo, se lamentó. No era de las que escribían a diario cuando sus padres no estaban, pero no había nunca estado más de una semana sin escribirles, como ahora. Sintiéndose un poco como una intrusa, entró en la habitación y se sentó en la silla de cuero. Al abrir el cajón de la mesa, encontró unas cuantas hojas de papel papiro. Hundiendo la pluma en un pequeño bote de tinta, empezó a escribir.
Queridos mamá y papá:
Espero que al recibir esta carta se encuentren bien. Justin y yo acabamos de llegar de Bath.
Hemos tenido un tiempo magnífico.
Se detuvo. ¿Qué demonios estaba haciendo? Sus padres no querían oír cómo era el tiempo en Bath.
Con un respiro, rompió la hoja en dos y empezó otra nueva. Resultó ser más difícil de lo que había imaginado y, por alguna razón, las palabras se negaban a salir. El proceso se repitió tres veces más hasta que se sintió satisfecha con lo que había escrito. Poniendo a un lado la pluma, leyó el fruto de sus esfuerzos.
Queridos mamá y papá:
Confío en que los dos estéis bien. Sé que la noticia de mi matrimonio, tan repentina, les cogió un poco de sorpresa. Seguramente habréis oído historias sobre mi marido, pero yo sé lo que otros no saben. Justin es un buen hombre, el mejor hombre, el marido perfecto para mí. Así que os suplico que no os preocupéis por mí. Os lo aseguro: soy la más feliz de las esposas. Espero con ansiedad el día en el que estemos todos juntos de nuevo y podáis comprobarlo por vosotros mismos.
Vuestra hija amada, Arabella
Otras dos veces más releyó la carta.
Se detuvo. De repente, las palabras empezaron a moverse.
Intentó enfocadas, pero no pudo. Las veía como a través de una capa de niebla. Un dolor terrible se afincó en su pecho, y sus ojos parecieron a punto de derramarse. Inclinó la cabeza, tratando de contener las lágrimas. Pero su empeño era imposible, sus ojos parpadearon. Una única lágrima recorrió su mejilla y cayó sobre el papel, emborronando la tinta. Emitió un sonido de angustia, porque la carta había quedado ahora irremediablemente inservible...
Así fue como Justin la encontró.
Él la miró fijamente, al principio incapaz de creer lo que estaba viendo. Tenía la cabeza caída, los hombros temblorosos, y ese pequeño sonido que hacía que su corazón se encogiese.
Se acercó a ella. Todavía no se había percatado de su presencia, por lo que tuvo que hablarle.
—¿Arabella? —Hizo un intento.
Arabella levantó la cabeza.
—¡Justin! —gritó—. ¡No te oí entrar!
La había asustado, descubrió. Le costó un gran esfuerzo calmar su voz. Se había dado prisa en volver a casa, ansioso por verla, impaciente con el más mínimo momento de ausencia. Todo lo que quería era tomarla en brazos y besar sus labios. La última cosa que había esperado era esto.
—¿Qué te ocurre, Arabella?
Empezó a balbucir.
—¿Eh?, nada. Nada de nada. Tendrás que perdonarme, me temo. No quería invadir tu espacio. Es solo que debía desde hacía tiempo una carta a... a mis padres.
Justin miró la pila de papel, y después la única hoja que seguía en el centro del escritorio. No podría explicar muy bien qué fue lo que le ocurrió. Cogió el papel con fuerza.
—¡Justin! —gritó—. ¡Esa carta es privada!
Justin no respondió. Le echó un vistazo rápido. Una gota había corrido la tinta, una lágrima que provenía del corazón. Al verla, sintió que el suyo se helaba.
Lentamente, volvió sus ojos hacia Arabella. Con el pulgar, secó la humedad de su mejilla y la mantuvo erguida.
Sin dejar de mirarla, dijo en voz muy baja:
—No soy ciego, y aunque todo este asunto del matrimonio es nuevo para mí, estoy bastante seguro de que esto no indica que seas la más feliz de las esposas.
Arabella le quitó la carta y la mantuvo entre su pecho. Al intentar rodearle para salir del cuarto, él la cogió por el brazo.
Ella le miró fríamente, con los labios muy juntos. Aturdido, confundido y frustrado, la miró fijamente.
—¿Qué? ¿No tienes nada que decirme?
—¿Qué quieres que te diga?
—¡Me gustaría que me dijeras qué diablos he hecho mal!
—No necesitas hablarme así, Justin.
—¡Al diablo si no! —explotó—. ¿Por qué no puedes decirme lo que te pasa?
Su mirada vaciló. Sus labios temblaron. Por un momento, estaba segura de que se desharía en lágrimas. Inclinó su cabeza y un silencio vacío se apoderó de los dos.
—No es nada —dijo rápidamente, en voz muy baja.
—Nada —repitió—. ¿Vuelvo a casa y me encuentro a mi esposa llorando, y dices que no es nada? Por el amor de Dios, ¡pensé que algo horrible había pasado! Pensé... ¡Dios, no sé lo que pensé!
Ella seguía mirando para otro lado, a todos lados excepto a él.
—Por favor, Justin, deja que me vaya. Me gustaría un poco de privacidad para recuperarme, si no te importa.
Su rechazo le hería en lo más profundo. Pero Justin sabía lo que pasaba. Claramente, su esposa era infeliz. Se arrepentía de haberse casado con él. En la carta a sus padres proclamaba que era feliz... pero su comportamiento le decía justo lo contrario.
Con la boca fruncida, la soltó.
—De acuerdo.
Ella se movió, ansiosa por dejarle.
Su voz la detuvo justo antes de que alcanzara la puerta.
—Saldremos para casa de los Farthingale a las siete y media.
Justin vio cómo su espalda se contraía antes de volverse hacia él.
—Preferiría quedarme en casa esta noche —dijo de la manera más educada.
Justin estaba ya negando con la cabeza.
—Me temo que ésa no es una opción, mi amor. Entiéndeme, me encontré a lord Farthingale y a algunos amigos suyos esta tarde, y mencioné que iríamos a la fiesta. Si no vamos, las malas lenguas empezarán a murmurar. Y según creí entenderte, eso es justo lo que tratas de evitar, ¿no?
Estaba claro que Arabella no apreció que se lo recordara. Le miró con desagrado.
—Como desees, entonces.
Un poco antes de las ocho, su carruaje se detuvo ante la mansión de los Farthingale. Arabella miraba con desánimo por la ventana en otra dirección.
—Hemos llegado —anunció Justin de forma inexpresiva. Un mayordomo abrió la puerta y les ayudó a bajar del carruaje.
En todo el camino no se habían dirigido ni una palabra. La tensión se respiraba en el aire. Justin había estado frío y distante, apenas había dicho unas pocas palabras desde el incidente en su estudio.
En toda su vida, Arabella no sabía cuándo se había sentido tan miserable. Sólo el orgullo detenía las lágrimas, una firme voluntad por no llorar.
Nada más poner un pie en la sala de baile, se vieron rodeados por una multitud. Todo eran palabras de enhorabuena y buenos deseos, aunque un poco más apartado, alguien sonreía de satisfacción.
—¿Así que has sido tú, Sterling, el que ha conseguido a la Inalcanzable, cuando todos los demás han fracasado?
¡Ah, Y pensar que ella había creído que nunca volvería a escuchar que la llamaran de nuevo la Inalcanzable!
A su lado, Justin se rió con ganas. Se afanaba por mostrar cómo la llevaba posesivamente del codo.
—Ah, pero mi mujer no es una mujer cualquiera. Supe que tendría que llevarla al altar tan rápido como pudiese, y así lo hice.
—¿Qué es lo que quieres decir, McElroy? —gritó una voz femenina—. ¡Muchas de nosotras nos preguntamos cómo se las arregló ella para cazar al hombre más guapo de toda Inglaterra!
La respuesta vino de una belleza rubia vestida de verde.
—¡Quizás sea mejor preguntarse cómo se las arreglará para mantenerlo!
Una cabeza elegantemente peinada con turbante se volvió en dirección a las dos mujeres. Se acompañó del sonido inconfundible de su bastón para interpelarlas:
—Es una pena que olvides tu propio matrimonio. Porque, según he oído, no se entiende cómo tú y tu querido esposo consiguen recordar sus nombres de pila. Además si hubieses tenido el privilegio de ver su primer beso como marido y mujer, como yo lo tuve, me atrevería a decir que ningún alma de las que se reúne aquí esta noche pondrían en duda la devoción que se profesan el uno al otro.
Arabella parpadeó. Una parte de ella quería aplaudir a la duquesa viuda de Carrington. Y la otra quería acercarse a la pequeña beldad rubia y aplastar su preciosa nariz (algo no muy propio de una dama como ella).
Su mirada se deslizó en dirección a Justin, sólo para descubrir una expresión divertida en su rostro. Saludó brevemente a la duquesa y después acercó la boca a la oreja de su esposa. Sus labios rozaron la curva de su barbilla cuando habló sólo para ella.
—Sugiero que se merecen otra demostración, aunque nada puede superar lo ya dicho. Además, ¿quién mejor que la duquesa para defendernos, verdad, mi amor? Así que, ¿por qué no vamos a saludar a nuestros anfitriones?
Arabella se iba mordiendo el labio mientras se alejaban del grupo.
—Es increíble.
—Y disfruta con ello, además —coincidió—. Si hay alguna mujer que debas tener de tu lado, ésa es sin duda la duquesa. —Se rió suavemente—. Utiliza el bastón como si fuera un arma. Es una visión como ninguna otra. Te prevengo, Arabella: si ves que lo levanta, hazte atrás y sal corriendo.
—¿Su bastón? —preguntó Arabella—. Creo que es más bien su tono de voz lo que utiliza como arma.
—Eso también, y se entiende por qué pocos se atreven a desafiar a semejante oponente.
—Bueno, a mí me gusta —anunció Arabella.
—Sí, creo que las dos sois bastante parecidas —Observó Justin.
Justin se quedó junto a ella la mayor parte de la velada.
Para todos los presentes, se mostró como el más atento de los esposos, manteniendo posesivamente una mano en el codo de su esposa y acercando la cabeza al hablarle, como si quisiera que cada una de sus palabras se clavasen en ella.
Pero ninguno de los dos había olvidado la riña que había precedido a su llegada. Arabella así lo sentía, algo que le dolía en el interior. Añoraba la proximidad que habían disfrutado en Bath.
Para empeorar las cosas, no encontraba la forma de explicar su comportamiento, ¡ni siquiera sabía cómo explicárselo a sí misma! No tenía ni idea de qué era lo que le había hecho llorar, sólo que algo se lo había provocado.
Se las arregló para mantener la compostura, sin embargo.
Los músculos de su cara empezaron a dolerle de sonreír porque, a pesar de todo, no tenía ninguna intención de provocar más cotilleos.
Lord Farthingale se aproximó.
—¿Puedo robarle a su esposo por un momento? Estoy compartiendo una botella de mi mejor brandy con varios caballeros y me gustaría ofrecer un brindis por el feliz novio.
¡Ay!, si supiera, pensó Arabella nerviosa. Alegremente, se apresuró a decir:
—¿Quién soy yo para negarles semejante ocasión?
Farthingale hizo una mueca.
—No lo retendré por mucho tiempo, lo prometo.
Arabella parloteó con varios conocidos, y después se trasladó junto a una columna de mármol al final del salón. Fue entonces cuando vio a Georgiana, quien le saludó con la mano, para unirse a ella a continuación.
—¡Arabella!, ¿cómo estás? —Georgiana le sonrió—. ¡Ah, confieso que me resulta extraño pensar en ti como en una mujer casada!
Arabella quería llorar, incapaz de soportar más comentarios sobre su nuevo estado matrimonial. En lugar de eso, se dio un puntapié mental para seguir alerta. Georgiana era la única persona que podría descubrirla si no ponía cuidado.
—Puede que esté casada —dijo alegre—, pero desde luego no me considero una matrona.
Georgiana frunció el ceño.
—Digo que... ¿cómo lo llevas?
—Espléndidamente —afirmó Arabella con cuidado—, a pesar de que ha sido un día duro el de hoy. Acabamos de llegar de Bath, ¿sabes?
Charlaron todavía un rato más e hicieron planes para ir de compras juntas la próxima semana.
Había pasado ya un rato y Justin seguía sin aparecer. Arabella revisó el salón de baile con la mirada.
Georgiana la vio y se rió.
—Aquí tenemos a una esposa ansiosa —bromeó—. Allí está.
Arabella hizo una mueca.
—¿Dónde?
—Viene hacia aquí... Ah, pero ahora veo que lady Dunsbrook le ha detenido.
El corazón de Arabella dio un brinco.
—¿Agatha Dunsbrook?
—Sí. No sabía que os conocierais.
—Y no nos conocemos —se apresuró a negar Arabella—. Creo que he oído su nombre, eso es todo.
De hecho, pensó Arabella distraída, era verdad. De repente recordó con nitidez la noche del baile de disfraces en los jardines de Vauxhall, cuando escuchó aquella conversación sobre Justin... y todas sus amantes. ¿Qué era lo que habían dicho?
«Tiene predilección por las amantes. Juraría, y no sería ninguna estupidez decirlo, que se ha acostado con más de la mitad de las mujeres que están aquí esta noche.»
Y esta mujer era una de ellas.
No pudo evitar que un dolor puro y afilado la traspasara.
Como tampoco pudo evitar apartar los ojos de Agatha Dunsbrook.
No podía imaginar a una mujer más guapa. Llevaba unos tirabuzones suaves y rubios sujetados con una corona. Era pequeña, apenas le llegaba a Justin a los hombros. Era, decidió Arabella, un modelo de gracia y encanto, todas las cosas que ella nunca podría ser. Llevándose el vaso a la boca, apuró todo el champán que quedaba.
—La conocí la semana pasada —continuó Georgiana—. No es mi intención ser mal intencionada, pero confieso que de verdad no me preocuparía por ella. ¿Recuerdas a Henrietta Carlson?
—Vagamente —respondió Arabella.
—Bueno, ella me recuerda a Henrietta.
Lo que no era nada bueno. Una cosa era ser hermosa. Después de todo, Georgiana era hermosa y dulce. Pero ser hermosa y cruel...
—Ah, he oído mi nombre —dijo Georgiana—. Te veré la próxima semana, si no antes querida.
Arabella se despidió de ella. Su atención volvió a Justin, que seguía hablando con Agatha. Cada vez que miraba, Agatha jugueteaba con sus dedos agarrándose al codo de Justin. Se acercó a él. Y después se puso de puntillas para tocarle la mejilla.
«Agatha ha vuelto a poner sus ojos en él», fue lo que una le las mujeres dijo.
¡Ay!, pero a Arabella no le cabía ninguna duda, a juzgar por lo atrevido de sus gestos.
Se sintió mareada. Débil. Era el champán, pensó confusa.
Arrastrando un suspiro, se obligó a mirar hacia otro lado, reuniendo toda su fuerza de voluntad.
En ese momento, Arabella se hizo una promesa: no actuaría de forma imprudente, no se precipitaría. Pero tampoco permitiría que Agatha Dunsbrook la dejase en ridículo.
En tres segundos, si Agatha Dunsbrook seguía con su marido, Dios mío, su marido, marcharía sobre ella y quitaría esos deditos rosados de Agatha del brazo de su marido para estrangular después con los suyos su bonito cuello. Al pensarlo, una de sus manos empezó ya a contraerse.
Uno. Dos. Tres.
Volvió a mirar. Ni Justin ni Agatha estaban a la vista.
—No te estarás emborrachando de nuevo, ¿verdad?
Su esposo estaba detrás de ella. Cogiéndole el vaso vacío, se lo entregó a un mayordomo que pasaba.
Arabella le miró sin sonreír. Él la observó inquisitivo.
—¿Te encuentras mal?
Lentamente, dejó que el aire saliera de sus pulmones.
—Estoy bien —dijo, sacudiendo la cabeza—. De verdad, lo estoy.
Ella estudió con cuidado, como si así pudiera averiguar algo que sus palabras no decían.
—¿Te has dado cuenta —dijo suavemente— de que estamos en el mismo lugar donde volvimos a vernos el mes pasado?
Arabella se mordió el labio.
—Creí que no te acordabas.
Arqueó una ceja.
—¿Como podría olvidarlo?
—Me escondía de Walter aquella noche —le confesó—. Tenía miedo de que se me fuera a declarar.
—Y en lugar de eso te encontré yo. Fui yo quien se te declaró.
Sus ojos se encontraron.
Agatha pasó a un segundo plano. Todo fue relegado a un segundo plano. Quería arrojarse a sus brazos y empezar el día de nuevo. Olvidar esa estúpida discusión...
Él cogió su mano entre las suyas y la elevó. No la besó, pero la mantuvo sostenida tan cerca de él que podía sentir el aliento cálido de su respiración sobre su piel.
Sonrió levemente.
—¿Qué, señor, va a chuparme otra vez como lo hizo esa primera vez?
—Tú memoria te falla —dijo inmediatamente—. Te mordí la primera vez. Te chupé la segunda. —La comisura de sus labios esbozaron una sonrisa. Seguía reteniendo su mano—. Y veo más de unas cuantas cabezas que miran en esta dirección. Si lo hiciera de nuevo, creo que daría mucho de que hablar.
—Ah, pero ahora estamos casados.
Besó sus nudillos, después balanceó sus dedos entre los de ella.
—Me estás tentando, amor. Pero te lo advierto, no me contentaré con probar simplemente el interior de tu muñeca. Te prometo que chuparé todo el camino que va hasta tus labios, y entonces sí que lo disfrutaré. —Con la mano que le quedaba libre, trazó una ardiente línea de abajo arriba en la parte de su brazo que quedaba desnuda al terminar la tela de su guante.
La idea hizo que la sangre corriera por sus mejillas.
—Justin —dijo débilmente—, como acabas de comprobar, tenemos audiencia.
—Te anticipo el momento en el que no la tendremos.
—No deberías decir cosas como ésa —le reprimió suavemente.
—¿Por qué no? Como tú misma acabas de señalar, estamos casados. Puedo decir esas cosas sabiendo que no vas a abofetearme.
—Sí, pero aún así... ¡deja de mirarme de esa manera!
—¿De qué manera?
—Como si... —Un color rosa intenso afloró por su garganta llegándole hasta las mejillas.
—¿Como si fuera a devorarte palmo a palmo?
—¡Sí!
—Y eso es lo que haré. Pero esto, me temo, será después.
Podía sentir como su cuerpo entero se volvía agua.
—¿Está tratando de aprovecharse de mí, señor?
—Te prometí una vez que cuando fuera a hacerlo, lo sabrías.
—Sí, y vas a dejar a los maridos en mal lugar, si sigues pareciendo tan cautivado por tu mujer.
—Quizás sea porque es cierto.
La garganta de Arabella se contrajo. Cuando él la miraba de la manera en que acababa de hacerlo ahora, era como si su estómago se le cayese a los pies y su pulso volviese de correr una gran distancia. La hacía sentir como si fuera la única mujer sobre la tierra. ¿Era éste su secreto? ¿Era así cómo cautivaba a tantas mujeres?
—En realidad —murmuró—, creo que es hora de que nos vayamos a casa.
Arabella no discutió. La noche estaba casi acabada, y ella se sintió de repente ansiosa por estar en casa... en brazos de Justin.
En el vestíbulo, esperaron a que les trajesen el carruaje.
Detrás de ellos, alguien tosió. Y ella y Justin se dieron la vuelta al mismo tiempo.
—¡Walter! —masculló Arabella.
—Hola, Arabella. —La mirada de Walter se trasladó a Justin también—. Mi enhorabuena a los dos. ¿Te importa si doy un beso de felicitación a tu esposa?
Justin inclinó la cabeza.
—En absoluto.
Arabella no tuvo oportunidad de acceder o de negarse.
Acercándose, Walter la cogió por los hombros y la besó ligeramente en los labios. Echándose hacia atrás, la examinó y Arabella sintió como si quisiese decirle algo más. En cuanto a ella, lo único que podía pensar era en que se moriría de vergüenza si él hacía una escena...
Walter miró a Justin y le ofreció la mano.
—Eres un hombre con suerte, amigo. Cuidarás de ella como se merece, ¿verdad?
Por un segundo, Justin se limitó a mirar la mano extendida de Walter. Arabella contuvo la respiración, consciente de lo extraña que era su expresión. Al fin, estrechó la mano de Walter.
Inclinó brevemente la cabeza.
—Lo haré —dijo débilmente.
—Estupendo. Ahora, si me disculpan, he prometido el siguiente vals a la señorita Larwood.
Justin no dijo nada mientras escoltaba a Arabella al carruaje.
Fue educado pero distante en el camino de vuelta. El corazón de Arabella se vino abajo. La proximidad que había habido entre ellos hacía tan sólo un momento se había esfumado, como sí nunca la hubiese habido. Un pensamiento la atormentaba, y aunque intentó apartarlo de su mente con todas sus fuerzas, se negaba a desaparecer.
Su primer día en Londres como marido y mujer... y había sido un desastre.