Capítulo diecinueve
Después de este primer día en Londres, las siguientes semanas transcurrieron sin más incidentes. Se habían acostumbrado a la vida marital con bastante facilidad, decidió Arabella. Algunas noches las pasaban solos en casa. Otras salían como marido y mujer, y Justin permanecía siempre a su lado, para alegría de Arabella. Era atento y cariñoso, considerado y amable tanto en público como en privado. Justin era, concluyó Arabella como en un sueño, el novio perfecto.
—Debo decir, querida —le comentó tía Grace una tarde en la que se acercó a su casa a tomar té— que te veo verdaderamente radiante.
Arabella puso crema de leche en su taza.
—Gracias—murmuró.
—¿Sería acertado decir que tiene algo que ver con tu nuevo marido?
Arabella enrojeció. Grace sonrió satisfecha.
—Te trata bien, entonces.
Arabella soltó la cuchara.
—Tía Grace, ¿puedo decirte algo?
—Desde luego, querida.
—Soy más feliz de lo que nunca lo he sido en toda mi vida —le confió Arabella. Así era como se lo había escrito a su madre—. Más feliz de lo que nunca soñé que sería.
Grace se rió encantada.
—¿Puedes creerlo? ¡Hace seis semanas tratabas de convencerme de que no estabas hecha para el matrimonio!
—No es el estar casada lo que marca la diferencia, sino el estar casada con el hombre adecuado. —La observación le vino sin pensar.
—No sabes cuánto me alegra oír eso. Creo que no podría soportar verte infeliz. —Grace se estrujó levemente los dedos. Bebió un sorbo de té y después depositó la taza en el platillo. La expresión de su tía no pasó desapercibida a los ojos de Arabella. Era como si estuviese tragándose la lengua.
—Tía —le dijo secamente— .. Veo que te mueres por decirme algo. Te lo ruego, ¿de qué se trata?
—Ah, nada importante. —Su tía la miró como si nada—. Estaba simplemente pensando que quizás debería empezar a preparar el bautizo.
Arabella se atragantó.
—¡Tía Grace!
Grace se rió con ganas. Sus ojos chisporroteaban todavía cuando se levantaron en dirección a la puerta un momento después. Arabella empezó a despedirse, pero de repente se detuvo.
—Casi me olvido —exclamó—. ¿Has recibido alguna carta de mis padres?
Grace sacudió la cabeza. —Me temo que no, querida.
Arabella frunció el ceño. Estaba ansiosa por conocer la reacción de sus padres a la noticia de su boda, y su madre solía escribir todas las semanas. Era extraño que no supiese nada de ellos...
Fue tía Grace la que intentó tranquilizarla.
—No te preocupes, querida. No siempre podemos confiar en el correo, sobre todo cuando viene de África.
Arabella se relajó.
—Tienes razón —murmuró. Trató de olvidar su desilusión y sonrió.
—Pero esto me recuerda, querida, que me gustaría que tú y Justin vinieseis a cenar el miércoles próximo. Sólo una cena familiar, entre nosotros cuatro.
Miércoles era casi una semana más tarde.
—Tengo que consultarlo con Justin —dijo Arabella automáticamente—, pero te enviaré una nota para decirte si no podemos venir.
Como siempre, el camino de vuelta a su casa pasaba por casa de los Larwood. Georgiana estaba saliendo de su propio carruaje cuando la vio pasar y la saludó con la mano. Ella se detuvo y Georgiana la invitó a entrar. Antes de que se dieran cuenta, eran casi las ocho...
Justin bajaba la escalera cuando Arabella llegó a casa. Se detuvo en el último escalón, con un leve gesto de censura en su rostro. Sus cejas perfectamente negras se arquearon indicando con la vista el reloj, que acababa de dar la hora.
—¡Ay, no! —exclamó, entregando su sombrilla y su bolso a una de las sirvientas. Justin estaba particularmente apuesto esta noche, vestido con un espléndido traje de noche y un pañuelo blanco inmaculado que hacía resaltar la piel bronceada de su cuello. Como siempre, su visión la hizo perder la respiración.
—¿Vamos a algún sitio esta noche? —Corrió hacia él—, Dame sólo un minuto para cambiarme. No tardaré, te lo prometo.
Una esquina de su boca se torció.
—Empecé a creer que habías olvidado el camino de vuelta a casa —dijo suavemente—. Dime amor, ¡debería estar celoso!
—Difícilmente. —Arabella se rió, corriendo a su lado—. Siento llegar tarde, pero tía Grace me invitó a tomar té y luego vi a Georgiana cuando volvía para acá.
—Ah —dijo con gravedad—. Bien, porque si me hubieses dicho que habías estado con Walter...
Arabella parpadeó.
—No puedo creer que sigas celoso de Walter.
—¿Y si fuera cierto?
Su sentido de la posesión la hacía siempre temblar de pie a cabeza.
—Entonces simplemente tendría que pensar en qué es lo que puedo hacer para remediarlo.
Decididamente, había un brillo en sus ojos.
—Una idea excelente —aprobó—. ¿Podemos empezar ahora? —Extendió la mano.
Sin respiración, Arabella posó sus dedos sobre los de él. Le sonrió mientras la conducía por la escalera, camino de la habitación.
—Después de ti, querida.
Arabella entró, sólo para detenerse al instante, incapaz de respirar. Cientos y cientos de rosas rojas brillaban inundando la habitación. La habitación estaba alumbrada sólo por decenas de velas que se distribuían por los cuatro rincones, sobre el escritorio, la repisa, en las mesillas de noche... El efecto era maravilloso. Una pequeña mesa situada frente a la chimenea había sido servida en delicado cristal y porcelana china.
—Justin —casi no podía pronunciar su nombre—. ¡Qué preciosidad!
Él cerró la puerta y se apoyó sobre ella, observando el juego variado de expresiones en la cara de Arabella.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo, pero sus ojos estaban puestos en unos labios que seguían partidos de asombro. Hizo un gesto hacia la mesa:
—¿Cenamos, ahora que la comida está aún caliente?
—Desde luego. —Arabella dejó que la tomara de la mano y la ayudara a sentarse.
La sirvió él mismo, aunque no estaba muy segura de lo que iban a comer. En realidad, tampoco le importaba. Sólo podía pensar en cómo Justin había preparado esta romántica velada, y en cómo esto la sobrecogía en lo más profundo de su alma.
Una vez terminaron de cenar, Arabella apuró su copa de vino.
—Ha sido deliciosa. —Recorrió con sus ojos la habitación una vez más—. Pero tienes todavía que decirme cuál es la razón de todo esto.
Él se encogió de hombros.
—Pensé que sería bonito pasar una agradable velada a solas con mi esposa en nuestra habitación.
El calor de sus ojos la hizo temblar por dentro.
—Qué extraño —se oyó decir—, yo creí que estábamos a solas casi todas las noches.
—¡Cómo! ¿Ya te estás quejando?
—No tengo ningún motivo de queja —respondió—, todavía... —Hubo un travieso brillo en sus ojos.
Sin dejar de mirarla, retiró la copa de vino de su mano y la puso a un lado. Levantándose, rodeó la mesa y la hizo levantarse ante él.
—Eso ha sonado a desafío.
—¿Ah, sí? —Arabella se sobresaltó en secreto de su atrevimiento—. Y yo que pensé que era una invitación.
Su risa baja y profunda hizo que su corazón se acelerase. Le gustaba hacerle reír, porque no lo hacía muy a menudo. Cada vez que él reía, ella lo guardaba en su corazón como un preciado tesoro.
Se dio cuenta entonces de que nunca le había visto tan cómodo como lo estaba esta noche.
De repente recordó lo que le había dicho la noche de bodas mientras ella le esperaba de pie en camisón. Deliberadamente, deslizó dos dedos bajo la solapa de su chaqueta.
—Creo que podemos pasar muy bien sin este... extraño atuendo.
Por un momento delicioso, sus ojos parecieron arder. Arabella sintió cómo su cuerpo se calentaba.
Él se quitó la chaqueta y el chaleco.
—Lo que sea para complacerte. —Su camisa siguió el mismo camino.
Cuando por fin se quedó sólo en pantalones, Arabella sintió como su boca se secaba. Él poseía no sólo la cara, sino el cuerpo de un dios. La luz de la vela dibujaba en la oscuridad su relieve dorado. Era todo músculos y oscuridad, todo calor y tendones, un hombre.
Y como para dejar aún más claro esto último, su miembro se levantó rápidamente ante sus ojos, una erección descarada que sobresalía con fuerza entre sus muslos.
Ella se quedó sin respiración. Que ella pudiera provocar esta reacción en él (que la deseara de esa manera) era algo que seguía provocándole el más profundo de los placeres.
Viendo cómo le miraba, Justin sonrió perezoso.
—Mi querida Arabella, resulta de lo más desconcertante estar aquí desnudo —sonrió— cuando tú no lo estás.
Arabella sintió cómo le ardían las mejillas. Así que él también estaba pensando en su noche de bodas...
—Entonces, quizás, querrás ayudarme. —Se volvió, dándole acceso a la línea de botones de la espalda de su vestido.
—Desde luego. —Se acercó a ella. Antes de que pudiese darse cuenta, su ropa le caía por las piernas. Con los dedos en su pelo fue quitándole una a una las horquillas del moño.
Un brazo de acero la atrajo, pegando su espalda contra él.
La dureza rígida de su miembro empujó sobre la blanda carne de sus nalgas. Retirándole el pelo, besó con fuerza su nuca.
—¡Dios, sabes tan bien! —murmuró—. ¡Tan condenadamente bien!
Con un gemido, Arabella se volvió en sus brazos, elevando su boca hacia la de él. Sus labios se encontraron de nuevo, con voracidad, como si se murieran de hambre el uno sin el otro.
—Tócame, mi amor —le dijo contra sus labios—. Tócame aquí. —Su voz era baja y gutural—. Tócame ahora.
Unos dedos fuertes rodearon su muñeca, arrastrando su mano hacia... abajo. Sus nudillos rozaron esa compacta superficie de su vientre. La punta de su pene, como una antorcha de fuego, pareció saltar en la palma de su mano.
Este movimiento repentino le hizo ahogar un grito, pero no dudó más. Agradarle era su único deseo, su única preocupación. Sin pensarlo, recorrió con las yemas de sus dedos la longitud de su miembro, haciendo círculos en el centro de su carne hinchada, escalando por su forma, arriba y abajo, una y otra vez. Tenía un tamaño que la reclamaba con locura, era más caliente que el fuego. Y duro, tan duro como el mármol; y sin embargo, bajo las líneas de su piel, podía sentir su pulso, un latido que repetía el ritmo de su corazón.
—¿Así? —susurró.
Ella pudo oír el sonido entrecortado de su respiración. Sobrecogida por la fijeza de su mirada, llena de un fuerte sentimiento de poder, estrechó su miembro y lo rodeó con sus pequeños dedos.
Guiada por el instinto y la aprobación que se dibujaba en su mandíbula, lo acarició primero con una mano y después con la otra.
Su mirada se quedó clavada ardientemente en la suya, con los ojos entreabiertos. Era como si ardiese por dentro y por fuera.
—Así... —Sus palabras fueron un lamento, hilvanadas por la necesidad—... justo así.
Cambió de posición, como si fuera un gato, adentrándose aún más en su abrazo. Con el pulgar, ella exploró hasta el mismo timón de su miembro, enfundado en una piel sedosa, extremadamente suave.
Una profunda inhalación fue su recompensa.
—Arabella. —Su nombre sonó entre risas y gemidos—. ¿Tienes alguna idea de lo que me estás haciendo?
Su pulso resonaba salvajemente en sus oídos. Lo sabía, pensó confusa. Podía sentir cómo una gota brillante y nacarada descendía por el centro de su pene. «El líquido de la pasión», pensó. Y en realidad, era como si humease. De manera espontánea, miró hacia donde tenía las manos.
Hipnotizada por el tamaño, no podía dejar de mirarle. La punta de su lengua salió para mojar los labios.
—¡Cielo santo, no hagas eso!
Él tiró bruscamente de ella. Lo siguiente que supo fue que unas manos la agarraban por la cintura. Se sintió atrapada contra él, suspendida hacia arriba, y después la suavidad de las mantas sobre su espalda.
Su cuerpo la siguió al interior. Pero él no la besó en los labios, no jugó con las puntas de sus pechos como esperaba. En lugar de eso, rozó con su boca el final de su vientre.
—Creo que te mereces un pequeño tormento, ¿eh, brujita?
Con la amplitud impecable de sus hombros, abrió al máximo sus muslos. Con la lengua, trazó un camino abrasador por el centro de sus rodillas hasta arriba. Y aún más arriba...
La mente de Arabella se balanceó. Al adivinar sus intenciones, se sujetó con las manos la cabeza sobre la almohada. Cada vez que él le hacía el amor, le enseñaba nuevos placeres. Pensaba que en estas dos semanas había aprendido prácticamente todo acerca del amor. Pero claramente, pensó vagamente, le quedaba todavía mucho por aprender.
—Justin. —Apenas podía respirar, mucho menos hablar. La anticipación sacudía cada nervio de su cuerpo, y especialmente allí, donde la respiración calentaba la piel—, la noche que nos casamos... cuando dijiste que había muchas otras cosas además de besar, ¿te referías a esto?
Ella tomó su gruñido como una respuesta afirmativa.
Ver su cabeza oscura colocada ahí, en profundo contraste con su pálida carne, provocaba en ella un hormigueo inexplicable.
—¡Ay, señor! —dijo débilmente—. ¿Y esto que haces entra dentro de lo que se considera «lascivo»?
Con sus pulgares apartó el vello cobrizo, adentrándose en la carne rosada y húmeda. Su cabeza empezó a descender.
—¿Tú qué crees? —murmuró.
Pero no le dejó tiempo ni para pensar, ni para ninguna otra cosa. Su boca era asombrosamente delicada; su lengua, divino tormento, empezó a moverse a un ritmo tórrido y evocador, lamiéndola, en un torbellino húmedo, hasta que pensó que no podría soportarlo más.
Lentamente, levantó la cabeza para mirarla, sus ojos febriles y ardientes.
—Dime, amor, ¿te gusta esto?
Sus puños se agarraron al pelo de él, pero no para alejarle.
—Sí —jadeó—, ¡ah, sí!
Y cuando él la tocó de nuevo, unas llamas abrasadoras lamieron todo su cuerpo. Se retorcía, precipitándose hacia el borde de la dicha. Cuando llegó el momento cumbre, se oyó gritar una y otra vez.
Sus pulmones se quedaron sin aire, porque Justin ya no pudo más. Se elevó sobre ella, su expresión tensa y contenida, rígida por la necesidad. Le atrapó los dedos con los suyos, y la boca, con frenética urgencia.
—Arabella. —Su nombre fue un sonido ronco y áspero—. ¡Ay, Dios! —Sus vientres se rozaron. Él empujó fuerte y profundo, bombeando y agitándose, incapaz de detenerse, peligrosamente cerca del final. El cuerpo de Arabella se enroscó a él fuerte y caliente, hambriento, buscándole con un frenesí semejante al de Justin. Apretó los dientes antes de llegar al clímax, determinado a volverse a atrás para darle placer de nuevo. Pero, que Dios le ayudase, nunca había sido tan bueno, nunca se había sentido tan bien. Ella estaba derritiéndole, de dentro hacia fuera, derritiendo su corazón, su misma alma.
Cogió sus caderas entre sus manos. Cada empuje le acercaba más al éxtasis. Sus gemidos de placer eliminaban cualquier esperanza de control. Echó atrás la cabeza y gritó. Lo que salió de él ardía, caliente y dulce.
Se colapsaron juntos, en un laberinto de miembros sin sentido. Pasó un buen rato antes de que ninguno de los dos pudiera moverse. Saciado, exhausto en lo más profundo, Justin se tumbó a su lado y la acunó contra él. Él sabía que Arabella sonreía. Trazó la línea de sus labios con las yemas de sus dedos.
—¿A qué viene esa sonrisa? —murmuró.
—Estaba pensando en tía Grace —murmuró a su vez Arabella.
—Tía Grace de nuevo, ¡qué halagador!
—Nos ha invitado a cenar el miércoles próximo, ¿te parece bien?
Acarició con la boca los pelillos de su frente.
—Mi amor, mi único deseo es complacerte.
Arabella apoyó la cabeza contra el hueco de su hombro, elevando la vista hacia él.
Justin arqueó una ceja.
—¿Tía Grace, de nuevo? —adivinó.
Arabella asintió.
—Sí —le confió casi sin respiración—. Justin, mi tía adora planear fiestas y esas cosas. Así que debo advertirte, para que no te sorprenda diciéndote alguna cosa...
—¿Cómo? ¿Otra mujer que dice lo que piensa? Empiezo a entender que tus tendencias te vienen del lado de tu madre.
Su broma no hizo sino aumentar su ansiedad.
—Sí, bueno, me temo que con lo rápida que fue nuestra boda, en fin, está ansiosa por empezar a planear el bautizo de nuestro... nuestro primer hijo.
—¿Ya? —Su sonrisa era casi vaga.
Arabella contuvo el aliento. No parecía muy descontento con la idea. Le miró con cuidado.
—¿Qué piensas tú de los niños, Justin?
Se encogió de hombros.
—Debo ser honesto —dijo con sequedad—: hasta hace unas pocas semanas, ni siquiera había pensado en el matrimonio, mucho menos en niños.
Arabella respiró.
—Si alguna vez tenemos hijos —dijo solemnemente—, espero que se parezcan a ti.
Justin se quedó helado. ¿Acaso sabía lo que estaba diciendo? Un hijo como él... Palideció por dentro. Por un instante, no pudo respirar. Pensó que iba a asfixiarse.
—Vi el retrato de tu madre en Thurston Hall. —Suspiró Arabella soñadora—. Eres la viva imagen de ella, ¿sabes? Te confieso que me gusta la idea de tener una hija con tu colorido. O un hijo con tus exquisitas facciones. —Todavía sonriendo, tocó su mejilla.
Justin no pudo evitarlo. Se echó hacia atrás.
—Dios bendito. No digas eso. Ni siquiera te atrevas a pensarlo.
Tanta violencia repentina evaporó su sonrisa.
Se sentó, cubriéndose los pechos con las sábanas.
—¿Es la idea de los hijos la que aborreces tanto? —le preguntó con cuidado—, ¿o es que tienes miedo de que se parezcan a mí?
Hizo un sonido con la garganta.
—Por el amor de Dios, Arabella, me niego a responder a tan ridícula pregunta. Si tuviera miedo de cómo nuestros hijos terminarían siendo, no me habría casado contigo, ¿no crees?
Tímidamente, preguntó:
—Entonces, ¿no te importaría tener una hija con los rizos tan rojos como el fuego?
—No —afirmó rotundo.
No llegaba a ser lo que ella hubiese querido oír. Armándose de coraje, alargó una mano hacia su cara.
Él la detuvo en seco, enrollando sus dedos en su muñeca y forzándola a bajar la mano.
Podía muy bien haberlo abofeteado. Un golpe a traición dañó su corazón y, aún así, encontró el valor para elevar la barbilla.
—Hiciste esto mismo la noche de nuestra boda, y vuelves a hacerlo ahora. Dos veces —señaló tranquilamente—. Justin, ¿por qué no quieres que te toque la cara?
Él apartó las sábanas y se levantó de la cama, ignorándola como si no hubiese dicho nada.
Arabella guardó silencio. Miró atontada la línea de su espalda mientras se ponía el batín.
—¿Justin? —susurró.
Casi con furia, anudó con fuerza el cinturón.
—Toda esta discusión sobre los niños es prematura. —No la miró mientras hablaba. En realidad, se dirigía ya hacia la puerta.
Arabella salió de la cama. Alargó la mano hacia la percha en busca de su propia bata. Estaba todavía tratando de meter los brazos por las mangas, cuando la puerta se cerró de un portazo.
No se dejó intimidar... y ya estaba a tres pasos detrás de él cuando entró en el estudio.
Justín fue directamente a la mesa cercana a la ventana y cogió una licorera de cristal. Con los labios apretados se sirvió un generoso vaso, sabiendo que era totalmente consciente de su presencia. Pero prefirió no mirarla. Se llevó el vaso a los labios, y miró por la ventana, dándole la espalda.
Detrás de él, Arabella se cruzó de brazos.
—Tienes razón —dijo sin alterarse—. El tema de los niños puede esperar, aunque lo cierto es que no hemos hecho nada para prevenirlo, ¿no? Pero quiero que me respondas, Justin. ¿Por qué no dejas que te toque la cara?
Al principio se había sentido perpleja, luego herida. Ahora, estaba determinada a aclarar el asunto.
Justin apuró hasta la última gota del vaso, con los ojos distantes.
—¿Debemos discutir esto ahora?
El tono de Arabella fue tan molesto como el suyo.
—¿Y cuándo será un buen momento? ¿Nunca?
Sus ojos parpadearon.
—Si no te importa, Arabella, me gustaría disfrutar del brandy en privado.
—Bueno, pues me importa —le respondió cortante—. ¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué he dicho? ¡Contéstame, maldita sea!
Sus labios dibujaron lo que a duras penas parecía una sonrisa.
—Un lenguaje no muy apropiado para la hija del vicario, mí amor.
Arabella le miró fijamente. Tenía los labios comprimidos y pétreos. Era como si pudiese ver cómo se alejaba, cómo se encerraba en sí mismo... lejos de ella. Pero ¿por qué? ¿Por qué?
El pulso le latía con fuerza. Retumbaba como un reloj en una habitación vacía, tanto que quería gritar. Se quedó inmóvil, con un miedo extraño, con un miedo que no podía comprender. Bajo su hermosa fachada se escondía algo, algo que no quería compartir con ella.
Su enfado se esfumó tan rápido como había aparecido. Pero su serenidad se tambaleaba peligrosamente. Se sentía desconcertada, herida, ansiosa, y necesitaba que el poco valor que aún le quedaba se quedara donde estaba.
—¿Por qué estás así? ¿Justin, qué te pasa?
Dio una breve risotada.
—Dios mío, tres semanas de matrimonio y crees que me conoces desde siempre.
Arabella contuvo la respiración. ¡Dios, podía ser muy cruel si se lo proponía!
—Fuiste tú el que dijo que nos parecíamos. —Sacudió con la cabeza, mirándolo suplicante—. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué eres tan frío?
—¡Qué, Arabella! —Se señaló con el brazo—. ¿No te gusta lo que ves? ¿Lo que soy? Quizás deberías haberte casado con Walter.
Sus palabras la hirieron en lo más profundo.
—Sé lo que intentas hacer, Justin. Intentas alejarme de ti, ¿verdad?
—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no puede un hombre tener un momento de soledad?
Más que nada, Arabella se moría por acercarse a él. Lanzarse a sus brazos y rodearle. Pero por algún motivo sabía que si lo hacía, sería rechazada. ¿Cómo podía una noche que había empezado tan bien, terminar de una manera tan horrible?
El suspiro que dio fue hondo y atormentado.
—Algo pasa, Justin. Lo sé. Puedo sentirlo. Algo muy malo...
—¡No pasa nada malo!
La tensión se agrandó irremediablemente. Desesperada, se abrazó con sus propios brazos, como si tuviera frío de repente. De hecho, reconoció vagamente, se sentía como si la hubiesen hundido en una piscina de agua congelada.
—¿Es así como va a ser siempre? —lo dijo muy bajito, con la amenaza de las lágrimas en su cara—. ¿No compartiremos nada más que la pasión? ¿Nada más que la cama? ¿Cómo puedes decirme que nada...?
—Arabella —le dijo educadamente—, te pido por favor que me dejes.
Después se dio la vuelta, mirando a la ventana, con el perfil de su cuerpo dibujado en plata. Su posición era inflexible, su cara una máscara de piedra.
El silencio fue infinito. Era como si ella no hubiese hablado, como si ni siquiera estuviese allí... como si se hubiese olvidado de ella.
Incluso como si ni siquiera existiese.
—Justin...
Con una maldición, se volvió.
—¿Vas a seguir acosándome? —le soltó secamente—. ¿Es que me he casado con una vieja regañona? ¡Vuelve a la cama y déjame en paz de una vez!
Su mirada era salvaje. Su tono, fiero. Se sentía aterrorizada.
Un dolor cortante le penetró el corazón.
Arabella no esperó más. Con un pequeño y agudo sollozo echó a correr.