Capítulo 24

 

 

 

 La muerte de Herodes sucedió hace diez años, a contar desde hoy, y relataré, lo más brevemente que pueda, lo que sucedió en Oriente desde entonces. Aunque el Oriente tendrá ahora muy poco interés para mis lectores, me siento obligado a no dejar hilos sueltos en mis relatos. En cuanto se enteró de la muerte de Herodes, Marso cayó sobre Cesárea y restableció el orden allí y en Samaría. Designó un gobernador de emergencia para los dominios de Herodes; se trataba de Fado, un caballero romano que tenía grandes intereses mercantiles en Palestina y estaba casado con una mujer judía. Yo firmé el nombramiento, y Fado actuó con la necesaria firmeza. Las armas que fueron distribuidas a los judíos no habían sido devueltas todavía a Helcías; los hombres de Gilead retuvieron las suyas para usarlas contra sus vecinos del este, los árabes de Rabboth Ammon. También hubo muchas armas no devueltas por judíos y galileos, y se formaron entonces bandas de ladrones que causaron grandes daños al país. Pero Fado, con la ayuda de Helcías y del rey Herodes Polio, que estaban ansiosos por demostrar su lealtad, arrestaron a los principales hombres de Gilead,

desarmaron a sus seguidores y luego persiguieron a las bandas de ladrones una a una.

 Los reyes confederados de Ponto, Comageno, Armenia Menor e Iturea siguieron el consejo que Heredes les había enviado por intermedio de su hermano y demostraron su lealtad a Roma excusándose ante Bardanes por no marchar a su encuentro en las fronteras de Armenia. Pero Bardanes siguió su avance hacia el oeste; estaba decidido a recuperar Armenia. Marso le envió desde Antioquía una severa advertencia, en el sentido de que la guerra contra Armenia significaría la guerra contra Roma. Entonces el rey de Adiabene le dijo a Bardanes que no se incorporaría a la expedición, porque sus hijos se encontraban en Jerusalén y serían apresados como rehenes por los romanos. Bardanes le declaró la guerra, y estaba a punto de invadir su territorio cuando se enteró de que Gotarzes había reunido otro ejército y que tenía nuevamente pretensiones respecto del imperio. Volvió a marchar, y esta vez la batalla entre los hermanos se libró empecinadamente en las orillas del río Carinda, cerca de la costa meridional del mar Caspio. Gotarzes fue derrotado y huyó al país de los dahianos, que se encuentra a unos 650 kilómetros al este. Bardanes lo persiguió, pero después de derrotar a los dahianos no logró convencer a su ejército victorioso de que siguiese avanzando, porque había pasado más allá de los límites del imperio parto. Regresó al año siguiente, y estaba a punto de invadir Adiabene cuando fue asesinado por sus nobles; éstos lo atrajeron a una emboscada cuando se encontraba de caza. Yo me sentí aliviado cuando quedó eliminado, porque era un hombre de gran talento y extraordinaria energía.

 Entre tanto el período de funciones de Marso había terminado y me alegré de tenerlo de vuelta en Roma, como consejero. Envié a Casio Longino a ocupar su lugar. Era un célebre jurista, a quien con frecuencia he consultado en difíciles problemas legales, y ex cuñado de mi sobrina Drusila. Cuando la noticia de la muerte de Bardanes llegó a Roma, Marso no se sorprendió. Parece ser que tuvo algo que ver con la conspiración. Me aconsejó que enviara como pretendiente al trono de Partia a Meherdates, el hijo de un ex rey de Partia, que era mantenido como rehén en Roma desde hacía mucho tiempo. Dijo que podía afirmar que los nobles que habían matado a Bardanes se mostrarían partidarios de Meherdates. Pero Gotarzes volvió a aparecer con un ejército de dahianos, y los asesinos de Bardanes se vieron obligados a rendirle homenaje, de modo que Meherdates tuvo que permanecer en Roma hasta que se presentara una oportunidad más favorable para enviarlo al este. Marso consideraba que dicha oportunidad se presentaría muy pronto. Gotarzes era cruel, caprichoso y cobarde, y no conservaría durante mucho tiempo la lealtad de sus nobles. Tuvo razón. Dos años después llegó una embajada secreta de varios notables del imperio parto, entre ellos el rey de Adiabene, para pedirme que les enviara a Meherdates. Consentí en hacerlo, y elogié los méritos de éste. En presencia de los embajadores le advertí que no debía convertirse en un tirano, sino considerarse simplemente como el principal magistrado y a su pueblo como sus conciudadanos. La justicia y la clemencia no habían sido jamás hasta entonces practicadas por un rey parto. Lo envié a Antioquía. Casio Longino lo escoltó hasta el río Eufrates, y allí le dijo que avanzase hacia Partia en el acto, porque el trono era suyo si actuaba con velocidad y valentía. Pero el rey de Osroene, un pretendido aliado que en secreto era partidario de Gotarzes, detuvo adrede a Meherdates en su corte, con lujosos entretenimientos y cacerías, y luego le aconsejó que fuese por Armenia, en lugar de arriesgarse en una marcha directa a través de Mesopotamia. Meherdates siguió este mal consejo, que dio a Gotarzes tiempo para realizar preparativos, y perdió varios meses llevando su ejército a través de las mesetas nevadas de Armenia. Al salir de Armenia marchó por el Tigris y capturó a Nínive y otras ciudades importantes. El rey de Adiabene le dio la bienvenida a su llegada a la frontera, pero de inmediato se dio cuenta de que era un hombre débil y decidió abandonar su causa a la primera oportunidad. De modo que cuando los ejércitos de Gotarzes y Meherdates se encontraron en combate, este último fue abandonado de pronto por los reyes de Osroene y Adiabene. Luchó con valentía y casi estuvo a punto de triunfar, porque Gotarzes era un comandante tan cobarde, que sus generales tuvieron que encadenarlo a un árbol para impedir que huyera. A la postre Meherdates fue capturado y el valiente Gotarzes lo envió de vuelta a Casio, a modo de burla, con las orejas cortadas. Poco después Gotarzes murió. Y los acontecimientos más recientes desarrollados en Partía no interesarán sin duda a mis lectores más de lo que me han interesado a mí, que en verdad es muy poco.

 Mitrídates mantuvo su trono armenio durante algunos años, pero al cabo fue muerto por uno de sus sobrinos, el hijo de su hermano, el rey de Georgia. Se trata de una curiosa historia. El rey de Georgia había gobernado durante cuarenta años, y su hijo mayor se cansó de esperar que muriera y le dejase el trono. Conociendo el carácter de su hijo, y temiendo por su propia vida, el rey le aconsejó que se apoderase del trono de Armenia, que era un reino más grande y rico que Georgia. El hijo aceptó. El rey entonces fingió reñir con él, y el hijo huyó a Armenia para ponerse bajo la protección de Mitrídates, quien lo recibió bondadosamente y le dio su hija en matrimonio. De inmediato comenzó a intrigar contra su benefactor. Volvió a Georgia, fingió reconciliarse con su padre, que luego riñó con Mitrídates y dio a su hijo el mando de un ejército invasor. El coronel romano que actuaba como asesor político de Mitrídates propuso una conferencia entre éste y su yerno, y Mitrídates convino concurrir a ella. Fue traicioneramente capturado por tropas georgianas, en el momento en que estaba a punto de sellar su pacto de sangre, y ahogado con mantas. Cuando el gobernador de Siria se enteró de este acto espantoso, llamó a un consejo de su estado mayor para decidir si Mitrídates debía ser vengado por una expedición punitiva contra su asesino, quien ahora reinaba en su lugar. Pero la opinión general parecía ser que cuanto más traicionera y sanguinaria fuera la conducta de los reyes orientales en nuestra frontera, mejor era para nosotros —la seguridad del imperio romano descansaba sobre la desconfianza mutua de nuestros vecinos—, y que no había que hacer nada. Pero el gobernador, para demostrar que no aceptaba el asesinato, envió una carta formal al rey de Georgia, ordenándole que retirase sus fuerzas y llamase a su hijo. Cuando los partos se enteraron de esta carta, consideraron que era una buena oportunidad para reconquistar Armenia. Y por lo tanto la invadieron y el nuevo rey huyó, y luego ellos tuvieron que abandonar la expedición porque era un invierno cruelísimo, y perdieron una gran cantidad de hombres de resultas del frío y las enfermedades, de modo que el rey regresó... ¿Pero para qué continuar la historia? Todas las historias orientales son el mismo ir y venir sin sentido, a menos que alguna vez —pero tan pocas que casi parece nunca— surja un dirigente que proporcione sentido y dirección al flujo y reflujo. Heredes Agripa era uno de esos dirigentes, pero murió antes de poder dar pruebas concretas de su genio. En cuanto a las esperanzas judías de un Mesías, fueron otra vez encendidas por cierto Teúdas, mago de Gilead, que reunió a una gran cantidad de seguidores durante la gobernación de Fado y les dijo que lo siguieran hasta el río Jordán, porque lo separaría como había hecho en una ocasión el profeta Elisha, y los conduciría, con los pies secos, a apoderarse de Jerusalén. Fado envió una tropa de caballería, atacó al fanático grupo, capturó a Teúdas y le cortó la cabeza. (No ha habido luego pretendientes al título, si bien es verdad que la secta acerca de la cual me escribió Herodes, los seguidores de Josué ben Josef, o Jesús, parece haber hecho considerables progresos en épocas recientes, aun en Roma. La esposa de Aulo Plaucio fue acusada ante mí de haber concurrido a uno de los ágapes, pero Aulo se encontraba en Bretaña, y yo acallé el asunto para no mortificarlo.) Y la tarea de Fado fue dificultada por un fracaso de la cosecha en Palestina. Se descubrió que el Tesoro de Herodes estaba casi vacío (y no es extraño, por la forma en que gastaba su dinero), de modo que no hubo medio alguno de aliviar el hambre comprando cereales en Egipto. Pero organizó una comisión de ayuda entre los judíos, y se encontró dinero para que pudiesen pasar el invierno. Pero luego la cosecha volvió a fracasar, y si no hubiese sido por la reina madre de Adiabene, que entregó todos sus tesoros para la compra de cereales en Egipto, cientos de miles de judíos habrían muerto. Los judíos consideraron el hambre como la venganza de Dios sobre toda la nación por el pecado de Herodes. El segundo fracaso de la cosecha fue en verdad no tanto culpa del tiempo como de los campesinos judíos. Estos se encontraban tan desanimados, que en lugar de sembrar las simientes que les había proporcionado el sucesor de Fado (el hijo de Alejandro el Alabarca, que había abandonado el judaismo), se las comieron o incluso las dejaron brotar en los sacos. Los judíos son una raza extraordinaria. Bajo la gobernación de cierto Cumano, que vino luego, hubo grandes perturbaciones. Me temo que Cumano no fuera una gran elección, y sus funciones comenzaron con un gran desastre. Siguiendo el precedente romano, había apostado un batallón de regulares en los patios del templo, para mantener el orden durante la gran fiesta judía de Pascua, y uno de los soldados, que tenía cierto resentimiento contra los judíos, se abrió las bragas durante la parte más sagrada del festival y dejó a la vista sus partes pudendas, para que fuesen contempladas por los feligreses, mientras gritaba:

 —¡Eh, judíos, miren aquí! Aquí hay algo digno de verse.

 Eso inició un motín, y Cumano fue acusado por los judíos de haber ordenado al soldado que hiciese esa exhibición provocativa y tonta. Como es natural, se disgustó, le gritó a la multitud que se callase y continuara con su festival en forma ordenada. Pero los judíos se tornaron cada vez más amenazadores. A Cumano le pareció que un solo batallón no era suficiente, dadas las circunstancias, y para aterrorizar a la multitud envió a buscar toda la guarnición. Cosa que en mi opinión fue un grave error de juicio. Las calles de Jerusalén son muy estrechas y tortuosas y estaban atestadas de enormes cantidades de judíos que habían llegado, como de costumbre, de todo el mundo, para celebrar el festival. Entonces surgió el grito:

 —¡Llegan los soldados! ¡Corran para salvar la vida!

 Todos corrieron para salvar la vida. Y si alguien tropezaba o caía era pisoteado; en las esquinas de las calles, donde se encontraban dos torrentes de fugitivos, la presión era tan grande desde atrás, que miles de hombres murieron aplastados. Los soldados ni siquiera desenvainaron las espadas, y sin embargo no menos de 20.000 judíos murieron en el pánico. El desastre fue tan abrumador, que el día final del festival no se celebró. Luego, cuando la multitud se dispersaba rumbo a sus hogares, un grupo de hombres de Galilea encontró a uno de mis administradores egipcios, que viajaba de Alejandría a Acre para reunir cierto dinero que se me adeudaba. Al mismo tiempo se dedicaba a algunos negocios personales y los galileos lo despojaron de un valiosísimo cofrecito de joyas. Cuando Cumano se enteró de esto, tomó represalias en las aldeas más cercanas a la escena del robo (en las fronteras de Samaría y Judea), haciendo caso omiso de que los ladrones eran indudablemente galileos por su acento, y que sólo estaban de paso. Envió un grupo de soldados a saquear las aldeas y arrestar a los principales ciudadanos. Y al saquear las casas, uno de los soldados encontró un ejemplar de las Leyes de Moisés. Lo agitó sobre su cabeza y luego comenzó a leer una obscena parodia de las Sagradas Escrituras. Los judíos aullaron de horror ante la blasfemia y quisieron quitarle el pergamino. Pero él se alejó riendo, rasgando el pergamino en pedazos y dispersándolos tras de sí. La indignación fue tan grande, que cuando Cumano se enteró de los hechos, se vio obligado a matar al soldado, como advertencia a sus camaradas y señal de buena voluntad hacia los judíos.

 Unos meses después algunos galileos viajaron a Jerusalén, para otro festival, y los habitantes de una aldea samaritana no los dejaron pasar debido a los disturbios anteriores. Los galileos insistieron en pasar, y en la lucha que siguió hubo varios muertos. Los sobrevivientes fueron a pedir satisfacciones a Cumano, pero éste no les dio ninguna, y les dijo que los samaritanos tenían perfecto derecho a impedirles pasar por la aldea. ¿Por qué no habían ido a campo traviesa? Los galileos llamaron a un famoso bandido en su ayuda y se vengaron de los samaritanos saqueando sus aldeas. Cumano llamó a los samaritanos y los armó, y con cuatro batallones de la guarnición de Samaría atacó a los incursores galileos, y mató o capturó a una gran cantidad de ellos. Más tarde una delegación de samaritanos fue a ver al gobernador de Siria y le pidió satisfacciones contra otro grupo de galileos a quienes acusaban de haber incendiado sus aldeas. El gobernador fue a Samaria decidido a terminar con este asunto de una vez por todas. Hizo crucificar a los galileos capturados y luego estudió cuidadosamente el origen de los disturbios. Descubrió que los galileos tenían derecho de paso a través de Samaría y que Cumano habría debido castigar a los samaritanos por las perturbaciones en lugar de ayudarlos, y que su acción al tomar represalias sobre las aldeas de Judea y Samaría por un robo cometido por galileos era injustificada. Y más aun, que la violación primitiva del orden, la indecente actuación del soldado durante el festival de Pascua, había sido tolerada por el coronel del batallón, quien rió a carcajadas y dijo que si a los judíos no les gustaba el espectáculo no estaban obligados a presenciarlo. Un cuidadoso examen de las pruebas decidió también que las aldeas habían sido quemadas por los propios samaritanos, y que la compensación que pedían eran muchas veces superior al valor de las propiedades destruidas. Antes de iniciar el fuego, todos los objetos de valor habían sido cuidadosamente sacados de las casas. De modo que envió a Cumano, el coronel, los litigantes samaritanos y una cantidad de testigos judíos a Roma, donde yo los juzgué. Las pruebas eran contradictorias, pero eventualmente llegué a la misma conclusión que el gobernador. Exilé a Cumano en el mar Negro, ordené que los litigantes samaritanos fuesen ejecutados como embusteros e incendiarios, e hice que el coronel que se había reído fuese llevado de vuelta a Jerusalén para ser paseado por las calles de la ciudad y execrado en público, y que luego fuese ejecutado en la escena de su crimen, porque consideraba como un crimen que un oficial, cuyo deber es mantener el orden en un festival religioso, inflame deliberadamente los sentimientos populares y provoque la muerte de 20.000 personas inocentes. Después de eliminar a Cumano recordé el consejo de Heredes y envié a Félix como gobernador. Eso fue hace tres años, y todavía está allí, con dificultades, porque el país se encuentra en un estado de suma perturbación, asolado por bandidos. Se ha casado con la más joven de las hijas de Heredes; ésta estuvo casada antes con el rey de Homs, pero lo abandonó. La otra hija se casó con el hijo de Helcías. Herodes Polio ha muerto, y el joven Agripa, que gobernó en Calcis durante cuatro años después de la muerte de su tío, ha sido nombrado ahora, por mí, rey de Bashán.

 En Alejandría hubo nuevas perturbaciones, hace tres años, y gran cantidad de muertes. Investigué el caso en Roma y descubrí que los griegos habían vuelto a provocar a los judíos, interrumpiendo sus ceremonias religiosas. Los castigué de acuerdo con ello.

 Esto, entonces, por lo que respecta al Oriente, y quizás ahora sea conveniente terminar mi relato de los acontecimientos en otras partes del imperio, a fin de poder concentrarme en mi historia principal, que ahora se centra en Roma.

 Más o menos por la misma época en que los partos pedían un rey en Roma, los queruscos, la gran confederación germana sobre la cual había gobernado Hermann, hacían lo propio. Hermann había sido asesinado por miembros de su propia familia, por tratar de reinar sobre un pueblo libre en forma despótica, y luego estalló una pendencia entre sus dos principales asesinos, sus sobrinos, que condujo a una prolongada guerra civil, y finalmente a la extinción de toda la casa real querusca, con una sola excepción. La excepción era Itálico, el hijo de Flavio, hermano de Hermann. Flavio permaneció leal a Roma en la época en que Hermann tendió una traicionera emboscada y diezmó los tres regimientos de Varo, pero fue muerto por Hermann en un combate, unos años después, mientras servía a las órdenes de mi hermano Germánico. Itálico nació en Roma y fue incorporado a la Noble Orden de los Caballeros, como su padre. Era un joven hermoso y dotado, y había recibido una buena educación romana, pero previendo que algún día pudiese ocupar el trono querusco insistí en que aprendiese el uso de las armas germanas, así como de las romanas, y en que estudiase su idioma natal y sus leyes con gran atención. Miembros de mi guardia de Corps fueron sus instructores. También le enseñaron a beber cerveza: un príncipe germano que no sabe beber jarro tras jarro con sus thengs es considerado un hombre sin carácter.

 Entonces llegó una delegación querusca a Roma para pedir que Itálico fuese su nuevo rey. Crearon un gran alboroto en el teatro, en la primera tarde de su llegada.

 Ninguno de ellos había estado nunca en Roma. Me visitaron en palacio y se les dijo que me encontraba en el teatro, de modo que me siguieron allí. En ese momento se representaba una comedia de Plauto, El hombre truculento, y todos escuchaban con la máxima atención. Se les indicaron sus asientos públicos, que no eran muy buenos, porque estaban ubicados muy arriba, y casi no se escuchaba lo que se decía en el escenario. Cuando se sentaron miraron en torno y comenzaron a preguntar en voz alta:

 —¿Estos son asientos honorables?

 Los ujieres les aseguraron, en cuchicheos, que lo eran.

 —¿Dónde se sienta César? ¿Cuáles son sus thengs principales? —preguntaron. Los acomodadores señalaron la platea.

 —Allí está César. Pero sólo se sienta allí porque es un poco sordo. Los asientos en que están ustedes son realmente los más honorables. Cuanto más altos, más honorables.

 —¿Quiénes son esos hombres de piel oscura y gorros enjoyados, que están sentados muy cerca de César?

 —Esos son embajadores de Partía.

 —¿Qué es Partía?

 —Un gran imperio de Oriente.

 —¿Por qué están sentados allí? ¿No son honorables? ¿Es a causa de su color?

 —Oh, no, son muy honorables —dijeron los acomodadores—. Pero por favor, no hablen tan fuerte.

 —¿Y entonces por qué están sentados en asientos tan humildes? —insistieron los germanos.

 —¡Silencio, silencio! ¡Silencio, bárbaros, no podemos escuchar! —y otras protestas similares de la multitud.

 —En homenaje a César —mintieron los acomodadores—. Juran que si la sordera de César lo obliga a ocupar un asiento tan humilde, ellos no tendrán la presunción de sentarse más arriba.

 —¿Y esperas que un miserable grupo de negros nos supere en cortesía? —gritaron los germanos, indignados—. ¡Vamos, hermanos, bajemos!

 La obra tuvo que ser interrumpida durante cinco minutos, mientras se abrían paso por entre los asientos y se instalaban, triunfalmente, entre las vírgenes vestales. Bien, no lo hicieron por molestar, y los saludé tan honorablemente como se merecían, y esa noche, en la cena, acepté darles el rey que pedían. Por supuesto, me alegré de poder hacerlo. Envié a Itálico a través del Rhin, con una admonición que contrastaba extrañamente con la que había dado a Meherdates antes de enviarlo al otro lado del Eufrates. Porque los partos y los queruscos son dos razas muy disímiles, supongo, tanto como cualesquiera que se pueda encontrar en el mundo. Mis palabras a Itálico fueron las siguientes: —Itálico, recuerda que eres llamado a gobernar sobre una nación libre. Has sido educado como romano y estás acostumbrado a la disciplina romana. Ten cuidado de no esperar otro tanto de tus tribus, ni exigirles lo que un magistrado o general romanos esperarían de sus subordinados. A los germanos se los puede convencer, pero no obligar. Si un comandante romano le dice a un subordinado militar: «Toma tantos hombres, ve a tal o cual lugar y levanta murallas de tantos pasos de longitud, espesor y altura», el coronel te contesta: «Muy bien, general». Y se va sin discusiones, y la muralla queda levantada en el término de veinticuatro horas. Pero a un querusco no puedes hablarle de esa manera. Querrán saber exactamente por qué quieres levantar la muralla, y contra quién, ¿y no sería mejor enviar a algún otro, de menos importancia, para ejecutar esta tarea poco honorable —las murallas son un signo de cobardía, argumentará—, y qué regalos le concederás si consiente, por su propia voluntad, en cumplir con tu sugestión? El arte de gobernar a tus compatriotas, mi amigo Itálico, consiste en no darles jamás una orden directa, sino en expresar tus deseos con claridad, disfrazándolos de simples consejos de política estatal. Que tus thengs piensen que están haciéndote un favor, y que por lo tanto se honran a sí mismos, al cumplir con estos deseos por su libre voluntad. Si es preciso realizar una tarea desagradable o ingrata, conviértela en una cuestión de rivalidad entre los thengs que tendrán el honor de llevarla a cabo, y no dejes jamás de recompensar con brazaletes de oro y armas los servicios que en Roma serían considerados como obligaciones de rutina. Pero sobre todo, sé paciente y no pierdas jamás los estribos.

 Y así se fue, con grandes esperanzas, como se había ido Meherdates, y fue recibido por la mayoría de los tbengs, que sabían que no tenían oportunidad alguna de ocupar el trono vacante y que se sentían los más aptos de todos los pretendientes nativos. Itálico no conocía las entretelas de la política doméstica querusca, y se podía contar con él para que se comportase con razonable imparcialidad. Pero había una minoría de hombres que se consideraban dignos del trono y que olvidaron por un tiempo sus rencillas para unirse contra Itálico. Esperaban que éste haría muy pronto un embrollo de la tarea de gobernar, debido a su ignorancia. Pero los desilusionó, gobernando notablemente bien. Entonces visitaron en secreto a los jefes de tribus aliadas, para tratar de enemistarlos con el intruso romano.

 —La antigua libertad de Germania ha desaparecido —se lamentaron—, y el poder de Roma triunfa. ¿No hay ningún querusco nativo digno del trono, para que el hijo de Flavio, el espía y traidor, deba usurparlo?

 Gracias a esto reunieron un gran ejército patriota. Pero los partidarios de Itálico declararon que éste no había usurpado el trono, sino que le había sido ofrecido con el consentimiento de la mayoría de la tribu. Y que era el único príncipe real que quedaba, y que si bien había nacido en Italia, conocía, por haberlos estudiado concienzudamente, el idioma, las costumbres y las armas germanas, y que gobernaba con suma justicia. Que su padre Flavio, lejos de ser un traidor, había jurado, por el contrario, amistad con los romanos, juramento aprobado por toda la nación, incluso por su hermano Hermann, y que, a diferencia de Hermano, no había violado el juramento. En cuanto a la antigua libertad de los germanos, eso era una hipocresía: los hombres que la mencionaban no vacilarían en destruir la nación por medio de renovadas guerras civiles.

 En una gran batalla librada entre Itálico y sus rivales, aquél salió victorioso, y su victoria fue tan completa, que pronto se olvidó de mi consejo y se impacientó, y dejo de acomodarse a la independencia y vanidad germanas. Comenzó a dar órdenes a sus thengs. Estos lo expulsaron en el acto. Luego fue repuesto en el trono por la ayuda armada de una tribu vecina, y vuelto a expulsar. Yo no hice intento alguno de intervenir. En el oeste como en el este, la seguridad del imperio romano reposa principalmente en las disensiones de nuestros vecinos. En la época en que escribo esto, Itálico es rey otra vez, pero es grandemente odiado, si bien ha librado una guerra con éxito contra los chatias.

 Para ese entonces hubo disturbios más al norte. El gobernador de la provincia del Rhin Inferior murió de pronto, y el enemigo reinició sus incursiones a través del río. Tenían un dirigente capaz, del mismo tipo que el númida Tacfarinas, quien había provocado tantos problemas bajo Tiberio. Como Tacfarinas, era un desertor de nuestros regimientos auxiliares, y había adquirido un considerable conocimiento de nuestras tácticas. Se llamaba Ganasco, era un frigio y realizaba sus operaciones en gran escala. Capturó gran cantidad de trasportes fluviales livianos y se convirtió en pirata en las costas de Flandes y Brabante. El nuevo gobernador que designé se llamaba Corbulo, y era un hombre por el cual yo no tenía un gran aprecio personal, pero cuyo talento utilicé con agradecimiento. En una ocasión Tiberio lo había nombrado Comisionado de Carreteras, y él pronto envió un severo informe acerca de los fraudes a que se dedicaban los contratistas y de la negligencia de los magistrados provinciales cuya tarea consistía en cuidar que las carreteras estuviesen en buen estado. Tiberio, actuando sobre la base del informe, cobró a los acusados fuertes multas. Las multas no guardaban proporción alguna con la culpabilidad de los hombres, porque los magistrados anteriores eran quienes habían permitido que las carreteras se arruinasen, y esos contratistas sólo fueron empleados para reparar los peores lugares. Cuando Calígula reemplazó a Tiberio y comenzó a sentir la necesidad de dinero, entre otras tretas y artimañas, volvió a sacar a la luz el informe de Corbulo y multó a todos los magistrados y contratistas provinciales anteriores, en la misma escala en que habían sido multados los otros por Tiberio. Cuando yo reemplacé a Calígula, devolví estas multas, conservando sólo lo que se necesitaba para reparar las carreteras: una quinta parte de la cantidad total. Es claro que Calígula no había usado el dinero para reparar las carreteras, y tampoco lo había hecho Tiberio, y los caminos se encontraban en peor estado que nunca. Yo los reparé, e introduje reglamentaciones especiales de tránsito, limitando el uso de los coches particulares pesados en los caminos de campo. Estos coches hacían mucho más daño que los carros que traían mercancías a Roma, y no me pareció correcto que las provincias debieran pagar por el lujo y los placeres de algunos ociosos hombres de dinero. Si los ricos caballeros romanos querían visitar sus fincas campestres, que usasen literas, o viajasen a caballo. Pero estaba hablando de Corbulo. Lo conocía como a un hombre de gran severidad y precisión, y la guarnición de la Provincia Inferior necesitaba un ordenador que restableciese allí la disciplina. El gobernador que había muerto era demasiado complaciente. La llegada de Corbulo a su cuartel de Colonia recordó, la de Galba a Maguncia. (Galba era ahora mi gobernador de África.) Ordenó que un soldado fuese azotado porque lo encontró inadecuadamente vestido, cuando cumplía deberes de centinela en el campamento. El hombre estaba sin afeitar, hacía por lo menos un mes que no se cortaba el cabello y su capa militar tenía un fantástico color amarillo, en lugar del reglamentario castaño rojizo. No mucho después de esto, Corbulo ejecutó a otros dos por «abandonar sus armas frente al enemigo»: estaban cavando una trinchera y habían dejado sus espadas en sus tiendas. Esto asustó a las tropas, pero las obligó a ser eficientes otra vez, y cuando Corbulo se lanzó al campo de batalla contra Ganasco y demostró que era además un general capaz, así como un estricto disciplinario, hicieron todo lo que podía esperarse de ellos. Los soldados, o por lo menos los soldados viejos, siempre prefieren un general digno de confianza, por severo que sea, a un general incompetente, por más humano que éste fuere. Corbulo preparó barcos de guerra, persiguió y hundió la flota pirata de Ganasco y luego se dirigió costa arriba y obligó a los frigios a entregar rehenes y jurar fidelidad a Roma. Redactó para ellos una constitución basada en el modelo romano, y construyó y guarneció una fortaleza en su territorio. Todo esto estaba muy bien, pero en lugar de detenerse allí, Corbulo se internó en el país de los chaucios mayores, que no habían participado en las incursiones. Se enteró de que Ganasco se había refugiado en un altar chaucio y envió una tropa de caballería para perseguirlo y matarlo. Esto era un insulto para los hombres de Chaucia, y después de asesinar a Ganasco la misma tropa se dirigió a Ems y allí, en Emsbuhren, presentó al consejo tribal de los chaucios las exigencias de Corbulo, de inmediata sumisión y pago de un fuerte tributo anual.

 Corbulo me informó de sus acciones y yo me enfurecí terriblemente con él. Había hecho muy bien en librarse de Ganasco, pero reñir con los chaucios era un asunto completamente distinto. No teníamos tropas suficientes para dedicarlas a una guerra; y si los hombres de Chaucia Mayor pedían ayuda a los de Chaucia Menor, y los frigios volvían a rebelarse, necesitaría encontrar fuertes refuerzos en alguna parte, cosa que no era posible debido a nuestros compromisos en Bretaña. Le ordene que volviese a cruzar el Rhin en el acto.

 Corbulo recibió mis órdenes antes de que los hombres de Chaucia hubiesen tenido tiempo de contestar su ultimátum. Se encolerizó conmigo, creyendo que yo sentía celos de cualquier general que se atreviese a competir con mis hazañas militares. Recordó a su estado mayor que a Geta no se le habían concedido adecuados honores por su magnífica conquista de Marruecos y la captura de Salabo; y dijo que, si bien yo había hecho ahora que resultase legal que los generales que no fueran de la familia real festejaran el triunfo, en ía práctica, según parecía, a nadie, aparte de mí mismo, se le permitía dirigir una campaña por la cual semejantes triunfos pudiesen ser legalmente concedidos. Mis pretensiones antidespóticas eran una simple ficción: en realidad era tan gran tirano como Calígula, pero lo ocultaba mejor. También dijo que retractarse de las amenazas que había hecho en mi nombre significaría una disminución del prestigio romano, y que nuestros aliados se reirían de él, lo mismo que nuestras propias tropas. Pero esto no fue más que un discurso colérico a su estado mayor; lo único que dijo a sus tropas, cuando tocó la señal de retirada general, fue: —Hombres, César Augusto nos ordena que volvamos a cruzar el Rhin. Todavía no sabemos por qué ha llegado a esta decisión, y no podemos ponerla en discusión, si bien confieso que yo, por mi parte, me siento grandemente desilusionado. ¡Cuan dichosos fueron los generales romanos que dirigieron nuestro ejército en épocas antiguas!

 Pero se le concedieron ornamentos triunfales y yo también le escribí una carta personal, disculpándole de las airadas acusaciones que, le dije, había hecho contra mí, según estaba enterado. Le escribí que si él se había enojado, pues también me había enojado yo al enterarme de su provocación contra los chaucios; y aunque no era justo que me acusase de motivos de envidia, me censuraba a mí mismo por haberle enviado un despacho tan lacónico, en lugar de explicarle en detalle los motivos que tuve para ordenarle que se retirase. A continuación le expliqué más motivos. Me escribió una hermosa disculpa, retirando las acusaciones de despotismo y celos, y creo que ahora nos entendemos. Para mantener sus tropas ocupadas y no permitirles ocio alguno durante el cual pudieran reírse de él, las hizo trabajar en un canal de 27 kilómetros, entre el Meuse y el Rhin, a fin de llevar las ocasionales inundaciones del mar hacia esa región llana.

 Desde entonces no hubo otros acontecimientos de importancia que registrar en Germania, salvo, hace cuatro años, otra incursión de los chaucios. Cruzaron el Rhin con grandes fuerzas, una noche, a pocos kilómetros al norte de Maguncia. El comandante de la Provincia Superior era Secundo, el cónsul que se había portado con indecisión cuando yo me convertí en emperador. También se suponía que era el mejor poeta romano viviente. Personalmente, tengo muy poco aprecio por los poetas modernos, y menos aun por los de la época de Augusto. Su poesía no me parece sincera. Para mí Cátulo fue el último de los verdaderos poetas. Puede que la poesía y la libertad vayan juntas, y que bajo una monarquía la verdadera poesía muera y lo mejor que pueda esperarse sea una bella retórica y notables ejercicios métricos. Por mi parte cambiaría todos los doce libros de La Eneida, de Virgilio, por un solo libro de Los Anales de Enio. Enio, que vivió en los más grandes días republicanos de Roma y que contó con el gran Escipión como su amigo personal, fue lo que yo llamaría un verdadero poeta. Virgilio no fue otra cosa que un notable versificador. Compárese a los dos cuando escriben acerca de una batalla; Enio escribe como el soldado que fue (se elevó de las filas hasta llegar a capitán), Virgilio como un culto espectador desde una colina distante. Virgilio tomó mucho prestado de Enio. Algunos dicen que superó el tosco genio de éste, gracias a su culta felicidad de frase y ritmo. Pero es una tontería. Es como la fábula de Esopo, del reyezuelo y el águila. E incluso aunque uno pueda dedicarse a analizar bellezas aisladas, ¿dónde se encontrará en Virgilio un pasaje que iguale en sencilla grandeza estos versos de Enio?:

 

Fraxinu frangitur atque abies consternitur alta.

Pinus proceras pervortunt: omne sonabat

Arbustum frtmitu silvai frondosai.{1}

 

 

 Pero son intraducibies, y de cualquier modo no estoy escribiendo un tratado sobre poesía, y si bien la poesía de Secundo fue, en mi opinión, tan poco sincera y digna de elogio como su conducta en el Senado en aquella ocasión, por lo menos fue capaz de enfrentar decididamente a los chatios, al regreso de éstos, con dos divisiones, para el saqueo de nuestros aliados franceses. La fuerzas de Secundo rodearon y derrotaron a ambas divisiones enemigas, matando a diez mil hombres y capturando a otros tantos prisioneros. Se le concedieron ornamentos triunfales, pero las reglamentaciones que regían la concesión de los triunfos no me permitieron otorgarle uno.

 En fecha reciente había concedido un honor similar al predecesor de Secundo, cierto Curcio Rufo, quien si bien era el hijo de un gladiador, había ascendido, durante el reinado de Tiberio, a la dignidad de magistrado de primera fila. (Tiberio le había concedido esta designación, a pesar de la competencia de varios hombres de cuna y distinción, afirmando : «Sí, pero Curcio Rufo es su propio ilustre antepasado».) Rufo había llegado a ambicionar los ornamentos triunfales, pero tenia conciencia de que yo no aprobaba que buscara pendencias con el enemigo. Estaba enterado de la existencia de una veta de plata que había sido descubierta a varios kilómetros, al otro lado del río, durante el reinado de Augusto, antes de la derrota de Varo, y envió a un regimiento para explotarla. Obtuvo una buena cantidad de plata antes de que la veta se internase demasiado hacia abajo para poder trabajarla... En verdad, la bastante cantidad de plata para pagar a todo el ejército del Rhin durante dos años. Por supuesto, esto valía ornamentos triunfales. Las tropas descubrieron que el trabajo de minería era sumamente arduo y me escribieron una divertida carta en nombre de todo el ejército:

 

 Las leales tropas de Claudio César le envían sus mejores deseos y esperan sinceramente que él y su familia continúen gozando de una larga vida y una perfecta salud. También ruegan que en el futuro conceda a sus generales ornamentos triunfales antes de enviarlos a dirigir ejércitos, porque entonces no se sentirán obligados a ganarlos haciendo que las leales tropas del César suden y se atañen en minas de plata, construcción de canales y tareas por el estilo, que serían mejor realizadas por prisioneros germanos. Si César permite que sus leales tropas crucen el Rhin y capturen a un par de miles de chatios, se sentirán encantados de hacerlo, de la mejor forma posible.