Capítulo siete
Una vez en casa, Justin terminó con una botella entera de brandy. Con los ojos cansados y apenas consciente, se encaminó torpemente a las escaleras que le conducían a su habitación. Ya allí, se dejó caer vestido sobre la cama.
Por la mañana, se levantó con cientos de martillos golpeándole la cabeza... y con la suavidad de la mantilla de Arabella todavía en la palma de la mano.
Giró en la cama con un gruñido, con un dolor retorciéndole las entrañas. Dios, se había comportado como un bastardo. Se tambaleó levantándose de la cama para alcanzar la botella de nuevo. Quizás algún día, pensó amargamente, aprendería que la bebida no podía cambiar lo que era... ni lo que había hecho.
En cuanto a Arabella, bueno, la Inalcanzable había conseguido lo impensable. Le había herido en su orgullo. De alguna manera, la criatura había conseguido penetrarle. Nunca antes se había reprochado tanto lo que era o lo que hacía. No abrigaba ilusión alguna en cuanto a su condición de ser el peor granuja del mundo. Para él era una regla vital el no volver la vista atrás. Pero Arabella había conseguido que se odiase a sí mismo, algo que ni siquiera Sebastian había conseguido hacer.
Y no le estaba agradecido por ello.
Durante los días siguientes trató de olvidar el incidente (¡y a ella!) y borrarlo de su mente.
Tarea imposible.
Una tarde, irritado consigo mismo y cansado de su propia compañía, hizo llamar a su carruaje y se dirigió a White. Allí fue directamente a la mesa de juegos. No pasó mucho tiempo sin que Gideon se dejara caer a su lado. Justin le recibió con un gruñido.
—Vaya, vaya... ¡dichosos los ojos que te ven!
Con un humor de perros, Justin le dirigió la más negra de sus miradas.
—¿Qué hay de nuevo?
Gideon hizo un gesto en dirección al dado.
—Odiaría ver cómo pierdes tu fortuna. Después de todo, estoy deseando que una buena parte de ella se cruce en mi camino.
Justin le miró sin comprender. Llevaba dos días en el estupor del alcohol (¿o habían sido tres?) y le costaba poner orden en su cerebro.
—¿De qué demonios hablas?
Gideon se encogió de hombros.
—De hecho, dice mucho en mi favor que estés aquí y no bailando con cierta damisela que acabo de ver en la gala de los Barrington. Me imagino que ya lo sabes, en tu ausencia, tus competidores han ido avanzando posiciones. Se rumorea que tuvo una larga fila de pretendientes llamando a su puerta tanto ayer como hoy.
Con el ceño fruncido, Justin agarró a Gideon por el codo y lo llevó hasta la esquina. No era un borracho agradable. Nunca lo había sido y nunca lo sería.
—Nuestra apuesta ha terminado —le avisó con firmeza—. Nunca debí haber aceptado.
Gideon no se echó atrás.
—Es demasiado tarde para eso, amigo mío. No te retirarás tan fácilmente.
Justin suspiró.
—Maldita sea, Gideon...
—¿Es que tengo que recordarte que una apuesta es una apuesta? No dejaré que faltes a tu palabra.
—Y no tengo intención de hacerlo —respondió Justin cortante—. Te haré enviar un giro por la mañana.
Gideon, al parecer, tenía otras intenciones.
—Nuestros términos eran los siguientes —le recordó Gideon—: sería tuya en un mes, eso fue lo que dijimos. Soy un buen deportista —dijo, encogiéndose de hombros—. Lo único que siento es que estaré en París todo el mes próximo, por lo que voy a perderme tus progresos, o la falta de ellos, si es el caso.
Justin tensó la mandíbula. Se mantuvo en silencio a propósito, consciente de la curiosidad que despertaba en Gideon.
—¿Qué? Te arrepientes, ¿no? ¿Es la dama tan opuesta a tus gustos? Ay, me temo que estás perdiendo ese toque de oro tuyo...
La sonrisa de Gideon no le sentó nada bien. Arabella iba a odiarle para siempre. Sobre todo después de la última noche con ella. Pero no estaba dispuesto a revelar semejante información a Gideon.
—Eso no te incumbe —dijo secamente.
Al menos, el hombre sabía cuándo debía retirarse. Gideon inclinó la cabeza.
—Adieu, entonces. Estaré deseando verte a mi regreso.
Justin volvió con pasos airados a la mesa de juego, donde perdió una cantidad de dinero considerable. Se dijo que le importaba un pimiento con quién saliese la imbécil de Arabella, cuándo o por qué. No era asunto suyo.
Apenas una hora más tarde, sin embargo, estaba de pie en los laterales de la sala de baile de los Barrington, saludando al señor Barrington.
Y allí estaba ella...
Se encontraba no muy lejos de la mesa de bebidas. Llevaba un vestido verde de escote cuadrado que dejaba entrever la redondez de sus pechos. El pelo, recogido, y enrollado descuidadamente en lo alto. Él aprobó el estilo, que resaltaba la perfección delgada y esbelta de su cuello. Se preguntó cómo sería apartar los rizos errantes de su nuca y colocar su boca allí, en el hueco vulnerable que divide esa parte de la columna vertebral, la piel sería cálida y blanda, suavemente aterciopelada.
¡Santo cielo!, era patético. ¿Qué diablos le había impulsado a venir? ¿Por qué la perseguía como un estúpido y enamoradizo colegial? Él era un hombre de mundo, un hombre que se fijaba en mujeres con experiencia, mujeres que conocían las condiciones y no esperaban más de él de lo que él esperaba de ellas: una relación que se limitara a algo tan poco complicado como el placer mutuo. Por eso era por lo que siempre había evitado a las vírgenes como a la plaga.
Había dos hombres junto a ella. Gideon tenía razón, reconoció con tristeza. Eran dos de los que habían estado en el grupo de White: Drummond y Gregory Fitzroy. Los lobos habían empezado a achicar el círculo, en realidad... Algo salvaje le brotó del pecho. ¡Indeseables!. No era a ella a quien querían, ¡era esa condenada apuesta! La usarían, y después se desharían de ella tan despreocupadamente como... como él habría hecho, si hubiese sido cualquier otra mujer y no ella.
Tenía que advertirla. Ah, pero eso no saldría bien, le reprendió una voz burlona en su interior. Ella podría verlo como otro insulto.
Un mayordomo le ofreció vino. Lo aceptó, apurando hasta la última gota del vaso.
Cuando volvió la vista hacia donde estaba ella por segunda vez, otro hombre se había colocado justo al lado de su hombro derecho: Chades Brentwood. Justin dejó el vaso en la mesa más cercana. Brentwood estaba aprovechándose de su posición para mirar y desnudar bastante lascivamente el hueco que ofrecía un vestido que, en opinión de Justin, era demasiado insinuante. Había que reconocer que era una táctica que muchos hombres utilizaban, pero en esta ocasión, a Justin le hizo perder los estribos. También tuvo que reconocer que el vestido no hacía sino seguir los dictados de la moda, pero ¿qué importaba eso?
Lo único que él quería era borrar esa sonrisa de autosatisfacción en el rostro de Brentwood.
Fue entonces cuando Justin sintió una punzada verdaderamente extraña. Iba creciendo en él como el peor de los venenos, emponzoñando su alma hasta que ya no pudo ver el mundo sino a través de una cortina de humo roja. Un rugido sordo le golpeaba los oídos. Quería cruzar la pista de baile como un animal al acecho y apartar hasta el último hombre que viese a su alrededor. Al principio, pensó que era el vino, había bebido demasiado hoy. Pero era un sentimiento tan ajeno a él que le llevó algún tiempo identificado.
Era el dolor punzante de los celos.
¡Ah, pero eso era imposible!, decidió desde alguna parte perdida y confusa de su mente. Estaba celoso. ¡Él, Justin Sterling, el mujeriego más conocido de la ciudad, el que había disfrutado de las más exquisitas mujeres! Para ser más exactos, se sentía insanamente celoso.
¿Cómo demonios había ocurrido? ¿Y por qué Arabella? ¿Cómo había podido ella, una verdadera y respetable inocente, cautivarle de esa manera? ¿Cómo era posible que una irreverente de pelo rojo hubiese conseguido semejante hazaña? Las mujeres más tentadoras y fascinantes de Europa habían intentado ponerle celoso. Ninguna lo había conseguido. Ninguna... excepto Arabella.
La deseaba. La deseaba violentamente. De la manera en que la había deseado aquella noche en los jardines de Vauxhall, un hambre cada vez mayor y descontrolado que le quemaba el alma como si fuera fuego. La deseaba tan desesperadamente que tenía que morderse los puños para contenerse. Y si se quedaba aquí más tiempo, la violenta necesidad de sus entrañas sería obvia para el resto de los invitados también.
Si hubiese sido cualquier otra mujer, la habría tomado allí mismo. La habría cercado con determinación hasta llevarla a donde él quisiese, allí donde pudiese hacerla desvanecer de placer. Pero reprimir el deseo por una mujer no era algo a lo que Justin estuviese acostumbrado. No era algo que hubiese tenido que hacer nunca. No eran la avaricia o la arrogancia las que aseguraban su éxito. Simplemente sucedía así.
Pero se trataba de Arabella. Arabella. Y ella ni siquiera soportaba su presencia.
Un dolor oscuro se apoderó de él. Había sido un estúpido viniendo aquí esta noche. Si se marchaba ahora, ella no sabría nunca que había estado aquí. Pero sabía que no se marcharía. Aún no. Quizás ésta era su forma particular de castigarse (¡porque sólo Dios sabía cuánto se lo merecía!), soportar cómo ella se deshacía en atenciones con sus admiradores, ¡por muy ruines que fueran! La cabeza estaba a punto de estallarle. El último vaso de vino le había hecho...
El aire del salón de baile se había enrarecido de repente.
Sin decir una palabra a nadie, se dio media vuelta y encaminó sus pasos en dirección a la terraza.
Arabella supo el momento exacto en el que Justin entró en el salón. Ocurrió de la manera más extraña. En primer lugar, su corazón aceleró el bombeo de su sangre. Después, un escalofrío le traspasó la nuca, como si alguien la hubiese tocado...
Entonces lo supo... supo que Justin estaba allí.
Y así era, allí estaba hablando con lord Barrington. Alto, esbelto, vestido de fiesta, una espuma de encajes blancos en sus muñecas. Ningún hombre tenía derecho a ser tan viril, un pensamiento que a Arabella se le antojó perturbador.
Desvió la mirada. Uno de los caballeros le preguntó algo.
Se oyó así misma respondiendo, pero por su vida, que no podría repetir ni la respuesta ni la pregunta que habían intercambiado. Las caras que tenía frente a ella no eran más que una nube difuminada. Estaba George... ¿o era Gregory?, ofreciéndole otro vaso de vino. ¡Dios, era incapaz de recordar sus nombres!
Cuando se atrevió a mirar de nuevo en dirección a Justin, lo único que pudo ver fue su espalda. Se dirigía hacia la terraza, con esa gracia fluida y despreocupada que tanto le caracterizaba.
Su cuerpo se irguió.
—Por favor, discúlpenme.
—¡Señorita Templeton!
—Le decía, esté donde esté...
Se volvió.
—Caballeros —dijo educadamente—. No quiero vino, ni limonada, ni nada para comer. Lo que de verdad me apetece es estar un momento a solas.
Les dejó en pie, al otro lado de la habitación. No tenía ni idea de lo que pensarían, pero tampoco le importaba. En realidad, no estaba segura de qué era lo que le pasaba. Sólo podía pensar en Justin. ¿Por qué no la había saludado? Una voz en su interior le reprendió. No era muy inteligente seguirle, no era inteligente en absoluto seguir al demonio. De todas formas, no hubiese habido poder sobre la tierra capaz de detenerla y hacer que se quedara donde estaba.
La terraza estaba desierta. Detrás de ella, los músicos habían comenzado con un vals. Guiada por el brillo de las luces del salón de baile, siguió un camino serpenteante que llevaba a un jardín bordeado por un alto muro de piedra. Allí, en la esquina más recóndita, pudo por fin verle. Estaba de pie junto a una burbujeante fuente, mirando el cielo como si hubiese sido hechizado.
Hechizada. Así era exactamente como se sentía. ¿Qué locura la había poseído para seguirle hasta aquí? Su visión la hizo estremecerse, hizo que le temblaran las piernas.
Aún así, intentó que su voz sonara tranquila y natural.
—Hola, Justin.
—Vaya, si se trata de lady Vicaria.
Lady Vicaria. Arabella se sonrojó.
Justin le dio deliberadamente la espalda. Arabella se quedó dónde estaba, vacilante e insegura. Al parecer él había decidido ignorarla. No podía culparle y, sin embargo, dolía.
—¿Qué? ¿Aún sigues ahí? —La miró por encima del hombro. Sintió cómo se le secaba la boca, incapaz de decir nada.
—Yo... es sólo que... no te he visto desde hace días. ¿Has estado enfermo?
—No.
Se volvió para mirarla.
Tuvo que echar mano de cada gramo de coraje que poseía para no moverse de donde estaba.
—Te vi dentro —terminó por balbucir—. ¿Ibas a marcharte sin decirme nada?
—Sí.
Al menos, era sincero.
—Mírame, Justin. Sospecho que va a ser muy difícil que no nos veamos. Por lo que vamos a tener simplemente que llegar a algún tipo de acuerdo. Debemos comportarnos como personas civilizadas, por lo menos.
—Estoy de acuerdo. Así que si has venido a regocijarte, déjalo. O si lo que has venido es a provocar otra de tus discusiones, no te molestes. Considérame debidamente castigado.
Sus maneras eran cautelosas, su tono frío. Un sentimiento de culpa empezó a carcomerle Él no podía saber cómo se arrepentía de lo que le había dicho la otra noche.
—Justin —dijo, en voz muy baja—, la otra noche... Hablé demasiado...
—Dijiste lo que pensabas.
—Pero no quería decir...
—Sí, claro que sí —la cortó—. Los dos lo sabemos.
Ella le miró fijamente. Sus hombros estaban agarrotados. Podía creer que...
—No me digas que te afectó... —Se detuvo, mirándole. ¿Qué era lo que le pasaba? Su voz sonaba rara. Había algo extraño en sus ojos, y no podía mantenerse del todo firme... ¡Cielo santo, estaba borracho! Y al parecer, no había terminado.
—¿Te sorprende, Arabella? ¿Te asusta? Veo que sí. Un granuja como yo, y tengo sentimientos. Porque al contrario de lo que piensas, tengo corazón.
Arabella estaba demasiado sorprendida para responder.
—Creo que me merezco una explicación. Debe de haber alguna razón para que me desprecies tanto. Desde el principio, te he desagradado. ¡Incluso cuando eras una niña ya me despreciabas! Y sin embargo, nunca te he hecho nada.
—No, a mí no, pero...
Se detuvo. Lo último que quería ahora era discutir con él, sobre todo en ese estado.
—Justin —dijo con un gesto de impotencia—, no es que no me gustes...
—Entonces, ¿por qué me dijiste lo que me dijiste? —Su tono fue casi acusador.
Dio un paso para acercarse a ella. Un aroma fuerte a vino y alcohol la golpeó. ¡Dios mío, era un milagro que ella no estuviera ebria también!
—¿Y qué si te digo que me gustas? —continuó—, ¿si te digo que me atraes?
—¡A ti te atraen todas las mujeres!
—No es cierto. Todo el mundo sabe que mis gustos son exigentes. Si no, no hubiese bailado contigo la primera noche. O la segunda. Dios, no estaría aquí contigo ahora mismo.
Arabella le miró boquiabierta. No pudo evitarlo, se sentía confundida. ¿Qué se supone que debía decir a eso? Dios santo, ¿de qué forma tenía que interpretarlo? Ella había venido aquí a disculparse. Se había preparado para sus burlas, para sus palabras hirientes, su arrogancia. Para todo excepto esto...
Una docena de emociones diferentes le sobrevinieron simultáneamente: consternación, alarma. Se sentía hechizada, muy a su pesar. Halagada, cuando sabía que no debía estarlo. ¿Era así como él conseguía sus conquistas? ¿Cogiéndolas desprevenidas y vulnerables? Ah, ¡qué pregunta tan estúpida, esa! Un hombre tan atractivo no tenía necesidad de obligar o engatusar a una mujer para llevarla a la cama.
—¿Qué si te digo que quiero besarte?
Las cosas iban de mal en peor.
Su corazón vaciló, lo mismo que su respiración. Tal vez no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
—Justin —le preguntó—, ¿cuánto has bebido esta noche?
—Demasiado —respondió como si le hubiesen preguntado sobre el tiempo—, pero no has contestado a mi pregunta.
—¡No tengo ninguna intención de contestarte!
—¿Por qué no? ¿No quieres besarme?
—No, estás borracho. —Que los hombres bebieran de esa manera, era algo que nunca había podido comprender.
—Pero yo soy el hombre más guapo de toda Inglaterra.
Ella fingió desagrado.
—Ahora mismo, eres el hombre más desagradable de toda Inglaterra. —Como si eso pudiera ser cierto.
—Ah, vamos. Se dice que...
—¡Te lo ruego, no seas presumido, Justin! Sé muy bien lo que se dice de ti. Crees que sólo tienes que entrar en una habitación para que todos los ojos se fijen en ti... —Por supuesto, era así, pero no había necesidad de darle ánimos.
—¿Y tú, Arabella?
—¿Yo qué?
—¿Te has fijado en mí?
Arabella se puso blanca. La estaba provocando. Le palpitaba hasta el estómago.
—Otras mujeres... —comenzó.
—No me importan las otras mujeres. Me importas tú. Lo que tú pienses de mí.
Ella se apartó, sólo para descubrir que estaba atrapada en la esquina. Justin estaba de pie frente a ella. Alto, fuerte, poderoso. No había escapatoria posible.
Sus ojos se encontraron. Él sonrió, después levantó la mano.
Asustada, sintió cómo las puntas de sus dedos recorrían lentamente el camino que iba desde sus muñecas hasta el codo. Un camino cada vez más ardiente.
Arabella cerró los puños, clavándose las uñas en las palmas.
Incluso bebido, resultaba diabólicamente encantador.
—Deja de hacer eso —dijo vacilante.
No lo hizo. Levantó la mirada a la altura de su cara. Ebrio o no, parecía que sabía muy bien la atracción que ejercía sobre ella. Estuvo segura de eso cuando le preguntó con suavidad:
—¿Te has preguntado alguna vez cómo sería ser besada por mí?
«Me he preguntado cómo sería ser besada por cualquier hombre», estuvo a punto de decir.
—¿Qué es lo que te hace pensar que dejaré que me beses? —se escuchó decir. ¿Era una súplica? ¿Una provocación? ¡Qué Dios la ayudase, no lo sabía!
—¿Qué te hace pensar que no lo haría de todas formas?
¡Maldición, tenía una respuesta para todo!
—Eres un hombre de... apetitos indecorosos.
—Y tú eres una mujer de intachable reputación. —Con un dedo bajo su barbilla la invitó a mirarle. Arabella tragó saliva. No podía apartar la vista de la belleza esculpida de su boca. Él dobló la cabeza de manera que sus labios apenas se tocasen. Casi, pero no del todo.
Cada fibra de su cuerpo parecía gritar. El corazón le martilleaba atrapado en el pecho. No hubiera podido moverse aunque hubiese querido. ¡Y lo más inquietante era que no quería hacerlo!
—La verdad, ahora, Arabella. No te han besado nunca, ¿verdad?
Negó con la cabeza, silenciosamente.
Sus ojos se hicieron más oscuros.
—Entonces, quizás es tiempo de que alguien lo haga —susurró.
No hubo tiempo para pensar. No hubo tiempo para razonar.
Su boca se cerró contra la suya, caliente y lenta, un beso de placentera exploración. Sus músculos se volvieron como de cera, y estuvo segura de que si él no la hubiese sujetado con sus brazos, se habría derretido allí mismo.
Porque el beso no fue como ella esperaba y, sin embargo, fue todo lo que ella había deseado. Todo lo que nunca había sabido que deseaba. Se sintió resbalar. Se sintió caer a un lugar donde no existía nada que no fuera el exquisito placer de la boca de Justin atrapando la suya. Un beso que fue emocionante y potente. De repente, se sintió como si hubiese sido la única capaz de beber con tanta libertad.
Él murmuró algo ininteligible. Tembló cuando su lengua se enroscó alrededor de la suya. Ella no se apartó, no quería hacerlo. Se sintió... ah, ¡ah, qué Dios la ayudase! Tal vez fuese fascinación. Fuera lo que fuese, no era nada que hubiese experimentado nunca antes. Era como si hubieran prendido fuego a sus venas y ahí, en las puntas de sus pechos... especialmente ahí.
Respondiendo a la insistencia de sus labios, los de ella se partieron aún más. Por un segundo, pudo notar una extraña impaciencia en él. Desconocía lo que significaba, como desconocía la demanda apremiante de su estómago. Deseaba casi con desesperación alargar los brazos para rodear su cuello, poniéndose de puntillas. Quería apretarse contra él y gozar de su altura. Pero la cobardía la detuvo. Y justo cuando sintió que se encontraban a las puertas de algo... aunque, no sabía muy bien de qué se trataba, sólo que era algo... algo más, él levantó la cabeza.
Arabella protestó con un gruñido sordo. ¿Es que se iba a acabar tan pronto?
—¿Arabella?
Todavía medio mareada, abrió los ojos. Justin le rozó la nariz.
—Un consejo, mi querida lady Vicaria. Te vi hoy con tus pretendientes, flirteando y riendo. No confíes en ellos, en ninguno de ellos. Todo lo que quieren es tu virtud.
Arabella parpadeó.
—Y la próxima vez que intente besarte...
—¿Sí? —dijo sin respiración.
—Corre, mi amor. Corre tan lejos y tan rápido como puedas... para que no pueda alcanzarte.