Capítulo 7

 

 

 

 Pronto descubrí que era muy popular. Entre los edictos de Calígula que anulé se encontraban los relativos a su propio culto religioso y a sus edictos de traición, y los que eliminaban ciertos privilegios del Senado y el Pueblo. Decreté que la palabra «traición» carecería de significado. No sólo la traición escrita no sería considerada como un delito criminal, sino que tampoco lo serían los actos abiertos. En este sentido fui mucho más liberal que Augusto. Mi decreto abrió las puertas de las cárceles a cientos de ciudadanos de todos los grados. Pero por consejo de Mesalina, mantuve a todos bajo arresto en suspenso hasta que quedé convencido de que la acusación de traición no incluía otros crímenes de naturaleza grave. Porque la acusación de traición era con frecuencia no más que una formalidad para el arresto: el delito podía ser asesinato, falsificación, o cualquier otro. Estos casos no eran tales que pudiese dejarlos en mano de magistrados comunes. Me sentía obligado a investigarlos yo mismo. Iba todos los días a la Plaza del Mercado, y allí, frente al templo de Hércules, juzgaba los casos durante toda la mañana, junto con un grupo de colegas senadores. Ningún emperador había admitido a colegas en su tribunal, durante una cantidad de años, desde que Tiberio fue a Capri. También hacía visitas por sorpresa a otros tribunales, y siempre ocupaba mi lugar allí, en el estrado de asesores del juez presidente. Mi conocimiento de los precedentes legales era muy defectuoso. Jamás había seguido el curso ordinario de honores que todos los nobles romanos siguen, elevándose gradualmente de rango en rango, desde el de magistrado de tercer clase hasta el de cónsul, con intervalos de servicio militar en el exterior. Y salvo los últimos tres años, había vivido fuera de Roma durante mucho tiempo, y pocas veces visitaba los tribunales. De modo que tenía que basarme en mi ingenio innato, y no en los precedentes legales, y luchar durante todo el tiempo contra las tretas de los abogados que, basándose en mi ignorancia, trataban de enmarañarme en sus redes legales. Todos los días, cuando llegaba a la plaza del Mercado desde el palacio, pasaba ante un edificio estucado, en el frente del cual se leía, en enormes letras:

 Fundada y Dirigida por el más Sabio y Elocuente Orador y Jurista, Telegonio Macario, de esta Ciudad y de la Ciudad de Atenas.

 Debajo, en una enorme tableta cuadrada, aparecía el siguiente anuncio:

 Telegonio ayuda y aconseja a todos los que se han visto envueltos en dificultades financieras o personales que exigen su comparecencia a los tribunales civiles o criminales. Y tiene un conocimiento positivamente enciclopédico de todos los edictos, estatutos, decretos, proclamas, decisiones judiciales, etc., romanos, pasados y presentes, vigentes, en potencia o caducos. Con media hora de plazo, el sapientísimo y elocuente Telegonio puede proporcionar opiniones exactas y legalmente incontrovertibles respecto de cualquier asunto judicial existente que quieran presentarle a él y a su personal de escribientes altamente adiestrados. No sólo la ley romana, sino la ley griega, la egipcia, la judía, la armenia, la marroquí, la parta... Todo esto Telegonio lo domina de cabo a rabo; el incomparable Telegonio, no conforme con entregar la materia prima de la ley, entrega también el producto elaborado, a saber, presentaciones forenses hermosamente redactadas de la misma, completas con tonos y gestos apropiados. Las presentaciones personales ante el jurado son su especialidad. Manual de brillantes figuras y tropos retóricos, adecuados para cualquier caso, a pedido. No se conoce cliente alguno de Telegonio que haya sufrido jamás un veredicto adverso en ningún tribunal... a menos de que su rival haya bebido por casualidad en la misma fuente de sabiduría y elocuencia oratoria. Honorarios razonables y atención cortés. Hay algunas vacantes para alumnos.

 «La lengua es más poderosa que la espada»:

 EURÍPIDES

 Gradualmente llegué a memorizar esta tableta, de verla con tanta frecuencia, y ahora, cuando el asesor de la defensa o el fiscal apelaban a mí con expresiones como: «Sin duda, César, conocerás la decimoquinta subsección del cuarto artículo de la ley suntuaria de Marco Poncio Catón, publicada en el año en que Fulano y Zutano fueron cónsules», o «Convendrás conmigo, César, en que en la isla de Andros, en la cual mi cliente ha nacido, se muestra gran tolerancia para con los falsificadores, si puede demostrarse que fueron influidos por las necesidades de sus ancianos padres, antes que por las esperanzas de un beneficio personal», o alguna tontería similar, yo sonreía y contestaba:

 —Estás equivocado, no los conozco para nada, no soy el sapientísimo y elocuente Telegonio, que puede proporcionar opiniones exactas y legalmente incontrovertibles sobre cualquier asunto judicial que exista. No soy más que el juez de este tribunal. Continúa, y no me hagas perder el tiempo.

 Si trataban de acosarme más, les replicaba:

 —Es inútil. En primer lugar, si no quiero contestar, no contestaré. No puedes obligarme. Soy un hombre libre, ¿no es cierto? En rigor, el más libre de Roma. En segundo lugar, si contesto ahora será peor para ti.

 De paso, el negocio de Telegonio parecía floreciente, y sus actividades llegaron a molestarme en gran manera. Detesto la oratoria forense. Si un hombre no puede presentar su caso en forma breve y lúcida, trayendo los testigos necesarios y absteniéndose de parloteos impertinentes en cuanto a la nobleza de sus antepasados, la cantidad de parientes empobrecidos que dependen de él, la clemencia y la sabiduría del juez, las duras tretas que el destino le ha jugado, la mutabilidad de la fortuna humana y toda esa rancia y tonta. acumulación de triquiñuelas, merece el máximo castigo de la ley por su deshonestidad, su simulación y su derroche del tiempo público. Envié a Polibio a comprar el manual de Telegonio y lo estudié. Unos días después, visitaba yo un tribunal inferior, cuando un acusado se lanzó en una de las brillantes figuras retóricas recomendadas por Telegonio. Pedí al juez que me permitiese intervenir. Me lo permitió, y le dije al orador:

 —Detente, esto no sirve, has cometido un error en tu lección. La figura era como sigue... «Cuando se me acusa de robo»... Sí, es esta —mostré el manual:

 Al enterarme de la pérdida de mi vecino, y lleno de piedad por él, ¿por qué bosques y valles, por qué ventosas e inhospitalarias montañas, en qué húmedas y oscuras cavernas no busqué esa oveja perdida (o vaca perdida, o caballo perdido, o muía perdida)?, hasta que al fin, cosa extraordinaria, al volver a casa, fatigado, con los pies doloridos y desalentado la encontré aquí (llevarse la mano a los ojos y mostrarse asombrado). ¿Y dónde, sino en mi propio corral (o establo, o granero, o caballeriza), en el que se había introducido perversamente durante mi ausencia?

 —Tú pones bosquecillos donde deberías haber hablado del valle, y omites el «con los pies doloridos» y el importante adverbio «perversamente». Además no te muestras asombrado ante la palabra «encontrado», sino solamente estúpido. El juicio te es contrario. Cúlpate a ti mismo, no a Telegonio.

 Como me dedicaba a mis deberes judiciales durante tantas horas diarias, sin hacer excepción de las fiestas religiosas, y como incluso uní los períodos de verano y primavera, de modo que el funcionamiento de la justicia fuese continuo y ninguna persona acusada se viese obligada a pasar más que unos pocos días en la cárcel; debido a todo esto, esperaba un tratamiento más considerado de los abogados, de los funcionarios de los tribunales y de los testigos. Dejé claramente establecido que la no comparecencia o la presentación tardía en el tribunal de una de las partes principales en cualquier litigio me prevendría en favor de su oponente. Traté de solucionar los casos con tanta rapidez como fuera posible y conquisté (muy injustamente) la reputación de sentenciar a los prisioneros sin darles una adecuada oportunidad para su defensa. Si un hombre era acusado de un delito y yo le preguntaba directamente: «Esta acusación, ¿es cierta en sustancia?», y él removía los pies y contestaba: «Déjame que te explique, César. No soy exactamente culpable, sino que...», yo lo interrumpía. Pronunciaba el veredicto: «Multado con mil piezas de oro», o «desterrado a la isla de Cerdeña», o simplemente «pena de muerte», y me volvía al ujier: «El caso siguiente, por favor». Como es natural, el hombre y su abogado se mostraban irritados por no haber podido convencerme con sus argumentos de circunstancias atenuantes. Hubo un caso en que el acusado pretendió ser ciudadano romano, y por lo tanto apareció ataviado con una túnica. Pero el abogado del demandante se opuso y dijo que en realidad era un extranjero, y que debía usar capa. En ese caso no tenía mayor importancia si era o no ciudadano romano, de modo que hice callar a los abogados ordenándole al hombre que usase una capa durante todos los discursos del fiscal y una túnica durante los discursos de la defensa. Los abogados no me cobraron precisamente simpatía por eso y se dijeron que estaba ridiculizando a la justicia. Quizá fuese así. En general, me trataban muy mal. Algunas mañanas, si no me había sido posible solucionar tantos casos como queríamos, y habíamos pasado la hora del almuerzo, armaban toda una alharaca cuando yo postergaba los procedimientos hasta el día siguiente. Me llamaban con grosería, exigiéndome que volviera y que no mantuviese a los ciudadanos honrados esperando que se hiciese justicia, e incluso me tomaban de la túnica o del pie, como para impedirme, por la fuerza, que abandonara el tribunal.

 Yo no rechazaba las familiaridades, siempre que no fuesen ofensivas, y había descubierto que un ambiente llano en el tribunal estimulaba a los testigos a hacer declaraciones veraces. Si alguien me replicaba, con animación, cuando yo había expresado una opinión poco certera, jamás lo tomaba a mal. En cierta ocasión el abogado de la defensa explicó que su cliente, un hombre de sesenta y cinco años, se había casado en fecha reciente. Su esposa era testigo en el caso, y era una mujer muy joven. Observé que el matrimonio era ilegal. De acuerdo con la ley Popea-Papia (con la cual estaba familiarizado), a un hombre de más de sesenta años le estaba prohibido casarse con una mujer de menos de cincuenta. La suposición legal era la de que un hombre de más de sesenta años no está en condiciones de ser padre. Cité el epigrama griego:

 Cuando el anciano se casa, desoye las reglas de la naturaleza.

O bien le ponen los cuernos, o es padre de un hijo enclenque.

 El abogado pensó unos instantes y luego improvisó:

y ese anciano, tú mismo, es un tonto de remate,

si endilga a natura esa regla artificial.

Un viejo robusto engendra hijos sanos:

un joven débil los engendrará enclenques.

 Eso venía tan al caso, y había sido dicho tan correctamente, que perdoné al poeta-abogado por llamarme tonto de remate, y en la reunión siguiente del Senado enmendé la ley Popea-Papia. La cólera más terrible a que recuerdo haber cedido en el tribunal fue provocada por un funcionario cuyo deber consistía en citar a los testigos y cuidar de que llegasen con puntualidad. Había tenido una audiencia por un caso de fraude, pero me vi obligado a postergarlo, por falta de pruebas, ya que el principal testigo había huido al África para evitar ser acusado de complicidad en el mismo. Cuando el caso volvió a ser presentado, llamé a ese testigo pero no estaba en el tribunal. Pregunté al funcionario si el hombre había sido debidamente citado para que concurriese.

 —Oh, sí, por cierto, César.

 —¿Y entonces por qué no está aquí?

 —Desdichadamente no puede concurrir.

 —No existe excusa alguna para la no concurrencia, salvo una enfermedad tan grave que no pueda ser traído al tribunal sin peligro para su vida.

 —Estoy muy de acuerdo, César. No, el testigo no está enfermo ahora. Ha estado muy enfermo, según tengo entendido, pero eso ya terminó.

 —¿Y entonces qué le pasa?

 —Fue mordido por un león, según se me informa, y después se le gangrenó la herida.

 —Es extraño que se haya recuperado —dije.

 —No se recuperó —sonrió el individuo—. Está muerto. Creo que la muerte puede ser una excusa para la no comparecencia. —Todos rieron.

 Me enfurecí de tal manera, que le arrojé mi tablilla de escribir, le quité la ciudadanía y lo desterré al África.

 —Ve a cazar leones —le grité—, y espero que te mutilen como se debe, y ojalá que se te gangrenen todas las heridas. —Pero seis meses después lo perdoné y le volví a dar su puesto. No volvió a hacer bromas a mi costa.

 En este momento es justo mencionar la cólera más terrible de que jamás haya sido objeto en el tribunal. Un joven noble fue acusado de actos antinaturales contra mujeres. Las verdaderas acusadoras eran las integrantes del Gremio de Prostitutas, una organización extraoficial, pero bien dirigida, que protegía a sus integrantes, con bastante eficacia, del abuso de traficantes y rufianes. Las prostitutas no podían presentar una acusación por sí mismas contra un noble, de modo que fueron a ver a un hombre a quien también aquél le había hecho una mala jugada en una ocasión, y que quería vengarse de él —las prostitutas lo saben todo—; le ofrecieron proporcionarle pruebas sí presentaba la acusación: en los tribunales una prostituta era testigo hábil. Antes de que el caso se presentara, envié un mensaje a mi amiga Calpurnia, la hermosa prostituta joven que había vivido conmigo antes de que me casase con Mesalina, y que me había sido tan fiel y tan tierna en mi desgracia. Le pedí que entrevistara a las mujeres que iban a declarar y que descubriese si el noble había abusado realmente de ellas en la forma en que se pretendía, o si ellas habían sido sobornadas por la persona que presentaba la acusación. Calpurnia me hizo saber, uno o dos días después, que el noble se había comportado en realidad en forma brutal y desagradable, y que las mujeres que se habían quejado al gremio eran muchachas decentes, una de las cuales era su amiga personal.

 Yo abrí el caso, recibí declaraciones juradas (rechazando la objeción del abogado de la defensa, en el sentido de que los juramentos de las prostitutas eran proverbial y realmente sin valor) e hice que esto fuese registrado por escrito por el escribiente del tribunal. Cuando una de las muchachas repitió una frase grosera y vulgar que el acusado le había dirigido el escribiente preguntó:

 —¿Anoto esto también, César? Y yo respondí:

 —¿Por qué no?

 El joven noble se mostró tan furioso, que hizo precisamente lo que yo había hecho con el funcionario de tribunal que se burló de mí: me arrojó la tablilla de escribir a la cabeza, pero en tanto que yo no acerté, la puntería de él fue buena. El borde filoso de la tablilla me hirió la mejilla y me hizo sangrar. Pero lo único que dije fue:

 —Me alegro de ver, señor, que todavía te queda alguna vergüenza.

 Lo declaré culpable y anoté su delito al lado de su nombre, en la Lista, cosa que lo descalificaba para cualesquiera candidatura a un puesto público. Pero era pariente por matrimonio de Asiático, quien algunos meses después me pidió que borrase la anotación, porque su joven pariente se había reformado últimamente.

 —La borraré, para complacerte —respondí—, pero seguirá visible.

 Asiático repitió más tarde esta frase mía, ante sus amigos, como prueba de mi estupidez. No podía entender, supongo, que una reputación, como solía decir mi madre, es como un plato de loza. «El plato de loza está resquebrajado; la reputación es dañada por una sentencia criminal. El plato es remendado luego y se torna 'un plato casi nuevo'. La reputación es reparada por un perdón oficial. Un plato remendado o una reputación enmendada son mejores que un plato resquebrajado o una reputación dañada. Pero un plato que jamás se ha quebrado y una reputación que nunca ha sido dañada, son mejores aún.»

 Un maestro siempre parece un individuo rarísimo para sus alumnos. Tiene ciertas frases habituales que ellos llegan a advertir y que les provocan risa cada vez que las usa. Todos tienen frases habituales o giros del lenguaje, pero si no ocupan un puesto de autoridad —como un maestro, un capitán del ejército o un juez—, nadie las advierte mucho. Nadie las advertía en mi caso hasta que me convertí en emperador, pero luego, por supuesto, se hicieron enormemente famosas. Yo sólo tenía que decir en el tribunal: «Ni malicia ni favor alguno (volviéndome hacia mi secretario legal, después de resumir un caso)». «Está bien dicho, ¿no es cierto?», o «Una vez que he tomado una decisión, el asunto queda como asegurado con un clavo», o citar el antiguo dístico:

        Lo que hizo el muy tuno,

eso se le hará. Y es justo.

 O pronunciar el juramento familiar: «¡Diez mil furias y serpientes!», y una gran risotada surgía a mi alrededor, como si hubiese pronunciado el más absurdo solecismo imaginable, o el epigrama más exquisitamente ingenioso.

 En el transcurso de mi primer año en los tribunales debo de haber cometido cientos de ridículos errores, pero solucioné los casos y en ocasiones me sorprendí a mí mismo con mi propio brillo. Recuerdo que una vez hubo un caso en que uno de los testigos de la defensa, una mujer, negó tener relación alguna con el acusado, de quien la parte acusadora afirmaba que era realmente el hijo de ella. Cuando le dije que le aceptaba la palabra, y que en mi calidad de Sumo Pontífice los uniría de inmediato en matrimonio, ella se asustó de tal modo ante la perspectiva de que la obligasen a cometer un incesto, que se confesó culpable de perjurio. Dijo que había ocultado su relación a fin de parecer una testigo imparcial. Eso me granjeó una gran reputación, que perdí casi en el acto, en un caso en que la acusación de traición encubría una de falsificación. El prisionero era un liberto de uno de los libertos de Calígula, y no había circunstancias atenuantes para su delito. Había falsificado el testamento de su amo, antes de la muerte de éste —no se pudo demostrar si era culpable o no de su muerte—, y dejado a su amante y sus hijos en el abandono más absoluto. Me encolericé muchísimo con este hombre, cuando escuché su historia, y decidí infligirle la pena máxi-

ma. La defensa fue muy débil; no negó la acusación, no hizo más que presentar una cantidad de desatinos al estilo de Telegonio. La hora de mi almuerzo había quedado ya muy atrás y hacía ya seis horas seguidas que me encontraba en el tribunal. Un delicioso aroma de comida llegó flotando hasta mi nariz, desde el comedor de los Sacerdotes de Marte, situado muy cerca. Ellos comen mejor que ninguna otra fraternidad sacerdotal. Marte jamás carece de víctimas para el sacrificio. Me sentí débil de hambre. Le dije al principal magistrado que estaba sentado a mi lado:

 —Por favor, ocúpate de este caso e impón el máximo castigo, a menos de que la defensa tenga mejores pruebas que ofrecer que las que ha ofrecido hasta ahora.

 —¿Quieres decir de veras el máximo castigo? —preguntó.

 —Sí, en verdad, sea cual fuere. El hombre no merece piedad alguna.

 —Tus órdenes serán obedecidas, César —contestó.

 Me trajeron la litera y me uní a los sacerdotes en su almuerzo. Esa tarde, cuando regresé, descubrí que al acusado le habían cortado las manos, colgándoselas al cuello. Ese era el castigo prescrito por Calígula para las falsificaciones, y hasta entonces no había sido eliminado del código penal. Todos pensaron que yo había actuado con suma crueldad, porque el juez dijo al tribunal que la sentencia era mía, no de él. Sin embargo, la culpa no era mía.

 Hice regresar a todos los exiliados que habían sido desterrados por acusación de traición, pero sólo después de pedir el permiso del Senado. Entre ellos se encontraban mis sobrinas Agripinila y Lesbia, que habían sido enviadas a una isla situada frente a la costa de África. Por mi parte, si bien no habría permitido que se quedaran allí, tampoco las habría invitado a volver a Roma. Ambas se habían portado con suma insolencia hacia mí, no sé si adrede o no, y sus otros adulterios habían sido motivo de escándalo público. Fue Mesalina quien intercedió por ellas ante mí. Advierto ahora que esto le proporcionaba una deliciosa sensación de poder. Agripinila y Lesbia siempre la habían tratado con gran altanería, y cuando se les dijo que se las llamaba a Roma como resultado de la generosidad de ella, se verían obligadas a humillarse ante Mesalina. Pero en esa época sólo creí que lo hacía por bondad de corazón. De modo que mis sobrinas volvieron y descubrí que el exilio no les había quebrado en modo alguno el espíritu, si bien su delicada piel había quedado lamentablemente tostada por el sol de África. Por orden de Calígula, tuvieron que ganarse la vida en la isla, zambulléndose en el mar para pescar esponjas. Pero el único comentario que Agripinila hizo respecto de sus experiencias fue el de que no había derrochado su tiempo.

 —Me he convertido en una nadadora de primera. Si alguien quiere matarme alguna vez, será mejor que no intente hacerlo ahogándome.

 Decidieron sacar el mejor partido del color asombrosamente semejante al de las muchachas esclavas que ostentaban en el rostro, cuello y brazos, e indujeron a algunas de sus nobles amigas a adoptar el atezado como moda. El jugo de nogal se convirtió en una loción favorita. Pero las íntimas de Mesalina mantuvieron su natural tez rosada y blanca, y se referían despectivamente al grupo de atezados, llamándolos los «pescadores de esponjas». El agradecimiento de Lesbia a Mesalina fue muy superficial, y a mí casi ni me agradeció. Se mostró positivamente desagradable:

 —Nos hiciste esperar diez días más de lo necesario —dijo—, y el barco que nos enviaste a buscarnos estaba lleno de ratas.

 Agripinila fue más prudente; nos hizo a los dos muy graciosos discursos de gratitud.

 Confirmé la monarquía de Herodes sobre Bashán, Galilea y Gilead, y le agregué la de Judea, Samaría y Edom, de modo que su dominio era ahora tan grande como el de su abuelo. Redondeé la región del norte agregándole Abilene, que había formado parte de Siria. El y yo nos unimos en liga solemne, confirmada por juramentos en el Mercado, en presencia de una enorme multitud, y por el sacrificio ritual de un cerdo, antigua ceremonia revivida para la ocasión. También le conferí la dignidad honoraria de cónsul romano, que jamás se había otorgado a un hombre de su raza. Era el signo de que en la reciente crisis el Senado le había pedido consejo, ya que no encontró a un romano activo capaz de pensamiento claro e imparcial. Por pedido de Herodes, también entregué el pequeño reino de Caléis a su hermano menor, Herodes Polio. Caléis estaba al este del Orontes, cerca de Antioquía. No pidió nada para Aristóbulo, de modo que éste no recibió nada. También puse gustosamente en libertad a Alejandro el alabarca y a su hermano Filón, que todavía se encontraban encarcelados en Alejandría. Ya que estoy en el tema, podría mencionar que cuando murió el hijo del alabarca, con quien Herodes había casado a su hija Berenice, ésta se casó luego con su tío Herodes Polio. Confirmé a Petronio en su gobernación de Siria y le envié una carta personal de felicitación por su sensata conducta en el asunto de la estatua.

 Seguí el consejo de Herodes en cuanto a las losas de mármol que estaban destinadas a revestir el interior del templo de Calígula. Ofrecieron muy buen aspecto en el circo. Luego tuve que decidir qué debía hacer con el edificio mismo, que era bastante bonito incluso cuando se lo despojó de los adornos preciosos. Se me ocurrió que sería justo para con los dioses gemelos, Castor y Pólux —una disculpa decente por el insulto que Calígula les había hecho al convertir su templo en un simple pórtico del propio—, ofrecerlo como un anexo del de ellos. Calígula había abierto una brecha en la pared, detrás de las dos estatuas, para constituir la entrada principal de su templo, de modo que, por así decirlo, ellos se habían convertido en sus porteros. No había más remedio que volver a consagrar el edificio. Fijé un día propicio para la ceremonia y conquisté la aprobación de los dioses por medio del augurio, porque establecemos esta distinción entre el augurio y la consagración: la consagración se efectúa por la voluntad del hombre, pero primero el augurio debe denotar el consentimiento voluntario de la deidad en cuestión. Elegí el día 15 de julio, día en que los caballeros romanos salen, coronados de guirnaldas de oliva, para honrar a los Gemelos en magnífica procesión ecuestre. Desde el templo de Marte, cabalgan a través de las principales calles de la ciudad, vulven al templo de los Gemelos,, y allí ofrecen sacrificios. La ceremonia es una conmemoración de la batalla del lago Regilo, que se libró ese mismo día, hace 300 años. Castor y Pólux llegaron en persona, a caballo, en ayuda de un ejército romano que se defendía desesperadamente en la costa del lago, contra una fuerza superior de latinos. Y desde entonces han sido adoptados como los patronos especiales de los Caballeros.

 Realicé los servicios en el pequeño tabernáculo dedicado a ese propósito, en la cima del monte Capitolino. Invoqué a los dioses, y, después de hacer cálculos, señalé el sector adecuado de los cielos en el cual debía hacer mis observaciones, es decir, la parte en que se encontraba entonces la constelación de los Gemelos. Apenas lo había hecho cuando escuché un leve crujido en el cielo y apareció el signo esperado. Era un par de cisnes volando desde la dirección que yo había establecido, y el ruido de sus alas se hacía cada vez más fuerte, a medida que se acercaban. Sabía que debían ser Castor y Pólux en persona, disfrazados, porque, como se sabrá, ellos y su hermana Helena fueron empollados del mismo huevo de yema triple que puso Leda después de haber sido cortejada por Júpiter en forma de cisne. Las aves pasaron sobre su templo y se perdieron muy pronto a lo lejos.

 Me adelantaré un poco al orden de los acontecimientos y describiré el festival. Comenzó con una ceremonia lustral. Los sacerdotes y nuestros ayudantes realizamos una solemne procesión en torno al edificio, llevando ramas de laurel que mojábamos en recipientes de agua consagrada y agitábamos, salpicando gotas al marchar. Yo me había preocupado de enviar a buscar agua del lago Regilo, donde Castor y Pólux, de paso, tenían otro templo. En la invocación mencioné la procedencia del agua. También quemamos azufre y aguas aromáticas para ahuyentar a los malos espíritus, y se tocó música de flauta para ahogar el sonido de cualquier palabra de mal augurio que pudiese pronunciarse. Esta ceremonia lustral tornaba sagrado todo lo que existiese dentro de los límites en que hubiéramos caminado, en los cuales se encontraba el nuevo templo. Tapiamos la brecha; yo coloqué la primera piedra. Luego realicé el sacrificio. Había elegido la combinación de víctimas que sabía agradaría más a los dioses: para cada uno de ellos un buey, un cordero y un cerdo, todos puros y todos gemelos. Castor y Pólux no son deidades importantes; son semidioses que, debido a su ascendencia mixta, pasan días alternados en el cielo y en el Mundo Inferior. Al realizar el sacrificio a los espíritus de los héroes, se tiende la cabeza de la víctima hacia abajo, pero en el sacrificio a los dioses hay que tenderla hacia arriba, de modo que al efectuar el sacrificio a los Gemelos seguí una antigua práctica que había caído en desuso durante muchos años, de estirar alternativamente una cabeza hacia arriba y otra hacia abajo. Pocas veces he visto entrañas más propicias. El Senado me había votado la vestimenta triunfal para la ocasión; la excusa era una pequeña campaña que había concluido recientemente en Marruecos, donde se produjeron disturbios después del asesinato del rey, mi primo Tolomeo, por Calígula. Yo no tenía responsabilidad alguna por la expedición de Marruecos, y si bien ahora era costumbre que al comandante en jefe se le votase el derecho de utilizar atavíos triunfales al final de cada campaña, aunque jamás hubiese salido de la ciudad, yo no habría aceptado jamás los honores a no ser por una consideración. Decidí que resultaría extraño que un comandante en jefe dedicase un templo a los únicos dos semidioses griegos que habían luchado jamás por Roma, con una vestimenta que era una confesión de que jamás había dirigido un verdadero ejército. Pero sólo utilicé mi capa y corona triunfal durante la ceremonia misma. En los otros cinco días del festival me puse mi túnica común, de senador, con el borde púrpura.

 Los primeros tres días fueron dedicados a representaciones teatrales en el teatro de Pompeyo, que volví a dedicar para la ocasión. El escenario y parte de la sala se habían incendiado durante el reinado de Tiberio, pero fueron reconstruidos por él y vueltos a dedicar a Pompeyo. Sin embargo, a Calígula no le gustaba ver el título de Pompeyo, «El Grande», en la inscripción, y se dedicó el teatro a sí mismo. Yo se lo devolví a Pompeyo, si bien puse una inscripción en el escenario, concediéndole a Tiberio el mérito de su restauración después del incendio y a mí el de esta rededicación a Pompeyo. Es el único edificio público en que he dejado que aparezca mi nombre.

 Jamás me agradó la práctica, totalmente antiromana, que surgió a finales del reinado de Augusto, de que los hombres y mujeres de rango apareciesen en el escenario para exhibir sus talentos histriónicos y coribánticos. No sé por qué Augusto no lo impidió con más severidad de lo que lo hizo. Supongo que fue porque no existía ley alguna contra la práctica, y porque Augusto era tolerante con las innovaciones griegas. A su sucesor Tiberio le desagradaba el teatro, fuesen cuales fueren los actores, y lo consideraba una gran pérdida de tiempo, y un estímulo para el vicio y la locura. Pero Calígula no sólo volvió a llamar a los actores profesionales a quienes Tiberio había desterrado de la ciudad, sino que estimuló fuertemente a los aficionados nobles a trabajar como actores, y a menudo se presentaba él mismo en el escenario. La principal indecencia de la innovación residía para mí en la total incapacidad de los aficionados nobles. Los romanos no son actores natos. En Grecia los hombres y las mujeres de rango participan en los espectáculos teatrales con toda naturalidad, y jamás dejan de hacer un papel honorable. Pero jamás he visto a un aficionado romano que sirviese para nada. Roma sólo ha producido un gran actor, Roscio, pero éste conquistó su extraordinaria perfección en el arte por los extraordinarios trabajos que se tomó para lograrlo. Nunca hizo en el escenario un solo gesto o movimiento que no hubiese ensayado con cuidado de antemano una y otra vez, hasta que pareciera una acción natural. Ningún otro romano ha tenido jamás la paciencia para convertirse en un griego. De modo que en esta ocasión envié un mensaje especial a todos los nobles que habían aparecido en escena durante el reinado de Calígula, ordenándoles, so pena de incurrir en mi desagrado, que pusiesen en escena dos obras y un interludio que había elegido para ellos. No los ayudaría ningún actor profesional, dije. Al mismo tiempo llamé a Harpócrates, mi secretario de Juegos, y le dije que deseaba que reuniera el mejor reparto de actores profesionales que pudiese encontrar en Roma, a fin de que, en el segundo día del festival, demostrasen cómo debía ser en realidad un actor. Presentarían el mismo programa, pero esto lo mantuve en secreto. Mi pequeña lección resultó maravillosamente bien. Las representaciones del primer día fueron lamentables. Unos gestos tan duros y entradas y salidas tan torpes, unos papeles tan mascullados y torturados, una falta tal de gravedad en la tragedia y de humorismo en la comedia, que el público muy pronto se impacientó y comenzó a torcer y remover los pies, y a conversar. Pero al día siguiente la compañía profesional actuó en forma tan brillante, que desde entonces ningún hombre o mujer de rango se ha atrevido a aparecer en el escenario público.

 Al tercer día el espectáculo principal fue la danza pírrica de las espadas, la danza nativa de las ciudades griegas del Asia Menor. Fue ejecutada por los hijos de los notables de esas ciudades, a quienes Calígula había mandado buscar so pretexto de que bailaran para él. En realidad quería tenerlos como rehenes de la buena conducta de sus padres, mientras él visitaba el Asia Menor y reunía dinero por medio de sus habituales métodos extorsivos. Al enterarse de su llegada a palacio, Calígula fue a inspeccionarlos, y estaba a punto de hacerlos ensayar una canción que habían aprendido en su honor, cuando Casio Querea se acercó a pedir el santo y seña. Y esa fue la señal de su, asesinato. De modo que ahora los jóvenes bailaron con mayor alegría y habilidad, al enterarse del destino a que habían escapado, y me dedicaron una canción de agradecimiento cuando terminaron. Yo los recompensé a todos con la ciudadanía romana y los hice volver a sus hogares unos días después, cargados de regalos.

 Los espectáculos del cuarto y quinto día se desarrollaron en el Circo, que estaba hermosísimo, con sus metas doradas y sus barreras de mármol, y en los anfiteatros. Presentamos doce carreras de cuadrigas y una de camellos, que era una novedad divertida. También matamos 300 osos y 300 leones en los anfiteatros, y exhibimos una gran lucha a espada. Los osos y los leones habían sido traídos por Calígula desde el África, antes de su muerte, y acababan de llegar. Yo le dije a la gente con franqueza:

 —Este es el último gran espectáculo de animales que se presenciará durante un tiempo. Esperaré a que los precios desciendan, antes de comprar otros. Los comerciantes africanos los han llevado a un tope absurdo. Si no pueden volver a bajarlos, tendrán que llevar su mercancía a otro mercado... pero creo que les resultará difícil.

 Esto despertó el sentido comercial de la gente, que me vitoreó, agradecida. Ese fue, entonces, el fin del festival, aparte de un enorme banquete que ofrecí luego en palacio, a la nobleza y sus esposas, y también a ciertos representantes del pueblo. Se sirvió a más de 2.000 personas, no hubo manjares extraordinarios, pero fue una comida bien planeada, con buen vino y excelentes asados, y no escuché quejas en cuanto a la ausencia de pasteles de lengua de alondra o de antílopes en aspic o tortillas de huevos de avestruz.