Mi madre y yo no supimos del regreso de Herodes a Italia hasta que un día nos llegó una apresurada nota de él, en la que decía que venía a visitarnos, y agregaba misteriosamente que contaba con nuestra ayuda para superar una gran crisis.
—Si lo que necesita es dinero —dije a mi madre—, la respuesta es que no tenemos ninguno.
Y en verdad no teníamos ya dinero para malgastar en esa ocasión, como he explicado en mi libro anterior. Pero mi madre dijo:
—Es mezquino hablar de ese modo, Claudio. Siempre has sido un patán. Si Herodes necesita dinero porque se encuentra en dificultades tenemos que encontrarlo de una u otra manera. Se lo debo a la memoria de su madre muerta, Berenice. A despecho de sus extrañas costumbres religiosas, Berenice fue una de mis mejores amigas. ¡Y tan espléndida administradora de la casa!
Hacía unos siete años que mi madre no veía a Herodes, y lo echaba mucho de menos. Pero él había sido un corresponsal asiduo, le escribía acerca de cada uno de su problemas, y en forma tan divertida, que parecían las aventuras más deliciosas que pudiese encontrarse en cualquier libro de historias griegas, en lugar de verdaderos problemas. Quizá la carta más alegre de todas fue la que escribió desde Edom, poco después de partir de Roma, en la que nos contaba cómo su dulce, querida y tonta esposa Cypros lo había disuadido de su salto desde las almenas de la fortaleza. «Y tuvo mucha razón —terminaba—. Era una torre altísima.» Una carta reciente, también escrita desde Edom, era del mismo tenor. La había escrito mientras esperaba el dinero de Acre. Habló de su vergüenza de haber caído moral-mente tan bajo como para robar el camello de un mercader persa. Pero, sin embargo, la vergüenza se había convertido muy pronto en un sentimiento de virtud por haber hecho al dueño un servicio tan importante, ya que el animal era en apariencia la sede permanente de siete espíritus malignos, cada uno peor que el otro. El mercader debía de haberse sentido incomparablemente aliviado al despertar una mañana y encontrar que su precioso tesoro había desaparecido, montura, bridas y todo. Fue el viaje más aterrador a través del desierto sirio, ya que el camello hizo lo posible para matarlo en cada lecho seco de un arroyo o en cada paso estrecho al que llegaban, e incluso se acercaba sigilosamente a él por la noche para pisotear su cuerpo dormido. Volvió a escribirnos desde Alejandría para decirnos que había dejado en libertad al animal en Edom, pero que éste lo persiguió, con una maligna expresión en los ojos, hasta la costa. «Te juro, nobilísima y sapiente Antonia, mi primer amiga y mi más generosa benefactora, que el terror de ese espantoso camello, antes que el miedo a mis acreedores, fue lo que me sostuvo ante el gobernador en Antedón. Estoy seguro de que habría insistido en compartir mi celda de prisión, si me hubiese dejado arrestar». Había una posdata: «Mis primos de Edom se mostraron extraordinariamente hospitalarios, pero no debo permitirte que te quedes con la impresión de que fueron extravagantes. Llevan la economía hasta el punto de que sólo se ponen ropa limpia en tres ocasiones: cuando se casan, cuando mueren y cuando asaltan a una caravana que les proporciona ropa limpia libre de cargo. En todo Edom no existe un solo batanero.» Como es natural, Herodes arrojaba la luz más favorable posible sobre su pendencia o malentendido, como la llamaba, con Placeo. Se culpaba por su irreflexividad, y alababa a Placeo como hombre dueño de un sentido del honor demasiado elevado, si ello era posible; por cierto demasiado elevado para el pueblo al que gobernaba: éste lo consideraba como un excéntrico.
Herodes nos contó luego las partes de sus relatos que había omitido en sus cartas, sin ocultar nada, o prácticamente nada, porque sabía que esa era la mejor forma de comportarse con mi madre. Y la encantó especialmente —si bien, por supuesto, ella fingió sentirse escandalizada—, con la historia de su secuestro de los soldados y de sus tentativas de impresionar al alabarca. También describió su viaje desde Alejandría en una peligrosa tormenta, cuando todos, salvo él mismo y el capitán, según dijo, estuvieron postrados por el mareo, cinco días y sus respectivas noches. El capitán se pasó todo el tiempo llorando y rezando, y dejó que Herodes gobernase el navio por sí solo. Luego continuó el relato:
—Al cabo, cuando, de pie en el castillo de proa de nuestro valiente barco, que ahora había dejado de cabecear y rolar, y ajeno a las alabanzas y agradecimientos de la ahora convaleciente tripulación, vi la bahía de Nápoles, resplandeciente ante mí, con sus costas repletas de hermosos templos y casas, y con el poderoso Vesubio irguiéndose encima, lanzando nubes de humo como un fogón doméstico, confieso que lloré. Hice de cuenta que llegaba al hogar, a mi primera y más querida patria. Pensé en todos mis amados amigos romanos, de quienes me había separado tanto tiempo antes, y en especial en ti, sapientísima y hermosa y noble Antonia, y en ti también, Claudio, por supuesto, y en lo felices que nos sentiríamos de volver a saludarnos. Pero primero, eso era claro, tenía que establecerme decentemente. Habría sido inadecuado que me presentase a tu puerta como un mendigo o un cliente pobre, para pedir ayuda. En cuanto desembarcamos e hice efectiva la letra del alabarca, que era sobre un banco de Nápoles, escribí en el acto al emperador, a Capri, pidiéndole que me concediese el privilegio de una audiencia. La concedió graciosamente, diciendo que se sentía encantado de saber de mi regreso a salvo, y al día siguiente tuvimos la conversación más estimulante. Lamento tener que decir que me sentí obligado —porque al principio se mostró de un humor más bien lúgubre— a divertirlo con algunas historias asiáticas, y por cierto no heriré la modestia de ustedes repitiéndolas aquí. Pero ya saben lo que sucede con el emperador: es una mentalidad ingeniosa y muy católica en sus gustos. Bien, cuando le narré un relato particularmente característico, en ese estilo, me dijo: «Herodes, eres un hombre de carácter igual que el mío. Quiero que aceptes un nombramiento de gran responsabilidad: que seas el preceptor de mi único nieto, Tiberio Gemelo, a quien tengo aquí conmigo. Como amigo íntimo de su padre fallecido, estoy seguro de que no te negarás, y confío en que el chico hará buenas migas contigo. Siento tener que decir que es un jovencito melancólico y hosco, que necesita un compañero de más edad, vivaz y de corazón abierto, a quien poder tomar como modelo.»
Esa noche me quedé en Capri y a la mañana siguiente el emperador y yo éramos los mejores amigos; había hecho caso omiso del consejo de sus médicos, y bebido conmigo toda la noche. Pensé que mi buena suerte estaba restablecida por fin, cuando de pronto se cortó sin más ni más el pelo de cabello del cual pendía desde hacía tanto tiempo la espada de Damocles sobre mi desdichada cabeza. Llegó una carta para el emperador, del idiota del gobernador de Antedón, informando que me había entregado una orden de arresto por falta de pago de 12.000 piezas de oro, deuda contraída por mí con el Tesoro, y que yo «había eludido el arresto por medio de una estratagema, y escapado, secuestrando a dos hombres de su guarnición, que no habían regresado aún y que probablemente fueron asesinados». Aseguré al emperador que los soldados estaban con vida, que se habían introducido en mi barco sin mi conocimiento, y que, además, no se me entregó ningún mandamiento de arresto. Quizá los mandaron a entregármelo, dije, pero decidieran pasar sus vacaciones en Egipto. Sea como fuere los encontré ocultos en la bodega, cuando estábamos a mitad de camino a Alejandría. Le aseguré al emperador que en Alejandría los había devuelto en el acto a Edom, para que fuesen castigados.
—Herodes Agripa —dijo mi madre con severidad—, esa fue una mentira deliberada, y me siento muy avergonzada de ti.
—No tan avergonzado como yo me he sentido desde entonces, querida Antonia —dijo Herodes—. ¿Cuántas veces me has dicho que la honestidad es la mejor política? Pero en el Oriente todos mienten y, por supuesto, uno descuenta las nueve décimas partes de lo que oye, y espera que sus interlocutores hagan lo mismo. En ese momento me había olvidado que me encontraba de vuelta en un país en que se considera deshonroso desviarse de la verdad estricta, aunque sólo sea en el canto de una uña.
—¿Te creyó el emperador? —pregunté.
—Así lo espero, con todo mi corazón —respondió Herodes—. Me preguntó: «¿Pero y qué hay de la deuda?» Le dije que era un préstamo que se me había concedido en la forma adecuada, y con buena garantía, en dinero de la lista civil, y que si se había librado un mandamiento para mi arresto, debía de ser por intervención de ese traidor de Seyano. Hablaría con el tesorero en el acto y arreglaría el asunto con él. Pero el emperador dijo: «Herodes, a menos de que esa deuda sea pagada dentro de una semana, no serás el preceptor de mi nieto.» Ya saben cuan estricto es él en cuanto a las deudas con la lista civil. Y yo dije, en tono tan negligente como pude, que estaba seguro de pagarla en el término de tres días. Pero mi corazón era como un trozo de plomo. De modo que inmediatamente te escribí, mi querida benefactora, pensando que quizá...
Mi madre volvió a decir:
—Estuvo muy, pero muy mal de tu parte, Herodes, decirle al emperador semejantes mentiras.
—Lo sé, lo sé —dijo Herodes, fingiendo un profundo arrepentimiento—. Si tú hubieses estado en mi lugar, sin duda habrías dicho la verdad. Pero a mí me faltó valor. Y, como digo, estos siete años en el Oriente, lejos de ti, han embotado grandemente mi sensibilidad y moral.
—Claudio —dijo mi madre con repentina decisión—, ¿cómo podemos conseguir 12.000 piezas de oro lo antes posible? ¿Qué hay de esa carta que recibiste de Aristóbulo esta mañana?
Esa mañana, por coincidencia, había recibido una carta de Aristóbulo en donde me pedía que invirtiese algún dinero en su nombre, en propiedades territoriales, que en ese momento estaban baratas, debido a la escasez de moneda. Me adjuntaba una letra bancaria por 10.000. Mi madre le habló a Herodes al respecto.
—¡Aristóbulo! —exclamó Herodes—. ¿Cómo consiguió él reunir 10.000? Ese individuo carente de principios debe de haber utilizado su influencia con Placeo para aceptar sobornos de los nativos.
—En ese caso, considero —dijo mi madre— que se comportó vilmente contigo al delatarte a mi viejo amigo Placeo al decirle que los hombres de Damasco te enviaban un regalo por haber defendido tan bien su causa. Tenía mejor opinión de Aristóbulo. Y ahora será justo que esas 10.000 piezas de oro sean utilizadas como un préstamo temporario —temporario, fíjate bien, Herodes— para ayudarte a salir del paso. No habrá dificultad alguna en cuanto a los 2.000 restantes, ¿no es cierto, Claudio?
—Olvidas que Herodes tiene todavía 8.000 del alabarca, madre. A menos de que ya los haya gastado. Si le entregamos el dinero de Aristóbulo, será más rico que nosotros.
Herodes recibió la advertencia de que debía saldar la deuda en el plazo de tres meses, sin tardanza, porque de lo contrario yo sería culpable de violación de un depósito fiduciario. El asunto no me agradaba en lo más mínimo, pero lo prefería a hipotecar nuestra casa en el Monte Palatino para conseguir el dinero, cosa que habría sido la única alternativa posible. Sin embargo, todo resultó inesperadamente bien. No sólo se confirmó el nombramiento de Herodes como preceptor de Gemelo, en cuanto hubo pagado los 12.000 a la lista civil, sino que también me devolvió todo el monto del préstamo de Aristóbulo, dos días antes de que venciese el plazo, y, además de eso, una antigua deuda de 5.000 que jamás habíamos esperado volver a ver. Porque Herodes, como preceptor de Gemelo, comenzó a frecuentar la compañía de Calígula, a quien Tiberio, que ahora tenía 75 años de edad, había aceptado como hijo y que era su presunto heredero. Tiberio mantenía a Calígula muy corto de dinero, y Herodes, después de conquistar la confianza de Calígula por medio de algunos magníficos banquetes, hermosos regalos y cosas por el estilo, se convirtió en su agente para la consecución de grandes sumas en préstamos, en el mayor secreto, de hombres adinerados que querían granjearse el favor del nuevo emperador. Porque no se esperaba que Tiberio viviese mucho tiempo más. Cuando la confianza de Calígula en Herodes quedó de tal modo demostrada y se convirtió en conocimiento corriente en los círculos financieros, le resultó fácil pedir dinero prestado en su propio nombre, así como en el de Calígula. Sus deudas impagadas de siete años antes habían quedado saldadas en su mayor parte por muerte de sus acreedores, porque las filas de los hombres de dinero habían quedado muy raleadas debido a los juicios por traición emprendidos por Tiberio bajo Seyano, y bajo Macro, su sucesor, continuaba el mismo proceso destructor. En cuanto al resto de sus deudas, Herodes estaba tranquilo: nadie se atrevería a enjuiciar a un hombre tan altamente ubicado en el favor de la corte. Me devolvió parte con un préstamo de 40.000 piezas de oro que había negociado con un liberto de Tiberio, un individuo que, cuando esclavo, fue uno de los guardianes de Druso, el hermano mayor de Calígula, cuando se lo hizo morir de hambre en las mazmorras del palacio. Desde su liberación se había enriquecido inmensamente gracias al tráfico de esclavos de primera clase —compraba esclavos enfermos, baratos, y les devolvía la salud en un hospital que él mismo regentaba—, y temía que cuando Calígula llegase a ser emperador se vengara de él por los malos tratos a que había sometido a Druso. Pero Herodes se comprometió a ablandar a Calígula en su favor.
De modo que la estrella de Herodes se tornaba cada vez más fulgente, y solucionó varios asuntos en Oriente a su entera satisfacción. Por ejemplo, escribió a algunos amigos de Edom y Judea —y todos aquellos a quienes ahora escribía en tono amistoso se sentían grandemente halagados— y les preguntó si podían proporcionarle alguna evidencia detallada de mala administración contra el gobernador que trató de arrestarlo en Antedón. Reunió una cantidad bastante imponente de pruebas en ese sentido, y las resumió en una carta presuntamente enviada por los principales ciudadanos de Antedón, que luego envió a Capri. El gobernador perdió su puesto. Herodes pagó su deuda de dracmas áticas al vendedor de trigo de Acre, menos el doble de la cantidad que le dedujo injustificadamente del dinero que le envió a Edom, y explicó que esas 5.000 dracmas que retenía en su poder representaban una suma que el vendedor de trigo había tomado en préstamo a la princesa Cypros, unos años antes, sin devolverla jamás. En cuanto a Placeo, Herodes no hizo tentativa alguna de vengarse de él, por no enemistarse con mi madre, y Placeo murió pocos años después. A Aristóbulo había decidido perdonarlo magnánimamente, sabiendo que debía de sentirse, no sólo avergonzado de sí mismo, sino molesto por su falta de previsión, demostrada al hostilizar a un hermano que ahora era tan poderoso. Aristóbulo podía prestar gran utilidad una vez que fuera adecuadamente purificado en espíritu. Herodes también se vengó de Poncio Pilatos, de quien había emanado la orden de su arresto en Antedón, y para ello estimuló a algunos amigos de Samaría a que protestasen ante el nuevo gobernador de Siria, mi amigo Vitelio, en cuanto a la forma brutal en que Pilatos manejaba las perturbaciones civiles de allí y para que lo acusasen de haber aceptado soborno. Se ordenó a Pilatos que viajase a Roma para responder de tales acusaciones ante Tiberio.
Un hermoso día de primavera, cuando Calígula y Herodes viajaban juntos en una carroza abierta, por la campiña cercana a Roma, Herodes dijo alegremente:
—Creo que ya es hora de que el antiguo guerrero reciba su espada de madera. —Se refería a Tiberio, y la antigua espada de madera era el símbolo honorable de licenciamiento que los espadachines agotados reciben en la liza. Y agregó: — Y si quieres perdonarme lo que parecería sospechosamente una adulación, mi querido amigo, mi opinión honrada es que tú podrías hacer un mejor papel en el juego de los juegos del que él hizo jamás.
Calígula se sintió encantado, pero por desgracia el cochero de Herodes escuchó la observación, la entendió y la guardó en la memoria. El conocimiento de que tenía poderes para arruinar a su amo estimuló a este individuo de cabeza de chorlito a intentar una cantidad de impertinencias hacia él, que, durante un tiempo y por casualidad, pasaron inadvertidas. Pero finalmente se le metió en la cabeza la idea de robar algunas bellísimas mantas bordadas del carruaje y venderlas a otro cochero cuyo amo vivía a cierta distancia de Roma. Informó que se habían arruinado por accidente, por las filtraciones de una barrica de alquitrán a través de los tablones del altillo de la caballeriza, y Herodes se conformó con creerlo. Pero un día en que por casualidad hacía un paseo con el caballero a cuyo cochero habían sido vendidas, las descubrió envolviéndole las rodillas. De ese modo salió a la luz el robo. El cochero del caballero advirtió al ladrón y éste huyó en el acto, para eludir el castigo. Su intención primitiva había sido la de hacer frente a Herodes, si lo descubrían, con la amenaza de revelar al emperador lo que había escuchado. Pero perdió el valor cuando llegó el momento oportuno, ya que se dio cuenta muy pronto de que Herodes era muy capaz de matarlo si trataba de extorsionarlo, y de presentar testigos en el sentido de que el golpe había sido dado en defensa propia. El cochero era una de esas personas cuyos pensamientos embrollados envuelven a todos en dificultades, y a ellas mismas antes que a nadie.
Herodes conocía los probables refugios del individuo en Roma y, sin darse cuenta qué era lo que había en juego, pidió a los funcionarios de la ciudad que lo arrestasen. Lo encontraron y lo llevaron ante el tribunal, acusado de robo, pero el nombre reclamó su privilegio de liberto de apelar ante el emperador, en lugar de ser sentenciado sumariamente. Y agregó:
—Tengo que decirle algo al emperador, que se refiere a su seguridad personal. Es lo que escuché en una ocasión en que guiaba una carroza por el camino de Capua.
El magistrado no tuvo otra alternativa que enviarlo, bajo escolta armada, a Capri.
Por lo que ya he dicho en cuanto al carácter de mi tío Tiberio, se podrá adivinar qué actitud mostró cuando leyó el informe del magistrado. Si bien advirtió que el cochero debía haber escuchado alguna conversación pérfida de Heredes, no quería todavía saber con precisión de qué se trataba. Era evidente que Heredes no pertenecía al tipo de hombres que hacen afirmaciones peligrosas al alcance del oído de un cochero. De modo que mantuvo a éste en la cárcel, sin interrogarlo, y dio órdenes al joven Gemelo, ahora de diez años de edad, de vigilar atentamente a su preceptor, y de informarle acerca de toda palabra o acción de éste que pareciera tener algún significado traicionero. Entre tanto Herodes se mostró ansioso ante la demora de Tiberio en interrogar al cochero, y conservó respecto del asunto con Calígula. Decidieron que nada había sido dicho por Herodes, en la ocasión a que el cochero en apariencia se refería, que no pudiera ser explicado. Si el propio Herodes insistía en una investigación, Tiberio se mostraría más inclinado a aceptar literalmente lo de la «espada de madera». Porque Herodes diría que habían estado hablando de Patas Amarillas, un famoso espadachín que se había retirado desde entonces, y que no hacía más que felicitar a Calígula por sus habilidades de esgrimista.
Herodes advirtió entonces que Gemelo se comportaba en forma muy sospechosa, que fisgoneaba y aparecía en sus habitaciones en los momentos más extraños. Le resultó claro que Tiberio lo había puesto a vigilarlo. De modo que se presentó una vez más ante mi madre y le explicó todo el caso, rogándole que insistiese en el juicio del cochero en su favor. La excusa era de que quería ver al hombre castigado por su robo y por su ingratitud, ya que Herodes le había concedido voluntariamente su libertad el año anterior. No había que decir nada en cuanto a las revelaciones que el hombre intentaba hacer. Mi madre hizo lo que Herodes quería, escribió a Tiberio, y, luego de la habitual demora prolongada, recibió una carta. Se encuentra ahora en mi poder, de modo que puedo citar las palabras exactas. Por primera vez Tiberio iba directamente al grano.
«Si este cochero quiere acusar a Herodes Agripa falsamente de alguna afirmación pérfida, a fin de encubrir sus propias fechorías, ya ha sufrido lo suficiente por su locura, con su largo encierro en mis celdas no muy hospitalarias de Miseno. Pensaba soltarlo después de advertirle contra toda tentativa de apelar a mí en el futuro, cuando fuese sentenciado en algún tribunal inferior por algún delito trivial, como una ratería, por ejemplo. Soy demasiado viejo y estoy demasiado atareado como para molestarme con apelaciones tan frívolas. Pero si me obligas a investigar el caso, y resulta que en realidad se hizo una afirmación traicionera, Herodes lamentará haber provocado el asunto, porque su deseo de ver castigado a su cochero con severidad habrá atraído sobre él mismo un castigo severo.»
Esta carta hizo que Herodes se sintiera tanto más ansioso de hacer juzgar al hombre, y en su propia presencia. Silas, que había llegado a Roma, quiso disuadirle de ello, aplicando el proverbio: «No te entrometas con Camarina». (Cerca de Camarina, en Sicilia, había unos pantanos pestilentes, que los habitantes drenaban por motivos higiénicos. Esto expuso a la ciudad al ataque; fue capturada y destruida.) Pero Herodes no quiso escuchar a Silas; el anciano se había vuelto muy aburrido después de cinco años de prosperidad ininterrumpida. Muy pronto se enteró de que Tiberio, que se encontraba en Capri, había dado órdenes de que la enorme casa de campo de Miseno, aquella en la cual murió más tarde, fuese preparada para recibirlo. De inmediato dispuso ir hacia allá él mismo, con Gemelo, como invitado de Calígula, que tenía una casa de campo cercana, en Bauli; y en compañía de mi madre, quien como se recordará era abuela de Calígula y Gemelo. Bauli está muy cerca de Miseno, en la costa norte de la bahía de Nápoles, de modo que nada era más natural que el hecho de que todo el grupo fuese a presentar sus respetos en el momento de la llegada. Tiberio los invitó a todos a cenar al día siguiente. La prisión en que el cochero languidecía estaba muy cerca, de modo que Herodes convenció a mi madre de que pidiese a Tiberio, en presencia de todos, que solucionara el caso esa misma tarde. Yo también había sido invitado a Bauli, pero decliné la invitación porque ni mi tío ni mi madre mostraban mucha paciencia en mi compañía. Pero me enteré de todo el asunto por varias personas que estuvieron presentes. Fue una magnífica cena, sólo arruinada por la gran escasez de vino. Tiberio seguía ahora el consejo de sus médicos y se abstenía por completo de la bebida, de modo que, por cautela, nadie pidió que su copa fuese vuelta a llenar después de vaciarla. Y los camareros tampoco se ofrecieron a hacerlo. La falta de vino siempre ponía a Tiberio de mal humor, pero, ello no obstante, mi madre presentó audazmente el tema del cochero. Tiberio la interrumpió, como por casualidad, iniciando un nuevo tema de conversación, y ella no volvió a hacer otra tentativa hasta después de la cena, cuando todo el grupo salió a pasear bajo los árboles que rodeaban la pista de carreras local. Tiberio no caminaba; era trasportado en una litera, y mi madre, que se había vuelto muy vivaz en su vejez, caminaba a su lado.
—Tiberio —dijo—, ¿puedo hablarte acerca de ese cochero? Creo que ya es hora de que este caso se solucione, y todos nos sentiremos más tranquilos, creo, si tuvieses la bondad de solucionarlo hoy, de una vez por todas. La prisión está ahí cerca, y podemos terminar con eso en pocos minutos.
—Antonia —respondió Tiberio—, acuérdate de que he hecho una insinuación de que se dejasen las cosas como están, pero si insistes haré lo que me pides. —Luego llamó a Herodes, que caminaba detrás, con Calígula y Gemelo y dijo: — Ahora voy a interrogar a tu cochero, Herodes Agripa, por insistencia de mi cuñada, la señora Antonia, pero pongo a los dioses por testigo de que lo que hago no lo hago por mi propia inclinación, sino porque se me obliga a ello.
Herodes le agradeció profundamente por su condescendencia. Luego Tiberio llamó a Macro, quien también se encontraba presente, y le ordenó que le llevase ante él, de inmediato, al cochero para enjuiciarlo.
Parece que Tiberio había intercambiado unas palabras en privado con Gemelo, la noche anterior. (Calígula, uno o dos años después, obligó a Gemelo a hacerle un relato de esa entrevista.) Tiberio le preguntó a Gemelo si tenía algo de que informarle contra su preceptor, y Gemelo le respondió que no había escuchado ninguna palabra desleal ni presenciado acción desleal alguna. Pero que en esos días veía muy poco a Herodes, porque éste estaba siempre con Calígula, y dejaba a Gemelo que estudiara por su cuenta, en lugar de instruirlo personalmente. Luego Tiberio interrogó al joven en cuanto a préstamos, acerca de si Herodes y Calígula habían discutido alguna vez sobre un préstamo, en su presencia. Gemelo pensó un rato y luego respondió que en una ocasión Calígula le preguntó a Herodes algo acerca de un préstamo P. O. T., y Herodes le respondió: «Te lo diré después, porque las paredes tienen oídos.» Tiberio adivinó inmediatamente qué quería decir P. O. T. Sin duda se refería a un préstamo negociado por Herodes, en nombre de Calígula, que sería pagadero post obitum Tiberii, es decir, después de la muerte de Tiberio. De modo que Tiberio despidió a Gemelo y le dijo que un préstamo P. O. T. no era asunto de importancia, y que ahora tenía la máxima confianza en Herodes. Pero en seguida envió a un liberto confidencial a la cárcel, quien ordenó al cochero, en nombre del emperador, que revelase cuál era la afirmación de Herodes que había escuchado. El cochero repitió las palabras exactas de Herodes y el liberto las trasmitió a Tiberio. Este pensó durante un rato y luego envió al liberto de vuelta a la cárcel, con órdenes en cuanto a lo que el cochero debía decir cuando se lo llevase a juicio. El liberto le hizo aprender de memoria las palabras exactas y repetirlas, y luego le dio a entender que si las decía correctamente sería puesto en libertad y recibiría una recompensa en dinero.
De modo que el juicio se llevó a cabo en la pista de carreras. El cochero fue interrogado por Tiberio, acerca de si se declaraba culpable de haber robado las mantas del carruaje. Respondió que no era culpable, ya que Herodes se las había regalado, pero que luego se arrepintió de su generosidad. En este momento Herodes trató de interrumpir el interrogatorio con exclamaciones de disgusto ante la ingratitud y mendacidad del hombre, pero Tiberio le rogó que guardase silencio y preguntó al cochero:
—¿Qué otra cosa tienes que decir en tu defensa?
—Y aunque hubiese robado esas mantas —replicó el cochero—, cosa que no hice, habría sido un acto excusable, porque mi amo es un traidor. Una tarde, poco antes de mi arresto, conducía la carroza en dirección a Capua, con tu nieto, el príncipe, y mi amo Herodes Agripa, sentados detrás de mí. Mi amo dijo: «¡Si llegara el día en que ese viejo guerrero muera finalmente y tú fueras nombrado su sucesor en la monarquía! Porque entonces el joven Gemelo no será obstáculo para ti. Resultará muy fácil librarse de él y pronto todos serán felices, y yo más que nadie». Herodes se sintió tan desconcertado por esta declaración, que por el momento no se le ocurrió nada que decir, salvo que era absolutamente falso. Tiberio interrogó a Calí-gula y éste, que era un gran cobarde, miró con ansiedad a Herodes para recibir alguna orientación de él, pero no obtuvo ninguna, de modo que dijo con precipitación que si Herodes había pronunciado semejante frase, él no la escuchó. Recordaba el paseo en la carroza, y que había sido un día muy ventoso. Si hubiese escuchado palabras tan pérfidas, por supuesto que no las habría pasado por alto, sino que las hubiera trasmitido de inmediato a su emperador. Calígula era muy desleal para con sus amigos, cuando su propia vida estaba en peligro, y siempre se aferraba a la menor palabra de Tiberio, tanto, que se decía de él que nunca hubo mejor esclavo para peor amo. Pero Herodes habló con audacia:
—Si tu hijo, que estaba sentado a mi lado, no oyó las traiciones de que se me acusa, —y nadie tiene oídos más agudos que él para escuchar traiciones contra ti—, entonces es indudable que el cochero no puede haberlas escuchado, sentado como estaba de espaldas a mí.
Pero Tiberio ya había tomado su decisión. Dijo brevemente a Macro:
—Pon los grilletes a ese hombre —y luego a los portadores de su litera:— Sigamos.
Se alejaron, dejando a Herodes, Antonia, Macro, Calígula, Gemelo y los demás, mirándose unos a otros, con duda y asombro. Macro no entendió a quién debía esposar, de modo que cuando Tiberio, después de haber sido llevado a todo lo largo de la pista de carreras, regresó a la escena del juicio, donde todo el grupo se encontraba aún como los había dejado, Macro le preguntó:
—Perdóname, César, ¿pero a cuál de estos hombres debo arrestar?
Tiberio señaló a Herodes y dijo:
—Me refiero a este hombre.
Pero Macro, que tenía gran respeto por Herodes y que abrigaba la esperanza de quebrar quizá la resolución de Tiberio fingiendo haber entendido mal, preguntó una vez mas:
—Sin duda no te refieres a Herodes Agripa, César.
—No me refiero a ningún otro —gruñó Tiberio. Herodes se precipitó hacia adelante y casi cayó de hinojos ante Tiberio. No se atrevió a hacerlo del todo porque conocía el desagrado de Tiberio cuando se lo trataba como a un monarca oriental. Pero tendió los brazos en forma suplicante y protestó que era el más leal sirviente de Tiberio, absolutamente incapaz de admitir siquiera el menor pensamiento traicionero, y menos aun de pronunciarlo. Comenzó a hablar con elocuencia de su amistad para con el hijo muerto de Tiberio (víctima como él mismo de infundadas acusaciones de traición), cuya irreparable muerte jamás había cesado de llorar, y del extraordinario honor que Tiberio le había hecho al designarlo preceptor de su nieto. Pero Tiberio lo contempló con esa mirada fría y torcida que tenía, y bufó:
—Puedes hacer ese discurso en tu defensa, mi noble Sócrates, cuando fije la fecha de tu juicio. Y luego le dije a Macro:
— Llévatelo a la cárcel. Puede usar las cadenas que ha dejado mi honesto cochero.
Herodes no volvió a pronunciar otra palabra, salvo para agradecer a mi madre por sus esfuerzos generosos pero inútiles en su favor. Fue llevado a la cárcel con las muñecas esposadas a la espalda. Se trataba de un lugar donde eran encerrados los ilusos ciudadanos romanos que apelaban a Tiberio por sentencias de tribunales inferiores. Las celdas eran pequeñas e insalubres, se les daba pésimos alimentos y nada de ropa de cama, y debían esperar hasta que Tiberio encontrase tiempo para juzgar sus casos. Algunos de ellos habían pasado allí muchos años.