Capítulo dos
La señorita Arabella Templeton se esforzaba en mirar el baile desde una columna de mármol, en una esquina del salón de baile, haciendo lo imposible por mantenerse escondida.
Un centenar de velas brillaban en la lámpara de cristal que dominaba el centro del salón de la casa de los Farthingale. Aunque la vista era sobrecogedora, Arabella deseó estar en cualquier otro sitio. En cualquier otro lugar se hubiese sentido mejor. Sin embargo, ni tía Grace ni tío Joseph parecían tener intención de marcharse por el momento.
—¿Se ha ido ya? —susurró.
—No. —La encantadora Georgiana inspeccionaba con detenimiento todos y cada uno de los rostros—. Los otros han desaparecido, pero vi a Walter hace un minuto junto a los músicos. Ahora me temo que he vuelto a perderle.
Arabella contuvo un gruñido. Se trataba de Walter Churchill, un tipo demasiado agradable, en su opinión. Todos lo eran, a excepción de Ashton Bentley. Si bien Walter se había mostrado más persistente esa noche que de costumbre.
Desde su llegada, se había visto rodeada, acosada hasta el punto de sentir que iba a asfixiarse. Sus pies le dolían horriblemente embutidos en unos zapatos que no eran de su número (esto era lo que sucedía cuando se tenía unos pies del tamaño de un continente) y todo lo que deseaba era estar en su cama y tener un momento a solas para pensar. Lamentablemente, su libreta de baile estaba llena desde el principio hasta el baile
Perdición. Se las había arreglado para librarse de algunos bailes, pero un grupo de caballeros seguían rondándola y ofreciéndole limonada. En especial Walter, quien parloteaba de una manera que a ella le daban ganas de gritar. Desesperada, había anunciado la necesidad de responder a la llamada de la naturaleza. A lo que hubo un silencio (sabía que se mostrarían extrañados ante tanta franqueza, pero a Arabella ya le daba todo igual).
Por fortuna, Gergiana había acudido a su llamada de auxilio. Un año menor que Arabella, se habían conocido al terminar el colegio en el que ambas habían estudiado. Fue un día en el que Arabella se dirigía a su mesa situada en la esquina del comedor donde solía comer sola. A su paso, las chicas empezaron con sus inevitables comentarios sobre su pelo y su altura, comentarios cuya intención era la de que su destinataria los escuchara. Avergonzada, Arabella bajó la vista y alzó los hombros. De todas formas, no había nada que pudiese hacer para disimular sus largas extremidades, y además, su madre siempre le había enseñado a estar orgullosa de lo que era. Así que mientras caminaba, se propuso ignorarlas. Desgraciadamente, el único camino para llegar a la esquina pasaba por donde ellas estaban.
Hubo un comentario particularmente desagradable (de su adversaria Henrietta Cadson) seguido del coro de burlas inevitable. Arabella no se paró a pensar que de algún modo esto era siempre su perdición. Sencillamente, hizo lo primero que se le pasó por la mente.
La visión de una sopa de guisantes escurriéndose por los rizos peinados con lazos rosas de Henrietta fue de lo más gratificante. Al día siguiente, tía Grace y tío Joseph pasaron una larga tarde con la directora del colegio, lo que pudo salvar la permanencia de Arabella en el internado.
Esto marcó la última noche en la que comió sola en la esquina. La noche siguiente, Georgiana le preguntó tímidamente si podía unirse a ella. Al parecer, Georgiana compartía con Arabella el mismo desprecio por Henrietta.
No importaba que tuvieran gustos diferentes en muchas otras cosas. Aunque los comentarios hostiles contra Arabella continuaron, la amistad de Georgiana ayudó a sobrellevarlos. Si Arabella era una persona a la que le gustaba dejar bien claro lo que sentía, Georgiana era bastante reservada, incluso reflexiva. Georgiana resumía la dicotomía bastante bien con una frase: «La diferencia entre nosotras, Arabella, es que tú tienes el coraje de decir lo que yo puedo sólo pensar».
Su amistad no se había debilitado con el paso de los años. Era cierto que Arabella no había sido criada según las normas establecidas por la alta sociedad londinense. Aunque fue a la escuela primaria en Inglaterra, los deberes como misionero de su padre la habían llevado a ausentarse en lugares tan remotos como India y África. A Arabella siempre le había gustado Londres, pero a veces le resultaba difícil adaptarse a las rígidas normas impuestas a una dama de su condición. Lo cierto es que Arabella no había nunca encajado totalmente en ningún sitio. Cuando estaba fuera con sus padres, no tenía necesidad de hacerlo. Así que había crecido bastante acostumbrada a hacer las cosas a su manera.
De nuevo, intentó mirar en dirección a Georgiana desde detrás de la columna.
—¿Georgiana?
—Creo que ahora es seguro salir —se aventuró Georgiana.
Arabella dio un paso hacia fuera de la columna, no sin cierta precaución.
—Georgiana, tengo miedo de que un cuarto traje se me acerque.
Georgiana se rió.
—No te rías —protestó Arabella—, deberías ser tú la que estuvieses espantando admiradores y no yo.
Pequeña, con una cabellera sedosa y rubia, y un rostro ovalado, Georgiana era el mejor ejemplo de lo que se consideraba una auténtica señorita londinense, precisamente, todo lo que Arabella no era.
La madre de Arabella, Catherine, así como su hermana mayor Grace, habían sido las dos unas bellezas en su día. Pero a su pesar, Arabella era el vivo retrato de su padre. De él había heredado no sólo su altura y cuerpo fibroso, sino también su abundante mata de pelo rojo... en definitiva, todo lo que estaba menos de moda en una época en que sobresalían los cánones de belleza marcados por la pequeñez y la palidez, a la manera de Georgiana.
—En cualquier caso, Georgiana, me encanta tu vestido. Pareces una princesa. —Un fino guante de bombasí blanco completaba su atuendo—. ¡Cómo desearía poder llevar blanco!... Pero hace que mi piel parezca una pasta —añadió, echando una mirada a su propio vestido, de seda azul.
—Brillas como una piedra preciosa —comentó Georgiana con cariño—. Por eso todo el mundo se vuelve loco contigo.
Arabella se guardó su opinión al respecto. No había forma de esconder sus colores llamativos. Había aprendido por la teoría del ensayo y del error que no tenía ningún sentido intentarlo.
—Reconozco esa expresión en tu cara, Arabella. No discutas. Eres la sensación. Acéptalo y disfruta.
—Sabes tan bien como yo que no se trata de mí. —Se consideraba tan desgarbada como los elefantes que había montado en la India. En asuntos como éste, se sentía cohibida y extraña, se tenía que esforzar por morderse la lengua para no decir lo que estaba pensando. Sencillamente, no tenía paciencia para recordar cada una de las rígidas normas de la sociedad, a pesar del tutelaje que ejercían sobre ella tía Grace y Georgiana.
¡Señor, cómo odiaba toda la atención que estaba recibiendo esta temporada! Había pasado toda su vida provocando segundas miradas. A estas alturas debería estar acostumbrada a las miradas sorprendidas de los demás. Nunca había podido decidir qué era peor: si tener el pelo del color del fuego o ser la mujer más alta del reino (aunque estaba convencida de que lo era del mundo entero). Al final, la sociedad había terminado por aceptar la mayor parte de sus descuidos, tal vez por el respeto que merecían tía Grace y tío Joseph entre los miembros de la alta sociedad.
Arabella suspiró.
—Es únicamente porque tuve la suerte de recibir la primera proposición de la temporada.
—Así como la segunda y la tercera. —Georgiana intentó mantener su expresión seria—. Debería estar un poco celosa, pero eres tan inocente que desconoces tu propio encanto.
—¡Georgiana! Te aseguro que es todo bastante incómodo. Nunca imaginé que pudiera causar tal conmoción. ¡Debería haberlo sabido! Antes de que me diera cuenta, todo Londres estaba hablando de mí. Y ahora es como si todo Londres estuviese mirándome, y todos esos estúpidos caballeros merodeando como buitres. Los he visto, ¿sabes?, en África, y no es una bonita visión.
Georgiana no contestó. Este silencio hizo que Arabella volviera la vista hacia ella.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
Georgiana miraba a la sala de baile, boquiabierta. Movió su pequeña cabeza hacia Arabella.
—Está aquí—susurró—, ¡él está aquí!
—¡Walter! —Arabella corrió a esconderse detrás de la columna una vez más, pero Georgiana la agarró de la mano a tiempo.
—¡No, Arabella! Es él, ¡el hombre más guapo de toda Inglaterra! Y viene hacia aquí.
El hombre más guapo de... ¡Santo cielo! En ese momento se oyó un inconfundible murmullo femenino, seguido de unas risitas ahogadas.
Arabella agachó la barbilla y miró deliberadamente al otro lado. Quien quiera que fuese, no tenía ninguna prisa por verle. Parecía como si cada mujer del salón estuviese de repente gorjeando, con sus alas revoloteando como gallinas. Pero ella no era una idiota descerebrada, dispuesta a rendirse ante cualquier hombre que pasara.
Georgiana le dio un codazo.
—Arabella, mira, está con la duquesa viuda de Carrington. Ella le ofrece la mano para que se la bese.
—Georgiana, no tengo ninguna necesidad de que me des una relación pormenorizada de lo que está pasando. Si quisiera mirarle, lo haría.
—¡Ay, pero es tan maravilloso! Nunca le había visto desde tan cerca.
—Georgiana, ¡por favor! —No pudo evitar parecer de mal humor—. Nunca pensé que fueses de las que se impresionan tanto por ese tipo de hombres. No me cabe duda de que es el peor sinvergüenza del mundo.
Georgiana no lo discutió. En su lugar, farfulló con voz extraña:
—Arabella, viene en esta dirección. Creo que... sí... ¡sí! Se dirige hacia ti.
Arabella se volvió de espaldas. Justo lo que necesitaba, otro buitre.
—Tal vez te equivocas —dijo con tranquilidad—. Tal vez viene hacia ti.
No hubo respuesta, sólo el silencio, un silencio que se hacía cada vez más embarazoso.
Arabella taconeó el suelo.
—¿Dónde demonios se ha metido ahora?
No hubo respuesta. Un extraño sentimiento la invadió. Podía casi sentir como el vello de su nuca se ponía de punta.
—¿Georgiana?
Se dio la vuelta con impaciencia... y no fue a Georgiana a quien encontró, sino el nudo de una extraña corbata. Su mirada se elevó y se elevó, hasta divisar una cuadrada mandíbula masculina, una larga y elegante nariz, unos labios que parecían haber sido esculpidos por un artista, hasta terminar en unos ojos del color de las esmeraldas, contorneados por la línea de unas cejas densas y equilibradas.
Y de repente, ocurrió lo inesperado. Ella, que encontraba siempre una salida para cualquier situación, se ahogó con las palabras que querían salir de su boca, incapaz de mover la lengua.
Era él.
Justin Sterling.
La casa de Farthingale se encontraba a sólo unas manzanas de la calle Saint James. A su llegada, Justin y Gideon se habían quedado de pie, un poco apartados del salón de baile.
—Qué muchedumbre, ¿no? —A su lado, Gideon levantó la copa—. Lady Farthingale será coronada mañana. Creo que ha invitado a la mitad de la ciudad.
—Y parece que pocos han declinado la invitación. Muchos invitados estaban de pie hombro con hombro. Cientos de perlas brillaban cegando las luces de las velas. De un único vistazo, Justin examinó la habitación llena de personas, un mar de vestidos que daban vueltas, mujeres de elegantes peinados... hasta que su vista se detuvo al otro lado de la habitación.
—Veo que la has encontrado.
Justin respondió con un arqueo de cejas:
—Debo decir que tenías razón. Es imposible que pase desapercibida.
—Sí, es como te decía, ¿verdad? Y veo que ha congregado a su audiencia como de costumbre. —Gideon tomó dos copas de champán de la bandeja que pasaba un sirviente enguantado, y le pasó una a su amigo—. ¡Estúpidos perritos! Tontos que creen sentirse bajo el efecto del amor.
Amor. En el instante que dura un latido, una extraña emoción revolvió las tripas de Justin. No es que fuera incapaz de sentir esa tierna emoción. Sino que sabía que ninguna mujer podría quererle nunca.
—Pero ¿qué fue entonces si no fue amor lo que te llevó a correr tras las faldas de la dama? —preguntó Justin.
La media sonrisa de Gideon no dejó lugar a dudas. Justin volvió a mirar en dirección a la mujer que se encontraba al otro lado del salón de baile. Había reparado en ella inmediatamente, y no fue sólo el brillo de su melena lo que le había hecho diferenciarla de las demás. Gideon tenía razón, se sorprendió a sí mismo al admitirlo. La Inalcanzable era excepcionalmente alta para ser mujer, aunque no parecía que quisiera ocultarlo. Una punzada de sincera admiración cruzó su estómago. Ella se paseaba como si estuviese orgullosa de su físico, y Dios lo sabía, se paseaba bien.
Iba vestida de satén azul claro, un tono que debía haber chocado con su pelo, pero que, sin embargo, no lo hacía. El talle tipo imperial caía en delicados pliegues hasta el talón de sus zapatos. Sus pechos se mostraban sin secretos, plenos y erguidos en el escote. Dios sabía que él era un ferviente admirador de los pechos generosos y curvos. Sus hombros eran estilizados pero anchos para una mujer, que hacían en cierta medida que su cuello pareciese largo y esbelto, un conjunto de lo más femenino, particularmente cuando inclinaba la cabeza justo como lo estaba haciendo ahora. Una espuma de rizos se derramó sobre sus hombros, tocando apenas la generosidad de sus senos.
El deseo le derretía, un oscuro puñal clavado en su vientre.
Sus piernas debían de ser tan encantadoras como el resto de su cuerpo, pensó, largas y delgadas, y flexibles. Lo suficientemente fuertes como para enrollarse a sus caderas si él la cabalgase. Dotada, como había dicho Gideon. Él no era parcial con las pelirrojas, y siempre había evitado a las vírgenes como a la plaga. Pero ésta...
Tuvo que detenerse así mismo para no seguir dando pasos involuntarios hacia ella. ¡Reaccionó justo a tiempo! Por primera vez durante la noche, sintió el arrebato de la anticipación. No había conseguido aún ver su rostro, sólo tenía un anticipo de su figura, lo que ya prometía momentos de gran satisfacción. No, no estaba preocupado. Su gusto por las mujeres, como por casi todo lo demás, era meticuloso. Él no se acostaría con un ser repulsivo y Gideon lo sabía. «¡Ay, sí! —pensó con satisfacción—, ganar esta apuesta no sería en absoluto un trabajo desagradable.»
Gideon había notado su aprobación.
—Impresionante, ¿verdad?
No había necesidad de respuesta.
—Bueno —murmuró Justin con pereza—, supongo que es hora de que espante un poco a los perritos. —Y estalló en una carcajada.
—¡Demonios, Justin! No te tomes tantas molestias. Ella se ha escondido detrás de la columna, cerca del comedor. Y ahora, otra joven se ha unido a ella.
—Sí, es Georgiana Larwood, creo.
—No importa que sea conocida como la Inalcanzable. Parece decidida a evitarnos. O quizás, evita a alguien en particular.
—Probablemente a ti. —Gideon sonrió con afectación.
—Bastante improbable —respondió Justin zalamero—. Y ahora deséame suerte, viejo amigo. —Apuró su copa dejándola después en la bandeja que pasaba—. Ah, y no te molestes en llamar mañana temprano para conocer los detalles. Me temo que la noche será larga.
Gideon se apresuró a servirse otra copa de champán.
—Ay, el maestro se pone manos a la obra. ¡Tal vez debería tomar notas!
—Estoy seguro de que encontrarás una ocupación más interesante.
Justin deambuló por el salón de baile, caminando cada vez más cerca de la Inalcanzable. Se detuvo a hablar con algunos conocidos, entre ellos la duquesa viuda de Carrington.
La duquesa le miró con atención, aún tenía unos ojos vívidos a pesar de la edad.
—¡Justin! —exclamó, alargándole la mano—. ¡Qué agradable verte de nuevo!
Justin le besó las puntas de los dedos.
—Le aseguro, señora duquesa, que el placer es todo mío.
La anciana mujer dejó escapar una abierta carcajada.
—¿Sabes que hubo un tiempo en el que te tenía por un bribón insoportable?
—¿Cómo? —dijo—. ¿Quiere decir que ya no?
Sus hombros temblaron de la risa.
—¿A quién le importa tu reputación? Yo te conozco mejor, muchacho. De hecho, he llegado a apreciarte en los últimos años.
—Un sentimiento con el que la correspondo sinceramente, señora duquesa. —Justin pronunció esta última frase lleno de verdadero cariño.
—Guarda tus encantos para las damas, muchacho. Lo que me recuerda que estuve diciendo no hace mucho a Sebastian y Devon que ya es hora de que sientes la cabeza y busques una esposa. Por lo que si lo necesitas, estaría más que contenta de ofrecerte mis servicios como casamentera.
Justin sonrió.
—Le gusta hacer de casamentera, ¿verdad?
La duquesa colocó las dos manos en su bastón.
—Desde luego —declaró de forma infantil—, ¡le dije una vez a tu hermano que era tiempo de que se casara y mira el resultado!
Justin pensó en Sebastian, bendecido por el amor de su esposa y sus hijos. A pesar de que el destino había tenido mucho que ver en el hecho de que Devon llegase a los brazos de Sebastián y, en consecuencia, a su vida, la duquesa había tenido en realidad algo que ver en su unión, cuando parecía que Sebastián había perdido al amor de su vida.
—Por lo tanto —agitó su bastón—, si necesitas mis servicios, no tienes más que solicitarlos.
Justin sonrió. La duquesa hablaba con el bastón en lugar de articular sus manos. Algunas de sus palabras eran acentuadas por un golpe de este desafortunado instrumento, y que Dios ayudase a quien se interpusiese en su camino cuando la duquesa deseaba dejar clara una opinión.
—Le aseguro, señora duquesa, que si llega ese momento, usted será la primera en enterarse.
—¡Excelente! —asintió ella.
Justin se despidió de la duquesa con una reverencia. En el momento en el que levantaba la vista, se cruzó con la mirada de Gideon, quien levantaba su copa en un silencioso brindis.
Sonrió para sí mismo. La criatura le daba la espalda en esos momentos, pero seguía allí. Aún no había visto su rostro y, de repente, se sintió impaciente.
Tres pasos le alejaban de ella. Saludó a su compañera con un ligero movimiento de cabeza, pero su atención se dirigía ya únicamente a ella...
Entonces, esta criatura conocida como la Inalcanzable se dio la vuelta. Aun cuando una parte de él supiese que esta mujer era un festín extraordinario para los sentidos, verla le produjo el mayor espanto de su vida. Cientos de pensamientos, de maldiciones, cruzaron su mente en ese instante. Dios mío, debería haber hecho caso a su instinto... debería haberlo sabido. Quizás lo había sabido.
Justin no culpó a Gideon en ese momento. Tampoco culpó a la Providencia. Ni en sus sueños más horribles hubiese imaginado que algo así pudiera pasar.
Pero era cierto. Dios santo, era cierto.
La mujer que estaba frente a él no era otra que la plaga de su juventud. La pequeña mocosa que le había dejado en evidencia cuando era joven.