Cuando Heredes era conducido hacia las puertas de la prisión vio a un esclavo griego de Calígula esperando allí. El esclavo parecía sin aliento, como si hubiese llegado corriendo, y llevaba un cántaro de agua en la mano. Herodes supuso que Calígula lo había mandado allí como señal de que todavía seguía siendo su amigo, pero que no podía declarar abiertamente su amistad por temor a ofender a Tiberio.
—Taumasto —llamó—, por amor de Dios, dame un trago de agua.
Hacía mucho calor para septiembre y, como ya he dicho, en la cena se había bebido muy poco vino. El joven se adelantó prestamente, como si hubiese sido encargado de ese servicio; Herodes, grandemente tranquilizado, se llevó el cántaro a los labios y bebió casi todo el contenido. Porque contenía vino, no agua. Dijo al esclavo:
—Te has ganado la gratitud de un prisionero por esta bebida, y te prometo que cuando esté otra vez en libertad te pagaré bien por ello. Veré a tu amo, que por cierto no es un hombre que abandone a sus amigos, y le haré que te conceda la libertad en cuanto haya conseguido la mía, y luego te emplearé en un puesto de confianza, en mi casa.
Herodes pudo cumplir su promesa y Taumasto eventualmente se convirtió en su principal administrador. Todavía vive, en la época en que escribo esto, al servicio del hijo de Herodes, aunque el propio Herodes ya ha muerto.
Cuando conducían a Herodes al cuerpo de la prisión era la hora de los ejercicios, pero había una regla estricta en el sentido de que los prisioneros no debían conversar entre sí sin permiso previo de los guardianes. Cada grupo de cinco prisioneros tenía un guardián que vigilaba hasta el menor movimiento que hacían. La llegada de Herodes provocó una gran conmoción entre estos hombres aburridos e indiferentes, porque la visión de un príncipe oriental ataviado con una túnica de verdadera púrpura de Tiro era algo que no se había presenciado allí hasta entonces. Sin embargo él no los saludó, sino que se quedó contemplando los distantes techos de la casa de campo de Tiberio, como si pudiese leer en ellos algún mensaje acerca de cuál sería su suerte.
Entre los prisioneros había un anciano caudillo germano, cuya historia, según parece, era la que sigue. Había sido oficial de auxiliares germanos a las órdenes de Varo, cuando Roma todavía retenía la provincia del otro lado del Rhin, y recibió la ciudadanía romana en reconocimiento de sus servicios en el combate. Cuando Varo fue traicioneramente atacado en una emboscada y su ejército diezmado por el famoso Hermann, este jefe, si bien no había servido en el ejército de Hermann (o por lo menos así lo afirmaba) ni le había prestado ayuda alguna en sus planes, no tomó medida alguna para demostrar su continuada lealtad a Roma, sino que se convirtió en el jefe de su aldea ancestral. Durante las guerras libradas por mi hermano Germánico, abandonó la aldea con su familia y se retiró tierra adentro, y sólo regresó cuando Germánico fue llamado a Roma y el peligro parecía haber pasado. Entonces tuvo la mala suerte de ser capturado por los romanos en una de las incursiones en que éstos cruzaban el río, de vez en cuando, para mantener a sus hombres en buen estado combatiente y para recordar a los germanos que algún día la provincia volvería a ser nuestra. El general romano lo habría matado a azotes por desertor, pero el hombre protestó que jamás había mostrado deslealtad alguna a Roma, y ejerció su derecho de ciudadano romano de apelar al emperador. (Pero en el intervalo había olvidado todo su latín de campaña.) Este hombre pidió a su guardián, que entendía un poco de germano, que le dijese quién era ese joven melancólico y hermoso que se encontraba de pie bajo un árbol. El guardián contestó que era un judío, un hombre de gran importancia en su país. El germano pidió permiso para hablar a Heredes, diciendo que nunca había conocido en su vida a un hombre de la raza judía, pero que entendía que los judíos no eran en modo alguno inferiores en inteligencia o valentía a los germanos; se podían aprender muchas cosas de un judío. Agregó que también él era un hombre de gran importancia en su propio país.
—Este lugar está convirtiéndose en una universidad —dijo el guardián, sonriendo—; si los dos caballeros extranjeros tienen interés en hablar de filosofía, haré lo mejor que pueda para actuar como intérprete. Pero no esperes mucho de mi germano.
Ahora bien, mientras Herodes se encontraba de pie bajo el árbol, con la cabeza cubierta con su manto, para que los curiosos prisioneros y guardianes no vieran sus lágrimas, sucedió una cosa extraña. Un buho encaramado en las ramas, sobre su cabeza, había dejado caer un poco de excremento sobre él. Es muy raro que un buho aparezca a la luz del día, pero sólo el germano advirtió la acción del ave, porque todos los demás estaban atareados contemplando al propio Herodes.
El germano, hablando por intermedio del guardián, saludó a Herodes cortésmente y comenzó declarando que tenía algo importante que decir. Herodes se descubrió el rostro cuando el guardián comenzó a hablar, y replicó con interés que era todo atención. Por el momento esperaba un mensaje de Calígula, y no advirtió que el guardián no era más que el intérprete de uno de los prisioneros. El guardián dijo:
—Perdóname, señor, pero este caballero germano quiere saber si te has dado cuenta de que un búho acaba de dejar caer excrementos sobre tu manto. Yo actúo como intérprete de este caballero germano. Es un ciudadano romano, pero su latín se ha enmohecido un poco en este clima húmedo que tenemos.
Esto hizo que Herodes sonriese a pesar de su aflicción. Sabía que como los prisioneros no tienen nada que hacer, se pasan gran parte del tiempo haciéndose bromas pesadas los unos a los otros, y que a veces los guardianes, igualmente aburridos con sus obligaciones, los ayudan. De modo que no levantó la vista hacia el árbol ni examinó su manto para ver si el hombre se burlaba de él. Replicó con tono de broma:
—Cosas más extrañas que esas me han sucedido, amigo. Hace poco un flamenco entró volando por la ventana de mi habitación, puso un huevo en uno de mis zapatos y volvió a salir volando. Mi esposa se sintió muy intranquila. Si hubiese sido un gorrión, o un tordo, o incluso una lechuza, no habría vuelto a pensar en el incidente. Pero un flamenco...
El germano no sabía qué era un flamenco, de modo que hizo caso omiso de la respuesta y continuó:
—¿Sabes qué significa cuando un ave deja caer sus excrementos sobre tu cabeza u hombro? En mi país siempre se toma como un signo de muy buena suerte. Y que un pájaro tan sagrado como el búho haya hecho esto, y se haya abstenido de lanzar ningún grito de mal augurio, debería ser para ti un signo de la mayor alegría y esperanza. Los hombres de Chaucia sabemos todo lo que se puede saber acerca de los búhos. El búho es nuestro tótem y da su nombre a nuestra nación. Si tú fueses de Chaucia, te diría que el Dios Mannus ha enviado este pájaro como una señal de que, de resultas de tu encarcelamiento, que será muy breve, serás elevado a un puesto de la más alta dignidad en tu propio país. Pero me dicen que eres judío. ¿Puedo preguntar, señor, el nombre del dios de tu país?
Herodes, que todavía no estaba seguro de si la sinceridad del germano era verdadera o fingida, respondió, verazmente:
—El nombre de nuestro dios es demasiado sagrado para ser pronunciado. Los judíos estamos obligados a referirnos a él por medio de perífrasis, e incluso por perífrasis de perífrasis.
El germano decidió que Herodes estaba burlándose de él, y dijo:
—Por favor, no pienses que digo esto en la esperanza de obtener alguna recompensa de tu parte. Pero al ver que el ave hacía lo que hizo me sentí impulsado a felicitarte por el augurio. Y ahora tengo otra cosa más que decirte, porque soy un augur bien conocido en mi país. La próxima vez que veas a esta ave, aunque sea en el momento de tu más alta prosperidad, y cuando la veas posarse cerca de ti y comenzar a lanzar gritos, entonces sabrás que tus días de dicha han terminado, y que los que te queden por vivir no serán mayores que la cantidad de gritos que lance el búho. ¡Pero ojalá que ese día tarde en llegar!
Herodes había recobrado su ánimo para entonces y respondió al germano:
—Creo, anciano, que dices las tonterías más encantadoras que haya escuchado desde mi regreso a Italia. Tienes mi más sincero agradecimiento por tratar de alegrarme, y si alguna vez salgo libre de este lugar, veré qué puedo hacer para liberarte a ti también. Si eres tan buena compañía sin cadenas como encadenado, pasaremos algunas noches agradables juntos, bebiendo y contando cuentos graciosos.
El germano se fue indignado.
Entre tanto Tiberio había dado repentina orden a sus criados de reunir sus cosas, y volvió a Capri esa misma tarde. Supongo que tenía miedo de que mi madre tratase de convencerlo de que pusiera en libertad a Herodes y de que le fuese difícil rehusarse, ya que estaba tan en deuda con ella por el asunto de Seyano y Livila. Como mi madre se dio cuenta de que no podía hacer nada por Herodes ahora, aparte quizá de procurar que la vida de la cárcel le resultase tan leve como fuera posible, le pidió a Macro que la ayudase lo más que pudiera en eso. Macro contestó que si conseguía para Herodes un tratamiento más considerado que el de los otros prisioneros, se vería sin duda en dificultades con Tiberio. Mi madre contestó:
—Excepción hecha de proporcionarle ayuda para huir,
haz todo lo que puedas por él, te lo ruego, y si Tiberio llega a enterarse de ello y se enoja, te prometo soportar todo el peso de su desagrado.
Le disgustaba encontrarse en situación de tener que pedirle favores a Macro, cuyo padre había sido uno de los esclavos de nuestra familia. Pero sentía gran preocupación personal por Herodes y habría hecho cualquier cosa por él en ese momento. Macro se sintió halagado con sus súplicas y prometió elegir para Herodes un guardián que le mostrase todas las consideraciones del caso, y también designar como gobernador de la prisión a un capitán a quien ella conocía personalmente. Más que eso, dispuso que Herodes comiese con el gobernador, y que se le permitiera visitar diariamente los baños locales, bajo escolta. Dijo que si los libertos de Herodes querían llevarle alimentos y ropa de cama abrigada —porque ya se acercaba el invierno—, cuidaría de que no surgiese dificultad alguna en ese sentido, pero que los libertos deberían decirle al portero que esos artículos eran para uso del gobernador. De modo que la experiencia de Herodes en la cárcel no fue demasiado penosa, si bien estaba encadenado a la pared con una pesada cadena de hierro, cada vez que su guardián no se encontraba a su lado. Pero se preocupó mucho en cuanto a lo que pudiera sucederle a Cypros y a sus hijos, porque no se le permitía tener noticias del mundo exterior. Si bien no tuvo la satisfacción de decirle a Herodes que habría debido hacer caso de su consejo (acerca de no meterse con el pantano de Camarina), Silas cuidó de que los libertos llevasen al prisionero sus alimentos y otras necesidades en forma puntual y discreta. E hizo por él todo lo que le fue posible. A la postre él mismo fue arrestado por tratar de introducir clandestinamente una carta en la cárcel, pero fue liberado después de recibir una seria advertencia.
A principios del año siguiente, Tiberio decidió abandonar Capri para ir a Roma, y dijo a Macro que enviase a todos los prisioneros allí, porque tenía la intención de solucionar sus casos una vez que hubiera llegado. Herodes y todos los demás fueron sacados, por lo tanto, de Miseno, y debieron marchar, por etapas, a los cuarteles de detención del campamento de guardias, situado en las afueras de la ciudad.
Se recordará que Tiberio regresó cuando se encontraba a la vista de las murallas de la ciudad, debido a un augurio infortunado, la muerte de su dragón favorito sin alas. Volvió deprisa a Capri, pero pescó un resfriado y no llegó más allá de Miseno. También se recordará que cuando se creía que estaba muerto y Calígula ya se pavoneaba por el salón de la casa de campo, mostrando su anillo de sello en medio de una multitud de cortesanos admiradores, el anciano salió de su coma y pidió comida a gritos. Pero la noticia de su muerte y de la sucesión de Calígula habían llegado ya a Roma por correo. El liberto de Herodes, el que le había llevado el dinero de Acre, encontró por casualidad al correo en las afueras de la ciudad, y el hombre le gritó la noticia mientras continuaba galopando. El liberto corrió al campamento, entró en los cuarteles de detención y, corriendo excitado hacia Herodes, gritó en hebreo:
—El León ha muerto.
Herodes lo interrogó en el mismo idioma, y pareció tan extraordinariamente encantado, que el gobernador se acercó y exigió que se le dijese qué noticia había traído el liberto. Eso era una violación de las reglas de la cárcel, dijo, y no debía volver a ocurrir. Herodes explicó que no era nada, sólo el nacimiento de un heredero de uno de sus parientes de Edom. Pero el gobernador dejó claramente establecido que insistía en conocer la verdad, de modo que Herodes le dijo al cabo:
—El emperador ha muerto.
El gobernador, que para ese entonces estaba en buenos términos con Herodes, preguntó al liberto si estaba seguro de que la noticia era cierta. El liberto contestó que la había escuchado directamente de labios de un correo imperial. El gobernador quitó las cadenas de Herodes con sus propias manos, y dijo:
—Debemos celebrar esto, Herodes Agripa, amigo mío, con el mejor vino que haya en el campamento.
Se encontraban comiendo juntos, alegres, y Herodes, del mejor talante, le decía al gobernador qué buen sujeto lo consideraba, y cuan amablemente se había portado con él, y cuan dichosos serían todos ahora que Calígula era emperador, cuando llegó la noticia de que Tiberio, en fin
de cuentas, no había muerto. Esto alarmó mucho al gobernador. Decidió que Herodes había dispuesto que le trajeran ese falso mensaje nada más que para verlo en dificultades.
—De vuelta a tus cadenas ahora mismo —gritó, colérico—. Y no esperes que jamás vuelva a creerte nada.
De modo que Herodes tuvo que levantarse de la mesa y volver, lúgubre, a su celda. Pero como se recordará, Macro no permitió que Tiberio gozase de ese nuevo lapso de vida, sino que entró en la alcoba imperial y lo ahogó con una almohada. Otra vez llegaron las noticias de que Tiberio había muerto, pero en esta ocasión eran ciertas. Sin embargo, el gobernador mantuvo a Herodes encadenado toda la noche. No quería correr riesgo alguno.
Calígula quiso poner en libertad a Herodes en el acto, pero, cosa curiosa, fue mi madre quien le impidió hacerlo. Se encontraba en Baias, cerca de Miseno. Le dijo que hasta que hubiese terminado el funeral de Tiberio sería indecente liberar a nadie que hubiese sido encarcelado por él bajo la acusación de traición. Sería mucho mejor si Herodes,-aunque se le permitiera regresar a su casa de Roma, se quedaba durante un tiempo bajo arresto. Así se hizo. Herodes volvió a su casa, pero todavía tenía a su guardián consigo, y debía usar la ropa carcelaria. Cuando terminó el luto oficial por Tiberio, Calígula envió a Herodes un mensaje diciéndole que se afeitase y pusiese ropa limpia, y que fuera a cenar con él al día siguiente al palacio. Los problemas de Herodes parecían haber terminado por fin.
Creo que no he mencionado la muerte, tres años antes de esto, de Filipo, el tío de Herodes. Dejó una viuda, Salomé, la hija de Herodías, considerada la mujer más hermosa del Cercano Oriente. Cuando la noticia de la muerte de Filipo llegó a Roma, Herodes habló de inmediato con el liberto que gozaba de la máxima confianza de Tiberio en lo referente a cuestiones orientales, y lo convenció de que hiciese algo en su favor. El liberto debía recordar a Tiberio que Filipo no había dejado hijos, y tenía que sugerirle que su tetrarquía de Bashán no debía ser entregada a ningún otro miembro de la familia de Herodes, sino anexada, con fines administrativos, a la provincia de Siria.
El liberto no debía recordar en modo alguno a Tiberio el monto de las rentas reales de la tetrarquía, que sumaba unas 160.000 piezas de oro anuales. Si Tiberio seguía su consejo y le ordenaba que escribiese una carta informando al gobernador de Siria de que la tetrarquía quedaría ahora bajo su jurisdicción, él debía agregar subrepticiamente una posdata en el sentido de que las rentas reales tenían que acumularse hasta que se designara sucesor de Filipo. Heredes reservaba a Bashán y sus rentas para su propio uso. De modo que sucedió que cuando, en la cena a que había invitado a Heredes, Calígula lo recompensó agradecidamente por sus sufrimientos concediéndole la tetrarquía, completa, con rentas y todo, con el título de rey por añadidura. Herodes se encontró en bonísima posición. Calígula pidió también la cadena que Herodes había usado en la prisión, y le dio una réplica exacta de la misma, eslabón por eslabón, del más puro oro. Unos días después, Herodes, que no se había olvidado de obtener la libertad del viejo germano y de hacer que el cochero fuese condenado por perjurio, despojado de su libertad y azotado casi hasta morir, partió gozosamente hacia Oriente, para hacerse cargo de su nuevo reino.
Cypros lo acompañó, más gozosa aún que él. Durante el encarcelamiento de Herodes tenía un aspecto enfermizo y desdichado, porque era la esposa más leal del mundo y se negó incluso a comer algo mejor que las raciones carcelarias que recibía su esposo. Permaneció en la casa del hermano menor de Herodes, Herodes Polio.
La feliz pareja, pues, Herodes y Cypros, reunida una vez más, y acompañada como de costumbre por Silas, partió a Egipto, camino de Bashán. Desembarcaron en Alejandría, para presentar sus respetos al alabarca. Herodes tenía la intención de entrar en la ciudad con la menor ostentación posible, ya que no deseaba ser motivo de disturbios entre los griegos y los judíos. Pero estos últimos se alborozaron ante la visita de un rey judío, y de uno tan altamente situado en el favor del emperador. Salieron a recibirlo en el muelle, muchos millares de ellos, con vestimenta de fiesta, exclamando: «¡Hosanna, hosanna!» y entonando canciones de alborozo, y de tal manera lo escoltaron hasta su barrio de la ciudad, que se denomina el Delta. Herodes hizo lo posible para calmar el entusiasmo popular, pero Cypros encontró tan delicioso el contraste entre esta llegada a Alejandría y la anterior, que, para no desairarla, Herodes pasó por alto muchas extravagancias. Los griegos de Alejandría se mostraron coléricos y furiosos. Ataviaron con vestiduras fingidamente reales a un conocido idiota de la ciudad, o más bien a un fingido idiota de nombre Baba, que solía mendigar en las plazas principales y provocaba risas y obtenía monedas de cobre con sus payasadas. Proporcionaron a este Baba una grotesca guardia de soldados armados con espadas de salchichas, escudos de piel de cerdo y cascos de cabeza de cerdo, y lo hicieron desfilar a través de «el Delta». La multitud gritaba ¡Marín, Marín!, que significa «¡rey, rey!». Hicieron una demostración a las puertas de la casa del alabarca, y otra frente a la casa de su hermano Filón. Herodes visitó a dos de los principales griegos y les presentó una protesta. Sólo dijo:
—No olvidaré el espectáculo de este día, y creo que alguna vez tendrán que lamentarlo.
De Alejandría, Herodes y Cypros continuaron su viaje hacia el puerto de Jaffa. De Jaffa fueron a Jerusalén, a visitar a sus hijos y a permanecer dentro de los límites del templo como invitados del Sumo Sacerdote, con quien era conveniente para Herodes llegar a un acuerdo. Creó una excelente impresión dedicando su cadena de hierro al dios judío, colgándola de la pared del Templo del Tesoro. Luego pasaron a través de Samaría y las fronteras de •"Galilea, pero sin enviar ningún mensaje de cumplido a Antipas y Herodías, y así llegaron a su nuevo hogar de Cesárea Filipos, la encantadora ciudad construida por Filipo, como capital, en la ladera meridional del monte Hermón. Allí recogieron las rentas acumuladas desde la muerte de Filipo. Salomé, la viuda de Filipo, trató de conquistar a Herodes e intentó con él sus artes más cautivadoras, pero todo fue inútil. Herodes le dijo:
—Por cierto que eres muy bien parecida y muy graciosa, pero tienes que recordar el proverbio: «Múdate a la nueva casa, pero llévate contigo el viejo hogar.» La única reina posible de Bashán es mi querida Cypros.
Podrá imaginarse que cuando Herodías se enteró de la buena suerte de Heredes enloqueció de celos. Cypros era ahora reina, en tanto que ella no era más que la esposa de un simple tetrarca. Trató de hacer que Antipas sintiese lo mismo que ella, pero Antipas, un anciano indolente, se sentía perfectamente satisfecho con su puesto; si bien no era más que un tetrarca, era un tetrarca muy rico y le importaba muy poco qué título o títulos tuviese. Herodías lo llamó sujeto lamentable. ¿Cómo podía esperar que siguiese respetándolo?
—Pensar —dijo— que mi hermano Herodes Agripa, que llegó aquí no hace mucho como refugiado carente de dinero, que dependía de tu caridad y que luego te insultó groseramente y huyó a Siria, y que fue expulsado de Siria por corrupción y casi arrestado en Antedón por deudas, y que luego fue a Roma, donde se lo encarceló por traición al emperador... pensar que un hombre con semejantes antecedentes, un manirroto que ha dejado una huella de deudas impagadas dondequiera ha ido, es ahora el rey y está en situación de insultarnos. Es insoportable. Insisto en que vayas a Roma en el acto y obligues al nuevo emperador a concederte por lo menos honores iguales a los de Herodes.
—Mi querida Herodías —respondió Antipas—, no hablas con sensatez, acá estamos muy bien, ¿sabes ?, y si tratásemos de mejorar nuestra posición podría traernos mala suerte. Roma no ha sido nunca un lugar seguro para visitar desde que murió Augusto.
—No volveré a hablarte ni a acostarme contigo —dijo Herodías—, a menos de que me des tu palabra de que irás.
Herodes se enteró de esta escena por uno de sus agentes en la corte de Antipas. Y cuando poco después éste partió hacia Roma, envió a Calígula una carta, por navio veloz, ofreciendo al capitán una gran recompensa si llegaba a Roma antes que Antipas. El capitán cargó todas las velas que pudo, y consiguió ganar el dinero. Cuando Antipas se presentó ante Calígula, éste tenía ya la carta de Herodes en la mano. La carta le decía que mientras estuvo en Jerusa-lén, Herodes se había enterado de graves acusaciones contra su tío Herodes Antipas, a las que al principio no dio crédito pero que después una investigación confirmó. No sólo su tío se había dedicado a una pérfida correspondencia con Seyano en la época en que éste y Livila conspiraban para usurpar la monarquía —eso era cosa antigua—, sino que últimamente había intercambiado correspondencia con el rey de Parda, planeando organizar con su ayuda una amplia rebelión contra Roma en el Cercano Oriente. El rey de Parda se había comprometido a entregarle Samaría, Judea y el propio reino de Herodes, Bashán, como recompensa por su deslealtad. Como prueba de su acusación Herodes mencionaba que Antipas tenía 70.000 armaduras completas en la armería de su palacio. ¿Cuál podía ser el significado de estos preparativos secretos para la guerra? El ejército permanente de su tío contaba con sólo unos pocos cientos de hombres, una simple guardia de honor. Resultaba indudable que las armaduras no eran para armar a tropas romanas.
Herodes era astuto, sabía perfectamente bien que Antipas no tenía intención bélica alguna, y que sólo su afición a las exhibiciones lo había llevado a llenar su armería de esa manera. Las rentas de Galilea y Gilead eran ricas, y si bien Antipas era tacaño en su hospitalidad, gustaba de gastar dinero en objetos costosos. Coleccionaban estatuas, cuadros y muebles taraceados. Pero Herodes sabía que esta explicación no se le ocurriría a Calígula, a quien a menudo había hablado de la avaricia de Antipas. De modo que cuando éste llegó a palacio y saludó a Calígula, felicitándolo por su acceso al trono, Calígula le devolvió el saludo con frialdad y le preguntó en el acto:
—¿Es cierto, tetrarca, que tienes 70.000 armaduras en la armería de tu palacio?
Antipas se sobresaltó y no pudo negarlo, porque Herodes había tenido buen cuidado de no exagerar. Masculló algo acerca de que las armaduras estaban destinadas a su propio placer personal.
—Esta audiencia ha terminado —dijo Calígula—. No digas excusas tontas. Mañana pensaré qué debo hacer contigo- Antipas tuvo que retirarse, avergonzado y ansioso.
Esa noche, durante la cena, Calígula me preguntó:
—¿Dónde naciste tú, tío Claudio?
—En Lyon —respondí.
—Un lugar insalubre, ¿no es cierto ? —preguntó Calígula, haciendo girar una copa de vino, dorada, entre los dedos.
—Sí —contesté—. Tiene la reputación de ser uno de los lugares más insalubres de tus dominios. Considero que el clima de Lyon es el culpable de haberme condenado, cuando todavía era niño, a mi actual vida inútil e inactiva.
—Sí, creo que en una ocasión te oí decirlo —dijo Calígula—. Enviaremos a Antipas allí. El cambio de clima podrá hacerle bien. En Galilea hay demasiado sol para un hombre de su carácter.
Al día siguiente Calígula le dijo a Antipas que debía considerarse degradado de su rango de tetrarca, y que en Ostia había un barco esperándolo para llevarlo al exilio, a Lyon. Antipas tomó la cosa con filosofía —el exilio era mejor que la muerte—, y diré en su favor que, hasta donde yo sé, jamás dirigió a Herodías, quien lo acompañó desde Galilea, una palabra de reproche. Calígula le escribió a Herodes agradeciéndole su oportuna advertencia, y concediéndole la tetrarquía y las rentas de Antipas, era reconocimiento de su lealtad. Pero sabiendo que Herodías era la hermana de Herodes, le dijo que, por aprecio a su hermana, le permitiría quedarse con toda propiedad que le perteneciera, y volver a Galilea, si lo deseaba, para vivir bajo su protección. Herodías era demasiado orgullosa para aceptar esto, y le respondió a Calígula que Antipas siempre le había tratado muy bien, y que no lo abandonaría en la hora de su necesidad. Comenzó un largo discurso destinado a ablandar el corazón de Calígula, pero éste la interrumpió. Herodías y Antipas zarparon juntos para Lyon a la mañana siguiente. Jamás volvieron a Palestina.
Herodes replicó en términos del más ilimitado agradecimiento por el regalo de Calígula. Calígula me mostró la carta. «¡Pero qué hombre —escribía Herodes— 70.000 armaduras y todas para su placer personal! ¡Dos por día, durante casi cien años! Pero parece una lástima condenar a un hombre así a que se pudra en Lyon. Tendrían que enviarlo a invadir Germania por sí sólo. Mi padre siempre decía que la única manera de hacer frente a los germanos era la de exterminarlos, y aquí tienes a tu servicio al perfecto exterminador: tan ávido de combatir, que acumula 70.000 armaduras, todas hechas a la medida.» Nos reímos mucho con la carta. Herodes terminaba diciendo que volvería en el acto a Roma para agradecer a Calígula verbalmente. La pluma y el papel no eran suficientes para expresar lo que sentía. Haría de su hermano Aristóbulo el regente temporario de Galilea y Gilead, con Silas para vigilarlo con atención, y a su hermano menor, Herodes Polio, regente temporario de Bashán.
Volvió a Roma con Cypros, y pagó a sus acreedores hasta el último centavo de sus deudas, y a todas partes donde iba decía que no pensaba volver a pedir prestado. Durante el primer año del reinado de Calígula no tuvo dificultad digna de mención. Incluso cuando Calígula riñó con mi madre por el asesinato de Gemelo —asesinato del cual puede tenerse la seguridad de que Herodes no lo había disuadido activamente—, de modo que como he descripto en mi historia anterior ella se vio obligada a suicidarse, Herodes estuvo tan seguro de la confianza de Calígula en su lealtad, que casi fue el único de los amigos de ella que se puso luto y concurrió a su funeral. Sintió muy agudamente la muerte de mi madre, según creo, pero la forma en que se lo dijo a Calígula fue:
—Sería un desdichado desagradecido si no dejase de presentar mis respetos al espíritu de mi benefactora. El hecho de que tú le mostrases tu desagrado ante su entrometimiento en un asunto que no le concernía debe de haber afectado a la señora Antonia con la pena y la vergüenza más profundas. Si yo sintiese que había ganado tu desagrado por alguna conducta similar —pero por supuesto que la comparación es absurda—, haría sin duda lo que ha hecho ella. Mi luto es un tributo a su valentía por el hecho de haber abandonado un mundo moderno, que ha convertido a gente como ella en gente antigua.
Calígula aceptó esto y dijo:
—No, Herodes, has hecho bien. El daño me lo causó ella a mí, no a ti.
Pero cuando perdió por completo el juicio, de resultas de su enfermedad, y declaró su divinidad y comenzó a cortar las cabezas de las estatuas de los dioses y a sustituirlas por la propia, Heredes se mostró ansioso. Como gobernador de muchos millares de judíos, preveía problemas. Los primeros signos reales de estos problemas llegaron de Alejandría, donde sus enemigos, los griegos, instaron al gobernador de Egipto a que insistiese en la erección de las estatuas del emperador en las sinagogas judías, lo mismo que en los templos griegos, y a la utilización por los judíos, lo mismo que por los griegos, del divino nombre de Calígula en los juramentos. El gobernador de Egipto había sido enemigo de Agripina y también partidario de Tiberio Gemelo, y decidió que la mejor forma de demostrar su lealtad a Calígula consistía en poner en vigor el edicto imperial, que, en rigor de verdad, sólo estaba destinado a los griegos de la ciudad. Cuando los judíos se negaron a jurar por el nombre de Calígula o a admitir sus estatuas dentro de las sinagogas, el gobernador publicó un decreto declarando que todos los judíos de la ciudad eran extranjeros e intrusos. Los alejandrinos se sintieron jubilosos e iniciaron un pogrom contra los judíos, expulsando a los ricos de otras partes de la ciudad, donde vivían lujosamente, al lado de griegos y romanos, y llevándolos hasta las atestadas y estrechas callejuelas de «el Delta». Más de cuatrocientas casas de mercaderes fueron saqueadas, y sus dueños asesinados o mutilados. Los sobrevivientes recibieron incontables insultos. Las pérdidas en vidas y los daños a las propiedades fueron tan cuantiosos, que los griegos quisieron justificar su acción enviando una embajada a Calígula, en Roma, explicando que la negativa de los judíos a adorar a su majestad había irritado de tal modo a los ciudadanos griegos más jóvenes y menos disciplinados, que éstos tomaron la justicia por sus propias manos. Los judíos enviaron una contraembajada, dirigida por el hermano del alabarca, cierto Filón, distinguido judío que gozaba de la reputación de ser el mejor filósofo de Egipto. Cuando Filón liego a Roma, como es natural, visitó a Heredes, con quien estaba emparentado por matrimonio. Porque Herodes, después de pagar al alabarca las 8.000 piezas de oro, junto con un interés del diez por ciento sobre dos años —para gran turbación del alabarca, porque como judío no podía aceptar legalmente intereses sobre un préstamo a otro judío—, mostró además su gratitud casando a Berenice, su hija mayor sobreviviente, con el hijo mayor del alabarca. Filón pidió a Herodes que interviniese en su favor ante Calígula, pero Herodes dijo que prefería no tener nada que ver con la embajada. Si los acontecimientos tomaban un sesgo grave, haría lo posible para mitigar la cólera del emperador, que sin duda sería severa... Y eso era todo lo que podía decir por el momento.
Calígula escuchó afablemente a la embajada griega, pero despidió a los judíos con airadas amenazas, como Herodes había previsto, y les dijo que no quería volver a oír en el futuro nada referente a las promesas que Augusto les había hecho en materia de tolerancia religiosa. Augusto, gritó, estaba muerto desde hacía tiempo, y sus edictos estaban fuera de moda y eran absurdos.
—Yo soy vuestro dios, y no tendréis más dioses que yo.
Filón se volvió hacia los otros embajadores y les dijo en arameo:
—Me alegro de que hayamos venido, porque estas palabras son un desafío deliberado al Dios viviente, y ahora podemos estar seguros de que este tonto perecerá miserablemente.
Por suerte ninguno de los cortesanos entendía el arameo.
Calígula envió una carta al gobernador de Egipto informándole que los griegos habían cumplido con su deber al protestar enérgicamente contra la deslealtad de los judíos, y que si éstos insistían en su actual desobediencia, iría él mismo con un ejército y los exterminaría.
Entre tanto, ordenó que el alabarca y todos los otros funcionarios de la colonia judía fuesen encarcelados. Explicó que a no ser por el parentesco del alabarca con su amigo Herodes Agripa, los habría hecho matar, a él y a su hermano Filón. La única satisfacción que Herodes pudo dar a los judíos de Alejandría fue la de que reemplazase al gobernador de Egipto. Convenció a Calígula de que lo arrestara con motivo de su anterior enemistad hacia Agripina —que era, por supuesto, la madre de Calígula— y de que lo desterrase a una de las más pequeñas islas griegas.
Luego Herodes le dijo a Calígula, quien ahora se encontraba corto de fondos:
—Veré qué puedo hacer en Palestina para conseguir algún dinero para tu erario. Mi hermano Aristóbulo me informa de que el tragafuego de mi tío Antipas era aún más rico de lo que suponíamos. Ahora que has iniciado tus conquistas británica y germana —de paso, y si alguna vez te encuentras en Lyon, por favor, dales mis saludos a Antipas y Herodías—, Roma nos parecerá muy lúgubre a los que nos quedamos aquí. Sería una buena oportunidad para que yo me ausentase y volviera a visitar mi reino. Pero en cuanto me entere que estás de vuelta, volveré, también de prisa, y espero que te sientas satisfecho con mis esfuerzos en tu favor.
El hecho era que desde Palestina le habían llegado a Herodes noticias sumamente inquietantes. Partió hacia el este un día después del fijado por Calígula para su absurda expedición militar, aunque en verdad pasó casi un año antes de que Calígula partiese.
Este había dado orden de que su estatua fuese colocada en el santuario del templo de Jerusalén, una cámara secreta interior donde se supone que el dios de los judíos mora en su arcón de cedro, y que sólo es visitada una vez al año por el Sumo Sacerdote. También dio orden posterior de que la estatua fuese sacada del santuario en los días de festival público y adorada en el patio exterior, por la congregación reunida, judíos y no judíos. O bien no conocía, o bien no le importaba el intenso respeto religioso que los judíos tienen hacia su dios. Cuando se leyó la proclama en Jerusalén, por el nuevo gobernador de Judea enviado para reemplazar a Poncio Pilatos (quien, de paso, se había suicidado al llegar a Roma), hubo escenas de tan extraordinarios motines, que el gobernador se vio obligado a refugiarse en su campamento, fuera de la ciudad, donde soportó algo muy similar a un asedio. Las noticias le llegaron a Calígula en Lyon. Se enfureció y envió una carta al nuevo gobernador de Siria, que había reemplazado a mi amigo Vitelio, ordenándole reunir una fuerza de auxiliares sirios, y con éstos y los dos regimientos romanos a sus órdenes, marchar a Judea y poner en vigor el edicto, a punta de espada. El nombre de este gobernador era Publio Petronio, un soldado romano de la antigua escuela. No perdió tiempo alguno en obedecer las órdenes de Calígula, por lo menos en lo referente a sus preparativos para la expedición, y marchó hacia Acre. Allí escribió una carta al Sumo Sacerdote y a los principales notables judíos, informándoles de sus instrucciones y de su disposición a ponerlas en práctica. Entre tanto Herodes había tomado parte en el juego, si bien se mantenía lo más posible en segundo plano. Aconsejó secretamente al Sumo Sacerdote en cuanto a la mejor medida a tomar. Por sugestión suya, el gobernador de Judea y su guarnición fueron enviados bajo salvoconducto a Petronio, en Acre. Los siguió una delegación de unos 10.000 judíos principales, que llegaron con una súplica contra la violación que se intentaba hacer del templo. No llegaban con intenciones bélicas, declararon, pero ello no obstante preferían morir antes que permitir esta terrible injuria a su tierra ancestral, que inmediatamente sería destruida por una maldición y no se recuperaría jamás. Dijeron que debían su fidelidad política a Roma y que no habría quejas contra ellos por deslealtad o por no pagar sus impuestos, pero que su principal lealtad era para con el Dios de sus Padres, que siempre los había protegido en el pasado (mientras obedecieron sus leyes) y que les había prohibido estrictamente la adoración de cualquier otro dios en su dominio.
—No estoy capacitado para hablar en materia de religión
—respondió Petronio—. Podrá ser como decís, o podrá no ser así. Mi propia fidelidad al emperador no está dividida en mitades políticas o religiosas. Es una lealtad incuestionable. Soy su servidor y obedeceré sus órdenes, suceda lo que sucediere.
—Nosotros somos los fieles servidores de nuestro Señor Dios,, y obedeceremos sus órdenes suceda lo que sucediere —contestaron ellos.
De modo que se produjo un estancamiento en la situación. Petronio avanzó entonces hacia Galilea. Por consejo de HerodeSj no se cometió acto hostil alguno contra él, pero, si bien era tiempo de la cosecha de otoño, los campos se dejaron sin arar, y todos iban de luto, con la cabeza cubierta de cenizas. El comercio y la industria se detuvieron. Una nueva delegación salió al paso de Petronio en Cesárea (la Cesárea de Samaría), encabezada por Aristóbulo, el hermano de Herodes, y una vez más se le dijo que los judíos no tenían intenciones bélicas, pero que si insistía en llevar a la práctica el edicto imperial ningún judío temeroso de dios tendría ya más interés en la vida, y la tierra quedaría arruinada. Esto puso a Petronio en un aprieto. Quiso pedir a Herodes consejo o ayuda, pero éste, advirtiendo la inseguridad de su propia posición, había partido ya hacia Roma. Qué podía hacer un soldado como Petronio, un hombre que siempre se había mostrado pronto a enfrentar al más feroz enemigo alineado en formación de batalla o atacándolo desde una emboscada, con. alaridos, cuando estos venerables ancianos se presentaban y le tendían el cuello diciéndole: «No ofrecemos resistencia, somos leales tributarios de Roma, pero nuestro deber religioso es para con el Dios de nuestros Padres, por cuyas leyes hemos vivido desde nuestro nacimiento. Mátanos, si te place, porque no podemos permitir que nuestro Dios sea blasfemado y seguir viviendo».
Les hizo un discurso sincero, les dijo que su deber de romano era cumplir con el juramento de fidelidad que había hecho al emperador, y obedecerlo en todo sentido. Y ellos ya podían ver que con las fuerzas armadas a su disposición estaba en perfectas condiciones de cumplir las órdenes que había recibido. Ello no obstante, los elogió por su firmeza y por su abstención de acto alguno de violencia. Confesó que en su condición oficial de gobernador de Siria sabía en qué consistía su deber, y sin embargo, como hombre humano y razonable, le resultaba casi-imposible hacer lo que se le había encomendado. No sería un acto romano matar a ancianos inermes sólo porque insistían en adorar a su dios ancestral. Dijo que volvería a escribir a Calígula y presentaría el caso de ellos en la forma más favorable posible.. Era más que probable que Calígula lo recompensase con la muerte, pero si, por medio del sacrificio de su propia vida, podía salvar las vidas de tantos millares de provincianos industriosos e inofensivos, estaba dispuesto a hacerlo. Los instó a reanimarse y a esperar lo mejor.
Lo primero que había que hacer una vez escrita la carta, cosa que haría esa misma mañana, era que ellos continuasen cultivando su tierra. Si dejaban de hacerlo, sobrevendría el hambre, y luego el bandidaje y la peste, y las cosas empeorarían mucho más de lo que estaban ahora. Sucedió que en el momento en que hablaba aparecieron de pronto por el oeste, nubes de tormenta, y cayó un fuerte aguacero. Las lluvias comunes de otoño no habían caído ese año, y ya había pasado la estación de las mismas. De modo que eso fue considerado como un augurio de extraordinaria buena suerte, y las multitudes de judíos quejumbrosos se dispersaron, entonando canciones de alabanza y alegría. La lluvia continuó cayendo, y muy pronto toda la tierra revivió.
Petronio mantuvo su palabra. Escribió a Calígula informándole acerca de la obstinación de los judíos, rogándole que reconsiderase su decisión. Dijo que los judíos se habían mostrado perfectamente respetuosos hacia su emperador, pero que insistían en que caería una terrible maldición sobre su tierra si se erguía una estatua cualesquiera en el templo, incluso la de su glorioso emperador. Se refería prolongadamente a su negativa a cultivar la tierra, y sugería que ahora se presentaban sólo dos alternativas: la primera, erigir la estatua y sentenciar el país a la ruina, cosa que significaría una inmediata pérdida de rentas. La segunda, volver atrás en la decisión imperial y conquistar la imperecedera gratitud de un noble pueblo. Rogaba al emperador que, por lo menos, postergara la instalación de la estatua hasta después de la cosecha.
Pero antes de que esta carta llegase a Roma, Herodes Agripa ya se había puesto a trabajar en favor del dios judío. Calígula y él se saludaron con gran afecto, después de su larga separación, y Herodes llevaba consigo grandes arcones de oro y joyas y otros objetos preciosos. Algunos provenían de su propio tesoro, otros del de Antipas, y el resto, según creo, formaba parte de una ofrenda hecha a él por los judíos de Alejandría. Herodes invitó a Calígula al más lujoso banquete que jamás se hubiese ofrecido en la ciudad: sirvieron increíbles manjares, incluso cinco grandes pasteles completamente llenos de lenguas de alondras, pescados maravillosamente delicados traídos en tanques desde la India, y, como asado, un animal parecido a un elefante joven, pero velludo y no perteneciente a ninguna especie conocida: se lo había encontrado incrustado en el hielo de algún lago helado del Cáucaso, y se lo había llevado allí, envuelto en nieve, vía Armenia, Antioquía y Rodas. Calígula se asombró ante la magnificencia de la mesa y admitió que jamás habría tenido ingenio suficiente para proporcionar semejante espectáculo, incluso aunque hubiera podido permitírselo. La bebida fue tan notable como la comida, y Calígula se mostró tan animado a medida que transcurría la cena, y despreció de tal modo su propia generosidad hacia Herodes en el pasado, como algo apenas digno de mención, que prometió concederle todo lo que estuviese en sus manos otorgar.
—Pídeme cualquier cosa, mi queridísimo Herodes —dijo—, y será tuyo. —Repitió:— Absolutamente todo. Juro por mi propia divinidad que te lo concederé.
Herodes protestó que no había ofrecido ese banquete en la esperanza de conquistar favor alguno de Calígula. Dijo que éste había hecho ya tanto por él, como príncipe cualesquiera del mundo habría podido hacer por cualquier sujeto o aliado suyo en todo el panorama de la historia o la tradición. Dijo que estaba mucho más que contento; no quería absolutamente nada, aparte de que se le permitiese mostrar su gratitud de alguna manera. Pero Calígula, mientras se servía vino de una jarra de cristal, continuaba insistiendo: ¿No quería algo especial, cualquier cosa? ¿Algún nuevo reino en Oriente? ¿Caléis, quizás, o Iturea? Pues lo tendría con sólo pedirlo.
—Graciosísimo y magnánimo y divino César —dijo Herodes—, repito que no quiero nada para mí. Lo único que puedo ansiar es el privilegio de servirte. Pero ya me has adivinado los pensamientos. Nada escapa a tus miradas sorprendentemente rápidas y penetrantes. En verdad existe algo que quiero pedirte, pero como presente que sólo servirá para beneficiarte directamente a ti. Mi compensación será indirecta: la gloria de haber sido tu consejero.
La curiosidad de Calígula fue excitada.
—No temas hablar, querido Herodes —dijo—. ¿Acaso
no he jurado que te lo concederé, y no soy un dios de mi palabra?
—En ese caso, mi único deseo —dijo Herodes— es que no pienses ya en instalar tu estatua en el templo de Jerusalén.
Siguió un prolongado silencio. Yo estuve presente en ese histórico banquete y no recuerdo haberme sentido jamás tan incómodo o excitado en mi vida, como cuando esperaba el resultado de la audacia de Herodes. ¿Qué haría Calígula? Había jurado por su propia dignidad conceder el pedido, en presencia de muchos testigos. Y sin embargo, ¿cómo podía volver sobre su resolución de humillar a ese dios de los judíos, el único de los dioses del mundo que continuaba oponiéndosele?
Al cabo Calígula habló. Dijo con voz suave, casi suplicante, como si contase con Herodes para ayudarlo a salir de ese dilema:
—No entiendo, mi queridísimo Herodes. ¿En qué forma supones que la concesión de este pedido me beneficiará?
Herodes había estudiado todo el asunto en detalle antes de sentarse a la mesa. Replicó, con aparente sinceridad:
—Porque, César, colocar tu sagrada estatua en el templo de Jerusalén no redundará en tu propia gloria. ¡Oh, muy por el contrario! ¿Tienes conciencia de la naturaleza de la estatua que ahora se guarda en él santuario más íntimo del templo, y de los ritos que se realizan en él en los días santos? ¿No? Entonces escucha y entenderás en el acto que lo que consideras como una perversa obstinación de mis correligionarios no es más que un leal deseo de no injuriar a tu Majestad. El dios de los judíos, César, era un individuo extraordinario. Ha sido descrito como un antidiós. Tiene una aversión arraigada a las estatuas, en especial a las de porte majestuoso y digna artesanía como las de los dioses griegos. A fin de simbolizar su odio hacia otras divinidades, ha ordenado la erección, en ese santuario íntimo, de la estatua de un enorme, tosco y ridículo Asno. Tiene largas orejas, enormes dientes, gigantescos genitales, y todos los días santos los sacerdotes insultan a esta estatua con los más viles cánticos y la salpican de los más repugnantes excrementos y desperdicios, y luego la pasean en un carruaje por todo el patio interior, para que la congregación toda la insulte de manera similar. De modo que todo el templo apesta como las Grandes Cloacas. Es una ceremonia secreta. No se admite a ella ninguna persona que no sea judía, y a los propios judíos no se les permite hablar de ella, so pena de una maldición. Además, se avergüenzan de ella. Ahora lo entiendes todo, ¿no es cierto? Los principales judíos temen que si tu estatua fuese erigida en el templo, ello provocaría los más profundos malentendidos; que, en su ridículo fanatismo religioso, la gente del pueblo la sometería a las más graves indignidades pensando a la vez honrarte con su celo; pero, como digo, la delicadeza natural y el sagrado silencio que deben guardar les ha impedido explicar a tu amigo Petronio por qué prefirieron morir antes que permitirle que ponga en práctica tus órdenes. Es una suerte que yo esté aquí para decirte lo que ellos no pueden. Yo soy sólo judío por parte de madre, de modo que quizá eso me libre de la maldición. De cualquier manera, estoy dispuesto a correr el riesgo por ti.
Calígula se tragó todo esto con perfecta credulidad, e incluso quedó convencido a medias por la gravedad de Heredes. Lo único que dijo fue:
—Si los tontos hubiesen sido tan francos conmigo como tú, mi queridísimo Herodes, nos habríamos ahorrado todos estos problemas. ¿Te parece que Petronio habrá ejecutado mis órdenes?
—Por tu bien, espero que no lo haya hecho —explicó Herodes.
De modo que Calígula escribió a Petronio una breve carta:
«Si ya has puesto mi estatua en el templo, como lo ordené, déjala, pero cuida de que los ritos sean atentamente supervisados por soldados romanos. De lo contrario, desbanda tu ejército y olvídate del asunto. Por consejo del rey Herodes Agripa, he llegado a la conclusión de que el templo en cuestión es un lugar muy inadecuado para la instalación de mi sagrada estatua.»
Esta carta se cruzó con la que había escrito Petronio. Calígula se enfureció de que Petronio se atreviese a escribir como lo hacía, intentando hacerlo cambiar de opinión por puro sentido de humanidad. Contestó: «Ya que pareces valorar los sobornos de los judíos más altamente que mi voluntad Imperial, te aconsejo que te mates en seguida y en forma indolora, antes de que haga contigo un ejemplo tal, que horrorice a todas las épocas futuras.»
Pero sucedió que la segunda carta de Calígula llegó tarde: el barco perdió su palo mayor entre Rodas y Chipre, y quedó incapacitado para navegar durante varios días, de modo que la noticia de la muerte de Calígula llegó primero a Cesárea. Petronio casi abrazó el judaismo, tan aliviado se sintió.
Esto termina con la primera parte de la historia de Herodes Agripa, pero se conocerá el resto de la misma a medida que continúe narrando la mía propia.