La ejecución de Silano fue lo que instó a Viniciano a preparar su insurrección. Ese mismo día, cuando informé en el Senado que Silano había tratado de matarme pero que mis guardias frustraron sus designios y que ya lo había hecho ejecutar, se elevó un gemido de asombro, seguido por un susurro de congoja, instantáneamente ahogado. Esa era la primera ejecución de un senador, desde que yo asumí la monarquía, y nadie creyó que Silano fuese capaz de tratar de asesinarme. Se sintió que por fin mostraba mi verdadero carácter, y que estaba a punto de iniciarse un nuevo reinado del terror. Yo había llamado a Silano de España con el pretexto de hacerle un gran honor, pero en realidad lo único que quería .era asesinarlo. ¡Igual que Calígula! Por supuesto, yo no tenía conciencia de estos sentimientos e incluso aventuré un chiste, diciendo cuan agradecido le estaba a Narciso por ser tan vigilante de mi seguridad, incluso en sus sueños.
—A no ser por ese sueño, no habría mandado llamar a Silano, y por consiguiente éste no se habría asustado ni habría llegado a entregarse. Hubiese hecho su tentativa de asesinarme en forma más meditada. Tenía muchas oportunidades para hacerlo, ya que últimamente gozaba profundamente de mi confianza, que le ahorraba la indignidad de que se le revisase para ver si llevaba armas. El aplauso fue hueco. Viniciano dijo luego a sus amigos: —De modo que el noble Appio Silano es ejecutado nada más que porque el liberto griego del emperador tiene una pesadilla. ¿Podemos permitir que una criatura tan mentalmente débil como este Clau-Clau-Claudio, cabeza de calabaza, nos gobierne ? ¿Qué dicen ustedes ?
Convinieron en que hacía falta un emperador fuerte y experimentado, y no un emperador provisional como yo, que no sabía nada, que no aprendía nada y que actuaba casi todo el tiempo como un idiota. Comenzaron a recordarse el uno al otro mis errores o excentricidades más notables. Aparte de los que ya he mencionado, recordaron, por ejemplo, una decisión que había tomado unos días antes, cuando revisaba las listas de los jurados. Es preciso explicar aquí que existían unos 4.000 jurados calificados en Roma, y que estaban obligados a concurrir a los juicios cuando se les llamaba, so pena de una fuerte multa. El servicio en los jurados era muy fatigoso y altamente impopular. Las listas de los jurados eran preparadas al principio por un magistrado de primera nía, y ese año más de la mitad de los hombres incluidos en ellas se presentaron como de costumbre para excusarse por uno u otro motivo, pero en 19 casos de cada 20 sus excusas fueron rechazadas. El magistrado me entregó las listas finales para mi aprobación, con una marca al lado de los nombres cuya petición de excepción había sido rechazada. Yo descubrí, por casualidad, que entre los hombres que se había presentado voluntariamente para el servicio en el jurado figuraba uno de quien sabía que era el padre de siete hijos. Según una ley de Augusto, estaba exceptuado por el resto de su vida. Sin embargo no había solicitado una excepción ni mencionado las proporciones de su familia. Le dije al magistrado:
—Borra el nombre de este hombre, es padre de siete hijos.
—Pero César —protestó—, no ha tratado de excusarse.
—Exactamente —dije—, quiere ser jurado. Bórralo.
Quería decir, por supuesto, que el individuo ocultaba su posibilidad de exceptuarse de lo que todo hombre honrado consideraba un deber desagradable y fatigoso, y que por lo tanto era seguro que tenía intenciones torcidas. Los jurados deshonestos podían conseguir, una gran cantidad de dinero por soborno, porque se sabía que un jurado interesado podría volcar las opiniones de todo un grupo de colegas desinteresados. Y el veredicto de la mayoría decidía un caso. Pero el magistrado era un tonto, y simplemente repitió mis palabras a todo el que quiso escucharlo: «Quiere ser jurado, bórralo», como ejemplo característico de mi fatuidad.
Viniciano y los otros descontentos hablaron también de mi extraordinaria decisión cuando insistí en que todos los hombres que se presentasen ante mí en tribunales debían hacer el habitual relato preliminar de sus vinculaciones familiares, casamiento, carrera, situación financiera, ocupación presente... por sus propios labios, lo mejor que pudiesen, en lugar de pedir que algún patrocinante o abogado lo hiciese en su nombre. Mis motivos para esta decisión habrían debido resultar obvios. Se llega a conocer mejor a un hombre con diez palabras que pronuncie por su propia cuenta que por un elogio de diez horas pronunciado por un amigo. No importa tanto lo que diga en esas diez palabras; lo que en verdad cuenta es la forma en que las dice. Yo había descubierto que tener cierto conocimiento antes de que comenzara el caso, en cuanto a si el hombre es lento de entendederas o voluble, jactancioso o modesto, sereno o tímido, capaz o embrollado en sus pensamientos, resultaba de gran ayuda para mi comprensión de lo que sigue. Pero a Viniciano y sus amigos les pareció que hacía una gran injusticia al despojarlo del patrocinio o la elocuencia con que contaba.
Cosa extraña, lo que más les escandalizó de entre mis fechorías imperiales fue mi acción en el caso de la carroza de plata. El asunto es como sigue. Un día que pasaba por casualidad por la calle de los Joyeros vi a unos 500 ciudadanos reunidos en torno a una tienda. Me pregunté cuál podría ser el motivo de la atracción, y les dije a mis guardias que hiciesen circular a la multitud, porque obstaculizaban el tránsito. Así lo hicieron, y descubrí que la tienda exhibía una carroza enteramente recubierta de plata, salvo el borde del cuerpo, que era de oro. El eje también estaba plateado y terminaba en cabezas de perros, doradas, con ojos de amatista; los rayos de las ruedas eran de ébano, tallados en forma de negros con cinturones de plata, y hasta los estribos eran de oro. Los costados plateados del cuerpo de la carroza estaban adornados con escenas ilustrativas de una carrera de cuadrigas en el circo, y los cubos de las ruedas, con una taracea de oro en forma de hojas de vid. Los extremos del yugo y la pértiga —también plateados— eran cabezas de Cupidos, doradas, con ojos de turquesa. Este maravilloso vehículo se vendía en 100.000 piezas de oro. Alguien me susurró que había sido encargado por un rico senador y que ya estaba pagado, pero que pedía a los joyeros que lo pusiesen en venta durante algunos días (a un precio mucho más alto del que en realidad había pagado él) porque quería anunciar públicamente su costo antes de tomar posesión de él. Esto parecía muy probable. Los joyeros mismos no habrían construido una cosa tan costosa basándose en la simple posibilidad de encontrar un comprador millonario. En mi condición de director de Moral Pública tenía perfecto derecho de hacer lo que hice. Obligué a los joyeros, en mi presencia, a quitar el oro y la plata con un martillo y cincel, y a venderlo por su precio a un funcionario competente del Tesoro, a quien mandé a buscar, para fundirlo y acuñar monedas. Hubo fuertes gritos de protesta, pero yo los silencié diciendo:
—Un carro de este peso perjudicará el pavimento público; debemos aligerarlo un poco.
Tenía una idea bastante clara de quién era su dueño. Se trataba de Asiático, quien ahora creía posible no hacer un secreto de sus inmensas riquezas, aunque las había ocultado con éxito de los ávidos ojos de Calígula, dividiéndolas en cientos de pequeños depósitos que dejó a veintenas de cajeros, a nombre de sus libertos o amigos. Su actual ostentación era una incitación directa al desorden popular. ¡Los extraordinarios agregados que había hecho a los jardines de Lúculo, que acababa de comprar! Hasta entonces sólo se los consideraba segundos en belleza, después de los jardines de Salustio. Pero Asiático se había jactado:
—Cuando haya terminado con los jardines de Lúculo, los de Salustio parecerán, en comparación, poco menos que unas cuantas hectáreas de eriales.
Importó frutas, flores, fuentes y estanques de peces, como Roma no había visto jamás. Se me ocurrió que en momentos en que los alimentos escaseaban en la ciudad, a nadie le agradaría ver a un alegre senador, de rotundo vientre, paseándose en un carruaje de plata, con ejes y estribos dorados. Un hombre no sería un ser humano si por lo menos no sintiera deseos de romper el eje. Sigo creyendo que hice bien en ese caso. Pero la destrucción de una obra de arte —el joyero era un famoso artesano, el mismo a quien Calígula encomendó que modelase y fundiese su estatua de oro— fue considerada como un acto de barbarie injustificada, y causó más resentimiento entre estos amigos de Viniciano que si yo hubiese tomado a docenas de ciudadanos comunes, de entre la multitud, y los hubiese hecho pedazos con un martillo y un cincel para venderlos como carne a los carniceros. El propio Asiático no expresó irritación alguna, y en verdad tuvo cuidado de no mencionar que era el dueño de la carroza, pero Viniciano aprovechó mi delito al máximo. Dijo:
—Antes de que nos demos cuenta de nada nos arrancará la túnica de la espalda, y ovillará la lana para volver a venderla a los tejedores. Ese hombre está loco, tenemos que vengarnos de él.
Vinicio no formaba parte de los descontentos. Supuso que se encontraba bajo mis sospechas por haberse propuesto como emperador, en oposición a mí, y ahora tenía sumo cuidado en ofenderme en lo más mínimo. Además, debe de haber sabido que era inútil tratar de librarse de mí por el momento. Yo era muy popular entre los guardias, y tomaba tantas precauciones contra el asesinato —una constante escolta de soldados, cuidadosas búsquedas de armas, un hombre para probar mis comidas—, y la gente de mi casa era tan fiel y alerta, además, que uno debía tener mucha suerte e ingenio para matarme y escapar con vida. En fecha reciente se habían producido dos intentos infructíferos, ambos hechos por caballeros a quienes amenacé con degradar de la orden por delitos sexuales. Uno esperó en la puerta del teatro de Pompeyo, para asesinarme cuando salía. No era mala idea, pero uno de mis soldados le vio sacar la parte superior, hueca, de un bastón que llevaba, dejando ver que en realidad se trataba de una jabalina corta. Se precipitó sobre él y le golpeó en la cabeza en el mismo momento en que estaba a punto de lanzármela. La otra tentativa se hizo en el templo de Marte, mientras yo realizaba un sacrificio. En esta ocasión el arma fue un cuchillo de caza, pero el hombre fue desarmado de inmediato por los espectadores.
En rigor la única forma de librarse de mí consistía en usar armas, ¿y dónde podrían encontrarse tropas que se me opusieran? Viniciano creyó que conocía la respuesta a esta pregunta. Consiguió la ayuda de Escriboniano. Este Escriboniano era un primo carnal de la pequeña Camila, a quien mi abuela Livia había envenenado mucho tiempo antes, el día en que ella y yo debíamos comprometernos. Cuando me encontraba en Cartago, el año anterior a aquel en que murió mi hermano, Escriboniano se mostró muy insultante conmigo porque acababa de distinguirse en una batalla con el tal Tacfarinas, en la cual yo no pude tomar parte. Y su padre, Fuño Camilo, que era gobernador de la provincia de África, le obligó a pedirme perdón en público. Tuvo que obedecer, porque en Roma la palabra de un padre es la ley, pero jamás me perdonó, y en dos o tres ocasiones, desde entonces, se portó muy groseramente conmigo. Bajo el reinado de Calígula fue el principal de mis torturadores de palacio. Casi todas las trampas para lobos y bromas pesadas similares con que se me torturó, fueron ideadas por él. De modo que podrán imaginarse que cuando Escriboniano, a quien Calígula había enviado en fecha reciente a dirigir las fuerzas romanas en Dalmacia, se enteró de mi elección como emperador, no solo se mostró celoso y disgustado, sino también alarmado por su propia seguridad. Comenzó a preguntarse si, cuando regresara a Roma, terminado su plazo de comando, yo pertenecería al tipo de hombres que perdonan los insultos, y en ese caso, si mi perdón no sería menos fácil de soportar que mi cólera. Decidió presentarme los habituales respetos debidos a un comandante en jefe, pero hacer al mismo tiempo todo lo posible para conquistar la lealtad personal de las fuerzas a sus órdenes. Cuando llegase el momento de llamarlo, me escribiría lo que Gaetúlico había. escrito una vez al emperador Tiberio desde el Rhin: «Puedes contar con mi lealtad mientras yo conserve mi mando».
Viniciano era amigo personal de Escriboniano y lo mantuvo informado, por carta, de lo que sucedía en Roma. Cuando Silano fue ejecutado, Viniciano le escribió:
Tengo malas noticias para ti, mi querido Escriboniano. Después de deshonrar la dignidad de Roma con su estupidez, su ignorancia y sus payasadas, y con su completa dependencia de los consejos de un hato de libertos griegos, un bribón judío manirroto, Vitelio, su compañero de borracheras, y Mesalina, su lasciva y ambiciosa esposa, Claudio ha cometido el primer asesinato de importancia. El pobre Appio Silano, fue llamado de su comando en España, se lo tuvo rondando en palacio, en suspenso, durante uno o dos meses, y luego, de pronto, lo sacaron de la cama, una mañana temprano, y lo ejecutaron sumariamente. Claudio vino ayer al Senado y tuvo la desfachatez de bromear al respecto. Todos los hombres de mentalidad recta de la ciudad convienen en que Silano debe ser vengado, y consideran que si apareciese un dirigente conveniente, toda la nación lo recibiría con los brazos abiertos. Claudio ha vuelto las cosas patas arriba por completo, y casi deseamos que Calígula pudiera estar de vuelta. Por desgracia, en estos momentos puede basarse en los guardias, y sin tropas no podemos hacer nada. Se ha intentado sin éxito el asesinato; es tan cobarde, que no se puede entrar en palacio con un alfiler sin que los hombres que lo registran a uno en el vestíbulo se lo saquen. Esperamos que vengas en nuestro rescate. Si marchases sobre Roma con los regimientos Séptimo y Undécimo, y con las fuerzas locales que puedas reunir, todos nuestros problemas habrían terminado. Promételes a los guardias un botín tan grande como el que Claudio les entregó, y se pasarán a tu bando de inmediato. Lo desprecian, lo consideran un civil entrometido, y no les ha dado más que una sola pieza de oro por hombre, para beber a su salud en el día de su cumpleaños, desde su primer acto de generosidad obligada. En cuanto desembarques en Italia, creo que la dificultad del trasporte puede solucionarse con facilidad. Nos uniremos a ti en una fuerza voluntaria y te proporcionaremos todo el dinero que puedas necesitar. No vaciles. Ahora es el momento, antes de que las cosas empeoren. Puedes llegar a Roma antes de que Claudio consiga refuerzos en el Rhin. Y de todos modos no creo que obtenga ninguno, si los mandase a pedir. Se dice que los germanos están planeando su venganza, y Galba no es hombre que abandone su puesto en el Rhin cuando las Chatias están a punto de avanzar. Y Gabinio no vendrá, si Galba se queda; siempre trabajan juntos. De modo que la revolución promete ser incruenta. No quiero apelar a ti por medio de advertencias en cuanto a tu seguridad personal, porque sé que pones el honor de Roma antes que tus intereses privados. Pero será mejor que sepas que Claudio le dijo hace unas noches a mi primo Vinicio: «Yo no olvido las antiguas deudas. Cuando cierto gobernador regrese a Roma de su comando en los Balcanes, recuerda, tendrá que pagar con su sangre por las bromas que en una ocasión me hizo». Una cosa más. No tengas escrúpulos alguno en cuanto a dejar la provincia indefensa. Los regimientos no tienen por qué estar ausentes mucho tiempo, ¿y por qué no habrías de llevarte contigo una gran cantidad de rehenes, para disuadir a los provincianos de levantarse en tu ausencia? Además, Dalmacia no es una provincia de frontera. Hazme saber en seguida si estás con nosotros, y si te sientes dispuesto a conquistar un nombre tan glorioso como tu gran antecesor Camilo, convirtiéndote en el segundo salvador de Roma.
Escriboniano decidió correr el riesgo. Escribió a Viniciano diciéndole que necesitaría 150 trasportes de Italia, además de los barcos que pudiese expropiar en puertos de Dalmacia. También necesitaría un millón de piezas de oro en dinero efectivo, para convencer a los dos regimientos regulares, cada uno de 5.000 hombres, y a los 20.000 reclutas dálmatas a quienes convocaría bajo bandera, para quebrar su juramente de fidelidad hacia mí. De modo que Viniciano y sus colegas en la conspiración —seis senadores y siete caballeros, y diez caballeros y seis senadores a quienes yo había degradado de sus órdenes— salieron de Roma discretamente, so pretexto de visitar sus propiedades de campo. La primera noticia que tuve de la rebelión fue una carta que me llegó de Escriboniano, redactada en los términos más insolentes; me llamaba impostor e imbécil, y me ordenaba que abandonase todos mis puestos de inmediato y me retirase a la vida civil. Me dijo que había demostrado mi lamentable incapacidad para la tarea que me confió el Senado, en un momento de confusión y aberración, y que él, Escriboniano, repudiaba ahora su juramento de fidelidad y estaba a punto de partir a Italia con una fuerza de 30.000 hombres, para restablecer el orden y el gobierno decente en Roma y en el resto del mundo. Si renunciaba a mi monarquía al recibir esa advertencia, me perdonaría la vida y me concedería, a mí y a los míos, la misma amnistía que se me había convencido sabiamente que concediese a mis opositores políticos, al subir al trono.
Lo primero que hice al leer esta carta fue estallar en carcajadas. Cielos, qué deliciosa experiencia sería esa de retirarme otra vez a la vida privada, y vivir tranquilamente y fácilmente, bajo un gobierno ordenado, con Mesalina y mis libros y mis hijos. Por cierto, sin duda alguna renunciaría si el propio Escriboniano se consideraba más capaz de gobernar que yo. Y poder repantigarme de nuevo en mi silla, por así decirlo, y ver cómo otro luchaba con la imposible tarea que jamás había querido aceptar yo y que resultaba más fatigosa, obsesionante y desagradecida de lo que se hubiese podido explicar con palabras. Era como si el rey Agamenón hubiese saltado hacia adelante cuando Laoconte y sus dos hijos luchaban con las dos grandes serpientes enviadas por un colérico Dios para destruirlos, y hubiera gritado: «Ea, deja que yo me encare con esas dos espléndidas criaturas. Tú no eres digno de luchar con ellas. Déjalas, te digo, o será peor para ti». ¿Pero podía confiar en que Escriboniano cumpliría con su palabra en cuanto a la amnistía y me perdonaría mi vida y la de mi familia? ¿Y sería su gobierno tan ordenado y decente como él esperaba que lo fuese? ¿Y qué dirían los guardias al respecto? ¿Y era Escriboniano tan popular en Roma como parecía creerlo? ¿Y las serpientes consentirían en dejar a Laoconte y sus hijos y enroscarse, en cambio, alrededor del cuerpo de ese Agamenón?
Convoqué apresuradamente al Senado y le hablé en los siguientes términos:
—Señores, antes de leerles esta carta debo decirles que estoy dispuesto a aceptar las demandas que ella contiene, y que aceptaría de buen grado el descanso y la seguridad que con cierta severidad me promete. En verdad, el único motivo que podría inducirme a declinar las proposiciones hechas por este Furio Camilo Escriboniano sería un fuerte sentimiento de parte de ustedes en el sentido de que el país estaría en peor situación si yo lo hiciera. Admito que hasta el año pasado desconocía vergonzosamente las artes del gobierno y del procedimiento legal y militar. Y si bien aprendo todos los días, mi educación está atrasada. No existen hombres de mi edad y rango que no puedan enseñarme suficientes lugares comunes técnicos que desconozco en absoluto. Pero de eso tiene la culpa mi mala salud primitiva y la pobre opinión que mi brillante familia —ahora en parte deificada— tenía en cuanto a mi ingenio, cuando yo era un niño. No se ha debido a ninguna intención de eludir mis deberes para con nuestra patria. E incluso cuando no esperaba ser elevado jamás a un puesto responsable, mejoré mi personalidad por medio de estudios privados que, creo que convendréis conmigo, emprendí con elogiable aplicación. Me tomo la libertad de sugerir que mi familia se equivocó, que nunca fui un imbécil. Conquisté un testimonio verbal en ese sentido, de labios del dios Augusto, poco después de su visita a Postumo Agripa en su isla, y del noble Asinio Polio en la biblioteca de Apolo, tres días antes de su muerte, aunque me aconsejó, sin embargo, que adoptase una máscara de estupidez, como el primer Bruto, como protección contra ciertas personas que habrían querido eliminarme si mostraba una inteligencia demasiado grande. También mi esposa Urgulanila, de quien me divorcié por su temperamento hosco, su infidelidad y su brutalidad general, se tomó la molestia de registrar en su testamento —puedo mostrarlo, si así lo quieren— su convicción de que yo no era un tonto. Las últimas palabras de la diosa Livia Augusta, en su lecho de muerte, o quizá debería decir «poco después de su Apoteosis», fueron: «Pensar que alguna vez te he considerado un tonto». Admito que mi hermana Livila, mi madre Antonia Augusta, mi sobrino el extinto emperador Cayo y mi tío Tiberio, su predecesor, jamás revisaron la mala opinión que tenían de mí... Y que los dos últimos registraron dicha opinión en cartas oficiales a este Senado. Mi tío Tiberio me negó un puesto entre ustedes, basándose en la afirmación de que ningún discurso que yo pudiese pronunciar sería otra cosa que una prueba para la paciencia de ustedes y un derroche de tiempo. Mi sobrino Cayo Calígula me concedió un escaño porque yo era su tío y quería parecer magnánimo. Pero dictaminó que debía hablar el último de todos en cualquier debate, y dijo en un discurso, que si no lo recuerdan lo encontrarán registrado en los archivos, que si algún miembro deseaba efectuar sus necesidades durante una sesión, tuviese en el futuro la buena educación de contenerse y no distraer la atención saliendo en mitad de un importante discurso —el de él, por ejemplo—, sino que esperase hasta que la señal para un abandono general de la atención fuera dada por la llamada del cónsul a Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico (como entonces se me conocía) para que diese su opinión acerca del asunto del debate. Bien, ustedes siguieron el consejo, según lo recuerdo, sin suponer que yo tuviese sentimiento alguno que pudiera ser herido, y sin pensar que se me había ofendido tan a menudo antes de eso, que para entonces ya debía estar tan acorazado como el dragón sin alas de Tiberio. O quizá convinieron con mi sobrino en que yo era en verdad un imbécil. Sin embargo, las meditadas opiniones de los dos dioses Augusto y Livia —opiniones sobre las cuales, sin embargo, tienen que aceptar mi palabra, porque no están registradas en parte alguna en escrito—, superan sin duda la de cualesquiera mortal común. Me siento dispuesto a considerar blasfemo a cualquiera que los contradiga. No porque la blasfemia sea hoy un delito criminal -—hemos modificado esa definición—, pero por lo menos es de mala educación, y quizá peligrosa si los dioses llegan a escucharla. Además, mi sobrino y mi tío tuvieron ambos una muerte violenta y no fueron lamentados, y sus discursos y cartas no se citan ya con el respeto con que se citan los discursos y cartas del dios Augusto, y gran parte de la legislación promulgada por ellos ha caído en desuso. Fueron los leones de su época, señores, pero ahora están muertos y, en las palabras del proverbio judío que el dios Augusto se complacía en citar —lo tomó en préstamo el rey Heredes el Grande de Judea, por cuyo ingenio tenía tanto respeto como el que yo tengo por el rey Herodes Agripa, su nieto—, 17» perro vivo vale más que un león muerto. Yo no soy un león, eso lo saben. Pero considero que no he sido tan mal perro guardián. Y afirmar que he dirigido mal los asuntos nacionales y que soy un imbécil es, según creo, un insulto hacia ustedes más que hacia mí, porque ustedes me endosaron la monarquía, y en muchas ocasiones, desde entonces, me han congratulado por mis éxitos y recompensado con muchos grandes honores, incluso el de Padre de la Patria. Si el Padre es un imbécil, es indudable que sus hijos habrán heredado el defecto.
Luego leí la carta de Escriboniano y miré en mi derredor, con expresión interrogante. Todos se habían mostrado muy incómodos durante mi discurso, si bien nadie se atrevió a hacer otra cosa que aplaudir, protestar o demostrar sorpresa en los puntos en que tales sentimientos parecían ser esperados. Ustedes, mis lectores, pensarán sin duda lo que todos ellos pensaban: «¡Qué curioso discurso para pronunciar en vísperas de una rebelión! ¿Por qué habrá insistido Claudio en recordar un asunto que supuestamente nosotros hemos olvidado: su aparente imbecilidad? ¿Por qué creyó necesario recordarnos que su familia en una ocasión lo consideró mentalmente incapaz, y leer los pasajes de la carta de Escriboniano referentes a ello, y por qué se rebajó a discutirlo?» Sí, parecía sospechoso, como si en realidad yo supiese que era un imbécil y tratara de convencerme de que no lo era. Pero sabía lo que hacía. En rigor me estaba mostrando muy astuto. En primer lugar había hablado con extrema franqueza, y una franqueza inesperada acerca de uno mismo jamás resulta inaceptable. Le recordaba al Senado qué clase de hombre era —honrado y abnegado; no inteligente, pero tampoco interesado—, qué clase de hombres eran ellos: inteligentes pero interesados, y ni honestos ni abnegados; ni siquiera valientes. Casio Querea les había advertido que no le entregasen la monarquía a un idiota, y ellos hicieron caso omiso de su consejo por temor a los guardias... y sin embargo las cosas habían salido bien, hasta ese momento. La prosperidad volvía a Roma, la justicia se dispensaba con equidad, el pueblo estaba satisfecho, nuestros ejércitos triunfaban en el exterior, y yo no hacía el tirano en ninguna forma extravagante, y, como dije en la discusión que siguió, quizás había llegado más lejos, arrastrándome con mi pierna coja, de lo que habrían llegado la mayoría de los hombres con un par de piernas sanas. Porque, demasiado consciente de mi capacidad, no me permitía pausa ni disminución alguna del ritmo. Por otra parte, quería demostrarles con mi discurso que estaban en entera libertad de expulsarme si así lo querían; y mi digna franqueza en cuanto a mis defectos debía estimularlos a no ser severos ni vengativos cuando volviese a ser un ciudadano común.
Se pronunciaron varios discursos leales, todos en términos más bien discretos, por temor a la venganza de Escriboniano, si éste me obligaba a renunciar. Sólo Vinicio habló con energía:
—Señores, creo que muchos de nosotros debemos estar sintiendo muy a fondo el reproche que el Padre de la Patria nos ha acumulado encima, por bondadosamente que lo hiciera. Confieso que estoy cordialmente avergonzado de haberlo juzgado mal antes de su acceso, y que lo creía incapaz de los puestos que desde entonces ha ocupado tan noblemente. Me resulta increíble que sus poderes mentales fuesen alguna vez menospreciados por algunos de nosotros, y la única explicación que puedo ofrecer es que nos engañó, primero con su gran modestia, y luego con la forma deliberada en que se rebajó a sí mismo durante el reinado del extinto emperador. Ya conocen el proverbio «Ningún hombre grita 'este pez apesta'». Este proverbio quedó desacreditado bajo Calígula, cuando ningún hombre prudente que llevase pescado en su cesta se atrevía a gritar otra cosa que «pescado apestoso», por temor de que Calígula sintiese codicia o celos. Valerio Asiático ocultó su riqueza, Tiberio Claudio ocultó su ingenio. Yo no tenía otra cosa que ocultar, salvo mi disgusto por la tiranía, pero lo oculté hasta que llegó el momento de la acción. Sí, todos gritamos «pescado apestoso». Calígula está muerto ahora, y bajo el reinado de Claudio la franqueza ha vuelto a campear por sus derechos. Seré franco: mi primo Viniciano habló con violencia contra Claudio, últimamente, en mi presencia, y sugirió que era preciso deponerlo. Yo se lo reproché, airado, pero no informé del asunto al Senado, porque ahora no existe ni hay en vigencia ninguna ley por traición, y porque, a fin de cuentas, es mi primo. Es preciso permitir la libertad de palabra, en especial en el caso de los parientes. Viniciano no está hoy aquí. Ha abandonado la ciudad. Temo que ha ido a unirse a Escriboniano. Seis de sus amigos íntimos también están ausentes, según veo. Deben de haber ido con él. Y sin embargo, ¿qué son siete hombres disconformes... siete contra quinientos? Una minoría insignificante. Y el de ellos, ¿es un descontento auténtico, o es una ambición personal? Condeno la acción de mi primo por tres motivos: el primero, porque es un desagradecido; el segundo, porque es desleal; el tercero, porque es un tonto. Su ingratitud: el Padre de la Patria le perdonó por apoyarme como candidato a la monarquía, y ha mostrado gran tolerancia, desde entonces, hacía sus discursos impertinentes y obstructivos en este Senado. Su deslealtad: se comprometió bajo juramento a obedecer a Tiberio Claudio César como jefe del Estado. Una violación de este juramento solo podía ser excusada en el improbable caso de que César violase de manera flagrante su juramento de gobernar con justicia, con respeto al bienestar común. César no ha violado su juramento. La deslealtad hacia César es por lo tanto una impiedad hacia los dioses ante los cuales juró Viniciano, y una enemistad hacia el Estado, que está más contento que nunca de ser gobernado por César. Su locura: si bien es posible que Escriboniano pueda convencer a unos cuantos miles de soldados de sus tropas, por medio de mentiras y sobornos, de que invadan Italia, y aunque incluso es posible que conquiste algunos éxitos militares, ¿cree de veras, algún miembro de este honorable Senado que está destinado a ser nuestro emperador? ¿Cree alguien que los guardias, nuestro principal baluarte, se pasarán a su bando? Los guardias no son tontos; saben cuándo están en buena situación. El Senado y el Pueblo tampoco son tontos. Saben que bajo Claudio gozan de una libertad y una prosperidad que coherentemente les fue negada por su inmediato predecesor. Escriboniano no puede imponerse a la ciudad, como no sea prometiendo corregir los errores existentes, y le será muy difícil encontrar errores que corregir. Tal como yo veo el caso, señores, esta revuelta es motivada por celos y ambiciones personales. Ahora se nos pide, no solo que cambiemos un emperador que en todo sentido ha demostrado ser digno de nuestra admiración y obediencia, por uno acerca de cuya capacidad conocemos muy poco y de cuyas intenciones sospechamos, sino que además corramos el riesgo de una sangrienta guerra civil. Porque supongamos que César fuese convencido de que es necesario que renuncie: ¿reconocerían los ejércitos necesariamente a Escriboniano como su comandante? Existen varios hombres de rango mucho más capaces de hacerse cargo de la monarquía que Escriboniano. ¿Qué podrá impedir que algún otro comandante de cuerpo, con cuatro regimientos regulares a sus espaldas, en lugar de los dos de Escriboniano, se establezca como emperador rival y marche sobre Roma? Y aunque el intento de Escriboniano tuviese éxito, cosa que considero muy improbable, ¿qué pasa con Viniciano? ¿Se conformará con hincar la rodilla ante el altanero Escriboniano? ¿Acaso no ha ofrecido su apoyo en el entendimiento de que el imperio será compartido por ambos? Y en ese caso, ¿no debemos esperar otro duelo a muerte, como el que se libró en una ocasión entre Pompeyo y el dios Julio César, y luego entre Marco Antonio y el dios Augusto? No, señores. Este es un caso en que nuestra lealtad, nuestra gratitud y nuestros intereses van de la mano. Debemos respaldar con lealtad a Tiberio Claudio César, si queremos conquistar el agradecimiento del país, la aprobación de los dioses y nuestras propias felicitaciones más tarde, cuando Viniciano y Escriboniano hayan tenido la suerte de traidores que tanto se merecen.
Luego habló Rufrio.
—Considero infortunado que la deslealtad de los guardias haya sido siquiera mencionada en este Senado. Como su comandante, repudio la idea de que incluso un solo hombre llegue a olvidar su deber para con el emperador. Recordarán ustedes, señores, que fueron los guardias quienes primero llamaron a Tiberio Claudio César, ahora el Padre de la Patria, a hacerse cargo del comando supremo del ejército, y que este Senado se mostró durante un tiempo hostil a confirmar su elección. Por lo tanto no es prudente que un senador sugiera que los guardias sean desleales. No, ya que ellos fueron los primeros en aclamar emperador a Tiberio Claudio César, así serán los últimos en abandonar su causa. Y si al campamento llega alguna noticia de que el Senado ha decidido ofrecer el comando a alguna otra persona... en ese caso, señores, les aconsejo que inmediatamente después de tomar la decisión se fortifiquen en este edificio lo mejor que puedan, con barricadas de bancos y pilas de piedras, o que levanten las sesiones sine die y se dispersen en todas direcciones.
Por lo tanto se me concedió un unánime voto de confianza y el Senado me autorizó a escribir a Escriboniano informándole que quedaba suspendido en su puesto y que debía regresar en el acto a Roma para explicarse. Pero Escriboniano jamás recibió mi carta; ya había muerto.
Ahora relataré lo que sucedió. Después de haber logrado, como pensaba, hacerse muy popular entre sus tropas, gracias al relajamiento de la disciplina, a una abundancia de entretenimientos gratuitos y a una ración de vino aumentada a su propia costa, hizo formar a los regimientos Séptimo y Undécimo, juntos, en el anfiteatro local, y les dijo que su vida estaba en peligro. Les leyó la carta de Viniciano, o gran parte de ella, y les preguntó si lo respaldarían en su tentativa de librar a Roma de una tiranía que parecía tan violenta, caprichosa y cruel como la de Calígula.
—La república debe ser restablecida —gritó—; sólo bajo la república se ha gozado de una verdadera libertad. —Sembró al voleo, como se dice, y gran parte de la simiente pareció brotar en seguida. Los soldados comunes olieron dinero a montones; les gustaba el dinero, y les parecía injusto que un comandante tan generoso pudiese ser sacrificado a mi cólera o mi ira. Lo vitorearon estruendosamente, y también vitorearon a Viniciano, que en una ocasión había mandado el Undécimo regimiento, y juraron seguir a ambos, si era necesario hasta los confines de la tierra. Escriboniano les prometió diez piezas de oro a cada uno en el acto; otras cuarenta al llegar a Italia y cien más por cada día que adelantasen el avance victorioso hacia Roma. Les pagó las diez piezas de oro y los envió de vuelta al campamento, ordenándoles que se mantuviesen preparados para la inminente campaña. El llamamiento se haría en cuanto llegaran de Italia los trasportes y las levas nativas estuviesen bajo las armas. Pero Escriboniano había cometido un gran error al menospreciar la lealtad e inteligencia de sus hombres. Es cierto que se los podía llevar con facilidad a un estado de indignación temporaria, que no eran ajenos a aceptar dádivas de dinero, cuando estaban de ese humor. Pero una abierta violación del juramento de los soldados era una cosa muy distinta. Eso no se compraba con tanta facilidad. Lo seguirían hasta los confines de la tierra, pero no hasta Roma, el centro de la misma. Harían falta más de diez piezas de oro por hombre para convencerlos de que se embarcaran rumbo a Italia, con la promesa de cuarenta más al desembarcar. Abandonar su provincia e invadir Italia era rebelarse, y el castigo de una rebelión infructuosa era la muerte —la muerte en el combate, o la muerte bajo la espada del verdugo—, quizá la muerte por azotes, o la crucifixión, si al emperador le daba la gana de hacer un ejemplo con ellos. Se convocó a una reunión de oficiales para decidir si se seguiría o no a Escriboniano. Se expresaron algunas simpatías hacia él, pero ningún gran deseo de recurrir a la rebelión. Sea como fuere, nadie quería que la república se restaurase. Escriboniano les había dicho que contaba con su apoyo, e insinuó que los entregaría a la justa furia de los soldados comunes si se negaban a unirse a él en una causa tan gloriosa como el restablecimiento de las antiguas libertades romanas. Decidieron ganar tiempo. Le enviaron una delegación informándole que todavía no habían llegado a una decisión, pero que le harían conocer lo que resolviesen —si los perdonaba por sus concienzudas vacilaciones— el día en que zarpara la expedición. Escriboniano les dijo que hicieran como les pareciese —tenía abundancia de hombres capaces para poner en sus puestos—, pero les previno que si declinaban unirse a él debían estar dispuestos a morir por su obstinación. Más importante que esta reunión de oficiales, también se realizó una reunión secreta de portaestandartes, sargentos y cabos, todos hombres con más de doce años de servicios y la mayoría de ellos casados con mujeres dálmatas, porque todos sus servicios los habían prestados allí: una legión romana jamás era desplazada de una provincia a otra. En rigor, el Séptimo y el Undécimo consideraban Dalmacia como su hogar permanente, y no tenían intereses o idea alguna aparte de pasarlo lo más cómodamente que fuese posible allí, y defender sus posesiones.
El abanderado del Séptimo se dirigió de la siguiente manera a la reunión:
—Muchachos, ¿tienen la intención de seguir de veras al general a Italia? A mí me parece una aventura bastante tonta, muy aparte de la cuestión del honor del regimiento. Hemos jurado fidelidad a Tiberio Claudio César, ¿no es así? El ha demostrado ser un hombre honrado, ¿es verdad? Puede que le haya jugado una mala pasada al viejo Escriboniano, ¿pero quién sabe de qué lado está la justicia? El viejo Escriboniano ha jugado sus malas pasadas, todos lo sabemos. ¿Por qué no dejar que los dos arreglen sus propias cuentas ? Estoy dispuesto a luchar contra los germanos, los moros, los partos, los judíos, los bretones, los árabes, los chinos; que me envíen adonde quieran, ese es mi trabajo como soldado enganchado. Pero no pienso luchar en Italia contra la división de la guardia. El emperador es muy popular en ella, según se me dice, y además es ridículo pensar, en mi opinión, que los guardias y nosotros podamos combatir. El general jamás habría debido pedírnoslo. Personalmente, no he gastado ese dinero que nos regaló y no pienso hacerlo. Abandonemos el asunto.
Todo el mundo estuvo de acuerdo, pero los soldados jóvenes y los casos más difíciles —soldados viejos, de mal carácter— se habían puesto tan excitados para entonces, con la esperanza de dinero fácil y abundancia de botín, que el problema que debió encarar la reunión fue la forma de terminar con la rebelión sin colocarse en una falsa posición. A alguien se le ocurrió una idea sensata. Un motín estallado en esos mismos regimientos, treinta años antes, había sido aplastado de pronto por un signo ominoso del cielo: un eclipse, seguido de una lluvia torrencial. ¿Por qué no proporcionar ahora otro signo ominoso para desalentar la rebelión? En el acto decidieron uno adecuado. Cinco días después llegó la orden de Escriboniano de que los regimientos marchasen al puerto, completamente armados, con sus raciones y sus equipos, dispuestos a embarcarse en seguida para Italia. Los abanderados del Séptimo y el Undécimo informaron simultáneamente a sus comandantes que no habían podido adornar esa mañana las Águilas en la forma acostumbrada, con coronas de laurel. Las guirnaldas se habían caído en cuanto las sacaron, y quedaron marchitas de inmediato. Luego también llegaron corriendo los abanderados, con fingida consternación, para informar de otro milagro: los estandartes se habían negado a salir de la tierra en la cual estaban clavados. Los oficiales se sintieron encantados de escuchar esos espantosos augurios, e informaron de ellos a Escriboniano. Este se encolerizó y llegó corriendo al campamento del Undécimo.
—¿Dicen que los estandartes se niegan a moverse, embusteros? Es porque son un hatajo de cobardes y no tienen ni siquiera el valor de los perros. ¡Miren! ¿Quién dice que este estandarte no puede ser movido?—. Se acercó al estandarte más cercano y tiró de él. Tiró y forcejeó hasta que las venas se le hincharon en la frente como cuerdas; pero no pudo ni siquiera mover el asta. En rigor, lo habían incrustado secretamente en hormigón, la noche de la reunión, lo mismo que a todos los demás estandartes, con tierra apilada encima. El hormigón había fraguado y estaba duro como una roca.
Escriboniano vio que todo estaba perdido y, corriendo hacia el puerto, saltó a bordo de su yate privado y le dijo a la tripulación que zarpase y se hiciera a la mar de inmediato. Puso rumbo a Italia, con la intención, supongo, de prevenir a Viniciano de su fracaso. Pero en lugar de eso la tripulación lo desembarcó en la isla de Lissa, cerca de Corfú, sospechando que sus planes habían fracasado y no queriendo tener más relaciones con él. Sólo uno de los libertos permaneció con él y estuvo presente cuando se suicidó. Viniciano también se suicidó cuando le llegaron las noticias, uno o dos días después; lo mismo hicieron la mayoría de los otros rebeldes. La rebelión había terminado.
No fingiré que no pasé diez días ansiosos antes de dirigirme al Senado y conocer las dichosas nuevas del fracaso de Escriboniano. Me volví muy excitable y si no hubiese sido por los esfuerzos de Jenofonte, quizás habría tenido una grave recaída en mi antigua enfermedad nerviosa. Pero me dio varias dosis de esto y de aquello, y me masajeó y estimuló, con su sequedad habitual, diciéndome que no tuviese miedo del futuro. Y de tal modo me sacó adelante sin ningún daño serio para mi salud. Un verso de Homero se me había metido en la cabeza, y se lo repetía a todos aquellos con quienes me encontraba:
Resiste y resiste con todas tus fuerzas al hombre
que, no provocado, te provoca a combatir.
Incluso se la di un día a Rufrio, como santo y seña. Mesalina se burló de mí, pero yo ya tenía una respuesta lista:
—También se le metió en la cabeza a Homero. Usó esos versos una y otra vez, en una ocasión en La Ilíada, y dos o tres veces en La Odisea.
La devoción de Mesalina fue un gran consuelo, lo mismo que los leales gritos de los ciudadanos y los soldados, cada vez que aparecía en público, y la confianza que el Senado parecía sentir por mí.
Recompensé al Séptimo y al Undécimo pidiéndole al Senado que volviese a rebautizarlos con el nombre de «Los leales regimientos de Claudio», y por insistencia de Mesalina (Vitelio convino con ella en que no era ocasión para una amnistía) condené a muerte a los principales rebeldes que habían sobrevivido. Pero no los ejecuté sumariamente como había ejecutado a Silano, sino que les concedí a cada uno por turno un juicio normal. El procedimiento que adopté consistió en leer la acusación sentado en una silla oficial con los cónsules de pie a uno y otro lado. Luego me retiré a mi escaño y los cónsules pidieron sus propias sillas oficiales y condujeron el juicio como jueces. En aquellos días sufría de un grave resfriado, que redujo mi voz, nunca muy fuerte, a un susurro. Pero tenía a Narciso, Polibio y los coroneles de la guardia a mi lado, y si quería interrogar a un prisionero o un testigo le entregaba una lista de preguntas para que se las hicieran en mi nombre, o se las trasmitía en un susurro. Narciso era el mejor portavoz, de modo que lo empleaba con más frecuencia que a los demás. Esto provocó un equivoco. Más tarde mis enemigos afirmaron que había dirigido la acusación por su propia iniciativa... ¡Un simple liberto acusando a nobles romanos, qué escándalo! En efecto, Narciso tenía modales seguros e independientes, y debo admitir que me incorporé a las carcajadas generales contra él, cuando el fiel liberto de Escriboniano, a quien interrogaba, resultó ser superior a él en las réplicas.
NARCISO: ¿Fuiste liberto de Furio Camilo Escriboniano? ¿Estuviste presente en el momento de su muerte?
LIBERTO: Sí.
NARCISO : ¿Te hizo confidencias en cuanto a esa presunta rebelión? ¿Sabías quiénes eran sus cómplices?
LIBERTO: ¿Quieres sugerir que he sido indigno de su confianza? ¿Qué si tuvo cómplices, como tú los llamas, en esta supuesta rebelión, debo traicionarlos?
NARCISO: No sugiero nada, te estoy haciendo una pregunta sencilla.
LIBERTO: Entonces te doy una respuesta sencilla. No lo recuerdo.
NARCISO: ¿No lo recuerdas?
LIBERTO: Sus últimas palabras a mí fueron: «Olvídate de todo lo que haya dicho en este asunto. Deja que mis secretos mueran conmigo».
NARCISO: Ah, entonces puedo suponer que gozaste de su confianza.
LIBERTO: Supón lo que quieras. No me interesa. Las órdenes de mi amo, al morir, fueron que olvidase. Lo he obedecido implícitamente.
NARCISO: (Violentamente, adelantándose hacia el centro de la sala, furioso, de modo que no me deja ver al testigo): Un honestísimo liberto, por Hércules. Y dime, amigo, ¿qué habrías hecho si Escriboniano hubiera llegado a ser emperador?
LIBERTO: (Con repentino acaloramiento): Me habría quedado detrás de él, amigo, y habría mantenido la boca cerrada.
Quince nobles o ex nobles rebeldes fueron ejecutados, pero solo uno de ellos era senador, cierto Junco, magistrado de primer rango, y lo obligué a renunciar a su puesto antes de ejecutarlo. Los otros senadores se habían suicidado antes de ser arrestados. Contrariamente a la costumbre habitual, no confisqué las propiedades de los rebeldes ejecutados, sino que dejé que sus herederos las recibiesen como si se hubiesen suicidado decentemente. En tres o cuatro casos, en verdad, cuando las propiedades estaban muy cargadas de deudas —cosa que probablemente era la razón de su participación en la rebelión—, llegué a hacer a los herederos regalos de dinero. Se ha dicho que Narciso aceptó sobornos para ocultar pruebas de culpabilidad contra ciertos rebeldes. Por cierto que esta es una invención. Yo mismo dirigí las investigaciones preliminares, con ayuda de Polibio, y tomé declaraciones. Narciso no tuvo oportunidad alguna de ocultar pruebas. Pero Mesalina tuvo acceso a los papeles y puede haber destruido alguno de ellos. No puedo decir si lo hizo o no. Pero ni Narciso ni Polibio los manejaron, como no fuese en mi presencia. También se ha dicho que libertos y ciudadanos fueron torturados en un intento de arrancarles pruebas. Esto también es falso. Algunos esclavos fueron puestos sobre el potro, pero no para obligarlos a dar pruebas contra sus amos, sino solo para hacer que declarasen contra ciertos libertos a quienes se sospechaba de perjurio. El origen del informe de que torturé a libertos y ciudadanos debe encontrarse quizás en el caso de algunos de los esclavos de Viniciano, a quien éste concedió la libertad cuando vio que la rebelión había fracasado, para impedirles que declarasen contra él bajo torturas. Predató su libertad, en el acta de manumisión, en doce meses. Este era un procedimiento ilegal, o por lo menos los hombres estaban todavía en condiciones de ser examinados bajo tortura, según una ley promulgada bajo el reinado de Tiberio, para impedir este tipo de evasión. Uno de los ciudadanos fue presuntamente torturado cuando se descubrió que no tenía derecho alguno a ser considerado como tal. Junco protestó en su juicio de que se le había maltratado groseramente en la cárcel. Apareció envuelto en vendajes, con grandes heridas en la cara, pero Rufrio declaró que era una mentira lisa y llana: las heridas se debían a que se había resistido durante el arresto: saltó por la ventana de su dormitorio en Bríndisi, y trató de pasar a través de un seto de espinos. Dos capitanes de la guardia confirmaron eso. Pero Junco se vengó de Rufrio.
—Si debo morir, Rufrio —dijo—, entonces te llevaré conmigo. —Luego se volvió hacia mí:—. Tu digno comandante de la guardia te odia y te desprecia tanto como yo. Peto y yo lo entrevistamos, en nombre de Viniciano, para preguntarle si a la llegada de las fuerzas de Dalmacia pondría a los guardias de nuestra parte. Se comprometió a hacerlo, pero solo con la condición de que él, Escriboniano y Viniciano se repartiesen el imperio. Niégalo, Rufrio, si te atreves.
Arresté a Rufrio en el acto. Al principio trató de reírse de la acusación, pero Peto, uno de los caballeros rebeldes que aguardaban su juicio, respaldó la declaración de Junco, y al cabo aquél se derrumbó y pidió piedad. Le concedí la merced de ser su propio verdugo. También unas cuantas mujeres fueron ejecutadas. No entendía por qué el sexo de una mujer debería protegerla de su castigo, si había sido culpable de fomentar una rebelión, y en especial una mujer que no se había casado con un hombre según las formalidades estrictas del matrimonio, sino que había mantenido su independencia y sus propiedades, y por lo tanto no podía alegar que se la había obligado. Se las llevó al patíbulo encadenadas, lo mismo que a sus esposos, y en conjunto mostraron mucha más valentía frente a la muerte. Una mujer, Arria, esposa de Peto pero amiga íntima de Mesalina, casada según las formalidades estrictas, habría podido conquistar sin duda mi perdón si se hubiese atrevido a pedirlo. Pero no, prefirió morir con Peto. Este, como recompensa por sus declaraciones en el caso de Rufrio, recibió permiso para suicidarse antes de recibir una acusación formal. Era un cobarde y no logró reunir fuerzas suficientes para precipitarse sobre su espada. Arria se la arrebató y se la clavó entre sus propias costillas.
—Mira, Peto —dijo antes de morir—, no duele.
La persona más distinguida que murió por complicidad con esta rebelión fue mi sobrina Julia (Helena la Glotona). Me alegré de tener una buena excusa para librarme de ella. Fue ella quien traicionó a su esposo, mi pobre sobrino Nerón, ante Seyano, y quien lo hizo desterrar a la isla en que murió. Después Tiberio le demostró su desprecio entregándola en matrimonio a Blando, un vulgar caballero sin familia. Helena estaba celosa de la belleza de Mesalina, lo mismo que de su poder. Había perdido gran parte de su propia belleza debido a su pasión por la comida y a su indolencia, y se había puesto excesivamente robusta. Pero Viniciano era uno de esos sencillos hombres ratoniles que tienen el mismo amor por las mujeres de encantos abundantes que los ratones tienen por los zapatos grandes. Y si hubiese llegado a ser emperador, como era su intención, sabiendo que era superior a Rufrio y Escriboniano juntos, Helena la Glotona se habría convertido en su emperatriz. Viniciano la traicionó ante Mesalina como prueba de su lealtad hacia nosotros.