Capítulo 2

 

 

 

 

 

 —¿Y adonde podemos ir ahora? —preguntó Herodes a Cypros.

 —Mientras no me pidas que vuelva a humillarme escribiendo cartas de súplica que antes que escribir preferiría la muerte —respondió Cypros con tono de desdicha—, no me importa adonde vayamos. ¿Está la India lo bastante lejos de nuestros acreedores?

 —Cypros, reina mía —dijo Herodes—, sobreviviremos a esta aventura como hemos sobrevivido a tantas otras, y viviremos juntos hasta alcanzar una vejez próspera y feliz. Y te hago mi solemne juramento de que todavía llegarás a reírte de mi hermana Herodías, antes de que haya terminado con ella y su esposo.

 —¡Esa horrible prostituta! —exclamó Cypros con verdadera indignación judía.

 Porque, como he dicho, Herodías no sólo había cometido incesto al casarse con su tío, sino que se había divorciado de él a fin de casarse con su otro tío Antipas, más rico y más poderoso. Los judíos podían perdonar a veces el incesto, porque el matrimonio entre tío y sobrina era práctica común entre las familias reales de Oriente, en especial entre las familias de Armenia y Partía, y la familia de Herodes no era de origen judío. Pero el divorcio era considerado con la máxima repugnancia por cada judío honrado (como antes por cada romano honrado), como vergonzoso para el marido y para la esposa. Y nadie que se hubiese visto en la desagradable necesidad de divorciarse consideraría el divorcio como el camino hacia un nuevo matrimonio. Pero Herodías había vivido lo bastante en Roma como para reírse de estos escrúpulos. En Roma todos los que tienen alguna importancia se divorcian más tarde o más temprano. (Nadie, por ejemplo, me llamaría a mí un libertino, y sin embargo me he divorciado ya de tres esposas y podría llegar a divorciarme de la cuarta.) De modo que Herodías era sumamente impopular en Galilea. Aristóbulo fue a ver a Placeo y le dijo:

 —En reconocimiento de mis servicios, Placeo, ¿no querrías tener la generosidad de entregarme el dinero confiscado a Damasco? Cubriría casi la deuda que tiene Herodes conmigo... la estafa de que te hablé hace unos meses.

 —Aristóbulo —dijo Placeo—, no me has hecho ningún servicio. Has sido el motivo de una ruptura entre mi consejero más capaz y yo, y lo echo de menos más de lo que podría decirte. Por motivos de disciplina gubernamental he tenido que expulsarlo, y por cuestiones de honor no puedo volver a llamarlo. Pero si no hubieras sacado a la luz ese soborno, nadie se hubiera enterado y yo todavía contaría con Herodes para consultarlo en materia de complicados problemas locales que desconciertan en absoluto a un sencillo occidental como yo. Lo lleva en la sangre, ¿entiendes? En rigor yo he vivido en el Oriente mucho más tiempo que él, pero él instintivamente sabe qué hacer en casos en que yo sólo puedo adivinar con torpeza.

 —¿Y qué te parezco yo? —preguntó Aristóbulo—. Quizá pueda yo ocupar el puesto de Herodes.

 —¿Tú, hombrecito? —exclamó Placeo con desprecio—. Careces del toque de Herodes. Y lo que es más, jamás lo adquirirás. Lo sabes tan bien como yo.

 —¿Pero y el dinero? —preguntó Aristóbulo.

 —Si no es para Herodes, menos será para ti. Pero para evitar toda mala voluntad entre nosotros, pienso enviarlo de vuelta a Damasco. —Y lo hizo. Los de Damasco deben de haber pensado que estaba loco.

 Al cabo de un mes, Aristóbulo, que había dejado de ser visto con simpatía en Antioquía, decidió establecerse en Galilea, donde tenía una finca. Había sólo dos días de viaje de allí a Jerusalén, ciudad que le agradaba visitar en todos los importantes festivales judíos, ya que tenía más inclinaciones religiosas que el resto de su familia. Pero no deseaba llevar todo su dinero consigo a Galilea, porque si llegaba a reñir con su tío Antipas podía verse obligado a salir de prisa, y Antipas quedaría más rico gracias a ello. Por lo tanto decidió trasladar la mayor parte de su crédito de una firma bancaria de Antioquía a otra de Roma, y me escribió, como a un amigo de la familia digno de confianza, otorgándome la autoridad para invertirlo en propiedades territoriales a su nombre, según se presentase la oportunidad.

 Herodes no pudo regresar a Galilea. Y también había reñido con su tío Filipo, el tetrarca de Bashán, por cuestión de algunas propiedades de su padre que Pilipo había malversado, y el gobernador de Judea y Samaría —porque el tío mayor de Herodes, el rey, había sido expulsado por desgobierno unos años antes y su reino proclamado provincia romana— era Poncio Pilatos, uno de sus acreedores. Herodes no deseaba retirarse permanentemente a Edom —no era amante de los desiertos—, y su posibilidad de que en Egipto lo recibiera bien la gran colonia judía de Alejandría era muy poco considerable. Los judíos alejandrinos son absolutamente estrictos en sus observancias religiosas, casi más estrictos que sus compatriotas de Jerusalén, si eso es posible, y Herodes, de tanto vivir en Roma, había caído en costumbres relajadas, especialmente en materia de alimentación. A los judíos les está prohibido, por su antiguo estadista Moisés, y según entiendo por motivos higiénicos, comer una variedad de carnes comunes. No se trata solamente de la carne de cerdo —se podrían presentar varios argumentos contra el cerdo, quizás—, sino también de la de liebre y conejo, y de otras carnes perfectamente saludables. Y lo que comen debe ser muerto de cierto modo. Les están prohibidos los patos salvajes que han sido derribados por una pedrada de honda, o un ave a la que se le ha retorcido el cuello, o el venado cobrado con arco y flecha. A todos los animales que comen tienen que cortarles la garganta y dejarlos que se desangren. Además, tienen que hacer de cada séptimo día una jornada de descanso absoluto. Sus criados no pueden trabajar, ni siquiera cocinar o encender la hornalla. Y tienen días de duelo nacional en conmemoración de antiguas desgracias, que a menudo chocan con las festividades romanas. Mientras vivía en Roma, a Herodes le había sido imposible ser al mismo tiempo un estricto judío y un popular miembro de la alta sociedad, y por lo tanto prefirió el desprecio de los judíos al de los romanos. Decidió no probar suerte en Alejandría ni perder más tiempo en el Cercano Oriente, donde todas las puertas parecían cerradas para él. Se refugiaría en Partía, donde el rey lo recibiría como a un útil agente en sus designios contra la provincia romana de Siria, o bien regresaría a Roma y se pondría bajo la protección de mi madre. Quizá le fuese posible explicar el malentendido con Placeo. Rechazó la idea de Partía, porque ir allí significaría una completa ruptura con su antigua vida, y tenía mayor confianza en el poder de Roma que en el de Parda, y además sería una tontería tratar de cruzar el Eufrates, entre Siria y Partía, sin el dinero necesario para sobornar a los guardias de frontera, que tenían orden de no permitir la entrada de ningún refugiado político, de modo que finalmente eligió a Roma.

 ¿Y llegó allí a salvo? Ya se verá. No tenía siquiera dinero suficiente para pagar su pasaje marítimo: había estado viviendo a crédito en Antioquía, y en gran estilo. Y si bien Aristóbulo se ofreció a prestarle lo suficiente como para llegar hasta Rodas, se negó a humillarse aceptando el dinero. Además, no podía arriesgarse a comprar pasaje en un barco que bajase por el Orontes, por miedo a ser arrestado en el muelle por sus acreedores. De pronto pensó en alguien de quien quizá pudiese obtener algún dinero, un esclavo de su madre que ésta había legado en el testamento a mi madre Antonia y a quien mi madre liberó y estableció como vendedor de trigo en Acre, ciudad costera situada un poco más al sur de Tiro. El esclavo le pagaba un porcentaje de sus ganancias, y le iba bastante bien. Pero el territorio de Sidón se interponía entre el hombre y Herodes, y éste, en rigor, había aceptado también un regalo de los de Sidón, además del de los de Damasco. De modo que no podía permitirse el lujo de caer en sus manos. Envió a un liberto digno de confianza a que pidiese prestado a ese hombre de Acre y escapó de Antioquía, disfrazado, viajando hacia el este, que era la única dirección que nadie esperaba que tomase, con lo cual eludió las persecuciones. Una vez en el desierto sirio, describió un amplio círculo hacia el sur, en un camello robado, eludió a Bashán, la tetrarquía de su tío Filipo, y Pétrea (o, como algunos la llaman, Gilead, el fértil territorio trasjordanio sobre el cual gobernaba su tío Antipas, lo mismo que sobre Galilea), y contorneó el extremo más lejano del mar Muerto. Llegó a salvo a Edom, donde fue recibido calurosamente por sus salvajes parientes, y esperó, en la misma fortaleza del desierto en que había esperado antes, a que llegase su liberto con el dinero. El liberto consiguió el dinero, 20.000 dracmas de Ática. Como el dracma del Ática vale algo más que la pieza romana de plata, la suma equivalía a más de 900 piezas de oro. Por lo menos, había entregado el pagaré de Herodes por esa suma, y habría llegado con los 20.000 dracmas completos si el vendedor de trigo de Acre no hubiese deducido 2.500, de los cuales acusaba a Herodes de haberlo defraudado unos años antes. El honesto liberto temía que su amo se encolerizaría con él por no haberle llevado todo el dinero, pero Herodes rió y dijo:

 —Contaba con que esos 2.500 me asegurarían el resto de los 20.000. Si ese avaro no hubiese creído que se burlaba de mí al hacer que el pagaré cubriese la antigua deuda, jamás hubiera soñado con prestarme dinero alguno. Porque debe de saber en qué aprietos me encuentro.

 De modo que Herodes ofreció una gran fiesta a los hombres de la tribu y luego se dirigió cautelosamente al puerto de Antedón, cerca de la ciudad filistea de Gaza, donde la costa comienza a curvarse hacia el oeste, en dirección a Egipto. Allí Cypros y sus hijos lo esperaban, disfrazados, a bordo del pequeño carguero en el cual habían zarpado desde Antioquía, y que había sido fletado para llevarlos a Italia por vía Egipto y Sicilia. Precisamente en el momento en que se cambiaban afectuosos saludos entre todos los miembros de la familia tan dichosamente reunida, un sargento y tres soldados romanos aparecieron al costado del barco, en un bote a remo, con una orden para el arresto de Herodes. El gobernador militar local había firmado el mandamiento, cuyo motivo era la falta de pago el tesoro público de una deuda de 12.000, piezas de oro. Herodes leyó el documento y dijo a Cypros:

 —Considero esto como un signo auspicioso. El tesorero ha reducido mis deudas de 40.000 a unas pocas 12.000. Tenemos que ofrecerle un banquete realmente espléndido cuando regresemos a Roma. Es claro, le he hecho muchos favores cuando estuve en Oriente, pero 28.000 piezas de oro es una compensación generosa.

 —Perdóname, príncipe —intervino el sargento—, pero en realidad no puedes pensar en banquetes en Roma hasta que hayas visto al gobernador por esta deuda. Tiene órdenes de no dejarte zarpar hasta que la hayas pagado.

 —Por supuesto, la pagaré —replicó Herodes—. Se me había escapado de la memoria. Una cosa de nada. Vete ahora en el bote y dile a su excelencia el gobernador que estoy completamente a su servicio, pero que su bondadoso recordatorio de mi deuda al Tesoro ha llegado en un momento inconveniente. Acabo de reunirme con mi abnegada esposa, la princesa Cypros, de la cual estuve separado durante seis semanas. ¿Eres hombre de familia, sargento? Entonces entenderás cuan ansiosamente deseamos estar juntos y a solas. Puedes dejar a tus dos soldados a bordo, como guardia, si no nos tienes confianza. Vuelve en el bote dentro de tres o cuatro horas y estaremos dispuestos a desembarcar. Y he aquí una prueba de mi gratitud. —Entregó al sargento 100 dracmas, ante lo cual el sargento, dejando a los guardias a bordo, remó hacia la costa sin más demora. Una hora o dos más tarde había anochecido y Herodes cortó las amarras del navío y puso rumbo hacia alta mar. Fingió que se dirigía hacia el norte, hacia el Asia Menor, pero pronto cambió de rumbo y viró hacia el suroeste: se dirigía a Alejandría, donde creía que podía probar suerte con los judíos.

 Los dos soldados fueron repentinamente capturados, amarrados y amordazados por la tribulación, que los hizo intervenir en un juego de dados. Pero Herodes los puso en libertad tan pronto como estuvo seguro de que no era perseguido y les dijo que los depositaría a salvo en Alejandría, si se comportaban con sensatez. Sólo estipuló que a su llegada allí fingiesen ser su guardia militar durante uno o dos días, y les prometió, en compensación, pagarles el pasaje de regreso a Antedón. Los nombres aceptaron apresuradamente, temiendo ser arrojados por la borda si no lo complacían. Habría debido mencionar que Cypros y los niños fueron ayudados en Antioquía por un samaritano de mediana edad llamado Silas, el amigo más fiel de Herodes. Era un individuo de aspecto lúgubre, de sólida contextura, enorme barba cuadrada y negra, y en una ocasión sirvió en la caballería nativa como comandante de tropas. Recibió dos condecoraciones militares por sus servicios contra los partos, y en varias oportunidades Herodes le ofreció hacerlo ciudadano romano, pero Silas rechazó siempre el honor con el pretexto de que si se convertía en romano se vería obligado a afeitarse la barba, al estilo romano, y que jamás consentiría en hacer eso. Silas ofrecía constantemente a Herodes buenos consejos que éste nunca aceptaba, y cada vez que Herodes se veía en dificultades, su amigo solía decir: «¿Qué te había dicho? No escuchas lo que te digo». Se enorgullecía de su brusquedad de lenguaje, y carecía lamentablemente de todo sentido del tacto. Pero Herodes lo soportaba porque podía tenerle confianza en la buena y en la mala. Silas había sido su único compañero durante la primera huida a Edom, y después, a no ser por él, la familia no habría podido escapar de Tiro el día que Herodes insultó a Antipas. Y en Antioquía fue Silas quien proporcionó a Herodes su disfraz para escapar de sus acreedores, además de proteger a Cypros y los niños, y de encontrar el barco para ellos. Cuando las cosas iban realmente mal, Silas se mostraba del mejor y más alegre humor, porque entonces sabía que Herodes necesitaría sus servicios y le daría una oportunidad para decir: «Estoy enteramente a cu disposición, Heredes Agripa, mi querido amigo, si puedo llamarte así. Pero si hubieses aceptado mis consejos esto no habría ocurrido jamás». En épocas de prosperidad se volvía cada vez más lúgubre, y parecía recordar con pena los malos tiempos antiguos de pobreza y desgracia, e incluso los estimulaba a volver con sus advertencias a Herodes de que si continuaba en su actual actitud (fuese cual fuere), terminaría arruinado. Pero las cosas estaban ahora lo bastante mal como para hacer de Silas el más alegre de los compañeros. Intercambiaba bromas con la tripulación y contaba a los niños largas historias complicadas acerca de sus aventuras militares. Cypros, que por lo general se sentía irritada con el carácter aburrido de Silas, se sintió ahora avergonzada de su tosquedad para con este amigo de corazón de oro.

 —Fui educada en el prejuicio judío contra los samaritanos —dijo a Silas—, y tienes que perdonarme si he necesitado todos estos años para superarlo.

 —Yo también debo pedirte perdón, princesa —replicó Silas—; perdón, quiero decir, por mi rudeza de lenguaje. Pero tal es mi naturaleza. Y debo tomarme la libertad de decir que si tus amigos y parientes judíos fuesen en general un poco menos rectos y un poco más caritativos, me gustarían más. Un primo mío viajaba una vez, por motivos de negocios, de Jerusalén a Jericó. Se encontró con un pobre judío que yacía, herido y desnudo, al costado del camino. Había sido atacado por bandidos; mi primo le limpió las heridas y las vendó lo mejor que pudo, y luego lo llevó, en su caballo, a la posada más cercana, donde pagó por anticipado su cuarto y su alimentación para unos cuantos días —el posadero insistió en el pago por anticipado—, y luego lo visitó a su regreso de Jericó y lo ayudó a volver a su casa. Bueno, eso no fue nada, los samaritanos estamos hechos así, para mi primo fue una cosa de todos los días, pero lo gracioso del caso fue que había tres o cuatro judíos adinerados —un sacerdote entre ellos—, a quienes mi primo había encontrado cabalgando en dirección contraria a él, un poco antes de encontrar al herido, y que sin duda debían haberlo visto echado sobre el camino, pero como no era pariente de ellos lo dejaron allí para que se muriese, y siguieron cabalgando, aunque el hombre gemía y pedía ayuda en los tonos más lamentables. El posadero también era judío. Le dijo a mi primo que entendía perfectamente la hostilidad de los viajeros a ocuparse del herido; si hubiese muerto en sus manos, habrían quedado ritualmente impuros por tocar un cadáver, cosa que hubiera resultado un gran inconveniente para ellos mismos y su familia. El sacerdote, explicó el posadero, se encontraba probablemente en camino a Jerusalén, a rendir culto en el templo. Y él menos que nadie podía arriesgarse a tocar un cadáver. Bueno, gracias a Dios soy samaritano y hombre de lengua pronta. Digo lo que pienso. Yo...

 —Mi querida Cypros, ¿no es éste un relato sumamente instructivo ? —interrumpió Herodes—. Y si el pobre hombre hubiese sido un samaritano, no habría tenido suficiente dinero como para que los bandidos considerasen provechoso robarle.

 En Alejandría, Herodes, acompañado de Cypros, los niños y los dos soldados, fue a ver al magistrado principal de la colonia judía de allí, o alabarca, como se lo llamaba. El alabarca era responsable ante el gobernador de Egipto por la buena conducta de sus correligionarios. Tenía que ocuparse de que pagasen sus impuestos con regularidad, y de que se abstuviesen de motines callejeros con los griegos y otras violaciones del orden. Herodes saludó al alabarca con dulzura y muy pronto le pidió un préstamo de 8.000 piezas de oro, ofreciéndose en cambio a utilizar su influencia ante la corte imperial, en beneficio de los judíos alejandrinos. Dijo que el emperador Tiberio le había escrito pidiéndole que fuese a Roma de inmediato para aconsejarlo respecto de algunos asuntos orientales, y que en consecuencia había partido de Edom, donde visitaba a sus primos, con gran prisa y poco dinero en su bolso para gastos de viaje. Los guardias romanos le parecieron al alabarca una prueba impresionante de la veracidad de la historia de Herodes, y consideró que en verdad le resultaría muy útil tener un amigo influyente en Roma. Últimamente había habido motines en los cuales los judíos fueron los agresores y causaron grandes daños a propiedades griegas. Tiberio podía sentir la inclinación a reducir sus privilegios, que eran considerables. Alejandro, el alabarca, era un antiguo amigo de mi familia. Había actuado como administrador de una gran propiedad de Alejandría que fue dejada a mi madre en el testamento de mi abuelo Marco Antonio, y que Augusto, para complacer a mi abuela Octavia, le permitió heredar, si bien canceló la mayor parte de los demás legados. Mi madre entregó esta propiedad como dote a mi padre, cuando se casó con él, y luego pasó a manos de mi hermana Livila, quien la entregó como dote a Castor, hijo de Tiberio, cuando se casó con él. Pero Livila la vendió muy pronto, porque hacía una vida extravagante y necesitaba el dinero, y el alabarca perdió la administración de la finca. Después de ello, la correspondencia entre él y mi familia cesó en forma gradual, y aunque mi madre utilizó su interés con Tiberio para elevarlo a su actual dignidad, y si bien podía suponerse que todavía guardaba buena disposición hacia él, el alabarca no estaba seguro de la medida en que podía contar con su apoyo, si se veía complicado en alguna perturbación política. Y bien, sabía que Herodes había sido en una ocasión un amigo íntimo de la familia, y por lo tanto le habría prestado dinero sin vacilaciones si hubiese estado seguro de que Herodes seguía en buenos términos con nosotros. Pero no podía tener esa seguridad. Interrogó a Herodes sobre mi madre, y aquél, como había previsto con claridad la situación y tuvo la bastante astucia como para no ser el primero en mencionar el nombre de ella, respondió que gozaba de la mejor salud y el mejor estado de ánimo, la última vez que le escribió. Llevaba consigo, como por accidente, una cordial carta de mi madre, que le había escrito antes de partir él de Antioquía, y en la cual le incluía una lista detallada de las noticias de la familia. Se la entregó al alabarca para que la leyera, y éste se sintió más impresionado aún por la carta que por los guardias. Pero la carta terminaba con la esperanza de que Herodes estuviera finalmente establecido en una útil vida política, en el personal de su estimado amigo Placeo, y el alabarca acababa de enterarse, por amigos de Antioquía, que Placeo y Herodes habían reñido, y además no podía estar seguro de que Tiberio hubiese realmente escrito la carta de invitación... que Herodes no se ofreció a mostrarle. No lograba decidirse en cuanto a si debía prestar el dinero o no. Pero acababa de resolver que lo prestaría, cuando uno de los soldados secuestrados, que entendía un poco de hebreo, dijo:

 —Dame sólo ocho piezas de oro, alabarca, y te ahorraré 8.000.

 —¿Qué quieres decir, soldado? —preguntó el alabarca.

 —Este hombre es un estafador y un fugitivo de la justicia. No somos sus guardias, sino dos hombres a quienes ha secuestrado. Hay un mandamiento imperial para su arresto a causa de una gran deuda que tiene contraída en Roma.

 Cypros salvó la situación cayendo a los pies del alabarca y sollozando:

 —Por tu antigua amistad con mi padre Fasael, ten piedad de mí y de mis pobres hijos. No nos condenes a la mendicidad y a la destrucción total. Mi querido esposo no ha cometido estafa alguna. La esencia de lo que te ha dicho es perfectamente cierta, si bien ha teñido un tanto los detalles. Estamos en verdad en viaje a Roma, y debido a los recientes cambios políticos abrigamos las más doradas esperanza para cuando lleguemos allí. Y si nos prestas dinero suficiente para salir de nuestras actuales dificultades, el Dios de nuestros padres te recompensará mil veces. La deuda por culpa de la cual mi querido Herodes estuvo a punto de ser arrestado es un legado de su irreflexiva juventud. Una vez que lleguemos a Roma, encontrará muy pronto medios honrados de saldarla. Pero caer en manos de sus enemigos del gobierno sirio sería su ruina, la de mis hijos y la mía.

 El alabarca se volvió hacia Cypros, cuya fidelidad a Herodes en sus desgracias le arrancó casi lágrimas de los ojos, y le preguntó, bondadosamente pero con cautela.

 —¿Observa tu esposo la ley?

Herodes la vio vacilar un poco y habló por sí mismo.

 —Tienes que recordar, señor, que soy un edomita de sangre. No puedes esperar tanto de un edomita como de un judío. Edom y los judíos son hermanos de sangre a través de nuestro antepasado común el patriarca Isaac. Pero antes de que judío alguno se felicite por los favores especiales de Dios hacia su nación, que reduerde cómo Esaú, el antepasado de Edom, fue despojado de su derecho de primogenitura y de la bendición de su padre por Jacob, el antepasado de los judíos. No me impongas transacciones difíciles, alabarca; muestra a un edomita acongojado e impróvido más compasión de la que tuvo el viejo Jacob, o, por la vida de mi señor Dios, la próxima cucharada de potaje de lentejas rojas que te lleves a la boca te ahogará sin duda. Hemos perdido nuestro derecho de primogenitura a manos de ustedes, y con él el favor de Dios, y en compensación sólo les pedimos la generosidad de corazón que nosotros jamás hemos dejado de mostrar. Recuerda la magnanimidad de Esaú cuando, al encontrarse con Jacob por casualidad en Peniel, no lo mató.

 —¿Pero observas la ley? —preguntó el alabarca, impresionado por la vehemencia de Herodes e incapaz de contradecir sus referencias históricas.

 —Estoy circuncidado, lo mismo que mis hijos, y yo y toda mi casa hemos guardado siempre la ley revelada a nuestro antepasado Moisés, -tan estrictamente como nos lo permitía nuestra difícil situación de ciudadanos romanos y nuestra imperfecta conciencia de edomitas.

 —No hay dos caminos hacia la rectitud —dijo el alabarca con rigidez—. O bien se observa la ley, o se la viola.

 —Y sin embargo he leído que el Señor en una ocasión permitió que Naamán, el prosélito sirio, adorase en el templo de Rimmón, al lado del rey, su amo —dijo Herodes—. Y Naamán resultó ser un muy buen amigo de los judíos, ¿no es cierto?

 Al cabo el alabarca dijo a Herodes:

 —Si te presto este dinero, ¿me jurarás en nombre del Señor —Gloria Imperecedera para él— respetar Su Ley en la medida en que de ti dependa, y adorar a Su Pueblo y jamás, por pecado de comisión u omisión, ofender a Su Majestad?

 —Juro por su Santísimo Nombre —dijo Herodes—, y que mi esposa Cypros y mis hijos sean mis testigos, que en adelante lo honraré con toda mi alma y con todas mis fuerzas, y que amaré y protegeré constantemente a Su Pueblo. Si alguna vez blasfemo voluntariamente, por dureza de corazón, que los gusanos que se alimentaron de la carne viva de mi abuelo Herodes se alimenten también de la mía y me consuman totalmente.

 De modo que consiguió el préstamo. Como me dijo más tarde: —Habría jurado cualquier cosa en el mundo con tal de poner mi mano sobre el dinero. Estaba en un serio aprieto.

 Pero el alabarca impuso otra dos condiciones. La primera era la de que Herodes sólo recibiría ahora el equivalente, en plata, de 4.000 piezas de oro, y el resto del dinero se lo entregaría a su llegada a Italia. Porque todavía no tenía una confianza total en Herodes. Podía ocurrírsele huir a Marruecos o Arabia con el dinero. La segunda condición era la de que Cypros llevase a los niños a Jerusalén, para ser educados allí como buenos judíos, bajo la vigilancia del cuñado del alabarca, el Sumo Sacerdote. Herodes y Cypros aceptaron, tanto más alegremente cuanto que sabían que ningún niño o niña bien parecido de la alta sociedad romana estaba a salvo de los antinaturales apetitos de Tiberio.-(Mi amigo Vitelio había sido despojado de uno de sus hijos; en Capri, bajo el pretexto de que se le ofrecería allí una educación liberal, y se colocó al niño entre los sucios espintriai nos, de modo que la personalidad del chico quedó deforma-, da. El nombre de «espintriano» le quedó para toda la vida, y no conozco» un hombre peor que él.) Bien, decidieron que Cypros volvería a unirse a él en Roma, en cuanto hubiese establecido a los niños en Jerusalén.

 Lo que hizo que Herodes fuese a Alejandría a pedir dinero prestado al alabarca fue el rumor que su liberto le había traído de Acre, en cuanto a la caída de Seyano.. En Alejandría fue plenamente confirmado. Seyano era el ministro más fiel de mi tío Tiberio, pero había conspirado con mi hermana Livila para matarlo y usurpar la monarquía. Mi madre descubrió la conjura y advirtió a Tiberio; y éste, con la ayuda de mi sobrino Calígula y del villano Macro, de corazón de piedra, logró muy pronto aplastar a Seyano. Luego se descubrió que Livila había envenenado a su esposo Castor siete años antes, y que Castor, en fin de cuentas, no fue nunca el traidor a su padre que Seyano afirmó que era. De modo que, naturalmente, la estricta regla de Tiberio contra la reaparición en su presencia de ninguno de los antiguos amigos de Castor debía se ser ahora considerada como anulada. Y el patrocinio de mi madre resultaba ahora más valioso que nunca. Si no hubiera sido por esta noticia, Heredes no hubiese perdido jamás su tiempo y su dignidad tratando de pedir dinero prestado al alabarca. Los judíos son generosos pero cuidadosos. Prestan a sus compatriotas judíos necesitados, si han caído en desgracia sin culpa ni pecado propio, y les prestan sin cargarles interés alguno, porque está prohibido en su ley. Su única recompensa es el sentimiento de virtud. Pero no prestan nada a ninguno que no sea judío, aunque esté muriendo de hambre, y menos a un judío que se ha «colocado fuera de la congregación», como lo llaman, por seguir costumbres antijudías en tierras extranjeras, a menos de que estén seguros de que recibirán alguna recompensa sustancial por su generosidad.