En Richborough nos sentimos ansiosos por conocer las últimas noticias de Aulo, y descubrí que acababa de llegar un despacho de él. Informaba que los britanos habían efectuado dos ataques, uno de día y el otro de noche, contra el campamento que él había fortificado al norte de Londres, pero que los rechazó con algunas pérdidas. Pero todos los días parecían llegar nuevos refuerzos enemigos, incluso desde Gales del sur. Y los hombres de Kent que se retiraron a la zona boscosa habían enviado a Caractato un mensaje en el que le decían que en cuanto Aulo se viese obligado a retirarse abandonarían los bosques y lo separarían de su base. Hablé con unos hombres gravemente heridos a quienes Aulo había evacuado a la base, y todos convinieron en que la infantería británica no era de temer, pero que sus carros parecían estar en todas partes al mismo tiempo, y que eran tan numerosos, que impedían que cualquier fuerza menor de doscientos o trescientos infantes se separase del grueso del ejército.
Mi columna se preparaba ahora para su avance. Los elefantes acarreaban grandes bultos de jabalinas de repuesto y de otras municiones de guerra. Pero ciertas curiosas máquinas colocadas sobre el lomo de los camellos me intrigaron.
—Una invención de tu predecesor imperial, César —me explicó Pósides—. Me tomé la libertad de hacer que construyeran seis en Lyon, cuando estuvimos allí en julio, y las hice enviar a Boulogne. Son una especie de máquinas de sitio para usar contra tribus incivilizadas.
—No sabía que el extinto emperador fuese responsable de ninguna invención militar.
—Creo, César , que encontrarás que este tipo de máquina es sumamente eficaz, en especial junto con una cuerda liviana. Me he tomado la libertad de traer varios cientos de metros de cuerda liviana en rollos.
Pósides sonreía ampliamente y pude ver que tenía algún plan astuto que me mantenía en secreto. Entonces le dije:
—Jerjes el Grande tenía un ministro de guerra llamado Hermotimo, un eunuco como tú, y cada vez que se le permitía a Hermotimo solucionar por su cuenta un problema táctico, como por ejemplo la reducción de una ciudad inexpugnable o el cruce de un río invadeable, sin botes, el problema quedaba siempre solucionado. Pero si Jerjes o algún otro trataba de entrometerse con consejos o sugestiones, Hermotimo solía decir que el problema se había vuelto demasiado complicado para él y pedía que lo excusaran. Tú eres un segundo Hermotimo, y para congraciarme con la suerte te dejaré con tus propias artimañas. Tu previsión en el caso del barco-obelisco te ha ganado mi confianza. Entiende que espero grandes cosas de tus camellos y sus cargas. Si mi desilusionas me desagradará mucho, y probablemente te arrojaré a las panteras del anfiteatro, cuando volvamos.
—¿Y si te ayudo a conquistar la victoria? —respondió, siempre sonriendo.
—Entonces te condecoraré con los más altos honores que esté en mi poder concederte y que no sean inadecuados para tu condición. Te daré la medalla de la Lanza sin Punta. ¿Has ocultado alguna otra novedad en el equipaje? Esos camellos y elefantes y lanceros negros del África sugieren un espectáculo en el Campo de Marte antes que una expedición seria.
—No, César, no mucho más. Pero creo que los britanos presenciarán un buen espectáculo antes de que hayamos terminado, y podremos cobrar el dinero de las entradas cuando ese espectáculo haya acabado.
Marchamos desde Richborough y no encontramos oposición. El cruce de los ríos estaba vigilado por destacamentos del Decimocuarto enviados por Aulo para ese fin. Cuando pasábamos se unían a nosotros. No vi a un solo britano enemigo entre Richborough y Londres, donde Aulo y yo unimos nuestras fuerzas el cinco de septiembre. Creo que se sintió tan encantado de verme como yo a él. Lo primero que le pregunté fue si la tropa estaba de buen ánimo. Me respondió que sí, y que sólo les había prometido la mitad de las fuerzas que yo llevaba conmigo, y que no había mencionado los elefantes, de modo que nuestras verdaderas fuerzas constituirían una sorpresa para ellos. Le pregunté dónde se esperaba que el enemigo ofreciese combate, y me mostró un mapa en relieve que había hecho, con arcilla, de la región situada entre Londres y Colchester. Señaló un lugar situado a unos treinta kilómetros de la carretera Londres-Colchester —no una carretera en el sentido romano, por supuesto—, que Caractato había estado atareado fortificando y que casi sin duda sería el lugar de la próxima batalla. Se trataba de una elevación boscosa llamada Brentwood Hill, que curvaba la carretera en una gran herradura, en cada extremo de la cual había un gran fuerte con empalizadas, y otros más en el centro. El camino corría hacia el nordeste. El flanco izquierdo del enemigo, más allá de la elevación, estaba protegido por tierras pantanosas, y un profundo arroyo, llamado Weald Brook, formaba una barrera defendible al frente. En el flanco izquierdo la elevación giraba hacia el norte y continuaba a lo largo de cinco o seis kilómetros, pero los árboles y los espinos y las zarzas crecían tan densos, que Aulo pensaba que sería inútil tratar de tomar ese flanco enviando una fuerza de soldados que se abrieran paso por entre la vegetación. Como el único acceso factible a Colchester era por esa carretera, y como yo quería enfrentar a las principales fuerzas enemigas lo antes posible, estudié con sumo cuidado el problema táctico involucrado. Prisioneros y desertores proporcionaron informaciones exactas en cuanto a las defensas del bosque, que parecían muy bien planeadas. No me parecía buena la idea de un ataque frontal. Si marchábamos contra el fuerte central sin reducir primero los otros dos, nos veríamos expuestos a intensos ataques desde ambos flancos. Pero atacar primero a los otros dos tampoco parecía ser muy útil. Porque si lográbamos tomarlos, con gran costo para nosotros, ello significaría que tendríamos que abrirnos paso combatiendo a través de otras empalizadas, dentro del bosque, cada una de las cuales tendría que ser tomada en una operación separada.
En un consejo de guerra que Aulo y yo convocamos con todos los generales de estado mayor y todos los comandantes de regimiento, todos convinieron en que era inevitable un ataque frontal contra el fuerte central, y que debíamos estar preparados a sufrir fuertes pérdidas. Era una desgracia que las laderas delanteras de la elevación, entre el bosque y el arroyo, fuesen admirablemente adecuadas para las maniobras con los carros. Aulo recomendó un ataque en masa con una formación en diamante. La cabeza del diamante estaría compuesta de un solo regimiento que avanzaría en dos oleadas, cada oleada con soldados de a ocho en fondo. Luego seguirían dos regimientos marchando a la par, en la misma formación que el precedente; después tres regimientos marchando a la par. Esta sería la parte más ancha de la formación, y en ella irían los elefantes, como protección para cada flanco. Luego dos regimientos más y finalmente uno. La caballería y el resto de la infantería serían mantenidos en reserva. Aulo explicó que este diamante proporcionaba protección contra los ataques desde el flanco: no se podía lanzar ningún ataque contra el ataque del primer regimiento sin atraer las jabalinas de la segunda línea, ni sobre esta segunda sin atraer las de la tercera, porque todas las líneas se superponían las unas a las otras. La tercera línea estaba protegida por los elefantes. Si se hacía un fuerte ataque con carros desde un flanco de retaguardia, se podía hacer girar los regimientos que estuviesen allí, para que se ofrecieran la misma protección mutua.
Mis comentarios respecto de este diamante fueron: que se trataba de una hermosa formación y que se la había utilizado con éxito en tales y cuales batallas —las mencioné— de la época republicana, pero que los britanos eran tan superiores a nosotros en número, que una vez que hubiésemos avanzado hacia el centro de la herradura podrían atacarnos desde otros lados al mismo tiempo, con fuerzas que no podríamos rechazar sin desorganizarnos. Era indudable que el frente del diamante quedaría separado de la retaguardia. También dije, con suma energía, que no estaba dispuesto a sufrir ni la décima parte de las bajas que se había calculado que nos costaría el ataque frontal. Vespasiano intervino con el antiguo proverbio de que no se podía hacer una tortilla sin romper los huevos, y preguntó con alguna impaciencia si me proponía reducir mis pérdidas y regresar a Francia, y en ese caso, durante cuánto tiempo esperaba conservar el respeto de los ejércitos.
—Hay muchas maneras de matar a un gato —repliqué—, aparte de la de golpearlo con una cuchara de cuerno, porque eso puede terminar con la rotura de la cuchara.
Discutieron conmigo, con el tono superior de los veteranos, tratante de impresionarme con términos técnicos militares, como si yo fuese un ignorante.
—Caballeros —estallé, furioso—, como solía decir el dios Augusto: «Es posible que un rábano no sepa griego, pero yo sí». Hace cuarenta años que vengo estudiando problemas de táctica, y en ese sentido ustedes no pueden enseñarme nada. Conozco todos los movimientos y aperturas convencionales y no convencionales del juego del ajedrez humano. Pero entiendan que no estoy en libertad de jugar el juego como quieren ustedes. Como Padre de la Patria estoy ahora en deuda con mis hijos: me niego a derrochar tres mil o cuatro mil vidas suyas en un ataque de ese tipo. Ni mi padre Druso ni mi hermano Germánico habrían soñado siquiera en hacer un ataque frontal contra una posición tan fuerte como ésta.
—¿Y qué habrían hecho tus nobles parientes, César —preguntó Geta, quizá con cierta ironía—, en un caso de este tipo?
—Habrían buscado un rodeo.
—Pero aquí no hay rodeos, César. Eso ya se ha establecido.
—Digo que lo habrían buscado.
—El flanco izquierdo del enemigo —dijo Craso Frugi— está custodiado por el rey Garza, y el derecho por la reina Espino. Se jactan de eso, según los prisioneros.
—¿Quién es ese rey Garza? —pregunté.
—El Señor de los Pantanos. Es un primo, en su mitología, de la Diosa de la Batalla. Esta se aparece con el disfraz de un cuervo y se posa en las puntas de las lanzas. Luego empuja a los vencidos hacia los pantanos y su primo el rey Garza los devora. La reina Espino es una virgen que se viste de blanco en primavera y ayuda a los soldados en el combate defendiendo sus empalizadas con sus púas. Derriban árboles espinosos, ¿sabes?, y los apilan con las espinas hacia afuera, uniendo los troncos entre sí. Eso constituye un temible obstáculo. Pero la reina Espino defiende el flanco derecho sin el derribamiento artificial de árboles. Nuestros exploradores están seguros de que todo el bosque es una maraña tan espantosa, que resulta imposible atravesarlo en ningún punto.
—Sí, César —dijo Aulo—, me temo que debemos decidir ese ataque frontal.
—Pósides —dije de pronto—, ¿alguna vez fuiste soldado?
—Nunca, César.
—Entonces somos dos, por suerte. Supongamos ahora que quiero hacer lo imposible y llevar a nuestra caballería a través del flanco derecho del enemigo, a través de esa impenetrable maraña de espinos, ¿podrías tú comprometerte a llevar a los guardias por la izquierda, a través de ese pantano impracticable?
—Me has dado el flanco más fácil, César —respondió Pósides—. Ocurre que hay una senda a través de la ciénaga. Habrá que atravesarla en fila de a uno, pero la senda existe. Ayer me encontré en Londres con un hombre, un oculista español viajero, que viaja por el país curando a la gente de oftalmía de pantano. Ahora está en el campamento, y dice que conoce muy bien las ciénagas y la senda, que usa para evitar la puerta de portazgo de la colina. Desde la muerte de Cimbelino han cobrado un portazgo fijo, pero un viajero tiene que pagar de acuerdo con la cantidad de dinero que lleve en el morral, y este oculista se cansó de que lo despellejaran. Por la mañana temprano siempre hay una bruma sobre el fangal, y él toma por la senda y logra deslizarse sin que lo vean. Dice que una vez que se la encuentra es fácil seguirla. Sale a unos ochocientos metros más allá de la elevación, en el comienzo de un bosque de pinos. Es probable que los britanos tengan una guardia apostada allá —Caractato es un general cuidadoso—, pero creo que ahora puedo comprometerme a desalojarlos y a llevar al otro lado del pantano a tantos hombres como quieran seguirme Explicó su estratagema, que yo aprobé, aunque muchos de los generales enarcaron las cejas. Y luego expliqué mi plan para forzar el otro flanco, que en realidad era muy sencillo. En la concentración general sobre la formación en diamante se había pasado por alto un hecho importante: que los elefantes indios son capaces de pasar a través de la más densa espesura imaginable, y que no son detenidos por los espinos ni las zarzas. Pero a fin de no contar dos veces la mismas cosas, no hablaré más sobre el consejo de guerra y lo que se decidió en él. Me dedicaré a la narración de la batalla, que se llevó a cabo en Brentwood el siete de septiembre, fecha que ha sido memorable para mí desde hace tiempo como el día en que mi hermano Germánico derrotó a Hermann en el Weser. Si hubiese vivido ahora tendría sólo cincuenta y ocho años de edad, o sea que no sería mayor que Aulo.
Salimos de Londres por el camino de Colchester. Las guerrillas británicas mantuvieron ocupada a nuestra vanguardia, pero no hubo una seria resistencia hasta que llegamos a Romford, una aldea situada a once kilómetros de Brentwood, donde encontramos que el vado del río Rom estaba fuertemente defendido. El enemigo nos retuvo allí toda una mañana, a un costo, para él, de doscientos muertos y cien prisioneros. Nosotros sólo perdimos cincuenta, pero dos de ellos eran capitanes y uno comandante de batallón, de modo que en cierto sentido los britanos salieron ganando con el cambio. Esa tarde vimos la sierra de Brentwood y acampamos para pasar la noche a este lado del arroyo, que utilizamos como barrera de defensa.
Consulté los auspicios. Siempre se los consulta antes de la batalla, y para ello se da a las gallinas sagradas trozos de torta de legumbres y se observa cómo los comen. El mejor augurio posible es cuando las gallinas —en cuanto el sacerdote abre la puerta de la jaula— se precipitan sin un cacareo y sin batir las alas, y comen tan vorazmente que del pico les caen grandes trozos. Si se puede escuchar el sonido de éstos al caer al suelo, ello profetiza la derrota total del enemigo. Y en efecto, se nos concedió este augurio, el mejor de todos. El sacerdote no se mostró a las aves sino que, oculto conmigo detrás de jaula, abrió de pronto la puerta en el momento mismo en que yo les arrojaba la torta. Salieron precipitadamente, sin un solo cacareo, y casi despedazaron la torta, dispersando los trozos en una forma que nos encantó.
Yo había preparado lo que me pareció un discurso adecuado. Era un tanto reminiscente del estilo de Livio, pero me pareció que la importancia histórica de la ocasión lo justificaba. Decía:
Romanos, que lengua alguna entre vosotros se agite ni voz ninguna ruja en vano, en alabanza de los días pasados como días de oro puro, y en menosprecio de la era actual —de cuyas glorias deberíamos ser denodados campeones— como la época sin gracia del yeso dorado. Los héroes griegos, ante Troya —el augusto Homero los cantó—, llevaban perpetuamente en los labios, si debemos creer en las afirmaciones del poeta, estos versos:
Nos jactamos de ser mejores hombres, con mucho,
que todos nuestros antepasados que marcharon a la guerra.
No seáis excesivamente modestos, romanos. Llevad la cabeza en alto. Hinchad el pecho. Ante vosotros hay hoy, en formación de combate, hombres que se parecen tanto a vuestros antepasados como el águila al águila o el lobo al lobo; una raza feroz, orgullosa, nerviosa, no refinada, blandiendo armas que hace siglos han pasado de moda, conduciendo ponies de antigua raza, empleando lamentables tácticas de combate, sólo dignas de las páginas de los poetas épicos, no organizados en regimientos, sino agrupados en clanes y casas, tan seguros de la derrota en vuestras manos disciplinadas como el jabalí salvaje que inclina la cabeza y ataca al diestro cazador armado de lanza y red. Mañana, cuando se cuenten los muertos y las largas nías de hoscos prisioneros marchen bajo el yugo, será cosa de risa para nosotros si perdisteis la fe en el presente aunque sólo fuera por un momento, si vuestro espíritu fue enceguecido por las históricas glorias de un pasado remoto. No, camaradas, los cuerpos de esos héroes primitivos serán derribados por vuestras espadas, en el campo de batalla, tan ruda e indiscriminadamente como, hace un instante, cuando yo, vuestro general, consulté los auspicios, las gallinas sagradas lanzaron al suelo, desde sus ávidos picos, los fragmentos de la torta santificada.
He oído que algunos de ustedes, sin duda más perezosos que temerosos u hostiles al cumplimiento del deber, vacilaron cuando se los llamó a que participasen en esta expedición, alegando como excusa que el rey Augusto había fijado los límites del imperio romano, para siempre, en las aguas del Rhin y del Canal. Si esto fuese cierto, y me comprometo a demostraros que no lo es, entonces el dios Augusto sería indigno de nuestra adoración. La misión de Roma consiste en civilizar al mundo, ¿y dónde encontraréis una raza más digna de los beneficios de la civilización que la raza británica? Nos corresponde la extraña y piadosa tarea de convertir a estos feroces contemporáneos de nuestros antepasados en fíeles hijos de Roma, nuestra ilustre Ciudad y Madre. ¿Cuáles fueron las palabras que el dios Augusto escribió a mi abuela, la diosa Augusta?: «Mirando hacia el futuro puedo ver a Bretaña tan civilizada como lo es ahora Francia del sur. Y creo que los isleños, que son racialmente afines a nosotros, llegarán •a ser mejores romanos de lo que jamás conseguimos hacer de los germanos... Y un día (no sonrías) es muy posible que nobles británicos ocupen sus bancas en el Senado romano».
Ya os habéis comportado con valentía en esta guerra. En dos ocasiones infligisteis resonantes derrotas al enemigo. Habéis matado al rey Togodumno, mi enemigo, y vengado sus insultos. Esta tercera vez no podéis fracasar. Vuestras fuerzas son más poderosas que nunca, vuestro valor más alto, vuestros filas más unidas. Vosotros, no menos que el enemigo, defendéis vuestros hogares y los sagrados templos de vuestros dioses. El soldado romano, sea su campo de batalla las heladas rocas del Cáucaso, las quemantes arenas del desierto, más allá del Atlas, los húmedos bosques de Germania o los herbosos campos de Bretaña, jamás olvida la hermosa ciudad que le da su nombre, su valor y su sentido del deber.
Había compuesto varios parágrafos más en esta misma vena elevada, pero,—cosa extraña, no pronuncié una sola palabra del discurso. Cuando subí a la plataforma del tribunal y los capitanes gritaron al unísono: «¡Salud, César Augusto, Padre de nuestra Patria, nuestro emperador!», y los soldados repitieron el grito con atronador aplauso, casi me derrumbé. El bonito discurso se me fue de la cabeza y sólo pude extender la mano hacia ellos y, con los ojos arrasados de lágrimas, barbotar:
—Está bien, muchachos. Las gallinas dicen que todo irá bien, y les hemos preparado una gran sorpresa y les daremos tal paliza que no la olvidarán mientras vivan... No me refiero a las gallinas, sino a los británicos. —Tremendas carcajadas, a las que me pareció mejor incorporarme, como si el chiste hubiese sido intencional—. Dejen de reírse de mí, muchachos —exclamé—. ¿No se acuerdan de lo que le sucedió al chiquillo negro del cuento egipcio, que se rió de su padre cuanto éste dijo la oración de la tarde confundiéndola con la de la mañana? Se lo comió el cocodrilo; de manera que tengan cuidado. Bien, ya estoy convirtiéndome en un viejo, pero este en el momento más orgulloso de mi vida, y ojalá mi pobre hermano Germánico estuviese aquí para compartirlo conmigo. ¿Alguno de ustedes se acuerda de mi gran hermano? No muchos, quizá, porque murió hace veinticuatro años. Pero todos habrán oído hablar de él como del más grande general que tuvo Roma. Mañana es el aniversario de la magnética derrota que infligió a Hermann, el caudillo germano, y quiero que lo celebren dignamente. El santo y seña de esta noche es ¡Germánico!, y el grito de guerra mañana será ¡Germánico!, y creo que si gritan el nombre con bastante fuerza, lo escuchará en el Mundo Inferior y sabrá que lo recuerdan los regimientos que amó y dirigió tan bien. Le hará olvidar el desdichado destino que tuvo... Murió envenenado, en la cama, como sabrán. El Vigésimo regimiento tendrá el honor de encabezar el ataque; Germánico siempre dijo que si bien en el cuartel el Vigésimo era el regimiento más insubordinado, más borracho y más pendenciero de todo el ejército regular, en el campo de batalla eran leones. Hombres del Segundo y el Decimocuarto: Germánico los llamó la Columna Vertebral del Ejército. El deber de ustedes mañana será el de sostener a los aliados franceses, que actuarán como las costillas del ejército. El noveno vendrá el último, porque Germánico solía decir que el Noveno era el regimiento más lento del ejército, pero también el más seguro. A los guardias se les asigna una tarea especial. Cuando no están de servicio lo pasan mejor que nadie y tienen la mejor paga, de forma que es justo que las demás tropas les den la tarea más peligrosa y desagradable. Esto es todo lo que tengo que decir por ahora. ¡Sean buenos muchachos, duerman bien y conquisten mañana la gratitud de su padre!
Me ovacionaron hasta enronquecer, y entonces supe que Polio tenía razón y que Livio se había equivocado. Un buen general no puede pronunciar un discurso estudiado en vísperas de un combate, aunque ya lo tenga preparado, porque sus labios dirán inevitablemente lo que el corazón le dicte. Un efecto de este discurso —que según se convendrá parece pobrísimo en comparación con el otro— fue el de que, desde que lo pronuncié, el Noveno ha sido conocido familiarmente, no como el «Noveno Español» (su título completo), sino como el «Noveno Caracol». También el Vigésimo, cuyo título completo es «El Conquistador Vigésimo de Valeriano», es conocido por los otros regimientos con el mote de «Leones Borrachos», y cuando un hombre del Decimocuarto saluda a uno del Segundo se espera que lo hagan llamándose «Camarada Columna Vertebral». A los auxiliares franceses se los denomina ahora «Las Costillas».
Una leve bruna cayó sobre el campamento, pero poco después de medianoche salió la luna, cosa que resultaba muy útil. Si el tiempo hubiese estado nublado, no habríamos podido atravesar los pantanos. Dormí hasta medianoche y luego Pósides me despertó y me entregó una vela y una llameante rama de pino de la hoguera del campamento. Encendí la vela con la rama y recé a la ninfa Egeria. Es una diosa de la Profecía, y en los tiempos antiguos el buen rey Numa solía consultarla en todas las ocasiones. Era la primera vez que llevaba a cabo esa ceremonia de familia, pero mi hermano Germánico y mi tío Tiberio y mi padre y mi abuelo y mi bisabuelo y todos los antepasados suyos la habían efectuado un día antes de un combate. Y si estaban predestinados a lograr la victoria, la ninfa les daba invariablemente la misma señal favorable. Aunque fuese la noche más tranquila que se pudiera imaginar, en cuanto se habían pronunciado las últimas palabras de la oración, la luz se apagaba de pronto, como si la vela hubiese sido despabilada por dos dedos.
Nunca estuve seguro de si debía creer en ese misterio o no. Me parecía que quizá se debiera a causas naturales: un golpe de viento, un defecto en el pábilo o incluso un suspiro involuntario por parte del oficiante. No se podía esperar que la ninfa Egeria abandonara su bosque natal junto al lago Nemi y volara en cualquier momento a Germania o a España del Norte o al Tirol —los países en los que, según se dice, ha tenido la bondad de ofrecer el signo acostumbrado—, obedeciendo el rezo de un Claudio. Por lo tanto coloqué la vela encendida en el extremo más lejano de mi tienda, protegida de cualquier ráfaga de viento que pudiera entrar por la abertura, y luego, alejándome diez pasos, le hablé a Egeria con tono solemne. Fue una oración breve, en dialecto sabino. El texto había sido groseramente mutilado por la tradición oral, porque el sabino, que había sido el idioma patricio primitivo, había caído en desuso, en Roma, desde hacía tiempo. Pero yo lo estudié en el curso de mis estudios históricos y pude recitar la oración en algo parecido a su forma primitiva. Y en efecto, apenas había pronunciado la última palabra cuando la vela se apagó de pronto, mientras la miraba. De inmediato volví a encenderla, para ver si se trataba de un defecto del pábilo, o si Pósides había manipulado la cera. Pero no, volvió a arder vivamente y continuó ardiendo hasta que el pábilo cayó en un charquito de cera no mayor que una moneda pequeña. Esta es una de las poquísimas experiencias místicas auténticas que me han sucedido en una larga vida. No poseo grandes dones para eso. Por otra parte, mi hermano Germánico era constantemente obsesionado por visiones y apariciones. En una u otra ocasión se había encontrado con la mayoría de los semidioses, ninfas y monstruos celebrados por los profetas, y en su visita a Troya, cuando era gobernador de Asia, se le concedió una espléndida visión de la diosa Cibeles, que adoraban nuestros antepasados troyanos.