Capítulo 1

 

Año 41

 

 

 Han transcurrido dos años desde que terminé de escribir la larga historia de cómo Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico, el tullido, el tartamudo, el tonto de la familia, a quien ninguno de sus ambiciosos y sanguinarios parientes consideraban digno de la molestia de ejecutar, envenenar, obligar a suicidarse, desterrar a una isla desierta o matar de hambre —que fueron las maneras en que se eliminaron los unos a los otros—, los sobreviví a todos, incluso a mi insano sobrino Cayo Calígula, y de cómo un día fui aclamado inesperadamente emperador por los cabos y sargentos de la guardia de palacio. Terminé el relato en ese punto dramático, cosa que fue la menos juiciosa que un historiador profesional como yo podía hacer. Un historiador no debe interrumpir su narración en un momento de suspense. Habría debido llevar el relato por lo menos una etapa mas adelante. Habría debido contar qué pensaba el resto del ejército en cuanto al acto inconstitucional de la guardia de palacio, y qué opinaba el Senado, y qué sentía en cuanto a aceptar un soberano tan poco promisorio como yo, y si hubo después derramamiento de sangre, y cuál fue el destino que corrieron Casio Querea, Aquila, El Tigre —oficiales todos de la guardia— y Vinicio, que era el esposo de mi sobrina, y los otros asesinos de Caligula. La última cosa sobre la que escribí se refirió a los pensamientos poco pertinentes que me pasaron por la mente mientras me vitoreaban y me llevaban en torno al palacio, sentado incómodamente sobre los hombros de dos cabos de la guardia, con la corona de hojas de roble doradas de Caligula ladeada sobre la cabeza.

 El motivo de que no llevase mi relato más allá fue que lo escribí menos como una historia común que como una justificación especial, como un pedido de disculpa por haber permitido que se me convirtiese en monarca del mundo romano. Se recordará, si se ha leído la historia, que tanto mi abuelo como mi padre eran republicanos convencidos, y que yo los seguía en ese sentido. Los reinados de mi tío Tiberio y de mi sobrino Caligula no hicieron más que confirmar mis prejuicios antimonárquicos. Tenía cincuenta años de edad cuando fui aclamado emperador, y a esa edad no se cambia con ligereza de color político personal. De modo que escribí, en rigor, para demostrar cuan inocente era de deseo alguno de reinar y cuan enérgica era la necesidad inmediata de ceder al capricho de los soldados. Negarme a ello habría significado no sólo mi muerte, sino la de mi esposa Mesalina, de quien estaba profundamente enamorado, y de nuestro hijo aún no nacido. (Me pregunto por qué tendrá uno sentimientos tan profundos en cuanto a un hijo no nacido.) En especial, no quería ser tachado por la posteridad como un oportunista inteligente que fingía ser un tonto, que aguardaba y esperaba el momento de enterarse de alguna intriga de palacio contra su emperador, y luego se adelantaba audazmente como candidato a la sucesión. Esta continuación de mi relato debería servir como disculpa del curso tortuoso que he seguido en mis trece años de imperio. Es decir, abrigo la esperanza de justificar los actos aparentemente incoherentes de distintas etapas de mi reinado, demostrando su relación con los principios profesados, de los cuales, lo juro, jamás -me he apartado intencionalmente. Si no puedo justificarlos, entonces por lo menos espero demostrar la posición dificultosa en que me vi, y dejar que mis lectores decidan qué otra actitud o actitudes habría podido tomar.

 De modo que para retomar el hilo del relato donde lo dejé, permítaseme decir que las cosas hubieran podido resultar mucho peores para Roma si Herodes Agripa, el rey judío, no hubiese estado aquí por casualidad de visita. Fue el único hombre que se mantuvo sereno en la crisis del asesinato de Caligula, y que salvó a todo el público del teatro del monte Palatino de ser diezmado por el batallón germano. Es extraño, pero casi hasta la última página de mi relato, mis lectores no habrán encontrado una sola referencia directa a la sorprendente historia de Herodes Agripa, si bien ella se entrelazaba estrechamente con la mía en varios puntos. El hecho de hacer justicia a sus aventuras, como dignas de ser leídas por su propia cuenta, habría significado convertirlo en una figura demasiado importante de la historia que tenía que contar: el principal centro de énfasis de la misma residía en otra parte.

 Aun así, mi historia corría el constante peligro de sobrecargarse de asuntos de dudosa importancia. Estuvo bien que tomase esa decisión porque él es figura trascendente en lo que sigue, y ahora puedo, sin temor de una digresión impertinente, narrar la historia de su vida hasta el momento del asesinato de Caligula, y luego continuarla conjuntamente con la mía hasta llegar a la muerte de él. De este modo no habrá debilitamiento alguno de la unidad dramática, como habría sucedido si hubiera extendido la historia en dos libros. No quiero decir que yo sea un historiador dramático; como se habrá visto, tengo cierta desconfianza respecto del formalismo literario. Pero en rigor de verdad, no se podría escribir acerca de Herodes sin presentar la historia en un estilo un tanto teatral. Porque así vivió Herodes —como el principal actor de un drama— y así representaron los demás actores hasta el final. El suyo no fue un drama de acuerdo con la más pura tradición clásica, si bien su vida fue interrumpida al cabo, en el estilo trágico clásico, por la convencional venganza divina contra el convencional pecado griego de arrogancia. No, hubo demasiados elementos antigriegos en ella. Por ejemplo, el dios que le infligió la venganza no fue uno de los dioses de la urbana comunidad Olímpica. Fue quizá la más extraña deidad que se pueda encontrar en parte alguna de mis extensos dominios, o fuera de ellos, si vamos al caso; un dios del cual no existe imagen alguna, cuyo nombre sus devotos adoradores tienen prohibido pronunciar (si bien se cortan el prepucio en su honor y practican muchos otros ritos curiosos y bárbaros) y de quien se dice que vive solo en Jerusalén, en un antiguo armario de cedro forrado de pieles de tejón teñidas de azul, y que se niega a tener nada que ver con otras deidades del mundo, o incluso a reconocer la existencia de las mismas. Y además había tanta farsa mezclada con la tragedia, que se convertía en un tema inadecuado para cualquier dramaturgo griego de la Edad de Oro. ¡Imagínense al impecable Sófocles frente al problema de encarar en seria vena poética las deudas de Herodes! Pero como decía, ahora debo relatar, en forma más o menos prolongada, lo que no les dije antes, y lo mejor será terminar aquí la historia antigua, antes de empezar con la nueva.

 De modo que aquí finalmente comienza:

 

 

LA HISTORIA DE HERODES AGRIPA

 

 Entiéndase que Herodes Agripa no tiene relación de parentesco ni vinculación por matrimonio con el Marco Vipsanio Agripa, el general de Augusto, que se casó con su única hija Julia y se convirtió gracias a ella en el abuelo de mi sobrino Cayo Calígula y de mi sobrina Agripinila. Tampoco era un liberto de Agripa, aunque también se habría podido suponer esto, porque en Roma es costumbre que los esclavos liberados adopten el apellido de sus ex amos a modo de cumplido. No, no fue así. Recibió su nombre de su abuelo Herodes el Grande, rey de los judíos, en memoria del mismo Agripa, recientemente muerto. Porque este notable y terrible anciano debió su trono tanto a su interés por Agripa como al respaldo que le ofreció Augusto como útil aliado en el Cercano Oriente.

 La familia de Herodes provenía originariamente de Edom, la región montañosa que se encuentra entre Arabia y Judea del sur. No era una familia judía. Herodes el Grande, cuya madre era una árabe, recibió la gobernación de Galilea de manos de Julio César al mismo tiempo que a su padre se le entregaba la de Judea. Entonces tenía sólo quince años de edad. Casi en el acto se vio envuelto en problemas por mandar ejecutar ciudadanos judíos sin hacerles juicio, mientras reprimía el bandidaje en su distrito, y fue llevado ante el Sanhedrín, la Suprema Corte judía. En esa ocasión mostró gran arrogancia, apareció ante los jueces con una túnica púrpura, rodeado de soldados armados, pero eludió el veredicto huyendo secretamente de Jerusalén. El gobernador romano de Siria ante el cual se presentó a pedirle protección le entregó un nuevo nombramiento en esa provincia, la gobernación de un distrito cercano al Líbano. Para abreviar, este Herodes el Grande, cuyo padre entretanto había muerto envenenado, fue nombrado rey de los judíos por orden conjunta de mi abuelo Antonio y de mi tío abuelo Augusto (u Octaviano, como se lo llamaba entonces), y gobernó durante treinta años, con severidad y gloria, sobre dominios constantemente ampliados con los botines de Augusto. Se casó con no menos de diez esposas en sucesión, entre ellas dos de sus propias sobrinas, y finalmente murió, después de varios intentos frustrados de suicidio, de la enfermedad quizá más dolorosa y desagradable conocida por la ciencia moderna. Jamás la he oído llamar con otro nombre que mal de Herodes, ni sé que nadie hubiese sufrido antes de ella, pero los síntomas eran un hambre devoradora seguida de vómitos, un estómago en putrefacción, un aliento cadavérico, gusanos bullendo en el miembro viril y un constante flujo acuoso en los intestinos. La enfermedad le provocó una angustia intolerable y llevó a la locura una naturaleza ya de por sí salvaje. Los judíos dijeron que era el castigo de su dios por los dos matrimonios incestuosos de Herodes. Su primera esposa había sido Mariamna, de la famosa familia macabea de judíos, y Herodes estuvo apasionadamente enamorado de ella. Pero una vez, cuando salió de Jerusalén para encontrarse con mi abuelo Antonio en Laodicea (Siria), dio a su chambelán órdenes secretas de que si alguna vez caía víctima de las intrigas de sus enemigos, Mariamna debía ser ejecutada, para impedir que cayese en manos de Antonio. Y en ocasión posterior hizo lo mismo cuando fue a encontrarse con Augusto en Rodas. (Tanto Antonio como Augusto tenían una mala reputación de sensualistas.) Cuando Mariamna se enteró de estas órdenes secretas, se enfureció, como es natural, y dijo, en presencia de la madre y la hermana de Herodes, cosas que habría sido más prudente no decir, porque éstas tenían celos del poder de Mariamna sobre Herodes y repitieron ante éste, en cuanto regresó, las palabras de ella, a la vez que la acusaron de haber acometido adulterio en su ausencia, como acto de resentimiento y desafío. Y nombraron al chambelán como su amante. Herodes los hizo ejecutar a ambos. Pero más tarde fue presa de tan extrema congoja y remordimiento, que cayó en una fiebre que casi lo llevó a la 'tumba. Y cuando se recuperó, su talante estaba tan lúgubre y feroz, que la menor sospecha lo llevaba a ejecutar incluso a sus mejores amigos y parientes más cercanos. El hijo mayor de Mariamna fue una de las muchas víctimas de la cólera de Herodes; él y su hermano fueron asesinados por una acusación instigada por un hermanastro, a quien Herodes más tarde hizo matar, de conspiración contra la vida de su padre. Augusto comentó ingeniosamente estas ejecuciones: —Prefiero ser el cerdo de Herodes antes que el hijo de Herodes.

 Porque Herodes, judío de religión, no podía comer cerdo, y sus lechones por lo tanto vivían hasta alcanzar una cómoda vejez. Ese desdichado príncipe, el hijo mayor de Mariamna, era el padre de mi amigo Herodes Agripa, a quien Herodes el Grande envió a Roma en cuanto lo dejó huérfano a la edad de cuatro años, para ser educado en la corte de Augusto.

 Herodes Agripa y yo fuimos contemporáneos y tuvimos mucho trato por intermedio de mi querido amigo Postumo, el hijo de Agripa, a quien Herodes Agripa se unió con toda naturalidad. Herodes era un chico muy bien parecido, y era uno de los favoritos de Augusto, cuando éste llegaba a los claustros del Colegio de Niños para jugar al tejo y al salto y a arrojar piedras. ¡Pero qué granuja era Augusto!

 Tenía un perro favorito, uno de los enormes perros guardianes del templo, de cola hirsuta, procedente de Ádranos, cerca del Etna, que no obedecía a nadie en el mundo, aparte de Augusto, a menos de que Augusto le dijese con decisión: «Obedece a tal o cual hasta que te vuelva a llamar». El animal hacía entonces lo que se le decía, con desdichadas miradas de ansiedad hacia Augusto. Y quién sabe cómo, el pequeño Herodes logró hacer que este perro, cuando estaba sediento, bebiese un cuenco de vino muy fuerte, que lo embriagó tanto como a un viejo soldado en el día de su retiro. Luego le colgó del cuello un cencerro de cabra, le pintó la cola de amarillo azafrán y las patas y el hocico de rojo púrpura, le ató a las patas vejigas de cerdo y las alas de un pato a los hombros, y lo soltó en el patio del palacio. Cuando Augusto no encontró a su favorito y llamó «Tifón, Tifón, ¿dónde estás?», y este animal de extraordinario aspecto pasó a través de los portones en su dirección, fue uno de los momentos más ridículos de la denominada Edad de Oro de la historia romana. Pero ello sucedió en el festival de Inocentes, en honor del dios Saturno, de modo que Augusto tuvo que tomarlo en buena parte. Después Herodes tenía una serpiente domesticada a la que enseñaba a atrapar ratones que solía guardar bajo su túnica durante las horas de estudio, para divertir a sus amigos cuando el preceptor volvía la espalda. Resultaba una influencia tan inquietante, que a la postre fue enviado a estudiar conmigo a las órdenes de Atenodoro, mi anciano preceptor de Tarso, de blanca barba. También intentó sus tretas de escolar con Atenodoro, por supuesto, pero éste las tomó con tan buen talante, y yo simpaticé tan poco con ellas, porque adoraba a Atenodoro, que pronto dejó de ponerlas en práctica. Herodes era un chico brillante, de maravillosa memoria y un peculiar talento para los idiomas. En una ocasión Atenodoro le dijo:

 —Herodes, preveo que algún día serás llamado a ocupar una posición de la máxima dignidad en tu país natal. Debes vivir cada hora de tu juventud en preparación de ese momento. Con tu talento, puedes llegar a ser un gobernante tan poderoso como tu abuelo Herodes.

 —Eso está muy bien —replicó Heredes—, pero tengo una familia muy grande y muy mala. Es imposible que sepas qué pandilla de criminales son, porque son los más grandes pillastres que puedas encontrar en un año de viaje. No han mejorado en nada desde que mi abuelo murió hace ocho años. Por lo menos, según me dicen. No tengo la esperanza de vivir siquiera seis meses si me obligan a volver a mi país. (Esto es lo que dijo mi pobre padre cuando se educaba aquí, en Roma, en la casa de Asinio Polio. Y mi tío Alejandro, que estaba con él, dijo lo mismo. Y tenían razón. Mi tío, el rey de Judea, es el viejo Herodes renacido, pero mezquino en lugar de magnífico. Y mis tíos Filipo y Antipas son unos verdaderos lobos.

 —La virtud singular puede resistir contra todos los vicios, mi princesito —dijo Atenodoro—. Recuerda que la nación judía es más fanáticamente partidaria de la virtud que ninguna otra nación del mundo. Si te muestras virtuoso te seguirán como un solo hombre.

 —La virtud judía —respondió Herodes— no se adapta muy bien a la virtud greco-romana tal como tú, Atenodoro, la enseñas. Pero muchas gracias por tus palabras proféticas. Puedes contar conmigo, si alguna vez soy rey, para que sea un rey verdaderamente bueno. Pero hasta que esté en el trono no puedo permitirme ser más virtuoso que los demás integrantes de mi familia.

 En cuanto al carácter de Herodes, ¿qué puedo decir? La mayoría de los hombres —tal es mi experiencia— no son ni virtuosos ni pillastres, ni buenos ni malos. Son un poco de una cosa y un poco de otra, y, durante mucho tiempo, nada: innobles mediocridades. Pero unos pocos hombres permanecen siempre fíeles a un solo carácter extremo. Estos son los hombres que dejan la señal más enérgica sobre la historia, y los dividiré en cuatro clases. Primero hay algunos granujas de corazón de piedra, de los cuales Macro, el comandante de la guardia bajo Tiberio y Calígula, fue un ejemplo notable. Luego vienen los hombres virtuosos de corazón igualmente pétreo, de los cuales Catón el Censor, mi espantajo, es un ejemplo destacado. La tercera clase es la de los hombres virtuosos de corazón de oro, como el viejo Atenodoro y mi pobre hermano asesinado, Germánico. Y finalmente —los más raros— están los pillastres de corazón de oro, y de entre éstos Herodes Agripa era el ejemplo más perfecto que imaginarse pudiera. Los pillastres de corazón de oro, estos anti-catones, son los amigos más valiosos en momentos de necesidad. No se espera nada de ellos. Carecen por completo de principios, como ellos mismos lo reconocen, y sólo consideran sus propias ventajas. Pero acúdase a ellos en un momento de necesidad y dígaseles: «Por amor de Dios, haz tal o cual cosa por mí», y es indudable que lo harán... no como un favor de amigos, sino, dirán ellos, porque concuerda con sus propios planes torcidos. Y a uno le estará prohibido agradecerles. Estos anti-catones son jugadores y manirrotos. Pero esto es por lo menos mejor que ser tacaño. También se vinculan constantemente con borrachos, asesinos, hombres de negocios turbios y alcahuetes. Sin embargo, muy pocas veces se ve que la bebida les haga algún daño, y si disponen un asesinato puede tenerse la seguridad de que la víctima no será muy llorada. Y defraudan a los ricos estafadores y no a los inocentes necesitados, y no se relacionan con mujer alguna contra la voluntad de ésta. El propio Herodes insistió siempre en que era congénitamente un granuja, a lo cual yo le contestaba:

 —En lo fundamental eres un hombre virtuoso que lleva puesta la máscara de la granujería.

 Esto lo encolerizaba. Uno o dos meses antes de la muerte de Calígula, tuvimos una conversación de ese tipo. Al final de la misma dijo:

 —¿Quieres que te hable sobre ti mismo?

 —No hace falta —contesté—. Soy el Tonto Oficial de palacio.

 —Bien —dijo—. Hay tontos que fingen ser sabios y sabios que fingen ser tontos, pero tú eres el primer caso que he conocido de un tonto que finge ser un tonto. Y algún día verás, amigo mío, con qué tipo de judío virtuoso estás tratando.

 Cuando Postumo fue desterrado, Herodes se unió a Castor, hijo de mi tío Tiberio, y se los conoció a los dos como los jóvenes más alborotadores de la ciudad. Se la pasaban continuamente bebiendo y, si lo que se contaba acerca de ellos era cierto, empleaban la mayor parte de sus noches metiéndose por las ventanas, saliendo de ellas, riñendo con guardianes nocturnos y esposos celosos y encolerizados padres de casas respetables. Herodes había heredado una buena cantidad de dinero de su abuelo, que murió cuando él tenía sólo seis años, pero lo gastó rápidamente en cuanto pudo utilizarlo. Muy pronto se vio obligado a pedir prestado. Primero pidió a sus amigos nobles, a mí entre ellos, en una forma negligente que nos hacía difícil instarlo a que nos pagase la deuda. Cuando agotó su crédito de este modo, pidió prestado a ricos caballeros, que se sentían halagados de satisfacer sus necesidades debido a su intimidad con el hijo único del emperador. Y cuando se mostraron ansiosos en cuanto al pago de los préstamos, abordó a los libertos de Tiberio, que manejaban las cuentas imperiales, y los sobornó para que le hiciesen préstamos con dinero del Tesoro. Siempre tenía una historia preparada en cuanto a sus doradas perspectivas: se le había prometido tal o cual reino oriental, o estaba a punto de heredar tantos cientos de miles de piezas de oro de un viejo senador que se encontraba al borde de la muerte. Pero finalmente, a la edad de treinta y tres años, comenzó a acercarse al fin de sus recursos de inventiva y entonces Castor murió (envenenado por su esposa, mi hermana Livila, como nos enteramos varios años más tarde), y él se vio obligado a poner tierra de por medio entre sus acreedores y su propia persona. Habría recurrido personalmente a Tiberio en busca de ayuda, pero Tiberio había hecho una declaración pública en el sentido de que no quería volver a ver jamás a ninguno de los amigos de su hijo muerto, «por temor a revivir su pena». Por supuesto que esto sólo quería significar que sospechaba de que habían participado en la conspiración contra su vida que Seyano, su principal ministro, lo había convencido de que Castor estaba tramando. Herodes huyó a Edom, hogar de sus antepasados, y se refugió allí, en una ruinosa fortaleza del desierto. Creo que fue su primera visita al Cercano Oriente desde su infancia. En esa época su tío Antipas era gobernador (o Tetrarca, como era el título) de Galilea. Porque los dominios de Herodes el Grande habían sido divididos entre sus tres hijos sobrevivientes: a saber, ese Antipas, su hermano Arquelao, que se convirtió en rey de Judea y Samaría, y su hermano menor Filipo, que se convirtió en Tetrarca de Bashán, el país situado al este de Galilea, al otro lado del Jordán. Herodes instó entonces a su abnegada esposa Cypros, que se había unido a él en el desierto, a que hablase a Antipas en su favor. Antipas no era sólo el tío de Herodes, sino también su cuñado, ya que se había casado con su hermosa hermana Herodías, la esposa divorciada de otro de sus tíos. Al principio Cypros no aceptó, porque la carta tendría que ser dirigida a Herodías, que dominaba a Antipas por completo, y en fecha reciente había reñido con Herodías durante la visita de ésta a Roma, y jurado que jamás volvería a hablarle. Cypros protestó que prefería quedarse en el desierto, entre toda su gente bárbara pero hospitalaria, antes que humillarse frente a Herodías. Herodes amenazó con suicidarse saltando de las almenas de la fortaleza, y en rigor consiguió convencer a Cypros de que era sincero, si bien estoy seguro que jamás ha vivido hombre alguno que tuviese menos tendencias suicidas que Herodes. De modo que, en fin de cuentas, ella escribió la carta a Herodías.

 Esta se sintió muy halagada por el reconocimiento de Cypros de que había estado equivocada durante la pendencia, y convenció a Antipas de que invitase a Herodes y su esposa a Galilea. Herodes fue nombrado magistrado local (con una pequeña pensión anual) en Tiberíades, la ciudad capital que Antipas había construido en honor del emperador. Pero pronto riñó con Antipas, un individuo insolente y avaro, que le hacía sentir demasiado agudamente las obligaciones bajo las cuales se hallaba.

 —Pero sobrino, me debes tus alimentos diarios —le dijo un día Antipas, en un banquete al que había invitado a Herodes y Cypros, en Tiro, donde habían ido a pasar juntos las vacaciones—, y me extraña que tengas la osadía de discutir conmigo.

 Herodes había estado contradiciéndolo acerca de cierto aspecto de la legislación romana.

 —Tío Antipas —replicó Herodes—, esa es precisamente la observación que podía esperarse de ti.

 —¿Qué quieres decir, jovencito? —preguntó Antipas, furioso.

 —Quiero decir que no eres otra cosa que un patán de provincia —contestó Heredes—, tan carente de modales como ignorante de los principios de la ley que gobierna al imperio, y tan ignorante de estos principios de la ley como tacaño en tu dinero.

 —Debes de estar borracho, Agripa, para hablarme de esta manera —balbuceó Antipas, con el rostro colorado.

 —No con el tipo de vino que tú sirves, tío Antipas. Le tengo demasiado aprecio a mis riñones como para beberlo. ¿Dónde demonios obtienes un brebaje tan asqueroso como éste? Hace falta mucho ingenio para encontrarlo. Quizá lo rescataste de ese barco hundido desde hace tanto tiempo, que ayer estaban sacando a la superficie del puerto. ¿O hierves las heces de los jarros de vino vacíos, junto con orines de camello, y luego introduces la mezcla en esa hermosa jarra dorada?

 Después de eso, por supuesto, él y Cypros y los niños tuvieron que correr a los muelles y saltar a bordo del primer barco que zarpaba. Este barco los llevó al norte, a Antioquía, la ciudad capital de Siria, y allí Heredes se presentó ante el gobernador de la provincia, de nombre Placeo, que los trató bondadosamente por respeto a mi madre Antonia, porque les sorprenderá saber que mi madre, esa virtuosa mujer que se oponía con decisión a la extravagancia y el desorden de su propia casa, había cobrado una gran simpatía hacia ese individuo incorregible. Sentía una perversa admiración por sus modales impetuosos, y él la visitaba a menudo para seguir su consejo, y con un aire de sincero arrepentimiento le hacía el relató de todas sus locuras. Ella siempre se manifestaba escandalizada por sus revelaciones, pero es indudable que extraía una gran proporción de placer de ellas, y se sentía muy halagada por la atención que Heredes le demostraba. Este jamás le pidió préstamo alguno de dinero, por lo menos con otras tantas palabras, pero ella solía prestarle voluntariamente grandes sumas, de vez en cuando, bajo la promesa de buena conducta. Parte de esa suma fue devuelta por él. En realidad era dinero mío, y Herodes lo sabía, y posteriormente me lo agradecía como si yo fuese el verdadero donante. En una ocasión le sugerí a mi madre que quizá se mostraba demasiado liberal para con Herodes, pero ella se encolerizó y dijo que si mi dinero debía ser derrochado, prefería verlo derrochado en forma decente por Herodes, en lugar de que yo me lo jugase a los dados en míseras tabernas, con mis amigo tes. (Había tenido que ocultar el envío de una gran suma de dinero para ayudar a mi hermano 'Germánico a pacificar a los amotinados del Rhin, de modo que fingí que lo perdí jugando a los dados.) Recuerdo que en una ocasión le pregunté a Herodes si no se impacientaba a veces con los prolongados discursos de mi madre acerca de la virtud romana. Y me contestó:

 —Admiro grandemente a tu madre, Claudio, y tienes que recordar que en el fondo soy todavía un edomita incivilizado, y que por lo tanto es para mí un gran privilegio recibir sermones de una matrona romana de la más noble sangre y de carácter tan puro. Además, habla el latín más perfecto de toda Roma. Aprendo más de tu madre, en una sola de sus disertaciones, en cuanto a la adecuada ubicación de frases subordinadas y a la elección exacta de adjetivos, de lo que aprendería asistiendo a todo un curso de lecciones de un gramático profesional.

 Ese gobernador de Siria, Placeo, había servido a las órdenes de mi padre, y por lo tanto sentía gran admiración por mi madre, que siempre acompañaba a aquél en sus campañas. Después de la muerte de mi padre hizo a mi madre una oferta de matrimonio, pero ella lo rechazó, diciendo que, si bien lo amaba como a un queridísimo amigo y continuaría haciéndolo, el glorioso recuerdo de su esposo le impedía volver a casarse. Además, Placeo era mucho más joven que ella y si se casaban habría murmuraciones muy desagradables. Los dos continuaron una cálida correspondencia durante muchos años, hasta que Placeo murió, cuatro años antes que mi madre. Herodes estaba enterado de esta correspondencia y conquistó la buena voluntad de Placeo con frecuentes referencias a la bondad de espíritu de mi madre, y a su belleza y bondad. Placeo no era un dechado de moral; en Roma era famoso como el hombre que en una ocasión, desafiado por Tiberio en un banquete, bebió con él copa tras copa, durante un día y dos noches ininterrumpidos. Como cortesía a su emperador, permitió que Tiberio vaciase la última copa al alba del segundo día y resultara victorioso. Pero era evidente que Tiberio estaba agotado y Placeo, de acuerdo con los testigos, habría podido continuar bebiendo por lo menos una o dos horas más. De modo que Placeo y Herodes se entendían a la perfección. Por desgracia el hermano menor de Herodes, Aristóbulo, se encontraba también en Siria y los dos no eran amigos. En una oportunidad Herodes obtuvo algún dinero de él, prometiendo invertirlo en una empresa comercial en la India, y después le dijo que los barcos habían naufragado. Pero resultó que los barcos no sólo no habían naufragado sino que jamás salieron del puerto. Aristóbulo se quejó a Placeo de esta estafa, pero éste le dijo que tenía la seguridad de que estaba en un error en cuanto a la deshonestidad de su hermano, y que no quería tomar parte en el asunto, ni siquiera para actuar como adjudicador. Pero Aristóbulo vigiló de cerca a Herodes, consciente de que éste necesitaba dinero y sospechando de que lo conseguiría por algún juego de prestidigitación. Entonces lo extorsionaría para que le pagase la antigua deuda.

 Uno o dos años más después hubo una disputa de límites entre Sidón y Damasco, y los hombres de Damasco, que sabían hasta qué punto dependía Placeo de Herodes para su asesoramiento en el arbitraje de este tipo de problemas —debido al notable dominio que Herodes tenía de los idiomas y a su capacidad, sin duda heredada de su abuelo Herodes, para seleccionar las pruebas contradictorias ofrecidas por los orientales—, enviaron a Herodes una delegación secreta que le ofreció una gran suma de dinero, ya no me acuerdo cuánto, si convencía a placeo de que dictase un veredicto en su favor. Aristóbulo se enteró de esto, y cuando el caso quedó concluido y solucionado en favor de Damasco por la persuasiva argumentación de Herodes, fue a ver a éste y le dijo lo que sabía, agregando que ahora esperaba el pago de la deuda anterior. Herodes se enojó de tal modo, que Aristóbulo tuvo suerte de escapar con vida. Resultaba evidente que no se lo podía atemorizar para que pagase un solo centavo, de modo que Aristóbulo fue a ver a Placeo y le habló sobre los sacos de oro que pronto llegarían para Herodes desde Damasco. Placeo los interceptó en las puertas de la ciudad y mandó llamar a Herodes, quien, dadas las circunstancias, no podía negar que habían sido enviados en pago de servicios prestados en el asunto de la disputa de límites. Pero encaró las cosas con audacia y le rogó a Placeo que no considerase el dinero como un soborno, porque, cuando presentó sus evidencias en favor del caso se atuvo estrictamente a la verdad: Damasco tenía la justicia de su parte. Además le dijo a Placeo que los de Sidón también le habían enviado una delegación, a la que hizo despedir, diciéndoles que no podía hacer nada para ayudarlos porque no les asistía derecho alguno.

 —Supongo que Sidón no te ofreció tanto dinero como Damasco —se burló Placeo.

 —No me insultes —replicó virtuosamente Herodes.

 —Me niego a que la justicia de un tribunal romano sea comprada y vendida como una mercancía. —Placeo se sentía intensamente irritado.

 —Tú mismo juzgaste el caso, mi señor Placeo —dijo Herodes.

 —Y tú me convertiste en un tonto en mi propio tribunal —rugió Placeo—. He terminado contigo, puedes irte al infierno, por lo que a mí respecta, y por el camino más breve.

 —Me temo que tendrá que ser por el camino de Tenaro —dijo Herodes—, porque si muero ahora no tendré un centavo en la bolsa para pagarle al botero. (Tenaro es el promontorio situado más al sur del Peloponeso, desde el cual hay un atajo hasta el infierno que alude la Estigia. Por ese camino arrastró Hércules al Can Cerbero hasta el Mundo de Arriba. Los ahorrativos nativos de Tenaro entierran a sus muertos sin la acostumbrada moneda en la boca, sabiendo que no la necesitarán para pagar a Caronte su transporte.) Luego Herodes dijo:

 —No debes perder los estribos conmigo, Placeo. Ya sabes cómo son las cosas. No creía que estuviese haciendo mal. A un oriental como yo, incluso con casi treinta años de educación en la ciudad, le resulta difícil entender los escrúpulos de los nobles romanos en un caso de este tipo. Yo veo las cosas de esta manera: los de Damasco me emplearon como un tipo de abogado en su defensa, y en Roma a los abogados se les paga enormes honorarios, y jamás se atienen tanto a la verdad, cuando presentan sus argumentaciones, como lo hice yo. Y por cierto que les presté un buen servicio a los de Damasco, al presentar su caso tan lúcidamente ante ti. Entonces, ¿qué daño pude haber hecho cuando acepté el dinero que me enviaron voluntariamente? No es como si hubiese anunciado en público que tenía influencia sobre ti. Me halagaron y me sorprendieron al sugerir que pudiera ser así. Además, como la señora Antonia, esa mujer extraordinariamente sabia y hermosa, me ha señalado con frecuencia...

 Pero era inútil apelar siquiera el cariño de Placeo por mi madre. Le dio a Heredes veinticuatro horas de plazo, y dijo que si para entonces no estaba ya en camino fuera de Siria, se encontraría ante el tribunal, con una acusación criminal.