La calabacificación de Claudio
Sátira en prosa y verso
Por Lucio Éneo Séneca
Aquí debo asentar lo que sucedió en el cielo en el décimo-tercer día de este año, el año que nos ha hecho penetrar en una nueva era tan gloriosa. Ni malicia ni favor para nadie. Está bien, ¿no es cierto? Si alguien me pregunta cómo obtengo mi información, bueno, en primer lugar, si no quiero contestar, no contestaré. ¿Quién me obligará a hacerlo? Soy un hombre libre, ¿no es cierto? Fui liberado el día en que murió un conocidísimo personaje, el hombre que hizo cierto el proverbio «o nacer emperador, o idiota». Sin embargo, si decido contestar diré lo primero que me surja a los labios. ¿Acaso los historiadores se ven obligados alguna vez a presentar testigos al tribunal, para jurar que han dicho la verdad? Aun así, si me fuese necesario llamar a alguien, llamaría al hombre que vio el alma de Drusila camino del cielo; jurará que vio a Claudio tomar el mismo camino, «con paso vacilante» (como dice el poeta). Ese hombre no puede dejar de observar todo lo que sucede en el cielo; es el Custodio de la Vía Apia, que, por supuesto, es el camino que tomaron Augusto y Tiberio cuando fueron a unirse a los dioses. Si se le pregunta en privado, dirá la misma historia, pero no hablará cuando haya mucha gente cerca. Es que desde que juró ante el Senado que había visto a Drusila subir al cielo, y nadie creyó la noticia, que por cierto era demasiado buena como para ser verdadera, ha jurado solemnemente no volver a contar nada de lo que ha visto... ni siquiera aunque vea asesinar a un hombre en la plaza del Mercado. Pero lo que él me contó yo ahora lo repito, y buena suerte para él.
El gran Febo había terminado su diaria carrera.
y largas se extendían las oscuras horas del sueño.
La conquistadora luna ampliaba sus dominios
y el escuálido invierno al rico otoño
usurpaba el trono. A Baco la orden era
«¡Que envejezcas!», y el tardío viñador
recogía los últimos racimos de la uva.
Quizá se entenderá mejor si digo con claridad que el mes era el de octubre, y el día el decimotercero. Sin embargo no puedo ser exacto en cuanto a la hora —no se puede esperar acuerdo entre los filósofos, lo mismo que no se puede esperar que lo haya entre los relojes, pero fue entre las doce del mediodía y la una de la tarde—. Tus colegas, los bardos, no conformes con describir la aurora y la puesta del sol, se excitan también en relación con la mitad del día. ¿Por qué haces caso omiso de una hora tan poética? Muy bien, entonces:
En dos Febo partía los anchos cielos,
y un tanto fatigado, las riendas volvía a sacudir,
llevando su carroza hacia la noche. Por el talud
del día el gran fulgor, ya débil, se desligaba.
Fue entonces cuando Claudio comenzó a entregar el ánima, pero no pudo llevar el asunto a su conclusión. Y entonces Mercurio, que siempre había sentido gran placer en el ingenio de Claudio, llevó aparte a una de las tres Parcas y le dijo:
— Considero, señora, que eres demasiado cruel en permitir que el pobre individuo sufra de tal manera. ¿Es qué jamás tendrá alivio de la tortura? Hace ya cuatro años que empezó a jadear para conservar la vida. ¿Tienes algún resentimiento contra él y contra Roma? ¡Por favor, deja que los astrólogos tengan razón por una vez; desde que llegó a ser emperador, lo han preparado para el entierro, regularmente, una vez por mes ! Sin embargo, no se les puede culpar por haber calculado mal la hora de su muerte, porque nadie estuvo muy seguro de si en realidad había muerto. Adelante con el asunto, Cloto:
Mátalo, y que en su lugar alguien más digno reine.
Cloto contestó:
— Tenía muchos, deseos de darle un poco más de tiempo, nada nías que para que hiciera ciudadanos romanos a los pocos extranjeros que todavía quedan. Ya sabes que estaba decidido a hacer que todo el mundo se vistiera con la túnica blanca: Grecia, Francia, España, incluso Bretaña. Aun así, si crees que hay que dejar fuera de la nación a unos cuantos extranjeros, nada más que con fines de procreación, y si de veras me ordenas que lo ultime, así se hará.
Abrió su caja y extrajo tres husos : uno era para Augurino, uno para Baba y el tercero para Claudio. Estos morirán en el mismo año, muy cerca el uno del otro, porque no quiero que se vayan sin compañía. Sería muy malo para él que quedase de pronto solo, después de haber tenido siempre a tantos millares de personas marchando delante de él, y arrastrándose detrás de él, y apiñándose con él desde todos los lados. Se sentirá agradecido por estos dos amigos que harán de compañeros de su viaje.
Habló, y en torno al feo huso enrolló
el hilo de la vida de ese tonto, y luego lo cortó.
Pero Láquesis, las trenzas hermosas anudadas
y en su frente el laurel de Pieria,
toma de un copo nuevos hilos como la nieve blancos,
que, al pasar por su dichosa mano, cambian de color.
Sus hermanas contemplan la proeza.
No es lana cualesquiera, sitio rico hilo de oro
que sigue fluyendo siglo tras siglo,
interminable.Toman los copos con buena voluntad,
alegres en la tarea, en medio de la suave lana.
Mas no, el hilo se enrolla por si solo, no es trabajo,
y mientras gira el huso, sedoso vellón deja caer,
más allá del largo recuento de años de Titanio
(esposo de Aurora) y del viejo Néstor.
Febo espera, y con esperanzado pecho
canta mientras trabajan y pulsa su lira
y en otras formas ayuda en la tarea.
y así las tres hermanas casi no saben que laboran.
Atentas por demás a los dulces sones
y absortas en su elogio de la canción del gran hermano
hilan más largos los hilos del destino humano.
Mas Febo grita: «Mis hermanas, sea así,
no saquéis años de esta ilustre vida,
porque ese cuya vida hiláis, mi contraparte,
no es menos quejo en gracia y en belleza,
ni en talento, ni en dulzura de su canto.
Es el que restablecerá la edad de oro
y quebrará la prohibición que acalló todas las leyes.
Es el dulce Lucifero que ahuyenta
las estrellas menores.
O Héspero es,
que sube, clara, cuando vuelven las estrellas.
No, que es el propio sol, cuando
la ruborosa diosa del alba trae
las luces primeras del día y dispersa las sombras.
El propio sol, de rostro refulgente
que cae sobre el mundo, y de las puertas
de su negra cárcel su carroza saca.
Un sol verdadero es NERÓN, y toda Roma
mirará a NERÓN con ojos deslumbrados.
La cara le reluce de regia majestad
y encantadores rizos caen sobre su cuello esbelto.
Apolo había hablado, pero Láquesis, que sabía cuándo un nombre era hermoso, continuó hilando e hilando, y concedió muchos años de más a NERÓN como su regalo personal. En cuanto a Claudio, le dice a todos
Alegraos, y de estos salones
empujadlo hacia afuera con labios no impíos.
Y en realidad entregó el alma al cabo, y así terminó incluso la misma ficción de que estaba vivo. (Falleció mientras presenciaba un espectáculo ofrecido por unos comediantes, de modo que ahora sabéis que tengo buenos motivos para tener desconfianza a esa profesión.) Las últimas palabras que se le oyó pronunciar en este mundo siguieron inmediatamente después de un tremendo ruido en la parte de su cuerpo por la que siempre habló con más facilidad. Ellas fueron: «Oh, bueno, cielos, creo que he hecho un embrollo de mi vida». No puedo decir si esto realmente fue así o no. Pero todos convienen en que siempre embrollaba las cosas.
Sería una pérdida de tiempo relatar lo que sucedió después en la tierra. Todos saben muy bien lo que sucedió. Nadie olvida su propia buena suerte, de modo que no es posible que nadie olvide el estallido popular de alegría que siguió a la noticia de la muerte de Claudio. Pero permítaseme que diga lo que sucedió en el cielo. Y si no me creen, ahí está mi informante para confirmarlo todo. Primero llegó a Júpiter un mensaje en el sentido de que había alguien en la puerta, un hombre de elevada estatura y cabellos blancos. Parecía estar pronunciando alguna amenaza porque meneaba continuamente la cabeza; y porque cuando caminaba arrastraba el pie derecho. Se le preguntó su nacionalidad y respondió de una manera confusa y nerviosa, y su lenguaje no pudo ser identificado; no era griego, ni latino, ni idioma alguno conocido. Júpiter le pidió a Hércules, que en una ocasión había viajado por toda la tierra, y que pon lo tanto debía conocer todas las naciones de la misma, que fuera a averiguar de dónde venía el desconocido. Hércules fue, y si bien nunca se ha sentido amedrentado por todos los monstruos del mundo, recibió una buena conmoción ante el espectáculo de este nuevo tipo de criatura, con su curioso modo de avanzar y su ronca voz inarticulada, que no se parecía a la de ningún animal terrestre conocido, sino que más bien sugería la de algún extraño animal marino. Hércules pensó que tendría que realizar su Decimotercer Trabajo, pero miró más de cerca y decidió que se trataba de cierto tipo de hombre. Se acercó a él y le dijo lo que habría dicho con naturalidad un griego:
Honorable desconocido, permíteme preguntarte
tu nombre, tu linaje, tu tierra natal.
Claudio se sintió encantado de encontrarse entre literatos. Abrigaba la esperanza de encontrar algún nicho en el cielo para sus obras históricas. Y entonces contestó con otra cita, también de Homero, con la cual trasmitió el hecho de que era Claudio César:
Los vientos mis naves empujaron
de la asolada Troya a las playas de Ciconia.
Pero el verso siguiente fue mucho más exacto e igualmente homérico:
Y audaz desembarcando ahí y entonces,
saqueé una ciudad y a sus hombres dejé muertos.
Habría conseguido que Hércules, que no es particularmente inteligente, tomase esto en forma literal, si no hubiese habido alguien acompañando a Claudio: la diosa Fiebre. Ella era la única de entre todos los dioses y diosas que había abandonado su templo para acompañarlo. Y lo que dijo fue:
—Este hombre miente, puedo decirte todo lo referente a él, porque he vivido con él durante muchos años. Nació en Lyon, conciudadano de Marcos, sí, un celta nativo nacido en la decimosexta piedra miliar a contar de Vienne; por lo tanto, conquistó a Roma como lo habría hecho cualquier celta. Te doy mi palabra de honor de que nació en Lyon... sin duda conoces Lyon, es el lugar donde Licino{*} fue rey durante tanto tiempo. Tienes que conocer Lyon, tú que has recorrido tantos kilómetros en el curso de tus viajes, muchos más que ningún carretero de campo. Y sin duda debes saber también que hay mucho trecho desde el Janto de Licia hasta el Ródano.
Esto hirió a Claudio, y manifestó su cólera con el más estruendoso rugido de que pudo disponer. Nadie pudo entender con exactitud qué decía, pero en rigor ordenaba a la diosa Fiebre que se apartase de su presencia, e hizo con la mano temblorosa el signo acostumbrado (siempre bastante firme para ello, aunque en rigor para ninguna otra cosa) de que le cortaran la cabeza. Pero por la atención que se prestó a esta orden, cualquiera habría pensado que los presentes eran sus propios libertos.
—Escúchame —dijo Hércules—, y deja de hacerte el tonto. ¿Sabes qué clase de lugar es éste? Aquí es donde los ratones roen el hierro, éste es el lugar. De modo que hablemos con claridad o te sacaré todas esas tonterías por un agujero de tu cabeza.
Para imponer con más energía su personalidad sobre Claudio, adoptó una actitud melodramática y comenzó a recitar los siguientes versos:
¡Rápido, toda la verdad! ¿Dónde naciste y por qué?.
Dímelo ya, o por esta porra mueres,
que ha roto el cráneo a muchos reyes negros.
(¿Cómo? ¡Habla fuerte! No te entiendo.)
¿De dónde sacaste esa cabeza bamboleante?
¿Hay ciudad alguna donde nazcan espantajos como tú?
Mas espera, una vez, mientras ejecutaba mi Décima hazaña,
cuando tuve que viajar al Oeste remoto, y llevar conmigo a una ciudad de Grecia
los bueyes de Geriones de tres cuerpos, vi una gran montaña,
que cuando sale es lo primero que distingue el gran dios Sol.
Hablo del lugar donde el impetuoso Ródano,
se encuentra con el Saona, somero y vagabundo,
el más errabundo de los ríos. Y la ciudad de entre los dos,
dime, ¿es la responsable de tu nacimiento?
Su recitado fue audaz y animado, pero sea como fuere tenía muy poca confianza en sí mismo y temía el «golpe del tonto», según se dice. Pero cuando Claudio se vio frente a frente con un gran héroe como Hércules, cambio de tono y comenzó a darse cuenta de que lo que decía allí no tenía la misma fuerza que en Roma. Que un gallo, en rigor, vale más en su propio estercolero. De modo que esto fue lo que dijo, o por lo menos lo que se entendió que había dicho:
—Oh Hércules, el más valiente de todos los dioses; había abrigado la esperanza de que estuvieras de mi parte, y cuando los dioses, tus compañeros, llamaran a alguien para que hablase en mi favor, tú serías la persona que nombraría. Y en realidad me conoces muy bien, ¿no es cierto? Piensa un instante. Soy el hombre que juzgó casos jurídicos frente a tu templo, día tras día, incluso en julio y agosto, los meses más calurosos del año. Ya sabes qué momentos más desdichados pasé allí escuchando a los abogados que hablaban y hablaban, día y noche. Si tú te hubieras encontrado entre ellos, aunque eres el más fuerte entre los fuertes, estoy seguro de que hubieses preferido volver a limpiar los establos de Augías. Y pienso que he drenado más aguas que tú. Pero como quiero...
[Aquí faltan algunas páginas. Un grupo de dioses hablan entre si, y ahora se dirigen a Hércules; éste ha presentado por la fuerza a Claudio, a quien ha consentido en defender, en el Senado celestial...una vez robaste al infierno y te fuiste con Cerbero a la espalda; de modo que no es sorprendente que hayas logrado irrumpir en esta casa. Ninguna cerradura podría mantenerte afuera.]
—Pero dinos en qué clase de dios quieres que convirtamos a este individuo. No puede ser un dios al estilo epicúreo, porque Diógenes Laercio dice: «Dios es bendito e incorruptible y jamás acepta problemas ni los causa a nadie. En cuanto a un dios estoico, esa clase, según Varrón, es un todo perfectamente rotundo... en rigor completamente globular, sin cabeza ni órganos sexuales. No puede pertenecer a ese tipo.
—¿O puede? Si me lo preguntan a mí, hay en él algo del dios estoico. No tiene cabeza y tampoco corazón.
—Bien, juro que incluso aunque hubiese dirigido esta petición a Saturno, en lugar de Júpiter, jamás se la habrían concedido... aunque cuando estuvo vivo celebró durante todo el año el festival de Saturno, de los Inocentes; fue un verdadero emperador saturnalio.
—¿Y qué clase de posibilidades creen que tendrá con Júpiter, a quien casi acusó de incesto? Quiero decir que mató a su yerno Silano, nada más que porque Silano tenía una hermana, la muchacha más deliciosa del mundo, a quien todos llamaban la reina Venus, pero a quien él prefirió llamar Juno.
—Sí, ¿por qué lo hizo? —preguntó Claudio—. Quiero saber por qué. En realidad, ¡nada menos que con su propia hermana!
—¡Búscalo en el libro, estúpido! ¿No sabes que en Atenas puedes acostarte con tu hermanastra, y que en Alejandría puedes hacerlo con tu propia hermana?
—Bien, en Roma —dijo Claudio—, los ratones son ratones... Se comen la harina...
—¿Es que este profesor de dibujo quiere enseñarnos a mejorar nuestras curvas? ¡Pero si ni siquiera sabe lo que ocurre en su propio dormitorio!
—Y ahora «escudriña los secretos del cielo» y quiere ser dios.
—Un dios, ¿eh? Supongo que no está contento con su templo en Bretaña, donde los salvajes lo adoran y rezan humildemente: «¡Tonto Todopoderoso ten piedad de nosotros!»
Se le ocurrió a Júpiter que a los senadores no se les permitía discutir mientras había extraños en la casa.
—Señores —dijo—, les doy permiso para interrogar a esta persona, pero por el ruido que hacen cualquiera creería que esta es la taberna más vulgar. Por favor, observen las reglas del Senado. No sé quién es esta persona, ¿pero qué pensará de nosotros?
De modo que se hizo salir otra vez a Claudio, y el padre Jano fue llamado para que abriese el debate. Lo habían hecho cónsul para la tarde del próximo primero de julio y era un brillante individuo con un par de ojos en la nuca. Tenía un templo en la plaza del Mercado de modo que, por supuesto, pronunció un espléndido discurso. Pero hablaba con demasiada velocidad como para que el escribiente oficial siguiera sus palabras, y entonces no trataré de repetir todo su discurso, ya que no quiero deformar nada de lo que dijo. Sea como fuere, su tema fue la Majestad de los Dioses, y que no había que rebajar a la dignidad con una distribución negligente del honor.
—Otrora era una gran cosa ser un dios —dijo—, pero ahora ustedes lo han rebajado al nivel de las alubias. No quiero que piensen que estoy hablando contra la deificación de un hombre cualquiera. Hablo en términos generales, y para sentar esto con claridad, hago moción de que, de ahora en adelante, no se confiera la divinidad a aquellos que, en la frase de Homero, comen la cosecha del campo ni a aquellos que, también según la frase de Homero, nutren el fructífero meló.
Después de que mi moción haya sido votada y considerada ley, será un delito criminal que hombre alguno sea convertido en dios, o exhibido como tal o considerado como tal, y sugiero que cualquier transgresor de la ley sea entregado a los duendes y, en la próxima Exhibición Pública, azotado con un abedul entre los nuevos gladiadores.
El siguiente en hablar fue Diespiter, el dios Subterráneo, hijo de Vica Pota, el dios de la Victoria. Había sido elegido para el consulado, y era un prestamista profesional. También solía vender ciudadanías, en forma discreta. Hércules se le acercó con una sonrisa amistosa y le susurró algo al oído, de modo que pronunció el siguiente discurso:
—El dios Claudio está relacionado con el dios Augusto. La diosa Augusta, a quien él mismo deificó, es su abuela. Por lo tanto es, con mucho, el hombre más erudito que jamás haya vivido, y como es cuestión de política pública, alguien tendría que imitar al dios Rómulo y comer nabos hervidos, con gran voracidad. Y propongo que el dios Claudio sea incorporado a los olímpicos y goce de los privilegios y requisitos de la divinidad, en su más-pleno sentido tradicional, y que se inserte una nota en ese sentido en las Metamorfosis de Ovidio. El Senado estaba dividido, y parecía que Claudio recibiría una mayoría de votos, porque Hércules vio que tenía ahora una buena posibilidad, y fue corriendo de un escaño a otro, diciendo:
—Vamos, por favor, no se opongan a mí, me interesa personalmente esta medida. Si votas ahora a mi favor, haré otro tanto por ti otro día. Ya conoces el proverbio: «Una mano lava la otra».
Entonces se puso de pie el dios Augusto, porque ahora le tocaba el turno, y habló con la máxima elocuencia:
—Les pido, señores, que sean testigos de que desde el día de mi deificación oficial no he pronunciado una sola palabra. Siempre me meto en mis propias cosas. Pero ahora no puedo seguir manteniendo la ficción de imparcialidad, ni ocultar la pena que la vergüenza hace aún más profunda. ¿Fue para esto que hice la paz sobre la tierra y el mar, e impuse una tregua en la guerra civil y doté a Roma, de una nueva constitución, y la embellecí con majestuosos edificios públicos? ¿Que... que... que...? Me faltan las palabras, señores. Nada que pudiese decir igualará la profundidad de mis sentimientos en este asunto. En mi indignación debo tomar prestada una frase del elocuente Mésala Corvino; fue elegido Guardián de la Ciudad y renunció al cabo de unos días diciendo: «Estoy avergonzado de mi autoridad». Yo siento lo mismo cuando veo cómo se ha abusado de la autoridad que establecí, me avergüenzo de haberla ejercido nunca. Este individuo, señores, que parece como si no tuviera valor suficiente como para matar a una mosca, se sentó en mi trono y se llamó con mi nombre y ordenó que los hombres fuesen ejecutados, con tanta facilidad como con la que un perro se acurruca. Pero no hablaré de todas sus víctimas, a pesar de que fueron hombres magníficos. Me preocupan tanto los desastres de la familia, que en realidad no tengo tiempo que perder con los desastres públicos. Sólo hablaré de los desastres de familia, porque «un rábano{*} puede no saber griego, pero yo sí». Por lo menos conozco un proverbio griego: «La rodilla está más cerca que el tobillo». Este impostor, este seudo Augusto, ha tenido la bondad de matar a dos biznietas mías: a Lesbia, por la espada, y a Helena, por hambre. Y a un biznieto, Lucio Silano. (Aquí espero que tú, mi señor Júpiter, seas justo en una mala causa que a fin de cuentas es la tuya.) Y ahora contéstame, dios Claudio, ¿por qué condenaste a tantos hombres y mujeres a la muerte sin permitirles que se defendieran? ¿Qué clase de justicia es esa? ¿Es la justicia que se hace en el cielo? Pero si aquí Júpiter ha sido emperador durante todos estos siglos, y sólo una vez quebró la pierna de Vulcano:
A quien tomando por el pie, con grande cólera,
lanzó sobre el umbral al alto cielo.
 Y UNA VEZ PERDIÓ LOS ESTRIBOS CON SU ESPOSA Y LA AHORCÓ. ¿MATÓ EN REALIDAD A ALGÚN MIEMBRO DE SU FAMILIA? PERO TÚ, TÚ MATASTE A MESALINA, TU ESPOSA, DE QUIEN YO ERA TÍO ABUELO LO MISMO QUE DE TI. («¿LO HICE, DE VERAS?», PREGUNTAS. ¡MIL PESTES CAIGAN SOBRE TI, POR SUPUESTO QUE LO HICISTE! ESO ES LO QUE HACE QUE TODO EL ASUNTO SEA TAN DESDICHADO. MATAS A LA GENTE Y NI SIQUIERA LO SABES.) SÍ, SEÑORES, Y PERSIGUIÓ A MI BIZNIETO CAYO CALÍGULA, INCLUSO CUANDO ÉSTE ESTABA MUERTO. ES CIENO QUE CALÍGULA MATÓ A SU SUEGRO, PERO CLAUDIO, NO CONFORME CON SEGUIR SU EJEMPLO EN ESE SENTIDO, MATÓ TAMBIÉN A UN YERNO. Y EN TANTO QUE CALÍGULA NO QUISO PERMITIR QUE POMPEYO EL JOVEN, HIJO DE CRASO FRUGI, ADOPTASE EL TÍTULO DE «EL GRANDE», CLAUDIO LE DEVOLVIÓ SU NOMBRE, PERO LE QUITÓ LA CABEZA. EN ESA FAMILIA OTRORA NOBLE, MATÓ A CRASO FRUGI, A POMPEYO EL JOVEN, A ESCRIBONIA, A LAS TRISTONIA Y A ASARIO. ADMITO QUE CRASO FUE TAN TONTO, QUE SE LO HABRÍA PODIDO NOMBRAR EMPERADOR EN LUGAR DE CLAUDIO. ¿DE VERAS QUIEREN QUE ESTA CRIATURA SEA CONVENIDA EN UN VERDADERO DIOS? MÍRENLE EL CUERPO, NACIDO BAJO LA CÓLERA DEL CIELO. ¡Y YA QUE SE TRATA DE ESO, ESCÚCHENLO HABLAR! ¡SI PUEDE DECIR DOS PALABRAS SEGUIDAS SIN TARTAMUDEAR, YO SERÉ SU ESCLAVO! ¿Y QUIÉN ADORARÁ A UN DIOS DE ESTA CLASE? ¿ALGUIEN CREERÁ EN ÉL? SI CONVIERTEN EN DIOSES A GENTE COMO ÉL, NO PUEDEN ESPERAR QUE NADIE CREA EN USTEDES. EN UNA PALABRA, SEÑORES, SI HE MERECIDO SU RESPETO, SI NUNCA DI A MORTAL ALGUNO UNA RESPUESTA DEMASIADO DECIDIDA A SUS ORACIONES, CUENTO CON USTEDES PARA QUE VENGUEN MIS ERRORES. POR LO TANTO, MI MOCIÓN ES —LA LEYÓ DE SUS NOTAS— QUE PUESTO QUE CIERTO DIOS CLAUDIO MATÓ A SU SUEGRO APPIO SILANO, A SUS DOS YERNOS, POMPEYO EL GRANDE Y LUCIO SILANO; A LA HIJA DE SU SUEGRO CRASO FRUGI (UN HOMBRE QUE SE PARECÍA TANTO A ÉL COMO UN HUEVO A OTRO HUEVO); A ESCRIBONIA, LA SUEGRA DE SU HIJA, A SU ESPOSA MESALINA, Y A OTROS DEMASIADO NUMEROSOS PARA SER MENCIONADOS... HAGO MOCIÓN DE QUE SEA ENJUICIADO CON EL MÁXIMO RIGOR DE LA LEY, QUE SE LE NIEGUE CAUCIÓN, QUE SEA SENTENCIADO A INMEDIATO DESTIERRO Y QUE NO SE LE CONCEDA MÁS DE TREINTA DÍAS PARA ABANDONAR EL CIELO Y TREINTA HORAS PARA SALIR DEL OLIMPO.
La moción fue rápidamente aceptada. Cuando conoció el resultado, Mercurio tomó a Claudio de la garganta y lo sacó fuera, al Infierno, de donde, nadie, se dice, vuelve para contar el cuento.
Cuando bajaban por la Vía Sacra, Mercurio preguntó qué significaban todas esas multitudes. Sin duda no era el funeral de Claudio. Era la más maravillosa procesión que se hubiera visto, y no se había ahorrado gasto alguno para demostrar que el que se enterraba era un dios. Música de flauta, sonar de cuernos, una gran orquesta de bronces compuesta de todo tipo de instrumentos, en rigor, un ruido tan espantoso, que incluso Claudio pudo escucharlo. Todos los rostros estaban cubiertos de sonrisas; todo el populacho romano se paseaba de un lado a otro, otra vez como hombres libres. Sólo Agatón y unos pocos abogados aficionados derramaban lágrimas, y por primera vez las derramaban en serio. Los abogados profesionales salían con lentitud de los oscuros rincones, pálidos y flacos, casi sin vida, pero reviviendo con cada bocanada de aire que inspiraban. Uno de ellos, cuando vio a los integrantes del grupo de Agatón condoliéndose los unos con los otros, se acercó a ellos y les dijo:
—Les había dicho que este festival de Inocentes tenía que terminar algún día.
Cuándo Claudio vio pasar su funeral, entendió por fin que estaba muerto. Un gran coro entonaba su endecha antifonaria:
Y ahora, romano, golpéate el pecho,
de duelo esté la plaza del Mercado.
Llevemos a un sabio a su último descanso,
al más valiente de los de tu raza.
Con pie alígero sabia adelantar
a cualquier mensajero del país;
supo aniquilar a los rebeldes partos,
y los persas temían a sus dardos.
Con firme puño tendía su arco
y las flechas lanzaba en densas nubes.
Leve era la herida, mas en la huida
los medos muestran su adornada espalda.
Surcó los mares deconocidos,
y la tierra pisó de la isla de Bretaña.
A golpes destrozó de los brigantes
los escudos teñidos con el zumo azul del glasto.
Los encadenó con romanas cadenas,
y con romanos haces lictores
disciplinó las aguas oceánicas
y el terror de ellas su triunfo fue.
Pesar por el juez que supo dictar
instantáneas sentencias de maravilla,
que sólo a una parte escuchaba,
y ni siquiera eso le hacia falta.
¿Dónde tendremos a otro como él,
que juzgue sin descanso el año entero?
Minos el cretense, bajo tierra
tendrá que dejarle ahora su sitial.
Vosotros, abogados, que tenéis un precio,
llorad, y llorad, pequeños poetas,
y llorad los que agitáis los dados,
a aquel que ahora yace amortajado.
Claudio se sintió encantado con este panegírico, y quiso quedarse a presenciar todo el espectáculo hasta el final. Pero Mercurio, el digno mensajero de los dioses, lo arrastró, envolviéndole la cabeza, de modo que nadie lo reconociera, y le hizo cruzar el campo de Marte, y finalmente lo llevó hasta el Infierno, entre el Tíber y el Subterráneo. Su liberto Narciso se le había adelantado por un atajo, dispuesto a recibirlo a su llegada, y ahora se acercó, sonriente y fresco, después de salir de un baño, y exclamando:
—¡Dioses! ¡Dioses que vienen a visitar a los mortales! ¿A quién tengo el honor de...?
—Vete y diles que estamos aquí; y date prisa.
A esta orden de Mercurio, Narciso se alejó corriendo. El camino hasta la puerta del Infierno es cuesta abajo, y, como Virgilio dice en alguna parte, muy fácil. De modo que aunque Narciso sufría de gota, sólo le llevó un momento llegar. Delante de la puerta estaba Cerbero, o, como pienso que lo llama Horacio, «el animal de cien cabezas». Narciso no era un héroe; estaba acostumbrado a una blanca perrita faldera, y cuando vio a ese enorme e hirsuto perro negro, que en modo alguno era el tipo de animal que a nadie le agradaría encontrar en un lugar oscuro como el Infierno, se asustó muchísimo. Entregó su mensaje, «Claudio ha llegado», con un fuerte chillido.
Como respuesta le llegó un estallido de aplausos y salió una tropa de fantasmas. Cantaban la conocida canción:
¡Le hallamos, lo hemos encontrado!
¡Que resuene la alegría!
¡Oh, golpead las manos,
hemos hallado al que se perdió!
En el coro estaban Cayo Silio, cónsul electo; Junco, el ex magistrado; Sexto Traulo, Marco Helvio, Trogo, Cota, Vetio Valens, Fabio, caballeros romanos a quien Narciso había ordenado ejecutar. También estaba allí Mnester el comediante, cuyo aspecto había mejorado Claudio quitándole la cabeza. El infierno zumbaba ahora con las noticias de la llegada de Claudio, y todos corrieron a buscar a Mesalina. Sus libertos, Polibio, Mirón, Harpócrates, Anfeo y Feronacto, fueron los primeros. Claudio los había enviado a todos allí, para que lo precedieran, ya que no quería carecer de escolta en ninguna parte. Luego llegaron dos comandantes de la guardia, Catonio Justo y Rufrio Polio. Después sus amigos Saturnino Lusio, Pedum Pompeyo y los dos hermanos Asinio, Lupo y Celer. Finalmente llegó Lesbia, la hija de su hermano, y Helena, la hija de su hermana, y yernos y suegros y suegras... En rigor, toda la familia. Formaron y marcharon todos juntos, al encuentro de Claudio. Claudio los miró y exclamó:
—¡Pero qué cantidad de amigos! ¿Cómo llegaron ustedes aquí?
—¡Cómo llegamos aquí, villano sanguinario! —respondió Pedum—. ¿Cómo te atreves a preguntarnos eso? ¿Quién nos envió aquí, sino tú, el hombre que mató a todos sus amigos? Ahora te enjuiciaremos, de modo que acompáñame. Te mostraré el camino a los tribunales criminales.
Pedum lo llevó al tribunal de Eaco; Eaco era el juez que juzgaba los casos de asesinato según la ley Cornelia. Pedum le pidió que tomase'el nombre del prisionero, y luego llenó el acta de acusación:
Senadores asesinados: 35.
Caballeros romanos asesinados: 221.
Otras personas: imposible registrar el número exacto.
Claudio pidió un abogado, pero nadie se ofreció voluntariamente para ello. Al cabo se adelantó Publio Petronio, un antiguo amigo de borracheras que podía hablar muy bien el lenguaje de los Claudios, y pidió que lo trasladaran a otro tribunal. Eaco se negó a concederlo, de modo que Pedum Pompeyo comenzó su discurso por la acusación, gritando a voz en cuello. El abogado de la defensa trató de contestar, pero Eaco, que es un juez concienzudo, dictaminó que estaba fuera del tema y resumió el caso tal como lo había presentado el fiscal. Luego pronunció:
Lo que el granuja hizo, lo mismo
debe hacérsele. Y eso es justo.
Siguió un silencio extraordinario. Todos se asombraron ante la decisión, que se consideró carente por completo de precedentes. Es claro que el propio Claudio habría podido citar precedentes, pero aun así les pareció monstruosamente injusto. Luego hubo una larga discusión en cuanto al tipo de castigo que debía asignársele. Algunos dijeron que Sísifo llevaba ya demasiado tiempo haciendo rodar su piedra colina arriba, y otros dijeron que había que reemplazar a Tántalo antes de que muriera de sed, y otros que era tiempo de poner fin al movimiento de la rueda en la cual se torturaba perpetuamente a Ixion, Pero Eaco decidió no dejar en libertad a ninguno de estos veteranos, por temor de que Claudio pudiese contar alguna vez con un respiro similar. Por el contrario, había que idear un nuevo tipo de castigo. Era preciso que se les ocurriera alguna tarea absolutamente insensata, que expresara la idea general de una ambición codiciosa, en perpetua desilusión. Al cabo Eaco pronunció su sentencia, que era la de que Claudio debía agitar eternamente los dados, en un cubilete sin fondo.
Entonces el prisionero comenzó a cumplir su sentencia en el acto, buscando a tientas los dados, cuando caían, sin adelantar nunca en el juego.
Sí, pues tantas veces como sacudía el cubilete,
dispuesto a arrojarlos en el tablero,
los dados desaparecían por el agujero inferior.
Volvía a juntarlos y trataba otra vez
de agitarlos y, como antes, dejarlos caer.
Pero otra vez lo engañaban, y volvían a engañarlo
cayendo desde el fondo del recipiente.
Y cuando se inclinaba de nuevo para tomarlos,
se le escurrían de entre los dedos y escapaban,
e interminablemente continuaban escapando
como cuando su roca, con trabajos infinitos,
Sisifo lleva basta la cima de la montaña del Infierno
y vuelve a caer, golpeándole en el cuello.
¿Y quién llegó de pronto, sino Cayo Calígula?
—¡Pero si es un esclavo mío! —dijo Calígula—. ¡Lo quiero!
Presentó testigos que afirmaron que con frecuencia le habían visto azotar a Claudio con látigos y varas de abedul, y golpearlo con los puños. De modo que se aceptó la afirmación, y Claudio fue entregado a su amo. Pero Calígula se lo regaló a Eaco, y éste se lo entregó a su liberto Menandro, quien le impuso el trabajo de llevar las actas del tribunal.
(Traducción de R. G.)
SECUELA
Séneca se vio obligado a suicidarse en el año 65, por orden de Nerón. Sobrevivió a la mayoría de los otros personajes de esta historia. Británico fue envenenado en el año 55. Palas, Burrho, Domina, los Silarto que habían sobrevivido, Octavia, Antonia, Fausto Sila... todos tuvieron una muerte violenta. Agripinila perdió su ascendiente sobre Nerón luego de los dos primeros años del reinado de este, pero lo recuperó al cabo de un tiempo permitiéndole cometer incesto con ella. Luego trató de asesinarla haciéndola embarcar en un barco podrido, que se abrió en dos a considerable distancia de la costa. Pero ella nadó hasta la orilla. Al cabo envió soldados a matarla. Agripinila murió valientemente, ordenándoles que la apuñalaran en el vientre que en una ocasión albergó a un hijo tan monstruoso. Cuando Nerón fue declarado enemigo público en el año 68, por el Senado, y fue muerto por un criado, a petición propia, no quedó nadie de la familia imperial para sucederle. En el año 69, un año de anarquía y guerra civil, hubo cuatro emperadores sucesivos, a saber: Galbo, Otón Aulo, Vitelio y Vespasiano. Vespasiano gobernó con benevolencia y fundó la dinastía Flavia. Nunca se restableció la república.