Capítulo uno

Londres, 1817

El ambiente que se respiraba en White no era particularmente diferente al de cualquier otra noche. Un grupo de elegantes caballeros rodeaban la mesa de juego. El aire se sentía cargado con el olor a brandy y tabaco. Con su largo cuerpo estrujado en una silla de terciopelo verde, Justin Sterling hojeaba el periódico del día, como si no le interesase lo que éste pudiera revelarle ya que en realidad, así era. Sus largas piernas cruzadas a la altura de los tobillos, una postura en la que uno nunca deja de estar cómodo.

—¡Que Dios nos coja confesados! ¡Así que por fin te has dignado a honrarnos con tu presencia de nuevo!

Justin miró al intruso por encima del periódico, para encontrarse con los ojos de su amigo Gideon.

Los ojos de Gideon se dirigieron a la silla vacía situada junto a Justin.

—¿Puedo?

—Pero cómo, ¿me estás pidiendo permiso? —Dejó a un lado el periódico. Gideon era un hombre conocido por hacer siempre lo que le apetecía, cuando le apetecía y donde le apetecía. Un hombre de la admiración de Justin, por así decirlo.

—Bueno —dijo Gideon—, teniendo en cuenta lo impredecible de tu estado de ánimo cuando dejaste el país, pensé que sería mejor hacerlo.

Era cierto. Incluso su hermana política, Devon, había comentado su mal humor antes de partir. La razón: Justin la ignoraba. No era que echase de menos la compañía, ni femenina ni familiar. En realidad, tenía a su disposición todo aquello que necesitaba o pudiese necesitar. Por tanto, ¿qué más podía pedir un hombre?

No lo sabía. Eso era lo que le martirizaba. En aquel punto, había decidido tres meses antes que un cambio de escenario volvería a poner las cosas en su sitio. Y se había trasladado al continente: París, Roma, Viena... Había viajado para contentar su alma, como una pura concesión a su corazón.

Y ahora estaba de vuelta.

Si bien su corazón no estaba más contento que antes. Justin alcanzó su vaso de oporto.

—Y mis mejores deseos para ti también —murmuró con sequedad.

—Mis disculpas, entonces. Debo decir que se te ve particularmente bien hoy. —Gideon admiró la lana ceñida a la perfección de su indumentaria—. Debe de ser tu sastre. Weston, supongo.

Justin asintió. Weston era el mejor, y también el más caro, sastre de la ciudad.

—Supones bien.

Un estruendo de risas se oyó no muy lejos.

—¡Dos mil libras al hombre que la consiga!

Justin dirigió su mirada directamente hacia Ashton Bentley, en un momento en el que ejecutaba una reverencia tembloroso. Justin no se sorprendió, habida cuenta de la predilección de Bentley por la bebida, hasta el extremo de que siempre se las arreglaba para sobrepasar los límites de la tolerancia.

—Eleva la apuesta y hazla que merezca la pena —dijo otro sujeto.

Las voces venían de un grupo de hombres congregados a sólo unos pasos del famoso mirador de White donde Beau Brummell y sus contertulios solían reunirse, si bien esta noche no estaban presentes. Al parecer la discusión se estaba poniendo interesante.

Se produjo una ostentosa carcajada.

—¡Nadie la ha visto perder su virtud ni estar a punto de hacerlo, a menos que lo haga en su noche de bodas!

—¡Nunca consentirá en tener relaciones antes del matrimonio! —silbó otro—. ¡Si no, pregunta a Bentley!

—¡Demonios! No necesitaré tomarla en matrimonio, ni siquiera comprometerme con ella, para hacerla mía. ¡Esa rosa será deshojada al final de la estación como me llamo Charles Brentwood!

A lo que otro hombre respondió incrédulo:

—¿Quién? ¿Ella, llevada al huerto? Ni muerta.

—¡Dos mil a que puedo acabar con ella! —se pavoneó Patrick McElroy, el segundo hijo de un conde escocés—. ¡Y su marido, cuando ella se digne a elegir a uno de entre todos los bufones que la cortejan, no se enterará nunca de que no fue el primero!

—Entonces ¿cómo sabremos que el acto fue consumado? —La pregunta era inevitable—. Reclamar el hecho es una cosa, tener éxito otra bien distinta.

Lo cierto es que Justin había estado considerando justamente este punto.

—Tiene razón —exclamó uno entre el griterío—. ¡Necesitaremos una prueba!

—¡Un trofeo! —careó alguien—. ¡Necesitamos un trofeo!

—¡Un mechón de su cabello será la prueba! ¡No hay otra alma en Inglaterra con el pelo del color del fuego!

Sin duda se trataba de alguna joven debutante quien había captado toda la atención de la temporada. En su opinión, el escocés McElroy resultaba vulgar y Brentwood carecía de finura en su trato con el otro sexo. Por lo que Justin compadeció a la criatura, se tratara de quien se tratase.

La mirada de Justin no se había apartado del grupo.

—Parece que el grupo se pone caliente —murmuró a Gideon—, y confieso que mi curiosidad crece por momentos. ¿Quién es esa mujer que les tiene tan fascinados?

Gideon concedió una sonrisa divertida:

—¿Quién si no la Inalcanzable?

—¿La qué?

—No «qué», sino «quién». Has estado fuera demasiado tiempo, amigo mío. Después de haber rechazado tres ofertas de matrimonio en una noche (entre ellas la de Bentley), se ha convertido en la Inalcanzable. Se ha hecho bastante famosa estos días, ¿lo sabías? Es la admiración de la temporada.

Justin elevó los ojos al cielo y suspiró:

—Justo lo que Londres necesita. Otra monótona, aburrida e insípida debutante.

—Bueno, no exactamente una debutante. Tiene casi veintiuno aunque no creo que haya tenido nunca una puesta de largo. Y desde luego de todo, menos insípida —dijo Gideon dejando escapar una risotada—. Ah, ésta sería la última palabra que yo utilizaría para describir a la Inalcanzable.

—¿Y qué palabra utilizarías tú entonces para describirla?

Justin apuró la copa con los labios, mientras Gideon apretaba los suyos.

—En realidad, una sola palabra no lo haría. Es verdaderamente deliciosa, aunque, ah, ¿debo decir esto? No es una mujer convencional, sino toda una furia. Desde luego, no tiene nada de aburrida y difícilmente podría ser una mujer monótona. Creo que no la he visto nunca vestida de color blanco. Y su pelo es del color del fuego —asintió en dirección al grupo—. Un digno trofeo, verdaderamente.

—Suena como si difícilmente fuera la primera flor de la primavera.

—No es la típica debutante. Pero quizás por eso es tan atrayente. Es una mujer de... ¿cómo decirlo? Una mujer de colosales proporciones. —Gideon emitió un dramático suspiro—. Tiene la gracia de un pez fuera del agua y desde luego no podría bailar para salvar su alma.

El arqueo de unas cejas negras perfectamente definidas se hizo más pronunciado y Justin hizo bajar su copa para examinar a Gideon sin dar fe a lo que oía. Hizo un pretendido gesto de disgusto.

—¿La criatura es un gigante, anda a tropezones, su edad está casi al límite y aún así, ha rechazado a tres pretendientes?

—En efecto —afirmó Gideon—, y ni siquiera tiene una fortuna que la respalde.

—Dios mío, ¿es que todos los hombres de la ciudad se han vuelto locos?

Gideon sonrió dulcemente.

—Desde luego. Lo que están es locos, pero locos por ella. Calculo que... sí, quizás la mitad han sido atrapados. Enamorados. Embrujados y arrodillados a sus pies declarando su amor por ella. La otra mitad se encuentran aquí en White —susurró Gideon al oído de Justin—, intentando la forma de mirar bajo sus faldas, como ya has oído.

Incluso el cínico de Justin arqueó una ceja:

—Parece que incluso tú has sido embrujado —observó—, ¿has sucumbido también tú al poder de sus encantos?

Gideon profirió una carcajada como única respuesta. Pero casi antes de que el sonido emergiera de sus labios, sus ojos le traicionaron por una fracción de segundo. Justin le conocía demasiado bien como para no ver lo que Gideon trataba de ocultar. Le dirigió una mirada atenta, casi asombrada. Gideon no era del tipo de personas que se avergüenzan fácilmente.

—No me digas —exclamó Justin al fin— que te encuentras entre la corte de bufones de ahí al lado. —A juzgar por su ceño fruncido, Gideon no se tomó muy bien el cumplido.

Justin no pudo resistirse a la ironía:

—Te puso en tu lugar, ¿no es cierto?

—No seas tan condenadamente engreído —explotó Gideon.

Su amigo dio un sorbo al aporto.

—En verdad que no lo pretendía. —Contempló el interior de su copa, conmovido. No le agradaban las mujeres pelirrojas, y por una buena razón: le recordaban a...

—Pareces bastante asustado, Justin. ¿Qué sucede?

—Por si te interesa, estaba pensando en una mujer que me puso en su sitio hace algunos años.

—¿A ti? ¿Quién?

El incidente que se empeñaba en apartar de su mente no era uno de los más memorables. Ella había conseguido abatir su orgullo, un orgullo que, por aquel entonces, tenía bastante henchido. La razón por la que la chica le había elegido a él para su travesura, la desconocía. Por supuesto, Sebastian seguía recordándole el incidente con la pequeña pícara a la menor ocasión. Niña o no, él nunca había olvidado, mucho menos perdonado, a aquella pequeña salvaje que había intentado degradarle.

—Bastará con que sepas que quizás no somos tan intocables como pensamos, ninguno de los dos. —Se cuidó de decir que la mujer en cuestión no era sino una niña (y que él no era más que un muchacho). Dios sabe que Gideon no hubiese parado de mofarse si lo hubiese sabido.

Justin retornó la conversación que les ocupaba:

—Debe de ser impresionante esa criatura a la que llamáis la Inalcanzable. Debe de serlo si ha sido capaz de tenerte a ti, el bribón más conocido de la ciudad, suplicando por sus faldas.

—Oh, pero creo que esa distinción te pertenece a ti. —Era evidente que Gideon había recuperado su aplomo y estaba otra vez dispuesto a enfrentarse con cualquiera—. No obstante, si piensas que podrías hacerlo mejor deberías incluirte también entre los que apuestan. —Y señaló el grupo en el que todavía se discutía sobre la Inalcanzable, en términos aún más indecentes.

Antes de que Justin pudiese contestar, la voz de Bentley cruzó de nuevo el salón.

—¡Tres mil libras para el hombre que consiga deshojar a la Inalcanzable!

—¡Ajá! —exclamó Gideon—, las apuestas empiezan a subir.

Justin movió la cabeza con desaprobación.

—Dios santo, Bentley está bebido. Alguien debería sacarlo de aquí antes de que vaya a la mesa de juegos y pierda hasta la ropa interior.

—¿Quién acepta la apuesta? —Hubo un puñado de manos alzadas en respuesta, cinco en total: McElroy, Brentwood, Lesster Drummond, William Hardaway (¡un muchacho recién salido del colegio!) y Gregory Fitzroy.

—¡Que conste! —gritó la voz—. ¡Tres mil libras para aquel de vosotros cinco que consiga a la Inalcanzable!

Hubo en la sala un estrépito triunfal de vítores, lanzamientos de billetes por los aires y un hombre fue enviado a por el libro oficial de apuestas. No es que Justín estuviera sorprendido por la apuesta, dado que en lo referente a apuestas, nada se consideraba sagrado aquí en White (tampoco en ningún otro club masculino de la ciudad). Eran todos unos granujas, decidió Justin no sin una mueca de burla, y él y Gideon, los peores del grupo.

Muy a pesar suyo, Justin se encontró pensando en la Inalcanzable y en lo que podría hacerla tan especial. Su mirada volvió a Gideon. Le pareció desconcertante ver que los ojos de Gideon se habían cerrado de nuevo. Justin no estaba seguro de que le gustase el aire de divertimento que vio en su rostro.

Conocía bien lo que significaba que Gideon ladease así la cabeza.

—Intrigado estamos, ¿eh, Justin?

Justin se encogió de hombros.

La risa de Gideon se hizo más fuerte.

—Admítelo. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Estás intrigado. Si no por la enorme cantidad de dinero que está en juego, sí por el hecho de que la Inalcanzable haya merecido mi interés.

Una ceja negra cargada de elegancia se elevó en su rostro:

—Debe de ser verdaderamente un témpano de hielo si se resiste a tus encantos.

Gideon no confirmó ni negó nada. En su lugar, un centelleo salió de sus ojos.

—Si ése es el caso, no hay duda de que estás pensando en derretirlo.

—Ni siquiera tengo intención de intentarlo —dijo Justin con brusquedad.

—Lo confieso, me estás desilusionando. —Gideon simuló un lamento—. Tú, el hombre de innumerables conquistas. Por Dios, te has ido y has vuelto casi... si me permites decirlo, has vuelto casi respetable. Te estás convirtiendo en un zoquete.

Ahora sí, eso merecía una carcajada.

Tenía un demonio dentro y todo el mundo lo sabía... todos menos, quizás, su hermano Sebastian, a quien le gustaba recordarle que tenía momentos de respetabilidad. La manera en la que se había aventurado en varios negocios y había conseguido una respetable suma de dinero, por ejemplo. También, había dejado la casa familiar dos años atrás y había alquilado su propio lugar, justo antes de la boda de Sebastian. Razones por las cuales, pensaba su hermano, podía considerársele respetable.

Un halo de simpatía empezaba a invadirle, sobre todo porque ya iba por su tercera copa de oporto. Aún así, su sonrisa fue un poco forzada.

—No te molestes en superarme, Gideon —respondió amigablemente.

Gideon hizo un gesto hacia el grupo que seguía congregado alrededor del libro de apuestas.

—Entonces, ¿por qué estás eludiendo el tema?

En aquel momento, Justin se enfadó:

—En primer lugar, porque parece que ella es insoportable. En segundo lugar, porque no hay duda de que es un parangón de virtudes...

—¡Ah, eso sin lugar a dudas! ¿No te mencioné que es la hija del vicario?

El corazón de Justin se encogió. La hija del vicario... el pelo del color del fuego... Pero no era posible. Apartó inmediatamente la idea de su cabeza.

Era imposible que fuera ella.

—Puedo ser muchas cosas, pero no soy un embaucador de mujeres inocentes. —Elevó a Gideon su mirada más condescendiente, aquella que hubiera hecho correr a más de uno.

Sin embargo, en Gideon no provocaba ese efecto. En realidad, no provocó sino otra de sus risotadas.

—Perdóname. Pero por lo que tengo entendido, eres un embaucador de cualquier mujer que se cruce en tu camino.

—Detesto a las pelirrojas. Y tengo una verdadera animadversión por las vírgenes.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que nunca has estado con una virgen?

—Creo que no —relató Justin con desgana—, ya sabes que mis gustos son refinados, nada de particular: rubias pálidas y delicadas.

—¿Dudas de tus habilidades? Una mujer de la talla de la Inalcanzable requiere un trato gentil. Sólo piénsalo: una virgen, para hacer y moldearla como te plazca. —Gideon le profirió una mirada llena de exageración—. ¿O quizás, como hombre de edad, tienes miedo de que tu aclamado encanto esté desapareciendo?

Justin se dignó a dedicarle una media sonrisa. Los dos sabían la verdad.

Gideon prosiguió:

—Entiendo que necesitas otro tipo de persuasión. Sin duda los tres mil de Bentley no son una justa suma para un hombre de tu categoría. ¿Qué te parece si hacemos esta apuesta más interesante?

Con los ojos siempre fijos en él prosiguió:

—Te propongo que doblemos la cifra, una apuesta entre nosotros dos. Algo privado, entre dos amigos, si lo deseas. —Sonrió—. A menudo me he preguntado qué mujer puede resistirse al hombre calificado como el más guapo de toda Inglaterra. ¿Existe esa mujer? Seis mil libras a que ella lo hace. Seis mil libras a que esa mujer es la Inalcanzable.

Justin se quedó callado. Seducir fríamente a una virgen, hacer que se enamorase de él cruelmente para que pudiese...

Dios. Que estuviera solamente considerándolo decía tan poco de su carácter o de su falta de él. De hecho sólo probaba lo que todos decían siempre...

No tenía redención.

Era un granuja y por mucho que Sebastian protestase, sabía que nunca cambiaría.

—Seis mil libras —añadió Gideon de manera deliberada— ¡y te garantizo que cada penique merece la pena! Sólo te pongo una condición.

—¿Y de qué se trata?

—Debe ser tuya al final de este mes.

Una sonrisa tardó en aflorar a los labios de Justin.

—¿Y qué prueba querrás?

—Bueno, me atrevo a decir que sabré cuándo la criatura ha caído entre tus garras.

Estaba bebido, pensó Justin, quizás tan bebido como ese entupido de Bentley o quizás era que no quería reconsiderar la idea. Pero él era un hombre que no podía resistirse a un desafío. Y Gideon lo sabía.

Había habido muchas mujeres en su vida. Había alcanzado la edad de veintinueve y hasta entonces ninguna mujer había conseguido captar su interés durante más de unas semanas. Él era como su madre en este aspecto, pensó con tristeza. Total, ¿qué sería una más?

Y si todo lo que se decía sobre la Inalcanzable era cierto... si no ocurría nada más, podría resultar un entretenido escarceo.

Entonces se encontró con los ojos de Gideon.

—Sabes —murmuró Justin—, que nunca hago una apuesta a menos que crea que puedo ganarla.

—¡Cuánta arrogancia! Además, creo que quizás seas tú el que tengas que pagarme. Recuerda, tienes que librarte también del resto de la multitud. —El gesto de Gideon se dirigió hacia Brentwood y McElroy.

Justin echó atrás la silla y se puso en pie.

—Algo me dice que tú sabes dónde puedo encontrar a ese dechado de virtudes.

Gideon le miró con ojos chispeantes.

—Creo que podría ser en el baile de Farthingale.