Un día, antes de que Herodes partiese de Roma, sugirió que debía ver a un médico griego verdaderamente bueno para que me revisara; señaló cuan importante era para Roma que yo gozara de buena salud. Últimamente había mostrado signos de gran fatiga, dijo, por los extraordinarios horarios de trabajo. Si no abreviaba esos horarios o me ponía en situación que me permitiese soportar mejor la tensión, no podía abrigar esperanzas de vivir mucho tiempo más. Me irrité y le dije que ningún médico griego había podido curarme de joven, si bien consulté a muchos. Y le aseguré que no sólo era demasiado tarde para hacer nada en cuanto a mis enfermedades, sino que me había acostumbrado a ellas y las consideraba una parte integral de mí mismo. Y de que de cualquier manera los médicos griegos no me gustaban. Herodes sonrió.
—Esta es la primera vez en mi vida que oigo que estás de acuerdo con el viejo Catón. Recuerdo ese Comentario sobre medicina que escribió para su hijo, prohibiéndole consultar jamás a un médico griego. Recomendaba las oraciones, el buen sentido y las hojas de col. Todo eso era bastante bueno para cualquier enfermedad física común, decía. Y bien, en la actualidad se rezan muchas oraciones en Roma por tu salud, tantas como para convertirte en un verdadero atleta, si las oraciones fuesen suficientes. Y el buen sentido es la marca de nacimiento de todos los romanos. ¿Es posible, César, que hayas olvidado las hojas de col? Yo me agité, irritado, en mi diván.
—Y bien, ¿a qué médico me recomiendas? Veré a uno solo, para complacerte, pero no más. ¿Qué me dices de Largo? Es ahora el médico de palacio. Mesalina dice que es muy listo.
—Si Largo hubiese conocido una cura para tus dolencias, te la habría ofrecido voluntariamente hace tiempo. Es inútil consultarlo. Si consientes en consultar a uno solo, tendrás que hacerlo con Jenofonte de Cos.
—¿Qué, el viejo cirujano de campaña de mi padre?
—No, su hijo. Estuvo con tu hermano Germánico en su última campaña, como recordarás. Luego fue a practicar a Antioquía. Allí tuvo un éxito enorme y hace poco llegó a Roma. Usa el lema del gran Asclépiades: cura rápidamente, con seguridad, y en forma agradable. Nada de violentas purgas ni eméticos. A mí me curó una violenta fiebre con un destilado de hojas de un arbusto de flores purpúreas llamado acónito y luego me restableció en general con consejos sobre la alimentación, y demás. Me dijo que no bebiera tanto, y qué especias debía evitar. Utiliza solamente la dieta, el ejercicio, el masaje, y unos sencillos remedios botánicos. Y además, es un maravilloso cirujano cuando hace falta. Sabe exactamente dónde se encuentra cada nervio, hueso, músculo y tendón. Me dijo que aprendió anatomía de tu hermano.
—Germánico no era un anatomista.
—No, pero era un matador de germanos. Jenofonte aprendió sus conocimientos en el campo de batalla; Germánico le proporcionaba los sujetos. Ningún cirujano puede aprender anatomía en Italia o Grecia. O bien tienen que ir a Alejandría, en donde no les molesta mutilar los cadáveres, o seguir las huellas de un ejército conquistador.
—¿Y te parece que vendrá si lo llamo?
—¿Qué médico no vendría? ¿Olvidas acaso quién eres?
Pero por supuesto, si te curas tendrás que pagarle bien. Le gusta el dinero. ¿A qué griego no le agrada?
—Si me cura.
Mandé llamar a Jenofonte. Me gustó en seguida, porque su interés profesional en mí como caso le hizo olvidar que yo era emperador y que tenía poder de vida y muerte sobre él. Era un hombre de unos cincuenta años de edad. Después de sus reverencias y cumplidos formales, habló seca y lacónicamente, y se atuvo estrictamente a la cuestión.
—Tu pulso; gracias. Tu lengua; gracias. Perdóname —me volvió los párpados hacia arriba—. Los ojos, un tanto inflamados, pero eso se puede curar. Te daré una loción para lavarlos. Leve retracción de los párpados. Ponte de pie, por favor. Sí, parálisis infantil. Eso no se puede curar, por supuesto, es demasiado tarde. Se habría podido hacer antes de que dejaras de crecer.
—En esa época tú mismo eras un niño, Jenofonte —sonreí. Pareció no escucharme.
—Naciste prematuramente? ¿Sí? Lo sospechaba. ¿Malaria también ?
—Malaria, sarampión, colitis, escrófula, erisipela. Todo el batallón contesta «presente», Jenofonte, salvo la epilepsia, las enfermedades venéreas y la megalomanía.
Consintió en sonreír brevemente.
—¡Desnúdate! —ordenó. Me desnudé—. Comes demasiado y bebes demasiado. Debes terminar con eso. Debes hacerte el propósito de no levantarte jamás de la mesa sin un deseo insatisfecho de un poco más de comida. Sí, la pierna izquierda muy debilitada. Es inútil prescribir ejercicios. Tendremos que arreglárnoslas con el masaje. Puedes volver a vestirte.
Me formuló unas pocas preguntas más íntimas, y siempre en forma que demostraba que conocía la respuesta y que no hacía más que confirmarla por mi boca, por rutina.
—Por supuesto, de noche babeas sobre la almohada. —Convine, con vergüenza, en que así era—: ¿Accesos de cólera repentina? ¿Contracciones involuntarias de los músculos faciales? ¿Balbuceas cuando te sientes turbado? ¿Debilidad ocasional de la vejiga? ¿Accesos de afasia? ¿Rigidez de los músculos, de modo que a menudo te despiertas con el cuerpo frío y envarado, incluso en noches tibias? —Hasta me habló de las cosas con las cuales soñaba. Pregunté, asombrado:
—¿Puedes también interpretarlas, Jonofonte? Eso debería ser fácil.
—Sí —respondió en forma negligente—, pero hay una ley contra eso. Y bien, César; te quedan todavía muchos años por vivir, si quieres vivirlos. Trabajas demasiado, pero supongo que no podré impedírtelo. Te recomiendo que leas lo menos posible. La fatiga de que te quejas se debe en gran medida a un trabajo excesivo de la vista. Haz que tus secretarios te lean todo lo que sea posible. Escribe tan poco como puedas. Descansa una hora después de tu comida principal; no te precipites a los tribunales en cuanto hayas devorado tu postre. Debes encontrar veinte minutos para un masaje dos veces por día. Buscarás un masajista experto. Los únicos masajistas expertos de Roma son esclavos míos. El mejor es Carmes; le daré instrucciones especiales para tu caso. Si violas mis reglas no debes esperar una cura completa, si bien la medicina que te recetaré te hará mucho bien. Por ejemplo, las violentas contracciones del estómago, de que te quejas, la pasión cardiaca, como la llamamos: si olvidas tus masajes y comes una comida pesada deprisa, cuando te encuentras en un estado de excitación nerviosa por cualquier cosa, las contracciones reaparecerán, con toda seguridad, a pesar de mi medicina. Pero sigue mis instrucciones y serás un hombre sano.
—¿Qué es ese remedio? ¿Es difícil conseguirlo? ¿Tendré que mandar a buscarlo a Egipto o a la India?
Jenofonte se permitió una risita cascada.
—No, ni siquiera más lejos que al erial más cercano. Pertenezco a la escuela de medicina de Cos; en rigor son nativo de Cos, descendiente del propio Esculapio. En Cos clasificamos las enfermedades por sus remedios, que son en su mayor parte las hierbas que, si se las come en grandes cantidades, producen precisamente los síntomas que curan cuando se las ingiere en cantidades moderadas. De tal manera, si un chico humedece su cama después de la edad de tres o cuatro años, y si muestra ciertos síntomas de cretinismo vinculados con el humedecimiento de la cama, decimos: «ese chico tiene la enfermedad del amargón». El amargón, comido en grandes cantidades, produce esos síntomas, y una decocción de amargón los cura. Cuando entré en esta habitación y advertí los movimientos convulsivos de tu cabeza y el temblor de tu mano, y el leve tartamudeo de tu saludo, juntamente con el tono más bien áspero de tu voz, entendí tu caso en el acto. «Un típico caso de brionia —me dije—. Brionia, masaje, dieta.»
—¿Qué, la brionia común ?
—La misma. Te escribiré una receta para su preparación.
—¿Y las oraciones?
—¿Qué oraciones?
—¿No prescribes oraciones especiales para utilizar cuando se toma la medicina ? Todos los otros médicos que trataron de curarme me dieron siempre oraciones especiales para repetir mientras mezclaba y tomaba la medicina.
Respondió con tono un tanto rígido:
—Sugiero, César, que como Sumo Pontífice y autor de una historia de los orígenes religiosos de Roma, estás mejor equipado que yo mismo para entender el aspecto teúrgico de la curación.
Pude ver que era un ateo, como tantos griegos, de modo que no insistí en el asunto, y con eso terminó la entrevista. Me pidió que lo perdonase porque tenía pacientes esperándolo en su sala de consultas.
Y bien, la brionia me curó. Por primera vez en mi vida supe qué era sentirse verdaderamente bien. Seguí el consejo de Jenofonte al pie de la letra, y desde entonces apenas he tenido un día de enfermedad. Por supuesto, sigo siendo cojo y de vez en cuando tartamudeo y muevo la cabeza por costumbre, por vieja costumbre, cuando me excito. Pero mi afasia ha desaparecido, apenas me tiembla la mano, y todavía, a la edad de 64 años, puedo trabajar 14 horas diarias, si es necesario, sin sentirme completamente agotado al final. La pasión cardíaca ha vuelto de vez en cuando, pero sólo en las circunstancias contra las cuales Jenofonte me advirtió.
Puede tenerse la seguridad de que le pagué bien por mi brionia. Lo convencí de que viniese a vivir en palacio, como colega de Largo. Este era un buen médico, a su manera, y había escrito varios libros sobre temas médicos. Al principio Jenofonte no quiso venir. Había conseguido una buena cantidad de clientes durante los pocos meses de su estancia en Roma; valoraba a su clientela ahora en 3.000 piezas de oro anuales. Le ofrecí 6.000 —el salario de Largo era de sólo 3.000—, y cuando vaciló le dije:
—Jenofonte, tienes que venir. Insisto, y cuando me hayas mantenido vivo y en buena salud durante 15 años, el gobernador de Cos recibirá una carta oficial informándole de que la isla en que aprendiste medicina quedará excusada en adelante de enviar su contingente militar y de pagar tributo al gobierno imperial.
De modo que aceptó. Si se quiere saber a quién dirigía mi liberto sus oraciones cuando mezclaba mis medicinas, y a quién dirigía yo las mías cuando las bebía, pues a la diosa Carna, una antigua diosa sabina a quien los Claudios hemos cultivado desde la época de Appio Claudio, de Regi-lo. La medicina bebida y mezclada sin oraciones me habría parecido tan infortunada e inútil como una boda celebrada sin invitados, sacrificio o música. Antes de que se me olvide, debo registrar dos valiosos consejos respecto de la salud, que aprendí de Jenofonte. Solía decir:
—Es un tonto el nombre que antepone los buenos modales a la salud. Si te molestan los gases, no los retengas. El estómago sufre mucho con ellos. En una ocasión conocí a un hombre que casi llegó a matarse por retener los gases. Y si por uno u otro motivo no puedes abandonar la habitación —digamos que estás sacrificando o hablando ante el Senado—, no temas eructar o expeler los gases donte te encuentres. Es mejor que los que se encuentran a tu lado sufran un pequeño inconveniente, y no que tú te perjudiques en forma permanente. Y además, cuando estés resfriado no te suenes a cada rato la nariz. Eso no hace más que aumentar el flujo y el derrame mucoso, e inflama las delicadas membranas de la nariz. Déjalo que fluya, no te suenes.
Siempre he seguido los consejos de Jenofonte, por lo menos en cuanto a sonarme la nariz. Mis resfriados no duran tanto como antes. Es claro que pronto se burlaron de mí los caricaturistas y los satíricos, por tener siempre colgando de la nariz hilos de moco, ¿pero qué me importaba eso? Mesalina me dijo que le parecía muy sensato que me cuidase. Si yo muriera de pronto o cayese seriamente enfermo, ¿qué sería de la ciudad, y del imperio, para no hablar de ella misma y de nuestro hijito? Un día me dijo:
—Comienzo a arrepentirme de mi buen corazón.
—¿Quieres decir que en fin de cuentas tendríamos que haber dejado a mi sobrina Lesbia en el exilio? Asintió.
—¿Cómo adivinaste que me refería a eso ? Y ahora dime, querido, ¿a qué va Lesbia tan a menudo a tus habitaciones de palacio, cuando yo no estoy cerca? ¿De qué habla? ¿Y por qué no me informas cuando viene? Ya ves que es inútil tratar de tener secretos conmigo.
Sonreí tranquilizadoramente, pero me sentí un tanto embarazado.
—No hay nada secreto en ese sentido, absolutamente nada. Recordarás que hace un mes más o menos le devolví el resto de la finca que Calígula le había arrebatado. La de Calabria, que tú y yo decidimos no devolverle hasta que viésemos cúmo se comportaban ella y Vinicio. Bien, como te dije, cuando se la devolví estalló en lágrimas y me dijo cuan ingrata había sido y que ahora pensaba cambiar su modo de vivir, y que dominaría su estúpido orgullo.
—Muy emocionante, te lo juro, pero ésta es la primera vez que me entero de una escena tan dramática.
—Sin embargo recuerdo haberte contado todo, una mañana, durante el desayuno.
—Debes de haberlo soñado. Y bien, (cómofue? Es mejor tarde que nunca. Cuando le devolviste las fincas pensé que era extraño que la recompensaras por su insolencia hacia mí. Pero no dije nada. Era cosa tuya, no mía.
—Esto no puedo entenderlo. Habría jurado que te lo dije. Mi memoria tiene a veces las lagunas más extraordinarias. Lo siento muchísimo, queridísima, queridísima. Bien, le devolví la finca nada más que porque dijo que había ido a verte y te había ofrecido la disculpa más sincera, y que tú dijiste : «Te perdono, Lesbia, vé y dile a Claudio que te perdono».
—¡Oh. qué mentira descarada! Jamás vino a verme. ¿Estás seguro -.e que dijo eso? ¿O la memoria te traiciona otra vez?
—No, estoy seguro. De lo contrario no le habría devuelto las fincas.
—¿Conoces la fórmula legal en cuanto a las declaraciones ? «Falso en una cosa, falso en todo». Eso le viene bien a Lesbia, pero todavía no me has dicho por qué te visita. ¿Qué es lo que trata de sacarte?
—Nada, por lo que yo sé. Viene de vez en cuando, para una visita amistosa, para repetirme cuan agradecida se siente y para preguntarme si puede serme de alguna utilidad. Nunca se queda lo suficiente como para estorbarme, y siempre me pregunta por ti. Cuando le digo que estás trabajando, dice que no se le ocurriría molestarte, y que se disculpa por molestarme a mí. Ayer me dijo que creía que todavía abrigabas cierta suspicacia hacia ella. Le dije que no me parecía así. Parlotea un poco acerca de diversas cosas, durante unos minutos, me besa como una buena sobrina y se va. Sus visitas me gustan mucho, pero estaba convencido de que te las» había mencionado.
—Nunca. Esa mujer es una serpiente. Creo que conozco su plan. Se insinuará en tu confianza —como una buena sobrina, por supuesto—, y luego comenzará a calumniarme. Al principio en una forma indirecta, con insinuaciones, y luego en forma más directa a medida que se sienta más audaz. Probablemente inventara una maravillosa historia en cuanto a la doble vida que hago. Dirá que a espaldas tuyas hago una vida de libertinaje, con esgrimistas, actores, jóvenes cortejantes y demás. Tú la creerás, por supuesto, como un buen tío. ¡Oh Dios, qué perversas son las mujeres! Creo que ya ha empezado. ¿No es así?
—Por supuesto que no. No se lo permitiría, no creería a nadie que me dijese que me eres infiel en los hechos o de palabra. No lo creería, incluso aunque me lo dijeses tú misma con tus propios labios. Ahí tienes, ¿estás satisfecha?
—Perdóname, querido, por ser tan celosa. Es mi naturaleza. Me molesta que tengas amistades con otras mujeres a mis espaldas, aunque sean parientas. No confío en ninguna
mujer que se quede a solas contigo. Eres tan ingenuo... Me ocuparé de averiguar qué treta ponzoñosa tiene planeada Lesbia. Pero no quiero que sepa que sospecho de ella. Prométeme que no le dejarás saber que la hemos sorprendido en una mentira, hasta que tenga una acusación más grave contra ella.
Se lo prometí. Le dije a Mesalina que no creía ahora en el cambio de carácter de Lesbia y que le informaría de todas las observaciones que me hiciese durante nuestras conversaciones. Esto la satisfizo, y dijo que ahora podría continuar su trabajo con la mente más tranquila. Repetí fielmente a Mesalina todas las observaciones de Lesbia; me parecían de poca importancia, pero Mesalina encontraba algún significado en algunas de ellas. Percibió en especial un sentido en una frase que —para mí— era perfectamente inofensiva, y en la que Lesbia se refería a un senador llamado Séneca. Séneca era un magistrado de segundo orden, y en una ocasión había incurrido en el desagrado celoso de Calígula por la elocuencia con que dirigió un caso en el Senado. Es indudable que entonces habría perdido la cabeza, a no ser por mí. Le hice el servicio de despreciar sus habilidades oratorias diciéndole a Calígula:
—¿Elocuente? Séneca no es elocuente. Es nada más que un hombre bien educado, y tiene una memoria prodigiosa. Su padre compiló esas Controversias y Persuasivas, ejercicios escolares de oratoria sobre casos imaginarios. Cosas de niño. Escribió mucho más, pero no se ha publicado. Séneca parece haber aprendido todo eso de memoria. Ahora posee una llave retórica que encaja en cualquier cerradura. No se trata de elocuencia. No hay nada detrás de eso. Ni siquiera un enérgico carácter personal. Te diré lo que es: es como arena sin cal. No puedes construir con eso una verdadera elocuencia.
Calígula repitió mis propias palabras como su juicio respecto de Séneca.
—Ejercicios escolares, declamaciones pueriles, tomadas de los trabajos inéditos de su padre. Arena sin cal.
Por lo tanto, se le permitió a Séneca seguir viviendo. Ahora Mesalina me preguntó:
—¿Estás seguro de que ella se esforzó en elogiar a Séneca
como hombre honesto y carente de ambiciones? ¿No mencionaste tú primero su nombre?
—No.
—Entonces puedes estar seguro de que Séneca es su amante. Sabía desde hacía mucho tiempo que tenía un amante secreto, pero oculta tan bien sus huellas, que no pude saber si se trataba de Séneca o de Viniciano, el primo de su esposo, o de ese otro individuo Asinio Galo, el nieto de Polio. Todos viven en la misma calle.
Diez días después me dijo que ahora tenía pruebas concretas del adulterio existente entre Lesbia y Séneca, durante la reciente ausencia de Roma de Vinicio, el esposo de Lesbia. Trajo testigos que juraban haber visto a Séneca salir de la casa a horas avanzadas de la noche, disfrazado; que lo siguieron a la casa de Lesbia, en la que entró por una puerta lateral. Que vieron encenderse una luz, de pronto, en la ventana de la habitación de Lesbia, para apagarse en seguida; y que tres o cuatro horas después vieron a Séneca salir, y volver a su casa, todavía disfrazado.
Era claro que no se podía permitir que Lesbia continuase en Roma. Era mi sobrina, y por lo tanto una importante figura pública. Ya había sido desterrada en una ocasión, acusada de adulterio, y yo la llamé a Roma con la seguridad que en el futuro se comportaría de forma más discreta. Esperaba que todos los miembros de mi familia dieran a la ciudad el ejemplo de altas normas morales. Séneca también tendría que ser desterrado. Era un hombre casado, y un senador, y aunque Lesbia era una mujer hermosa sospeché que para un hombre del carácter de Séneca, la ambición era un motivo más enérgico para el adulterio que la pasión sexual. Ella era una descendiente directa de Augusto, de Livia y de Marco Antonio, una hija de Germánico, una hermana de un extinto emperador, una sobrina del actual. En tanto que él no era más que el hijo de un adinerado gramático provinciano y había nacido en España. Quién sabe por qué, no quise entrevistar yo mismo a Lesbia, de modo que le pedí a Mesalina que lo hiciese. Estaba seguro de que ella tenía más motivos de resentimiento que yo, y que quería volver a demostrarle su agradecimiento y cuánto lamentaba haberle dado motivo para un leve acceso de celos. Aceptó gustosa la tarea de sermonear a Lesbia por su ingratitud y de hacerle conocer su sentencia, que consistía en el destierro a Reggio, en el sur de Italia, la ciudad en que su abuela Julia había muerto, también exiliada por el mismo delito. Más tarde Mesalina me informó que Lesbia le había hablado en forma muy insolente, pero que al cabo admitió el adulterio con Séneca, diciendo que su cuerpo le pertenecía y que podía hacer lo que quisiese. Al informársele que sería desterrada, estalló en apasionadas amenazas. Dijo:
—Una mañana los servidores de palacio entrarán en la alcoba imperial y los encontrarán a ambos con la garganta cortada. ¿Cómo les parece que mi esposo y su familia tomarán este insulto?
—No son más que palabras, querida —le dije—. No la tomes en serio, aunque quizá será mejor que vigilemos con cuidado a Vinicio y a su partido.
La noche en que Lesbia partió rumbo a Reggio, hacia el alba, Mesalina y yo fuimos despertados por un repentino grito y forcejeos en el corredor, frente a nuestra puerta, unos violentos estornudos y gritos de «¡Atrápenlo! ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Atrápenlo!» Salté fuera de la cama, con el corazón palpitante por la emoción, y tomé un taburete como arma de defensa, gritándole a Mesalina que se pusiese detrás de mí. Pero mi valentía no fue puesta a prueba. Se trataba de un solo hombre, y ya había sido desarmado. Ordené a los guardias que estuviesen alertas durante el resto de la noche y volví a acostarme, aunque me llevó algún tiempo dormirme de nuevo. Mesalina tuvo que ser consolada durante mucho tiempo. Parecía ofuscada, casi al borde de la demencia, reía y lloraba alternativamente.
—Esto es cosa de Lesbia —sollozó—. Estoy segura.
Cuando llegó la mañana dije que me trajesen al presunto asesino. Confesó ser un liberto de Lesbia. Pero había llegado disfrazado con la librea de palacio. Era un griego de Siria y su historia era grotesca. Dijo que no había tenido la intención de asesinarme. Todo era culpa de él, por haber repetido las palabras erróneas al terminar el Misterio.
—¿Qué misterio? —pregunté.
—No puedo decírtelo, César. Sólo revelaré lo que me atrevo a decirte. Se trata del más sagrado de todos los Misterios sagrados. Fui iniciado en él la noche pasada. Sucedió bajo tierra. Cierta ave fue sacrificada y yo bebí su sangre. Aparecieron dos espíritus de elevada estatura, de rostro resplandeciente, y me dieron una daga y un pimentero, explicándome qué significaban esos instrumentos. Me vendaron los ojos, me ataviaron con una nueva vestimenta y me dijeron que mantuviese un silencio absoluto. Repitieron palabras mágicas y me dijeron que los siguiese al Infierno. Me condujeron de un lado a otro, me hicieron subir y bajar escaleras, me llevaron por calles y calles y a través de jardines, describiendo muchas extrañas visiones a medida que avanzábamos. Entramos en un bote y pagamos al botero. Era el propio Caronte. Luego desembarcamos en el Infierno. Me lo mostraron todo. Los espíritus de mis antepasados me hablaron. Oí ladrar a Cerbero. Al cabo me quitaron las vendas de los ojos y me susurraron: «Ahora estás en los Salones del Dios de la Muerte. Oculta esta daga en tu túnica. Sigue este corredor hacia la derecha, sube las escaleras del final y luego dobla a la izquierda por un segundo corredor. Si algún centinela te detiene dale el santo y seña. El santo y seña es 'Destino'. El Dios de la Muerte y su Diosa están dormidos en la habitación del extremo. A su puerta hay otros dos centinelas vigilando. No son como los demás. No conocemos su santo y seña. Acércate a ellos, entre las sombras, y arrójales de pronto el contenido de este pimentero sagrado a los ojos. Luego abre con audacia la puerta y mata al Dios y a la Diosa. Si tienes éxito en esta empresa, vivirás para siempre en regiones de perpetua bienaventuranza y serás considerado más grande que Hércules, más grande que Prometeo, más grande que el propio Júpiter. La Muerte ya no existirá. Pero mientras avanzas debes repetirte una y otra vez las palabras del mismo encantamiento que hemos usado para traerte hasta ahora a salvo. Si no lo haces, toda nuestra guía habrá sido en vano. El encantamiento se quebrará y te encontrarás en un lugar completamente distinto.» Yo me sentí asustado. Supongo que debo de haber cometido un error en las palabras del hechizo, porque cuando eché la mano hacia atrás para arrojar el pimentero me encontré de pronto aquí, en Roma, en tu palacio imperial, luchando con los guardias, ante la puerta de tu dormitorio. Había fracasado. La Muerte sigue reinando. Algún día un alma más audaz, más serena, deberá asestar ese golpe.
—Los cómplices de Lesbia son astutos —susurró Mesalina—. ¡Qué plan perfecto!
—¿Quién te inició? —pregunté al hombre.
No quiso contestarme, ni siquiera bajo tortura, y no pude obtener mucha información de los guardias de la puerta principal, que eran hombres recientemente incorporados. Dijeron que lo habían dejado pasar porque llevaba puesta la librea de palacio y conocía la contraseña correcta. No pude censurarlos. Había llegado a la puerta en compañía de otros dos hombres, también con librea de palacio, quienes le desearon buenas noches y se alejaron. Me sentí inclinado a creer en el relato del hombre, pero éste insistió en su negativa a decir quiénes habían patrocinado su iniciación en estos presuntos misterios. Cuando le aseguré, con tono de simpatía, que no podían haber sido verdaderos misterios, sino una complicada broma, y que por lo tanto su juramento no lo comprometía a nada, se encolerizó y me habló con suma grosería. Entonces tuvo que ser ejecutado. Y después de un prolongado debate conmigo mismo convine con Mesalina que en bien de la seguridad pública también había que ejecutar a Lesbia. La hice ir a buscar por un destacamento de caballería de la guardia, y al día siguiente me trajeron su cabeza, en prueba de que estaba muerta. Me resultó muy doloroso tener que ejecutar a una hija de mi querido hermano Germánico, después de haber jurado, ante su lecho de muerte, amar y proteger a todos sus hijos como si fueran propios. Pero me consolé con el pensamiento de que él habría actuado igual que yo, si se hubiese encontrado en mi lugar. Siempre anteponía la obligación pública a los sentimientos personales.
En cuanto a Séneca, le dije al Senado que a menos que conociese un buen motivo para lo contrario, deseaba que votase su destierro a Córcega. Por lo tanto lo desterraron, concediéndole treinta horas para abandonar Roma y treinta días para salir de Italia. Séneca no era popular entre los senadores. Mientras vivió en Córcega tuvo abundantes oportunidades de practicar la filosofía de los estoicos, a la cual se había convertido por una palabra casual mía, pronunciada una vez en elogio de ellos. Las adulaciones de que era capaz el individuo resultaban realmente repugnantes. Uno o dos años más tarde, cuando mi secretario Polibio perdió un hermano a quien quería mucho, Séneca, que sólo conocía a Polibio superficialmente y a su hermano en modo alguno, le envió, desde Córcega, una larga carta, redactada con cuidado, que al mismo tiempo hizo publicar en la ciudad bajo el título de Consuelo para Polibio. El consuelo adoptó la forma de reprochar con delicadeza a Polibio por ceder a su pena personal ante la muerte de su hermano, mientras yo, César, vivía y gozaba de buena salud y continuaba mostrándole mis favores principescos.
Mientras César necesite a Polibio —escribía Séneca—, Polibio tiene tanto derecho a derrumbarse como el que tendría el gigante Atlas, de quien se dice que lleva el mundo sobre sus hombros, en obediencia a la voluntad de los dioses.
Al propio César, a quien todo le está permitido, machas cosas le son negadas por ese mismo motivo. Su vigilancia defiende todos los hogares; sus trajines establecen el ocio general; su indus-triosidad procura la industria cívica; su trabajo nos da el bienestar público. Desde el momento mismo en que César se dedicó a la humanidad, se despojó a sí de sí mismo, y, como las estrellas que perpetuamente recorren su incansable trayectoria, jamás se ha permitido desde entonces descansar o dedicarse a ninguna ocupación propia. Y en cierta forma, Polibio, tu destino está vinculado a su augusto destino, y tampoco tú puedes dedicarte ahora a tus intereses personales, seguir con tus propios estudios. Mientras César sea dueño del mundo, no puedes dedicarte honorablemente al placer, a la pena o a cualquier otra emoción humana. Perteneces por completo a César. ¿No está siempre en tus labios la afirmación de que César te es más caro que tu propia vida? ¿Cómo, pues, tendrías derecho a quejarte de este golpe de la suerte, mientras César sigue viviendo y prosperando?
Había muchas más referencias a mi maravillosa bondad y piedad, y un pasaje que ponía en mi boca los más extravagantes sentimientos en cuanto a la forma más noble de soportar la pérdida de un hermano. Supuestamente yo citaba la pena de mi abuelo Marco Antonio por la muerte de su hermano Cayo, la de mi tío Tiberio por mi padre, la de Cayo César por el joven Lucio, mi propia pena por mi hermano Germánico, y luego relataba con cuánta valentía habíamos soportado cada uno, por turno, estas calamidades. El único efecto que este fango y miel ejercieron sobre mi fue el de convencerme de que no había perjudicado a nadie con su destierro... salvo quizás a la isla de Córcega.