Capítulo quince
La ceremonia tuvo lugar a las tres en punto del día siguiente, en casa de sus tíos. Además de Georgiana, que fue su dama de honor, y los padres de Georgiana, sólo estuvieron presentes los familiares: Sebastian, Devon, Julianna, los mellizos, la tía de Arabella, sus primas y sus respectivas familias. La única excepción fue la duquesa viuda de Carrington. Sebastian ejerció de padrino de Justin. Presidió el reverendo Lynch, amigo de los padres de Arabella desde hace años y que la había visto crecer.
Arabella entró en el salón del brazo de tío Joseph. Las rodillas le temblaban de tal manera que se sorprendió de poder andar. Abrió mucho los ojos cuando se detuvieron en el umbral. Su tía había decorado la habitación con cientos de fragantes rosas blancas.
Después, sus ojos se detuvieron inevitablemente en Justin. Le pareció muy alto, muy moreno, vestido espléndidamente con un traje de color chocolate oscuro que hacía resaltar el verde de sus ojos como si fueran dos esmeraldas. Su porte era orgulloso, su expresión indescifrable. No sonreía, pero tampoco se mostraba serio. Su comportamiento era solemnemente intencionado, y Arabella se sintió de repente sobrecogida. Aún no se habían casado... ¿y ya se estaba arrepintiendo?
Pasar toda la vida unida a alguien que no la amaba... ay.
Dios, ¿cómo podía estar haciendo esto?, pensó desesperada. ¿Cómo podría soportarlo? Era el día de su boda. El día de su boda. Desde que había tenido conciencia de lo que significaba el matrimonio, había siempre estado segura de que cuando llegara ese día, se sentiría irremediablemente enamorada de su marido... y él de ella. Pero ésta no era la pareja que había imaginado. Nada había ocurrido como ella esperaba, y allí estaba, a unos cuantos pasos del hombre que sería su marido para el resto de su vida, balanceándose en el abismo que sería el resto de su vida...
Hasta hacía una semana, había jurado que no amaba a Justin Sterling, que nunca podría amar a un hombre como él. Pero ahora, ya no estaba tan segura... ¿le amaba? Era como si una mano estuviera estrujándole el corazón. Todo le daba vueltas, temblaba, un tumulto de emociones le impedía distinguir lo que estaba arriba o abajo, la derecha de la izquierda, la luna de las estrellas.
Sólo una cosa permanecía sobre todas las demás. La creencia de que Justin nunca la amaría. Esta creencia le partía el corazón y le dolía como nunca nada le había dolido en el mundo... como nunca nada podría dolerle en el futuro.
Lo que quería era dar media vuelta y correr gritando a su casa.
Sin embargo, los siguientes tres pasos acortarían la distancia entre Justin y ella. Tres pequeños pasos y su vida cambiaría para siempre. Eran los pasos más difíciles, pero también, los más fáciles que había dado nunca.
El reverendo Lynch se aclaró la garganta.
—Queridos hermanos —entonó—, estamos aquí reunidos ante Dios...
El resto de la ceremonia pasó como en una nube. La siguiente cosa que supo fue que el reverendo se había dirigido a Justin.
—¿Quieres a esta mujer como esposa, para vivir con ella según los preceptos de Dios, en el sagrado sacramento del matrimonio? ¿La amarás, la cuidarás y la honrarás, en la salud y en la enfermedad, todos los días de tu vida hasta que la muerte os separe?
—Sí quiero.
Con un tono tranquilo, Arabella se sorprendió de la gravedad y la convicción con que Justin pronunció estas palabras. El reverendo Lynch habló de nuevo, aunque ella apenas le escuchó. ¡Si no estuviera tan familiarizada con este hombre y su reputación, podría pensar que cada una de sus palabras habían sido ciertas!
El reverendo Lynch se detuvo.
Casi demasiado tarde se dio cuenta de que era su turno. Las manos le empezaron a temblar. El pequeño ramo de flores que llevaba se sacudió como si estuvieran tirándole desde debajo del vestido...
El único sonido en la habitación.
Arabella no pudo evitarlo. Miró directamente a Justin. Él le devolvió la mirada, con una ceja oscura arqueada en arrogante pendiente, con un brillo en sus ojos esmeralda como de silencioso desafío.
Levantó la barbilla.
—Sí quiero —se oyó decir precipitadamente, preguntándose si había parecido tan horrorizada y dudosa como se sentía por dentro.
A continuación, el reverendo anunció:
—Puede besar a la novia.
Ya estaba hecho.
Justin se volvió a ella. En su mente se grabaría esa expresión ardiente de sus ojos verdes, así como esos brazos fuertes rodeándola. La boca de Justin capturó la suya en un beso que le robó el aliento y el corazón y que hizo que cientos de mariposas revolotearan en su estómago. ¿Sería siempre así?, se preguntó con temor. Eso esperaba.
El mundo giraba todavía a su alrededor cuando por fin él retiró su boca. Le guiñó un ojo.
—¡Ay, Dios! —susurró sin pensar.
Justin apartó la cabeza y se rió, el muy bribón, ¡para que todos pudieran verle y oírle! Arabella se apresuró a retenerle con lo que pensó sería una mueca de advertencia.
Él no se inmutó. Para su sorpresa, se dispuso a besarla de nuevo, y de una forma mucho más vigorosa.
Esta vez, cuando abrió los ojos, ¡fue por el sonido de los aplausos!
Arabella se sentía tan avergonzada que el rubor le subía desde la nuca hasta las mejillas.
—Eres un sinvergüenza —le acusó.
Él hizo deslizar su mano bajo el codo de ella.
—Bueno, no dirás que no te avisé, ¿verdad?
Después siguió el espléndido convite.
La conducta seria y fría de tío Joseph para con Justin se suavizó en el momento en que servían el plato principal, algo que Arabella agradeció enormemente. Pero antes de que se diese cuenta, la cena terminó y llegó el momento de partir.
Cerca de la puerta, la familia se reunió para desearles buenas noches. Fue una escena algo caótica. Los mellizos chillaban corriendo por todos lados junto a sus primos. Todo eran risas y bromas. Tía Grace fue la última en salir. Sonreía, pero sus ojos brillaban. En su mano llevaba un pañuelo.
Al ver las lágrimas de su tía, un dolor caliente invadió el corazón de Arabella. De forma inconsciente, se acercó a ella y se hundió en sus brazos.
—Tía Grace —susurró en un sollozo—, siento mucho que no haya sido la boda que tú soñabas.
Su tía la abrazó con fuerza.
—Está bien, querida —susurró de manera que sólo Arabella pudiera oírla—, podrás arreglarlo si dejas que prepare el bautizo de vuestro primer hijo.
Justin estaba a sólo unos pasos hablando con Sebastian. Eligió ese preciso momento para mirarla. Por encima del hombro de su tía, sus ojos se encontraron. Los de él eran afables, pero Arabella estaba bastante segura de que los de ella debían parecer extrañamente enormes. Tragó saliva y apartó la mirada, con la boca seca. Apenas se atrevía a pensar en el día después de la boda, mucho menos en los niños. ¿Querría Justin tener niños? De repente, se acordó de la otra noche. En consecuencia, ¿clamaría sus derechos como marido?
Sus pensamientos iban y venían. El beso que habían compartido hacía sólo un momento le daba alguna pista. Todo su cuerpo ardía. Justin era un hombre extremadamente viril, conocido por sus apetitos sexuales. No creía que se equivocase al pensar que él querría...
Este pensamiento permanecía en su mente cuando, sólo un momento después, se dirigían en carruaje a la casa de ladrillo de Berkeley Square.
Justin se volvió para mirarla.
—Creo que pasaremos la noche aquí —dijo con naturalidad—. Dado lo precipitado de nuestro enlace, me temo que no he tenido tiempo de preparar una buena luna de miel. Pero si quieres, podemos salir por la mañana temprano a pasar una semana en Bath. Espero que la idea sea de tu agrado.
—Ah, me encanta Bath —dijo Arabella con alegría—. En esta época del año, es particularmente hermoso.
No, pensó Justin distraído. Lo que era particularmente hermoso era ella...
Un mayordomo abrió la puerta del carruaje. Apartó los ojos de sus labios.
—Ven, deja que te muestre mi... —se detuvo a tiempo—, nuestro hogar.
Un temblor extraño traspasó a Arabella, un temblor que al menos, calmó algo su aprehensión.
Agarrándola del codo, Justin la presentó al personal de servicio y después la condujo a ver la casa. Era verdaderamente encantadora, más acogedora de lo que había imaginado, sin ostentación. Los muebles eran confortables y elegantes, sin llegar a ser pretenciosos. Dio a conocer su agrado, y a pesar de que Justin no dijo nada, pudo entender que estaba complacido.
Terminaron en lo que él dijo era su dormitorio, una habitación grande y masculina decorada en tonos marrones y presidida por una inmensa cama con dosel.
Intentó no mirarla, pero tampoco pudo evitado.
—¿Tienes hambre?
Lo que hizo fue dar un brinco.
—Ah, no —su voz sonó aguda y tensa—, no podría comer nada después de la gran cena que hemos tenido. —Se las ingenió para retirar los ojos de la cama.
Estaba nerviosa, pensó Justin. Podía sentirlo. Podía oírlo en su voz, en la manera en que le miraba y retiraba precipitadamente los ojos. Quería reírse, pero no estaba seguro de atreverse. Los nervios de la noche de boda eran comprensibles. Se había casado con una virgen, después de todo, por mucho que ella dijese que conocía cómo se realizaba el acto de la procreación. De hecho, empezó a preguntarse si esta afirmación no había sido otra más de sus bravuconerías.
—Entonces, imagino que querrás algo de privacidad. Mandaré llamar a Annie.
Arabella parpadeó.
—¿Annie? ¿Annie está aquí?
Asintió con la cabeza.
—Conseguí convencer a tu tía para que la dejara trabajar aquí con nosotros.
—Gracias, Justin. —Se detuvo, afectada de verdad por el gesto—. Es todo un detalle por tu parte.
Justin inclinó la cabeza.
—Es un placer.
Salió, y Annie vino a ayudarla con el vestido de boda. En un pequeño baúl, que habían debido traer por la mañana, encontró algunas de sus cosas. De allí, Annie sacó el camisón y el salto de cama que debería llevar esa noche. Tenerla allí la reconfortaba..., sin embargo, después de peinar su pelo, Annie desapareció precipitadamente.
Sola, Arabella se levantó del tocador y empezó a recorrer con la mirada la habitación en la que estaba, para detenerse en la imagen que reflejaba el espejo de la esquina. No pudo evitar abrir la boca por el asombro. Se miró con gran consternación. Una extraña le devolvía la mirada, una extraña de rizos cobrizos. El camisón que llevaba no era sino una tela transparente con encajes, una tela mínima que no valía lo que sin duda debía haber pagado su tía por ella. Tenía unos pequeños lazos en los hombros y la cintura. La prenda dejaba ver con toda claridad su cuerpo, desde el brillo nacarado de su piel hasta el rojo de sus pezones, e incluso el triángulo inferior de rizos rojizos de su entrepierna.
Era un camisón hecho para seducir. Para tentar. Para... Señor, incluso su mente se negaba a formar la palabra... para excitar. Se sintió bastante... ¡ay!, santo cielo, ¡bastante escandalosa! Ya este pensamiento le siguió otro.
¿Le gustaría a Justin? Quería que así fuera, descubrió con un remordimiento. Quería cautivarle. Excitarle.
Lo deseaba con tanta intensidad que le dolía el estómago.
Justo en ese instante, la puerta se abrió y se cerró. Arabella se dio la vuelta. La necesidad de cubrirse con las manos fue más fuerte de lo que podía soportar. Sin embargo, no se escondió ante la mirada de Justin. Fue una mirada lenta, de pies a cabeza, en la que no quedó una parte de su cuerpo sin explorar.
Conteniendo la respiración, se puso de pie, con la esperanza de cientos de campanillas y sueños que afloraban a su corazón y a los bordes de sus labios.