Capítulo trece
Su mirada ardiente la atrapó.
—No deberías. Soy un granuja, un sinvergüenza. Todo eso que dijiste que era.
Ella se aferró a su chaqueta.
—No me importa, Justin. No me importa.
Dios, nunca debió llevarla allí. Era tan contradictoria: el orgullo y la inocencia combinados con una sensualidad mundana y lasciva. Y vulnerable... ¡tan vulnerable! Había olvidado lo sensible que era con respecto a su pelo y altura. De hecho, había llorado por eso la otra noche. El recuerdo hacía encoger su corazón. La orgullosa y testaruda Arabella... ¿tenía idea de lo maravillosa que era?
Sus ojos eran como zafiros brillantes. Un rizo sedoso y rojizo le caía por el hombro. Intentó enredarlo en su puño y apretarlo fuerte. Y su boca... del color de las rosas frescas, jugosa y húmeda.
Ardía por dentro. Estos últimos días le habían parecido insoportables. Cada vez le resultaba más difícil estar junto a ella y no tocarla. No tenerla. Y ahora, aquí en la oscuridad, a la luz de la luna, sabía que nada podría detenerlo. El demonio podía llevarse su alma y, sin embargo, nada lo detendría.
Con un gemido, la atrajo hacia sí. Su boca se inclinó hasta la suya.
Con un pequeño suspiro, ella se rindió, partiendo sus labios ante la urgencia salvaje de los suyos. Se sintió transportado a ese mágico momento en el que la había besado por primera vez. Fue mucho mejor de lo que recordaba. Ni él estaba borracho, ni ella impresionada. Un beso insoportablemente dulce.
Se atrevió a mirarla. Tenía los ojos cerrados, y unas pestañas largas y espesas caían oscuras sobre sus mejillas. Pero él sabía que si tuviese los ojos abiertos brillarían azules y maravillosos... Dios, sabía como el mismo cielo, como el pecado más tentador y delicioso. Podía sentir cómo se precipitaba en un torbellino de emociones: en cuerpo, mente y alma.
No podía ir despacio. Su sangre había empezado a hervir, caliente y primitiva, y no había nada que pudiera detenerla. Pero a Arabella no parecía importarle.
Si hubiese sido cualquier otra mujer, la habría tomado allí mismo, en el banco. Se habría bajado los pantalones para desnudar la dureza de su miembro y atraerla hacia él, en una erección insoportable, una y otra vez, hasta que los dos gritasen de placer. La imagen era tan erótica que le llevó hasta el mismo centro del deseo.
Pero aún le quedaba un resquicio de decencia. Era Arabella, la joven y dulcemente inocente Arabella. La conciencia le advertía con vehemencia, aunque él no quisiese escucharla.
Se enredó a su nuca con una mano fuerte, atrayendo aún más su rostro hacia él. La besó de nuevo, con un hambre feroz. Con la otra mano, tocó descaradamente el borde color crema de su escote. Dios santo, podía sentir el tormento de la curva de sus pechos.
Un grito escapó de sus labios, y resonó como un eco en su garganta. Rodeó su lengua y trazó el perfil de sus dientes. Ella arqueó la espalda y el movimiento hizo que sus pechos se apretaran con total plenitud sobre el de él. Redondos y plenos. Blancos pero firmes. La contradicción le hacía temblar. El deseo explotó en sus venas. La necesidad de tocarla, de probarla, era un tormento. La necesidad de... sentirla.
Susurró su nombre, un sonido bajo, suplicante y ronco.
—Déjame tocarte, Arabella. Déjame verte.
Sus manos se adentraron en su escote, rodeando sus pechos. Exprimió esa deliciosa plenitud, advirtiendo la forma en la que sus pezones se apretaban a la palma de su mano, duros y puntiagudos. Su pecho emitió un sonido profundo. Ella temblaba de pies a cabeza, pensó vagamente.
—Arabella —murmuró sediento—, haces que me olvide de mí mismo. Haz que me detenga.
Ella protestó.
—¿Por qué?
Succionó el lóbulo de su oreja.
—Eres virgen.
—Sí...
—Y si seguimos así, dejarás de serlo.
—Entonces, tal vez deberíamos detenernos —dijo débilmente.
Pero él no lo hizo.
Y ella tampoco.
Su boca volvió a encontrar la de ella, quien se balanceó contra él. Sin poder contenerse más, deslizó su cuerpo bajo su hombro para desnudar la blancura de su piel. Quería tocarla succionarla hasta que gritase de placer.
Cerca de la terraza, se abrió una puerta. Unos pasos resonaron en el pavimento.
—¿Arabella? —Escuchó una voz alegre y femenina—. ¿Estás ahí? Nos están dando una paliza y te necesitamos...
Arabella se quedó helada en sus brazos. Abrió los ojos y se encontró directamente con los de él.
—¡Georgiana! —pudo balbucir. Se incorporó, recomponiéndose el escote.
Era demasiado tarde. Georgiana estaba a tres pasos frente a ellos, mirándoles horrorizada.
Pero esto no fue lo peor. Detrás de ella estaba tía Grace.
De todas las situaciones embarazosas en las que se había encontrado a lo largo de los años, ninguna podía compararse con esta.
Tía Grace se dio media vuelta sin decir nada. Con los ojos muy abiertos, e incapaz de pronunciar una palabra, Georgiana agachó la cabeza y la siguió de vuelta al salón de invitados.
—¡Tía Grace! —Arabella trató de detenerla. Justin la sujetó por el hombro y la retuvo junto a él.
—Espera —le advirtió—. Espera aquí.
En unos segundos, tía Grace reapareció. Tío Joseph venía junto a ella, con una expresión tan tenebrosa como un cielo de tormenta.
—¡Arabella! Por Dios, criatura, ¿es que has perdido la cabeza? ¿Por qué tienes siempre que dar el espectáculo?
No era propio de él gritar y enfadarse, ese tono extraño y ajeno le perforó las entrañas.
Arabella era consciente, sólo vagamente, de que Justin seguía de pie a su lado.
—Si alguien está dando el espectáculo, señor, ése es usted. ¿Puedo pedirle, por favor, que baje la voz?
La cara de Joseph pasó del color rojo al morado.
—¿Y puedo pedirle yo que quite las manos de encima de mi sobrina?
—Desde luego. —Justin soltó el brazo de Arabella.
—Ahora, ¿tiene alguno de ustedes algo que decir en su defensa?
La boca de Justin se contrajo.
—¿De verdad cree que es necesaria una explicación?
—¡Ahórrese su sarcasmo, joven! —le espetó Joseph.
Los ojos de Justin parpadearon.
—No ha pasado nada —dijo, cortante.
—¿De verdad? Me han dicho que usted abrazaba a mi sobrina...
—¡Tío Joseph! —gritó Arabella.
Era horrible. Quería morirse. Quería meter la cabeza bajo tierra, y no ver ni oír nada durante el resto de sus días. Perderse en algún lugar, en cualquier sitio menos permanecer aquí. La vergüenza la consumía. Y tía Grace parecía a punto de desmayarse.
Pero en aquel momento, apareció Sebastian.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó, mirando alternativamente a Joseph y a Justin.
—Un incidente de lo más reprochable —dijo Justin con voz tranquila.
Joseph refunfuñó, elevando los puños. Parecía a punto de estallar.
Sebastian dio un paso colocándose entre ellos.
—Sospecho que ninguno de los que estamos aquí quiere provocar una escena —dijo suavemente—, así que tal vez deberíamos reunirnos los cuatro en mi estudio para aclarar este asunto.
—No ahora —dijo tía Grace, con una voz baja y afectada por las lágrimas—. Joseph, no puedo hacer esto ahora. Quizás por la mañana.
—Grace, ésa es una gran idea. —Sebastian se había adjudicado el papel de árbitro—. El descanso puede reparar los ánimos. Digamos entonces... ¿a las siete en punto? Los demás invitados no se levantarán hasta las ocho y media. Eso asegurará vuestra privacidad.
—Supongo que será lo mejor —dijo Joseph fríamente. Grace se agarró al brazo de su esposo.
—Joseph, por favor, llévame a nuestra habitación.
Joseph cubrió la mano de su esposa.
—Desde luego, querida. —Elevó la cabeza para mirar a Justin—. Confío en que esté presente mañana para arreglar esto joven.
—Oh, no tiene de qué preocuparse, señor —dijo Justin en un tono desafiante—. Allí estaré.
Arabella se mordió el labio. Tía Grace no la había mirado todavía, y parecía como si no tuviera intención de hacerlo. Dudando, volvió los ojos hacia Justin. Su expresión era impecable. Se mantuvo donde estaba.
—¡Arabella! —fue el grito de su tío.
Con un sentimiento de amargura, Arabella no tuvo más remedio que seguirles.
En el salón de invitados, la charada se encontraba en uno de sus momentos álgidos. Al entrar ellos, sin embargo, todos se detuvieron, mirándoles. Joseph se aclaró la garganta.
—Me temo que el día ha sido agotador para mi esposa y sobrina. Nos retiramos pronto.
¿Alguien le creyó? Arabella tenía miedo de mirar. Cuando salieron, pudo notar más de unas cuantas miradas interrogantes que les seguían. Alguien susurró algo, aunque no pudo distinguir quién. En cuanto a Georgiana, no había señales de su amiga.
La cabeza le daba vueltas cuando subían la escalera. Su reputación había sido arruinada. Ella estaba arruinada. Su tía había vuelto a buscar a tío Joseph y después los dos habían salido a la terraza, algo que sin duda, no habría pasado desapercibido... mucho menos esa salida repentina de la fiesta. Con toda seguridad, habría muchas preguntas en el aire. Rumores... Arabella estuvo a punto de proferir una risotada histérica cuando se dejó caer en la cama de su habitación.
«¡Ay! —pensó—, debería estar contenta.» La Inalcanzable acababa de ser destronada...
No pasó mucho tiempo antes de que alguien llamara a la puerta. Con cautela, Arabella se levantó y fue a abrir.
Era Georgiana.
—¡Arabella! ¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido?
Georgiana sujetó sus manos y la atrajo con ella hacia la cama.
—Vi como tu tía susurraba a tu tío y después los dos salían a la terraza. Me sentí tan incómoda que no quise quedarme a ver más.
La garganta de Arabella estaba a punto de deshacerse en sollozos.
—Tío Joseph estaba furioso —admitió—, después, Sebastián debió pensar que algo no iba bien y salió también... Nos reuniremos todos antes del desayuno mañana. —Sacudió la cabeza, angustiada—. ¡Soy tan estúpida! Ni siquiera pensé... nunca debí haber salido con Justin a la terraza. Tía Grace estaba tan afligida... No me miró. Ninguno de los dos me ha dicho una palabra después de dejar la terraza. Me siento tan culpable y tan avergonzada... Todo el mundo sabe que ha pasado algo... ¡Ay, Georgiana! Me temo que he desgraciado a mi familia.
Georgiana le apretó la mano.
—Es culpa mía. Nunca debí haber salido como lo hice. Si hubiese sabido que... que...
Arabella sonrió levemente.
—¿Qué estaba besándome con Justin?
Las mejillas de Georgiana se sonrojaron.
—Bueno, sí... Si lo hubiese sabido, Arabella, os hubiese dejado solos. ¡Lo siento! Todo ha sido por mi culpa.
—Desde luego que no. —Arabella contestó automáticamente. Por Dios santo, ¿en qué había estado pensando? ¿Por qué había dejado que Justin la besara de esa forma tan ardiente, como si los dos fueran a consumirse? No era sólo eso, además le había dejado desnudar sus pechos. Su piel se había mostrado inflada y ardiente, había querido sentir sus dedos, allí en el mismo centro de...
—¿Arabella?
Por la expresión de Georgiana, Arabella comprendió que no era ésta la primera vez que trataba de captar su atención.
Georgiana buscó en su expresión.
—Te preguntaba que cómo ha sido.
—¿Qué? —dijo Arabella débilmente.
—Ya sabes. —Georgiana enrojeció—. ¡Ser besada!
¿Ser besada? ¿O ser besada por Justin Sterling? Porque Arabella tenía la sensación inequívoca de que ser besarla por cualquier otro hombre no sería lo mismo que ser besada por Justin. Porque el beso de Justin había sido maravilloso y mágico. Una bendición...
Georgiana palmeó sus mejillas con horror.
—¡Ay, ay! —gritó—, ¡no puedo creer que te haya preguntado eso! ¡Perdóname, Arabella!
Sorprendentemente, Arabella se rió. Georgiana también, y las dos se dirigieron a la puerta. Allí, Georgiana le dio un rápido y fuerte abrazo.
—No te preocupes, Arabella. Pase lo que pase mañana, será para bien. Lo sé.
Los ojos de Arabella se enternecieron. Deseó buenas noches a su amiga, cerró la puerta y se apoyó sobre ella con un suspiro. ¡Ojala pudiera estar tan segura como Georgiana...!
¿Qué le había dicho Justin a Sebastian? «Un incidente reprochable», lo había llamado. Una extraña punzada le atravesé el corazón. ¿Qué era lo que se reprochaba? ¿Haberla besado? ¿Que les hubiesen descubierto?
No tenía respuestas. Y de repente, no estuvo segura de querer tenerlas...
Lo hecho, hecho estaba. Era demasiado tarde para cambiarlo. En cuanto a mañana, lo único que podía hacer era esperar a que Georgiana tuviera razón y todo saliese bien.
No mucho más tarde, en otra parte de la casa, Justin acababa de correr las cortinas de su cuarto cuando se vio sorprendido por un golpe en la puerta. Abrió y encontró a Sebastian en el rellano. En la mano, traía una bandeja con una botella y dos vasos de cristal finamente labrados.
Justin le hizo pasar.
—Deja que lo adivine —gruñó—, vienes a darme consejo.
Sebastian deslizó la bandeja sobre la mesa situada frente al fuego, entre dos sillas.
—No un consejo per se... pero pensé que tal vez querrías conversar.
Justin se sentó en una de las sillas.
—Puedo pasar sin el consejo, pero no rechazaré el brandy.
Sebastian sonrió.
—Eso pensé. Es tu favorito... y el mejor que tengo.
Justin se desató la corbata y se echó hacia atrás, viendo como Sebastian inclinaba el contenido de la botella en cada uno de los vasos, y vertía en ellos una cantidad generosa. Su hermano le ofreció uno y después se sentó con su vaso en la otra silla.
Justin lo dejó seco de un trago, balanceó el vaso vacío en sus rodillas y miró a su hermano.
—Supongo que ahora es cuando intentarás preguntarme sobre mis intenciones para mañana.
—No he venido aquí a decirte lo que tienes que hacer —respondió Sebastian educadamente—, aunque me gustaría decir —movió la cabeza en dirección a la ventana— que hay algo en esa terraza, la luz de la luna... y la mujer adecuada, ¿no es cierto?
Justin gruñó.
—Dios, empiezas a parecerte a la duquesa.
Sebastian hizo una mueca.
—Y a mi esposa —añadió.
—Supongo que encuentras esto muy divertido, ¿no? —Con el ceño fruncido, le pasó su vaso vacío.
Sebastian no tuvo más remedio que llenárselo.
—En absoluto.
Justin se quedó mirando fijamente al líquido.
—Perdí la cabeza —murmuró—, no puedo culpar a nadie sino a mí.
—Desgraciadamente, éste no es un asunto que pueda pasar desapercibido. Porque sospecho que Arabella no es una mujer de mundo, por decirlo de alguna manera.
—No lo es —admitió Justin.
—Añade a esto el que los Burwells son una familia muy respetada.
Justin hizo una mueca.
—¿Es que tienes que ser siempre tan racional?
Sebastian se encogió de hombros.
—Como yo lo veo, o te casas con ella o no te casas. Es tan simple como eso, la verdad.
«¡No es simple en absoluto!», estuvo a punto de explotar Justin.
—Pero si tienes en mente no casarte con ella —añadió Sebastián con cuidado—, supongo que no pasará mucho tiempo antes de que alguien lo haga. He oído que ha tenido tres ofertas ya.
«¡No han sido tres, sino cuatro!» Justin se mordió las palabras y dirigió a Sebastian una mirada fulminante.
Apretó los dientes. Maldición, no le gustaba que le forzasen ¿A qué hombre le gustaba? Pero era tal y como Sebastian le había dicho. Había perdido la cabeza. ¡Y lo único que podía hacer era ser honesto consigo mismo! En ese momento, a la luz de la luna, con la oscuridad rodeándoles, ningún poder sobre la tierra hubiese podido apartarle de los brazos de Arabella. Nada hubiese podido impedirle besar esos labios tentadoramente dulces y suaves, probarlos... tocarlos... y si Grace y Georgiana no hubiesen aparecido, habría seguido besándola, habría seguido tocándola, porque no quería detenerse, no podía...
Se llevó a la boca un trago abrasador de brandy.
—Sebastian —hablaba sin mirar a los ojos de su hermano en un tono muy bajo—, ¿Y si le hago daño?
—No puedes pensar así —dijo Sebastian con dureza.
Justin sacudió la cabeza.
—No puedo evitarlo, Sebastian. Yo... —Guardó silencio, la cabeza le daba vueltas. Le acechaban las dudas, algo del todo desconocido para él.
Sebastian le miró con suspicacia.
—Estás pensando en papá, ¿no es cierto? —dijo.
—Sí. —La afirmación le sorprendió. Debería decírselo a Sebastian, pensó. Dios mío, ¿acaso no era ya hora de que su hermano supiera que él, Justin, había matado a su padre? Un sentimiento oscuro y sombrío empezó a apoderarse de él. Una amargura que le quemaba las entrañas y le impedía hablar.
—Sea lo que sea lo que estés pensando —le dijo Sebastian de manera intencionada—, no es así. Nuestros padres crearon su propio infierno. Pero eso no tiene nada que ver con nosotros. Estoy seguro de que es algo que ya sabes.
«No tiene nada que ver con nosotros.» No estaba tan seguro. ¿Qué pasaba si Sebastian estaba equivocado? ¿Qué pasaba si sí tenía que ver?
—Sebastian —dijo matizando cada una de sus palabras—, ¿te has preguntado alguna vez si mamá... si papá... si nosotros tres, Julianna, tú y yo...? —Su mandíbula estaba tensa—... maldita sea, maldita sea. Olvídalo. Olvida todo lo que he dicho.
Sebastian le miró lentamente y con detenimiento.
—Sea lo que sea lo que te perturba, Justin, no podemos volver atrás, ninguno de nosotros. Cuando éramos pequeños, hubo días que preferiría olvidar, días que nunca olvidaré. Al mismo tiempo, cuando pienso en nuestra niñez, la única cosa que permanece en mi mente es ésta: que tuvimos mucha suerte de tenernos los tres —sonrió con alivio—. El pasado es pasado y se terminó. Es tiempo de mirar al futuro. Tu futuro. Te mereces ser feliz, Justin. ¿Aún no te has dado cuenta?
A Justin le dolía la garganta.
—¿Y qué pasa con Julianna? Ella se merece ser feliz también. Y por todo lo que ella dice ser, dudo mucho que llegue a serlo.
Una sombra cruzó por la cara de Sebastian.
—Lo sé —murmuró.
Justin endureció sus facciones.
—Cuando pienso en lo que ese bastardo de Thomas le hizo... Desearía haberle obligado a...
—Eso no hubiese solucionado nada —le recordó Sebastián—. Pero sé muy bien lo que quieres decir. No obstante, quiero creer que también ella encontrará la felicidad antes o después. Hay veces, Justin, en las que debemos confiar en fuerzas más poderosas que nosotros mismos.
Justin arqueó una ceja.
—Tu paciencia nunca deja de sorprenderme.
Sebastian sonrió.
—Si mi esposa estuviera aquí, creo que habría discutido una afirmación como ésa. —Se levantó y se acercó a la bandeja.
Justin levantó inmediatamente su vaso vacío.
—¡Deja aquí la botella! —le advirtió. Sebastian se rió.
—Cuidado, hermano. Si no estás en mi estudio a las siete en punto, estoy completamente seguro de que Joseph no será muy condescendiente contigo. Y no tengo intención alguna de sustituirte como segundo.
No será necesario, pensó Justin mirando la puerta cerrada. No importaba lo que era, lo que había sido, no podría... y no lo haría... No avergonzaría más a Arabella de lo que lo había hecho.
Aunque no era sólo por eso, Sebastian tenía razón. Si no se casaba con ella, alguien más lo haría. Y la idea de que Arabella estuviese con otro hombre... bueno, le resultaba del todo insoportable.
Matrimonio, pensó, con la palabra revoloteando en su cabeza. Matrimonio.
Estaba petrificado. Y aún así... Ella había encendido una luz en su interior, en su sangre, en su alma... Era como si estuviese siempre dentro de él. Su olor. Su calidez. No podía estar cerca de ella sin morirse de ganas por tocarla de la manera en que lo había hecho esta noche. Quería más.
Desde la noche en que la había visto por primera vez en Farthingale, no había habido un solo día en que no hubiese pensado en ella. O querido estar con ella de la forma en que lo había estado esa noche. Quería hacerla suya, que le perteneciera, sentir que se había rendido a él dulcemente. Al pensar en ella de esta manera, su sangre hervía. Pero ¿cuánto tiempo duraría?
Confianza y fidelidad... ¿era a eso a lo que tenía tanto miedo? Tenía poca experiencia en tales virtudes. En realidad, ¡tenía poca experiencia en cualquier virtud! Y él no era como Sebastián. Era como su madre. Su madre...
Pero tampoco podía soportar la idea de herir a Arabella. Por Dios, no podía herirla...
Su deseo era real, se recordó. Se moría por Arabella con cada poro de su piel Que ella le amara era algo fuera de su alcance. Debía ser práctico, se repitió. Arabella nunca amaría a un granuja como él. Pero si no podía tener amor, tendría deseo y pasión, y por Dios, que lo tendría.
Con todos estos pensamientos en la cabeza, por fin le sobrevino la respuesta que buscaba, y algo parecido a la paz. Justin supo, sin ninguna duda, lo que tenía que hacer.