Capítulo 29

 

 

 

 Luego entró Jenofonte y me obligó a beber algo, porque yo estaba a punto de derrumbarme, y en términos generales se ocupó de mí. No sé con exactitud qué brebaje me dio, pero tuvo el efecto de hacerme sentir muy lúcido y sereno y absolutamente impersonal en todo sentido. Mis pies parecían pisar nubes, como un dios. También afectó al foco de mi visión, de modo que vi a Narciso, a Calpurnia a Palas como si estuviesen a veinte pasos de distancia, en lugar de muy cerca de mí.

 —Manda a buscar a Turranio y Lucio Geta. —Turranio era mi Superintendente de Depósitos, ahora que Calón había muerto, y Geta, como he dicho, era comandante de la guardia junto con Crispino.

 Los interrogué, asegurándoles primero que no los castigaría si decían la verdad. Confirmaron todo lo que me relataron Narciso y Calpurnia y Cleopatra, y me dijeron muchas cosas más. Cuando le pedí a Geta que explicase con franqueza por qué no me había informado de todo eso antes, respondió:

 —¿Puedo citar un proverbio, César, que a menudo está en tus propios labios? La rodilla está más cerca que tu tobillo. ¿Qué le sucedió a Justo, mi predecesor, cuando trató de hacerte saber lo que ocurría en el ala de palacio en que habita tu esposa?

 Turranio contestó a la misma pregunta recordándome que cuando en fecha reciente reunió valor para venir a verme con una queja por la confiscación de un depósito público por orden de Mesalina —bloques de basalto importado de Egipto para la repavimentación del Mercado de los Bueyes—, para ser utilizado, según se supo, en una nueva columnata que estaba construyendo en los jardines de Lúculo, yo me enfurecí y le dije que jamás volviese a poner en duda orden o acto alguno de ella, que nada de lo que hiciese se hacía sin mis órdenes o por lo menos sin mi sanción absoluta. En aquella ocasión le dije que si volvía a presentar otra queja contra la conducta de Mesalina, debía presentarse ante la propia Mesalina, Turranio tenía razón, había dicho realmente eso.

 Calpurnia, que se removía, impaciente, en segundo plano mientras yo interrogaba a Geta y Turranio, me lanzó una mirada suplicante. Entendí que quería hablar conmigo a solas y desalojé la habitación; y entonces ella me dijo, con suavidad y sinceridad:

 —Querido mío, no irás a ninguna parte formulando la misma pregunta, una y otra vez, a distintas personas. Es muy sencillo: todos tuvieron miedo de decírtelo, en parte porque sabían cuánto amabas a Mesalina y cuánta confianza le tenías, pero principalmente porque eres el emperador. Has sido muy tonto, y muy infortunado, y ahora tienes que hacer algo para reafirmar tu posición. Si no actúas en el acto nos sentenciarán a muerte a todos. Cada minuto que pasa tiene importancia. Debes ir en seguida al campamento de la guardia y obtener la protección de todas las tropas, leales. No creo que te abandonen por Mesalina y Silio. Puede que haya uno o dos coroneles o capitanes que hayan sido comprados, pero los soldados de nías te adoran. Envía mensajeros montados a Roma, de inmediato, para .anunciar que vas para allí a vengarte de Silio y tu esposa. Manda órdenes de arresto contra todos los presentes en la boda. Eso quizá sea suficiente para aplastar la revuelta. Sin duda están todos demasiado borrachos para hacer algo peligroso. ¡Pero date prisa!

 —¡Oh, sí, —dije—, me daré prisa!

 Llamé otra vez a Narciso.

 —¿Tienes confianza en Geta?

 —Para ser sincero, César, no confío mucho en él.

 —¿Y en los dos capitanes que tiene aquí?

 —Confío en ellos, pero son estúpidos.

 —Crispino está de licencia en Baias, ¿y a quién pondremos como comandante de la guardia, si no confiamos en Geta?

 —Si Calpurnia fuese un hombre, yo diría que a Calpurnia. Pero como no lo es, el único que queda soy yo. Soy un simple liberto, ya lo sé, pero los oficiales de la guardia me conocen y me quieren, y no sería más que por un día.

 —Muy bien, General del Día Narciso. Dile a Geta que debe guardar cama por orden del médico hasta mañana. Dame mi pluma y pergamino. Espera un momento. ¿Qué fecha es hoy? ¿Cinco de septiembre? He aquí tu nombramiento, pues; muéstraselo a los capitanes y envíalos en seguida con sus hombres, para arrestar a todos los concurrentes a la boda. Pero nada de violencia, a no ser en defensa propia. Ordénales eso. Que los guardias sepan que voy para allá y que espero que permanezcan leales, y que su lealtad no dejará de tener recompensa.

 Hay unos veintinueve kilómetros de Ostia a Roma, pero los soldados cubrieron la distancia en una hora y media, usando calesas rápidas. En rigor, la boda estaba a punto de terminar cuando llegaron. El motivo fue un caballero llamado Vetio Valens, que había sido uno de los amantes de Mesalina antes de que Silio apareciera en escena, y que todavía gozaba de sus favores. La fiesta había llegado a la etapa a que llegan las fiestas cuando se ha disipado la primera excitación de la bebida y todos comienzan a sentirse un poco cansados y aburridos. El interés se concentró entonces en Vetio Valens. Se había abrazado a un magnífico roble perenne que crecía fuera de la casa, y hablaba con una dríada imaginaria que habitaba en su interior. En apariencia la dríada se había enamorado de él y lo invitaba, en un susurro sólo audible por él, a una cita en la copa del árbol. Finalmente consintió en unirse allí a ella, e hizo que sus amigos formaran una pirámide humana para permitirle trepar hasta la primera rama grande. La pirámide se derrumbó dos veces, entre chillidos de risa, pero Vetio perseveró y al tercer intento logró montar a caballo sobre la rama. Y allí, lenta y peligrosamente, fue trepando cada vez más, hasta desaparecer en el denso follaje de la copa. Todos se quedaron mirando hacia arriba, para ver qué sucedería luego. La expectativa era grande, porque Vetio era un famoso comediante. Pronto comenzó a imitar los afectuosos gritos de la dríada y a emitir ruidosos chasquidos de besos y pequeños chillidos de excitación. Luego guardó silencio hasta que el grupo le gritó:

 —Vetio, Vetio, ¿qué estás haciendo?

 —Contemplo el mundo. Este es el mejor puesto de vigía que hay en Roma. La dríada está sentada en mi regazo y me señala los lugares de interés, de modo que no nos interrumpan. Sí, ése es el Senado. Tonta, ¡ya lo sabía! ¡Y eso es Colchester! ¿Pero no te equivocas? No se puede ver hasta Colchester desde este árbol, ¿no es cierto? Sin duda te refieres al campamento de la guardia. No, es Colchester, por Dios. Puedo ver el nombre escrito en el tablero de noticias, y a britanos de cara azul paseándose de un lado a otro. ¿Qué es eso? ¿Qué hacen? No, no lo creo. ¿Cómo, adorando a Claudio, como a un dios? —Y luego, imitando mi voz:— ¿Por qué?, quiero saber ¿Por qué? ¿No hay ningún otro a quien adorar? ¿Los otros dioses se han negado a cruzar el canal? No los censuro. Yo mismo me sentí terriblemente mareado al cruzarlo.

 El público de Vetio estaba arrobado. Cuando volvió a guardar silencio le dijeron:

 —¡Vetio, Vetio!, ¿qué haces ahora? —El respondió, volviendo a imitar mi voz:

 —En primer lugar, si no quiero contestar, no contestaré. No pueden obligarme. Soy un hombre libre, ¿no es cierto? En rigor, uno de los hombres más libres de Roma.

 —Oh, dínoslo, por favor, Vetio.

 —¡Miren! ¡Miren! ¡Mil Furias y Serpientes! Suéltame, dríada, déjame ir. No, no, otra vez no. No puedo esperar ahora para esas cosas. Tengo que bajar. ¡Suéltame, dríada!

 —¿Qué sucede, Vetio?

 —Corran si aprecian en algo la vida; acabo de ver un espectáculo espantoso. ¡No, esperen! ¡Trogo, Próculo, ayúdenme primero a bajar. ¡Pero todos los demás corran para salvarse!

 —¿Qué? ¿Qué?

 —¡Una terrible tormenta ha estallado en Ostia! ¡Corran! —Riendo y gritando, encabezados por los novios, salieron corriendo del jardín a la calle, pocos segundos antes de que mis soldados aparecieran galopando. Mesalina consiguió huir, lo mismo que Silio, pero los soldados no tuvieron dificultad alguna en arrestar a doscientos invitados, y más tarde encontraron a cincuenta más, que se tambaleaban, ebrios, rumbo a sus hogares. Mesalina sólo estaba acompañada por tres hombres. Al principio hubo veinte o más con ella, pero la abandonaron en cuanto se dio la alarma de que llegaban los guardias. Atravesó a pie la ciudad, hasta llegar a los jardines de Lúculo, y para entonces ya estaba un poco más serena. Decició que debía ir a Ostia de inmediato y volver a probar el efecto de su belleza sobre mí —hasta entonces nunca había dejado de dar resultado—, llevando a los niños consigo como refuerzo. Todavía estaba descalza y con su atavío de vendimiadora, cosa que provocó siseos y burlas mientras corría por las calles. Envió a una criada a palacio, para buscar a los niños, sandalias, joyas, y una túnica limpia. La calidad del amor que existía entre ella y Silio quedó demostrada por el inmediato abandono que hicieron el uno del otro a la primera señal de peligro. Mesalina se preparó a sacrificarlo a mi cólera, y Silio fue a la plaza del Mercado, para reanudar sus tareas judiciales allí, como si nada hubiese sucedido. Estaba lo bastante borracho como para creer que podía fingir una total inocencia, y cuando los capitanes fueron a arrestarlo, les dijo que estaba ocupado; ¿qué querían? Su respuesta fue esposarlo y llevárselo al campamento.

 Entre tanto se habían unido a mí Vitelio y Cecina (mi colega en el segundo consulado), que me acompañaron a Ostia y después del sacrificio fueron a visitar a unos amigos al otro lado de la ciudad. Les conté brevemente lo que había sucedido y les dije que volvía a Roma de inmediato. Esperaba que me apoyasen y que fuesen testigos de la imparcialidad con la cual juzgaría a los culpables, cualesquiera fuese su rango o posición. El efecto olímpico de la droga continuaba. Hablaba con serenidad, con fluidez y, creo, con sensatez. Al principio Vitelio y Cecina no respondieron, y sólo expresaron su asombro y preocupación por medio de la expresión del rostro. Cuando les pregunté que pensaban acerca de todo el asunto, Vitelio siguió lanzando exclamaciones de asombro y horror, tales como: «¿De veras te dijeron eso? ¡Oh, cuan horrible! ¡Qué ruin traición!», y Cecina siguió su ejemplo. Se anunció la carroza de gala y Narciso, a quien ordené que redactase un acta de acusación contra Mesalina, y que había estado atareado interrogando al personal a fin de componer una lista de sus adulterios tan completa como fuese posible, demostró entonces ser un hombre valiente y un fiel servidor.

 —César, por favor, informa a tus nobles amigos de que cargo ocupo yo hoy y concédeme un asiento en esta carroza, contigo. Hasta que los señores Vitelio y Cecina expresen una opinión honrada, y se abstengan de hacer observaciones que puedan ser entendidas como condena de tu esposa o como condena de sus acusadores, mi deber, como comandante de tu guardia, es el de permanecer a tu lado.

 Me alegré de que viniese conmigo. Cuando nos dirigíamos hacia la ciudad comencé a hablarle a Vitelio acerca de las bonitas costumbres de Mesalina, y de cuánto la había amado, y de cuan vilmente me había engañado. El lanzó un profundo suspiro y dijo:

 —Un hombre tendría que ser de piedra para no dejarse influir por una belleza como la de ella.

 Hablé también de los niños, y Cecina y Vitelio suspiraron al unísono:

 —¡Los pobres, los queridos niños! No hay que permitir que sufran.

 Pero lo más parecido a una verdadera opinión, por parte de Vitelio, fue lo siguiente:

 —Es imposible que nadie que haya sentido hacia Mesalina la admiración y ternura que sentí yo, crea estas sucias acusaciones, aunque un millar de testigos dignos de confianza jurasen que son ciertas. —Y Cecina convino:

 —¡Oh, qué mundo malvado y lamentable es éste!

 Les esperaba un momento de turbación. Vimos dos vehículos que se acercaban en el atardecer. Uno era otra carroza, tirada por caballos blancos, y en ella iba sentada Vibidia, la más anciana y más honrada de las vírgenes vestales; tenía 85 años de edad y era una de mis amigas más queridas. Detrás de este carruaje seguía un carro con una gran L amarilla pintada en él, uno de los carros pertenecientes a los jardines de Lúculo, utilizado para trasportar tierra y basura. En él viajaban Mesalina y los niños. Narciso captó la situación con una sola mirada; tenía mejor vista que yo y detuvo la carroza.

 —Aquí está la vestal Vibidia, que ha venido a tu encuentro, César —dijo—; sin duda te pedirá que perdones a Mesalina. Vibidia es una anciana encantadora, y yo tengo una elevadísima opinión de ella, pero por amor de Dios, no hagas ninguna promesa. Recuerda cuan monstruosamente has sido tratado, y recuerda que Mesalina y Silio son traidores a Roma. Sé cortés con Vibidia, por supuesto, pero no le prometas nada. He aquí la lista de acusaciones, mírala ahora, lee los nombres. Mira el acusado que figura en undécimo lugar: Mnester. ¿Piensas perdonar esto? ¿Y Cesonino, qué me dices de Cesonino? ¿Qué puedes pensar de una mujer que juega con una criatura como ésa?

 Tomé el pergamino de entre sus manos, mientras bajaba de la carroza después de susurrar algo al oído de Vitelio. No sé qué le dijo, pero Vitelio decidió mantener la boca cerrada en ausencia de Narciso. Mientras yo leía las acusaciones a la luz de una linterna, Narciso corrió por la carretera y salió al encuentro de Vibidia y Mesalina, quien también había desmontado y se dirigía hacia él. Mesalina estaba ahora relativamente sobria; me llamó con dulzura desde lejos:

 —¡Hola, Claudio! ¡He sido una muchacha tonta! ¡Jamás habrías podido creerlo de mí!

 Por primera vez mi sordera me fue útil. No reconocí su voz ni oí una palabra. Narciso saludó a Vibidia con cortesía, pero se negó a dejar que Mesalina avanzara un paso más. Mesalina lo maldijo y le escupió a la cara y trató de escurrirse, pero él ordenó que los dos sargentos que me acompañaban la escoltaran a su carro y que hicieran que éste volviera a la ciudad. Mesalina chilló como si la asesinaran o ultrajaran, y yo levanté la vista del pergamino para preguntar qué sucedía. Vitelio contestó:

 —Una mujer presa de los dolores del parto, según parece.

 Luego Vibidia se acercó con lentitud a nuestra carroza y Narciso la siguió, jadeando. Narciso habló en mi lugar; le dijo a Vibidia que las notorias putañerías y traiciones de Mesalina, que carecían de precedentes, hacían aún más ridículo el hecho de que una piadosa y anciana vestal fuese a pedirme que le perdonara la vida.

 —Sin duda las vestales no aprueban que el palacio sea otra vez convertido en un burdel, como en época de Calígula, ¿no es cierto? No aprueban que los bailarines y los gladiadores actúen entre las sábanas del Sumo Pontífice, ¿no es cierto?, con la activa colaboración de la esposa del Sumo Pontífice.

 Eso proporcionó una sacudida a Vibidia; Mesalina sólo le había confesado una «indiscreta familiaridad» con Silio. Dijo:

 —No sé nada de eso, pero por lo menos debo instar al Sumo Pontífice a no hacer nada irreflexivo, a no derramar sangre inocente, a no condenar a nadie sin escucharlo, a considerar el honor de su casa y su deber hacia los dioses.

 —Vibidia, Vibidia —interrumpí yo—, mi querida amiga, trataré a Mesalina en forma equitativa, puedes contar con eso.

 —Sí, por cierto —dijo Narciso—. El peligro consiste en que el Sumo Pontífice pueda mostrar a su ex esposa una clemencia inmerecida. En verdad le es muy difícil juzgar el caso con tanta imparcialidad como sería su deber hacerlo. Por lo tanto debo pedirte, en su nombre, que no hagas las cosas más penosas de lo que ya son. ¿Puedo sugerirte cortésmente que te retires, Vibidia, y que te dediques a las solemnidades de la diosa Vesta, que tan bien entiendes?

 Entonces ella se retiró, y nosotros seguimos el viaje. Cuando entramos en la ciudad, Mesalina hizo otra tentativa de verme, según me dijeron, pero la contuvieron los soldados. Luego trató de enviar a Británico y a la pequeña Octavia para que me suplicasen en su nombre, pero Narciso les vio correr hacia nosotros y les ordenó que se volviesen. Yo permanecía sentado en silencio, examinando la lista de los amantes de Mesalina. Narciso le había dado el siguiente título : «Lista provisional e incompleta de los notorios adulterios de Valeria Mesalina, desde el año primero de su matrimonio con Tiberio Claudio César Augusto Germánico, Padre de la Patria, Sumo Pontífice, etc., hasta el día actual». Contenía 44 nombres, que más tarde se ampliaron hasta llegar a 156.

 Narciso envió un mensaje ordenando que el carro volviera a los jardines; las reglamentaciones del tránsito impedían que circulase por las calles a esa hora. Mesalina vio que había sido derrotada y permitió que la llevaran a los jardines. Los chicos fueron enviados a palacio. Domicia Lépida, aunque últimamente había habido cierta frialdad entre ambas, se unió con valentía a ella en el carro. De lo contrario, Mesalina hubiese estado sola, con excepción del carrero. Narciso le dijo luego a nuestro conductor que nos llevara a la casa de Silio. Cuando llegamos, dije:

 —Esta no es la casa, ¿no es cierto? Esta es la mansión de la familia de los Asinios.

 —Mesalina la compró en privado —explicó Narciso—, cuando Asinio Galo fue desterrado, y se la entregó a Silio, como regalo. Entra para que veas por ti mismo lo que han hecho.

 Entré y vi el desorden de la boda: los adornos de hojas de vid, las cubas y lagares, las mesas cubiertas de alimentos y platos sucios, los pétalos de rosa y las guirnaldas pisoteadas en el suelo, las pieles de leopardo, el vino derramado por todas partes. La casa estaba desierta, con excepción del portero y de dos enamorados completamente ebrios, abrazados, en la cama de la alcoba nupcial. Los hice arrestar. Uno era Montano, un oficial del estado mayor, la otra la propia sobrina de Narciso, una joven casada, con dos hijos. Lo que más me escandalizó y acongojó fue encontrar la casa llena de muebles del palacio, no sólo las cosas que Mesalina me había dado como parte de su dote, cuando nos casamos, sino antiguos legados de la familia Claudia y Julia, incluso las estatuas de mis antepasados y las máscaras de familia, con armario y todo. No podía haber una prueba más clara de sus intenciones. De modo que volvimos a subir a la carroza y marchamos en dirección al campamento de la guardia. Narciso estaba ahora lúgubre y callado, porque había tenido mucho cariño a su sobrina; pero Vitelio y Cecina habían decidido que sería más prudente creer en lo que les mostraban sus ojos, y simultáneamente comenzaron a instarme a que me vengara. Llegamos al campamento, donde encontré a toda la división formada, por orden de Narciso, frente al tribunal. Había oscurecido, y el tribunal estaba iluminado por las antorchas. Subí a la plataforma y pronuncié un breve discurso. Mi voz era clara, pero sonaba muy lejana:

 —Amigos míos, mis guardias, mi amigo el extinto rey Heredes Agripa, que fue el primero en recomendarme a ustedes como emperador, y que luego convenció al Senado de que aceptase la elección, me dijo, la última ocasión en que lo vi vivo, y también me escribió en la última caita que recibí de él, que nunca confiara en nadie, porque ninguno de los que me rodeaban era digno de confianza. No tomé sus palabras literalmente; continué depositando la máxima confianza en mi esposa, Valeria Mesalina, de quien ahora sé que fue una ramera, una embustera, una ladrona, una asesina y una traidora a Roma. No quiero decir, guardias, que no confíe en ustedes; ustedes son las únicas personas en quienes confío. Son soldados y cumplen con sus deberes sin vacilaciones. Espero que ahora se mantengan de mi parte y aplasten la conspiración que mi ex esposa Mesalina y su amante, el cónsul electo Gayo Silio, han planeado contra mi vida, so pretexto de restablecer las libertades populares en la ciudad. El Senado está corrompido con las conspiraciones, tan corrompido como las entrañas del carnero que sacrifiqué esta tarde al dios Augusto. Jamás se ha visto un espectáculo tan repugnante. Me avergüenzo de hablar como lo hago, pero es justo, ¿no es cierto? Ayúdenme a castigar a nuestros enemigos y, una vez que Mesalina haya muerto, si alguna vez vuelvo a casarme les doy plena y absoluta libertad para despedazarme con las espadas y utilizar mi cabeza como una pelota, en los baños, como se hizo con la de Seyano. Tres veces casado, tres veces desdichado. Bien, ¿qué les parece, muchachos? Díganme lo que piensen, no puedo obtener una respuesta directa de mis otros amigos.

 —¡Mátalos, César! ¡No les tengas piedad! ¡Estrangula a esa perra! ¡Mátalos a todos! ¡Has sido demasiado generoso! ¡Aniquílalos! —No cabía duda alguna acerca de lo que pensaban los guardias en ese sentido. Entonces hice que los hombres y mujeres arrestados se presentaran ante mí, en ese mismo lugar, y ordené el arresto de otros 110 hombres, que ahora aparecían en la lista de acusaciones como amantes de Mesalina, y a cuatro mujeres de rango que se habían prostituido por sugestión de Mesalina, durante la escandalosa orgía de palacio. Terminé el juicio en tres horas. Pero eso fue porque de las 360 personas que se presentaron, todas, menos 34 se confesaron culpables de las acusaciones presentadas contra ellas. A aquellos cuyo único delito había sido la concurrencia a la boda, los desterré. Veinte caballeros, seis senadores y un coronel de la guardia que se confesaron culpables de adulterio o de tentativa de revolución, o ambas cosas, exigieron ser ejecutados en el acto. Les concedí este favor. Vetio Valens trató de comprar su vida ofreciéndose a revelar los nombres de los dirigentes de la revolución. Le dije que podría descubrirlos sin su ayuda, y se lo llevaron al lugar de la ejecución. Montano era mencionado en la lista de Narciso, pero afirmó que Mesalina le había obligado a pasar la noche con ella, enseñándole una orden para que asi lo hiciera, firmada y sellada por mí. Y que después de esa única noche se cansó de él. Mesalina debe de haber obtenido mi firma en el documento leyéndomelo —«Nada más que para ahorrarles el esfuerzo a tus preciosos ojos, querido»— como si fuese algo completamente distinto. Pero yo señalé que no había recibido ninguna orden de mí en cuanto a concurrir a la boda o a cometer adulterio con la sobrina de mi amigo Narciso, y por lo tanto también fue ejecutado. Hubo además quince suicidios, esa noche, en la ciudad, de personas que no habían sido arrestadas pero que pensaban serlo. Entre ellas se contaban tres amigos íntimos, todos caballeros, Trogo, Cota y Fabio. Sospecho que Narciso estaba enterado de su culpabilidad, pero los omitió de la lista de acusaciones, por amistad, conformándose con enviarles una advertencia.

 Mnester no quiso declararse culpable. Me recordó que tenía orden mía de obedecer a Mesalina en todo, y dijo que la había obedecido contra su voluntad. Se quitó las ropas y me mostró las marcas de un látigo en la espalda.

 —Me propinó estos latigazos porque mi natural modestia me impidió cumplir con sus órdenes tan enérgicamente como ella deseaba, César.

 Yo tuve pena de Mnester; en una ocasión había salvado a los concurrentes al teatro de una matanza a manos los germanos. ¿Y qué se puede esperar de un actor? Pero Narciso dijo:

 —No le perdones, César. Mira las magulladuras con atención. La carne no está abierta. A cualquiera que tenga ojos para ver le resultará claro que los azotes no estaban destinados a herir; forman parte de sus prácticas viciosas.

 Mnester hizo una graciosísima reverencia a los soldados, su última reverencia, y pronunció su habitual discursito:

 —Si les he complacido, ésa es mi recompensa. Si les he ofendido, les pido perdón.

 Lo recibieron en silencio y lo condujeron a la muerte. Las únicas dos personas a quienes perdoné, salvo a los evidentemente inocentes, fueron cierto Laterano, acusado de conspiración, pero que se proclamó inocente, y Cesonino. Las pruebas contra Laterano eran contradictorias, y además era sobrino de Aulo Plaucio, de modo que le concedí el beneficio de la duda. A Cesonino lo perdoné porque era una ruina humana, aunque de buena familia, y no quería insultar a sus compañeros de adulterio ejecutándolo junto con ellos. Durante el reinado de Calígula se había prostituido como una mujer. No sé qué fue de él; jamás volvió a aparecer por Roma. También deseché la acusación contra la sobrina de Narciso; tenía por lo menos esa deuda con él. Las bacantes, que todavía llevaban únicamente sus pieles de leopardo, fueron ahorcadas. Cuando di la orden cité el discurso de Ulises en La Odisea, cuando se venga de las perversas criadas de Penélope:

 

        Y así habló el príncipe: ¿A éstas les concederemos

un destino tan puro como el de la marcial espada ?

        ¿A éstas, las nocturnas prostitutas vergonzosas

y bajas mancilladoras de mi casa y de mi nombre?

 Las hice colgar a todas en forma homérica, en fila de a dos, de un grueso cable de barco tendido entre dos árboles y tensado con un cabestrante. Sus pies quedaron a muy pocos centímetros del suelo, y mientras morían volví a recitar: Removieron sus pies un poco, apenas un instante.

 ¿Y Silio? ¿Y Mesalina? Silio no trató de defenderse, pero cuando lo interrogué hizo una detallada declaración, contando un relato de su seducción por Mesalina. Lo insté:

 —¿Pero por qué? Quiero saber por qué. ¿Estabas realmente enamorado de ella? ¿De veras creíste que soy un tirano? ¿De veras tenías la intención de restablecer la república, o sólo querías ser emperador en mi lugar?

 —No puedo explicártelo, César; quizá fui hechizado. Me hizo verte como a un tirano. Mis planes eran vagos. Hablé de libertad con muchos de mis amigos y ya sabes cómo es eso, cuando uno habla de libertad todo parece maravillosamente sencillo. Uno espera que todas las puertas se abran y todos los muros se derrumben y todas las voces griten de alegría.

 —¿Quieres que te perdone la vida? ¿Debo ponerte en libertad o dejarte en custodia de tu familia, como a un ser irresponsable e imbécil?

 —Quiero morir.

 Mesalina me había escrito una carta desde los jardines. En ella me decía que me amaba como siempre y que esperaba que no tomaría su travesura en serio. No había hecho más que seguir la broma con Silio, como ella y yo habíamos convenido, y que si se excedió al emborracharse, yo no debía ser estúpido y sentirme enojado y celoso. «No hay nada que haga a un hombre tan odioso y desagradable a los ojos de una mujer, como los celos.» La carta fue entregada al tribunal, pero Narciso no me permitió contestarla hasta que los juicios no hubiesen terminado, a no ser con un formal «Tu comunicación ha sido recibida, y le concederé mi atención imperial a su debido tiempo». Dijo que hasta que yo no estuviese convencido en cuanto a la amplitud de su culpabilidad, era mejor no comprometerme por escrito; no debía abrigar ninguna esperanza de que escaparía a la muerte y sería simplemente exiliada a alguna pequeña isla-cárcel en alguna parte.

 La respuesta de Mesalina a mi formal acuse de recibo de su carta fue otra, larga y borroneada por las lágrimas, en la que me reprochaba fría respuesta a sus ardientes palabras. Hacia una confesión total, o así la llamaba, de sus muchas indiscreciones, pero no admitía el adulterio en un solo caso. Me rogaba, por nuestros hijos, que la perdonase y le diera una posibilidad de volver a empezar como fiel y abnegada esposa. Y prometía una conducta de matrona que fuera un ejemplo para todas las nobles de Roma, en los siglos por venir. Firmaba con su apodo cariñoso y familiar. La carta me llegó durante el juicio de Silio.

 Narciso vio lágrimas en mis ojos y dijo:

 —César, no te rindas, una prostituta nata no puede reformarse jamás; no es honrada contigo, ni siquiera en esta carta.

 —No, no me rendiré —repliqué—. Un hombre no puede morir dos veces de la misma enfermedad.

 Volví a escribir: «Tu comunicación ha sido recibida, y le concederé mi atención a su debido tiempo.»

 La tercera carta de Mesalina llegó cuando las últimas cabezas habían caído. Era colérica y amenazadora. Me escribía que ya me había concedido todas las oportunidades para tratarla en forma equitativa y decente, y que si no le pedía perdón de inmediato por la insolente, despiadada e ingrata conducta que había tenido para con ella, debía aceptar las consecuencias, porque su paciencia se agotaba. Contaba con la secreta lealtad de todos mis oficiales de la guardia y de todos mis libertos, con excepción de Narciso, y de la mayor parte del Senado. No tendría más que pronunciar una palabra, y yo sería arrestado de inmediato y entregado a su venganza. Narciso echó la cabeza hacia atrás y rió.

 —Bien, por lo menos reconoce mi lealtad hacia ti. Vamos a palacio. Debes de estar casi moribundo de hambre. No has comido nada desde el almuerzo. ¿No es cierto?

 —¿Pero qué le contestaré?

 —No merece respuesta alguna.

 Volvimos a palacio, y allí nos esperaba una magnífica comida. Aperitivo (recomendado por Jenofonte como sedante) y ostras, y ganso asado, con mi salsa favorita de hongos y cebolla —de acuerdo con una receta dada a mi madre por Berenice, la madre de Herodes—, y ternera guisada con rábanos, y un plato de hortalizas sazonado con miel y clavo, y melón de África. Comí con sumo apetito, y cuando terminé comencé a sentirme soñoliento. Le dije a Narciso:

 —Mi cerebro no quiere trabajar más esta noche. Estoy fatigado. Te dejo encargado de los asuntos hasta mañana por la mañana. Supongo que debería ordenar a esa desdichada mujer que viniese aquí entonces, a defenderse contra esas acusaciones. Le prometí a Vibidia que le concedería un juicio equitativo.

 Narciso no dijo nada. Me quedé dormido en mi diván. Narciso llamó al coronel de la guardia.

 —Ordenes del emperador. Debes ir con seis hombres a la casa de placer de los jardines de Lúculo, y allí ejecutar a Valeria Mesalina, la esposa divorciada del emperador.

 Luego le dijo a Euodo que se adelantara a los guardias y le previniera a Mesalina que éstos estaban a punto de llegar, concediéndole de tal modo una oportunidad para suicidarse. Si ella la aprovechaba, y no podía dejar de hacerlo, yo no necesitaría enterarme de la orden no autorizada de su ejecución. Euodo la encontró echada de bruces en el suelo de la casa, sollozando. Su madre estaba arrodillada a su lado. Mesalina dijo, sin levantar la cabeza:

 —Oh, amado Claudio, me siento tan desdichada y avergonzada.

 Euodo rió.

 —Estás equivocada. El emperador duerme en palacio, con órdenes de no ser molestado. Antes de dormirse le dijo al coronel de la guardia que viniera a cortarte tu hermosa cabeza. Eso fue literalmente lo que dijo: «Córtele la hermosa cabeza y clávela en la punta de una lanza». Yo me adelanté para informarte. Si tienes tanta valentía como belleza, te aconsejo que termines con eso antes de que lleguen. He traído esta daga por si no tenías una a mano.

 —No te quedan ya esperanzas, mi pobre hija —gimió Domicia Lépida—. No puedes escapar ahora. Lo único honorable que puedes hacer es tomar esta daga y suicidarte, ¿no es cierto ?

 —No es cierto —sollozó Mesalina—. Claudio jamás se atrevería a eliminarme de esta manera. Es una invención de Narciso. Habría debido matar a Narciso hace mucho tiempo. ¡Ruin, odioso Narciso!

 Afuera, en el pavimento, se oyó el ruido de pesados pasos rítmicos.

 —Guardias, ¡alto! ¡Presenten armas!

 La puerta se abrió de par en par y el coronel de la guardia apareció en ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, dibujado contra el cielo nocturno. No dijo una palabra.

 Mesalina gritó al verlo y arrebató la daga de manos de Euodo. Palpó medrosamente el filo y la punta. Euodo se burló.

 —¿Quieres que los guardias esperen mientras te busco una piedra de amolar y la afilo?

 —Sé valiente, hija —dijo Domicia Lépida—. No te dolerá si te la clavas con rapidez.

 El coronel dejó caer lentamente los brazos; su mano derecha tomó la empuñadura de la espada. Mesalina se apoyó la punta de la daga primero en la garganta y luego en el pecho.

 —¡Oh, no puedo madre! ¡Tengo miedo!

 El coronel había sacado la espada de la vaina. Dio tres largos pasos y la atravesó.