Había tantas cosas que hacer para limpiar el embrollo dejado por Calígula —casi cuatro años de desgobierno—, que todavía ahora me da vueltas la cabeza de sólo pensar en ello. En verdad, el principal argumento con que me justifiqué por no haber hecho lo que quería, a saber, entregar la monarquía en cuanto hubiese terminado la excitación despertada por el asesinato de Calígula, era el hecho de que el embrollo fuese tan completo: no conocía a nadie en Roma, aparte de mí mismo, que pudiera tener la paciencia, aunque contase con la autoridad, para emprender la dura e ingrata tarea que exigía el proceso de limpieza. No podía, con la conciencia tranquila, entregar la responsabilidad a los cónsules. Estos, incluso los mejores, son incapaces de planificar un programa de reconstrucción gradual, para ser realizado en cinco o diez años. No pueden pensar más allá de sus doce meses de funciones. O bien tratan de conseguir resultados espléndidos e inmediatos, imponiendo las cosas con demasiada rapidez, o bien no hacen absolutamente nada. Era tarea para un dictador designado para un par de años. Incluso si se pudiese encontrar un dictador con las cualidades apropiadas, ¿se podía confiar en que no consolidase su posición adoptando el nombre de César y convirtiéndose en un déspota? Recordé con resentimiento el comienzo maravillosamente limpio que había tenido Calígula: un tesoro privado y un erario público repletos, consejeros capaces y dignos de confianza, la buena voluntad de toda la nación, y ahora la mejor elección entre muchos males era la de permanecer yo mismo en el poder, por lo menos por un tiempo, en la esperanza de ser reemplazado lo antes posible. Me tenía más confianza a mí de la que podía tener a otro. Me consideraba capaz de concentrarme en la labor que me esperaba, e impondría algún orden en las cosas antes de demostrar que mis principios republicanos eran verdaderos principios, y no simples palabras, como en el caso de Sencio y otros hombres de su tipo. Entretanto, seguiría siendo tan poco emperador como fuera posible. Pero en el acto surgió el problema de los títulos que permitiría que se me votasen temporariamente. Sin títulos que implicasen la necesaria autoridad para actuar, nadie puede ir muy lejos. Aceptaría lo que fuese necesario y encontraría ayudantes en alguna parte, mejor entre los escribientes griegos y entre los emprendedores hombres de negocios de la ciudad, que entre los miembros del Senado. Hay un buen proverbio latino. «Ollera olla legitt, que significa «el caldero encuentra sus propias hierbas». Ya me las arreglaría.
El Senado quiso votarme todos los títulos honoríficos que alguna vez tuvieron mis predecesores, nada más que para demostrarme cuan a fondo lamentaba su fervor republicano. Yo rechacé todos los que pude. Acepté el nombre de César, al cual, de paso, tenía derecho porque tenía la sangre de los Césares, a través de mi abuela Octavia, la hermana de Augusto, y porque no quedaba ningún verdadero César. Lo acepté a causa del prestigio de que gozaba el nombre entre pueblos extranjeros como los armenios, los partos, los germanos y los marroquíes. Si ellos hubiesen creído que era un usurpador que fundaba una nueva dinastía, se habrían visto estimulados a provocar disturbios en la frontera. También acepté el título de Protector del Pueblo. Hacía inviolable mi persona y me daba derecho a vetar los decretos del Senado. Esta inviolabilidad de mi persona me era importante porque me permitía anular todas las leyes y edictos que impusieran penalidades por traición contra el emperador, y sin él no habría estado razonablemente a salvo de un asesinato. Pero rechacé el título de Padre de la Patria, rechacé el título de Augusto, ridiculicé la tentativa de votarme honores divinos, e incluso le dije al Senado que no quería que se me denominase «emperador». Este, señalé, era, desde tiempos antiguos, un título de distinción conquistado por servicios exitosos en el campo de batalla; no significaba simplemente el comando supremo de los ejércitos. Augusto había sido aclamado emperador debido a sus victorias en Accio y en otras partes. Mi tío Tiberio había sido uno de los generales romanos más exitosos de toda nuestra historia. A mi predecesor Calígula se le permitió llamarse emperador por ambición juvenil, pero incluso él sintió que le correspondía conquistar el título en el campo de batalla. De ahí su expedición a través del Rhin y su ataque contra las aguas del canal británico. Sus expediciones militares, a pesar de que fueron incruentas, eran simbólicas de su comprensión de la responsabilidad que el título de emperador llevaba consigo. «Un día, señores —les escribí—, podría parecerme necesario salir al campo de batalla a la cabeza de mis ejércitos, y si los dioses me acompañan, conquistaré el título, que me enorgulleceré de llevar, pero hasta entonces debo pedirles que no me llamen con él, por respeto a los capaces generales del pasado que se lo ganaron en realidad.»
Se sintieron tan encantados con esta carta mía, que me votaron una estatua de oro —no, fueron tres estatuas de oro—, pero yo veté la moción por dos motivos. Uno, que no había hecho nada para conquistar ese honor. El otro, que se trataba de una extravagancia. Sin embargo les permití votarme tres estatuas que debían ser colocadas en lugares destacados de la ciudad, pero la más costosa debía ser de plata, y no de plata sólida, sino una estatua hueca, llena de yeso. Las otras dos serían de bronce y mármol respectivamente. Acepté estas tres estatuas porque Roma estaba tan llena de ellas, que dos o tres más no importaban, y además me interesaba posar para mi escultura, ante un escultor realmente bueno, ahora que los mejores escultores del mundo se encontraban a mi servicio.
El Senado también decidió deshonrar a Calígula por todos los medios a su alcance. Votó que el día de su asesinato fuese convertido en festival de acción nacional de gracias. Una vez más interpuse mi veto y, aparte de anular los edictos de Calígula en cuanto al culto religioso que debía hacerse ante él y la diosa Pantea, que era el nombre que dio a mi pobre sobrina Drusila a quien asesinó, no adopté otra acción contra su memoria. El silencio en su rededor era la mejor política. Herodes me recordó que Calígula no había inferido deshonor alguno a la memoria de Tiberio, si bien tenía buenos motivos para odiarlo. Simplemente, se abstuvo de deificarlo, y dejó inconcluso el arco de honor que se le había votado.
—¿Pero qué haré con todas las estatuas de Calígula? —pregunté.
—Muy sencillo —respondió—. Haz que los guardianes de la ciudad las reúnan todas a las dos de mañana, cuando todos están dormidos, y las traigan aquí, a palacio. Cuando Roma despierte, encontrará los nichos y pedestales desocupados, o quizá llenos otra vez con las estatuas que originariamente se quitaron para poner las otras.
Seguí el consejo de Herodes. Las estatuas eran de dos tipos: las de dioses extranjeros cuyas cabezas él había eliminado y reemplazado con la propia; y las que había hecho de sí mismo, todas en metales preciosos. A las primeras les devolví lo mejor posible su condición original; las otras las destrocé y fundí, y con los metales acuñé nuevas monedas. La gran estatua de oro que había colocado en su templo proporcionó, una vez fundida, casi un millón de piezas de oro. Creo que no he hablado de esta estatua, a la que todos los días sus sacerdotes —uno de los cuales, para mi vergüenza, había sido yo también— revestían con un atavío similar al que llevaba él. No sólo teníamos que cubrirla con el traje militar o civil común, con sus insignias especiales de rango imperial, sino que en los días en que se creía Venus o Minerva o Júpiter, o la Buena Diosa, teníamos que ataviarla, adecuadamente, con las distintas insignias divinas.
Complacía a mi vanidad que mi cabeza apareciese en las monedas, pero era un placer que muchos ciudadanos prominentes habían gozado bajo la república, de modo que no es posible censurarme por eso. Los retratos sobre las monedas resultan siempre desalentadores, porque son ejecutados de perfil. Nadie está familiarizado con su propio perfil, y resulta un choque, cuando lino lo ve en un retrato, descubrir que en realidad tiene mucho parecido con la gente que se encuentra al lado. Por la cara de frente, debido a la familiaridad que hay con ella gracias a los espejos, se siente cierta tolerancia, incluso afecto. Pero debo decir que cuando vi por primera vez el modelo de la pieza de oro que los acuñadores hacían de mi cabeza, me encolericé y pregunté si se trataba de una caricatura. Mi cabeza pequeña, con su cara preocupada, encaramada sobre un largo cuello, y la nuez sobresaliendo casi como una segunda barbilla, me escandalizaron. Pero Mesalina dijo:
—No, querido mío, ese es verdaderamente tu aspecto. En rigor, apareces más hermoso de lo que eres.
—¿Puedes amar de veras a un hombre así? —pregunté.
Ella juró que no había otra cara más amada en el mundo. Entonces traté de acostumbrarme a la moneda.
Además de las estatuas de Calígula, buena parte de sus enormes derroches estaba representada por objetos de oro y plata del palacio, y de otras partes, que también podían ser convertidos en dinero. Por ejemplo, picaportes y marcos de ventanas de oro, y los muebles de plata y oro de su templo. Me apoderé de todo ello. Limpié el palacio de arriba abajo. En la alcoba de Calígula encontré el arcón de venenos que había pertenecido a Livia, y que Calígula utilizó con asiduidad, enviando regalos de dulces envenenados a los hombres que habían testado en su favor, y virtiendo a veces veneno en los platos de los invitados a las cenas, después de distraer su atención por medio de diversiones preparadas de antemano. (Confesó que experimentaba el máximo placer cuando los veía morir por envenenamiento de arsénico.) Me llevé todo el arcón a Ostia, el primer día tranquilo de primavera y, luego de remar estuario adentro en una de las barcazas de placer de Calígula, lo arrojé
por la borda, a dos kilómetros de la costa. Uno o dos minutos después, millares de peces muertos subieron flotando a la superficie. Yo no había dicho a los marineros qué contenía el arcón, y algunos de ellos se apoderaron de los peces que flotaban cerca, con la intención de llevárselos a casa para comérselos, pero lo impedí, prohibiéndoles que lo hicieran, so pena de muerte.
Bajo la almohada de Calígula encontré dos famosos libros, en uno de los cuales había pintada una espada ensangrentada y en el otro una daga ensangrentada. Calígula era seguido siempre por un liberto que portaba estos dos libros, y si oía decir algo acerca de alguien que por casualidad le desagradaba, solía decirle al liberto: «Protógenes, escribe el nombre de ese individuo bajo la daga», o «Escribe su nombre bajo la espada». La espada era para los destinados a la ejecución, la daga para aquellos a quienes se invitaba a suicidarse. Los últimos nombres del libro de la daga eran los de Vinicio, Asiático, Casio Querea y Tiberio Claudio... yo. Quemé los libros en un brasero, con mis propias manos. Y a Protógenes lo hice ajusticiar. No sólo porque odiaba el aspecto de ese individuo de rostro torvo y mentalidad sanguinaria, que siempre me había tratado con insufrible insolencia, sino porque ahora tenía pruebas de que había amenazado a senadores y caballeros con escribir sus nombres en el libro, a menos de que se le pagasen grandes sumas de dinero. La memoria de Calígula era tan mala para esa época, que Protógenes habría podido muy bien convencerlo de que las inscripciones eran de él.
Cuando enjuicié a Protógenes insistió en que jamás había pronunciado semejantes amenazas, y que nunca puso mi nombre en el libro, a no ser por orden de Calígula. Esto planteó el problema de la autoridad suficiente para la ejecución de un hombre. Habría sido muy fácil que uno de mis coroneles me informase falsamente una mañana:
—Fulano de tal fue ejecutado al alba, de acuerdo con tus órdenes de ayer.
Si yo no sabía nada del asunto, sería sólo su palabra contra la mía, en el sentido de que yo había emitido esas órdenes. Y como siempre estoy dispuesto a admitirlo, mi memoria no es de las mejores. De modo que introduje la práctica, iniciada por Augusto y Livia, de confiar de inmediato todas las decisiones y órdenes al papel. A menos que uno de mis subordinados pudiese presentar una orden, firmada por mí, para alguna enérgica acción disciplinaria que se hubiese llevado a cabo, o para algún importante compromiso financiero o innovación de procedimientos que hubiese puesto en práctica, semejante acción no debía ser considerada como autorizada por mí, y si yo la desaprobaba, ellos debían cargar con la culpa. A la postre, esta práctica, que también fue adoptada por mis principales ministros en el trato con sus subordinados, se convirtió en algo tan normal, que apenas se escuchaba una palabra en las oficinas de gobierno durante las horas de trabajo, a no ser en las consultas entre los jefes de departamento o en las visitas de funcionarios de la ciudad. Todos los servidores de palacio llevaban consigo una tablilla de cera, por si era necesaria para escribir en ella alguna orden especial. Se advirtió a todos los postulantes a puestos, concesiones, favores, indulgencias o qué sé yo, que presentasen un documento antes de entrar a palacio, en el que debía constar exactamente qué querían y por qué. Y en muy raras ocasiones se les permitía argumentar su caso por medio de súplicas o discusiones verbales. Esto ahorraba tiempo, pero conquistó a mis ministros una inmerecida reputación de arrogancia. Ahora hablaré de mis ministros. Durante los reinados de Tiberio y Calígula, la verdadera dirección de los asuntos había caído cada vez más en manos de libertos imperiales, originariamente adiestrados en el trabajo de secretariado por mi abuela Livia. Los cónsules y magistrados de la ciudad, si bien eran autoridades independientes que sólo respondían ante el Senado por el cumplimiento correcto de sus deberes, habían llegado a depender de los consejos que estos secretarios les daban en nombre del emperador, en especial cuando se trataba de complicados documentos vinculados con asuntos legales y financieros. Se les mostraba dónde debían poner sus sellos o firmar sus nombres; los documentos siempre eran preparados para ellos, y pocas veces se molestaban en enterarse del contenido de los mismos. En la mayoría de los casos, sus firmas eran una simple formalidad, y no conocían absolutamente nada acerca de los detalles administrativos, en comparación con lo que sabían los secretarios. Además, éstos habían desarrollado un nuevo tipo de escritura, lleno de abreviaturas y jeroglíficos y letras rápidamente dibujadas, que nadie sino ellos podía leer. Sabía que era imposible esperar un cambio repentino en esta relación entre el secretariado y el resto del mundo, de modo que por el momento fortalecí los poderes del secretariado, en lugar de debilitarlos, confirmando las designaciones de los libertos de Calígula que demostraban alguna capacidad. Por ejemplo, retuve a Calisto, que había sido secretario del tesoro privado y del erario público, que Calígula trataba como una especie de tesoro privado. Estaba enterado de la conspiración contra Calígula, pero no había tomado parte activa en ella. Me contó una larga historia acerca de que en fecha reciente Calígula le había dado órdenes de envenenar mi comida, pero que se había negado noblemente a hacerlo. Yo no la creí. En primer lugar, Calígula jamás le habría dado tal orden, sino que hubiera administrado el veneno con sus propias manos, como de costumbre. Y en segundo lugar, si lo hubiese hecho, Calisto jamás se habría atrevido a desobedecer. Pero lo dejé pasar porque él parecía querer continuar con sus deberes en el Tesoro, y porque era el único hombre que en verdad entendía todos los detalles de la actual situación financiera. Lo estimulé diciéndole que creía que había trabajado notablemente bien al mantener a Calígula provisto de dinero durante tanto tiempo, y que contaba con él para que en adelante utilizara sus áureos poderes adivinatorios para la salvación de Roma, y no para su destrucción. Sus responsabilidades también se extendían en la dirección de la encuesta judicial acerca de todos los problemas financieros públicos. Retuve a Mirón como secretario legal y a Pósides como mi tesorero militar, y puse a Harpócrates a cargo de todos los asuntos relacionados con los Juegos y Entretenimientos. Y Anfeo llevaba la Lista de Ciudadanos. Mirón tenía también la tarea de acompañarme cada vez que salía en público, de examinar los mensajes y peticiones que se me entregaban, elegir los importantes e inmediatos, separándolos de la acostumbrada lluvia de impertinencias e importunidades. Mis otros principales ministros eran Palas, a quien puse al frente de mi tesoro privado; su hermano Félix, a quien nombré mi secretario de Asuntos Exteriores; Calón, al que nombré Superintendente de Depósitos, y su hijo Narciso, a quien designé secretario en jefe para los Asuntos Internos y la correspondencia privada. Polibio era mi secretario religioso —porque yo era el Sumo Pontífice— y también me ayudaba en mi tarea histórica, si alguna vez conseguía tiempo para ella. Los últimos cinco eran mis propios libertos. Durante mi época de bancarrota me había visto obligado a despedirlos de mis servicios, y encontraron muy rápidamente trabajos de escribientes en palacio. De modo que estaban iniciados en los Misterios del Secretariado e incluso habían aprendido a escribir en forma ilegible. Les di a todos habitaciones en el palacio nuevo, expulsando de él a la caterva de esgrimistas, conductores de cuadrigas, lacayos, actores, prestigi-tadores y otros que Calígula había instalado allí. Por sobre todas las cosas, hice del palacio un lugar para el trabajo gubernamental. Yo vivía en el palacio viejo, y en estilo muy modesto, siguiendo el ejemplo de Augusto. Para los banquetes importantes y las visitas de los príncipes extranjeros, usaba las habitaciones de Calígula en el palacio nuevo, donde también Mesalina tenía un ala para su propio uso.
Cuando entregué sus nombramientos a mis ministros, les expliqué que quería que actuasen tanto como les fuera posible por iniciativa propia; no se podía esperar de mí que los dirigiese en todo, incluso aunque hubiese tenido más experiencia de la poseída. No me encontraba en la posición de Augusto, que, cuando asumió el dominio de los asuntos públicos, no sólo era joven y activo, sino que además tenía a sus órdenes un cuerpo de asesores capaces, hombres de distinción pública: Mecenas, Agripa, Polio, para nombrar sólo a tres. Les dije que debían nacerlo lo mejor que pudiesen, y que cada vez que se vieran frente a una dificultad debían consultar Las transacciones romanas del dios Augusto, la gran obra memorial publicada por Livia durante el reinado de Tiberio, y atenerse estrechamente a las formas y precedentes que encontrasen en ella. Si ocurrían casos en que no se pudiese encontrar precedente alguno en esa obra invalorable, debían, por supuesto, con-
soltarme. Pero confiaba en que me ahorrarían todo el trabajo innecesario.
—Sean audaces —dije—, pero no demasiado.
Le confesé a Mesalina, que me había ayudado en esas designaciones imperiales, que el filo de mi fervor republicano comenzaba a embotarse. Todos los días sentía cada vez más simpatía y respeto por Augusto. Y respeto por mi abuela Livia, también, a pesar de mi antipatía personal hacia ella. Por cierto que tenía una mente maravillosamente metódica y si, antes de restablecer la república, podía yo hacer que el sistema gubernamental funcionase apenas la mitad de bien de lo que había funcionado con ella y Augusto, me sentiría sumamente satisfecho. Mesalina, sonriente, se ofreció a desempeñar el papel de Livia para la ocasión, si yo empeñaba el de Augusto. «Absit ornen», exclamé, escupiéndome el pecho para propiciar a la buena suerte. Ella respondió que, bromas aparte, tenía algo del talento de Livia para reconocer el carácter de la gente y decidir que nombramientos podían serles adecuados. Si quería concederle mano libre, actuaría en mi nombre, en todas las cuestiones sociales, aliviándome de todos los problemas relacionados con mi puesto de director de Moral Pública. Yo estaba profundamente enamorado de Mesalina, como se sabe, y en materia de elegir mis ministros había descubierto que su juicio era certero, pero vacilaba en permitirle enfrentar una responsabilidad tan grande como esa. Me rogó que le permitiese darme una muestra más grande su capacidad. Sugirió que podíamos revisar juntos las lista nominal de la orden senatorial. Me diría cuáles eran los nombres que, en su opinión, debían continuar en dicha lista. Pedí la lista y comenzamos a estudiarla. Debo confesar que me sentí asombrado ante su detallado conocimiento del talento, el carácter, la historia privada y pública de los primeros veinte senadores que aparecían en ella. Cada vez que me encontré en condiciones de confirmar sus afirmaciones, descubrí que el conocimiento de ella era tan exacto, que tuve que conceder lo que me pedía. Sólo consulté mis propias inclinaciones en unos pocos casos dudosos, donde a ella no le importaba mucho si el nombre se mantenía en la lista o se lo eliminaba. Después de hacer investigaciones por intermedio de Calisto, en cuanto a la capacidad financiera de ciertos miembros, y de decidir en cuanto a sus calificaciones mentales y morales, eliminamos un tercio de los nombres y llenamos las vacantes con los mejores caballeros disponibles y con ex senadores eliminados de la lista por Calígula, por motivos frívolos. Una de mis propias selecciones para la eliminación fue la de Sencio. Sentía la necesidad de librarme de él, no sólo por su tonto discurso en el Senado, y por su cobardía posterior, sino porque era uno de los dos senadores que me habían acompañado a palacio en el momento del asesinato de Calígula, para abandonarme luego. El otro, de paso, era Vitelio, pero me aseguró que había salido corriendo nada más que para buscar a Mesalina y ponerla a salvo, en la esperanza de que Sencio se quedase a cuidarme. De modo que lo perdoné. Hice de Vitelio mi reemplazante para el caso de alguna enfermedad, o por si me sucedía algo peor. Sea como fuere, me libré de Sencio. El motivo que di para su degradación fue el de que no había aparecido en la reunión del Senado que yo convoqué en palacio, el haber huido de Roma a su finca de campo, sin informar a los cónsules de que se ausentaría. No volvió durante varios días, y de ese modo no pudo beneficiarse con la amnistía. Otro senador importante que degradé fue el caballo Incitato, de Calígula, que tres años más tarde debía convertirse en cónsul. Escribí al Senado que no tenía queja alguna contra la moral privada de ese senador, ni contra su capacidad para las tareas que hasta entonces se le habían asignado, pero que no poseía ya las necesarias calificaciones financieras. Porque había reducido la pensión que le fue concedida por Calígula a las raciones diarias de un caballo del cuerpo de caballería; luego despedí a sus criados y lo ubiqué en una caballeriza común, donde el pesebre era de madera, no de marfil, y las paredes estaban encaladas, no cubiertas de frescos. Pero no lo separé de su esposa, la yegua Penélope. Eso habría sido injusto.
Herodes me ponía constantemente en guardia contra algún asesinato, diciéndome que nuestras revisiones de las Listas de Senadores y las posteriores revisiones que habíamos hecho en la Lista de Caballeros, me habían granjeado muchos enemigos. Una amnistía estaba muy bien, dijo, pero la generosidad no debía ser demasiado unilateral. Vinicio y Asiático, según él, ya decían cínicamente que las nuevas escobas barren bien, que Tiberio y Calígula también habían iniciado sus reinados con una ficción de benevolencia y rectitud, y que yo probablemente terminaría convirtiéndome en un déspota tan furioso como cualquiera de ellos. Heredes me aconsejó que no entrase en el Senado durante algún tiempo y que después tomara todas las medidas posibles contra un asesinato. Esto me alarmó. Era difícil decidir qué medidas resultarían suficientes, de modo que no entré en el Senado durante todo un mes. Para entonces se me había ocurrido ya la medida apropiada. Pedí y se me concedió el permiso de penetrar en el Senado con una escolta armada consistente en cuatro coroneles de la guardia, y Rufrio, el comandante de los guardias. Incluso incorporé a Rufrio en la Lista de Senadores, si bien no tenía las adecuadas calificaciones financieras, y el Senado, por petición mía, le dio permiso para hablar y votar cada vez que entrase en mi compañía. Por consejo de Mesalina, además, todos los que llegaban a mi presencia, en palacio o en otra parte, eran primero registrados para ver si llevaban armas ocultas; incluso las mujeres y los niños. No me agradaba la idea de que se registrase a las mujeres, pero Mesalina insistió, y yo consentí, a condición de que el registro fuese hecho por sus libertas y no por mis soldados. Mesalina también insistió en que durante los banquetes hubiese soldados armados a mi lado. En la época de Augusto esto había sido considerado una práctica despótica, y yo me avergonzaba de verlos alineados contra las paredes, pero no podía correr riesgo alguno. Trabajé intensamente para restablecer el respeto del Senado por sí mismo. Para la elección de nuevos miembros, Mesalina y yo poníamos tanto cuidado en nuestras investigaciones en cuanto a su historia familiar como en cuanto a su capacidad personal. Por petición de los miembros más antiguos de la orden senatorial, si bien por propia idea, prometí no elegir a nadie que no pudiese contar con cuatro descendientes, por la vía masculina, de un ciudadano romano. Mantuve esta promesa. La única excepción aparente que hice fue en el caso de Félix, mi secretario de Relaciones Exteriores, a quien años después tuve ocasión de investir de la dignidad senatorial. Era un hermano menor de mi liberto Palas, y había nacido después de que su padre obtuvo la libertad. De modo que jamás fue esclavo, como lo había sido Palas. Pero ni siquiera en ese caso quebré mi promesa al Senado: pedí a un miembro de la casa Claudia —no a un verdadero Claudio, sino a un miembro de una familia de adherentes de la Claudia (originariamente inmigrantes a la ciudad desde Campania), que habían recibido la ciudadanía, y a quienes se permitió adoptar el nombre de Claudio—, que adoptase a Félix como hijo. De modo que ahora Félix, por lo menos en teoría, tenía las cuatro líneas de ascendencia necesaria. Pero hubo celosos murmullos de los miembros del Senado cuando lo presenté. Alguien dijo:
—César, estas cosas no se hacían en época de nuestros antepasados.
—No creo, señor —repliqué, colérico—, que tengas derecho a hablar de esta manera. Tu propia familia no es tan noble, que digamos. Me he enterado de que vendían leña en la calle, en la época de mi tatarabuelo, y sé, además, que daban de menos en el peso.
—Es mentira —gritó el senador—. Todos ellos fueron honestos taberneros.
El Senado rió hasta que el hombre se vio obligado a sentarse. Pero yo me sentí impulsado a decir algo más.
—Cuando fue nombrado censor, hace más de trescientos años, mi antepasado Claudio el Ciego, vencedor de los etruscos y samnitas, y el primer autor romano de alguna distinción, admitió a los hijos de libertos en el Senado, como acabo de hacer yo. Numerosos miembros de esta casa deben su presencia aquí, hoy, a esta innovación de mi antepasado. ¿Querrían ellos renunciar?
El Senado recibió entonces a Félix calurosamente.
Entre los caballeros había muchos ricos ociosos, como los hubo, por supuesto, en época de Augusto. Pero yo no seguí el ejemplo de éste de permitirles que continuasen ociosos. Hice saber que todo hombre que eludiese las obligaciones públicas, cuando se le pidiera que las aceptara, sería expulsado de la orden. En tres o cuatro casos cumplí mi palabra.
Entre los papeles que encontré en palacio, en el arca privada de Calígula, estaban los que se referían a los juicios y muertes, bajo Tiberio, de mi sobrino Druso y Nerón, y de su madre Agripina. Calígula había fingido quemarlo todo al comienzo de su reinado, como un gesto magnánimo, pero en realidad no lo hizo, y los testigos contra mis sobrinos y cuñada, y los senadores que habían votado por la muerte de ellos, vivieron en constante terror por su venganza. Yo revisé con cuidado los papeles y llamé ante mí a todos los que habían sobrevivido, de entre los hombres mencionados como complicados en esos asesinatos judiciales. El documento que se relacionaba con cada uno de los hombres le era leído en mi presencia, y luego se le entregaba en sus propias manos, para que lo quemase en un fuego que había ante él. Puedo mencionar aquí los expedientes cifrados acerca de las vidas privadas de prominentes ciudadanos, que Tiberio había tomado de manos de Livia, después de la muerte de Augusto, pero que no pudo leer. Más tarde yo conseguí descifrarlos, pero se referían a acontecimientos que para entonces estaban tan fuera de época que mi interés en leerlos era más histórico que político.
Las dos tareas más importantes que se presentaron entonces fueron la gradual reorganización de las finanzas del Estado y la abolición de los más ofensivos decretos de Calígula. Pero ninguna de las dos podía ser emprendida de prisa. Mantuve una larga conferencia con Caliste y Palas, acerca de las finanzas, inmediatamente después de ser designado. Heredes también se encontraba presente, porque quizás él sabía más que ningún otro hombre viviente en cuanto a conseguir préstamos y saldar deudas. El primer problema que se presentó fue el de cómo conseguir dinero para los gastos inmediatos. Convinimos en solucionar eso, como ya he explicado, fundiendo las estatuas, las placas y adornos de oro de palacio, y los muebles de oro del templo de Calígula. Herodes sugirió que debía incrementarse la cantidad así realizada, pidiendo prestado, en nombre de Júpiter Capitolino, a otros dioses cuyos ; tesoros habían aumentado en el curso de los últimos cien años, más o menos, con inútiles y espectaculares ofrendas votivas en metales preciosos. Todas esas eran, en su mayor parte, donaciones de las personas que querían llamar la atención hacia sí mismas, como exitosos hombres públicos, y no se hacían por un verdadero espíritu de piedad. Por ejemplo, un mercader, después de un exitoso viaje comercial a Oriente, regalaba al dios Mercurio un cuerno de la abundancia, dorado, o un soldado triunfante regalaba a Marte un escudo de oro, o un abogado de éxito regalaba a Apolo un trípode dorado. Es claro que Apolo no podía utilizar doscientos o trescientos trípodes de oro y de plata. Si su padre Júpiter estaba en aprietos, sin duda se sentiría encantado de prestarle unos pocos. De modo que fundí y acuñé todas las ofrendas votivas de que pude apoderarme sin ofender a las familias de los donantes ni destruir obras de valor histórico artístico. Porque un préstamo a Júpiter era lo mismo que un préstamo al Tesoro. Convinimos en esa conferencia que también debían obtenerse préstamos de los banqueros. Les prometeríamos un interés atrayente. Pero Herodes dijo que lo más importante era restablecer la confianza pública y de ese modo volver a poner en circulación el dinero que había sido atesorado por hombres de negocios nerviosos. Declaró que si bien era necesaria una política de grandes economías, no había que llevarla muy lejos. Podía ser interpretada como mezquindad.
—Cada vez que me quedaba corto de dinero —dijo—, en mis épocas de necesidad, me dedicaba a gastar todo el dinero que tenía, invirtiéndolo en adornos personales: anillos, capas y hermosos zapatos nuevos. Esto hacía subir mi crédito y me permitía volver a pedir prestado. Te aconsejo que hagas lo mismo. Un poco de pan de oro, por ejemplo, sirve para mucho. Supongamos que enviases un par de joyeros a dorar las metas del Circo; esto haría que todo el mundo se sintiese muy próspero y no te costaría más de cincuenta o cien piezas de oro. Esta mañana se me ocurrió otra idea, mientras contemplaba las grandes planchas de mármol de Sicilia que son llevadas colina arriba para recubrir el interior del templo de Calígula. Supongo que no pensarás seguir trabajando en ese templo, ¿no es cierto? Y bien, ¿por qué no usarlas para cubrir la barrera de piedra arenisca del Circo? Es un hermoso mármol, y sin duda causará una tremenda sensación.
Herodes era siempre un hombre de ideas. Yo deseaba mantenerlo siempre a mi lado, pero me dijo que no podía quedarse. Tenía un reino que gobernar. Le dije que si se quedaba en Roma sólo unos meses más, yo haría su reino tan grande como había sido el de su abuelo Herodes.
Convinimos en pedir esos préstamos para el Tesoro, y convinimos en abolir, al principio, sólo los impuestos más extraordinarios creados por Calígula, como por ejemplo, los impuestos sobre los ingresos de los burdeles, sobre las ventas de los buhoneros y sobre el contenido de los urinarios públicos, los grandes recipientes colocados en las esquinas de las calles, que los bataneros solían llevarse cuando el líquido llegaba a cierto nivel, para utilizar el contenido en la limpieza de ropa. En mi decreto que abolía estos impuestos prometía que en cuanto ingresase suficiente dinero, aboliría también otros.